nes cotidianas y extraordinarias de los individuos que componen el grupo étnico.
José Eduardo Zarate Hernández Centro de Investigación y Desarrollo
del Estado de Michoacán/ El Colegio de Michoacán
O’GORMAN, Edmundo, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1986, 306 pp.
A partir del epígrafe que sirve de divisa a este estudio del historiador Edmundo O’Gorman: “Hay suficiente luz en la oscuridad”, el autor se propone “desterrar las sombras” que mantienen aún en la penumbra los orígenes de la imagen y del culto a Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac.
Sin embargo, desde la perspectiva contraria, sería aceptable afirmar también que, por el efecto del deslumbramiento ante el radiante esplendor de la taumaturgia guadalupana, el paso de la penumbra a la luz en demasía enceguece a tal grado que persisten aún “agujeros negros” en el firmamento guada- lupano.
En efecto, el halo luminoso de la devoción a la Guadalupana que desde hace siglos envuelve en sus resplandores a los devotos hijos de tan excelsa Madre, relumbra con tal intensidad que impide a la razón vislumbrar el fondo de la hoguera: demasiada luz oscurece la verdad sobre los orígenes de la imagen y del culto a Nuestra Señora de Guadalupe del Tepe- yac.
Así, desde estos dos puntos de vista el problema es el de las sombras en las que se difumina la cuestión; no ya acerca de la irrealidad histórica de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, sino acerca del proceso histórico de elaboración social de dos mitos, a saber, el que atribuye celestial origen a la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac y el que hace remontar hasta el entrañable deseo de la celestial Madre el inicio del culto a su morena imagen.
Habida cuenta de la vasta historiografía guadalupana, uno no puede dejar de reconocer que demasiado se ha polemizado, mas no todo ha quedado esclarecido, en lo mucho que se ha escrito en pro y en contra de la realidad histórica de las apariciones de Santa María de Guadalupe del Tepeyac. Quienes están a favor arguyen, en último término, su fe en el sobrenatural portento. Quienes están en contra, no pueden menos que reconocer que los mitos y relatos maravillosos dicen también, a su manera, la verdad de las cosas y de los hombres en sociedad. Mientras unos afincan su creencia en los signos del portento y veneran con piedad la materialidad de las pruebas, otros atienden a la no menos prodigiosa eficacia social de los mitos, de los cuentos maravillosos y de los gestos taumatúrgicos. Mientras a los unos les reconforta que la ciencia corrobore sus creencias en el legado de la tradición, a los otros la tradición los confronta a un legado que su ciencia no siempre ratifica ni explica. Los exámenes científicos a los que ha sido sometido el ayate de Juan Diego y los estudios iconográficos de la imagen han arrojado resultados que a los unos robustece en su piadosa devoción y a los otros fortalece en su razonado escepticismo. El estudio metódico de arraigadas creencias y seculares costumbres de miríadas de devotos guadalupanos es, para los unos, causa de reprobación y escándalo por la osadía de tocar a la filial devoción a Nuestra Madre y es, para los otros, un afán
producido, quiéranlo o no, por el asombro de la razón razonante. En los sentimientos de unos impera el temor al desencanto; en la razón de los otros el horror a los prodigios. Todos, sin embargo, se pasman ante la poderosa seducción de los mitos y la contundencia legendaria de los milagros. Difícilmente la imaginación resiste ante la fuerza persuasiva de trabajados artificios y sutiles embelecos; sobre todo, si éstos vienen envueltos en maternales apapachos y querencias entrañables.
El espectador sereno rinde, sin embargo, su mente a la evidencia histórica y sin dejarse encandilar por el halo numi- noso que de tanto relumbrar ciega la mirada, y sin consentir en el cautiverio de su razón en el escepticismo intransigente, debe responder a dos cuestiones fundamentales, como condición indispensable para desfacer la fascinación de los misterios. ¿Cuándo, cómo y por qué hizo acto de presencia la imagen de la Guadalupana en la ermita del Tepeyac? ¿Por qué, cómo y cuándo le fue reconocida a tal imagen un carácter sobrenatural?
