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ORTODOXIA...Emerson, Ralph Waldo El poeta y otros ensayos . 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos...

Date post: 21-Apr-2020
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« ORTODOXIA »

Traducción de Fernando Vidagañ Murgui

Ralph Waldo Emerson

El Poeta & otros ensayos —

Emerson, Ralph Waldo

El poeta y otros ensayos .

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :

Traducción de Fernando Vidagañ Murgui, 2016.

190 p. ; 15x22 cm.

ISBN 978-987-46233-5-5

1. Poesía. 2. Ensayo Literario. I. Vidagañ Murgui, Fernando,

trad. II. Título. CDD 814

© Emerson, Ralph Waldo.

Traducción al español de © Fernando Vidagañ Murgui, 2016.

Colección «ORTODOXIA» dirigida por © Juan Arabia.

Diseño de portada e interiores © Camila Evia.

Traducción de Fernando Vidagañ Murgui

Ralph Waldo Emerson

El Poeta & otros ensayos —

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Í N D I C E

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Introducción

El Poeta y otros ensayos

El poeta Shakespeare o el poeta Poesía e imaginación Cita e imaginación Poesía Persa

Acerca del traductor

Colección Ortodoxia

p. 9

p 17

p 19p 53p 79p 135p 159

p 187

p 189

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“Somos símbolos y habitamos símbolos”, y ninguna apro-ximación a las cosas (que somos también), por muy sober-biamente moderna que se pretenda, puede deshacerse de la idea que la constituye. La figura de las manos pegajosas del lenguaje es otra cara del mismo mito, pero se ha to-mado parcialmente hasta llegar fatalmente al absurdo. Al negar la figura cósmica que es trascendental en todos sus usos y experiencias, la modernidad contempla extrañada, ingenuamente presocrática y aristocráticamente orgullosa, cómo la figura del hombre se descompone con ella.

Esta situación, lejos de ser nueva, es quizá la época de oscu-ridad a la que responde el nacimiento mismo de la filosofía si, como dice Emerson, entendemos que el valor superior de los hechos es que podemos usarlos como símbolos. Esto se ha querido ver o se ha visto como la muerte de la filo-sofía, pero sencillamente no es más que el principio. Los diálogos de Platón se escriben tras la muerte de Sócrates y es en el destierro de Dante donde se empieza a materializar la Comedia.

La ciencia nos sirve, pero tratar de conocernos a nosotros mismos exclusivamente desde la perspectiva científica es li-mitar nuestra condición acompañada del precepto mítico

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délfico que es quizá el principio de la forma superior de constituirnos, que es la forma filosófica o educación. Para Emerson, el poeta es fundamentalmente un emancipador.

La figura del misterio para nosotros es estructural. Solo el dios sabe. Pero a la pregunta filosófica por excelencia Emer-son responde: “La poesía se escribió antes que el tiempo.”El primer ensayo con el que nos encontramos en este volu-men es “El poeta”, en el que se propone y se afirma que so-mos hijos del fuego, que la belleza es la creadora del univer-so y que el hombre es solo la mitad de sí mismo, que su otra mitad es su expresión. En realidad los tres puntos pueden tomarse como tres caras de la misma cuestión fundamental. El poeta es la figura que responde a la constitución de las cosas aunque, como nos dice Emerson, no hayamos visto nunca al poeta que describe materializado completamente.Le sigue “Shakespeare, o el poeta”, donde se nos dice que todo pensamiento es retrospectivo y todo poeta cita, pero que “la esencia de la poesía es brotar, como hija arcoíris del asombro, desde lo invisible, para abolir el pasado y ne-gar toda la historia.” Por el sustrato teológico desde donde se traza la escritura de Emerson, podría sugerirse que, su joven y viejo fan Nietzsche y la influencia de Montaigne aparte, se establece cierta comunicación (de la que no tene-mos noticia periodística) entre la obra de Emerson y la de Walter Benjamin, quizá uno de los más americanos escri-tores europeos. Ya en este ensayo se vislumbran claramente puntos que en Tesis sobre la historia o Dirección única son ca-pitales, pero es en el cuarto ensayo, “Cita y originalidad”, donde el paralelismo entre los principios emersonianos y una de las obras fundamentales de Benjamin, El libro de los pasajes, parece afirmar los primeros, lo que a través de Swedenborg llama Emerson “comunidad de almas”. Para

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ambos, citamos palabras, mesas y sillas, pero la historia es para nosotros y solo tiene sentido si llevamos a cabo el ges-to de hacernos cargo de ella. El pensamiento es de quien está en disposición de albergarlo. Ni los muertos están a salvo. Quizá la clave de la comunicación entre ellos, o la forma más gráfica de formularla, sea que para ambos lo esencial es hacerse cargo de la universalidad de los símbo-los cotidianos o ver en lo cotidiano la universalidad de los símbolos para dar luz a la vida superior, lo que en una car-ta a Hugo von Hofmannsthal de 1928 describe Benjamin como “captar la actualidad como el reverso de lo eterno en la historia.” Podríamos tomar la escritura de ensayo en el caso de Emerson y la escritura fragmentaria en el caso de Benjamin como dos ejemplos representativos del mismo principio: para Emerson, “la educación solo puede ser en-dógena” y para Benjamin “convencer es estéril”.

Como nos dice del secreto del metro de Shakespeare, que el pensamiento marca el ritmo, para Emerson lo estructural de la poesía es la imaginación y no la fantasía. “El verda-dero poeta tiene el mundo como pedestal”. Nos dice que Tomas Moore “tiene la magnanimidad suficiente para de-cir que ‘si Burke y Bacon no eran poetas (sin ser los versos medidos necesarios para constituir uno), él no sabía lo que era poesía.’” Shakespeare le parece hasta cierto punto el paradigma de poeta no por sus sonetos (aunque le parecen magistrales), sino por su capacidad de representación, por su capacidad de dar vida a cosas muertas.

La diferencia entre, como dice Emerson, la poesía y la poesía de stock radicaría en la diferencia entre la imagi-nación y la fantasía: la fantasía divaga y es entretenimien-to, la imaginación respeta la causa y es central. Y llegando

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hasta sus límites, en “Poesía e imaginación”, el ensayo que está en el centro, nos dice Emerson:

“Como ser al que hemos dado vida con artes mágicas, cuan-do lleva a cabo sus actos existentes independientemente del impulso del maestro, el poeta ha creado a sus personas, y entonces ve y narra lo que hacen y dicen. Semejante crea-ción es poesía, en sentido literal, y su posibilidad es un enig-ma insondable.”

Emerson, además, escribió poemas y fue romántico, y tam-bién místico, durante un tiempo. Su escritura puede en-tenderse como una respuesta a la filosofía (representada por Platón), al misticismo (representada por Swedenborg) y al romanticismo (representada por Shakespeare), o como superación del platonismo (representado por Proclo), del misticismo (representado por el puritanismo) y del roman-ticismo (representado por Coleridge). Tradujo la Vida nueva de Dante y su influencia es fuerte. Beatriz es una figura fundamental para entender el que quizá sea el mito cen-tral del imaginario norteamericano, desde Emerson hasta el Rosebud de Ciudadano Kane pasando por el hecho de que el concepto de soberanía fue deliberadamente excluido de la Constitución: el mito de lo sagrado del salvajismo del alma humana. Hemos sido y somos creados. Solo el alma es soberana.

Quizá podría decirse que la figura que guarda una relación más estrecha con la figura del poeta o la poesía en Emer-son es la figura de la vida superior. Desde el mito platóni-co de la caverna, la relación entre el mito y la posibilidad de la salida a la luz o la emancipación en nuestra filosofía

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es directa. Buscamos la expresión que dé forma a nuestro encontrarnos estando referidos. Nuestra constitución fun-damentalmente no es científica sino poética o teológica. Como le pasa a Ulises en la revisión de su mito en la Co-media de Dante (que podríamos considerar una respuesta al problema de la Ilustración muy superior a la de Adorno y Horkheimer), conocer no es suficiente. No conocemos nuestra alma, surcamos poéticamente el espacio misterio-so en que nos encontramos con nosotros mismos, lo que quizá no es poco y es salir al aire libre. Platón no miente cuando se presenta a sí mismo como un contador de mitos. La posición emersoniana es quizá la que mejor responde, por ejemplo, al proyecto heideggeriano. Es superior en el sentido en que la imaginación es superior a la fantasía. Nos dice de nuevo en “Poesía e imaginación”:

“Si bien la imaginación intoxica al poeta, no está inactiva en otros hombres. La metamorfosis excita en el que contempla una emoción de júbilo. El uso de símbolos tiene cierto poder de emancipación y exaltación para todos los hombres. Pa-recemos tocados por una varita mágica que nos hace bailar y correr felizmente, como niños. Somos como personas que salen de una cueva o sótano al aire libre. Este es el efecto sobre nosotros de tropos, fábulas, oráculos y todas las formas poéticas. Los poetas son de este modo dioses liberadores.”

En el último ensayo de este volumen, “Poesía persa”, fun-damentalmente se nos presenta a Hafiz, príncipe de los poetas persas, amante de la vida y la belleza, emancipador del espíritu y militante contra lo santurrón y la hipocresía al que no le importaría que hoy se le considerase el mejor de todos los raperos teniendo en cuenta también el curioso dato que nos da Emerson del tratamiento de la autoría en

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la tradición de la poesía persa:

“Solo sirve para la compañía aquel que sabe valorar la feli-cidad terrenal de una copa. Nuestro padre Adán vendió el paraíso por dos granos de trigo; así que no me avergüenza si le doy mucha importancia a un hueso de uva.”

“Cuando Hafiz canta los ángeles escuchan, y Anahita, la lí-der de la bóveda celeste, llama incluso al mesías en el cielo para ir al baile.”

Es representativo que este último ensayo y a la vez este vo-lumen terminen con un poema de Ferideddin Attar como la inexplicable roca de la que habla sobre Prometeo Kafka, que en una parábola escribe:

“La expulsión del paraíso es final, y la vida en este mundo inapelable, pero la naturaleza eterna del evento (o, para ex-presarlo en términos de temporalidad, la repetición eterna del evento), hace posible que no solo podamos estar viviendo con-tinuamente en el paraíso, sino que en la práctica estemos en él permanentemente, sin que tenga la menor importancia que sepamos o no que nos encontramos en el paraíso. Vivimos en pecado no solo porque comimos del árbol del conocimiento, sino porque aún no hemos comido del árbol de la vida……Estábamos destinados a vivir en el paraíso, y el paraíso esta-ba hecho para nosotros. Nuestro destino fue alterado, pero no podemos estar seguros de que lo mismo haya ocurrido con el destino del paraíso.Y si bien fuimos expulsados del paraíso, el paraíso no fue des-truido. De algún modo, nuestra expulsión del paraíso fue un golpe de suerte, porque en caso de que nosotros no hubiéra-mos sido expulsados, se debería haber destruido al paraíso.”

