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NIP/13/03 - IMF eLibrary · consolidación fiscal y el diseño de programas de ajuste a mediano...

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NIP/13/03

FONDO MONETARIO INTERNACIONAL

Departamento de Estudios

Repensar la política macroeconómica II: Aumento de la granularidad1

Preparado por Olivier Blanchard, Giovanni Dell'Ariccia, Paolo Mauro

15 de abril de 2013

Números de clasificación JEL: E44, E52, E58, G38, H50

Palabras clave:

política monetaria, metas de inflación, límite inferior de cero, consolidación fiscal, multiplicadores fiscales, estabilidad financiera, política macroprudencial

Correo electrónico de los autores:

[email protected]; [email protected]; [email protected]

1 Este documento se escribió para la conferencia “Rethinking Macroeconomic Policy II”, que se llevará a cabo en el Fondo Monetario Internacional el 16 y 17 de abril de 2013. Olivier Blanchard es el Consejero Económico y Director del Departamento de Estudios del FMI. Giovanni Dell’Ariccia es Asesor en el Departamento de Estudios. Paolo Mauro es Director Adjunto en el Departamento de África del FMI. Los autores agradecen a George Akerlof, Markus Brunnermeier, Olivier Coibion, Jorg Decressin, Avinash Dixit, Chris Erceg, Josh Felman y Jonathan Ostry por sus útiles comentarios y sugerencias.

DESCARGO DE RESPONSABILIDAD: Las opiniones presentadas en este Documento de Análisis del Personal Técnico son de los autores y no representan necesariamente las opiniones o la política del FMI. Las opiniones expresadas en el presente documento pertenecen a los autores y no deben atribuirse al FMI, su Directorio Ejecutivo ni su gerencia. Los Documentos de Análisis del Personal Técnico se publican con el objeto de generar comentarios y fomentar el debate.

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ÍNDICE PÁGINA

Resumen Ejecutivo ....................................................................................................................3 

I. Introducción ............................................................................................................................5 

II. Política monetaria ..................................................................................................................5 A. ¿Deben los bancos centrales apuntar a la actividad explícitamente? ..........................6 B. ¿Deben los bancos centrales tener a la estabilidad financiera como meta? .................7 C. ¿Deben preocuparse los bancos centrales por el tipo de cambio? ...............................8 D. ¿Cómo deben lidiar los bancos centrales con el límite cero? ....................................10 E. ¿A quién deben suministrar liquidez los bancos centrales? .......................................12 

III. Política fiscal ......................................................................................................................13 A. ¿Cuáles son los peligros de la deuda pública elevada? .............................................14 B. ¿Cómo lidiar con el riesgo de dominancia fiscal? .....................................................15 C. ¿A qué ritmo debería reducirse la deuda pública? .....................................................17 D. ¿Hay algo mejor que los estabilizadores automáticos? .............................................19 

IV. Instrumentos macroprudenciales .......................................................................................20 A. ¿Cómo combinar la política macroprudencial con la regulación microprudencial? ...........................................................................................................21 B. ¿Qué instrumentos macroprudenciales tenemos y cómo funcionan? ........................21 C. ¿Cómo combinar la política monetaria con la política macroprudencial? .................24 

IV. Conclusiones ......................................................................................................................26 

Referencias ...............................................................................................................................27 

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RESUMEN EJECUTIVO

La crisis económica y financiera mundial de 2008–09 sacudió el consenso respecto de cómo dirigir la política macroeconómica. Nos recordó los peligros vinculados con los desequilibrios del sector financiero, mostró los límites de la política monetaria y suscitó dudas acerca de algunos de los principios detrás de sus cimientos intelectuales; y redundó en una reevaluación de qué niveles de deuda pública pueden considerarse seguros. Esto llevó a un saludable ejercicio de análisis de qué funcionó y qué no, y a un debate acerca de cómo resolver los problemas, que fue de puntos técnicos específicos a preguntas amplias sobre el diseño institucional. Cinco años después del comienzo de la crisis, todavía no están claros los contornos que tendría un nuevo consenso sobre la política macroeconómica. No obstante, se han probado políticas y se ha avanzado, tanto en términos teóricos como empíricos. En este documento se actualiza el estado del debate. La crisis reavivó viejos debates y generó nuevas preguntas acerca de la política monetaria y el papel de los bancos centrales. El costo elevado de las contracciones y las dudas acerca de la eficacia de los nuevos instrumentos regulatorios volvieron a reabrir el debate si lo recomendable es intervenir durante el auge en contra de la tendencia o después de la caída (“lean versus clean”) respecto de cómo lidiar con las burbujas de precios de activos y de créditos. La inyección de liquidez en instituciones que no toman depósitos, segmentos específicos del mercado y (de manera indirecta) Estados soberanos, generó dudas acerca de cuál debe ser el alcance de la función tradicional de los bancos centrales como “prestamistas de último recurso”. El uso de medidas no convencionales ante el límite inferior de cero en las tasas de interés suscitó un análisis del papel relativo de la política de tasas de interés, de los mensajes del banco central sobre la orientación de la política monetaria, y de las operaciones de mercado abierto a futuro. La mayor desconexión entre la actividad y la inflación activó una reevaluación de la meta intermedia adecuada de la política monetaria. En relación con la política fiscal, la crisis en la periferia de la zona del euro (con el riesgo asociado de corridas autocumplidas y de equilibrios múltiples) generó nuevas dudas acerca de qué niveles de deuda pública son seguros en economías avanzadas. La necesidad generalizada de grandes ajustes fiscales y las dificultades vinculadas con los programas de austeridad reavivó el debate sobre multiplicadores fiscales, la velocidad óptima de la consolidación fiscal y el diseño de programas de ajuste a mediano plazo para ofrecer seguridad a los participantes del mercado y al público en general. La presencia simultánea de necesidades fiscales e importantes programas de compra de activos por parte de los bancos centrales llevó a un análisis acerca del papel de la represión financiera en episodios de consolidación pasados, activó inquietudes sobre un posible cambio en la preponderancia fiscal y redundó en un análisis de formas para respaldar la independencia de los bancos centrales.

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Los instrumentos macroprudenciales podrían ofrecer un nuevo mecanismo de política para controlar auges peligrosos y contener desequilibrios. Sin embargo, los datos sobre su eficacia no son unívocos, y falta mucho para poder usarlos de manera confiable. Su relación con otras políticas todavía no se entiende totalmente, están plagados de problemas complicados de economía política, y no hay consenso respecto de cómo organizar su gobierno.

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I. INTRODUCCIÓN

A causa de la crisis económica y financiera mundial de 2008-09 y de sus consecuencias, las autoridades responsables se vieron obligadas a repensar la política macroeconómica. Primero llegó la crisis de Lehman, que demostró hasta qué punto las autoridades responsables habían subestimado el riesgo que representaba el sistema financiero y reveló los límites de la política monetaria. Luego fue el turno de la crisis de la zona del euro, que los obligó a repensar el funcionamiento de las uniones monetarias y de la política fiscal. Y, durante todo este período, se vieron forzados a improvisar, lo que incluyó el uso de políticas monetarias no convencionales, el estímulo fiscal inicial, la velocidad de la consolidación fiscal y el uso de instrumentos macroprudenciales. Estos problemas se comenzaron a estudiar en 2010, en un documento (Blanchard et al., 2010) y en una conferencia del FMI en 2011 (Blanchard et al., 2012). Entre los investigadores y las autoridades responsables que participamos de la conferencia, era clara la sensación de que habíamos ingresado a un mundo nuevo y teníamos más preguntas que respuestas. Después de dos años, los contornos de las políticas monetaria, fiscal y macroprudenciales siguen siendo poco claros. No obstante, se han probado políticas y se ha avanzado, tanto en términos teóricos como empíricos. En este documento se actualiza el estado del debate, a modo de preparación para una segunda conferencia que organizará el FMI sobre el mismo tema, en el segundo trimestre del próximo año. Algunas observaciones sobre el alcance del análisis: el documento se concentra en el diseño de la política macroeconómica luego de que la economía mundial sale de la crisis, en lugar de las elecciones de políticas actuales, como el diseño de las políticas de salida del régimen de flexibilización cuantitativa, o las ventajas y desventajas de los estímulos fiscales financiados con dinero. Es evidente que los dos conjuntos de temas están relacionados, pero nuestro objetivo es analizar los principios generales a fin de orientar la política macroeconómica a futuro y no las medidas específicas por tomar hoy. Además, adoptamos una visión acotada de la política macroeconómica, sin incluir un análisis de reformas estructurales y de la regulación financiera. Aunque el límite entre la regulación financiera y las políticas macroprudenciales es difuso, nos concentramos en el componente cíclico de la regulación financiera y no en el diseño general de la arquitectura financiera. Este documento está organizado en tres secciones principales: política monetaria, política fiscal y lo que posiblemente sea el tercer pilar de la política macroeconómica, las políticas macroprudenciales.