Responder a tales cuestiones es el propósito del historiador Edmundo O’Gorman, que tiene para sí como “cosa juzgada la irrealidad histórica del origen sobrenatural de la imagen guadalupana”. Aquí conviene aclarar que, en atención a nuestro medio social y cultural, quizás es preciso advertir que, aquéllos a quienes tal afirmación cause indignación y espanto, aquéllos que se escandalicen con tamaña incredulidad y griten a rebato ¡“incrédulo”! ¡“ateo”!, y se dispongan a remitir a Don Edmundo a las pailas del infierno, deben tranquilizarse y saber que el espectador sereno también está “persuadido de que la fortaleza de la fe es invulnerable a los asaltos de la razón” (p. 2).
Así pues, O’Gorman se propone “disipar la oscuridad en que ha quedado el hecho de la súbita presencia de la imagen
de la Virgen en la vieja ermita del Tepeyac a finales de 1555”, y esclarecer los orígenes sociales del carácter sobrenatural del que fue revestida tal imagen.
El autor prueba exitosamente su tesis, aunque, modesto probabilista, no pretenda sino “conjeturar acerca del responsable de la colocación de la imagen en la ermita” (pp. 145- 147), a través de la reconstrucción histórica del origen del guadalupanismo mexicano. Su tesis se contiene en tres partes, a saber,
1) que el arzobispo [Don Alonso de Montúfar], directa o indirectamente, encomendó al indio pintor [Marcos] la ejecución de la imagen de la Virgen; 2) que fue el señor Montúfar quien ordenó la secreta colocación de esa imagen en la antigua ermita del Tepeyac [a finales de 1555], para realizar así su designio de crear con ese señuelo un poderoso centro de atracción para los indios que los induciría a desoír a los misioneros, rompiéndose así el cerco de aislamiento en que los tenían como sumisos vasallos. Reconocemos, aunque como menos probable, la suposición de que el arzobispo no intervino ni en la encomienda de la ejecución de la imagen ni en su colocación en la ermita y que sólo aprovechó esa supuesta “aparición” de la Virgen para los fines que acabamos de indicar (p. 148);
y 3) que la “milagrosa” curación del ganadero español por la imagen del Tepeyac (pp. 148-150) es “... sospechosa por [ser] tan oportuna(s) [...]” tanto su supuesta ocurrencia como su divulgación al poco tiempo de la colocación de aquella imagen en la ermita del Tepeyac; en contraste, este “portento cuya autenticidad no abonó el virrey [Don Martín] Enríquez” [de Almanza], fue, según éste mismo,
el disparadero de la fervorosa devoción que le cobraron a esa efigie los vecinos españoles de la ciudad de México. En este caso no
tenemos ningún indicio que permita conjeturar una directa intervención del arzobispo, y es de creerse que se trata de uno de esos “milagros” frecuentes en aquella época y a los que tan fácilmente se daba crédito y tanto más por el anhelo de aquellos primeros pobladores novohispanos de tener su Virgen propia [...]. Por lo que toca al arzobispo puede afirmarse como cierto que no desdeñó tan bienvenida circunstancia para fomentar la devoción de los españoles a la imagen que así resultaba enormemente prestigiada por su supuesta potencia taumatúrgica (p. 148).
Tal la tesis que O’Gorman prueba habiendo desenvuelto sus argumentos a lo largo de esta obra compuesta de a) un preámbulo, b) tres partes en las que se contienen diez capítulos, c) un epílogo, y d) ocho apéndices documentales.