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En “Poesía e imaginación” podemos leer: “La poesía es inestimable como fe solitaria, una protesta solitaria ante el clamor del ateísmo.” No es casualidad que Harold Bloom, judío gnóstico en sus propias palabras socarronas, sea pro-fundamente emersoniano aunque quizá no gane en su agón, y que Stanley Cavell, actual figura emersoniana mundial, sea doctor en Wittgenstein que, al fin y al cabo, buscaba la manera de decir que sí.

Fernando Vidagañ Murgui

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El Poetay otros ensayos

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El Poeta

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El poeta

Un niño trasto y salvajemente sabioSeguía el juego con ojos alegresQue elegían, como meteoros, su caminoY desgarraban la oscuridad con un rayo privado:Saltaban el límite del horizonte,Buscaban con el privilegio de Apolo;A través del hombre, la mujer, la mar y la estrellaVeían avanzar la danza de la naturaleza;A través de mundos y razas y términos y tiemposVeían el orden musical y rimas emparejadas.

Bardos olímpicos que cantasteisIdeas divinas aquí abajo,Que siempre nos encontráis jóvenes,Y así nos mantendréis siempre.

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El poeta

Esos a quienes se considera árbitros del buen gusto son a menudo personas que han adquirido cierto conocimiento sobre admirados cuadros y esculturas y sienten cierta in-clinación por todo lo elegante, pero si inquirís si son almas bellas, y si sus propios actos son como hermosos cuadros os encontraréis con que son egoístas y sensuales. Su cul-tivo es local, como si frotaseis un palo de madera seca en un punto, quedando frío todo lo demás. Su conocimiento de las bellas artes es cierto estudio de reglas y particulares o un juicio limitado del color y la forma, ejercitado por entretenimiento o exhibición. Es una prueba de la super-ficialidad de la belleza, que se da en las mentes de nues-tros aficionados, que los hombres parecen haber perdido la percepción de la dependencia instantánea de la forma en el alma. No hay doctrina de las formas en nuestra filo-sofía. Fuimos puestos en nuestros cuerpos, como se pone el fuego en una sartén, para ser transportados; pero no hay un ajuste preciso entre el espíritu y el órgano, y mu-cho menos es el último la germinación del primero. De modo que, en relación a otras formas, los intelectuales no creen en ninguna dependencia esencial del mundo ma-terial respecto al pensamiento y la volición. Los teólogos

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consideran un bonito castillo en el aire hablar del signi-ficado espiritual de un barco o una nube, de una ciudad o un contrato, pero prefieren volver al terreno sólido de la evidencia histórica; e incluso los poetas se contentan con un modo de vida civil y adaptado y con escribir sus poemas desde la fantasía, a una distancia segura de su propia experiencia. Pero las mentes superiores del mundo nunca han dejado de explorar el doble sentido, o debería decir el cuádruple o el céntuplo o mucho más diverso, de todo hecho sensual: Orfeo, Empédocles, Heráclito, Pla-tón, Plutarco, Dante, Swedenborg y los maestros de la es-cultura, la pintura y la poesía. Porque no somos sartenes o carretillas, ni siquiera portadores del fuego y la antorcha, sino hijos del fuego, hechos de él, y solamente la misma divinidad transmutada, a dos o tres pasos, cuando menos sabemos de ello. Y esta verdad oculta, que las fuentes de las que fluye todo este río de Tiempo y sus criaturas son intrínsecamente ideales y bellas, nos lleva a considerar la naturaleza y las funciones del Poeta, o el hombre de la be-lleza, los medios y materiales que usa, y al aspecto general del arte en el presente.El alcance del problema es enorme, porque el poeta es representativo. Representa entre hombres parciales al hombre completo y no nos informa de su riqueza sino de la riqueza común. El joven venera a los hombres de genio porque, a decir verdad, son más él que él mismo. Reciben del alma como hace él, pero más. La naturaleza aumenta su belleza, para los ojos de los hombres enamorados, al creer que el poeta contempla también sus demostraciones. Éste está aislado entre sus contemporáneos, por la verdad y por su arte, pero con el consuelo de que su búsqueda arrastrará tarde o temprano a todos los hombres. Porque todos los hombres viven por la verdad y están necesitados

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de expresión. En el amor, en el arte, en la avaricia, en la política, en el trabajo, en los juegos, estudiamos para pronunciar nuestro doloroso secreto. El hombre es solo la mitad de sí mismo, la otra mitad es su expresión.A pesar de esta necesidad de hacerse pública, la expre-sión adecuada es rara. No sé por qué necesitamos un in-térprete, pero la gran mayoría de los hombres parecen menores, que aún no están en posesión de sí mismos, o mudos que no pueden contar la conversación que han te-nido con la naturaleza. No hay ningún hombre que no anticipe una utilidad suprasensual en el sol y las estrellas, la tierra y el agua. Mantienen su posición y esperan para prestarle un servicio peculiar. Pero hay cierta obstrucción, o un exceso de flema en nuestra constitución, que no les permite producir el debido efecto. Las impresiones de la naturaleza caen demasiado débiles sobre nosotros para hacernos artistas. Cada toque debería emocionar. Cada hombre debería ser tan artista como para informarnos al conversar de lo que le ha ocurrido. Sin embargo, en nues-tra experiencia, los rayos o pulsiones tienen fuerza para llegar a los sentidos, pero no la suficiente como para tocar hueso y forzar su reproducción en la expresión. El poeta es la persona en la que estos poderes están en equilibrio, el hombre sin impedimento, que ve y toca lo que otros sueñan, atraviesa la escala de la experiencia y es repre-sentante del hombre en virtud de ser el mayor poder para recibir e impartir.El universo tiene tres hijos que nacieron a la vez, que re-aparecen con diferentes nombres en todo sistema de pen-samiento, ya se les llame causa, operación y efecto o, más poéticamente, Jove, Plutón y Neptuno; o, teológicamente, el Padre, el Espíritu y el Hijo; pero que aquí llamamos el conocedor, el hacedor y el orador. Representan respecti-

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vamente el amor a la verdad, el amor al bien y el amor a la belleza. Los tres son iguales. Cada uno es el que es esen-cialmente, de modo que no puede ser superado o analiza-do, y cada uno de los tres tiene en él el poder de los otros latente, y el suyo patente.El poeta es el que dice, el que nombra, y representa la be-lleza. Es un soberano y está en el centro; porque el mundo no está pintado o adornado, sino que desde el comienzo es hermoso, y Dios no ha hecho algunas cosas bellas, sino que la Belleza es la creadora del universo. Por lo que el poeta no es un potentado permisivo, sino el emperador por derecho propio. La crítica está infestada por la pala-brería del materialismo, que asume que la destreza y la actividad son el principal mérito de todos los hombres, y desprecia el decir y no hacer, obviando el hecho de que algunos hombres, es decir, los poetas, dicen por natura-leza, enviados al mundo con el fin de la expresión, y los confunde con aquellos cuya provincia es la acción, la cual abandonan para imitar a los que dicen. Pero las palabras de Homero son tan costosas y admirables para Home-ro como las victorias de Agamenón para Agamenón. El poeta no espera al héroe o al sabio sino que, así como estos fundamentalmente actúan y piensan, él fundamen-talmente escribe aquello de lo que se hablará y deberá hablarse, considerando a los otros, aunque sean también primarios, respecto a él, secundarios y sirvientes; como sedentes o modelos en el estudio de un pintor, o asistentes que llevan materiales de construcción a un arquitecto.La poesía se escribió antes que el tiempo y, cuando esta-mos tan bien organizados que podemos penetrar en esa región en que el aire es música, oímos aquellos gorjeos primitivos y tratamos de anotarlos, pero perdemos de vez en cuando una palabra o un verso, y lo sustituimos por

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algo propio y así malescribimos el poema. Los hombres de oído más delicado anotan más fielmente estas cadencias, y estas transcripciones, aunque imperfectas, se convierten en las canciones de las naciones. Porque la naturaleza es tan verdaderamente hermosa como buena o razonable, y debe mostrarse tanto como hacerse y conocerse. Palabras y hechos son modos del todo indiferentes de energía divi-na. Las palabras son también acciones y las acciones son una especie de palabras.

El símbolo y credenciales del poeta son que anuncia lo que ningún hombre ha predicho. Él es el verdadero y úni-co doctor; conoce y narra. Es el único narrador de noti-cias porque estaba presente y al loro en la aparición que describe. Es espectador de ideas y pronuncia lo necesario y casual. No estamos hablando de hombres con talento poético o con industria y destreza en el metro, sino del verdadero poeta. Tomé parte el otro día en una conver-sación sobre un reciente escritor de lírica, un hombre de mente sutil, cuya cabeza parecía una caja de música de delicadas melodías y ritmos, y cuya destreza y dominio del lenguaje no podríamos alabar lo suficiente. Pero cuando salió la cuestión de si no era solo un lírico sino un poeta, nos vimos obligados a confesar que es claramente un con-temporáneo, no un hombre eterno. No sobresale de nues-tras bajas limitaciones, como un Chimborazo que atra-viesa desde la tórrida base todos los climas del globo, con los cinturones de herbaje de cada latitud en sus laderas elevadas y moteadas; este genio es el paisaje ajardinado de una casa moderna, adornada con fuentes y estatuas, con hombres y mujeres bien criados de pie y sentados en los paseos y terrazas. Oímos a través de la música variada el tono terrenal de la vida convencional. Nuestros poetas son

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hombres de talento que cantan, no los hijos de la música. El argumento es secundario, el acabado de los versos es primario.No son metros, sino un argumento metrificador, lo que compone un poema; un pensamiento tan apasionado y vivo que, como el espíritu de una planta o un animal, tiene una arquitectura propia y adorna la naturaleza con algo nuevo. El pensamiento y la forma son iguales en el orden del tiempo, pero en el orden del génesis el pensamiento es anterior a la forma. El poeta tiene un pensamiento nue-vo: tiene toda una nueva experiencia que desplegar; nos contará lo que le pasó y todos los hombres se harán más ricos con su fortuna. La experiencia de cada nueva época necesita una nueva confesión, y el mundo parece siempre estar esperando a su poeta. Recuerdo cuánto me conmo-vió una mañana, cuando era joven, la noticia de que el ge-nio había aparecido en un joven que se sentaba junto a mí en la mesa. Había dejado su trabajo y se había marchado a merodear nadie sabe dónde y había escrito cientos de versos, pero no podía decir si con ello había dicho así lo que había en él: solo podía decir que todo había cambia-do, el hombre, la bestia, el cielo, la tierra y el mar. ¡Qué alegres lo escuchamos! ¡Qué crédulos! La sociedad pare-cía estar comprometida. Nos sentábamos en la aurora de un amanecer que iba a apagar todas las estrellas. Boston parecía estar al doble de distancia que la noche anterior, o mucho más lejos. Roma, ¿qué era Roma? Plutarco y Sha-kespeare estaban en hojas amarillentas, y no debía oírse nada más de Homero. Es mucho saber que la poesía se ha escrito este mismo día, bajo este mismo techo, a tu lado. ¡Cómo! ¡Aquel maravilloso espíritu no ha expirado! ¡Estos momentos pétreos siguen centelleantes y animados! Ha-bía creído que todos los oráculos se habían callado y que la naturaleza había gastado su fuego ¡y mirad! toda la no-

