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7/23/2019 Ocnos - Luis Cernuda
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Ayer, el recuerdo, Sevilla; hoy, e
nmenso dolor por una Españadespedazada; mañana… todas lapreguntas «suspensas en el aire, taa nube que oculta un dios»
Nostalgia y esperanza componen lapoesía en prosa de estasignificativa obra —autobiografía
írica que refleja una experienciaexistencial— escrita desde el exilio
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Luis Cernuda
Ocnos
ePub r1.0
Titivillus 23.04.15
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Luis Cernuda, 1942
Editor digital: TitivillusePub base r1.2
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Er flicht eben von Natur, wie sie vo
Natur frisst; er könnte lieber aufhören
zu flechten; aber was alsdann sons
beginnen? Er flicht lieber um zu
lechten, und das Schilf, das sich anc
ungeflochten hätte verzehren lassenwird nun geflochten gespeist
Vielleicht schrneckt es so, vielleich
nährt es besser? Dieser Oknoskönnte man sagen, hat auf dies
Weise doch eine Art vo
Unterhaltung mit seiner Eselin
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GOETH
Polygnots Gemälde in der Lesche zu
Delph
(Cosa tan natural era para Ocnorenzar sus juncos como para el asn
comérselos. Podía dejar de trenzarlospero entonces ¿a qué se dedicaría
Prefiere por eso trenzar los juncos, parocuparse en algo; y por eso se come easno los juncos trenzados, aunque si n
o estuviesen habría de comérselogualmente. Es posible que así sepamejor, o sean más sustanciosos. Ypudiera decirse, hasta cierto punto, qu
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de ese modo Ocnos halla en su asno unmanera de pasatiempo).
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La poesía
En ocasiones, raramente, solí
encenderse el salón al atardecer, y esonido del piano llenaba la casaacogiéndome cuando yo llegaba y al pi
de la escalera de mármol hueca resonante, mientras el resplandor vagde la luz que se deslizaba allá arriba ea galería, me aparecía como un cuerp
mpalpable, cálido y dorado, cuya almfuese la música.
¿Era la música? ¿Era lo inusitado
Ambas sensaciones, la de la música y l
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de lo inusitado, se unían dejando en muna huella que el tiempo no ha podidborrar. Entreví entonces la existencia d
una realidad diferente de la percibida diario, y ya oscuramente sentía cómo nbastaba a esa otra realidad el se
diferente, sino que algo alado y divindebía acompañarla y aureolarla, tal enimbo trémulo que rodea un punt
uminoso.Así, en el sueño inconsciente dealma infantil, apareció ya el podemágico que consuela de la vida, y desd
entonces así lo veo flotar ante mis ojosal aquel resplandor vago que yo veí
dibujarse en la oscuridad, sacudiend
con su ala palpitante las notas cristalina
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puras de la melodía.
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La naturaleza
Le gustaba al niño ir siguiend
paciente, día tras día, el brotar oscurde las plantas y de sus flores. Laparición de una hoja plegada aún
apenas visible su verde traslúcido juntal tallo donde ayer no estaba, le llenabde asombro, y con ojos atentos, durantargo rato, quería sorprender s
movimiento, su crecimiento invisible, taotros quieren sorprender, en el vuelocómo mueve las alas el pájaro.
Tomar un renuevo tierno de la plant
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adulta y sembrarlo aparte, con mano quél deseaba de aire blando y suave, locuidados que entonces requería
mantenerlo a la sombra los primerodías, regar su sed inexperta a la mañan al atardecer en tiempo caluroso, l
embebecían de esperanza desinteresadaQué alegría cuando veía las hoja
romper al fin, y su color tierno, que
fuerza de trasparencia casi parecíuminoso, acusando en relieve las venasoscurecerse poco a poco con la savimás fuerte. Sentía como si él mism
hubiese obrado el milagro de dar vidade despertar sobre la tierra fundamentaal un dios, la forma antes dormida en e
sueño de lo inexistente.
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El otoño
Encanto de tus otoños infantiles
seducción de una época del año que ea tuya, porque en ella has nacido.
La atmósfera del verano, densa hast
entonces, se aligeraba y adquiría unacuidad a través de la cual los sonidoeran casi dolorosos, punzando la carncomo la espina de una flor. Caían la
primeras lluvias a mediados dseptiembre, anunciándolas el trueno y esúbito nublarse del cielo, con un choca
acerado de aguas libres contra prisione
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de cristal. La voz de la madre decía«Que descorran la vela», y tras aquequejido agudo (semejante al de la
golondrinas cuando revolaban por ecielo azul sobre el patio), que levantabel toldo al plegarse en los alambres d
donde colgaba, la lluvia entraba dentrde la casa, moviendo ligera sus pies dplata con rumor rítmico sobre las losa
de mármol.De las hojas mojadas, de la tierrhúmeda, brotaba entonces un aromdelicioso, y el agua de la lluvia recogid
en el hueco de tu mano tenía el sabor daquel aroma, siendo tal la sustancia ddonde aquel emanaba, oscuro
penetrante, como el de un pétalo ajad
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de magnolia. Te parecía volver a undulce costumbre desde lo extraño distante. Y por la noche, ya en la cama
encogías tu cuerpo, sintiéndolo jovenigero y puro, en torno de tu alma
fundido con ella, hecho alma también é
mismo.
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El piano
Pared frontera de tu casa vivía l
familia de aquel pianista, quien siemprausente por tierras lejanas, en ciudadea cuyos nombres tu imaginación ponía u
halo mágico, alguna vez regresaba pounas semanas a su país y a los suyosAunque no aprendieras su vuelta pohaberle visto cruzar la calle, con su air
vagamente extranjero y demasiadartista, el piano al anochecer te lo decía
Por los corredores ibas hacia l
habitación a través de cuya pared é
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estudiaba, y allí solo y a oscurasprofundamente atraído mas sin saber poqué, escuchabas aquellas frase
ánguidas, de tan penetrante melancolíaque llamaban y hablaban a tu almnfantil, evocándole un pasado y u
futuro igualmente desconocidos.Años después otras veces oíste lo
mismos sones, reconociéndolos
adscribiéndolos ya a tal músico de tamado, pero aún te parecía subsistir eellos, bajo el renombre de su autor, lvastedad, la expectación de una latent
fuerza elemental que aguarda un gestdivino, el cual, dándole forma, ha dhacerla brotar bajo la luz.
El niño no atiende a los nombre
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sino a los actos, y en éstos al poder quos determina. Lo que en la sombr
solitaria de una habitación te llamab
desde el muro, y te dejaba anhelante nostálgico cuando el piano callaba, era música fundamental, anterior
superior a quienes la descubren nterpretan, como la fuente de quien e
rio y aun el mar sólo son forma
angibles y limitadas.
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La eternidad
Poseía cuando niño una ciega f
religiosa. Quería obrar bien, mas nporque esperase un premio o temiese ucastigo, sino por instinto de seguir u
orden bello establecido por Dios, en ecual la irrupción del mal era tanto upecado como una disonancia. Mas a sdea infantil de Dios se mezclab
nsidiosa la de la eternidad. Y algunaveces en la cama, despierto máemprano de lo que solía, en el silenci
matinal de la casa, le asaltaba el mied
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de la eternidad, del tiempo ilimitado.La palabra siempre, aplicada a l
conciencia del ser espiritual que en é
había, le llenaba de terror, el cual luegse perdía en vago desvanecimientocomo un cuerpo tras la asfixia de la
olas se abandona al mar que lo anegaSentía su vida atacada por doenemigos, uno frente a él y otro a su
espaldas, sin querer seguir adelante sin poder volver atrás. Esto, de habesido posible, es lo que hubierpreferido: volver atrás, regresar
aquella región vaga y sin memoria ddonde había venido al mundo.
¿Desde qué oscuro fondo brotaba
en él aquellos pensamientos? Intentab
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forzar sus recuerdos, para recuperaconocimiento de donde, tranquilo nconsciente, entre nubes de limbo, l
había tomado la mano de Diosarrojándole al tiempo y a la vida. Esueño era otra vez lo único qu
respondía a sus preguntas. Y esa tácitrespuesta desconsoladora él no podícomprenderla entonces.
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El huerto
Alguna vez íbamos a comprar un
atania o un rosal para el patio de casaComo el huerto estaba lejos había que ien coche; y al llegar aparecían tras e
portalón los senderos de tierra oscuraos arriates bordeados de geranios, egran jazminero cubriendo uno de lomuros encalados.
Acudía sonriente Francisco eardinero, y luego su mujer. No tení
hijos, y cuidaban de su huerto
hablaban de él tal si fuera una criatura
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A veces hasta bajaban la voz al señalauna planta enfermiza, para que no oyesela pobre!, cómo se inquietaban por ella
Al fondo del huerto estaba envernadero, túnel de cristales ciegos e
cuyo extremo se abría una puertecill
verde. Dentro era un olor cálido, oscuroque se subía a la cabeza: el olor de lierra húmeda mezclado al perfume d
as hojas. La piel sentía el roce del aireapoyándose insistente sobre ella, dens húmedo. Allí crecían las palmas, lo
bananeros, los helechos, a cuyo pi
aparecían las orquídeas, con sus pétalocomo escamas irisadas, cruce imposiblde la flor con la serpiente.
La opresión del aire ib
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raduciéndose en una íntima inquietud, me figuraba con sobresalto y con delicique entre las hojas, en una revuelt
solitaria del invernadero, se escondíuna graciosa criatura, distinta de lademás que yo conocía, y qu
súbitamente y sólo para mí iba acaso aparecer ante mis ojos.
¿Era dicha creencia lo que revestí
de tanto encanto aquel lugar? Hoy crecomprender lo que entonces ncomprendía: cómo aquel reducidespacio del invernadero, atmósfer
acustre y dudosa donde acaso habitabacriaturas invisibles, era para mí imageperfecta de un edén, sugerido en aroma
en penumbra y en agua, como en el vers
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del poeta gongorino: «Verde calle, luierna, cristal frío».
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El miedo
A Guadalupe Dueña
Por el camino solitario, sus orillasembradas de chumberas y algún quotro eucalipto, al trote de las mulas de
coche, volvía el niño a la a la ciudadesde aquel pueblecito con nombrárabe. ¿Cuántos años tendría entoncescinco, seis? Él mismo no lo sabía
porque el tiempo, la idea del tiempo nhabía entrado aún en su alma. Pero aqueanochecer entraría en ella otra ide
nueva y terrible, a la que sólo el adult
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puede, si es que puede, enfrentarse.A través de la ventanilla del coch
ba viendo cómo el cielo palidecía
desde el azul intenso de la tarde aceleste desvaído del crepúsculo, paruego llenarse lentamente de sombra
¿Le alcanzaría fuera de la casa y de lciudad la noche, de cuya oscuridacreciente le habían protegido hast
entonces las paredes amigas, la lámparencendida sobre el libro de estampas?Un miedo, de cuya aparición súbit
en él acaso no se daba cuenta
atendiendo más al efecto que a la causae prevenía contra el mundo nocturno
campo abierto: el miedo frente a l
extraño y lo desconocido, y qu
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comenzaba a traducirse para sconciencia infantil, con prisa, con afáncon angustia, en la presión de u
movimiento incontenible (que las muladel coche apresurasen el paso) huyendhacia adelante.
Muchos años más tarde te dijalguna vez que él mismo desconocíaquella voz que de su entraña salió
oscura, amedrentada, diciendo: «Que va caer la noche, que va a caer la noche»para prevenir a los otros, que no lhacían caso, que nadar podían quizá
contra aquel horror antes desconocidoel horror a los poderes contrarios ahombre sueltos y al acecho en la vida.
Tú, que le conociste bien, puede
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relacionar (con el margen inevitable derror que hay entre el centro hondo nsobornable de un ser humano y l
percepción externa de otro, por amistosque sea) aquel despertar del terroprimario y ancestral en un alm
predestinada a sentirlo siempre, aunquntermitente, con la expresión que lueg
él mismo iba a darle cuando hombre e
un verso: «Por miedo de irnos solos a lsombra del tiempo».
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El bazar
En la media luz brillaban las luna
biseladas de cristales y espejos, y uaroma confuso de piel de Rusia y ámbaflotaba por el aire. Tras de las vitrinas
unto al terciopelo oscuro de loestuches, encerrando como en unconcha irisados reflejos de plata y dporcelana, surgían los grandes frasco
de agua de colonia o los más frágiles dperfume. Apenas si quedaba espacipara los mueblecillos modern style
cuyas formas irregulares e imprevista
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se percibían aquí o allá, entre locolores vivos y puros de los juguetesEra una confusión múltiple y rica d
colores, reflejos y aromas.El encanto de aquel ambient
legaban a cifrarlo enigmáticas una
etiquetas de estrecha forma rectangulardonde el nombre del bazar aparecía eblancas letras de realce sobre fond
escarlata, y las cuales se destacabasobre el cartón de las cajas que por msanto o en día de reyes traían a casa louguetes maravillosos, envueltos e
papel de seda y finas virutaensortijadas, tal un bucle de pelo rubio.
Era aquella atmósfera del bazar un
atmósfera femenina, y su seducció
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particular no se dispersaba con loobjetos que de allí salían, en paquetilloatados por una cinta, ocultos en e
nmenso manguito de una mujer. Yaunque ésta, con leve rumor de sedaasomando apenas la punta del pie entr
os pliegues de la estrecha falda, bajaros escalones de mármol par
apelotonarse luego en la berlina qu
aguardaba afuera, aquel encanto ndesaparecía. Quedaba flotandompersonal e indivisible, como el arom
mismo de las pieles, los polvos de arro
el opoponax, hecho ya época émismo, leyenda e historia.
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El tiempo
Llega un momento en la vida cuand
el tiempo nos alcanza. (No sé si expresesto bien). Quiero decir que a partir dal edad nos vemos sujetos al tiempo
obligados a contar con él, como salguna colérica visión con espadcentelleante nos arrojara del paraísprimero, donde todo hombre una vez h
vivido libre del aguijón de la muerteAños de niñez en que el tiempo n
existe! Un día, unas horas son entonce
cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglo
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caben en las horas de un niño?Recuerdo aquel rincón del patio e
a casa natal, yo a solas y sentado en e
primer peldaño de la escalera dmármol. La vela estaba echadasumiendo el ambiente en una fresc
penumbra, y sobre la lona, por donde sfiltraba tamizada la luz del mediodíauna estrella destacaba sus seis puntas d
paño rojo. Subían hasta los balconeabiertos, por el hueco del patio, lahojas anchas de las latanias, de un verdoscuro y brillante, y abajo, en torno d
a fuente, estaban agrupadas las matafloridas de adelfas y azaleas. Sonaba eagua al caer con un ritmo igua
adormecedor, y allá en el fondo del agu
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unos peces escarlata nadaban conquieto movimiento, centelleando su
escamas en un relámpago de oro
Disuelta en el ambiente había unanguidez que lentamente iba invadiend
mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estivasubrayado por el rumor del agua, loojos abiertos a una clara penumbra qu
realzaba la vida misteriosa de las cosashe visto cómo las horas quedabanmóviles, suspensas en el aire, tal l
nube que oculta un dios, puras y aéreas
sin pasar.
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Pregones
Eran tres pregones.