II. POLÍTICA MONETARIA

El tema de política monetaria que surgió de la primera conferencia indicaba que los bancos centrales debían alejarse de un enfoque basado en una meta y un instrumentos (la tasa de

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inflación y la tasa de interés indicativa de la política monetaria, respectivamente), a favor de un enfoque con más metas y más instrumentos. Después de dos años, la elección del conjunto de metas y del conjunto de instrumentos sigue siendo fuente de polémicas.

A. ¿Deben los bancos centrales apuntar a la actividad explícitamente?

Aunque el foco de los debates sobre política monetaria se ha puesto, con razón, sobre el papel del sistema financiero y sus consecuencias para la política, los cambios macroeconómicos registrados durante la crisis generaron nuevas preguntas acerca de un viejo tema —la relación entre la inflación y el producto—, con consecuencias directas para la política monetaria. Uno de los argumentos a favor de que los bancos centrales se concentraran en la inflación era la “coincidencia divina”: la idea de que, manteniendo la inflación estable, la política monetaria mantendría la actividad económica tan cerca como sea posible (teniendo en cuenta las fricciones de la economía) de su potencial. Entonces, según el argumento, incluso si las autoridades responsables se preocupaban de mantener el producto cerca de su nivel potencial, la mejor manera que tenían para lograrlo era concentrarse en la inflación y mantenerla en niveles estables. Aunque ningún banco central creía que la coincidencia divina se cumplía absolutamente, parecía una aproximación bastante aceptable para justificar un énfasis primario puesto sobre la inflación y poner en práctica la metas de inflación. No obstante, desde el comienzo de la crisis, la relación entre la inflación y el producto en economías avanzadas se alejó mucho de la observada antes de la crisis. A partir de la importante baja acumulada registrada en el producto respecto de su tendencia y el marcado aumento del desempleo, la mayoría de los economistas habría esperado una caída de la inflación y, tal vez, hasta una deflación. Sin embargo, en la mayoría de las economías avanzadas (incluso en algunas que registraron contracciones serias en la actividad), la inflación se mantuvo cerca del rango observado antes de la crisis. En términos lógicos, lo que está ocurriendo puede interpretarse de dos maneras: el producto potencial cayó casi tanto como el producto real, por lo que la brecha de producto (la diferencia entre el producto potencial y el real) es de hecho acotada, lo que ejerce poca presión sobre la inflación; o bien la brecha de producto sigue siendo sustancial, pero la relación entre la inflación y la brecha de producto registró cambios importantes. En relación con la primera interpretación, es posible que la crisis misma haya hecho que bajara el producto potencial, o que el producto antes de la crisis era mayor que el potencial, por ejemplo, gracias a burbujas sectoriales (inmobiliaria) insostenibles, por lo que la brecha de producto real era acotada. Esto podría explicar por qué la inflación se mantuvo en niveles estables. No obstante, empíricamente, ha sido difícil explicar por qué la tasa de desempleo natural es mucho más alta que antes de la crisis, o por qué la crisis habría generado un importante declive en la productividad subyacente. Y, aunque existe bastante incertidumbre

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acerca de posibles medidas sobre el producto (en especial tras shocks grandes, como las crisis financieras), de acuerdo con casi todas las estimaciones, la mayoría de las economías avanzadas siguen sufriendo una brecha de producto sustancial. Esto nos lleva a la segunda interpretación. En efecto, existen datos convincentes que sugieren que la relación entre la brecha de producto y la inflación ha cambiado. En trabajos recientes (por ejemplo, en el informe WEO, 2013) el cambio se atribuye a los siguientes dos factores. El primer factor se refiere a las expectativas de inflación, más estables, lo que refleja en parte el aumento de la credibilidad de la política monetaria registrado en las últimas dos o tres décadas. En sí mismo, este cambio es positivo, y explica por qué una brecha de producto elevada genera una inflación inferior (pero estable), en lugar de una inflación que disminuye de manera sostenida. El segundo factor es la mayor debilidad de la relación (tanto en términos de magnitud como de significación estadística) entre la brecha de producto y la inflación para una tasa de inflación esperada determinada. Esto es más preocupante, ya que implica que una inflación relativamente estable puede ser coherente con variaciones grandes y perjudiciales en la brecha de producto. A futuro, la principal pregunta para la política monetaria se refiere a si esa relación más débil se debe a la crisis en sí, por lo que volverá a fortalecerse una vez que la crisis termine, o si refleja una tendencia a más largo plazo. Los datos sugieren que, en efecto, parte de la debilidad refleja circunstancias específicas relacionadas con la crisis, en particular, el hecho de que las rigideces de salario nominales a la baja se vuelven más estrictas cuando la inflación es muy baja. No obstante, parte de la debilidad de la relación parece reflejar tendencias a más largo plazo que aún no se han identificado. (Todo indica que, de hecho, ya estaban presentes antes de la crisis; véase el informe WEO, 2013). Si la relación sigue siendo débil y la coincidencia divina pasa a ser una aproximación realmente mala, los bancos centrales tendrían que apuntar a la actividad de manera más explícita que en la actualidad.

B. ¿Deben los bancos centrales tener a la estabilidad financiera como meta?

La crisis dejó en claro que la inflación y la estabilidad del producto no alcanzan para garantizar una estabilidad macroeconómica sostenida. Bajo la calma superficie macroeconómica de la “Gran Moderación”, crecían los desequilibrios sectoriales y los riesgos financieros, que redundaron en última instancia en la crisis. La gravedad de la recesión posterior y la eficacia reducida de las acciones de políticas cuestionan el enfoque de “desatención benévola” utilizado antes de la crisis para las burbujas. Además, reactivaron el debate respecto de si la política monetaria debe incluir la estabilidad financiera (representada, por ejemplo, por indicadores de apalancamientos, agregados crediticios o precios de activos) entre sus metas.

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La tasa de interés indicativa de la política monetaria, claramente, no es la herramienta ideal para lidiar con el tipo de desequilibrios que llevaron a la crisis. Su alcance es demasiado amplio para que sean eficaces en función de los costos. En cambio, se está formando un consenso respecto de la idea de que deberían usarse instrumentos macroprudenciales, más específicos, para esa tarea. No obstante, hay algunas salvedades importantes. Los instrumentos macroprudenciales son nuevos, y se sabe poco acerca de cuán eficaces pueden ser. Pueden estar expuestos al riesgo de elusión y estar sujetos a restricciones políticas espinosas (en una sección posterior se abordan estos instrumentos con más detalle). Dadas esas restricciones, se retomó el debate respecto de si los bancos centrales deben usar la tasa de interés indicativa de la política monetaria para intervenir en contra de las burbujas (véanse, por ejemplo, Svensson, 2009; Mishkin, 2010; Bernanke, 2011; y King, 2012). Si los bancos centrales optan por intervenir en contra de las burbujas, un viejo problema —evidente tanto en esta crisis como en muchas crisis financieras anteriores— radica en que rara vez es posible identificar una burbuja a ciencia cierta en tiempo real. Esta incertidumbre sugiere que es posible que sea recomendable que los bancos quieran reaccionar a movimientos suficientemente grandes en algunos precios de activos, sin tener que decidir si esos movimientos reflejan variables fundamentales o burbujas. En otras palabras, teniendo en cuenta lo que ya sabemos acerca del costo de la inacción, podría justificarse tener una mayor cantidad de errores de tipo I más altos (suponer que existe una burbuja y actuar en consecuencia, cuando en realidad el aumento refleja variables fundamentales) a cambio de una menor cantidad de errores de tipo II (suponer que un aumento refleja variables fundamentales, cuando en realidad corresponde a una burbuja). Sin embargo, de tomarse este camino, no será fácil definir umbrales adecuados. Una posibilidad sería la de concentrarse en algunos tipos de auges de precios de activos, por ejemplo, los financiados con créditos bancarios, que han demostrado ser especialmente peligrosos.