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che, por todos los poros, han estado fluyendo esas auroras. Todos tienen cierto interés en el advenimiento del poeta pero nadie sabe cuánto le puede concernir. Sabemos que el secreto del mundo es profundo, pero no sabemos quién o qué será nuestro intérprete. Un paseo por la montaña, una cara nueva, una persona nueva, pueden poner la llave en nuestras manos. Por supuesto, el valor del genio para nosotros está en la veracidad de su informe. El talento puede juguetear y confundir; el genio realiza y añade. La humanidad, en serio, se ha servido tanto de conocerse a sí misma y su trabajo, que el principal vigilante en la cumbre anuncia sus novedades. Esta es la palabra más verdadera jamás dicha, y la frase será la más idónea, la más musical, y la voz infalible del mundo para esa época.Todo lo que llamamos historia sagrada da fe de que el nacimiento de un poeta es el acontecimiento principal en la cronología. El hombre, nunca suficientemente engaña-do, todavía espera la llegada de un hermano que lo lleve directamente a una verdad hasta que la haga suya. ¡Con qué júbilo empiezo a leer un poema en el que confío como una inspiración! Y ahora han de romperse mis cadenas, me remontaré sobre estas nubes y aires opacos en que vivo —opacos aunque parezcan transparentes— y veré y comprenderé mis relaciones desde el cielo de la verdad. Esto me reconciliará con la vida y renovará la naturaleza: ver las naderías animadas por una tendencia, y saber qué estoy haciendo. La vida ya no será nunca un ruido; ahora veré hombres y mujeres, y conoceré las señales por las que pueden distinguirse de locos y satanes. Este día será mejor que mi nacimiento: entonces me convertí en un animal, ahora estoy invitado a la ciencia de lo real. Tal es la espe-ranza, pero la fruición se pospone. Más a menudo ocurre que este hombre alado que ha de llevarme al cielo me da

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vueltas por las nubes, luego brinca y salta conmigo de una a otra, afirmando que va rumbo al cielo, y yo, al ser un novato, tardo en percibir que no conoce el camino de los cielos y solo pretende que admire su destreza para elevar-se, como un ave o un pez volador, un poco sobre la tierra o el agua, pero nunca habitará el perforador, alimenticio y ocular aire del cielo, que no habitará nunca el hombre. Caigo rápido de nuevo a mis viejos rincones y llevo la mis-ma vida de exageraciones que antes, y he perdido mi fe en la posibilidad de un guía que me lleve donde querría.

Estas víctimas de la vanidad aparte, dejadnos, con nue-va esperanza, observar cómo la naturaleza, por impulsos más valiosos, ha asegurado la fidelidad del poeta a su ofi-cio de anunciamiento y afirmación, a saber, por la belle-za de las cosas, que se convierte en una belleza nueva y superior una vez expresada. La naturaleza le ofrece todas sus criaturas como un lenguaje de imágenes. Un segun-do valor maravilloso aparece en el objeto al ser usado como un tipo, mucho mejor que el antiguo, como la ten-sa cuerda del carpintero, si acercáis lo suficiente el oído, es musical a la brisa. “Cosas más excelentes que ninguna imagen se expresan mediante imágenes” dice Jámblico. Las cosas admiten ser usadas como símbolos, porque la naturaleza es un símbolo, en total y en cada parte. Cada línea que podemos dibujar en la arena tiene expresión, y no hay nadie sin su espíritu o genio. Toda forma es un efecto del carácter; toda condición, de la cualidad de la vida; toda harmonía, de la salud (y por esta razón la per-cepción de la belleza debería ser simpática o apropiada solo para lo bueno). Lo bello descansa en los fundamentos

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de lo necesario. El alma hace al cuerpo, como enseña el sabio Spenser:

“Todo espíritu, al ser más puroY contener más luz celestial,El cuerpo más hermoso procuraHabitar y disponer de la mejor manera,Con gracia alegre y vista amable.Porque del alma el cuerpo toma forma,Porque el alma es forma y hace al cuerpo.”

Aquí nos encontramos, de repente, no en una especulación crítica, sino en un lugar sagrado, y deberíamos marchar con mucha cautela y reverencia. Estamos ante el secreto del mundo, allí donde el ser pasa a la apariencia y la unidad a la variedad.El universo es la exteriorización del alma. Donde hay vida, estalla en apariencia a su alrededor. Nuestra ciencia es sen-sual y, por ello, superficial. Tratamos sensualmente la tierra y los cuerpos celestes, la física, la química, como si fueran existentes por sí mismos, pero son la retina de ese Ser que tenemos. “El poderoso cielo,” dice Proclo, “exhibe en sus transfiguraciones imágenes claras del esplendor de las per-cepciones intelectuales, moviéndose conjuntamente con los periodos no aparentes de las naturalezas intelectuales”. Por lo tanto, la ciencia va de la mano de la justa elevación del hombre, al paso de la religión y la metafísica; o dicho de otro modo, el estado de la ciencia es un índice del conoci-miento de nosotros mismos. Como todo en la naturaleza responde a un poder moral, si algún fenómeno permanece bruto y oscuro es porque la facultad correspondiente en el observador aún no está activa.

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No hay que asombrarse entonces de que, siendo estas aguas tan profundas, nos cernamos sobre ellas con una mirada religiosa. La belleza de la fábula prueba la importancia del sentido; para el poeta y para todos los demás; o, si lo prefe-rís: todo hombre es tan poeta como para ser sensible a estos encantos de la naturaleza, porque todos los hombres tienen los pensamientos cuya celebración es el universo. Me en-cuentro con que la fascinación reside en el símbolo. ¿Quién ama la naturaleza? ¿Quién no? ¿Solo los poetas y los hom-bres de ocio y cultura que viven con ella? No. También los cazadores, granjeros, mozos de cuadra y carniceros, aun-que expresan su afecto en la vida que han elegido y no en las palabras que eligen. El escritor se pregunta lo que el co-chero o el cazador valoran al cabalgar, en caballos y perros. No son cualidades superficiales. Cuando habláis con él, les da tan poca importancia como vosotros. Su culto es simpá-tico; no tiene definiciones, sino que está a las órdenes de la naturaleza, del poder vivo que siente allí presente. Ningu-na imitación o juego con estas cosas le contentará; ama lo serio del viento del norte, la lluvia, la piedra, la madera y el hierro. Una belleza inexplicable es más querida que una belleza cuyo fin podemos ver. Es la naturaleza símbolo, la naturaleza que certifica lo sobrenatural, el cuerpo inunda-do de vida, lo que adora con ritos rudos pero sinceros.

La interioridad y el misterio de este apego lleva a los hom-bres de toda clase a usar emblemas. Las escuelas de poetas y filósofos no están más ebrias con sus símbolos que el po-pulacho con los suyos. Considerad el poder de las insignias y emblemas en nuestros partidos políticos. ¡Mirad la gran bola que hacen rodar de Baltimore a Bunker Hill! En las procesiones políticas Lowell va en un telar, Lynn en un za-pato y Salem en un barco. Contemplad el barril de sidra,

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la cabaña de troncos, la vara de nogal, el palmito y todas las distinciones de partido. Contemplad el poder de los em-blemas nacionales. Algunas estrellas, lirios, leopardos, una luna creciente, un león, un águila u otra figura a la que se dio crédito Dios sabe cómo, sobre una vieja bandera de trapo que hondea al viento, en un fuerte, en el confín de la tierra, harán a la sangre estremecerse bajo la apariencia más ruda o convencional. ¡La gente cree que odia la poesía y son todos poetas y místicos!

Más allá de esta universalidad del lenguaje simbólico, se nos informa de lo divino de este uso superior de las cosas por el que el mundo es un templo cuyas paredes están cu-biertas de emblemas, cuadros y mandamientos de la dei-dad, esto es, de que no hay hecho alguno en la naturaleza que no lleve consigo el sentido completo de la naturaleza; y las distinciones que hacemos en los acontecimientos y en asuntos, de lo bajo y lo alto, lo honesto y lo ruin, desapare-cen cuando se usa la naturaleza como un símbolo. El pen-samiento lo vuelve todo adecuado para el uso. El vocabu-lario de un hombre omnisciente comprendería palabras e imágenes excluidas de la conversación cortés. Lo que sería ruin, e incluso obsceno para el obsceno, resultaría ilustre mencionado en una nueva conexión de pensamiento. La piedad de los profetas hebreos purga su grosería. La cir-cuncisión es un ejemplo del poder de la poesía para elevar lo bajo y ofensivo. Cosas pequeñas y mezquinas sirven tan bien como grandes símbolos. Cuanto más mezquino sea el tipo con que se expresa una ley, más mordaz es y más duradero en el recuerdo de los hombres: igual que elegi-mos la caja o estuche más pequeño en que puede llevarse cualquier utensilio necesario. La mente imaginativa consi-dera sugerentes simples listas de palabras, como se cuen-

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ta de lord Chatham que solía leer el diccionario de Bailey cuando se preparaba para hablar en el Parlamento. La más pobre experiencia es lo suficientemente rica para todos los propósitos de expresar el pensamiento. ¿Por qué codiciar un conocimiento de nuevos hechos? El día y la noche, la casa y el jardín, unos pocos libros, unas pocas acciones nos sirven tan bien como lo harían todos los negocios y espec-táculos. Estamos lejos de haber agotado el significado de los pocos símbolos que usamos. Aún podemos llegar a usarlos con una terrible sencillez. No es necesario que un poema sea largo. Toda palabra fue una vez un poema. Toda nueva relación es una nueva palabra. Además, usamos los defec-tos y deformidades con un propósito sagrado, expresando así que los males de este mundo lo son solo para la mirada mala. Los mitólogos observan que en la antigua mitología los defectos se adscriben a las naturalezas divinas, como la cojera a Vulcano, la ceguera a Cupido, y parecidos, para significar exuberancias.