Uno cuando llegaba la primaveraalta ya la tarde, abiertos los balconeshacia los cuales la brisa traía un aromáspero, duro y agudo, que cascosquilleaba la nariz. Pasaban gentesmujeres vestidas de telas ligeras
claras; hombres, unos con traje de negralpaca o hilo amarillento, y otros cochaqueta de dril desteñido y al brazo e
canastillo, ya vacío, del almuerzo, d
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vuelta del trabajo. Entonces, unas callemás allá, se alzaba el grito d«¡Claveles! ¡Claveles!» grito un poc
velado, a cuyo son aquel aroma ásperoaquel mismo aroma duro y agudo qurajo la brisa al abrirse los balcones, s
dentificaba y fundía con el aroma declavel. Disuelto en el aire había flotadanónimo, bañando la tarde, hasta que e
pregón lo delató, dándole voz y sonidoclavándolo en el pecho bien hondocomo una puñalada cuya cicatriz eiempo no podrá borrar.
El segundo pregón era al mediodíaen el verano. La vela estaba echadsobre el patio, manteniendo la casa e
fresca penumbra. La puerta entornada d
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a calle apenas dejaba penetrar en ezaguán un eco de la luz. Sonaba el agude la fuente adormecida bajo su coron
de hojas verdes. Qué grato en la dejadedel mediodía estival, en la somnolencidel ambiente, balancearse sobre l
mecedora de rejilla. Todo era ligeroflotante; el mundo, como una pompa dabón, giraba frágil, irisado, irreal. Y d
pronto, tras de las puertas, desde lcalle llena de sol, venía dejoso, tal lqueja que arranca el goce, el grito d«¡Los pejerreyes!». Lo mismo que u
vago despertar en medio de la nocheraía consigo la conciencia justa par
que sintiéramos tan sólo la calma y e
silencio en torno, adormeciéndonos d
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nuevo. Había en aquel grito un fulgosúbito de luz escarlata y dorada, comel relámpago que cruza la penumbra d
un acuario, que recorría la piel corepentino escalofrío. El mundo, tras ddetenerse un momento, seguía lueg
girando suavemente, girando.El tercer pregón era al anochecer, e
otoño. El farolero había pasado ya, co
su largo garfio al hombro, en cuyextremo se agitaba como un alma llamita azulada, encendiendo los farole
de la calle. A la luz lívida del ga
brillaban las piedras mojadas por laprimeras lluvias. Un balcón aquí, unpuerta allá, comenzaban a iluminars
por la acera de enfrente, tan próxima e
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a estrecha calle. Luego se oía correr lapersianas, cerrar los postigos. Tras evisillo del balcón, la frente apoyada a
frío del cristal, miraba el niño la callun momento, esperando. Entonces surgía voz del vendedor viejo, llenando e
anochecer con un pregón ronco d«¡Alhucema fresca!», en el cual lavocales se cerraban, como el grit
ululante de un búho. Se le adivinaba máque se le veía, tirando de una pierna rastras, nebulosa y aborrascada la carbajo el ala del sombrero caído sobre é
como una teja, que iba, con su saco dalhucema al hombro, a cerrar el cicldel año y de la vida.
Era el primer pregón la voz, la vo
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pura; el segundo el canto, la melodía; eercero el recuerdo y el eco, la voz y l
melodía ya desvanecidas.
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El poeta y los mitos
Bien temprano en la vida, antes qu
eyeses versos algunos, cayó en tumanos un libro de mitología. Aquellapáginas te revelaron un mundo donde l
poesía, vivificándolo como la llama aeño, trasmutaba lo real. Qué triste tapareció entonces tu propia religión. Túno discutías ésta, ni la ponías en duda
cosa difícil para un niño; mas en tucreencias hondas y arraigadas snsinuó, si no una objeción racional, e
presentimiento de una alegría ausente
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¿Por qué se te enseñaba a doblegar lcabeza ante el sufrimiento divinizadocuando en otro tiempo los hombre
fueron tan felices como para adorar, esu plenitud trágica, la hermosura?
Que tú no comprendieras entonces l
casualidad profunda que une ciertomitos con ciertas formas intemporalede la vida, poco importa: cualquie
aspiración que haya en ti hacia lpoesía, aquellos mitos helénicos fueroquienes la provocaron y la orientaronAunque al lado no tuvieses alguien par
advertirte del riesgo que así corríasguiando la vida, instintivamenteconforme a una realidad invisible par
a mayoría, y a la nostalgia de un
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armonía espiritual y corpórea desterrada siglos atrás de entre lagentes.
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El escándalo
En las largas tardes del verano, y
regadas las puertas, ya pasado evendedor de jazmines, aparecían ellossolos a veces, emparejados cas
siempre. Iban vestidos con blancchaqueta almidonada, ceñido pantalónegro de alpaca, zapatos rechinantecomo el cantar de un grillo, y en l
cabeza una gorrilla ladeada, que dejabescapar algún rizo negro o rubio. Scontoneaban con gracia felina, ufanos d
algo que sólo ellos conocían
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pareciendo guardarlo secreto, aunque eplacer que en ese secreto hallabadesbordaba a pesar de ellos sobre la
gentes.Un coro de gritos en falsete, e
adrar de algún perro, anunciaba s
paso, aun antes de que hubieran doblada esquina. Al fin surgían, risueños
casi envanecidos del cortejo que le
seguía insultándoles con motendecorosos. Con dignidad de altpersonaje en destierro, apenas si svolvían al séquito blasfemo para lanza
al pulla ingeniosa. Mas como si nquisieran decepcionar a las gentes en lque éstas esperaban de ellos, s
contoneaban más exageradamente
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ciñendo aún más la chaqueta a su tallcimbreante, con lo cual redoblaban larisotadas y la chacota del coro.
Alguna vez levantaban la mirada un balcón, donde los curiosos sasomaban al ruido, y había en su
descarados ojos juveniles esa burlmayor, un desprecio más real que equienes con morbosa curiosidad les iba
persiguiendo. Al fin se perdían al otrextremo de la calle.Eran unos seres misteriosos
quienes llamaban «los maricas».
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Mañanas de verano
Algunos días de fiesta religiosa
cuya celebración tenía resonanciparticularmente local o familiar, fiestaque siempre caían durante el verano
salía el niño por la mañana, camino da iglesia. Unas veces le llevaban a lcatedral, otras más lejos, a algún barripopular, nunca o raramente visitado
donde estaba la iglesia en cuestión, y eocasiones hasta había que atravesar erío, cuya densa luminosidad verd
parecía metal fundido entre las márgene
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arcillosas.Qué aire inusitado cobraba todo. Er
primero lo de ir y volver en hora
cuando ya comenzaba a apretar el calorporque las salidas veraniegaacostumbradas se hacían al caer la tard
o a la noche. Luego lo de ir por lacalles matinales, entoldadas unas, otradescubiertas hacia el cielo radiante
cuyo igual no encontraría después eparte alguna. Por último lo de mirar apaso y de cerca la actividad tranquildel barrio popular y del mercado.
Cuánta gracia tenían formas colores en aquella atmósfera, que loesfumaba y suavizaba, quitándoles
unas dureza y a otros estridencia. Ya er
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el puesto de frutas (brevas, damascosciruelas), sobre las que imperaba lrotundidad verde oscuro de la sandía
abierta a veces mostrando adentro lfrescura roja y blanca. O el puesto dcacharros de barro (búcaros, tallas
botellas), con tonos rosa o anaranjaden panzas y cuellos. O el de los dulcedátiles, alfajores, yemas, turrones), qu
difundían un olor almendrado y melosde relente oriental.Pero siempre sobre todo aquello
color, movimiento, calor, luminosidad
flotaba un aire limpio y como nrespirado por otros todavía, trayendconsigo también algo de aquella mism
sensación de lo inusitado, de l
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sorpresa, que embargaba el alma deniño y despertaba en él un gozo calladodesinteresado y hondo. Un gozo que n
os de la inteligencia luego, ni siquieros del sexo, pudieron igualar n
recordárselo.
Parecía como si sus sentidos, y ravés de ellos su cuerpo, fueranstrumento tenso y propicio para que e
mundo pulsara su melodía rara vepercibida. Pero al niño no se le antojabextraño, aunque sí desusado, aquel doprecioso de sentirse en acorde con l
vida y que por eso mismo ésta ldesbordara, transportándole ransmutándole. Estaba borracho d
vida, y no lo sabía; estaba vivo com
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pocos, como sólo el poeta puede y sabestarlo.
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El vicio
Camino del colegio, por aquell
calle de casas señoriales, a través dcuyo zaguán se entreveía en el patianchuroso, entre la blancura del mármo
verde, fina, solitaria, una palma, ciertcasa de persianas siempre corridas cancela cerrada por un portónconventual Y enigmática, me intrigaba
¿Qué familia, qué comunidad recatadpodía habitarla? Jamás, en mis diariadas y venidas por delante de ella, pud
ver un balcón abierto, y rara vez e
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verdulero detenía allí su borriquillpara pasar a través de una reja, lcelosía apenas entreabierta, su fresca
brillante mercancía de tomates, pepino lechugas.
Una mañana de invierno, camino y
del colegio más temprano, roja aún luz eléctrica en algún cristal, luchand
con el vago amanecer, al cruzar aquell
calle vi parado un coche ante la casa; ucoche de punto, viejo y maltratadoechada la capota, y el cochero dpañolillo blanco anudado al cuello
gorra de hule ladeada en la cabeza y unpierna sobre la otra en actituacarandosa, como quien espera. Por l
acera, una mujer alta vestida d
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amarillo, el abrigo de piel derribadsobre un hombro, paseaba dando vocecoléricas junto a la puerta de la casa, a
fin abierta.Un temor infantil me impidió pasa
unto a ella, y desde la otra acera vi s
cara pálida y deslucida, cubierta dpesados afeites, el pelo estoposo teñidonegreando a ambos lados de la raya qu
o dividía sobre la frente, terrible risible, con algo de muñeca fláccidcuyo relleno se desinfla. Por la cancelabierta de la casa venía un relente d
perfume rancio, de vicio que la ley paspor alto y ante el cual la religión cierros ojos. El cochero, en su pescante, reí
de los gritos de la mujer, y recostado d
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mala gana en el quicio de la puerta, upolicía la contemplaba abstraído soñoliento.
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Belleza oculta
Pisaba Albanio ya el umbral de l
adolescencia, e iba a dejar la casdonde había nacido, y hasta entoncevivido, por otra en las afueras de l
ciudad. Era una tarde de marzo tibia uminosa, visible ya la primavera earoma, en halo, en inspiración, por eaire de aquel campo entonces cas
solitario.Estaba en la habitación aún vací
que había de ser la suya en la cas
nueva, y a través de la ventana abiert
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as ráfagas de la brisa le traían el olouvenil y puro de la naturaleza
enardeciendo la luz verde y áurea
acrecentando la fuerza de la tarde.Apoyado sobre el quicio de l
ventana, nostálgico sin saber de qué
miró al campo largo rato.Como en una intuición, más que e
una percepción, por primera vez en s
vida l adivinó la hermosura de todaquello que sus ojos contemplaban. Ycon la visión de esa hermosura oculta sdeslizaba agudamente en su alma
clavándose en ella, un sentimiento dsoledad hasta entonces para édesconocido.
El peso del tesoro que la naturalez
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e confiaba era demasiado para su solespíritu aún infantil, porque aquellriqueza parecía infundir en él un
responsabilidad y un deber, y le asaltel deseo de aliviarla con lcomunicación de los otros. Mas luego u
pudor extraño le retuvo, sellando suabios, como si el precio de aquel do
fuera la melancolía y aislamiento que l
acompañaban, condenándole a gozar y sufrir en silencio la amarga y divinembriaguez, incomunicable e inefableque ahogaba su pecho y nublaba sus ojo
de lágrimas.
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La catedral y el río
Ir al atardecer a la catedral, cuand
a gran nave armoniosa, honda resonante, se adormecía tendidos subrazos en cruz. Entre el altar mayor y e
coro l, una alfombra de terciopelo rojo sordo absorbía el rumor de los pasosTodo estaba sumido en penumbraaunque la luz, penetrando aún por la
vidrieras, dejara suspendida allá en laltura su cálida aureola. Cayendo de lbóveda como una catarata, el gra
retablo era sólo una confusión de oro
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perdidos en la sombra. Y tras de larejas, desde un lienzo oscuro como usueño, emergían en alguna capill
blanca formas enérgicas y extáticas.Comenzaba el órgano a preludia
vagamente, dilatándose luego su melodí
hasta llenar las naves de vocepoderosas, resonantes con el imperio das trompetas que han de convocar a la
almas en el día del juicio. Mas luegvolvía a amansarse, depuesta su fuerzcomo una espada, y alentaba amorosodescansando sobre el abismo de s
cólera.Por el coro se adelantaba
silenciosamente, atravesando la nav
hasta llegar a la escalinata del alta
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mayor, los oficiantes cubiertos dpesadas dalmáticas, precedidos de lomonaguillos, niños de faz murillesca
vestidos de rojo y blanco, que conducíaciriales encendidos. Y tras ellocaminaban los seises, con su traje azul
plata, destocado el sombrerillo dplumas, que al llegar ante el altacolocarían sobre sus cabezas, iniciand
entonces unos pasos de baile, entrseguidilla y minué, mientras en sumanos infantiles repicaban ligeras unacastañuelas.
*
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Ir al atardecer junto al río de aguuminosa y tranquila, cuando el sol sba poniendo entre leves cirros morado
que orlaban la línea pura del horizonteSiguiendo con rumbo contrario al aguapasada ya la blanca fachad
hermosamente clásica de la Caridadunos murallones ocultaban la estaciónel humo, el ruido, la fiebre de lo
hombres. Luego, en soledad de nuevo, erío era tan verde y misterioso como uespejo, copiando el cielo vasto, laacacias en flor, el declive arcilloso d
as márgenes.Unas risas juveniles turbaban e
silencio, y allá en la orilla opuest
rasgaba el aire un relámpago seguido d
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un chapoteo del agua. Desnudos entros troncos de la orilla, los cuerpo
ágiles con un reflejo de bronce verd
apenas oscurecido por el vello suave da pubertad, unos muchachos estaba
bañándose.
Se oía el silbido de un tren, el piade un bando de golondrinas; luego otrvez renacía el silencio. La luz ib
dejando vacío el cielo, sin perder éstapenas su color, claro como el de unurquesa. Y el croar irónico de las ranalegaba a punto, para cortar la exaltació
que en el alma levantaban la calma deugar, la gracia de la juventud y l
hermosura de la hora.
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Jardín antiguo
Se atravesaba primero un larg
corredor oscuro. Al fondo, a través dun arco aparecía la luz del jardín, unuz cuyo dorado resplandor teñían d
verde las hojas y el agua de un estanqueY ésta, al salir afuera, encerrada allras la baranda de hierro, brillaba comíquida esmeralda, densa, serena
misteriosa.Luego estaba la escalera, junto
cuyos peldaños había dos alto
magnolios, escondiendo entre sus rama
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alguna estatua vieja a quien servía dpedestal una columna. Al pie de lescalera comenzaban las terrazas de
ardín.Siguiendo los senderos de ladrillo
rosáceos, a través de una cancela y uno
escalones, se sucedían los patinillosolitarios, con mirtos y adelfas en tornde una fuente musgosa, y junto a l
fuente el tronco de un ciprés cuya copse hundía en el aire luminoso.En el silencio circundante, tod
aquella hermosura se animaba con u
atido recóndito, como si el corazón das gentes desaparecidas que un dí
gozaron del jardín palpitara al acech
ras de las espesas ramas. El rumo
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nquieto del agua fingía como unopasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido
puro, glorioso de luz y de calor. Entras copas de las palmeras, más allá das azoteas y galerías blancas qu
coronaban el jardín, una torre gris y ocrse erguía esbelta como el cáliz de unflor.