En la parte primera, el autor empieza abriendo “la brecha hacia los orígenes de la historia guadalupana” (pp. 5-21), senda trabajosa que lo conduce hasta “la invención del gua- dalupanismo novohispano” (pp.23-40) a través de “ ‘la aparición’ de la imagen y la conversión de ésta en Virgen Guadalupana” gracias al “surgimiento de la devoción de los españoles” a esta efigie, para lo cual analiza “el enigma del nombre” que le fue impuesto y reconstruye las vías de “la apropiación” de ésta por los criollos, con lo que deja esclarecidas las premisas históricas y sociales de “la fundación del culto a la imagen”. Por otro lado aborda “la invención del guadalupanismo indígena” (pp. 41-61) analizando, comentando e infiriendo conclusiones del texto estrella de la tradición aparicionista, el Nican Mopohua. Ardua es su labor para pintarnos las condiciones en que este texto fue elaborado y con minucia analiza su contenido, para sostener, al cabo, que la “razón de ser” del Nican Mopohua fue “la sacralización de la imagen” por medio de un relato del género de los autos sacramentales, procedimiento por el que se indujo “la resti
tución de la imagen a los indios”, no obstante “el escollo del nombre [peninsular] Guadalupe”; el resto corrió a cuenta de la fabulosa “divulgación del mensaje de Valeriano”.
En la segunda parte, el autor se consagra al análisis de los conceptos esenciales del sermón del arzobispo don fray Alonso de Montúfar (6 de septiembre de 1556) (pp. 67-72), y con una increíble capacidad de reconstrucción de los hechos, recrea las situaciones y la atmósfera de escándalo producidas por las osadías retóricas de Montúfar, al ofrecernos los bien adobados “comentarios franciscanos al sermón del arzobispo (6 de septiembre de 1556)” (pp. 73-80); enseguida nos transporta a la iglesia de San Francisco a presenciar la función religiosa en honor de la Inmaculada y escuchar “el sermón del provincial fray Francisco de Bustamante (8 de septiembre de 1556)” (pp. 81-91); ahí nos hace una vivida composición de lugar describiéndonos las circunstancias, reseñándonos y comentándonos el sermón. En el último de los cuatro capítulos de esta parte, nos da cuenta de cómo el arzobispo se puso de inmediato a la defensiva (8 y 9 de septiembre de 1556) (pp. 93-107) para protegerse de los cargos que le resultaron, a saber, el de incitar a los indios a la idolatría y el de predicar milagros incomprobados.
En la tercera parte el autor reconoce plenamente a “Nuestra Señora de Guadalupe, flor novohispana de la Contrarreforma” (pp. 113-122) y analiza los insumos que abonaron tan fecundamente el huerto en el que floreció exuberante el culto a la Guadalupana. Para ello, O’Gorman otea avizor “el horizonte histórico del surgimiento del culto guadalupano (la contienda entre la mitra y los religiosos)” (pp. 123-134), trae a observación directa “la extrañeza en la conducta del arzobispo”, remonta los antecedentes en busca de “la consigna que trajo el arzobispo” que no es otra sino acabar con el régimen de Iglesia Misionera e instaurar los cánones de la
Iglesia Tridentina de la Contrarreforma, para lo cual el prelado precisaba de “la sustitución de los frailes por curas clérigos”, del “cobro de diezmos a los indios”, de la sustracción de los indios al régimen de exención de los misioneros; todo ello enfrascó, evidentemente, al arzobispo en “la contienda entre la mitra y los frailes”. Al final, O’Gorman descubre en este marco de verdaderas relaciones de poder “la razón de ser e índole en su origen del guadalupanismo mexicano” (pp. 135-141).
En el epílogo (pp. 143-148), el autor “conjetura acerca del responsable de la colocación de la imagen en la ermita” (pp. 145-147), y resuelve “el enigma de la ‘milagrosa’ curación del ganadero” (pp. 148-150), primicia de la ininterrumpida tradición taumatúrgica guadalupana.
Los ocho apéndices documentales (pp. 151-284) contienen los siguiente temas: lo. La relación de las apariciones (Nican Mopohua) supuesta obra de colaboradores indígenas de Sahagún (pp. 151-159). 2o. Una supuesta Relación primitiva de las apariciones guadalupanas (la fabricación de un testimonio histórico) (pp. 161-212). 3o. El sermón guadalu- pano del arzobispo Montúfar supuesto testimonio histórico del origen sobrenatural de la imagen del Tepeyac (pp. 213- 225). 4o. La Información de 1556 no es proceso. Sus irregularidades. Su índole de documento no oficial (pp. 227-237). 5o. Análisis temático de la Información de 1556 (pp. 239- 253). 6o. Fecha en que se dió cuenta a la Corte del culto guadalupano del Tepeyac (pp. 255-259). 7o. Hallazgo y divulgación de la Información de 1556. Efemérides selectas guadalupanas siglo XIX (pp. 261-276). 8o. Los templos gua- dalupanos en el Tepeyac (pp. 277-284).