C. ¿Deben preocuparse los bancos centrales por el tipo de cambio?

La crisis demostró una vez más que los flujos internacionales de capitales pueden ser muy volátiles. Esa volatilidad, en general, no ha sido un problema importante en las economías avanzadas (aunque las reversiones de flujos dentro de la zona del euro y la reducción de la liquidez en dólares en el sistema bancario europeo en las etapas iniciales de la crisis nos recuerdan que también existen vulnerabilidades allí). Sin embargo, mercados financieros menos profundos, mayor nivel de apertura a activos denominados en moneda extranjera y de dependencia de esos activos, y la menor diversificación de las economías reales hacen que los mercados emergentes sean significativamente vulnerables a los cambios en los flujos de capitales. La volatilidad de los flujos de capitales puede tener efectos adversos sobre la estabilidad macroeconómica, tanto directamente (a través de sus efectos sobre la cuenta corriente y la

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demanda agregada) como indirectamente (a través de sus efectos sobre los balances internos y, por extensión, sobre la estabilidad financiera). Cuando el tipo de cambio se fortalece a partir de afluencias sólidas, el sector de bienes transables pierde competitividad, lo que puede generar una asignación de capital y mano de obra que puede ser difícil deshacer si los flujos de capitales y el tipo de cambio se revierten. Las afluencias de capitales también pueden generar estructuras de balances vulnerables a las reversiones en la medida en que las afluencias redunden en auges de crédito (y, por ende, apalancamiento) y aumenten el uso de pasivos denominados en moneda extranjera. (Existen muchos datos empíricos, por ejemplo, que demuestran que los auges de crédito y la dependencia generalizada del endeudamiento en moneda extranjera en los países de Europa oriental en la década de 2000 se vieron asociados con grandes afluencias de capitales (Dell’Ariccia et al., 2012). Los problemas con la volatilidad de los flujos de capitales llevaron a una reevaluación del papel potencial de los controles de capitales (lo que el FMI denomina “instrumentos de gestión de flujos de capitales). Sin embargo, al igual que en el caso de las instrumentos macroprudenciales y de la estabilidad financiera, es posible que los controles de capitales no tengan un desempeño suficientemente bueno, lo que plantea el debate de si la política monetaria tendría que tener un objetivo adicional (Ostry, Ghosh y Chamon, 2012). ¿Podrían los bancos centrales tener dos metas, la tasa de inflación y el tipo de cambio, y dos instrumentos, la tasa de interés indicativa de la política monetaria y la intervención cambiaria? (Los bancos centrales que usan metas de inflación han argumentado que se preocupan por el tipo de cambio en cuanto afecta la inflación, pero vale la pena preguntarse si es este el único efecto del tipo de cambio que tendrían que tener en cuenta). Agregar tipos de cambio a la mezcla plantea problemas de viabilidad y conveniencia. Es probable que la respuesta a la pregunta sobre viabilidad sea negativa en el caso de economías con mercados financieros altamente integrados (y muy probablemente negativa en el caso de economías avanzadas pequeñas y muy abiertas, como Nueva Zelandia). En esas condiciones, es poco probable que la intervención esterilizada sea eficaz, porque los flujos de capitales reaccionan inmediatamente a los cambios en las tasas de interés. Sin embargo, la respuesta es probablemente afirmativa (según los datos) en el caso de economías con más fricciones financieras y mercados más segmentados. En esas circunstancias, podría contemplarse un marco de metas de inflación extendido, con una tasa de interés indicativa de la política monetaria dirigida a la inflación, y una intervención cambiaria al tipo de cambio. ¿Y la conveniencia? El consenso que se formó respecto del uso y de las limitaciones de los controles de capitales tiene pertinencia directa. Los problemas y las conclusiones son prácticamente iguales. La intervención no suele ser conveniente si intenta a resistir una tendencia de apreciación motivada por flujos de capitales sostenidos y no por cambios temporarios (es decir, cuando el movimiento del tipo de cambio refleja un cambio en las variables fundamentales subyacentes y no cambios temporarios de sincronización de los

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mercados en función de los riesgos). Tampoco es probable que sea aceptable desde una perspectiva multilateral (se presentan más detalles en Ostry, Ghosh y Korinek, 2012).

D. ¿Cómo deben lidiar los bancos centrales con el límite cero?

Es posible que el aspecto más llamativo de la crisis sea la forma en que los bancos centrales experimentaron con políticas no convencionales, desde la flexibilización cuantitativa, hasta la flexibilización dirigida y las nuevas formas de inyección de liquidez. ¿Se incluirán estos instrumentos en el conjunto estándar de instrumentos o son específicos de esta crisis? Para responder a esa pregunta, es importante hacer una distinción entre dos características de la crisis. La primera es la trampa de liquidez, que restringe el uso de la tasa de interés indicativa de la política monetaria. La segunda es la segmentación de algunos mercados financieros o instituciones financieras. Aunque ambas características tuvieron un papel central en la determinación de la política, conceptualmente están separadas. Es posible pensar en shocks suficientemente adversos, pero no financieros, que hagan que los bancos centrales pretendan seguir bajando la tasa indicativa de la política monetaria y se vean restringidos por el límite cero. Y también puede pensarse en cambio en shocks financieros que activan la segmentación en algunos mercados financieros mientras esta tasa sigue siendo positiva. Analicemos las consecuencias de cada enfoque. La crisis demostró que es más probable de lo que se creía originalmente que las economías lleguen al límite cero en las tasas de interés nominales y pierdan así su capacidad de utilizar su instrumento primario, la tasa de interés indicativa de la política monetaria. Esto plantea dos interrogantes: La primera pregunta se refiere a qué pasos pueden darse para minimizar la probabilidad de caer en trampas de liquidez a futuro. No vamos a desarrollar el análisis de nuestro documento anterior acerca del nivel óptimo de inflación en este contexto, aunque el argumento planteado en ese documento y los planteados en el debate posterior siguen ameritando un análisis no ideológico, tanto en el ámbito académico como en los foros sobre políticas (por ejemplo, véase Ball, 2013). La segunda pregunta se refiere a qué hacer en la trampa de liquidez. Cuando llegó la crisis, la mayoría de los bancos centrales reaccionaron recortando las tasas de interés agresivamente. En muchos casos, las tasas de interés llegaron rápidamente al límite cero. Luego, los bancos centrales pasaron a políticas no convencionales, que adoptaron muchísimas formas y formaron una “sopa de letras” de siglas. Es útil distinguir entre las medidas de flexibilización dirigida (un nombre más preciso para la flexibilización del crédito), es decir, las compras de activos financieros específicos sin cambios en la oferta monetaria, y las medidas de flexibilización cuantitativa, que no están esterilizadas y, por ende, generan un aumento en la oferta monetaria.

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Los datos empíricos disponibles sugieren que algunas políticas de flexibilización dirigida tuvieron un impacto sustancial sobre los precios de los activos comprados por el banco central. Sin embargo, todo indica que gran parte del impacto provino de la segmentación inusual de los mercados financieros asociada con estas crisis, como se vio, por ejemplo, en los mercados de títulos respaldados por hipotecas en Estados Unidos en 2008 y 2009 (véase Gagnon et al., 2011). Aunque los activos con distintas características de riesgo siempre son sustitutos imperfectos y, por ende, la demanda relativa siempre es importante, es probable que la capacidad del banco central para afectar los retornos relativos se vea mucho más limitada en épocas normales que durante la crisis. La flexibilización cuantitativa puede pensarse como una combinación de flexibilización dirigida (la compra de algunos activos, como los bonos del Tesoro a largo plazo, financiada con la venta de activos a corto plazo) y expansión monetaria convencional (la compra de activos a corto plazo con dinero del banco central). Lo que hay que determinar es si el componente de expansión monetaria, en el límite cero, tiene algún efecto por sí mismo. Este tema es especialmente claro en Japón, donde el banco central anunció que pretende duplicar la base monetaria. Si la medida tiene un efecto, este estaría relacionado con las expectativas de menores tasas de interés nominal a futuro, o de mayor inflación a futuro. (En el mundo invertido de la trampa de liquidez, digno de Alicia en el país de las maravillas, un aumento en la inflación esperada es bien recibido, ya que es la única manera de que bajen las tasas reales esperadas). Los datos empíricos son variados. La evidencia es un poco más clara en el caso de otra medida con un propósito similar, los mensajes del banco central sobre la orientación de la política monetaria (forward guidance). Todo indica que los anuncios coherentes con los mensajes del banco central sobre la orientación de la política monetaria (como la intención o el compromiso de mantener las tasas a corto plazo en niveles bajos durante un período determinado o mientras estén vigentes algunas condiciones económicas) tuvieron un impacto significativo y económicamente considerable en las tasas a largo plazo, tanto en Canadá como en Estados Unidos. No obstante, otros anuncios similares, al parecer, fueron menos eficaces en el Riksbank de Suecia (Woodford, 2012). En relación con la política monetaria a futuro, alejada del límite cero, lo cual indica que esta orientación de la política monetaria ha llegado para quedarse. La crisis también generó nuevos debates acerca de algunas ideas antiguas, como el cambio a favor del uso de metas a nivel de los precios o a nivel del PIB nominal. Es posible que el respaldo a esas reglas sea, en parte, oportunista: una característica común de los enfoques basados en niveles (es decir, las reglas que apuntan al nivel de precios en lugar de la tasa de inflación, o al ingreso nominal y no al crecimiento del ingreso nominal) es que, en esta coyuntura, permitirían que aumenten las tasas de inflación sin socavar la credibilidad del banco central a largo plazo. La posible pérdida de credibilidad ha sido una inquietud primordial de los bancos centrales durante la crisis, como se observa en el hecho de que los bancos centrales reafirmaran su compromiso de estar atentos a la inflación en cada ronda de

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políticas no convencional. No obstante, estas reglas basadas en niveles tienen varios inconvenientes: uno de los más importantes es que no tratan los shocks de precios transitorios como algo pasajero, por lo que deben absorberse a través de la inflación o, lo que es peor, una deflación.