Igual que la dislocación y la separación de la vida de Dios vuelve las cosas feas, el poeta, que reacomoda las cosas a la naturaleza y el todo —reacomodando incluso las cosas artificiales y las violaciones de la naturaleza a la naturaleza, por una intuición más profunda—, dispone muy fácilmente de los hechos más ingratos. Los lectores de poesía ven la fábrica y el ferrocarril y creen que rompen la poesía del paisaje porque estas obras de arte aún no están consagradas en su lectura, pero el poeta las ve caer en el gran orden no menos que la colmena o la geométrica telaraña. La natu-raleza las adopta muy rápido en sus círculos vitales y ama el reluciente tren de vagones como si fuera suyo. Además, para una mente centrada nada significan cuantas invencio-nes mecánicas mostréis. Aunque añadáis millones, y cada

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vez más sorprendentes, el hecho de la mecánica no habrá ganado ni una pizca de peso. El hecho espiritual permanece inalterable, haya muchos o pocos ejemplos; igual que nin-guna montaña tiene una altura tan apreciable como para romper la curva de la esfera. Un chaval de pueblo astuto va a la ciudad por primera vez y al ciudadano complaciente no le satisface su pequeño asombro. No es que no vea todas las casas elegantes ni que ignore que no las había visto antes, sino que dispone de ellas tan fácilmente como el poeta en-cuentra lugar para el ferrocarril. El valor principal del nue-vo hecho es aumentar el gran y constante hecho de la vida, que puede reducir cualquier circunstancia, y para el que el cinturón de cuentas y el comercio de América son iguales.Puesto así el mundo bajo la mente para el verbo y el nom-bre, el poeta es quien puede articularlo. Porque aunque la vida es grande y fascina y absorbe, y aunque todos los hombres entienden los símbolos con que se nombra, no pueden, sin embargo, usarlos originalmente. Somos sím-bolos y habitamos símbolos; el trabajador, el trabajo y las herramientas, las palabras y las cosas, el nacimiento y la muerte, son todos emblemas, pero simpatizamos con los símbolos y, encaprichados con los usos económicos de las cosas, no sabemos que son pensamientos. El poeta, por una ulterior percepción intelectual, les da un poder que consti-tuye su antiguo uso olvidado, y pone ojos y lengua en cada objeto mudo e inanimado. Percibe la independencia del pensamiento en el símbolo, la estabilidad del pensamiento, lo accidental y fugaz del símbolo. Igual que se dice que los ojos de Linceo veían a través de la tierra, el poeta convier-te el mundo en cristal y nos muestra todas las cosas en su adecuada serie y procesión. Porque, a través de esa mejor percepción, está un paso más cerca de las cosas y ve el flujo o la metamorfosis; percibe que el pensamiento es multifor-

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me; que dentro de la forma de cada criatura hay una fuerza que la impele a ascender a una forma superior y, siguiendo con sus ojos la vida, usa las formas que expresan esa vida, y así su discurso fluye con el flujo de la naturaleza. Todos los hechos de la economía, el sexo, la nutrición, la gestación, el nacimiento, el crecimiento animal, son símbolos del paso del mundo al alma del hombre, para sufrir allí un cambio y reaparecer como un hecho nuevo y superior. Usa formas conforme a la vida y no conforme a la forma. Esto es cien-cia verdadera. Solo el poeta conoce la astronomía, la quí-mica, la vegetación y la animación, ya que no se detiene en estos hechos, sino que los emplea como señales. Sabe por qué el llano o pradera del espacio fue sembrado con estas flores que llamamos soles y lunas y estrellas; por qué la gran profundidad está adornada con animales, con hombres y dioses; porque con cada palabra cabalga con ellos como los caballos del pensamiento.

En virtud de esta ciencia el poeta es denominador, o ha-cedor de lenguaje, al nombrar las cosas a veces según su apariencia, y dar a cada una su nombre y no el de otra, deleitando así al intelecto, que disfruta con la separación o límite. Los poetas hicieron todas las palabras y, por tanto, el lenguaje es los archivos de la historia y, si debemos de-cirlo, una suerte de tumba de las musas. Aunque se haya olvidado el origen de la mayoría de nuestras palabras, cada palabra fue al principio un golpe de genio y se puso en cir-culación, porque en el momento simbolizó el mundo para el primer hablante y el oyente. El etimólogo descubre que la palabra más muerta fue una vez una imagen brillante. El lenguaje es poesía fosilizada. Así como la piedra caliza del continente se compone de infinitas masas de conchas de animálculos, el lenguaje se compone de imágenes o tropos

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que ahora, en su uso secundario, hace mucho que dejaron de recordarnos su origen poético. El poeta nombra la cosa porque la ve o está un paso más cerca de ella que cualquie-ra. Esta expresión, o nombrar, no es arte sino una segunda naturaleza crecida de la primera, como una hoja de un ár-bol. Lo que llamamos naturaleza es cierto movimiento o cambio autorregulado; y la naturaleza hace todas las cosas con sus propias manos y no deja que otro la bautice, sino que bautiza, de nuevo, a través de la metamorfosis. Recuer-do que cierto poeta me lo describió así:El genio es la actividad que repara la decadencia de las co-sas, sean totalmente o en parte de tipo material y finito. La naturaleza, en todos sus reinos, se asegura a sí misma. Na-die se preocupa por plantar el pobre hongo: pues ella des-prende de las laminillas de un agárico incontables esporas, y cualquiera de ellas, preservada, transmite nuevos billones mañana o pasado. El nuevo agárico de esta hora tiene una oportunidad que el viejo no tuvo. Este átomo de semilla es lanzado a un lugar nuevo, no sujeto a los accidentes que destruyeron a su padre a dos varas. Ella hace un hombre y, tras llevarlo a una edad madura, ya no corre el riesgo de perder esta maravilla de golpe, sino que separa de él otro para salvaguardar al tipo de los accidentes a que se expone el individuo. Así, cuando el alma del poeta ha llegado a la madurez de pensamiento, la naturaleza separa y aparta de él su poema o cantos, una progenie impávida, insomne, in-mortal, no expuesta a los accidentes del agotador reino del tiempo: prole impávida, vivaz, dotada de alas (como la vir-tud del alma de que proviene), que la llevan rápido y lejos y la fijan irrevocablemente en los corazones de los hombres. Estas alas son la belleza del alma del poeta. Los cantos, que huyen inmortales de su padre mortal, son perseguidos por clamorosas bandadas de censuras, que aumentan en núme-

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ro y amenazan con devorarlos, pero no son aladas. Al cabo de un salto muy corto caen por su peso y se pudren al no haber recibido hermosas alas de las almas que provinieron. Pero las melodías del poeta ascienden y saltan y perforan las profundidades del tiempo infinito.

Así me instruyó el bardo, con su expresión más libre. La naturaleza tiene un fin superior en la producción de nuevos individuos que la seguridad, esto es, la ascensión o el paso del alma a formas superiores. Conocí en mi juventud al escultor que hizo la estatua de la juventud que hay en el jardín público. Según recuerdo, era incapaz de decir direc-tamente qué le hacía feliz o infeliz, pero podía decirlo por maravillosas vías indirectas. Se levantó un día, como solía, antes del alba, y vio la aurora, grande como la eternidad de la que venía y, durante muchos días, trató de expresar esa tranquilidad y, ¡mirad!, su cincel fabricó en mármol a un bello joven, Fósforo, cuyo aspecto es tal que hace que, según dicen, todas las personas que lo miran se queden en silencio. El poeta se resigna también a su humor, y el pensamiento que le ha agitado queda expresado, aunque alter ídem, de una manera totalmente nueva. La expresión es orgánica o tiene el nuevo tipo que adoptan las cosas li-beradas. Igual que los objetos pintan al sol sus imágenes en la retina del ojo, aquellas, compartiendo la aspiración de todo el universo, tienden a pintar una copia más delicada de su esencia en la mente del poeta. Su paso a melodías es como la metamorfosis de las cosas en formas orgánicas superiores. Sobre todas las cosas está su daimon o alma y, como el ojo refleja la forma de una cosa, la melodía refleja el alma de una cosa. La mar, la cordillera, el Niágara y todo parterre preexisten o superexisten en precantamientos que navegan como olores por el aire y, cuando un hombre pasa

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con un oído suficientemente fino los capta y trata de ano-tarlos sin diluirlos ni depravarlos. Y de ahí que la legitima-ción de la crítica, en la fe de la mente, sea que los poemas son una versión corrupta de algún texto en la naturaleza al que corresponderían. La rima en uno de nuestros sonetos no debería ser menos agradable que los repetidos nodos de una concha marina o la parecida diferencia de un grupo de flores. El apareamiento de los pájaros es un idilio, no tedioso como nuestros idilios; una tempestad es una áspe-ra oda sin falsedad o broncas: un verano, con su cosecha sembrada, recogida y guardada, es una canción épica que subordina muchas partes admirablemente ejecutadas. ¿Por qué no deberían la simetría y la verdad que los modulan brillar en nuestro espíritu de modo que participemos en la invención de la naturaleza?

Esta idea, que se expresa con lo que se llama imaginación, es un tipo muy elevado de visión, que no viene del estudio, sino de que el intelecto esté en el lugar que ve y en lo que ve, compartiendo el camino o circuito de las cosas a través de las formas y haciéndolas de este modo traslúcidas a otros. El camino de las cosas es silencioso. ¿Tolerarán que el ha-blante vaya con ellas? No tolerarán a un espía; un amante, un poeta, es la trascendencia de su propia naturaleza; a él lo tolerarán. La condición del verdadero nombrar, por parte del poeta, es que se resigne a sí mismo frente a la divina aura que respira a través de las formas, y que la acompañe.

Un secreto que todo intelectual aprende rápidamente es que, más allá de la energía de su intelecto poseído y cons-ciente, es capaz de una energía nueva (como la de un inte-lecto doblado) al abandonarse a la naturaleza de las cosas; que al lado de su poder privado como individuo hay un

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gran poder público del que puede servirse abriendo a todo riesgo sus puertas humanas y permitiendo que las mareas etéreas rueden y circulen por él: queda atrapado entonces en la vida del universo, su expresión es trueno, su pensa-miento es ley y sus palabras son universalmente inteligibles como las plantas y los animales. El poeta sabe que habla adecuadamente solo cuando dice algo salvaje o “con la flor de la mente”, no usando el intelecto como un órgano, sino con el intelecto liberado de todo servicio y permitiéndole dirigirse por su vida celestial; o, como solían expresarlo los antiguos, no solo con el intelecto sino con el intelecto ebrio de néctar. Del mismo modo que el viajero que ha perdido su camino suelta las riendas de su caballo y confía en el instinto del animal para encontrarlo, tenemos que confiar nosotros en el animal divino que nos lleva por este mundo. Porque si podemos estimular este instinto de alguna mane-ra se abren nuevos pasos para nosotros en la naturaleza, la mente fluye dentro y a través de cosas más duras y superio-res y la metamorfosis es posible.