Por último, la bibliografía (pp. 285-304), a cuya vastedad y plenitud hay que reconocerle, además, la sistematización de títulos y las preciosas referencias sobre la procedencia, auten
ticidad y valor informativo de obras de acceso difícil, amparadas por seudónimos o de información tergiversada. El seguimiento que Don Edmundo ha hecho de algunas obras que se sabían extraviadas, que aparecieron en algún momento para luego volver a desaparecer, evoca por la fineza del olfato la obstinada persecución de un sabueso tras de sus presas, por su agudeza clarividente, la investigación de un detective sobre las huellas de algún delito.
Esta reseña considerará no la solidez y plenitud de los materiales históricos que han sido manejados en la construcción de Destierro de sombras, cosas que considera de antemano como óptimas, sino la coherencia histórica y conceptual, el rigor lógico y sociológico con el que ha sido tratada la tesis sostenida por el estudio, sus alcances comparativos para desterrar las sombras también en otros casos y esclarecer fenómenos semejantes.
De esta manera, la exposición juzgará el texto de O’Gorman en sus propios términos de argumentación y resaltará el tratamiento antropológico de los dos mitos cuya elaboración social explicaría el meollo de la doble cuestión planteada por el autor, consumando de esta manera, “el destierro de las sombras” que aún envuelven la historiografía y la sociología del culto a la Guadalupana.
Algunas observaciones finales acerca del estilo literario y de la tipografía de esta primera de las muchas ediciones que deseamos de Destierro de sombras para el porvenir, cerrarán la presente reseña.
Observaciones
1. Destaca de inmediato el rigor lógico en la exposición de los razonamientos. La austeridad en el discurso y la construcción de los argumentos evocan repetidamente las
formas argumentativas por inducción y deducción de la vieja escolástica tan fecunda en sus razonamientos como rigurosa en sus demostraciones. Cuestión aparte, siempre debatible, es la que concierne a las discordancias de orden epistemológico entre el razonamiento propio de la jurisprudencia, tributario de la lógica aristotélica, y el razonamiento adecuado a la dialéctica de los hechos históricos.
2. Guiado por una sabia economía del discurso, se percibe de entrada en la obra la levedad, que no superficialidad, de la argumentación, al remitir a apéndices los textos que por su carácter descriptivo y su índole curiosa distraerían la atención del meollo de las cuestiones para cuyo esclarecimiento son aportados; el autor les arranca certeramente sólo lo esencial para la argumentación del caso y manda a la cola los documentos completos.
3. El lector no puede menos que apasionarse por un texto que lo mantiene en vilo a lo largo de sus páginas, pues, con un manejo atinado del suspenso, el autor nos conduce de atisbo en atisbo en medio de las sombras, y de sorpresa en sorpresa en medio de lo que creíamos sabido, a medida que hace la luz en la penumbra al franquearnos progresivamente las puertas del misterio y anticiparnos los necesarios celajes a la prosecución de la lectura con la promesa, nunca defraudada, de que a vuelta de las hojas encontraremos “el gato encerrado”. Por ejemplo cuando nos dice: “Montúfar real y verdaderamente incurrió en esa falta [la de predicar milagros sin la debida comprobación de su autenticidad], y grande será la expectativa del lector, así lo suponemos, en saber cómo se ingenió para desmentirse” (p. 102).
4. En cuanto a la explicación por el prestigio de la atribución del nombre de Guadalupe a la imagen de Santa María del Tepeyac, es convincente y podría ilustrarse a posteriori el mismo procedimiento con otros casos como el del cambio de
nombre de la primitiva imagen de Nuestra Señora de la Raíz de Jacona que data del siglo XVI por el nombre de Nuestra Señora de la Esperanza, impuesto a la misma imagen por Pío IX en el último cuarto del siglo XIX; correlativamente, el atuendo de ésta imagen jaconense ha sufrido transformaciones sucesivas, conforme la moda recomienda, como más prestigiosa la vestimenta con la que se la engalana. Probablemente cabría la conveniencia de ilustrar con otros casos semejantes la argumentación en interés de la contundencia.