E. ¿A quién deben suministrar liquidez los bancos centrales?

Cuando algunos inversionistas están altamente especializados (si tienen “hábitats preferidos” claros, por utilizar una expresión antigua) y, por alguna razón, reducen su demanda, es posible que otros participantes (outsiders) no tengan el conocimiento especializado necesario para determinar si la falta de demanda proviene de un aumento del riesgo o del hecho de que los compradores habituales no tienen la posibilidad de comprar. En este caso, esos participantes pueden optar por mantenerse al margen. Cuando esto ocurre, es posible que los precios de mercado se desplomen o que algunos prestatarios pierdan financiamiento. La falta de liquidez, en este caso, puede convertirse en insolvencia. También es posible que surjan equilibrios múltiples, con expectativas de insolvencia que generan aumentos en las tasas de interés y terminan por materializar esa insolvencia. Desde sus etapas iniciales, la crisis demostró que el marco clásico de equilibrios múltiples que justificó que los bancos recibieran seguros de depósitos y acceso a prestamistas de último recurso ahora también se aplicaba al financiamiento mayorista y a los intermediarios no bancarios. La situación posterior en Europa demostró luego que el mismo marco podía extenderse a los Estados soberanos, incluso en economías avanzadas. De hecho, los Estados soberanos están más expuestos que los intermediarios financieros a los problemas de liquidez, porque sus activos comprenden principalmente recaudaciones impositivas futuras, que son difíciles utilizar como garantía. La expectativa de que otros inversionistas no renegocien sus deudas a futuro podría hacer que los inversionistas no quieran renegociar, lo que redunda en una crisis de liquidez. Los bancos centrales terminaron ofreciendo liquidez no solo a los bancos, sino también a las instituciones que no toman depósitos, y (directa e indirectamente) a los Estados soberanos. Desde un punto de vista teórico, la lógica es en gran medida similar. De cualquier modo, la extensión tendiente a incluir a entidades no bancarias plantea algunos problemas: En primer lugar, tal como en el caso de los bancos, surge el problema de distinguir la falta de liquidez de la insolvencia. Sin embargo, en el caso de las entidades no bancarias, este problema se da en un contexto de entidades potencialmente no reguladas, acerca de las cuales los bancos centrales tienen poca información. En segundo lugar, y también como en el caso de los bancos, está el tema del riesgo moral. La promesa (o la expectativa) de una inyección de liquidez lleva a que se acumulen carteras aún menos líquidas de antemano, lo que aumenta el riesgo de una crisis de liquidez (Farhi y Tirole, 2012). El problema se ve exacerbado en caso de que se suministre un apoyo indirecto (a través de compras de bonos de Estados soberanos en el mercado, por ejemplo) porque, a diferencia del apoyo directo a bancos, es

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difícil (o imposible) aplicar penalizaciones. Los recortes (para el acceso a ventanas de descuento) y la condicionalidad (para las compras directas) pueden atenuar en parte, pero no eliminar, estas inquietudes. Además, los recortes van en contra de la idea de suministrar “liquidez sin límites, sin importar lo que pase” necesaria para eliminar el riesgo de una corrida. Durante una crisis sistémica, estos son inconvenientes de segundo orden, comparados con la necesidad de estabilizar la economía. Sin embargo, parece más difícil justificar la intervención durante épocas tranquilas.

III. POLÍTICA FISCAL

Al comienzo de la crisis, cuando la política monetaria enfrentaba la trampa de liquidez y la intermediación financiera seguía en el limbo, los gobiernos recurrieron al estímulo fiscal para sostener la demanda y evitar lo que temían que pudiera convertirse en otra Gran Depresión. Sin embargo, cuando parecía que el peligro agudo había pasado, los gobiernos se encontraron con niveles mucho más altos de deuda pública (no tanto por el estímulo fiscal sino por la profunda caída del ingreso que provocó la recesión). Desde entonces, el debate sobre política fiscal se centró en la consolidación fiscal. En la conferencia anterior, arribamos a dos conclusiones principales. Primero, los niveles de deuda pública previos a la crisis, que parecían seguros, en realidad no lo eran tanto. Segundo, se hallaron buenos motivos para revisar el consenso precrisis de que la política fiscal tenía una función cíclica limitada. Las preguntas siguen siendo básicamente las mismas, excepto algunos detalles nuevos. Dados los elevados niveles de deuda, un tema importante que nos acompañará más allá de la crisis es el de la velocidad adecuada de la consolidación fiscal. La respuesta depende sobre todo de dos factores: En primer lugar, ¿cuán dañinos o peligrosos son los niveles actuales de deuda? La crisis añadió una cuestión más a la lista de efectos adversos de la deuda elevada: los equilibrios múltiples en los que los círculos viciosos de las tasas de interés elevadas, el crecimiento bajo y la probabilidad de incumplimiento en aumento puedan conducir a una crisis fiscal. En segundo lugar, y en la medida en que sea necesaria la consolidación fiscal, ¿cuáles son los efectos sobre el crecimiento a corto plazo, dado el estado de la economía y la trayectoria y la composición del ajuste fiscal? Nos ocuparemos de ambas cuestiones por orden.

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A. ¿Cuáles son los peligros de la deuda pública elevada?

Al comienzo de la crisis, la relación de deuda sobre PIB mediana en las economías avanzadas era de alrededor del 60%. Esa relación era congruente con el nivel que se consideraba prudente para estas economías, como se reflejaba, por ejemplo, en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea (irónicamente, el nivel prudente para los mercados emergentes se consideraba menor, de alrededor del 40%; la relación mediana real era de menos del 40%, lo que les dio a esos países más margen que en crisis anteriores para instaurar políticas fiscales contracíclicas). Al final de 2012, la relación deuda sobre PIB mediana en las economías avanzadas era cercana al 100% y seguía aumentando. Ese aumento derivaba más que nada de la brusca caída del ingreso que provocó la crisis misma. En menor medida, podía atribuirse al estímulo fiscal lanzado al comienzo de la crisis. Y, en algunos países, se debía también a la realización de pasivos contingentes (véase el recuadro 2 de FMI, 2012a). En Irlanda e Islandia, por ejemplo, la necesidad de rescatar al sistema bancario sobredimensionado generó aumentos inesperados de la relación de deuda, de 25 y 43 puntos porcentuales respectivamente. En Portugal, para tomar un ejemplo menos conocido, a medida que avanzaba la crisis, las empresas estatales fueron incurriendo en pérdidas y, de acuerdo con las normas de Eurostat, debieron incluirse en el gobierno general, cuyo déficit y deuda creció como consecuencia. Además, comenzaron a exigirse las garantías sobre las asociaciones público-privadas (más cuantiosas que en otros países), lo que incrementó la carga del gobierno general. Entre esos inconvenientes y las intervenciones del sector financiero, el resultado global fue un aumento de la relación de deuda en Portugal de alrededor de 15 puntos porcentuales. Las lecciones son claras. Los shocks macroeconómicos y los déficits presupuestarios que inducen pueden ser considerables; mayores, por cierto, de lo que se consideraba posible antes de la crisis. Y la relación de deuda oficial sobre PIB puede ocultar pasivos contingentes importantes, desconocidos no solo para los inversionistas sino también, en ocasiones, para el propio gobierno (Irwin, 2012). Esto señala la necesidad tanto de adoptar un enfoque más abarcador de las medidas de la deuda pública como de reducir los valores de lo que se consideran relaciones “prudentes” de deuda pública oficial sobre PIB. Por desgracia, dada la medida del aumento de las relaciones de deuda, llevará mucho tiempo volver a los niveles prudentes. Hace tiempo que se conocen los costos de la deuda pública elevada: desde el aumento de las tasas de interés reales de equilibrio hasta las distorsiones asociadas con los impuestos necesarios para cumplir con los pagos de deuda. Y la crisis puso en evidencia otro costo potencial: el riesgo de equilibrios múltiples asociados con niveles elevados de deuda. Si los inversionistas, preocupados por un mayor riesgo de incumplimiento, exigen primas de riesgo más altas y, por lo tanto, mayores tasas de interés, hacen que sea más difícil para los