Por esta razón aman los bardos el vino, el hidromiel, los narcóticos, el café, el té, el opio, los vapores de sándalo y el tabaco o cualquier otra especie de exaltación animal. To-dos los hombres aprovechan los medios que tienen para añadir este poder extraordinario a sus poderes normales; y con este fin aprecian la conversación, la música, la pintu-ra, la escultura, la danza, el teatro, los viajes, la guerra, las multitudes, los incendios, el juego, la política o el amor o la ciencia o la intoxicación animal, que son sustitutos varios más toscos o finos o casi mecánicos del verdadero néctar, que es la violación del intelecto por aproximarse al hecho. Estos son auxilios para la tendencia centrífuga del hombre, para su paso al espacio libre, y le ayudan a escapar de la

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custodia de ese cuerpo en que está confinado y de esa cár-cel de las relaciones individuales en que está encerrado. De ahí que gran número de quienes han sido profesionales de la expresión de la belleza, como pintores, poetas, músicos y actores, se haya acostumbrado más que otros a llevar una vida de placer e indulgencia; todos salvo los pocos que han recibido el verdadero néctar; y como era este un modo es-purio de alcanzar la libertad, puesto que no se trataba de una emancipación hacia los cielos sino hacia la libertad de lugares más ruines, fueron castigados por la ventaja que ganaron con la disipación y el deterioro. Nunca se puede tomar ventaja de la naturaleza con truco alguno. El espíritu del mundo, la gran presencia calma del creador, no acude a los hechizos del opio o el vino. La visión sublime va al alma pura y sencilla en un cuerpo limpio y casto. No es inspira-ción lo que debemos a los narcóticos, sino falsa excitación y furia. Milton dice que el poeta lírico puede beber vino y vivir generosamente, pero que el poeta épico, que canta a los dioses y sobre su descenso entre los hombres, debe be-ber agua de un cuenco de madera. La poesía no es “el vino del Diablo” sino el vino de Dios. Pasa con esto como pasa con los juguetes. Llenamos las manos y cuartos de nuestros hijos con todo tipo de muñecos, tambores y caballos, apar-tando su mirada de la cara sencilla y los objetos suficientes de la naturaleza, el sol y la luna, los animales, el agua y las piedras, que deberían ser sus juguetes. El hábito de vida del poeta debería estar en una clave tan baja y sencilla que las influencias comunes deberían deleitarle. Su alegría debe-ría ser el don de la luz solar; el aire debería bastarle como inspiración y debería achisparse con agua. Ese espíritu que basta a los corazones silenciosos, que parece venirles de cada loma seca de hierba marchita, de cada tocón de pino y piedra suelta en que brilla el turbio sol de marzo, llega a

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los pobres y hambrientos y a los de gustos sencillos. Si llenas tu cerebro de Boston o Nueva York, de moda y codicia, y estimulas los hastiados sentidos con vino y café francés, no descubrirás radiación alguna de sabiduría en el baldío soli-tario de los pinares.

Si bien la imaginación intoxica al poeta, no está inactiva en otros hombres. La metamorfosis excita en el que contem-pla una emoción de júbilo. El uso de símbolos tiene cierto poder de emancipación y exaltación para todos los hom-bres. Parecemos tocados por una varita mágica que nos hace bailar y correr felizmente, como niños. Somos como personas que salen de una cueva o sótano al aire libre. Este es el efecto sobre nosotros de tropos, fábulas, oráculos y todas las formas poéticas. Los poetas son de este modo dio-ses liberadores. Los hombres realmente tienen un sentido nuevo y han descubierto en su mundo otro mundo o nido de mundos; porque una vez vista la metamorfosis, adivi-namos que no se detiene. No consideraré ahora cuánto de esto otorga el encanto del álgebra y las matemáticas, que también tienen sus tropos, pero se siente en cada definición; como cuando Aristóteles define el espacio como una vasija inamovible que contiene las cosas; o cuando Platón define la línea como un punto que fluye, o la figura como el lími-te de lo sólido y cosas así. Qué gozoso sentido de libertad tenemos cuando Vitrubio anuncia la antigua opinión de los artistas de que ningún arquitecto puede construir bien una casa si no sabe algo de anatomía. Cuando Sócrates, en el Cármides, nos dice que ciertos encantamientos curan las enfermedades del alma y que tales encantamientos son las bellas razones, con las que se genera la templanza en el alma; cuando Platón llama al mundo un animal y Timeo afirma que las plantas también son animales, o afirma que

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un hombre es un árbol divino creciendo con su raíz, que es su cabeza, hacia arriba, tal como George Chapman, si-guiéndole, escribe:

“En nuestro árbol del hombre, cuya raíz nerviosabrota en su copa;”

Cuando Orfeo habla de la canicie como “esa flor blanca que marca la extrema vejez”; cuando Proclo llama al uni-verso la estatua del intelecto; cuando Chaucer, en su ala-banza de la “gentileza”, compara la buena sangre en una condición ruin con el fuego, que, aun llevado a la casa más oscura entre este monte y el Cáucaso, mantendrá su oficio natural y arderá tan brillante como si veinte mil hombres lo contemplaran; cuando Juan vio en el apocalipsis la ruina del mundo por el mal y caer las estrellas del cielo como la higuera desprende su fruto intempestivo; cuando Eso-po cuenta todo el catálogo de relaciones comunes diarias a través de la mascarada de pájaros y bestias, tomamos la alegre sugerencia de la inmortalidad de nuestra esencia, y su versátil hábito y escapatorias, como cuando los gitanos dicen “en vano es colgarlos, no pueden morir”.

Los poetas son de este modo dioses liberadores. Los anti-guos bardos británicos tenían por título de su orden “aque-llos que son libres en todo el mundo”. Son libres y liberan. Un libro imaginativo nos proporciona un servicio mucho mayor al principio, estimulándonos mediante sus tropos, que después, cuando llegamos al sentido preciso del autor. Creo que nada tiene valor en los libros salvo lo trascenden-tal y extraordinario. Si a un hombre le inflama y transporta su pensamiento, hasta el punto de que olvida a autores y público, y presta atención solo a este único sueño que le

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atrapa como una locura, dejadme leer su escrito, y podéis quedaros con todos los argumentos e historias y crítica. Todo el valor vinculado a Pitágoras, Paracelso, Cornelio Agripa, Cardano, Kepler, Swedenborg, Schelling, Oken o cualquier otro que introduzca hechos cuestionables en su cosmogonía, como ángeles, diablos, magia, astrología, quiromancia, mesmerismo y cosas así, es el certificado que tenemos de que se aparta de la rutina y de que hay aquí un testigo nuevo. Ese es también el mejor éxito en la conversa-ción: la magia de la libertad, que pone el mundo como un balón en nuestras manos. Qué barata parece entonces in-cluso la libertad, qué mezquino estudiar, cuando una emo-ción comunica al intelecto el poder de socavar y sacudir a la naturaleza: ¡qué gran perspectiva! Naciones, épocas, siste-mas entran y desaparecen, como hilos en un tapiz de gran tamaño y muchos colores; el sueño nos entrega al sueño y, mientras dure la embriaguez, en nuestra opulencia vende-remos nuestra cama, nuestra filosofía, nuestra religión.Hay una buena razón para apreciar esta liberación. El hado del pobre pastor que, cegado y perdido en la tormen-ta de nieve perece sin rumbo a pocos pies de la puerta de su cabaña, es un emblema del estado del hombre. Morimos miserablemente a orillas de las aguas de la vida y la ver-dad. La inaccesibilidad de todo pensamiento salvo del que estamos dentro es maravillosa. Y qué si os aproximáis a él: queda tan remoto el que está más cerca como el que está más lejos. Todo pensamiento es también una prisión, todo cielo es también una prisión. Por ello amamos al poeta, al inventor, que en cualquier forma, en una oda o en la acción o en miradas y conducta, nos ha proporcionado un nuevo pensamiento. Desata nuestras cadenas y nos admite en una escena nueva.Esta emancipación es deseable para todos los hombres y el

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poder para impartirla, como debe provenir de una mayor profundidad y alcance de pensamiento, es una medida del intelecto. Por ello perduran todos los libros de la imagina-ción, todos los que ascienden a esa verdad, en los que el escritor ve la naturaleza tras él y la usa como su exponente. Todo verso u oración, al poseer esta virtud, cuidará de su propia inmortalidad. Las religiones del mundo son las eya-culaciones de unos pocos hombres imaginativos.

Pero la cualidad de la imaginación es fluir, no congelarse. El poeta no se detenía en el color o la forma sino que leía su significado; y tampoco descansa en este significado sino que hace de los objetos mismos exponentes de su nuevo pensamiento. Aquí yace la diferencia entre el poeta y el místico: el último clava un símbolo a un sentido, que fue verdadero por un momento, pero pronto resulta viejo y fal-so. Porque todos los símbolos son fluidos; todo lenguaje es vehicular y transitivo, y es bueno, como los barcos y los ca-ballos, como transporte, no como las granjas y casas, como propiedad. El misticismo consiste en el error de tomar un símbolo accidental e individual por uno universal. El rojo matinal es el meteoro favorito de los ojos de Jacob Beh-men, y llega a representar para él la verdad y la fe; y cree que debería representar las mismas realidades para todo lector. Pero el primer lector prefiere igual de naturalmente el símbolo de una madre con su hijo o el de un jardinero y su bulbo o el de un joyero puliendo una gema. Cada uno de ellos, o una miríada más, son igual de buenos para la persona para la que son significativos. Deben ser tomados a la ligera y de buena gana traducidos a los términos equi-valentes que usan otros. Y al místico hay que decirle con firmeza: lo que dices es tan verdadero sin el tedioso uso de ese símbolo como con él. Dejadnos tener una pequeña

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álgebra en lugar de esta retórica trillada —signos universa-les en lugar de estos símbolos locales— y todos saldremos ganando. La historia de las jerarquías parece mostrar que todo error religioso ha consistido en hacer del símbolo algo demasiado inhóspito y sólido y, al fin, nada más que un exceso del órgano del lenguaje.

Swedenborg, de entre todos los hombres de tiempos recien-tes, representa eminentemente al traductor de la naturale-za al pensamiento. No conozco a nadie en la historia para quien las cosas representen palabras tan uniformemente. Ante él la metamorfosis obra continuamente. Todo sobre lo que reposa su mirada obedece a los impulsos de la na-turaleza moral. Los higos se convierten en uvas mientras los come él. Cuando algunos de sus ángeles afirmaban una verdad, la rama de laurel que sostenían florecía en sus ma-nos. El ruido que de lejos parecía un rechinar y aporrear, de cerca resultaba ser la voz de los disputantes. Los hom-bres, en una de sus visiones, vistos a la luz celestial, eran como dragones y parecían estar a oscuras, pero entre ellos se parecían hombres y, cuando la luz del cielo brillaba en su cabaña, se quejaban de la oscuridad y estaban obligados a cerrar la ventana para poder ver.

Estaba en él esa percepción que hace del poeta o vidente un objeto de temor y terror, a saber, que el mismo hombre, o sociedad de hombres, puede tener un aspecto para sí mis-mo y sus compañeros y otro diferente para inteligencias su-periores. Ciertos sacerdotes a los que describe conversando eruditamente juntos les parecían a los niños, que estaban a cierta distancia, caballos muertos: y muchas otras aparien-cias erróneas. E instantáneamente la mente se pregunta si estos peces bajo el puente, esos bueyes en el pasto, aquellos

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perros en el jardín son inmutablemente peces, bueyes y pe-rros o solo me lo parecen a mí y quizá entre ellos parecen hombres derechos; y si yo parezco un hombre a todas las miradas. Los brahmanes y Pitágoras planteaban la misma pregunta y si un poeta ha presenciado la transformación, sin duda las habrá encontrado en harmonía con varias ex-periencias. Todos hemos visto cambios así de considerables en el trigo y las orugas. El poeta es quien nos arrastrará con amor y terror, quien ve a través de la camisa ondulante la naturaleza firme, y puede declararlo.