*
Hay destinos humanos ligados coun lugar o con un paisaje. Allí en aqueardín, sentado al borde de una fuente
soñaste un día la vida como embeles
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nagotable. La amplitud del cielo tacuciaba a la acción; el alentar de laflores, las hojas y las aguas, a gozar si
remordimientos.Más tarde habías de comprender qu
ni la acción ni el goce podrías vivirlo
con la perfección que tenían en tusueños al borde de la fuente. Y el díque comprendiste esa triste verdad
aunque estabas lejos y en tierra extrañadeseaste volver a aquel jardín y sentartde nuevo al borde de la fuente, parsoñar otra vez la juventud pasada.
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El poeta
Aún sería Albanio muy niño cuand
eyó a Bécquer por vez primera. Eraunos volúmenes de encuadernación azucon arabescos de oro, y entre las hoja
de color amarillento alguien guardfotografías de catedrales viejas arruinados castillos. Se los habíadejado a las hermanas de Albanio su
primas, porque en tales días se hablabmucho y vago sobre Bécquer, al traedesde Madrid sus restos para darle
sepultura pomposamente en la capilla d
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a universidad.Entre las páginas más densas d
prosa, al hojear aquellos libros, hall
otras claras, con unas cortas líneas deve cadencia. No alcanzó entonceaunque no por ser un niño, ya que l
mayoría de los hombres crecidoampoco alcanzan esto) la desdichad
historia humana que rescata la palabr
pura de un poeta. Mas al leer sicomprender, como el niño y commuchos hombres, se contagió de algdistinto y misterioso, algo que luego, a
releer otras veces al poeta, despertó eél tal el recuerdo de una vida anteriorvago e insistente, ahogado en abandon
nostalgia.
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Años más tarde, capaz yclaramente, para su desdicha, dadmiración, de amor y de poesía, entr
muchas veces Albanio en la capilla da universidad, parándose en un rincón
donde bajo dosel de piedra un ánge
sostiene en su mano un libro mientraleva la otra a los labios, alzado u
dedo, imponiendo silencio. Aunqu
sabía que Bécquer no estaba allí, sinabajo, en la cripta de la capilla, solo, tasiempre se hallan los vivos y lomuertos, durante largo rato contemplab
Albanio aquella imagen, como si nbastándole su elocuencia silenciosnecesitara escuchar, desvelado e
sonido, el mensaje de aquellos labios d
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piedra. Y quienes respondían a snterrogación eran las voces jóvenes, la
risas vivas de los estudiantes, que
ravés de los gruesos muros hasta élegaban desde el patio soleado. All
dentro todo era ya indiferencia y olvido
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El placer
En las noches de primavera, alta y
a madrugada, venía a través del campodesde Eritaña, el son de un organillo. Lonada efímera, en el silencio y la calm
de la noche, adquiría voz, y hablaba dquienes a esa hora, en vez de dormirvivían, velando para el placer de umomento. Yo les veía, ellos y ellas, u
poco bebidos, serios, la mirada fija vaga a un tiempo, enlazados como ssiguieran el ritmo del espasmo más qu
el del baile, las manos acariciand
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enajenadas el hermoso cuerpo humanoriunfante un día para hundirse luego ea muerte.
Y el grito ronco y agudo de algúpavo real, insomne por las alamedas deparque, rompía la cadencia de l
musiquilla como una burla de mi anheloco y triste.
Niño aún, mi deseo no tenía forma,
el afán que lo despertaba en nada podíconcretarse; y yo pensaba envidioso eaquellos hombres anónimos que a eshora se divertían, groseramente quizá
mas que eran superiores a mí por econocimiento del placer, del que yo sólenía el deseo. Y me preguntaba si era
dignos de ese conocimiento, si yo serí
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digno de tenerlo un día, lo mismo que tao cual criatura perfecta de gracianimal, apenas por mí entrevista en l
revuelta de una calle, cuyo recuerdsúbito se alumbraba entonces en mmemoria.
A través de las ramas de acacia eflor, por el aire tibio de la noche dmayo, desde el jardín de la venta, l
musiquilla venía insistente. No era lvoz de la melodía inmortal, que nopersuade de que en nosotros, como eella, algo no ha de pasar; ésta, frágil
deleznable, hablaba a nuestra dudancitándonos a gozar, con acento que l
noche y la ocasión tornaban dramático
como la voz que a través de un ridícul
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antifaz nos advierte, seria, hondaapasionada.
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El magnolio
Se entraba a la calle por un arco
Era estrecha, tanto que quien iba por emedio de ella, al extender a los ladosus brazos, podía tocar ambos muros
Luego, tras una cancela, iba sesgada perderse en el dédalo de otras callejas plazoletas que componían aquel barriantiguo. Al fondo de la calle sólo habí
una puertecilla siempre cerrada, parecía como si la única salida fuerpor encima de las casas, hacia el ciel
de un ardiente azul.
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En un recodo de la calle estaba ebalcón, al que se podía trepar, siesfuerzo casi, desde el suelo; y al lad
suyo, sobre las tapias del jardín, brotabcubriéndolo todo con sus ramas enmenso magnolio. Entre las hoja
brillantes y agudas se posaban eprimavera, con ese sutil misterio de lvirgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para malgo más que una hermosa realidad: eél se cifraba la imagen de la vidaAunque a veces la deseara de otr
modo, más libre, más en la corriente dos seres y de las cosas, yo sabía qu
era precisamente aquel apartado vivi
del árbol, aquel florecer sin testigos
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quienes daban a la hermosura tan altcalidad. Su propio ardor lo consumía, brotaba en la soledad unas puras flores
como sacrificio inaceptado ante el altade un dios.
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La ciudad a distancia
En el esplendor del mediodía estiva
ba el barco hacia San Juan, río abajoCantaban las cigarras desde lamárgenes, entre las ramas de álamos
castaños, y el agua, de un turbio colorosáceo de arcilla, se cerraba perezossobre la estela irisada. En la pesadeardiente del aire, era grato sentir el lev
vaivén con que el agua mecía lembarcación, llevándonos con ella, siun deseo el cuerpo, sin un cuidado e
alma.
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El pueblo estaba en la ladera de uncolina. Las casas blancas, de rejaverdes, quedaban abajo, y por el camin
que subía, cortada su pendiente coescalones y rellanos, brillaba el polvbajo la mancha gris de los olivos.
Arriba estaba la iglesia, y dentro della, al fondo, a través de la penumbrase vislumbraba el huerto: una galerí
cubierta por verde emparrado que la lueñía con un viso de oro traslúcido. Asalir fuera, sobre el repecho del terradosurgía la vega dilatada, la tierra d
cálidos tonos que oscurecían losembrados, el río ancho y tranquilosobre cuyas aguas centelleaba el sol.
Más allá, de la otra margen, estab
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a ciudad, la aérea silueta de suedificios claros, que la luz, velándoloen la distancia, fundía en un tono gris d
plata. Sobre las casas todas se erguía lcatedral, y sobre ella aún la torreesbelta como una palma morena. Al pi
de la ciudad brotaban desde el río laarcias, las velas de los barco
anclados.
Junto al muro encalado donde sabría aquel balcón, en la terraza, estabadosado un banco que ofrecía asiento a sombra. Todo aparecía allá abajo
vega, río, ciudad, agitándose dulcementcomo un cuerpo dormido. Y el son das campanas de la catedral, que llegab
puro y ligero a través del aire, era com
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a respiración misma de su sueño.
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El maestro
Lo fue mío en clase de retórica,
era bajo, rechoncho, con gafas idénticaa las que lleva Schubert en sus retratosavanzando por los claustros a un pas
corto y pausado, breviario en mano descansada ésta en los bolsillos demanteo, el bonete derribado bien atrásobre la cabeza grande, de pelo gris
fuerte. Casi siempre silencioso, o si emparejado con otro profesoacompasando la voz, que tenía un tant
recia y campanuda, las más veces sol
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en su celda, donde había algunos libroprofanos mezclados a los religiosos, desde la cual veía en la primaver
cubrirse de hoja verde y fruto oscuro umoral que escalaba la pared depatinillo lóbrego adonde abría s
ventana.Un día intentó en clase leemos uno
versos, trasluciendo su voz e
entusiasmo emocionado, y debió serlduro comprender las burlas, veladaprimero, descubiertas y malignadespués, de los alumnos —porqu
admiraba la poesía y su arte, coresabio académico como es natural. Fuél quien intentó hacerme recitar algun
vez, aunque un pudor más fuerte que m
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complacencia enfriaba mi elocución; équien me hizo escribir mis primeroversos, corrigiéndolos luego y dándom
como precepto estético el que en miernas literarios hubiera siempre u
asidero plástico.
Me puso a la cabeza de la clasedistinción que ya tempranamentcomencé a pagar con ciert
mpopularidad entre mis compañeros, antes de los exámenes, comcomprendiese mi timidez y desconfianzen mí mismo, me dijo: «Ve a la capilla
reza. Eso te dará valor».Ya en la universidad, egoístamente
dejé de frecuentado. Una mañana d
otoño áureo y hondo, en mi camino haci
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a temprana clase primera vi un pobrentierro solitario doblar la esquina, emuro de ladrillos rojos, por m
olvidado, del colegio: era el suyo. Fuel corazón quien sin aprenderlo de otrome lo dijo. Debió morir solo. No sé s
pudo sostener en algo los últimos díade su vida.
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La riada
Noviembre y febrero son allá mese
de lluvias torrenciales. En las callecercanas al río preparaban las casacontra la inundación, ajustando uno
ablones al dintel de la puerta. Mas eotro barrio opuesto un afluente tambiésolía desbordar con las lluvias, y suaguas iban a tenderse, lisas como u
espejo enamorado de la imagen qurefleja, sobre la llanura donde estasentada la ciudad.
Una mañana vinieron a buscarle a
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colegio a hora desusada. Llovía días días, torrencialmente; y el agudesbordando ya por el prado, serí
difícil para él volver a su casa en laafueras si se retrasaba un poco. Hubque dejar el coche al salir de las última
calles. Aquella avenida de castaños quantes tantas veces recorriera a pie, tuventonces que cruzarla en barca.
El agua lo cubría todo, y al fondsurgían de la laguna los edificioextraños y exactos tras una delgada filde árboles. Algunas gentes cruzaba
confusas e inhábiles sobre puenterecién construidos con tablas. Mas casa gentes parecían ahora breves y si
rascendencia, como si al privarles e
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agua de la acostumbrada base terrenasí ocurre con un navío al hacerse a l
mar) dejara al descubierto su verdader
proporción y significado.Ya en casa, tras de los cristales d
un balcón, miró el jardín, que un mur
protegía de las aguas. La laguna, con sufrágiles puentecillos, negras líneas siperspectiva bajo un plano cielo gri
estriado de blanco por la lluvia, ercomo el paisaje de un abanico japonéque su madre tenía.
Al llegar la noche, derribados con e
emporal los postes y alambreeléctricos, no había luz. A la claridad das velas, un libro ante a sus ojo
soñolientos, escuchaba el viento afuera
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en el campo inundado, y la lluvicaudalosa caer hora tras hora. Se sentícomo en una isla, separado del mundo
de sus aburridas tareas en ilimitadvacación; una isla mecida por las aguasacunando sus últimos sueños de niño.
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El viaje
En los estantes de la bibliotec
paterna, y a escondidas, porque no lpermitían su uso, halló el niño unoomos en folio de encuadernarción roj
oro, por cuyas páginas se ahondabaos grabados con encanto indecibleEllos fueron quizá los que primerlamaron su atención, más que lo
nombres de ciudades desconocidas qulevaban en el lomo: Roma, París
Berlín. Luego, en otros rincones de l
biblioteca y no tan a la vista, l
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aparecieron pliegos sin encuadernar dibros idénticos; pero esta vez los paíse las comarcas de que hablaban era
más remotos: India, Japón, regionevastas del continente africano americano. Luego supo que algunas d
aquellas obras eran famosas en literatura de viajes, como la del capitá
Cook o las exploraciones de Stanley e
busca de Livingstone. El niño entoncesólo sabía contemplar largamente lograbados e ir de ellos al textosaturándose de la variedad, de l
vastedad, de la maravilla del mundo. Ningún deseo despertaba en é
odavía de ver en la realidad aquella
ciudades, aquellos países de que lo
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ibros le hablaban. Tan feliz era, taplenamente feliz hojeando y leyendo suibros: le bastaba entonces l
maginación, la visión interior, cuyriqueza en él no conocía, aunque lposeyera. Y con su libro voluminos
bajo la lámpara de invierno o sobre unde los peldaños (lo fresco del mármoera otro aliciente durante la lectur
estival) de la escalera que bajaba apatio, a la luz dulce tamizada por eoldo, leía y leía, veía y veía, atesorand
en la mente ríos y mares, paisajes
ciudades, calles y plazas, edificios monumentos. (Tan bien que, arios máarde, cuando la visita primera a una d
as ciudades de sus libros, fu
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reconociéndola toda como si en unexistencia anterior la hubiese habitado).
Mas con esas y otras lecturas ib
aprendiendo que ni la vida ni el munderan, o al menos no eran sólo, aquerincón nativo, aquellas paredes qu
velaban sobre su existir infantil; sembrando así para la curiosidaadolescente la semilla, el germen de un
dolencia terrible (terrible en el casoque precisamente era el suyo, de quienprivado de fortuna debiera afincar en usitio y pasar allí la vida, ganando en u
rabajo ingrato lo suficiente para llegade un día al otro): la dolencia quconsiste en un afán de ver mundo, d
mirar cuanto se nos antoja necesario,
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simplemente placentero, para formacióo satisfacción de nuestro espíritu.
Y poco a poco, exacerbado el ma
con la crisis del crecimiento juvenil, lsirena de un buque en el puerto o esilbato de un tren en el campo le hería
como una puñalada, al provocar a smaginación siempre dispuesta a
periplo. Mucho más si se cree, com
creía él, que lo que nuestro deseo nhalla al lado va a hallarlo a la distanciaViejo es aquello que dijo alguno: quiecorre allende los mares muda de cielo
pero no muda de corazón; lo cual acassea verdad (no en este caso particular dque hablamos), mas nunca sabremos qu
no mudaríamos de corazón, de no corre
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allende los mares. Lo cual de por ssería ya razón suficiente para ir de uugar a otro, manteniendo al menos as
viva y despierta hasta bien tarde, lcuriosidad, la juventud del alma.
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El enamorado
Estabas en el teatro de verano
donde la noche y las estrellas era lo qusobre sus cabezas veían aquellacriaturas allí congregadas, anulando co
un misterio más real, una vastedad mádramática, el acontecer trivial de lescena. Sentado entre los suyos, como tentre los tuyos, no lejos de ti l
descubriste, para suscitar con spresencia, desde el fondo de tu ser, esatracción ineludible, gozosa y dolorosa
por la cual el hombre, identificado má
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que nunca consigo mismo, deja tambiéde pertenecerse a sí mismo.