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gobiernos cumplir con sus pagos de deuda y, como consecuencia, incrementan el riesgo de incumplimiento. De este modo, sus temores pueden autorrealizarse. En principio, estos equilibrios múltiples pueden existir incluso con niveles bajos de deuda. Una tasa de interés muy alta puede hacer insostenible hasta un nivel bajo de deuda y, por lo tanto, autorrealizarse. Pero los equilibrios múltiples son más probables cuando la deuda es alta; en esos casos, aun un aumento pequeño de la tasa de interés puede trasladar al gobierno de la solvencia a la insolvencia. También son más probables cuando la deuda tiene vencimientos a corto plazo y las necesidades de refinanciamiento son mayores: si gran parte de la deuda debe refinanciarse pronto, es más probable que los inversionistas actuales teman refinanciamientos futuros y sean renuentes a refinanciar hoy. También en principio, los bancos centrales pueden eliminar el mal equilibrio proporcionando —o comprometiéndose a proporcionar— liquidez al gobierno en caso de ser necesaria. Sin embargo, como se mencionó en la sección sobre política monetaria, no es tan sencillo proporcionar esa liquidez. La intervención puede tener que ser muy cuantiosa. Y, dado que suele ser difícil distinguir entre iliquidez e insolvencia, y el hecho de que el Estado, como entidad diferenciada de los bancos, no puede brindar garantías, los riesgos para el banco central pueden ser considerables. La experiencia de la crisis sugiere que el tema de los equilibrios múltiples es relevante. La evolución del rendimiento de los bonos soberanos españoles e italianos puede verse desde esa perspectiva: el compromiso del Banco Central Europeo (BCE) de intervenir en los mercados de bonos soberanos redujo el riesgo de un mal equilibrio. Otros miembros de la zona del euro, como Bélgica, se vieron beneficiados de las tasas bajas a pesar de padecer niveles elevados de deuda y deficiencias políticas. Aún no sabemos en qué medida la diferencia entre Bélgica e Italia, por ejemplo, puede explicarse por las variables fundamentales o los equilibrios múltiples. La percepción relativamente benigna de Estados Unidos y Japón puede verse como un caso en la dirección opuesta. A pesar de los niveles elevados de deuda, sobre todo en Japón, ambos países se perciben hasta ahora como “refugios” y gozan de tasas muy bajas, lo que contiene la carga correspondiente de servicio de la deuda. No obstante, la cuestión es la solidez de su estatus de refugio, y si la situación podría cambiar con rapidez y conducir a un mal equilibrio también en estos países.

B. ¿Cómo lidiar con el riesgo de dominancia fiscal?

Dada la magnitud de la consolidación fiscal que se necesita en tantas economías avanzadas, cabe esperar que siga vigente la cuestión de si debe reducirse el valor real de la deuda por medio de una restructuración o de inflación. Nos limitaremos a hacer dos comentarios breves sobre la restructuración de deuda. En primer lugar, por lo menos en la arquitectura financiera internacional actual, la restructuración de deuda sigue siendo un proceso costoso y complicado. (Cómo mejorar esto seguirá siendo un

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tema importante de investigación y análisis). En segundo lugar, en contraste con las experiencias del pasado en mercados emergentes, una porción considerable de la deuda en la mayoría de las economías avanzadas está en manos de residentes locales (más del 90% en Japón), en muchos casos intermediarios financieros, o de residentes de países vecinos o muy conectados (por ejemplo, por medio del sistema financiero). Por lo tanto, el alcance de una restructuración es muy limitado. Y, en todo caso, exigiría extremo cuidado para minimizar una redistribución potencialmente disruptiva de riqueza entre los tenedores de bonos y contribuyentes locales, y los efectos adversos fuertes en el sistema financiero. En este contexto, los gobiernos que enfrentan la necesidad de realizar un ajuste fiscal difícil pueden exigir mucho a los bancos centrales para reducir los costos crediticios, lo que plantea la cuestión de la dominancia fiscal. En principio, la política monetaria puede reducir la carga de la deuda pública de varias maneras. Los bancos centrales pueden desacelerar la salida de las políticas de flexibilización cuantitativa y mantener los bonos soberanos más tiempo en sus libros contables. También pueden demorar el aumento de las tasas de interés que exigen las condiciones macroeconómicas y dejar que aumente la inflación, y, de este modo, mantener bajas las tasas de interés reales por más tiempo de lo que de otro modo sería óptimo. Históricamente, de hecho, la deuda muchas veces se redujo por medio de una inflación acelerada. Un ejemplo extremo son los conocidos episodios de hiperinflación que fulminaron la deuda tras guerras importantes (como en Alemania y Japón). Recientemente se prestó una atención renovada a casos menos extremos, como el de Estados Unidos en la segunda mitad de la década de 1940, cuando la inflación provocó tasas de interés reales considerablemente negativas y, con el tiempo, relaciones de deuda más bajas (véase Reinhart y Sbrancia, 2011, que señalan la preocupante posibilidad de un retorno a la represión financiera). ¿Qué diferencia pueden hacer esas políticas monetarias? La respuesta depende en gran medida del tiempo que los bancos centrales puedan mantener bajas o hasta negativas las tasas de interés reales. Bajo el supuesto de que las tasas de interés nominales reflejan aumentos uno a uno en la inflación, de modo tal que la tasa de interés real se mantenga constante (que se aplique un efecto de Fisher total e inmediato a toda la deuda que se emita o se refinancie), la reducción depende de la capacidad de erosionar el valor de la deuda nominal pendiente (a largo plazo), y es más bien pequeña. Las simulaciones del personal del FMI sugieren que, en las economías del G-7, si la inflación aumentara del ritmo promedio proyectado actual de menos del 2% al 6%, por ejemplo, la relación neta de deuda se reduciría, tras cinco años, alrededor de un 10% del PIB en promedio (Akitoby, Komatsuzaki y Binder, de próxima publicación). El efecto sería mayor si los bancos centrales pudieran mantener tasas de interés reales más bajas durante algún tiempo. (Algunos sostienen que esto exigiría represión financiera, es decir, la capacidad de obligar a los bancos a mantener bonos públicos. Parece un error: como demuestra la evidencia actual, los bancos centrales pueden mantener tasas de interés reales negativas durante algún tiempo si lo desean. Pero esas tasas negativas pueden

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ocasionar recalentamiento e inflación. También pueden inducir a los inversionistas a volcarse a activos extranjeros, lo que provocaría una depreciación y más inflación. No obstante, si los bancos centrales aceptan esas consecuencias inflacionarias, pueden mantener tasas de interés reales más bajas durante algún tiempo, incluso sin represión financiera). En resumen, si la consolidación fiscal ordinaria, por medio de un ingreso más alto o un gasto más bajo, resultara impracticable, la adopción de tasas de interés reales bajas o negativas podría, en principio y dentro de ciertos límites, ayudar a mantener la sostenibilidad de la deuda. Sin embargo, esa elección tendría costos considerables: los aumentos de la inflación y las reducciones de las tasas de interés reales no son otra cosa que una versión más suave y menos visible de una reestructuración de deuda, en la que parte de la carga del ajuste pasa de los contribuyentes a los tenedores de bonos, por lo que se generan problemas distributivos, sociales y políticos de una magnitud similar. En vista de estas consideraciones, es esencial que las decisiones en materia de política monetaria sigan únicamente en manos del banco central y no sufran interferencias políticas. El banco central, por su parte, debe basar su decisión en el modo en que la situación de la deuda y el ajuste fiscal (su ausencia) afectarían la inflación, el producto y la estabilidad financiera. De hecho, las compras de bonos públicos por parte del banco central durante la crisis se dieron en el contexto de grandes brechas de producto y, muchas veces, como parte de un esfuerzo en pos de evitar la deflación o una crisis de deuda autorrealizada. En líneas más generales, el banco central debe tomar en consideración el riesgo de que esta política se perciba como una transición hacia un dominancia fiscal, sobre todo por la dificultad de evaluar los efectos en el producto de diversas estrategias posibles para mantener la deuda pública a raya. El riesgo de dominancia fiscal parece relativamente limitado en la zona de euro, donde ninguno de los gobiernos puede obligar al BCE a modificar su política monetaria. Es más relevante en otros lugares, y es posible que siga siendo un problema durante años.