5. En cuanto a la explicación de la toma en préstamo del nombre de Guadalupe de la imagen extremeña a favor de la imagen del Tepeyac como una expresión del criollismo oculto de los novohispanos en busca de su identidad, acaso también habría sido conveniente invocar el testimonio de casos paralelos para afirmar para época tan temprana como 1555 este fenómeno de acuciosa búsqueda de identidad por la primera generación de descendientes de conquistadores y colonizadores peninsulares en Nueva España.
6. Hay un notable tratamiento etnohistórico no ya de la información de los hechos considerados, en lo cual sobresale sin par el autor, sino del contexto general en el que se desenvolvieron en su momento los actores, así como de las circunstancias socio-religiosas y culturales en las que el autor presume que sus lectores se encuentran a la hora actual.
O’Gorman reconoce, en efecto, las limitaciones de la crítica histórica frente a las necesidades vitales de los actores de los hechos históricos. Con toda delicadeza O’Gorman nos informa que al sonar la hora crítica del ocaso de la devoción a la Guadalupana a mediados del siglo XVü, “la fe en la verdad de esa supuesta antigua tradición fue la tierra fértil para que arraigara y floreciera espléndida la creencia en la realidad histórica de cuanto relataba el entonces recién descubierto texto de la obra de Valeriano” por los ‘criollos alucinados’
Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega, Becerra Tanco y el padre Florencia.
Vamos a concluir, entonces, nos dice O’Gorman, que no sólo debe atribuirse a éste [a Valeriano] la paternidad del guadalupanismo indígena, sino, paradójicamente, la paternidad putativa del guadalupanismo criollo. Tales las extrañas contradicciones de la historia cuando, bajo el imperio de una necesidad vital, se tiene que creer en lo que en un momento dado se tiene que creer, condenando al silencio el impertinente clamor de la crítica histórica (p. 61).
Lo mismo puede decirse cuando en atención a nuestro medio social y cultural actual y a la sensibilidad religiosa de sus probables lectores, O’Gorman encuentra preciso anticipar sus respetos. Advierte, en efecto, que habrá aquéllos a quienes la afirmación de la irrealidad histórica de las apariciones de la Guadalupana causará indignación y espanto; pues bien, los tales, deben tranquilizarse y saber que el espectador sereno también está
persuadido de que la fortaleza de la fe es invulnerable a los asaltos de la razón y de que nada de cuanto diga podrá minar la creencia en la verdad histórica del prodigio del Tepeyac ni quitarle a quien la abrigue el consuelo de la devoción con que lo venere, y de que al admitir eso, reconoce de grado que nuestra historia guadalupana tiene una vertiente de espiritualidad, de atracción popular y de sentimiento nacionalista que deja intacta, y que es quizá su dimensión esencial por estar más allá de las disputas de los hombres (p. 2).
7. El seguimiento histórico que O’Gorman -historiador doblado de detective- se impone para elucidar el proceso de apropiación de la imagen por los españoles y de posterior recuperación de la misma por los indios, documenta de forma
indiscutible la expresión ritual de estos dos mitos de fundación que constituyen el meollo de la cuestión aquí tratada, y relaciona la dimensión religiosa de los mismos con los proyectos políticos en ciernes, en medio de una sociedad regida por un Estado de Cristiandad. El culto tributado a la imagen por los españoles fundó religiosamente su identidad:
A] imponerle los españoles el nombre de Guadalupe a la imagen que se hallaba en la ermita del Tepeyac 1) la individualizaron como distinta de la imagen de la devoción de los indios; 2) la incorporaron a la comunidad o “república” de los españoles reclamándola como propia de ésta, y 3) de ese modo la dotaron de un nuevo ser al convertirla en el numen peculiar de esa república o si se prefiere, en la celeste madre y protectora de los novohispanos.