Un pudor extraño, defensa quizá d
a personalidad a riesgo de enajenarseiraba hacia dentro de ti, mientras un
simpatía instintiva tiraba hacia fuera d
i, hacia aquella criatura con la que nsabías cómo deseabas confundirteAnimada por los ojos oscuros, coronad
por una lisa cabellera, qué encanthallabas en aquella faz, irguiéndossobre el cuello tal sobre un tallo, copresunción graciosa e inconsciente.
No fue ésa la primera vez que tenamoraste, aunque sí fue acaso lprimera en que el sentimiento, todaví
sin nombre, urgió sobre tu conciencia
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Luego tu sentimiento se olvidó, lejos lcausa de él, como se olvida un despertabreve del amanecer cuando la luz apena
despunta y el cuerpo cae de nuevo en lgnorancia del sueño. Ni pensaste qu
podías no verle más, inapercibido ant
a premura del tiempo, tan temprano aúnque apenas si en la vida nos permitespacio para la ternura de que seríamo
capaces.
*
Aquella noche prendió en ti sólo unchispa del fuego en el cual más tard
debías consumirte, para renacer igua
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que el fénix. Mas a su fulgor entrevista la hermosura del cuerpo juvenil, cas
sin saber desearlo todavía, al qu
ninguna flor equivale en matiz, econtorno, en gracia, siendo además, pareciendo, capaz de respuesta ante l
admiración apasionada de un amante.Otros podrán hablar de cómo s
marchita y decae la hermosura corpora
pero tú sólo deseas recordar sesplendor primero, y no obstante lmelancolía con que acaba, nuncquedará por ella oscurecido s
momento. Algunos creyeron que lhermosura, por serlo, es eterna (Com
dal fuoco il caldo, esser diviso —No
uò’l bel dall’eterno), y aun cuando n
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o sea, tal en una corriente el remansnutrido por idéntica agua fugitiva, ella su contemplación son lo único qu
parece arrancarnos al tiempo durante unstante desmesurado.
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Atardecer
En los largos atardeceres del veran
subíamos a la azotea. Sobre los ladrillocubiertos de verdín, entre las barandas paredones encalados, allá en un rincón
estaba el jazminero, con sus ramaoscuras cubiertas de menudas corolablancas, junto a la enredadera, que a eshora abría sus campanillas azules.
El sol poniente encendía apenas cooques de oro y carmín los bordes d
unas frágiles nubes blancas qu
descansaban sobre el horizonte de lo
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ejados. Caprichoso, en formarregulares, se perfilaba el panorama d
arcos, galerías y terrazas: blanc
aberinto manchado aquí o allá dcolores puros, y donde a veces uncuerda de ropa tendida flotaba henchid
por el aire con una insinuación marina.Poco a poco la copa del cielo se ib
lenando de un azul oscuro, por el qu
nadaban, tal copos de nieve, laestrellas. De codos en la barandilla, ergrato sentir la caricia de la brisa. Y eperfume de la dama de noche, qu
comenzaba a despertar su denso aromnocturno, llegaba turbador, como edeseo que emana de un cuerpo joven
próximo en la tiniebla estival.
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José María Izquierdo
Pequeño, moreno, vestido de negro
con ojos interrogativos y melancólicosa cara alargada por unas oscura
patillas de chispero. Siempre en l
biblioteca del Ateneo, escribiendo loartículos diarios en que tiraba a la callsu talento, cuando no iba con su pasescurridizo atravesando el patio matina
de la universidad o camino del río en scotidiano paseo vespertino.
No parecía tener casa, esas cuatr
paredes donde encerrarse en soleda
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con los recuerdos y esperanzas. Si alta la noche se le encontraba alguna ve
por las callejas, camino del caserón d
otros bajo cuyo techo albergaba ssueño, iba vencido, triste y oscuro comnunca. Porque en aquella casa había d
morir, tras unos días de no vérsele eparte alguna, con muerte definitiva; élque como en una vida provisiona
estaba acaso aguardando mejoreiempos.Su amor por la poesía, por l
música, ¿cómo podía conllevar aquella
gentes que le rodeaban? Con menoalento y cultura, con inferiore
cualidades espirituales, otros le ha
oscurecido ante el público español. ¿Po
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qué se obstinó alicortado en su rincóprovinciano, pendón de banderíregional para unos cuantos compadre
que no podían comprenderle?Hoy, distantes aquellos días
aquella tierra, creo que de todo fu
causa un error de amor: el amor a lciudad de espléndido pasado, cuyespíritu acaso quiso él resucitar, dand
para ello lo mejor que teníasacrificando su nombre y su obra.Bécquer y Machado la dejaron tra
sí. José María Izquierdo nunca l
abandonó. Después de todo, ¡quién sabeDurante sus horas de recogimientsilencioso, escuchando la música o e
sus atardeceres junto al río, mientras s
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perdía así entre el ruido de los otrobajo el cielo nativo, tal vez gozó glorimejor y más pura que ninguna.
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La música y la noche
Alguna vez, a la madrugada, m
despertaba el rasguear quejoso de unguitarra. Eran unos mozos que cruzabaa calleja, caminando impulsados quiz
por el afán noctámbulo, lo templado da noche o la inquietud bulliciosa de suventud.
¿Quién ha visto alguna vez un niñ
que intenta apresar en su mano un rayde sol? Tan inútil y loco como ese afáera el que me asaltaba tendido en m
cama, en la soledad y la calma de l
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madrugada, al oír aquella música. Era lvida misma lo que yo quería apresacontra mi pecho: la ambición, lo
sueños, el amor de mi juventud.Y lo que hacía más agudo mi dese
era el contraste entre la fiebre encerrad
en mis venas y la calma y el silencinocturnos: como si la vida no ofrecierotra cosa que su forma entrevista, la fug
entadora del placer y de la dicha.La voz de la guitarra se ibperdiendo calle arriba, callándose adoblar la esquina. Tal la ola henchida s
alza del mar para romperse luego egotas irisadas, así rompía en llanto mfervor; pero no eran lágrimas de tristeza
sino de adoración y plenitud. Ningun
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decepción ha podido luego amortiguaaquel fervor de donde brotaban. Sólos labios de la muerte tienen poder par
extinguido con su beso, y quién sabe sno es en ese beso donde un día encuentrel deseo humano la única sacieda
posible de la vida.
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Un compás
El portón. Los arcos. (Para u
andaluz, la felicidad aguarda sienta prras de un arco). Los muros blancos de
convento. Los ventanillos ciegos baj
espesas rejas.Rechinaban los goznes mohosos, un vaho de humedad asaltaba al visitantadelantando sus pasos sobre la tierr
cubierta a trechos por la hierba, qumanchaban de amarillo aquí y allá loaramagos. En la alberca el agua verd
reflejaba el cielo y las ramas frondosa
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de una acacia. Sobre los aleros cruzabaraudos los vencejos, ahogando su gritentre las hendiduras del campanario.
Por la galería, tras de llamadiscretamente al torno del conventosonaba una voz femenina, cascada com
una esquila vieja: «Deo gratias», decía«A Dios sean dadas», respondíamos. Yas yemas de huevo hilado, lo
polvorones de cidra o de batata, obra danónimas abejas de toca y monjiaparecían en blanca cajilla desde lmisteriosa penumbra conventual, par
regalo del paladar profano.En la vaga luz crepuscular, en e
silencio de aquel recatado rincón, e
exquisito alimento nada tenía de terreno
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al morderlo parecía como smordiéramos los labios de un ángel.
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Sortilegio nocturno
Fuera de la ciudad, la noche estiva
se remansaba en sosiego. Por el caminde la venta, sobre el cual cruzaban suramas las acacias, un tintineo d
cascabel delataba el coche que venía, uego pasaba lento, echada la capotaapenas visibles las piernas entrelazadade aquella pareja, cuyas caricia
favorecían con la complicidad decochero, la soledad y la penumbra.
Al balanceo del coche iba
anónimos él y ella, levantados por e
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deseo a un rango donde el nombre nmporta, porque el acto lo excluye
haciendo del particular oscuro cifra tota
simbólica de la vida.Entrelazados, no en amor, qu
mporta el amor, subterfugi
desmesurado e inútil del deseo, sino eel goce puro del animal, cumplían el ritque les ordenaba la especie, de la cua
eran los dos juguete emancipado sometido a un tiempo.Así se perdían a lo lejos
escuchándose aún el tintineo apagad
del cascabel, cuando el rumor de laruedas ya se había extinguido, y lnoche, densa, cálida, misteriosa, s
cerraba otra vez tras el surco qu
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abrieran. Mas en la penumbra hojosasobre la cual colgaban límpidas laestrellas, quedaban atesorados s
magen y su recuerdo. ¿No constituyeesa imagen y ese recuerdo el encantnmemorial nocturno, donde parece
resonar los ecos, las voces (cuán dulcesuenan las voces de los amantes a lnoche), las pisadas de amantes que s
fueron?
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El destino
Había en el viejo edificio de l
universidad, pasado el patio grandeotro más pequeño, tras de cuyos arcosentre las adelfas y limoneros, susurrab
una fuente. El loco bullicio del patiprincipal, sólo con subir unos escalone atravesar una galería, se trocaba all
en silencio y quietud.
Un atardecer de mayo, tranquilo eedificio todo, porque era ya pasada lhora de las clases y los exámene
estaban cerca, te paseabas por la
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galerías de aquel patio escondido. Nhabía otro rumor sino el del agua en lfuente, leve y sostenido, al que s
sobreponía a veces el trino fugitivo dun bando de golondrinas cruzando ecielo que encuadraban los aleros.
Cuántas cosas no te ha dicho a largo de la vida el rumor del agua
Podrías pasarte las horas escuchándola
o mismo que podrías pasarlacontemplando el fuego. ¡Hermoshermandad la del agua y la llamaAquella tarde, el surtidor que se alzab
como una garzota blanca para caer luegdeshecho en lágrimas sobre la taza de lfuente, su brotar y anegarse sempiterno
rajo a tu memoria, por una vag
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asociación de ideas, el fin de tu estancien la universidad.
Nunca el pasar de las generacione
parece tan melancólico como arepresentárselo en algo materialmenteal en esos viejos edificios d
universidades o cuarteles, por los qudiscurre cada año la juventud nuevadejando en ellos sus voces, los loco
mpulsos de la sangre. Recuerdos duventudes idas llenan su ámbito, resuenan sus muros en el silencio coma espiral vacía de un caracol marino.
Apoyado en una columna del patiopensaste en tus días futuros, en lnecesidad de escoger una profesión, tú
a quien todas repugnaban igualmente,
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sólo deseabas escapar de aquella ciuda de aquel ambiente letal. Cosa
contradictorias eran tu necesidad y t
deseo, atándote a ambos sin solución lpobreza. Mas aquel problema mezquino¿qué valor tenía cuando te veía
arrastrado en el avanzar incesante deiempo, ascendiendo con una generació
de hombres para caer luego, perdiéndot
con ellos en la sombra? Privado dgozo, de placer y de libertad, comantos otros, comprendiste entonces qu
acaso la sociedad ha cubierto con falso
problemas materiales los verdaderoproblemas del hombre, para evitarle qureconozca la melancolía de su destino
a desesperación de su impotencia.
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Sombras
Era rubio y fino —con cara de niño
agregaría, si no recordara en sus ojoazules aquella mirada de mal humor dquien ha probado la vida y le sup
amarga. En su bocamanga, rojo comuna herida fresca, llevaba un galón dcabo, ganado en Marruecos, de dondvenía.
Estaba encima de un carrodescargando las doradas pacas de pajpara los caballos, que impacientes all
dentro, albergados como monstruo
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plutónicos bajo enormes bóvedaoscuras, herían con sus cascos lapiedras y agitaban las cadenas que lo
ataban, al pesebre.Su aire distante y ensimismado, en l
humilde de la tarea, recordaba al jove
héroe de algún relato oriental, qudesterrado del palacio familiar dondantos esclavos velaban para cumplir su
menores deseos, sabe doblegarse arabajo de aquéllos, sin perder por essu gracia imperiosa.
*
Pasaba al atardecer, la redonda
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breve cabeza cubierta de cortos rizonegros, en la boca fresca esbozaba unburlona sonrisa. Su cuerpo ágil y fuerte
de porte cadencioso, traía a la memoriel Hermes de Praxíteles: un Hermes qusostuviera en su brazo curvado contra l
cintura, en vez del infante Dionisos, unenorme sandía, toda veteada de blanca verde piel oscura.
*
Aquellos seres cuya hermosuradmiramos un día, ¿dónde estánCaídos, manchados, vencidos, si n
muertos. Mas la eterna maravilla de l
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uventud sigue en pie, y al contemplar unuevo cuerpo joven, a veces ciertsemejanza despierta un eco, un dejo de
otro que antes amamos. Sólo al recordaque entre uno y otro median veinte añosque este ser no había nacido aún cuand
el primero llevaba ya encendida lantorcha inextinguible que de mano emano se pasan las generaciones, u
mpotente dolor nos asaltacomprendiendo, tras la persistencia da hermosura, la mutabilidad de lo
cuerpos. ¡Ah, tiempo, tiempo cruel, qu
para tentarnos con la fresca rosa de hodestruiste la dulce rosa de ayer!
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Las tiendas
Estaban aquellas tiendecillas en l
plaza del Pan, a espaldas de la iglesidel Salvador, sobre cuya acera sestacionaban los gallegos, sentados en e
suelo o recostados contra la pared, scostal vacío al hombro y el manojo dsogas en la mano, esperando baúl mueble que transportar. Eran una
covachas abiertas en el muro de lglesia, a veces defendidas por un
pequeña cristalera, otras de par en pa
sobre la plaza el postigo, que sólo a l
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noche se cerraba. Dentro, tras demostrador, silencioso y solitarioaparecía un viejo pulcro, vestido d
negro, que lleno de atención pesaba algen una minúscula balanza, o una mujede blancura lunar, el pelo levantado e
alto rodete y sobre él una peinaabanicándose lentamente. ¿Qué vendíaaquellos mercaderes? Apenas si sobr
el fondo oscuro de la tienda brillaba ealguna vitrina la plata de un vaso entrcomplicadas joyas de filigrana Y laágrimas purpúreas de unos largo
zarcillos de corales. Otras la mercancíeran encajes: tiras sutiles de espumejida, que sobre papel celeste
amarillo colgaban a lo largo de la pared
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En la plaza, los gallegodenominación gremial y no geográfica
porque algunos eran santanderinos
eoneses) se encorvaban soñolientos fofos, más al peso de los años que al das cargas ingratas a que su oficio le
condenaba. Eran ellos quienes esemana santa, durante los altos de lacofradías, asomaban tras la andas d
erciopelo sus caras congestionadasbajo la masa dorada de esculturascandelabros y ramilletes, alineados taesclavos en los bancos de una galera. A
ado de su trabajo trashumante y penososin otro cobijo que el de la acera dondse estacionaban, los mercadere
aristocráticos de las tiendecilla
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parecían pertenecer a otro mundo. Maunos y otros se correspondíasutilmente, como vestigios de un
sociedad y un tiempo desaparecidos. Eas covachas ya no brillaban las piedra
preciosas ni las sedas, y apenas s
entraban en ellas los compradores. Peren su reclusión, en su inmovilidaddescendían de los mercaderes y artífice
de oriente, a cuya puerta moría el ruido el comprador, para llevar a casa eánfora o el tapiz recién adquirido, debíbuscar entre el bullicio de la plaza e
ayán que cargase la mercancía sobrsus fuertes espaldas.