Busco en vano al poeta que describo. No nos dirigimos con suficiente sencillez o suficiente profundidad a la vida ni osa-mos cantar nuestros propios tiempos y circunstancias socia-les. Si llenásemos el día de valentía no nos encogeríamos al celebrarlo. El tiempo y la naturaleza nos ofrecen muchos dones, pero aún no al hombre tempestivo, la nueva religión, el reconciliador que todas las cosas esperan. La alabanza de Dante es que osó escribir su biografía con cifras colosales, o en la universalidad. Aún no hemos tenido genio alguno en América, con mirada tiránica, que conociese el incom-parable valor de nuestros materiales y viese, en la barbarie y el materialismo de la época, otro carnaval de los mismos dioses cuya pintura tanto admira en Homero, luego en la Edad Media y después en el calvinismo. Los bancos y las tarifas, los periódicos y las elecciones, el metodismo y el unitarismo resultan sosos y aburridos para gente aburrida, pero descansan sobre los mismos fundamentos de maravilla que la ciudad de Troya y el templo de Delfos, y se van con igual rapidez. Aún no se han cantado nuestro negocio de troncos, nuestros tocones y su política, nuestras pesquerías, nuestros negros e indios, nuestros alardes y rechazos, la ira de los pícaros y la pusilanimidad de los hombres honestos,

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el negocio del norte, la siembra del sur, el despeje del oes-te, Oregón y Texas. América es aún un poema en nuestra mirada; su enorme geografía deslumbra la imaginación y no esperará mucho sus metros. Si no he encontrado esta excelente combinación de dones que busco en mis compa-triotas, tampoco podrá ayudarme a fijar la idea del poeta leer de vez en cuando la colección de cinco siglos de poesía de Chalmers. Son ingenios, más que poetas, aunque ha ha-bido poetas entre ellos. Aunque cuando nos aferramos al ideal del poeta, tenemos nuestras dificultades incluso con Milton y Homero. Milton es demasiado literario y Homero demasiado literal e histórico.Pero no soy lo suficientemente sabio para hacer una crítica nacional y debo usar la antigua grandeza un poco más para cumplir con mi recado de la musa al poeta al respecto de su arte.

El arte es el camino del creador a su trabajo. Los caminos o métodos son ideales y eternos, aunque pocos hombres los lleguen a ver, ni siquiera el artista mismo durante años o toda la vida a no ser que acepte las condiciones. El pintor, el escultor, el compositor, el rapsoda épico, el orador, todos comparten un deseo, a saber, expresarse simétrica y abun-dantemente, no mezquina ni fragmentariamente. Se han encontrado o han asumido ciertas condiciones, como el pintor y el escultor ante ciertas figuras humanas impresio-nantes, el orador en la asamblea del pueblo, y los otros en las escenas que han excitado su intelecto, y cada uno siente inmediatamente el nuevo deseo. Oye una voz, ve unas se-ñas. Entonces se da cuenta con asombro de las hordas de daimones que lo rodean. Ya no puede descansar más; dice con el antiguo pintor: “Por Dios, está en mí y debe salir de mí”. Persigue una belleza, entrevista, que sale volando ante

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él. El poeta vierte versos en cada soledad. La mayoría de las cosas que dice son convencionales, sin duda; pero de vez en cuando dice algo que es original y bello. Eso le encan-ta. Querría decir solo esas cosas. Según nuestro modo de hablar, decimos “esto es tuyo, esto es mío”; pero el poeta sabe bien que no es suyo, que es tan extraño y bello para él como para ti. De buen grado escucharía en detalle una elocuencia parecida. Una vez probado este icor inmortal, nunca tiene suficiente y, como en estas intelecciones existe un admirable poder creativo, es de suma importancia que se digan tales cosas. ¡Qué poco se dice de lo que sabemos! ¡Se han achicado gotas del mar de nuestra ciencia! ¡Y qué accidentalmente quedan expuestas, cuando duermen tan-tos secretos en la naturaleza! De ahí la necesidad del discur-so y la canción, de ahí estos pulsos y latidos en el orador, a la puerta de la asamblea, hasta el final, es decir, hasta que el pensamiento sea eyaculado como logos o palabra.No dudes, oh poeta, sino persiste. Di: “está en mí y saldrá”. Sigue allí, resistente y mudo, tartamudo y entrecortado, se-seante y ululante, parado y esforzado, hasta que al fin la fu-ria saque de ti ese poder onírico que cada noche te muestra que es tuyo propio; un poder que trasciende todo límite y privacidad, y en virtud del cual un hombre es el conductor de todo el río de la electricidad. Nada camina o se arrastra o crece o existe que no deba alzarse por turnos y caminar ante él como exponente de su significado. Una vez llegado a ese poder, su genio ya no es agotable. Todas las criaturas, por parejas y tribus, vierten en su mente como en el arca de Noé para volver a poblar un nuevo mundo. Es como la re-serva del aire para respirar o encender nuestros hogares, no se mide por galones, sino que es toda la atmósfera si hace falta. Y por eso los poetas ricos como Homero, Chaucer, Shakespeare y Rafael obviamente no tienen límites para

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sus obras salvo los límites de su vida, y parecen un espejo que se lleva por la calle, listo para reflejar una imagen de cada cosa creada.

¡Oh poeta!, se ha conferido una nueva nobleza a arboledas y pastos, y nunca más a los castillos ni por la hoja de la espada. Las condiciones son duras, pero iguales. Dejarás el mundo y solo habrás conocido a la musa. Ya no cono-cerás los tiempos, las costumbres, las gracias, la política o las opiniones de los hombres, sino que los tomarás todos de la musa. Porque el tiempo de las ciudades del mundo está tañido por los repiques fúnebres, pero en la naturale-za las horas universales se cuentan por las sucesivas tribus de animales y plantas y por el crecimiento del júbilo sobre el júbilo. Dios quiere también que abdiques de una vida múltiple y dúplex, y que te contente que otros hablen por ti. Otros serán tus caballeros y representarán para ti toda la cortesía y la vida mundana; otros realizarán también las acciones grandes y resonantes. Tú yacerás escondido en la naturaleza y no tendrás tiempo para el capitolio o la bolsa. El mundo está lleno de renuncias y aprendizajes y este es el tuyo: durante una época larga pasarás por un loco y un patán. Esta es la pantalla y vaina con que Pan ha protegido a su querida flor, y solo serás conocido por ti mismo, y los demás te consolarán con su amor más tierno. Y no serás capaz de ensayar el nombre de tus amigos en tus versos por una antigua vergüenza ante el ideal sagrado. Y esta es la recompensa: que el ideal será real para ti y las impresiones del mundo actual caerán como lluvia de verano, copiosa, pero no molesta para tu esencia invulnerable. Tendrás toda la tierra como tu parque y hacienda, el mar para bañarte y navegar, sin tasas ni envidia, poseerás los bosques y los ríos; y serás propietario donde otros son solo arrendatarios

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y huéspedes. ¡Verdadero señor de la tierra! ¡Del mar! ¡Del aire! Allí donde cae la nieve o fluye el agua o vuelan los pájaros, allí donde el día y la noche se encuentran en el crepúsculo, donde el cielo azul cuelga de las nubes o está sembrado de estrellas, donde hay formas de límites trans-parentes, donde hay salidas al espacio celestial, donde hay peligro, temor y amor, hay Belleza, abundante como lluvia, derramada para ti, y aunque camines por todo el mundo no serás capaz de encontrar nada inoportuno o innoble.

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Shakespeare o el poeta

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Los grandes hombres se distinguen más por su alcance y extensión que por su originalidad. Si exigimos que su ori-ginalidad consista en tejer, como la araña, su red con sus propias entrañas, en descubrir arcilla y hacer ladrillos y construir la casa, ningún gran hombre será original. La originalidad valiosa tampoco consiste en su desemejanza con otros hombres. El héroe está en la prensa de los ca-balleros y en lo denso de los acontecimientos; y viendo lo que los hombres quieren y compartiendo su deseo, aporta la longitud necesaria de vista y brazo para llegar al punto deseado. El mayor genio es el hombre con una deuda ma-yor. El poeta no es un zopenco que dice lo que se le ocurre, de forma que, al decirlo todo, acaba diciendo algo bueno, sino un corazón al unísono con su tiempo y su país. No hay nada caprichoso ni fantástico en su producción, sino serie-dad dulce y triste, fletada con las convicciones más pesadas y señalada con el propósito más determinado que conoce un hombre o clase de su tiempo.

El genio de nuestra vida es celoso de los individuos y no consentirá individuos grandes salvo a través de lo general. No hay elección para el genio. Un gran hombre no se des-pierta una buena mañana y dice “estoy lleno de vida, saldré a la mar en busca de un continente antártico: hoy haré la

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cuadratura del círculo; saquearé la botánica y encontraré un nuevo alimento para el hombre; tengo en mente una ar-quitectura nueva; preveo un nuevo poder mecánico.” No. Se encuentra en el río de los pensamientos y acontecimien-tos, arrastrado por las ideas y necesidades de sus contem-poráneos. Se sitúa en la dirección de las miradas de todos los hombres, y todas sus manos indican la dirección en que debería ir. La iglesia lo ha criado entre ritos y pompas y él sigue el consejo que le dio su música y construye la cate-dral que necesitan sus cantos y procesiones. Se encuentra en medio de una guerra que lo educa, con la trompeta, en los barracones, y él mejora la instrucción. Ve dos condados que tratan de traer carbón o harina o pescado desde el lu-gar de producción hasta el lugar de consumo y acierta con un ferrocarril. Todo maestro ha encontrado sus materiales reunidos, y su poder reside en su simpatía con la gente y en el amor por los materiales con que trabaja. ¡Qué economía de poder! ¡Y qué compensación por la brevedad de la vida! Todo le viene a mano. El mundo le ha puesto en su cami-no. La raza humana ha salido antes que él, ha perforado colinas, llenado vacíos y construido puentes sobre los ríos. Hombres, naciones, poetas, artesanos, mujeres, todos han trabajado para él y él entra en sus labores. Si eligiese otra cosa al margen de la línea de la tendencia, al margen de la historia y el sentimiento nacional, tendría que hacerlo todo por sí mismo: gastaría sus poderes en los preliminares. Uno casi podría decir que el poder genial consiste en no ser ori-ginal en absoluto, en ser completamente receptivo, en dejar que el mundo lo haga todo y dejar que el espíritu de la hora atraviese expedito la mente.