C. ¿A qué ritmo debería reducirse la deuda pública?

Dada la necesidad de reducir la relación de deuda pública sobre PIB, el debate sobre la política fiscal se ha centrado en la velocidad y las modalidades óptimas de la consolidación fiscal. Muchas de las cuestiones que plantea la consolidación son pertinentes no solo en la actualidad sino también para la política fiscal futura. No es fácil identificar los efectos dinámicos de la política fiscal en el producto. Hay varios problemas de identificación: los efectos suelen diferir de acuerdo con el estado de la economía, la composición del ajuste fiscal, el carácter temporario o permanente de las medidas y la reacción de la política monetaria. En gran medida como consecuencia de esas dificultades, las estimaciones empíricas de los multiplicadores fiscales mostraban una variación enorme antes de la crisis (véase por ejemplo

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Spilimbergo, Symansky y Schindler, 2009). Al comienzo de la crisis, algunos investigadores y responsables de política económica sostenían que los efectos positivos en la confianza podían predominar sobre los efectos adversos mecánicos de los recortes del gasto o el aumento del ingreso, y conducir a “consolidaciones fiscales expansionistas”. En cambio, otros afirmaban que, dada la disminución de la intermediación financiera y, por lo tanto, el endurecimiento del crédito para las empresas y los hogares, a lo que se sumaba el hecho de que la política monetaria se enfrentaba a una trampa de liquidez, cabía esperar que los multiplicadores fueran mayores que en épocas más normales. La gran variedad de reacciones de la política fiscal ante la crisis y sus consecuencias estimuló nuevos análisis (véanse, por ejemplo, los artículos del American Economic Journal: Economic Policy, vol. 4, No. 2, 2012). Si bien el debate continúa en cierta medida, la evidencia indica que los multiplicadores fueron mayores que en épocas normales, sobre todo al comienzo de la crisis (Blanchard y Leigh, 2013), mientras que hay pocos indicios de efectos en la confianza (Perotti, 2011). Sin embargo, más allá de esa conclusión, quedan muchas preguntas por responder; en particular, los efectos diferenciales, si los hay, de las consolidaciones realizadas sobre la base de recortes del gasto más que de un aumento del ingreso. Lo que subyace al debate sobre los multiplicadores es la pregunta acerca de la velocidad óptima de la consolidación fiscal (en Estados Unidos, incluso, algunos sostienen que debería continuar el estímulo fiscal). En realidad, para muchos países severamente afectados por la crisis, la velocidad de la consolidación no fue una elección, sino que, en gran medida, se la impusieron las condiciones de mercado. De hecho, la variación entre países en la velocidad del ajuste se explicó en parte por las diferencias en los rendimientos de los bonos soberanos. En los países con cierto margen fiscal, conceptualmente, la cuestión es cómo compensar los primeros momentos con los segundos momentos; es decir, cómo establecer una relación de correspondencia de los efectos adversos en el crecimiento a corto plazo de una consolidación más rápida con la reducción del riesgo a largo plazo por los niveles más bajos de deuda. (El argumento de que el estímulo fiscal se puede pagar con creces a sí mismo y, por lo tanto, reduce los niveles de deuda, parece tan débil como el argumento anterior de que la consolidación fiscal podría incrementar el producto a corto plazo). Sin embargo, dada la relevancia de los equilibrios múltiples, y nuestros limitados conocimientos sobre el comportamiento de los inversionistas en este contexto, es difícil evaluar esos riesgos con cierto grado de precisión. Así, si bien la consolidación fiscal es necesaria, la velocidad con la que debería aplicarse seguirá generando fuertes desacuerdos. En este contexto, deberían seguir aplicándose algunos principios generales, como explicamos en varias publicaciones del FMI (FMI, 2010, Blanchard y Cottarelli, 2010; Cottarelli y Viñals, 2009; Mauro, 2011; Perspectivas de la economía mundial del FMI, varios números; Fiscal Monitor del FMI, varios números). Dada la distancia que debe recorrerse hasta

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alcanzar niveles prudentes de deuda y la necesidad de generar confianza entre los inversionistas y el público en general acerca de la sostenibilidad de las finanzas públicas, la consolidación fiscal debe ser parte de un plan creíble a mediano plazo. El plan debe incluir la instauración temprana de algunas reformas —como una postergación de la edad jubilatoria— que tengan la ventaja de reducir las presiones principales provenientes de los gastos relacionados con el envejecimiento demográfico sin reducir la demanda agregada a corto plazo. La necesidad de controlar la deuda también atrajo un interés renovado en las reglas fiscales. Muchos países, sobre todo en la zona del euro, adoptaron planes de ajuste fiscal a mediano plazo y fortalecieron su compromiso con reglas fiscales. Por ejemplo, Alemania, España e Italia recientemente enmendaron su constitución para consagrar su compromiso a reducir el déficit fiscal a cero o casi cero dentro de plazos específicos de no más de unos años. En términos más generales, se adoptaron muchas reglas fiscales nuevas y se fortalecieron algunas preexistentes como respuesta a la crisis, tanto en economías avanzadas como de mercados emergentes (Schaechter et al., 2012). Los datos en lo que respecta a planes de ajuste fiscal a mediano plazo indican que hay una gran variedad de shocks —en especial los del crecimiento económico— que pueden malograr su puesta en práctica (Mauro, 2011; Mauro y Villafuerte, de próxima publicación). Este potencial destaca la importancia de incluir mecanismos explícitos para lidiar con esos shocks, a fin de permitir cierta flexibilidad sin dejar de proteger de manera creíble los objetivos de consolidación fiscal a mediano plazo. Algunos mecanismos que pueden ser útiles son los límites de gasto plurianuales; la exclusión de elementos cíclicos (como los seguros de desempleo), no discrecionales (como los pagos de interés) o neutrales en sentido fiscal (como los proyectos financiados por la UE); y las metas ajustadas cíclicamente que permiten que los estabilizadores automáticos operen en respuesta a fluctuaciones cíclicas.

D. ¿Hay algo mejor que los estabilizadores automáticos?

Si dejamos al margen otros factores, cuando la preocupación gira en torno al crecimiento del producto a corto plazo, a una demanda privada más débil (ya sea interna o externa) debería responderse con una consolidación fiscal más lenta. Ese argumento condujo a muchos países a cambiar sus metas fiscales nominales por metas estructurales, a fin de dejar funcionar a los estabilizadores automáticos. Esto nos lleva a una pregunta planteada en nuestro trabajo anterior. Si bien dejar funcionar a los estabilizadores automáticos es mejor que no hacerlo, es poco probable que los estabilizadores den con la política fiscal contracíclica óptima. En primer lugar, el argumento muy utilizado de que el efecto de los estabilizadores automáticos sobre la deuda se anula con el tiempo se aplica únicamente en la medida en que las variaciones del producto son transitorias. Puede no ser así: como se analizó en la sección anterior de este documento, no queda claro, por ejemplo, cuánto de las últimas reducciones del producto (en relación con la tendencia) es temporario o permanente. En segundo lugar, la fortaleza general de los

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estabilizadores automáticos varía de un país a otro y depende elecciones sociales —acerca del tamaño del Estado y las estructuras tributaria y de gastos— hechas sobre la base de objetivos distintos de la política fiscal cíclica. Por lo tanto, la fortaleza de los estabilizadores automáticos podría ser insuficiente o excesiva. Por eso nos preguntábamos en nuestro documento anterior por qué no diseñar mejores estabilizadores. Por ejemplo, en los países en los que los estabilizadores automáticos se consideraban demasiado débiles, resultan interesantes las propuestas de cambios automáticos en la política tributaria o del gasto, como créditos fiscales cíclicos para la inversión o recortes impositivos preaprobados que entrarían en vigencia, por caso, si la creación de empleos cayera por debajo de un umbral determinado durante algunos trimestres consecutivos. Quizá porque la política se centró en la consolidación y no en hacer un uso activo de la política fiscal, hasta donde sabemos, hubo poca exploración analítica (una excepción es McKay y Reis, 2012) y casi ninguna implementación de este tipo de mecanismos.

IV. INSTRUMENTOS MACROPRUDENCIALES

Una de las lecciones unívocas que dejó la crisis es que los desequilibrios peligrosos pueden generarse bajo una superficie macroeconómica aparentemente tranquila. La inflación puede estar estable, el producto puede aparentar estar en su potencial, y aun así las cosas pueden no estar del todo bien. Los auges sectoriales pueden dar lugar a una composición insostenible del producto: por ejemplo, demasiada inversión en vivienda. O pueden acumularse riesgos financieros por el modo en el que se financia la actividad real (por ejemplo, instituciones financieras excesivamente apalancadas, demasiado endeudamiento de los hogares, demasiado desfase de vencimientos en el sistema bancario o uso de productos fuera del balance que implican grandes riesgos de cola). Y lo más crítico es que los efectos de esos desequilibrios pueden ser muy poco lineales. Tras una acumulación prolongada y gradual, puede sobrevenir una caída abrupta y severa, con graves consecuencias para el bienestar. Más allá de un deseable fortalecimiento de la supervisión prudencial del sector financiero, ¿qué más se puede hacer para prevenir la reaparición de esos problemas o amortiguar el golpe? La política monetaria y la política fiscal no son los mejores instrumentos para resolver estos desequilibrios (por lo menos como primera línea de defensa). La política monetaria tiene un alcance demasiado amplio para responder de manera eficaz en función de los costos a los auges sectoriales o a los riesgos financieros. Las medidas fiscales pueden ser más específicas, pero los rezagos y los problemas de la economía política limitan su practicidad. Esas deficiencias generaron un interés creciente en “instrumentos macroprudenciales” más focalizados (véase uno de los primeros análisis en Borio y Shim, 2007). El uso potencial de esos instrumentos fue un tema importante de nuestra primer conferencia, y constituye un activo campo de investigación desde los inicios de la crisis (por ejemplo, BCE, 2012). Ahora que algunos de esos instrumentos se adoptaron en la práctica, comprendemos mejor sus efectos y limitaciones. Pero, como afirmaremos, aún nos falta mucho para saber usarlos de

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manera confiable. Hay poca evidencia empírica sobre la eficacia de estas medidas, y el modo en que interactúan con otras políticas seguramente dependa de la estructura y las instituciones específicas del sector financiero de cada país. Entre las cuestiones conceptuales que deben resolverse están las articulaciones entre la regulación macroprudencial y la microprudencial, y entre las políticas macroprudenciales y la política monetaria. Las abordaremos por orden.