En esas tiendecillas de la plaza de
Pan cada uno de los objetos expuesto
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eran aún cosa única, y por eso preciosarabajada con cariño, a veces en lrastienda misma, conforme a l
radición trasmitida de generación egeneración, del maestro al aprendiz, expresaba o pretendía expresar de mod
ngenuo algo singular y delicado. Satmósfera soñolienta aun parecíluminarse a veces con el fulgor puro d
os metales, y un aroma de sándalo o dámbar flotar en ellas vagamente como udejo rezagado.
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La música
En los atardeceres de invierno, do
o tres veces al mes, los miembros de lsociedad de conciertos, comconjurados románticos, iban hacia e
eatro por las calles ya encendidas, edirección contraria a los quborrosamente volvían del trabajo a sucasas. El viejo y destartalado Colise
luminaba su decorado rojo y oroenguirnaldándose con esa extraña flor fruto que es la faz humana, indiferente
éstas en su mayoría, curiosas otras
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expectantes algunas.Allí oí por vez primera a Bach y
Mozart; allí reveló la música a m
sentido su pure délice sans chemi
como dice el verso de Mallarmé, quien yo leía por entonces), aprendiend
o que para el pesado ser humano es unforma equivalente del vuelo, que snaturaleza le niega. Siendo joven
bastante tímido y demasiadapasionado, lo que le pedía a la músiceran alas para escapar de aquellagentes extrañas que me rodeaban, de la
costumbres extrañas que me imponían, quién sabe si hasta de mí mismo.
Pero a la música hay qu
aproximarse con mayor pureza, y sól
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desear en ella lo que ella puede darnosembeleso contemplativo. En un rincóde la sala, fijos los ojos eh un punt
uminoso, quedaba absortescuchándola, tal quien contempla emar. Su armonioso ir y venir, s
centelleo multiforme, eran tal ola qudesalojase las almas de los hombres. Yal ola qué nos alzara desde la vida a l
muerte, era dulce perderse en ellaacunándonos hacia la región última deolvido.
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El mar
Al atardecer, en verano, iba el tre
hacia la costa atlántica del sur. Edepartamento estaba ya en penumbra, por la ventanilla corría un paisaje d
chumberas y olivos, bajo un cielo dverdoso azul, que como metal ardiental enfriarse, sólo una roja lúnulraslucía allá en el horizonte.
Subía el tren un repecho, torcíuego en pronunciada curva. De pront
apareció el mar abajo, en la hondonada
sobre el mar una estrecha faja de tierr
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en cuyo extremo se alzaba una ciudadminuciosa profusión blanca dorrecillas, de terrazas, cercada por e
agua. ¿Era la ciudad sumergida de leyenda brotando a aquella hor
silenciosa del seno marino? ¿Era u
copo de ninfea abierto al beso del aircrepuscular? El mar estaba de un azuoscuro y profundo, y todo aparecí
quieto, como si el tiempo quisierdetenerse en un encanto sin fin.La noche había cerrado al llegar e
ren al pueblo costero, y apenas si s
vislumbraban sus torcidos paredoneshileras de casuchas blancas y parejas denamorados, bien juntos los do
cuchicheando en el quicio de la puerta,
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a luz verdosa del gas que salía de lopatios. Callejas en pendiente llevaban plazuelas silenciosas, y tras ellas, al fi
cercano en olor denso y amargo, brotsu rumor hondo, largo, extraño, como ede unas alas inmensas que chocaran e
vuelo impotente.Al pie del murallón los pasos s
hundían ya en la arena, y por el air
negro, tal vagos fantasmas, surgieron lavelas de las barcas pesqueras. Allestaba él: en lo oscuro, un lamento dgozo o de pena; una voz insomn
lamando nadie sabe qué o quién en lvastedad sin nombre de la noche.
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Aprendiendo olvido
Noches de abril y mayo, a primer
hora, costeando la verja del Retirosubías aquella calle silenciosa, podonde espaciadas a lo largo de una
otra acera formaban avenida las acaciasCon las lluvias allí frecuentes en taépoca del año, sus flores mojadascaídas, holladas, despedían un
fragancia que impregnaba el aire todoasociándola tu imaginación a cuantblancura contrastaba la oscuridad: lo
pétalos por el suelo, los focos entre e
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ramaje, los astros en el espacio.Subías a la casa, entrabas en el saló
lámparas veladas, voces conocidas
piano cuyo teclado pulsaba lánguida unmano), deseando tanto la presencicomo la ausencia de un ser, pretext
profundo de tu existencia entonces. Paru obsesión amorosa era imposible l
máscara; mas la trivialidad mundana
pues que debías acompasarte a ellaactuaba como una disciplina, y por serlaliviaba unos instantes el tormento de lpasión enconada, punzando hora tra
hora, día tras día, allá en tu mente.Y sonreías, conversabas, ¿de qué?
¿con quién?, como otro cualquiera
aunque dentro de poco tuvieras qu
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encerrarte en una habitación, tendidcontigo a solas en un lecho, revolviendpor la memoria los episodios de aque
amor sórdido y lamentable, sin calmpara reposar la noche, sin fuerza parafrontar el día. Ello existía y t
aguardaba, ni siquiera fuera sino dentrde ti, adonde tú no querías mirar, comncurable mal físico que la tregu
adormece sin que por eso salga dnosotros.Por el balcón abierto, frente al cua
se extendían a lo lejos las fronda
espesas del parque, venía otra vez hasti, más insistente y concreto, el aroma das acacias mojadas de lluvia, y la
estrellas parecían más límpidas
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próximas que antes allá abajo, desde lcalle. ¿Cuál era el sueño? ¿Esufrimiento interior o el goce exterior
de la piel, del olfato, al sentir la caricidel aire limpio ya y frío de lmadrugada, pasado con aroma de flor
humedad de lluvia, en la primavera deiempo humano?
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El estío
Ligereza admirable del cuerpo a
despertar en las mañanas de estío, ecalor generoso aún atemperado a esahoras tempranas, cuando saliend
afuera, sobre la tierra donde jugaban ysombras de oro, el aire embriagaba parecía que la marcha fuese ransformarse en vuelo. Alado cas
como un dios, ibas al encuentro de lornada.
Todo un día de ocio te aguardaba: e
mar en las primeras horas, de azu
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ransparente aún frío tras la madrugadaa alameda a mediodía, pasada de luz s
penumbra amiga; las callejas a
atardecer, deambulando hasta sentarte ealgún cafetín del puerto. Ocimaravilloso, gracias al cual pudist
vivir tu tiempo, el momento entoncepresente, entero y sin remordimientos.
Unos jazmines o unos nardos
colocados luego sobre la almohada parorear la media noche, te traían erecuerdo de aquellos golfillos que por lcalle los vendían, ensartadas la
biznagas en pencas de chumbera, nmenos delicado el cuerpo del vendedorni menos tersa su piel morena, que e
pétalo de la flor veladora de tu sueño.
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Y en la sombra caías, delicia igual aquella con que te entregabas a la luzoda la jornada airosa repasando contr
i igual a un ala que se pliega.
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El amante
La noche de agosto confundía el ma
el cielo negros en una misma vastedadde la que se apartaba, tal el principio dun mundo increado, la línea grisácea d
a playa. Por ella, desnudo bajo eropaje blanco, andaba yo a solasaunque los amigos, nadando maadentro, me llamaban para que le
siguiese. Y entre todas sus voces, ydistinguía una fresca y pura.
El mar guardaba aún en su seno e
calor del día, exhalándolo en un alient
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cálido y amargo que iba a perderse poel aire nocturno. Entre la sombra de lplaya anduve largo rato, lleno de dicha
de embriaguez, de vida. Pero nunca dirpor qué. Es locura querer expresar lnexpresable. ¿Puede decirse co
palabras lo que es la llama y su divinardor a quien no la ve ni la siente?
Al fin me lancé al agua, que apena
agitada por el oleaje, con movimientranquilo me fue llevando mar adentroVi a lo lejos la línea grisácea de lplaya, y en ella la mancha blanca de mi
ropas caídas. Cuando ellos volvieronlamando mi nombre entre la noche
buscándome junto a la envoltura, inert
como cuerpo vacío, yo les contemplab
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nvisible en la oscuridad, tal desde otrmundo y otra vida pudiéramocontemplar, ya sin nosotros, el lugar
os cuerpos que amábamos.
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Ciudad de la meseta
Entre el cielo nevado y la llanur
nevada, tajante, tal proa de navío, estaba ciudad, su masa animando con un hal
amarillo la carencia inhumana de colo
sobre el paisaje. Todo aparecía enegro; gris, blanco, hasta el escalofrídel agua, presa por el cielo al pie deesquinazo torreado. Luego las lonjas, la
calles, las plazas se sucedieronexaltadas por un resplandor autónomoque iba sutilizándose en la crestería d
algún muro o la espadaña de algú
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ejado, mientras vanamente inquirías enúcleo solar de donde aquella luemanaba.
Luz sin sombra era aquélla, nrradiada desde astro remoto, sin
brotando por igual aquí abajo, desde l
piedra planetaria humana, con esomatices aéreos, esas irisacionemprevistas de la concha, la flor o l
pluma, donde parece que la luz hdejado su huella impresa delicadamenten la materia. Y pensaba: al gótico le vo gris, al barroco lo rojo, pero a
románico lo amarillo; la piedra rubiamelada, ambarina, áurea, que erománico, inconsciente o descuidado d
su propia hermosura, como rudo cuerp
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mozo, informa para siempre.Así viste la ciudad y así la amaste
Sede militante y ociosa, a solas con l
historia, encastillada en su espolón, pocuyos aleros volados el tiempo eterno a realidad profunda hicieron sus nidos
adonde vuelven incansablemente un dí otro. Su piedra, que al ordenarse e
formas civiles no necesita renunciar a
enraizamiento de la naturaleza prístinaes fuerte; pero más fuerte es la luz, y alla luz es corona y fundamento de l
piedra.
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Santa
Estabas en Alba, y no la recordast
hasta que en la nave conventuasolitaria, allá por el recodo más oscurose abrió como escotillón un ventano
mostrando la celda subterránea dondluminada por velas en su yacijaamortajada con hábito carmelita entrflores de trapo, había ¿una muñeca o un
religiosa? Nada ni nadie visiblmanejaba la trama de tal fantasmagoría.
Súbito y convincente, con l
mposibilidad fundamental de cos
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mágica, todo era o podía ser. Hasta lofragmentos acecinados, remotamentafines de miembros y vísceras qu
fueron un día, engastados en plata bajel viril correspondiente, parecíamponer su realidad, o al meno
corroborarla, por la misma náusea quprovocaban. Pero el énfasis españodesfiguraba así, en caricatura lúgubre, e
milagro real.Sólo aquellas violetas, reposandbajo un rayo de sol sobre el mantel en lfonda pueblerina, recataban entre su
pétalos el mito dela existencia evasivaSu color, su frescura, su olor, cifrabaverdaderamente, no momificada est
vez, la criatura sin par, libre de su
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ráfagos reformadores y fundadores, a lluvia, al polvo, al viento por lo
caminos, de la cual importa menos l
que hizo que lo que era.Una vida que no necesita, ni pid
escenario alguno, mucho menos el de l
corrupción mortal, sino que la dejecontagiar a los suyos su deseamperecedero, sutil y tenaz, oculta com
a flor en la soledad del libro, desddonde su presencia suscita la orillremota, la raíz junto a la faz del agucreadora, manando en arroyos
orrentes para nutrir un pensamientvegetal y celestial. Y como en otriempo, cuando ella viva, con la plum
suspensa, consideraba su mente
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escuchar aquel gran ruido acuáticoaquel rumor de ríos caudalosos, aguaque se despeñan, muchos pájaros
silbos, y no en los oídos sino en la alturde la cabeza, donde dicen que está lsuperior del alma.
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La tormenta
Por el pinar de las brujas, tierr
honda, troncos gigantes, cielamenazador, donde la fronda centenarimás que brindarte protección parecí
aliarse maléfica con la tormenta, eprimer trueno rompió aún lejano, al cuafueron impulsando otros, como masa daquellas piedras oscuras desprendida d
sus cimas y torrenteras, rodándole rodando con él montaña abajo. ¿Equién brotó primero el sobresalto qu
contagió al compañero, en ti o en t
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caballo?De siglos atrás volvía a l
conciencia un recelo ancestral ant
aquello que no era imposible consideraren su fragor y su violencia, como cólerde la creación y su dios escondido
emparejando el instinto elemental deser con las fuerzas elementales de lierra. Todo venía allí a corroborar l
eyenda de tantas reuniones sabáticapor aquel pinar, fuese accidental, comel tronar y el relampaguear, fuesconsustancial, como lo enriscado
ceñudo del paraje.La lluvia, abatida con fuerza
ornaba inútil aun el cobijo de lo
roncos más frondosos, porque su mas
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argentada pasaba las ramas, para luegoal tocar la tierra, dividirse en vetafragmentarias ladera abajo. Mejo
parecía escapar con ella que naguardarla inmóvil, como si la rapidede la carrera pudiera dejar atrás de s
caballo al trueno Y al aguacero. Perfueron ellos quienes te dejaroadelantarles, amainando ya desde la
crestas, en tanto el cielo hosco, allá pouna hendidura entre las nubes, libertabun vapor amarillento.
Todo se aquietó al aparecer la lu
poniente, aunque con pausa agreste dndecible encanto todavía se escuchar
el rumor de las gotas rezagadas, cayend
desde el borde de las hojas a tierra, qu
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ahíta de agua cedía bajo los cascos decaballo. Y con la luz se alzó el canto dun cuco, al que pronto respondió otro,
el eco mismo, sus intervalos de diálogalado cruzando a través del atardecerhasta unirse fulgor y silbo dentro de
aire con una misma causalidad, así comantes se unieron por él relámpago rueno.
Entonces descabalgaste nuevamenteesta vez no para esperar la tormenta sinpara despedirla y contemplar entre lacosas aquel renacer de un sosiego a
cual el hombre parecía ajeno, pero qusin duda las brujas, dadivosas umomento con el viandante de su pinar, t
permitían vivir y conocer antes d
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regresar al pueblo y a las gentes, aúsobresaltado, húmedo y dichoso.
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Guerra y paz
La estación sin duda hubiera tenid
que mostrar animación, vida, aun mápor ser estación de frontera; percuando en aquel anochecer de febrer
legaste a ella, estaba desierta y oscuraAl ver luz tras de unos visillos, hacia urincón del andén vacío, allá tencaminaste.
Era el café. Qué paz había dentroQué silencio. Una mujer con un niño eos brazos estaba sentada junto al hoga
encendido. Se podía escuchar e
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murmullo ensordecido y sosegador das llamas en la estufa.