La juventud de Shakespeare cayó en una época en que al pueblo inglés lo importunaban por los entretenimientos

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dramáticos. La corte se ofendía fácilmente con las alusiones políticas y trataba de eliminarlos. Los puritanos, un grupo en alza y enérgico, y los religiosos de la iglesia anglicana querían eliminarlos. Pero el pueblo los quería. Patios de posada, casas sin techo y cercados extemporáneos en fe-rias rurales eran los teatros de los que disponían los actores ambulantes. Al pueblo le encantaba este nuevo goce, y, así como no podríamos eliminar hoy los periódicos —no, ni siquiera el partido más fuerte—, ningún rey entonces, ni prelado o puritano, juntos o por separado, podían supri-mir un órgano que era a la vez balada, épica, periódico, reunión, conferencia, ponche y biblioteca. Probablemen-te se daba cuenta en él de todos: rey, prelado y puritano. Se convirtió, por muchas razones, en interés nacional, en absoluto conspicuo, puesto que algún gran escolar habría pensado en hablar de él en una historia de Inglaterra, pero ni un ápice menos considerable por ser barato y de poca importancia, igual que una panadería. La mayor prueba de su vitalidad es la multitud de escritores que irrumpieron de pronto en este campo: Kyd, Marlow, Green, Jonson, Cha-pman, Dekker, Webster, Heywood, Middleton, Peele, Ford, Massinger, Beaumont y Fletcher.

La posesión segura, por el escenario, del espíritu del públi-co es de vital importancia para el poeta que trabaja para él. No pierde el tiempo en experimentos ociosos. Aquí es-tán preparados el público y la expectación. En el caso de Shakespeare hay mucho más. En el momento en que dejó Stratford y se fue a Londres existía manuscrita una gran cantidad de obras de toda fecha y escritor, y se producían también para las tablas. He ahí el cuento de Troya, del que el público oye algo todas las semanas; la muerte de Julio César y otras historias de Plutarco, de las que nunca se can-

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sa; un estante lleno de historia inglesa, desde las crónicas de Bruto y Arturo hasta los Enriques regios que escuchan los hombres con avidez; y una serie de tragedias dolientes, alegres cuentos italianos y viajes españoles que conocen to-dos los aprendices de Londres. Todo este material ha sido tratado, con más o menos destreza, por todo dramaturgo, y el apuntador tiene los manuscritos sucios y arrugados. Ya no es posible decir quién los escribió primero. Han sido propiedad del teatro durante tanto tiempo y tantos genios en alza los han aumentado o alterado introduciendo un dis-curso o una escena entera o añadiendo una canción, que nadie puede exigir ya derechos de este trabajo colectivo. Afortunadamente nadie quiere hacerlo. Todavía no han sido deseados de ese modo. Tenemos pocos lectores, mu-chos espectadores y oyentes. Mejor que se queden donde están.

Shakespeare, al igual que sus camaradas, apreciaba la can-tidad de material de obras viejas de deshecho con que po-día intentar libremente cualquier experimento. Si hubiera existido el prestigio que rodea a la tragedia moderna, nada se hubiera hecho. La sangre ruda y cálida de la Inglaterra viva circulaba por la obra, como en baladas callejeras, y le dio el cuerpo que quería a su fantasía aérea y majestuo-sa. El poeta necesita un suelo de tradición popular en el que poder trabajar y que, de nuevo, restrinja su arte a la templanza debida. Le ata al pueblo, proporciona cimientos a su edificio y, al suministrarle a sus manos tanto trabajo hecho, le deja ocioso y lleno de fuerza para ser audaz con su imaginación. En resumen, el poeta debe a su leyenda lo que la escultura debía al templo. La escultura en Egipto y en Grecia crecía subordinada a la arquitectura. Era el or-namento del muro del templo: al principio, un relieve rudo

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tallado en los frontones; luego el relieve se hizo más osado y una cabeza o un brazo salieron del muro, mientras los gru-pos seguían dispuestos en referencia al edificio, que hace a la vez de marco para sostener las figuras; y cuando al fin se alcanza la mayor libertad de estilo y tratamiento, el genio prevaleciente de la arquitectura aún forzó cierta calma y continencia en la estatua. Tan pronto como la estatua se fue por su lado, sin hacer referencia al templo o al palacio, el arte empezó a decaer: la frivolidad, la extravagancia y la exhibición ocuparon el lugar de la antigua templanza. Ese timón que encontraba el escultor en la arquitectura lo encontró la peligrosa irritabilidad del talento poético en los materiales dramáticos acumulados a los que el pueblo ya estaba acostumbrado y que poseían cierta excelencia que ningún genio individual, por extraordinario que fuese, es-peraría crear.

De hecho, parece que Shakespeare contraía deudas en to-dos lados y era capaz de usar cualquier cosa que encon-trase. El monto de deuda puede inferirse de los laboriosos cómputos de Malone respecto a la primera, la segunda y la tercera parte de Enrique VI, en que “de los 6.043 versos, 1.771 fueron escritos por un autor anterior a Shakespea-re, 2.373 por él sobre la base de sus predecesores, y 1.899 fueron por completo obra suya”. Y la investigación apenas deja un solo drama de su absoluta invención. La afirmación de Malone es una pieza importante de historia externa. En Enrique VIII creo ver aflorar la roca original en la que ya-cía su más fino estrato. La primera obra fue escrita por un hombre superior, reflexivo, con un oído vicioso. Puedo se-ñalar sus versos y conozco bien su cadencia. Véase el solilo-quio de Wolsey y la siguiente escena con Cromwell, donde —en lugar del metro de Shakespeare, cuyo secreto es que

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el pensamiento construye el tono, de modo que la lectura por el sentido refuerza el ritmo— las líneas responden a un tono dado y el verso tiene incluso trazas de elocuencia de púlpito. Pero toda la obra contiene rasgos inconfundibles de la mano de Shakespeare, y ciertos pasajes, como el de la coronación, son como autógrafos. Resulta extraño que el cumplido a la reina Isabel tenga mal ritmo.

Shakespeare sabía que la tradición proporciona una fábula mejor que cualquier invención. Aunque perdía algún cré-dito del diseño aumentaba sus recursos, y por aquel en-tonces no se insistía tanto en nuestra petulante demanda de originalidad. No había literatura para millones. No se conocía la lectura universal, las ediciones baratas. Un gran poeta que aparece en una época iletrada absorbe en su es-fera toda la luz que se irradia. Su hermoso trabajo es llevar toda joya intelectual, toda flor de sentimiento, a su pueblo; y valora tanto su memoria como su invención. Por ello, es poco meticuloso sobre si sus pensamientos derivan de la traducción, de la tradición, de viajes por países lejanos o de la inspiración; sea cual sea su fuente, son igualmente bien-venidos para su audiencia falta de crítica. Toma prestado muy cerca de casa. Otros hombres dicen cosas tan sabias como él, aunque también muchas necedades, y no saben cuándo han hablado sabiamente. Conoce el destello de la verdadera piedra y la pone a la vista dondequiera que la encuentre. Quizá sea esa la feliz posición de Homero, de Chaucer, de Saadi. Sintieron que todo ingenio era su inge-nio. Y son bibliotecarios e historiógrafos además de poetas. Todo autor de romances era heredero y dispensador de los cientos de cuentos del mundo:

“Presintiendo el verso de Tebas y PélopeY el cuento de la divina Troya”1.

1 Milton, “Il Penseroso”, 99-100.

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La influencia de Chaucer es conspicua en toda nuestra li-teratura primitiva; y recientemente no solo Pope y Dryden le han estado agradecidos, sino que en toda la sociedad de escritores ingleses puede reconocerse fácilmente una deuda no reconocida. Uno queda encantado con la opulencia que alimenta a tantos pensionistas. Pero Chaucer es un presta-tario ingente. Al parecer, Chaucer se nutría continuamente, a través de Lydgate y Caxton, de Guido di Colonna, cuyo romance latino de la guerra de Troya era a su vez una com-pilación de Dares Frigio, Ovidio y Estacio. Luego, Petrarca, Boccacio y los poetas provenzales serían sus benefactores; el Roman de la Rose es solo una traducción juiciosa de Guiller-mo de Lorris y Juan de Meung; Trolio y Cresida, de Lolio de Urbino; El gallo y el zorro, de los Lais de Marie; la Casa de la fama, de los franceses o los italianos; y al pobre Gower lo usa como si fuera simplemente un horno de ladrillos o una cantera con la que construir su casa. Roba con esta discul-pa: que lo que coge carece de valor cuando lo encuentra y es de un valor incalculable cuando lo deja. En la práctica se ha convertido en una especie de norma en la literatura que un hombre que se ha mostrado alguna vez capaz de ser un escritor original tiene derecho por ello a robar a discreción de los escritos de los demás. El pensamiento es propiedad de quien puede albergarlo y de quien puede situarlo ade-cuadamente. Cierta inquietud acompaña al uso de pensa-mientos prestados, pero tan pronto como aprendemos qué hacer con ellos se vuelven nuestros.

Así pues, toda originalidad es relativa. Todo pensador es retrospectivo. El miembro instruido de la cámara legislati-va, en Westminster o Washington, habla y vota por miles. Mostradnos a los electores, y los canales ahora invisibles por los que el senador conoce sus deseos; la multitud de

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hombres prácticos y sagaces que, por correspondencia o conversación, le suministran ejemplo, anécdotas y presu-puesto, y esto restará algo de carácter impresionante a su hermosa actitud y resistencia. Así como sir Robert Peel y el señor Webster votaron por millares, Locke y Rousseau pensaron por miles, y alrededor de Homero, Mani, Saadi o Milton había fuentes de las que bebieron; amigos, aman-tes, libros, tradiciones, proverbios —todos perecidos— que, si estuvieran a la vista, reducirían el asombro. ¿Ha hablado el bardo con autoridad? ¿Se ha sentido dominado por alguna compañía? La apelación se dirige a la conciencia del escritor. ¿Hay al fin en su pecho un Delfos al que preguntar sobre cualquier pensamiento o cosa si realmente es así o no? ¿Del que obtener una respuesta, y en la que confiar? Todas las deudas que un hombre tal pudiera contraer con otro ingenio no afectarían a la conciencia de su originalidad: las ayudas de los libros y de otras mentes son una bocanada de humo frente a la más privada realidad con la que ha conversado.

Es fácil ver que lo mejor que el genio ha escrito o hecho en el mundo no ha sido obra de ningún hombre, sino que ha provenido del amplio trabajo social, cuando mil se esforza-ron como uno, compartiendo el mismo impulso. Nuestra biblia inglesa es un hermoso espécimen de la fuerza y la música de la lengua inglesa. Pero no la hizo un hombre ni se hizo de una sola vez: siglos e Iglesias la llevaron a la per-fección. No ha habido ninguna época en que no existiera alguna traducción. La liturgia, admirada por su energía y pathos, es una antología de la piedad de épocas y nacio-nes, una traducción de las oraciones y formas de la Igle-sia católica reunidas, también, en largos periodos, con las oraciones y meditaciones de todo escritor santo y sagrado, en todo el mundo. Grocio observa respecto a la Oración

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del Señor que las cláusulas singulares que la componen ya se usaban, en la época de Cristo, en las formas rabínicas. Recogió las pepitas de oro. La lengua nerviosa de la ley común, las formas imponentes de nuestros tribunales y la precisión y verdad sustancial de las distinciones legales son la contribución de todos los hombres perspicaces y vigo-rosos que han vivido en los países en que gobiernan estas leyes. La traducción de Plutarco logra su excelencia al ser la traducción de una traducción. No ha habido una época en que no hubiera alguna. Todas las frases verdaderamente idiomáticas y nacionales se preservaron, y todas las demás fueron sucesivamente recogidas y desechadas. Algo pareci-do ha tenido lugar, tiempo atrás, con los originales de estos libros. El mundo se toma libertades con los libros mundia-les. Los Vedas, las Fábulas de Esopo, Pilpay, Las mil y una noches, el Cid, la Ilíada, Robin Hood, el mester de juglaría escocés no son obra de hombres singulares. En su compo-sición el tiempo piensa, el mercado piensa, el albañil, el carpintero, el mercader, el granjero, el petimetre, todos piensan por nosotros. Todo libro proporciona a su época una buena palabra; la ley municipal, el negocio, toda frivo-lidad del día; y el genérico genio católico que no se asusta o avergüenza de deber su originalidad a la originalidad de todos, se presentan en la siguiente época como el registra-dor y encarnación de la propia.