A. ¿Cómo combinar la política macroprudencial con la regulación microprudencial?

La regulación microprudencial tradicional es de equilibrio parcial por naturaleza. Como consecuencia, no toma en cuenta suficientemente las interacciones entre las instituciones financieras ni entre el sector financiero y la economía real. El mismo balance bancario puede tener repercusiones muy distintas en el riesgo sistémico según los balances (y las interconexiones) de las demás instituciones y el estado general de la economía. Por lo tanto, la regulación prudencial debe agregar una dimensión sistémica y macro a su foco institucional tradicional. Los coeficientes reglamentarios deben reflejar el riesgo no aislado sino en el contexto de las interconexiones del sector financiero, y también deben reflejar el estado de la economía. Estas consideraciones sugieren que las funciones micro y macroprudenciales deberían operar bajo el mismo techo. Sin embargo, desde el punto de vista de la economía política, puede ser preferible mantener ambas funciones en organismos separados. La regulación tiene varios aspectos (el grado de competencia bancaria, las políticas de estímulo para el acceso al crédito y las que determinan la participación de bancos extranjeros, por ejemplo) que, políticamente, pueden ser demasiado difíciles de delegar en un organismo independiente. En cambio, la función macroprudencial es más semejante a la política monetaria (con algunas salvedades que se mencionan a continuación): por lo general, un organismo independiente suele ser el más indicado para llevar a cabo tareas impopulares como intervenir en contra de la tendencia durante un auge del crédito. Si este es el caso, un diseño alternativo podría poner a la autoridad macroprudencial al mando de la gestión cíclica de ciertas medidas prudenciales y dejar el resto a la entidad reguladora microprudencial. (Este enfoque es el que se aplica en el Reino Unido, donde el Financial Policy Committee del Banco de Inglaterra podrá modificar los coeficientes de capital que apliquen los reguladores microprudenciales).

B. ¿Qué instrumentos macroprudenciales tenemos y cómo funcionan?

Los instrumentos macroprudenciales pueden clasificarse a grandes rasgos en tres categorías: 1) los que procuran influir en el comportamiento de los prestamistas, como los requisitos cíclicos de capital, los coeficientes de apalancamiento o el aprovisionamiento dinámico; 2) los que se orientan al comportamiento de los prestatarios, como los techos de las

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relaciones préstamos-valor o deuda-ingreso; y 3) los instrumentos de gestión del flujo de capital. Coeficientes cíclicos de capital y constitución dinámica de reservas La lógica de los requisitos con respecto a los coeficientes cíclicos de capital es simple: obligan a los bancos a tener más capital en las épocas buenas (sobre todo durante los auges) a fin de construir defensas contra las pérdidas para las épocas malas. En principio, los requisitos cíclicos pueden suavizar un auge o limitar el crecimiento del crédito de manera anticipada, y limitar los efectos adversos de una caída posterior. La constitución dinámica de reservas puede lograr el mismo resultado obligando a los bancos a construir una defensa extra de reservas durante una época buena para enfrentar mejor las pérdidas en caso de una época mala. Sin embargo, estos métodos no son tan fáciles de poner en práctica. En primer lugar está el tema del perímetro regulatorio. Los requisitos que se imponen a los bancos pueden sortearse recurriendo a intermediarios no bancarios, bancos extranjeros y actividades fuera del balance. Los organismos de regulación pueden acabar ampliando más y más el perímetro regulatorio a medida que los participantes del mercado idean modos cada vez más innovadores de eludirlo. En segundo lugar está la pregunta práctica de en qué medidas debería basarse el elemento cíclico de los requisitos: ¿el ciclo económico, el crecimiento del crédito (como se sugirió en Basilea III), la dinámica del precio de los activos (por lo general, los bienes inmuebles)? En tercer lugar, la prociclicidad no es eficaz si los bancos tienen mucho más capital que los mínimos que impone la regulación (como suele ocurrir durante los auges). Por último, la consistencia a lo largo del tiempo seguramente sea un problema: puede resultarles políticamente difícil a los organismos reguladores permitir que los bancos reduzcan las ponderaciones de riesgo durante una caída (cuando los prestatarios se vuelven menos solventes y los balances, más frágiles). En ocasiones, los organismos de regulación lo lograron, hasta cierto punto, por medio de una aplicación poco estricta de las normas. Puede ser difícil persuadir a la opinión pública de adoptar un enfoque más transparente (recordemos las protestas contra los bancos excesivamente apalancados tras la crisis). Se necesita un enfoque basado en reglas y una autoridad responsable independiente (aunque, dados los problemas descritos recién y las cuestiones de economía política que se comentan más adelante, los enfoques basados en reglas presentan sus propias dificultades). ¿Funcionan estos instrumentos? La evidencia no es unívoca (véanse Saurina, 2009; Crowe et al., 2011; y Dell’Ariccia et al., 2012). Por lo general, el endurecimiento de los requisitos de capital y la constitución dinámica de reservas no detuvieron los auges crediticios e inmobiliarios. Pero en algunos casos, parecen haber limitado el crecimiento de ciertos grupos de préstamos (como los denominados en moneda extranjera), lo que sugiere que si no se hubieran adoptado estas políticas estos episodios habrían sido aún más pronunciados.

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Además, en ocasiones, estas medidas permitieron incrementar las defensas contra las pérdidas de los bancos y contener los costos fiscales de la crisis (Saurina, 2009). Relaciones préstamos-valor y deuda-ingreso Los límites a las relaciones préstamos-valor y deuda-ingreso apuntan a prevenir la acumulación de vulnerabilidades del lado de los prestatarios. A posteriori, pueden reducir potencialmente las quiebras y ejecuciones, y dar como resultado una caída macroeconómica más moderada. Una vez más, la puesta en práctica constituye un desafío. En primer lugar, estas medidas son difíciles de aplicar más allá del sector de los hogares. En segundo lugar, los intentos de sortearlas pueden conllevar costos considerables. En particular, pueden dar como resultado estructuras de pasivos que compliquen la resolución de deuda durante una caída (por ejemplo, los límites a la relación préstamos-valor puede derivar en un uso generalizado de hipotecas de segundo nivel, que se vuelven un gran obstáculo para la restructuración de deuda en caso de caída). Por eludir estas medidas, puede ocasionarse un desplazamiento del riesgo no solo entre productos de préstamos hipotecarios sino hacia fuera del perímetro regulatorio, por medio de la expansión de los créditos no bancarios, las instituciones financieras menos reguladas y los bancos extranjeros (lo que puede provocar un mayor descalce de monedas a causa del aumento de la proporción de préstamos denominados en moneda extranjera). También puede haber efectos secundarios adversos en la medida en que se utilicen fondos inmobiliarios como garantía en préstamos comerciales (por ejemplo, entre propietarios de pequeñas empresas). Sin embargo, la limitada evidencia empírica de la que disponemos sugiere que se trata de medidas promisorias. Por ejemplo, durante episodios en los que los precios de los inmuebles aumentaban con rapidez, los límites a las relaciones préstamos-valor y deuda-ingreso parecen reducir la incidencia de auges crediticios, disminuir la probabilidad de dificultades financieras y de crecimiento por debajo de la tendencia después del auge (véanse Crowe et al., 2011; y Dell’Ariccia et al., 2012). Controles de capital Los controles de capital (a los que el FMI denomina “instrumentos de gestión del flujo de capital”) apuntan a riesgos que provienen de los flujos de capital volátiles. Si bien tienen una historia de larga data, su uso suscita controversia. Desde hace unos años, el FMI sostiene que, si las políticas macro son apropiadas, y si los flujos están perjudicando la estabilidad financiera o macroeconómica, estos instrumentos pueden ser adecuados, por lo general combinados con otros instrumentos macroprudenciales (Ostry et al., 2010; FMI, 2012b). Los argumentos son similares a los que se expusieron con relación a los fundamentos de la intervención del tipo de cambio. Los controles de capital y la intervención del tipo de cambio a la vez se complementan y pueden sustituirse entre sí: se complementan porque los controles