Pediste leche fría y pan tostado, co
el recelo de quien cree pedir la luna. Yal ser asentida sin sarcasmo tu demandae animaste a solicitar también uno
cigarrillos.Sentado en medio de aquella paz
aquel silencio recuperados, existir er
para ti como quien vive un milagro. Síodo resultaba otra vez posible. Uescalofrío, como cuando norecuperamos pasado un peligro que n
reconocimos por tal al afrontarlosacudió tu cuerpo.
Era la vida de nuevo; la vida, con l
confianza en que ha de ser siempre as
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de pacífica y de profunda, con lposibilidad de su repetición cotidianaante cuya promesa el hombre ya no sab
sorprenderse.
*Atrás quedaba tu tierra sangrante
en ruinas. La última estación, la estacióal otro lado de la frontera, donde tseparaste de ella, era sólo un esqueletde metal retorcido, sin cristales, si
muros —un esqueleto desenterrado aque la luz postrera del día abandonaba.
¿Qué puede el hombre contra l
ocura de todos? Y sin volver los ojos n
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presentir el futuro, saliste al mundextraño desde tu tierra en secreto yextraña.
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Pantera
Su esbelta negrura aterciopelada
que semeja no tener otro peso sino esuficiente para oponerse al aire coresistencia autónoma, va y vien
monótonamente tras de los hierros, antquienes seducidos por tal hermosurmaléfica allá se detienen a contemplarlaLa fuerza material se sutiliza ahí e
gracia dominadora, y la voluntaconstruye, como en el bailarín, uequilibrio corporal perfecto, ordenand
cada músculo exacta y aladamente
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según la pauta matemática y musical qunforma sus movimientos.
No, ni basalto ni granito podría
figurarla, y sí sólo un pedazo de nocheAérea y ligera Io mismo que la nochevasta y tenebrosa lo mismo que el tod
de donde algún cataclismo la precipitsobre la tierra, esa negrura estluminada por la luz glauca de los ojos
a los que asoma a veces el afán drasgar y de triturar, idea única entre lmasa mental de su aburrimiento. ¿Qupoeta o qué demonio odió tanto y ta
bien la vulgaridad humana circundante?Y mandó aquel relámpago se apaga
atenta entonces a otra realidad que lo
sentidos no vislumbran, su mirada qued
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ndiferente ante la exteriofantasmagoría ofensiva. Aherrojada assu potencia destructora se refugia má
allá de la apariencia, y esa apariencique sus ojos no ven, o no quieren vernmediata aunque inaccesible a la zarpa
el pensamiento animal la destruye ahorsin sangre, mejor y más enteramente.
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El amor
Estaban al borde de un ribazo. Era
res chopos jóvenes, el tronco fino, dun gris claro, erguido sobre el fondpálido del cielo, y sus hojas blancas
verdes revolando en las ramas delgadasEl aire y la luz del paisaje realzaban aúmás con su serena belleza la de aquellores árboles.
Yo iba con frecuencia a verlos. Msentaba frente a ellos, cara al sol demediodía, y mientras los contemplaba
poco a poco sentía cómo ib
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nvadiéndome una especie de beatitudTodo en derredor de ellos quedabeñido, como si aquel paisaje fuera u
pensamiento, de una tranquila hermosurclásica: la colina donde se erguían, llanura que desde allí se divisaba, l
hierba, el aire, la luz.Algún reloj, en la ciudad cercana
daba una hora. Todo era tan bello, e
aquel silencio y soledad, que se msaltaban las lágrimas de admiración y dernura. Mi efusión, concentrándose eorno a la clara silueta de los tre
chopos, me llevaba hacia ellos. Y comnadie aparecía por el campo, macercaba confiado a su tronco y lo
abrazaba, para estrechar contra m
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pecho un poco de su frescura y verduventud.
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Ciudad Caledonia
Todo en este país, él y la tierr
donde se asienta, parece inconclusocomo si Dios lo hubiera dejado a medihacer, recelando de la obra. Y tal e
país, la ciudad. Esta ciudad ha sidcárcel tuya varios años, excepto para erabajo, inútiles en tu vida, agostando
consumiendo la juventud que aún t
quedaba, sin recreo ni estímulo exteriorgual aridez en los seres y en las cosas
Como la ciudad es, fachadas roja
manchadas de hollín, repitiéndos
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disminuidas en la perspectiva, cofrchino que dentro encerrara otro, y éstotro, y éste otro, así los seres que en ell
habitan: monotonía, vulgaridad repelenten todo. ¿Cómo llenar las horas de estexistencia sin fondo?
Divinidad de dos caras, utilitarismopuritanismo, es aquella a que puederendir culto tales gentes, para quiene
pecado resulta cuanto no devenga uprovecho tangible. La imaginación les ean ajena como el agua al desiertoncapaces de toda superfluidad generos
libre, razón y destino mismo de lexistencia. Y allá en el fondo de tu serdonde yacen instintos crueles, hallas qu
no sabrías condenar un sueño: l
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destrucción de este amontonamiento dnichos administrativos. Acaso fuese ellacción bienhechora, retribución justa
a naturaleza y la vida que así hadesconocido, insultado y envilecido.
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Río
Mirando volver la primavera po
esta isla, nido de cisnes en medio deocéano, el recuerdo de nubes y lluviameses atrás comprendes cómo es ta
eve y tan claro, casi líquido, el verdoque las hojas tienen ahora. No fue lusino agua quien las hizo brotar, trayendcon ellas, en vez de una sugerencia d
uz, tal en climas soleados, unSugerencia de aguas escondidas. Asdelicadas, traslúcidas, pueblan la
ramas, de estos olmos en la tard
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fluvial, y movidas por el viento, aunquel mar está lejos, respiran alientmarino.
Pero el agua está aquí, al pie de loárboles, toda de verde apacible gemelal de las hojas, en el río, por donde a l
ejos avanza una flota de cisnes isleños más ligera, más deslizadamente quas aves mismas, unos esquifes delgado
agudos como flecha, movidos por eoven remero ¿o arquero? desnudogenerando con ritmo ágil su propiexhalación acuática.
El verles huir así solicita el desedoblemente, porque a su admiración da juventud ajena se une hoy tu nostalgi
de la propia, ya ida, tirando dolida de t
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desde las criaturas que ahora la poseenEl amor escapa hacia la corriente verdehostigado por el deseo imposible d
poseer otra vez, con el ser y por el sedeseado, el tiempo de aquella juventusonriente y codiciable, que lleva
consigo, como si fuera eternamente, loremeros primaverales.
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El mirlo
Marzo anochece gris entre los olmo
desnudos, aunque sobre la hierba, dondel asfodelo y el jacinto ya apuntan en suallos, están abiertas las corolas de
azafrán, encendidas de color lo mismque una mejilla fresca contra este airpunzante. Cerca, desde tal cima sin hojo cual alero, echándose penas a l
espalda, silba sentido e irónico algúmirlo.
Tiene su cantar ahora la mism
igereza sin cansancio ni sombra qu
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uvo a la mañana, y al recogerse tras da jornada volandera calla en s
garganta la misma voz alegre de s
despertar. Para él la luz del poniente edéntica a la del oriente, en sosiego d
plumas tibias ovilladas en el nido
déntico a su vuelo de cruz loca por eaire, donde halla materia de tantacoplas silbadas.
Desde el aire trae a la tierra algunsemilla divina, un poco de luz mojadde rocío, con las cuales parece nutrir sexistencia, no de pájaro sino de flor, y
as cuales debe esas notas clarasíquidas, traspasando su garganta. Igua
que la violeta llena con su olor el air
de marzo, el mirlo llena con su voz l
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ierra de marzo. Y equivalente oposiciódialéctica, primaveral e inverniza, a lque expresa el tiempo en esos días, es l
pasión y burla que expresa el pájaro eesas notas.
Como si la muerte no existiera, ¿qu
puede importarle al mirlo la muerte?como si ella con su flecha pesada y durno pudiera pasarle, silba el pájar
alegre, libre de toda razón humana. Y salegría contagiosa prende en el espíritde quien oscuramente le escuchaformando con este espíritu y aque
cantar, tal la luz con el agua, un solvolumen etéreo.
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El brezal
Mira, éste es el brezal. Allá en l
niñez lo prefiguró tu imaginación, ndudando, ¿cómo dudaría de smaginación el niño?, que el brezal fues
sino como tú lo creaste, con aquellmirada interior que puebla a la soledadvisto así definitivamente. En las páginade un libro te sorprendió la palabra,
de ella te enamoraste, asociándola coas ráfagas del viento y de la lluvia po
un cielo nórdico desconocido. La visió
era real, cierto, toda campo denso
7/23/2019 Ocnos - Luis Cernuda
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profuso, misterioso; pero en ella, comen un sueño, no había color alguno.
El color había de añadirlo el tiempo
cuando bajo cielos ajenos, cansado aburrido, viste un día aquella paramercubierta de matas de un hosco verdor
que el verano florecía de glóbulomorados (no había allí brezo blanco)para que el otoño luego los tornas
rosáceos, hasta que ajados poco a pocomezclaran al verdor básico un pardmonótono y tristón. Entoncecomprendiste cómo es vívida la realida
creada por la imaginación, y cuántpuede añadir ésta a lo leído, por tenuque sea la trama sobre la cual ella s
aplica y opera.
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El tiempo, aunque pusiese colorquitaba encanto, y mucho tiempo habípasado ya, al confrontar la realida
ntima tuya con la otra. Tantas cosacomo el brezal pudo decirte antes, ahora que lo tenías allí estab
nexpresivo y mudo, ¿o eras tú quien lestaba?, porque el brezo es planta dparajes desolados y solitarios. Entonces
ras de una ojeada al campo y al cieloacordes en su arisca apariencia, con uncomplacencia vaga, más que por eproblemático encanto del brezal por l
constatación de que al fin lcontemplabas, pasaste desilusionadunto a sus flores fronterizas entre e
verano y el otoño.
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Y te decías que cuando la realidavisible parece más bella que lmaginada es porque la miran ojo
enamorados, y los tuyos no lo eran ya, al menos no en aquel momento. Lcreación imaginaria vencía a la rea
aunque ello nada significara respecto a hermosura del brezal mismo, sin
sólo que en la visión infantil hubo má
amor que en la contemplación razonabldel hombre, y el goce de aquélla, poentero y bello, había agotado laposibilidades futuras de ésta, por mu
reales que fuesen o pareciesen.
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Biblioteca
Cuántos libros. Hileras de libros
galerías de libros, perspectivas dibros en este vasto cementerio de
pensamiento, donde ya todo es igual,
que el pensamiento muera no importaPorque también mueren los librosaunque nadie parezca apercibirse deolor (quizá abunda por aquí literatur
francesa, con sus modas que sólcontienen muerte) exhalado por tantovolúmenes corrompiéndose lentament
en sus nichos. ¿Era esto lo que ellos, su
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autores, esperaban?Ahí está la inmortalidad par
después, en la cual se han resuelto hora
amargas que fueron vida, y la soledad dentonces es idéntica a la de ahora: nad nadie. Mas un libro debe ser cos
viva, y su lectura revelaciómaravillada tras de la cual quien leyó yno es el mismo, o lo es más de com
antes lo era. De no ser así el libro, parpoco sirve su conocimiento, pues esaber ocupa lugar, tanto que pueddesplazar a la inteligencia, como est
biblioteca al campo que antes aquhabía.
Que la lectura no sea contigo, com
sí lo es con tantos frecuentadores d
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ibros, leer para morir. Sacude de tumanos ese polvo bárbaramentntelectual, y deja esta biblioteca, dond
acaso tu pensamiento podrá momificadalojarse un día. Aún estás a tiempo y larde es buena para marchar al río, po
aguas nadan cuerpos juveniles mánstructivos que muchos libros, incluid
entre ellos algún libro tuyo posible. Ah
redimir sobre la tierra, suficiente completo como un árbol, las horaexcesivas de lectura.
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Las viejas
Míralas. No por mucho que la
mires llegarás a convencerte que no soapariencias fantasmales. Surgen dpronto, o no se las ve hasta encontrarla
allá cerca, sin que ellas miren a nadiesumidas en su existencia como si éstdependiera de la conciencia atenta, de lvoluntad absorta en su propi
continuidad. Allá quedan, en un bancde parque, ante una puerta o una esquinadramáticas, frágiles, risibles, en actitu
que sus articulaciones rígidas no so
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capaces de variar, solas con soledad qua no quiere ni puede tolerar engaños da compañía.
No es su cuerpo, si cuerpo puedlamarse aquello, los restos disecado
de algo que fue ser humano, lo que e
ellas solamente repele. Son también lavestiduras inverosímiles con que sadornan, y que las hacen aparecer com
objetos de museo macabro: sombrerodesplumados, donde hay cuervos, cintade basurero; manteletas franjeadas dpiel calva; faldas acampanadas, por la
que asoma abajo el zapato ganchudoderrengado como lancha en seco. Todello concorde entre sí, componiendo e
sus pormenores, guante despicado, bols
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con realces de abalorios, el atavío qufue moda hace más de un siglo.
Flota en torno de ellas un aura d
fétidos perfumes, como aquel que de ucajón, en mueble cerrado largos años, sexhala ya descompuesto, evocando e
iempo ido, que vuelve, no en recuerdosino presencia, irrevocable e inútil
adie las conoce, las habla o la
acompaña, y vistas así, en la mañana, aatardecer, porque parecen rehuir la lude pleno día, son imagen del destierrmás completo, aquel que no aleja en e
espacio sino en el tiempo.Pudieras creerlas evadidas de
rasmundo, traviesas aún, horriblement
pícaras en su rabona lúgubre. Ma
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cuando cruzas uno de estos pequeñocementerios que aquí suelen tener eorno las iglesias, por los cuale
retienen todavía un poco de tierra, unamatas de hierba y el lujo de un nombras criaturas de siglos atrás
asombrándote de la copiosa suma daños vividos por cada una de ellascomprendes que estas viejas espectrale
bien pudieran resultar seres de quienea muerte se olvidó. Si no es que lsociedad tradicionalista y empírica, a lcual pertenecen, ha encontrado par
ellas remedio definitivo contra la muertrremediable.
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Maneras de vivir
Desde siempre, si alguna vez t
ocurría codiciar algo en suerte ajena, nera el poder (por derecho divino o votdemocrático, si no conquistado co
sangre ajena) de esos que gobiernahombres: era la libertad, lndependencia frente al mundo d
ciertos afortunados. Sus vidas
maginadas sobre la lectura de tantahistorias y en realce sobre un fondmágico infantil (Andersen o Las Mil y
Una Noches), a la vez erráticas
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centradas, con algo de la dignidad qupuede tener el goce y de la grada qupuede tener la inteligencia, pasaban ant
u mirada interior como serie inacabablde deseos gratificados en una atmósfernoble.
Tus afortunados escapaban anvierno para ir a climas soleados
periplo marino por costas del sur, entr
ruinas de un litoral fabuloso sembradde olivos, adelfas y palmas, donde aúquedan huellas de dioses. Luegregresaban a lo suyo, a las fronda
antiguas, los senderos al fondo de loque se entrevén, reflejadas en el aguaas lineas severas de una villa d
Palladio, adaptadas con el paso de
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iempo al aire aquél, húmedo y veladde nubes. Libros y cuerpos hermososmúsica y amistad, trabajo y oci
creadores estaban siempre en torno dellos.