8. La explicación última de este proceso la encuentra O’Gorman en una causa metafísica y su justificación en el vitalismo, cuando, en efecto, aduce como razón de la primera “el inestable equilibrio ortológico del alma criolla” (p. 38), y cuando argumenta en favor de la segunda “la necesidad vital” bajo cuyo imperio los novohispanos debían creer en el símbolo de su identidad naciente aun contra la evidencia histórica (p. 61).
9. Por otro lado, la “célebre narración de las apariciones que se dice ocurrieron en 1531” (p. 44), no habría tenido primigeniamente otra motivación que la de recuperar a favor de los indios la imagen y el culto a la imagen de Santa María, enajenados a través de ese proceso de apropiación, y simbolizada ésta por la adjudicación del nombre de Guadalupe a la imagen de Santa María-Tonantzin, por parte de sus devotos españoles.
En virtud de esta dialéctica de apropiación y recuperación de la imagen y del culto a la imagen, los relatos que, en aquel
entonces, afirmaban la historicidad de las celestiales apariciones no son, en realidad, sino una grandiosa fantasía construida por iniciativa del arzobispo Montúfar, sostenida por su complicidad en el embuste por el que los indios tuvieron por aparecida la imagen en la vieja ermita del Tepeyac y destinada con la arzobispal complacencia a coger a los indios bajo su control sustrayéndolos del régimen de Iglesia Misionera en que se encontraban bajo la administración pastoral de los evangelizadores religiosos de las órdenes mendicantes, exentas, como es sabido, de la jurisdicción episcopal. La política de sustitución de frailes exentos por clérigos de jurisdicción diocesana en la administración pastoral generó, por otro lado, problemas de orden financiero en tomo al mantenimiento del clero diocesano, a la imposición del tributo de diezmos a los indios y a la interminable contienda y reiteradas querellas entre el arzobispo Montúfar y los religiosos, por la administración pastoral de sus ovejas (Cfr. los tres capítulos de la parte tercera de este mismo Destierro de sombras, pp. 111-141).1
¿Qué motivó la extraña intervención del arzobispo Montúfar en el hecho guadalupano? ¿Cuál es la razón de ser de ese hecho? El beneplácito otorgado al relato de Valeriano se justifica porque en él se opera una nueva transfiguración de la imagen que la restituía a su condición original de Virgen india (p. 57).
Así se explica el problema de la tesis antiaparicionista, es decir, el problema consistente en probar no “la imposibilidad histórica de las apariciones, sino el de poder explicar por qué, careciendo la imagen del nimbo celeste que le atribuye la tradición, el arzobispo le concedió el formidable e insólito apoyo que, según ya sabemos, en efecto le concedió” (p. 112).
10. El procedimiento puesto en práctica fue el de la sacralización de la imagen de Guadalupe del Tepeyac con las
más excelsas potencialidades taumatúrgicas (pp. 54-56). Potenciar los cuerpos y potenciar las imágenes con propiedades milagrosas ha sido una constante de sociedades faltas de seguridad, en busca de identidad, así sea por el contacto con las escrófulas reales,2 o por el culto a los cadáveres y el contacto y conservación de las reliquias.3 El procedimiento es idéntico al empleado en otros casos, como el del deleznable leño aparecido en el hiperbólicamente llamado Mar Chapáli- co en el siglo XVII, conocido por los indios como virgen de La Raíz y posteriormente denominada por Pío IX como Nuestra Señora de la Esperanza, que se venera en Jacona Mich.4
11. La ambivalencia ontològica del criollismo novohispa- no que llevó a los devotos de la imagen de la ermita del Tepeyac a hacerla suya, españolizándola con el nombre de Guadalupe, tiene su contraparte en la posterior indianización de la misma imagen por obra y gracia del auto sacramental compuesto por el indio Valeriano que, por avatares, se ha convertido en el padre de la vertiente religiosa del criollismo novohispano al hacer, Montúfar ayudando, de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac una “verdadera flor novohispana de la contrarreforma”. He aquí “la razón de ser y la índole en su origen del guadalupanismo mexicano” (cfr. capítulo tercero de la tercera parte, pp. 135-141).