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de capital reducen la elasticidad de los flujos a las tasas relativas de retorno, de modo que potencian la intervención del tipo de cambio; y pueden sustituirse entre sí porque ambos pueden utilizarse para afectar el tipo de cambio. Una ventaja de los controles de capital frente a la intervención del tipo de cambio es que pueden orientarse a flujos específicos; pero, precisamente a causa de su especificidad, los controles también son más fáciles de eludir (por ejemplo, cuando los flujos se recategorizan de manera oportunista con este fin). Puesto que los controles de capital se utilizaron muchas veces, los datos sobre sus efectos son más abundantes pero, sin embargo, llamativamente poco concluyentes (Ostry et al., 2010). Una conclusión que suele mencionarse es que los controles afectan la composición de los flujos pero no su nivel; no obstante, esto parece improbable dada la especialización de los distintos tipos de inversionistas. Si los controles de capital reducen los flujos a corto plazo, es poco probable que estos sean reemplazados por el volumen equivalente de flujos a largo plazo. Las primeras lecturas de la experiencia de Brasil, que utilizó impuestos a los flujos de capital durante la crisis actual, variando tanto la tasa como el perímetro del impuesto a lo largo del tiempo, son mixtas: a pesar de que hubo cierta elusión, parecen haber desacelerado los ingresos de flujos en cartera y limitado la apreciación del tipo de cambio (véanse por ejemplo Chamon y García, 2013; y Jinjarak, Noy y Zheng, 2012).

C. ¿Cómo combinar la política monetaria con la política macroprudencial?

Para que los instrumentos macroprudenciales tengan un papel importante en el futuro, una cuestión esencial es el modo en que interactúen la política macroprudencial y la monetaria: por una parte, las tasas de interés indicativas de la política monetaria bajas afectan el comportamiento de los mercados financieros y pueden derivar en una toma excesiva de riesgo. Por otra, los instrumentos macroprudenciales afectan la demanda agregada por medio de sus efectos en el costo del crédito. En teoría, si ambas políticas funcionaran a la perfección —es decir, si pudieran utilizarse para alcanzar una estabilidad macroeconómica y financiera total—, la estabilidad macroeconómica podría asignarse a la autoridad monetaria y la estabilidad financiera, a la autoridad macroprudencial. Si un cambio de la política monetaria provocara un aumento o reducción excesiva de la toma de riesgo, los instrumentos macroprudenciales podrían ajustarse en consecuencia. Del mismo modo, la política monetaria podría compensar cualquier reducción de la demanda agregada asociada con un ajuste en las condiciones macroprudenciales. Pero, en la práctica, estos instrumentos distan de ser perfectos, de modo que una política no puede ignorar las limitaciones de la otra. Si los instrumentos macroprudenciales funcionan mal, la política monetaria debe tomar en cuenta la estabilidad financiera, como se expuso en la sección sobre política monetaria. Del mismo modo, cuando la política monetaria no puede utilizarse para lidiar con el ciclo de un país (por ejemplo, cuando hay una unión monetaria o

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un régimen de tipo de cambio fijo), los instrumentos macroprudenciales deben contribuir a la gestión de la demanda agregada (véase un análisis de este tema en FMI, 2012c). En principio, este problema puede resolverse mediante la coordinación entre ambos organismos; sin embargo, suele ocurrir que cada responsable de la política económica se ocupa principalmente de su propio objetivo. Si es así, es poco probable que dos organismos con distintas facultades y mandatos que dictan la política monetaria y la macroprudencial de manera independiente acaben coordinando la mejor solución (un banco central, similar a los que tenemos hoy, que dirige la política monetaria y está encargado de la estabilidad de los precios y el producto; y una autoridad financiera que dirige la política macroprudencial y está encargada de la estabilidad macrofinanciera). Por ejemplo, en una recesión, el banco central puede recortar agresivamente la tasa de interés indicativa de la política monetaria para estimular la demanda. La autoridad financiera, temiendo los efectos de una posición monetaria relajada en cuanto a la toma de riesgo, puede reaccionar endureciendo la regulación macroprudencial. Previendo esta reacción y su efecto contractivo en la demanda, el banco central puede recortar las tasas de manera aún más agresiva, y así sucesivamente. El resultado es una combinación de políticas en la que las tasas de interés son demasiado bajas y las medidas macroprudenciales son demasiado estrictas en relación con lo que propondría una solución coordinada. En teoría, la solución obvia a este problema es consolidar: poner todo bajo un mismo techo, lo cual seguramente sea el diseño más conveniente. De hecho, más allá de los argumentos recién expuestos, encargar al banco central de los instrumentos micro y macroprudenciales le da información útil para dirigir la política monetaria (por ejemplo, véase un análisis de las disposiciones institucionales en América Latina en Coeure, 2013, y en Jácome, Nier e Imam, 2012). Sin embargo, tal como ocurre con la consolidación de las políticas micro y macroprudenciales, este orden también tiene costos asociados. En primer lugar, puesto que el funcionamiento de los instrumentos macroprudenciales es imperfecto, será más difícil para un banco central con un doble mandato persuadir a la opinión pública de que combatirá la inflación (y, por lo tanto, para anclar las expectativas) en caso de que la lucha contra la inflación entre en conflicto con el otro objetivo. (Este fue uno de los argumentos que se utilizaron antes para quitar la supervisión prudencial a los bancos centrales y asignársela a las autoridades de estabilidad financiera). En segundo lugar (y lo que quizá sea más crítico), la consolidación plantea problemas de economía política. La independencia de los bancos centrales (alcanzada delegando las metas operativas en tecnócratas no elegidos) se vio facilitada por un objetivo claro (la inflación) e instrumentos operativos relativamente simples (operaciones a mercado abierto y tasa de interés indicativa de la política monetaria). El carácter mensurable del objetivo permitía una rendición de cuentas sencilla, lo cual, a su vez, hacía políticamente aceptable la independencia operativa. Los objetivos de la política macroprudencial son más vagos y más

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difíciles de medir, por varios motivos. Primero, hay metas intermedias multidimensionales: crecimiento del crédito, apalancamiento, aumento de los precios de los activos y demás. En segundo lugar está la cuestión de comprender la relación entre los objetivos macroprudenciales y el objetivo de estabilidad financiera. En tercer lugar, no es fácil definir la estabilidad financiera ni determinar su nivel deseable: un aumento de la tasa de interés indicativa de la política monetaria puede defenderse a posteriori demostrando que la inflación está cerca de la meta y que probablemente la habría superado de no haber mediado el endurecimiento, mientras que el endurecimiento de las medidas macroprudenciales que impide una crisis financiera podría criticarse por innecesario. Cuarto, la especificidad misma del instrumento macroprudencial implica que su uso puede ocasionar una oposición política fuerte y concentrada. Por ejemplo, los hogares jóvenes pueden oponer una gran resistencia a una reducción de la relación máxima préstamos-valor. A causa de esas características, la independencia de la política macroprudencial es más débil. Y quienes se oponen a la idea de una autoridad centralizada temen que la interferencia política en la postura macroprudencial socave la independencia de la política monetaria. (Una vez más, el Reino Unido puede estar marcando el camino con sus comités de estabilidad monetaria y financiera, ambos dentro del Banco de Inglaterra).

IV. CONCLUSIONES

Retomemos la cuestión planteada en la introducción: a pesar de los considerables avances realizados en la investigación y la experimentación con políticas en los últimos dos años, el perfil de la política macroeconómica del futuro sigue siendo impreciso. Las funciones relativas de las políticas monetaria, fiscal y macroprudencial aún están en proceso de evolución. Notamos que se están desarrollando dos estructuras alternativas: en un extremo menos ambicioso, se vislumbra un retorno a las metas flexibles de inflación, en el que la política fiscal sería de poca utilidad a los fines de la estabilidad macroeconómica, y los instrumentos macroprudenciales resultarían poco prácticos por su uso difícil o políticamente costoso. En el otro extremo, más ambicioso, los bancos centrales podrían tener un mandato amplio de estabilidad macroeconómica y financiera, emplear muchos instrumentos monetarios y macroprudenciales, y usar más activamente los instrumentos de política fiscal. Que acabemos en uno u otro de estos escenarios dependerá seguramente de lo que dicte la experimentación, que traerá aparejados los sinsabores del aprendizaje pero también la expectativa de resultados más exitosos.

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