*
Alguna vez tuviste ocasión de vecerca a uno de esos cuya suerte creíaenvidiar: Lord B., especie de DoSebastián de Morra calvo y adiposo
vestido de modo indiferente, autor dmusiquillas, versillos, novelillas, cuymención entre los otros sólo dependí
del puesto que aquél ocupaba en la vida
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Dos habitaciones en casa ajena lcobijaban temporalmente, con tal o cuavidrio, porcelana o dibujo de propieda
personal realzando el mueblajprestado; la casa familiar cerrada, parevitar gasto; los viajes, cancelados co
a guerra; por amistad y compañía, lvisita semanal, recompensadnmediatamente con mención en e
estamento, de un chulo semejante adescrito en cierto pasaje de Petronio.Sí, eso era lo que habías codiciad
sin conocerlo, esa vida de plant
parásita; una vida falsa (como aqueballet russe cuya época fue la deapogeo de tales seres, primer
nternacional de la gran cursilería)
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imorata y roñosa, resguardando parunos herederos remotos el capital cadvez más asediado, y que apenas parecí
un simple vegetar, entre sus chismes dsociedad, sus obrillas impotentes, a lsombra de un imperio que se desmorona
Mas si esa vida y otras semejantes no lconocían ya, ¿dónde está lndependencia de un vivir sin atadura
ni limitaciones? ¿Dónde los erranteibres en este mundo? Por todas parteel hombre mismo es el estorbo peor parsu destino de hombre.
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La primavera
Este año no conoces el despertar d
a primavera por aquellos camposcuando bajo el cielo gris, bien temprana la mañana, oías los silbos impaciente
de los pájaros, extrañando en las ramaaún secas la hojosa espesura húmeda drocío que ya debía cobijarles. En lugade praderas sembradas por las corola
del azafrán, tienes el asfalto sucio destas calles; y no es el aire marceño dibieza prematura, sino el frío retrasad
quien te asalta en tu deambular
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helándote a cada esquina.Abstraído en ese imaginar, marcha
con nostalgia por la avenida del parque
donde revuela espectral a ras de tierra e precede, fugitiva a la terrosa, una hoj
del otoño último. Tan reseca es y oscura
que se diría muerta años atrásmposible su verdor y frescura idos
como la juventud de aquel viejo
nmóvil allá, traspuesta la reja, hombroencogidos, manos en los bolsillosaguardando no sabes qué.
Al acercarte luego, hallas que e
viejo tiene a sus pies manojos de floreempranas, asfodelos, jacintosulipanes, de vividos colores increíble
en esta atmósfera aterida. Casi da pen
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verlas así, expuestas en mercadnorteño, como si ellas también sintierasu hermosura indefensa ante l
hostilidad sombría del ambiente.Pero la primavera está ahí, loca
generosa. Llama a tus sentidos, y
ravés de ellos a tu corazón, adondentra templando tu sangre e iluminandu mente; quienes a la invocació
mágica, a pesar del frío, lo sórdido, lcarencia de luz, no pueden contener eúbilo vernal que estas flores, com
promesa suya, te han traído e infundid
en tu miedo, tu desesperanza y tu apatía.
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La nieve
A una luz matutina extrañament
oscura, al despertar, viendo tras lovidrios la nevada que ha caído y qucae, oculto por ella el paisaje habitua
una náusea te asalta, con el afán drecobrar el sueño, donde al menos thallabas libre de esta otra pesadilla da vigilia. La nieve te repele por sí,
además por ser símbolo de algnsidiosamente repelente. Pero ese algo
¿qué es? Ni el aliento desolado de ella
que amedrenta la sangre, ni su cuerp
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escamoso y viscoso, como de reptibastan para determinar toda la repulsióque te inspira.
Encanto le atribuye una ceremonihogareña, cuando padre, madre, prolecomo estampa iluminada, intercambia
sonrisas y aguinaldos ante un pinmuerto, lo mismo que ante un altarmientras afuera al acecho les cerca l
nieve; esta misma nieve cruel, estérinapelable. Ahí tienes una, y no lmenor, de las inconsecuencias habitualeen la mente común: hallar como mito d
a vida aquél donde la vidprecisamente no existe, a menos que coél así se exprese un deseo inconscient
de aniquilamiento en la cima pascual d
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a trivialidad humana.La nieve fue el agua, la sustanci
maravillosamente fluida que aparec
bajo tantas formas amadas: la fuente, erío, el mar, las nubes, la lluvia; todaágiles, movedizas, inquietas, como l
vida; yendo y viniendo, subiendo bajando, con su rumor músico, scentelleo mágico, su libertad volada
Mas el hielo, matándola, la fija; y ahqueda yacente, sin luz el plumaje, sison la garganta, sin aire las alas del aveo que era encanto mayor de l
existencia, al menos de la existenciuya, que tanto amó el agua, el agua libr proteica.
¿Es ésta, era ésta el agua? Igual qu
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un ser en el instante que la muerte lallega, sustituyéndole dentro de aquebulto ya extraño, adonde entonces n
reconocemos al amigo, hasta apartarnode él con una desconfianza repentinaque sucede al afecto antiguo, así con e
agua cuando muere en nieve. ¿Es esvacío súbito de la muerte, esa imagesarcástica de la nada lo que ahí t
repele, trastornando el mundo devolviéndolo al estado anterior posterior a la vida, al glaciar por dondel hombre es sólo su fantasma póstumo
nonato?
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La luz
Cuando aquellas mañanas tu cuerp
se tendía desnudo bajo el cielo, unfuerza conjunta, etérea y animasutilización y exaltación de la pesade
humana por virtud de la luz, ibpenetrándole con violencia irresistibleCon su presencia se acallaban lopoderes elementales de que el cuerpo e
cifra, el agua, el aire, la tierra, el fuegoabrazados entonces en proporción armonía perfectas. Toda forma parecí
recogerse bajo el nombre y todo nombr
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suscitar la forma, con aquella exactituprístina de una creación: lo exterior y lnterior se correspondían y ajustaba
como entre los amantes el deseo del una la entrega del otro. Y tu cuerpescuchaba la luz.
Si algo puede atestiguar en estierra la existencia de un poder divino
es la luz; y un instinto remoto lleva a
hombre a reconocer por ella esdivinidad posible, aunque efundamental sosiego que la luz difundraiga consigo angustia fundamenta
equivalente, ya que en definitiva lmuerte aparece entonces como lprivación de la luz.
Mas siendo Dios la luz, e
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conocimiento imperfecto de ella que ravés del cuerpo obtiene el espíritu e
esta vida, ¿no ha de perfeccionarse e
Dios a través de la muerte? Como loobjetos puestos al fuego se consumenransformándose en llama ellos mismos
así el cuerpo en la muerte, parransformarse en luz e incorporarse a luz que es Dios, donde no habrá y
alteración de luz y sombra, sino luz totae infalible. Y cuando así no sea, aun tcuerpo desnudo al sol de esta tierrrecogió y atesoró por su seno oscuro, e
consolación desesperada, partículasuficientes de aquella divinidad ilusoriahasta iluminar con ellas la muerte, s
ésta ha de ser para el hombre definitiva
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La soledad
La soledad está en todo para ti,
odo para ti está en la soledad. Isla feliadonde tantas veces te acogistecompenetrado mejor con la vida y co
sus designios, trayendo allá, como quierae del mercado unas flores cuyopétalos luego abrirán en pleniturecatada, la turbulencia que poco a poc
ha de sedimentar las imágenes, ladeas.
Hay quienes en medio de la vida l
perciben apresuradamente, y son lo
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mprovisadores; pero hay tambiéquienes necesitan distanciarse de ellpara verla más y mejor, y son lo
contempladores. El presente edemasiado brusco, no pocas veces llende incongruencia irónica, y convien
distanciarse de él para comprender ssorpresa y su reiteración.
Entre los otros y tú, entre el amor
ú, entre la vida y tú, está la soledadMas esa soledad, que de todo te separano te apena. ¿Por qué habría dapenarte? Cuenta hecha con todo, con l
ierra, con la tradición, con los hombresa ninguno debes tanto como a la soledadPoco o mucho, lo que tú seas, a ella s
o debes.
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De niño, cuando a la noche veías ecielo, cuyas estrellas semejaban miradaamigas llenando la oscuridad d
misteriosa simpatía; la vastedad de loespacios no te arredraba, sino acontrario, te suspendía en embeles
confiado. Allá entre las constelacionebrillaba la tuya, clara como el aguauciente como el carbón que es e
diamante: la constelación de la soledadnvisible para tantos, evidente benéfica, para algunos, entre los cualehas tenido la suerte de contarte.
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El parque
Sobre la hierba, donde orillan l
avenida bancos sin nadie, pequeños ea distancia al pie de los grande
árboles, la luz matinal cae en hace
alternados con otros de sombra. Loroncos, componiendo la perspectivaparecen desde lejos demasiado frágilepara sostener, aunque aligerada por e
otoño, la masa de sus frondas, a travéde las cuales se transparenta el celestan leve del cielo, indeciso aquí y all
entre el rosado y el gris. Un viso de or
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o envuelve todo, armonizando lodiferentes verdores, más que como obrde la luz, como obra del tiemp
sedimentado en atmósferas sucesivas. Lnaturaleza a solas recoge en su senanta calma y tanta hermosura
originadas y sostenidas una por otragual que sonido y sentido en un vers
afortunado.
A la tarde, el viento se lleva por lalameda algo que en su alada rapidez nse sabe si son hojas secas o doradaaves migratorias. Tibia la hora, algú
grupo de árboles manteniendo su verdontacto, las palomas revuelan tocadas dmpetu vernal, y los niños vienen co
Sus triciclos, con sus cometas, con su
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veleros. Si bajo el pie no crujiesen lahojas, nadie diría que fuese otoño, nsiquiera ese perro valetudinario que
encelado y envidioso, ronda los juegode sus congéneres jóvenes. Luminosidad de un verano de San Martí
lena la tarde de promesas engañosas: ebuen tiempo presenta un futuro dilatoriode momentos tan plenos como los día
argos de toda una primavera qucomienza. Allá entre los troncos máejanos, donde un vapor ofusca lrasparencia del aire, por la llama d
esa hoguera se diría que arde, en pira dsacrificio, buscando transustanciaciónel otoño mismo.
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*
Esta glorieta hacia la cual convergeascendentes las avenidas, parece a lmadrugada extinta cavidad de un cráter
en cuyo centro delata a las aguas negradel gran estanque, con un iris rojoextrañamente cercana y encendida, luna. Cómo llega a los huesos la frialda
húmeda de la noche, desencarnando aranseúnte y libertando su fantasma. Eal paisaje de trasmundo, sólo la fuerz
del deseo retiene sobre el esqueleto locuerpos abrazados de esa pareja en ubanco, a salvo con otra forma danonadamiento del que infligen la
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fuerzas maléficas de la noche roja negra, sorbiendo de las venas la sangr filtrando en su lugar la sombra.
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Las campanas
Quisieras saber qué razón tiene e
atractivo del recuerdo. La mismpalabra recuerdo, ¿designa toda lemoción intemporal de un evocar qu
sustituye lo presente en el tiempo con upresente suyo sin tiempo? Porque ahestá lo misterioso: que nazca unemoción al adumbrarse en la memoria e
recuerdo de algo que ninguna emocióparecía suscitar cuando actualmentocurriera, como la luz que recibimos d
una estrella no es la luz contemporáne
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de ese momento, sino la que de ellpartió en otro ya distante. Haemociones, entonces, cuyo efecto no e
simultáneo con la causa, y debeatravesar en nosotros regiones mádensas o más vastas, hasta que sea
perceptibles un día. Mas, ¿por quentonces, no antes, ni luego? ¿Quproporción hay entre la fuerza de un
emoción y la resistencia de nuestrespíritu?Eso te preguntas al experimenta
ahora, sin razón aparente, una emoció
retardada que desborda sobre lo actuarayendo consigo, visibles sólo para l
mirada interior, sus circunstancias en e
espacio y en el tiempo. Desatendiendo
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que acaso el efecto te parezca erazonable desproporción con la causaes lo que así te vuelve el son de aquella
campanas de la Catedral. El oírlasiempo atrás, no te producía emoción, a
menos ninguna entonces consciente; ma
a magia con que resuenan hoy en tespíritu, libre y distinta de todmotivación, parece revivir un júbilo d
festividad solemne y familiarnsignificante para todos excepto para ti No, no es idealización de alg
distante lo que así anima un moment
pasado, porque no se te oculta comsórdido aquél y su ambiente, cuandoías el son de las campanas, sin nad
precioso o amado donde dicho moment
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se fijara, tal el insecto en un fragmentde ámbar. La nitidez de su impresióncuando tú absorto, cerradas la
compuertas de los restantes sentidoscontenías la vida enteramente en unpercepción auditiva, inútil entonces
nútil ahora, opera el encanto tardío da evocación, haciendo la imagen má
bella y significante que la realidad. Y d
ello supondrías cómo la importancia fortuna de una existencia individual nresulta de las circunstanciarascendentales o felices que en ell
concurran, sino, aun cuando anónima desdichada, de la fidelidad con que haysido vivida.
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La llegada
Despierto mucho antes del amanecer
evantado, duchado y vestido, listo eequipaje, te sentaste en el salón vacíoTodo, salones, pasillos y cubierta de
buque, estaba desierto. Tras de loventanales Sólo el negror confundiddel mar y del ciclo, aunque del mar sdistinguiera siempre su trueno, apena
apercibido ya, con la medio Costumbradquirida en los días de travesía y lzozobra impaciente de la llegada a tierr
ciudad nuevas, aunque imaginadas d
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antiguo. La luz se fue haciendo y parecíque faltaba bastante para divisar lcosta.
Sentado por largo espacio despaldas a la hilera de ventanales, upresentimiento te hizo volver de pront
a cabeza. Ya estaba allí: la línea drascacielos sobre el mar, esbozo ematices de sutileza extraordinaria, u
rosa, un lila, un violeta como los de lentraña en el caracol marino, todoemergiendo de un gris básico graduaddesde el plomo al perla. La cresta de lo
edificios contra el cielo y el bordcontiguo del cielo estaban marcados damarillo por un sol invisible, y a un lad
a otro ese eje de luz se oscurecía co
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noche y con mar en lo más alto y lo mábajo del horizonte.
Cuántas veces lo habías visto en e
cine. Pero ahora eran la costa y lciudad reales las que aparecían ante tsin embargo, qué aire de irrealida
enían. ¿Eras tú quien estaba allí¿Estaba ante ti la ciudad que esperabasParecía tan hermosa, más hermosa qu
odo lo supuesto antes en imagen maginación; tanto, que temías fuera desvanecerse como espejismo, que ebuque estaba aún en camino, que no iba
a llegar nunca, condenado a vagandefinidamente, alma desencarnada
entre el abismo ventoso del aire y e
abismo furioso del agua.
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Mas era la realidad: las molestiannumerables con que los hombres ha
sabido y tenido que rodear los actos d
a vida (pasaportes, permisos, turnos despera, examen policíaco, aduana) te lprobaron de manera tajante. Y más d
siete horas después, terminado el acosdel animal humano, pudiste salir libredel cobertizo de la aduana en el muelle
a luz del mediodía: al fin pisabas lciudad que entreviste, fabulosa como ueviatán, surgiendo del mar d
amanecida.