Vamos a concluir, entonces, que no sólo debe atribuirse a éste la paternidad del guadalupanismo indígena, sino, paradójicamente, la paternidad putativa del guadalupanismo criollo. Tales las extrañas contradicciones de la historia cuando, bajo el imperio de una necesidad vital, se tiene que creer en lo que en un momento dado se tiene que creer, condenando al silencio el impertinente clamor de la crítica histórica (p. 61).
12. O’Gorman no puede menos que asentir en las dulzuras de la devoción con que se venera a Santa María de Guadalupe del Tepeyac, y al admitir esto, reconoce de grado, y nosotros con él, que son enormes las posibilidades ofrecidas por nuestra historia guadalupana para la discusión propiamente antropológica. En efecto, una vez esclarecida la formación histórica de estos dos mitos de fundación de la identidad novohispana, la polémica antropológica se nutriría de las materias contenidas en la siguiente tríada de temas: la vertiente de espiritualidad, de atracción popular y de sentimiento nacionalista, que constituyen todavía hoy “su dimensión esencial” (p. 2).
13. La tipografía del texto editado por la UNAM contiene algunas erratas ortográficas y una que otra omisión de palabras, y aunque no sufre distorsiones el sentido, en posteriores ediciones podrían corregirse para hacer el texto perfecto. Los apéndices contienen testimonios valiosísimos que de no estar incluidos en la obra, muy difícilmente estarían a nuestro alcance. Los comentarios y glosas del autor enriquecen el acervo de informaciones contenidas en ellos. Quizás habría sido un refinamiento, que los lectores apreciaríamos muchísimo, la inclusión de iconos de la Guadalupana del Tepeyac para mostrar, con fines comparativos, la evolución del culto y, detalle importante, el antes y el después de la borradura de la corona impresa en la tilma para forzar la coronación pontificia de Santa María de Guadalupe del Tepeyac. Esta coronación, propugnada y conseguida por el limo. Abad de la Colegiata, don José Antonio Planearte y Labastida, con la mediación y gran promoción de su tío, el Excmo. Sr. Arzobispo don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. Ambos, de rancio abolengo zamorano, habían obtenido con anterioridad la primera coronación pontificia para una imagen religio
sa en toda América, al conseguir de Pío IX, en 1886, la corona para Nuestra Señora de la Esperanza de Jacona, Michoacán.
Destierro de sombras es un libro de historia y de antropología de la religión, excelentemente documentado, brillantemente escrito, esclarecedor y apasionante. Todo mexicano debiera conocer este texto que, en verdad, arroja una gran “luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac”.
Jesús Tapia Santamaría El Colegio de Michoacán
NOTAS
1. El apogeo de la contienda y la consolidación de ese proceso de hegemonizadón de los prelados diocesanos han sido documentados por el texto de fray Alonso de la Mota y Escobar, Memorias del Obispo de Tlaxcala, editado por la SEP, en 1987, dentro de su Colección Quinto Centenario, con introducción y notas de Alba González Jácome y, últimamente, por Oscar Mazín en su artículo “Reorganización del clero secular novohispano en la segunda mitad del siglo xvm”, en el voi. X, núm. 39, (Verano de 1989), pp. 69-86, de esta misma revista Relaciones.
2. Cfr. Marc Bloch, Los reyes taumaturgos. México, Fondo de Cultura Económica, 1988.3. Cfr. Piero Camporesi, La carne impassibile. Milano, II Saggiatore, 1983. Existe
traducción francesa por Flammarion, París, 1986.4. Cfr. Matías de Escobar, Americana Thebaida. Vitas patrum de los religiosos hermita-
ños de N. P. San Agustín de la Provincia de San Nicolás Tolentino de Mechuacán, (1729). Prólogo de Nicolás P. Navarrete, Morelia, Bal sal Editores, S.A., 1970.
JUAREZ NIETO, Carlos, El clero en Morelia durante el siglo XVII. Morelia, Instituto Michoacano de Cultura/Centro Regional Michoacán INAH, 1988, 212 pp.
La actual sociedad de Morelia, algunas de las instituciones de la ciudad y no digamos un buen número de sus casas y edificios, tienen antepasados, raíces y cimientos en el siglo