Parecía ahora tan trivial, igual ecalles pardas y casas sórdidas a aquellEscocia aborrecible, dejada atrás hací
años. Pero eran sólo los suburbios; l
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ciudad verdadera estaba adentro, todiendas con escaparates brillantes entadores, como juguetes en día d
reyes o día del santo, empavesada dbanderas bajo un cielo otoñal claro quencendía los colores, alegre con l
alegría envidiable de la juventud siconciencia. Y te adentraste por la ciudaabrupta, maravillosa, como si tendier
hacia ti la mano llena de promesas.
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Helena
A M aría Dolores Aran
Debo confesar que me sorprendiusted ayer, al asegurar que Españdesconoce, en su arte, la hermosura.
—Sobre esa cuestión escribí páginadonde queda perfectamente explícita mopinión: España no conoce la hermosurporque Helena nunca abordó allá.[1]
*
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Un amigo se extrañaba de tpreferencia, entre los poetas españolespor Garcilaso, en vez de San Juan de l
Cruz. Garcilaso es uno de los muy raroescritores nuestros a quien podemolamar artista. Libre de compromiso
mundanos y sobrehumanos (nunca habldel Imperio ni de Dios), busca lhermosura, con todo lo que es
búsqueda implica, y en su búsqueda nnecesita sino de los medios y de lafacultades terrenas humanas, que poseyan plenamente.
Tuvo la fortuna de vivir cuando eRenacimiento quema y disipa con la luantigua de Grecia tantas caliginosa
nieblas medievales, luz que alcanz
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ambién, por feliz y extraño momento, España, y momento que sería, podesdicha para nosotros, fugaz com
relámpago. Pronto, por circunstanciadel medio y temperamento indígenasrecae España otra vez en el pasad
medieval, de donde jamás volverá salir.
De aquella luz y de aquel moment
se beneficia Garcilaso y se vivifica spoesía. Para ambos, el hombre es desta tierra y en ella Procuran, conocen reverencian, como deidad única, a l
hermosura. La mayoría de los poetaespañoles, dada la ninguna aficióndígena al pensamiento y a la reflexión
no quiso ver algo que sí vio el gra
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Racine: que cuando el poeta adquiere recobra la fe, lo que el cristiano quierdecir, como cristiano, acaso no interes
al poeta, como poeta.
*En otra ocasión has escrito: «N
puedo menos de deplorar que Grecinunca tocara el corazón ni la mentespañoles, los más remotos e ignorantesen Europa, de la “gloria que fu
Grecia”. Bien se echa de ver en nuestrvida, nuestra historia, nuestriteratura». Lo que España perdió as
para siempre no fue sólo el conocer a l
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hermosura, tanto como eso es (y cuandpor excepción busca el español a lhermosura, qué torpe inexperienci
muestra), sino el conocer también respetar a la mesura, uno de los másignificantes atributos de ella.
Nadie entre nosotros hubiera sidcapaz de aquel deseo de conocimienthermoso que, en Fausto, al contemplar l
faz de Helena, símbolo admirable dGrecia, su patria, se preguntaba: Wa
his the face that launched a thousan
ships / And burnt the topless tower o
lium? En esa faz mágica cifraroalgunos pocos toda su creencia y samor en este mundo. Cierto que l
hermosura humana, según el tópic
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platónico, no es sino reflejo de ldivina. Mas por mucho que ahí tesforzaras, no podrías reconciliar jamá
a divinidad hebraico-cristiana con lhermosura greco-pagana. Y, de tener quelegir entre ambas, te quedarías, cierta
dichosamente, con ésta.
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La casa
Desde siempre tuviste el deseo de l
casa, tu casa, envolviéndote para el oci la tarea en una atmósfera amiga. Ma
primero no supiste (porque eso l
aprenderías luego, a fuerza de vivientre extraños) que tras de tu deseomezclado con él, estaba otro: el de urefugio con la amistad de las cosas
Afuera aguardaría lo demás, peradentro estarías tú y lo tuyo.
Un día, cuando ya habías comenzad
a rodar por el mundo, soñando tu casa
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pero sin ella, un acontecer inesperado tdeparó al fin la ocasión de tenerla. Y lfuiste levantando en torno de ti, sencilla
clara, propicia: la mesa, el diván, loibros, la lámpara —atmósfera qulenaban con su olor algunas llores de l
emporada.Pero era demasiado ligera, y tu vid
demasiado azarosa, para durar mucho
Un día, otro día, desapareció tanesperada como vino. Y seguistrodando por tantas tierras, alguna que nhubieras querido conocer. Cuánto
proyectos de casa has tenido despuéscasi realizados en otra ocasión para dnuevo perderlos más tarde.
Sólo cuatro paredes, espaci
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reducido como la cabina de un barcopero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendade que su abrigo pudiera resulta
ransitorio; ligera, silenciosa, sola, sia presencia y el ruido ofensivos de eso
extraños con los que tantas veces h
sido tu castigo compartir la vivienda a vida; alta, con sus ventanas abiertas a
cielo y a las nubes, sobre las copas d
unos árboles.Pero es un sueño al que ya pomposible renuncias, aunque se
realidad de todos a la que no puede
aspirar. Tu existir es demasiado pobre cambiante —te dices, escribiendo estaíneas de pie, porque ni una mesa tienes
us libros (los que has salvado) po
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cualquier rincón, igual que tus papelesDespués de todo, el tiempo que te quedes poco, y quién sabe si no vale má
vivir así, desnudo de toda posesióndispuesto siempre para la partida.
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Regreso a la sombra
Tras la fatiga de un viaje nocturno
al final de la madrugada, con pocos entrecortados momentos de sueño, entrfebril y escalofriado, entraste en e
vestíbulo oscuro y desierto del hoteQué vacío el de esa hora que antecede aalba; qué mundo increado o extinto eque se mira entonces.
Atrás quedaban los días soleadounto al mar, el tiempo inútil para tod
excepto para el goce descuidado, l
compañía de una criatura querida com
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a nada y como a nadie. El frío qusentías era más el de su ausencia que ede la hora temprana en un amanecer d
otoño.Despojado bruscamente de la luz
del calor, de la compañía, te pareci
entrar desencarnado en no sabías quimbo ultraterreno. Y con angusti
creciente volvías atrás la mirada haci
aquel rincón feliz, aquellos días clarosa irrecobrables.Qué agonía en aquel alba desolada
entre los objetos sórdidos del existi
cotidiano, hecho por y para aquellos quno pueden ser, ni podrán ser nunca partde ti. Al entrar en tanta extrañeza tu vid
se volvió, ella también, otro objet
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nerte y vacío, como concha de la cuaarrancarán su perla.
Y, ¿por qué no decirlo? Tus lágrima
brotaron entonces amargamente, pueque estabas solo y nadie sino tú erestigo de tanta debilidad, en honor de l
perdido. ¿Lo perdido? Tú mismo eras un tiempo, viudo de tu amor, eperdidoso y el perdido.
¿No será posible recobrar en otrvida los momentos de dicha, que tabreves han sido en este existir todfastidio, monotonía, seres extraños? ¿N
será posible reunirte para siempre coa criatura que tanto quieres? («Y
siempre pueda verte,/ Ante los ojo
míos,/ Sin miedo y sobresalto d
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perderte»). Si no es posible, ¿qué razóiene el vivir, cuando aquello en que s
sustenta es ya pasado?
Como Orfeo afrontarías los infiernopara rescatar y llevar de nuevo contiga imagen de tu dicha, la forma de t
felicidad. Pero ya no hay dioses que nodevuelvan compasivos lo que perdimossino un azar ciego que va trazand
orcidamente, con paso de borracho, erumbo estúpido de nuestra vida.
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Pregón tácito
Con afecto sonriente, como s
consideran los caprichos graciosos deniño, consideras en el recuerdo aquellocarritos blancos del vendedor d
helados (aunque el helado no te atraiggrandemente) que a la tarde, aparecíapor bulevares y avenidas de la ciudadsonando alegres, para atrae
compradores, su airecillo de caja dmúsica, infantil, delicioso, trivial.
Unas veces los oías desde l
vivienda de un amigo, cuarto bajo con s
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ventanal soleado abierto sobre lavenida marina, que palmas y eucaliptosombreaban frente al mar. El ciel
maravillosamente azulado y elísepasaba poco a poco por todos lomatices del caleidoscopio que era allí l
puesta de sol, tiñendo al aire en visonapresables e inexpresables.
Otras veces los oías desde l
ventana alta de tu cuarto. Allá abajo, eel hondo cañón de la avenida, los oíavenir desde bien lejos, hasta que al fidivisabas el cochecito blanco sonand
su airecillo halagüeño. El cielo caía esombras, encendiéndose al pie de tventana la feria mágica de las luce
urbanas, trazando un mapa en el que sól
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sabías distinguir e identificar eresplandor como de faro que coronabel templo babilónico de los mormones
Y aún oías el airecillo de caja dmúsica que, a distancia, seguílegándote con intermitencias.
El recuerdo de unos díaplacenteros, de una experienciafortunada en nuestro existir, pued
cristalizar en torno a un objeto triviaque, al convertirse indirectamente esímbolo de aquel recuerdo, adquiervalor mágico. Y sin embargo, o
paradoja, bien que puedas evocar y vedentro de ti la imagen de aquellocarritos del helado, no puedes e
cambio recordar ni tararear dentro de t
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el airecillo que sonaban, la musiquillaquella, ahora inasequible, aunqudealmente siga sonando silenciosa
enigmática en tu recuerdo.
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El acorde
A J acobo M uño
El murciélago y el mirlo puededisputarse por turno el dominio de tespíritu; unas veces norteño, solitario
olvidado en la lectura, centrado en totras sureño, esparcido, soleado, ebusca del goce momentáneo. Pero en un otra figuración espiritual, siempr
hondamente susceptible de temblar aacorde, cuando el acorde llega.
Comenzó con la adolescencia,
nunca se produjo ni se produce de po
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sí, sino que necesitaba y necesita de uestímulo. ¿Estímulo o complicidadPara ocurrir requiere, perdiendo pie e
el oleaje sonoro, oír música; mas aunqusin música nunca se produce, la músicno siempre y rara vez lo supone.
Mírale: de niño, sentado a solas quieto, escuchando absorto; de grandesentado a solas y quieto, escuchand
absorto. Es que vive una experiencia¿cómo dirías?, de orden «místico». Ysabemos, ya sabemos: la palabra eequivoca; pero ahí queda lanzada, por l
que valga, con su más y su menos.Es primero, ¿un cambio d
velocidad? No; no es eso. El curs
normal en la conciencia del existi
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parece enfebrecerse, hasta vislumbrarcomo presentimiento, no lo que ha docurrir, sino lo que debiera ocurrir. L
vida se intensifica y, llena de sí mismaoca un punto más allá del cual nlegaría sin romperse.
¿Como si se abriese una puerta? Noporque todo está abierto: un arco aespacio ilimitado, donde tiende sus ala
a leyenda real. Por ahí se va, del munddiario, al otro extraño y desusado. Lcircunstancia personal se une así afenómeno cósmico, y la emoción a
ransporte de los elementos.El instante queda sustraído a
iempo, y en ese instante intemporal s
divisa la sombra de un gozo intempora
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cifra de todos los gozos terrestres, questuvieran al alcance. Tanto parecposible o imposible (a esa intensida
del existir qué importa ganar o perder)es nuestro o se diría que ha de senuestro. ¿No lo asegura la música afuer
el ritmo de la sangre adentro?Plenitud que, repetida a lo largo d
a vida, es siempre la misma, n
recuerdo atávico, ni presagio de lvenidero: testimonio de lo que pudierser el estar vivo en nuestro mundo. Lmás parecido a ella es ese adentrars
por otro cuerpo en el momento deéxtasis, de la unión con la vida a travédel cuerpo deseado.
En otra ocasión lo has dicho: nad
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puedes percibir, querer ni entender si nentra en ti primero por el sexo, de ahí acorazón y luego a la mente. Por eso t
experiencia, tu acorde místico, comienzcomo una prefiguración sexual. Pero nes posible buscarlo ni provocarlo
voluntad; se da cuando y como él quiereBorrando lo que llaman otredad
eres, gracias a él, uno con el mundo
eres el mundo. Palabra que pudierdesignarle no la hay en nuestra lenguaGemüt : unidad de sentimiento consciencia; ser, existir, puramente y si
confusión. Como dijo alguien que acassintió algo equivalente, a lo divinocomo tú a lo humano, mucho va de esta
a estar. Mucho también de existir
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existir.Y lo que va del uno al otro caso e
eso: el acorde.
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Un poema excluido de
Ocnos:
Escrito en el agua
Desde niño, tan lejos como vaya mrecuerdo, he buscado siempre lo que n
cambia, he deseado la eternidad. Todcontribuía alrededor mío, durante miprimeros años, a mantener en mí l
lusión y la creencia en lo permanentea casa familiar inmutable, loaccidentes idénticos de mi vida. Si algcambiaba, era para volver más tarde
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o acostumbrado, sucediéndose todcomo las estaciones en el ciclo del año tras la diversidad aparente siempre s
raslucía la unidad íntima.Pero terminó la niñez y caí en e
mundo. Las gentes morían en torno mío
as casas se arruinaban. Como entonceme poseía el delirio del amor, no tuvuna mirada siquiera para aquello
estimonios de la caducidad humana. Shabía descubierto el secreto de leternidad, si yo poseía la eternidad emi espíritu, ¿qué me importaba l
demás? Mas apenas me acercaba estrechar un cuerpo contra el míocuando con mi deseo creía infundirl
permanencia, huía de mis brazo
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dejándolos vacíos.Después amé los animales, lo
árboles (he amado un chopo, he amad
un álamo blanco), la tierra. Toddesaparecía, poniendo en mi soledad esentimiento amargo de lo efímero. Y
solo parecía duradero entre la fuga das cosas. Y entonces, fija y cruel, surgi
en mi la idea de mi propia desaparición
de cómo también yo me partiría un díde mí.¡Dios!, exclamé entonces: dame l
eternidad. Dios era ya para mí el amo
no conseguido en este mundo, el amonunca roto, triunfante sobre la astucibicorne del tiempo y de la muerte. Y
amé a Dios como al amigo incomparabl
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perfecto.Fue un sueño más, porque Dios n
existe. Me lo dijo la hoja seca caída
que un pie deshace al pasar. Me lo dijel pájaro muerto, inerte sobre la tierra eala rota y podrida. Me lo dijo l
conciencia, que un día ha de perderse ea vastedad del no ser. Y si Dios n
existe, ¿cómo puedo existir yo? Yo n
existo ni aun ahora, que como unsombra me arrastro entre el delirio dsombras, respirando estas palabradesalentadas, testimonio (¿de quién
para quién?) absurdo de mi existencia.
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LUIS CERNUDA nació en Sevilla e1902 de padre militar. Fue educado eun ambiento de principios rígidos contros que se rebeló reflejándolo en e
poema La familia, del libro Como quieespera al alba. Comprometido con lRepública, participó en la Guerra Civi
organizando actividades culturales. E
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1938 fue a Inglaterra a dar unaconferencias y no regresó. Murió eMéxico en 1963.
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Notas
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1] C. Mauriac, Conversations ave
ndré Gide <<