Tenemos que agradecer a las investigaciones de los anti-cuarios y a la Sociedad Shakespeare que hayan dado con los pasos del drama inglés, desde los misterios celebrados en las iglesias y por los clérigos, y la separación final de la iglesia, y la compleción de obras seculares, desde Ferrex y Porrex y La aguja de la tía Gurton hasta el momento en que toman la escena las obras mismas que Shakespeare alteró,

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remodeló e hizo suyas al fin. Regocijados por el éxito y mo-vidos por el creciente interés del problema, no han dejado intacto ningún puesto de libros, ni ningún baúl cerrado, ni que la humedad y los gusanos descompusieran los archivos de viejas cuentas amarillas; así de aguda era la esperanza de descubrir si el joven Shakespeare cazó furtivamente o no, si cuidaba de los caballos en la puerta del teatro, si fue a la escuela y por qué dejó en su testamento solo su segunda cama a Ann Hathaway, su esposa.

Hay algo conmovedor en la locura con la que la época que pasa equivoca el objeto por el que todas las velas brillan y que siguen todas las miradas; el cuidado con que registra toda fruslería sobre la reina Isabel y el rey Jacobo y los Es-sex y Leicester y Burleigh y Buckingham, y obvia, sin dedi-car siquiera una nota valiosa al fundador de otra dinastía, el único por el que se recordará a la dinastía Tudor, el hom-bre que lleva consigo la raza sajona por la inspiración que lo alimenta y cuyos pensamientos han de nutrir durante ge-neraciones al principal pueblo del mundo, cuyo espíritu ha de recibir esta y no otra inclinación. Siendo un dramaturgo popular, nadie sospechó que era el poeta de la raza huma-na, y el secreto se guardó con tanto celo ante los poetas e intelectuales como ante los cortesanos y la gente frívola. Bacon, que hizo el inventario del entendimiento humano en su época, nunca mencionó su nombre. Ben Jonson, aun-que hemos estirado sus pocas palabras de consideración y panegírico, no tenía ni idea de la fama elástica cuyas pri-meras vibraciones notaba. Sin duda consideraba generoso el elogio que le había concedido y se tenía, a buen seguro, por el mejor de los dos poetas.

Si solamente el ingenio conoce al ingenio, como dice el pro-

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verbio, la época de Shakespeare debía ser capaz de reco-nocerlo. Sir Henry Wotton nació cuatro años después que Shakespeare y murió veintitrés años después que él; y entre sus corresponsales y conocidos descubro a las siguientes personas: Theodore Beza, Isaac Casaubon, sir Philip Sid-ney, el conde de Essex, lord Bacon, sir Walter Raleigh, John Milton, sir Henry Vane, Isaac Walton, el doctor Donne, Abraham Cowley, Bellarmine, Charles Cotton, John Pym, John Hales, Kepler, Vieta, Albericus Gentilis, Paul Sarpi, Arminio; existe alguna prueba de que mantuvo trato, sin enumerar a muchos otros que sin duda vio, con Shakes-peare, Spenser, Jonson, Beaumont, Massinger, los dos Her-bert, Marlow, Chapman y el resto. Desde la constelación de grandes hombres que apareció en Grecia en la época de Pericles, no ha habido una sociedad así; sin embargo, el genio les falló a la hora de descubrir a la mejor cabeza del universo. La máscara de nuestro poeta era impenetrable. No puedes ver la montaña cercana. Hizo falta un siglo para que se advirtiera, y hasta dos siglos después de su muerte no ha empezado a aparecer alguna crítica que consideremos adecuada. No era posible hasta ahora escribir la historia de Shakespeare; es el padre de la literatura alemana: con la introducción de Shakespeare en Alemania, por medio de Lessing, y la traducción de sus obras por parte de Wieland y Schlegel, se produjo el rápido estallido de la literatura ale-mana. Hasta el siglo XIX, cuyo genio especulativo es una especie de Hamlet vivo, la tragedia de Hamlet no encontró tan asombrosos lectores. Ahora, la literatura, la filosofía y el pensamiento están shakespearizados. Su mente es el hori-zonte más allá del cual, a día de hoy, no vemos. Nuestros oí-dos se han educado para la música con su ritmo. Coleridge y Goethe son los únicos críticos que han expresado nuestras convicciones con alguna fidelidad adecuada: pero en todas

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las mentes cultivadas hay una aprobación silenciosa de su poder y belleza superlativos que, como el cristianismo, ca-lifica el periodo.

La Sociedad Shakespeare ha indagado en todas direccio-nes, anunciado los hechos perdidos, ofrecido dinero por cualquier información que condujera a una prueba y ¿con qué resultado? Junto a alguna ilustración importante del teatro inglés, a la que he aludido, han espigado algunos da-tos sobre las propiedades del poeta y contratos en relación con las propiedades. Parece que, de año en año, se hizo propietario de una mayor parte del teatro de Blackfriars: su guardarropa y otros accesorios eran suyos; compró una finca en su ciudad natal con sus ahorros como escritor y accionista; vivió en la mejor casa de Stratford; sus vecinos le confiaron sus comisiones en Londres, como la del prés-tamo monetario y cosas así; fue un verdadero granjero. En la época en que escribía Macbeth, demandó a Philip Rogers en el tribunal del distrito de Stratford por treinta y cinco chelines y diez peniques, por maíz que le entregó en distintos momentos; y en todos los aspectos parece un buen esposo, sin reputación por excentricidad o excesos. Fue un hombre amable, un actor y un accionista del teatro, no muy distinto de otros actores y administradores. Admito la importancia de esta información. Ha valido la pena el esfuerzo por conseguirla.

Pero sean cuales sean los retales de información que hayan rescatado estas averiguaciones, no pueden arrojar luz sobre esa infinita invención que es el imán oculto de su atracción para nosotros. Somos escritores de historia muy torpes. Contamos la crónica del parentesco, el nacimiento, el lu-gar de nacimiento, la escuela, los compañeros, el medio de

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vida, el matrimonio, la publicación de libros, la celebridad, la muerte y, cuando hemos llegado al final de este chisme, no surge ni un rayo de relación entre este y la deidad na-cida, y parece que si nos hubiéramos sumergido al azar en el “Plutarco Moderno” y hubiéramos leído allí alguna otra vida, también encajarían en ella los poemas. La esencia de la poesía es brotar, como hija arcoíris del asombro, desde lo invisible, para abolir el pasado y negar toda la historia. Malone, Warburton, Dyce y Collier han malgastado su óleo. Los afamados teatros, Covent Garden, Drury Lane, Park y Tremont, han ayudado en vano. Betterton, Garrick, Kemble, Kean y Macready dedican sus vidas a ese genio, lo coronan, elucidan, obedecen y expresan. El genio no los conoce. El recitado comienza: una palabra dorada salta inmortal de toda esa pedantería pintada y nos atormenta dulcemente con invitaciones a sus propios hogares inacce-sibles. Recuerdo que una vez fui a ver el Hamlet de un fa-moso actor, el orgullo de la escena inglesa; y todo lo que oí entonces y todo lo que ahora recuerdo del actor trágico es aquello en lo que no intervenía; sencillamente la pregunta de Hamlet al espectro:

“¿Qué puede significar esto,Que tú, cadáver muerto, de nuevo con todo el aceroRegreses así a los destellos de la luna?”

La imaginación que dilata el cubículo en que escribe hasta la dimensión del mundo y lo puebla con agentes en grado y orden reduce así de rápido la gran realidad a los destellos de la luna. Estos trucos de magia nos estropean las ilusiones del camerino. ¿Puede algún biógrafo arrojar luz sobre las localidades en que soy admitido en El sueño de una noche de verano? ¿Confió Shakespeare a algún notario o registrador

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parroquial, sacristán o subrogado en Stratford, la génesis de esa delicada creación? El bosque de Arden, el aire ágil del castillo de Scone, la luz de luna de la villa de Porcia, “los vastos antros y ociosos desiertos” de la cautividad de Otelo, ¿dónde están el primo tercero o el sobrino nieto, el archivo de cuentas del canciller o la carta privada que han guar-dado una palabra de estos secretos trascendentes? En lo hermoso, en este drama, como en todas las grandes obras de arte, en la arquitectura ciclópea de Egipto e India, en la escultura de Fidias, en los mesteres góticos, la pintura italia-na, las baladas de España y de Escocia, el genio se lleva la escalera consigo, cuando la época creativa asciende al cielo, y cede el paso a otra nueva, que ve las obras y pregunta en vano por una historia.

Shakespeare es el único biógrafo de Shakespeare; y ni si-quiera él puede contar nada, salvo al Shakespeare que hay en nosotros, es decir, a nuestra hora más aprehensiva y simpática. No puede apearse de su trípode y proporcionar-nos anécdotas de sus inspiraciones. Leed los documentos antiguos, descubiertos, analizados y comparados por los asiduos Dyce y Collier, y luego leed una de esas frases celes-tiales —aerolitos— que parecen caídas del cielo y que no vuestra experiencia, sino el hombre dentro del pecho, ha aceptado como palabras del hado, y decidme si casan, si las primeras explican de alguna manera las últimas, o cuáles procuran la visión más histórica del hombre.

De ahí que, aunque nuestra historia externa sea tan ma-gra, con Shakespeare como biógrafo, en lugar de Aubrey y Rowe, tenemos realmente la información que es sustancial, la que describe el carácter y la fortuna, la que, si fuéramos a conocer al hombre y a tratar con él, más nos importa-

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ría conocer. Tenemos registradas sus convicciones sobre las cuestiones que piden respuesta en todo corazón: la vida y la muerte, el amor, la riqueza y la pobreza, las recompensas de la vida y los caminos por los que llegamos a ellas; los ca-racteres de los hombres y las influencias, ocultas y abiertas, que afectan a sus fortunas; y esos poderes misteriosos y de-moníacos que desafían nuestra ciencia y que, sin embargo, entreveran su malicia y su don en nuestras horas más bri-llantes. ¿Quién ha leído el volumen de los Sonetos sin des-cubrir que el poeta ha revelado allí, bajo máscaras que no son máscaras para el inteligente, el saber de la amistad y del amor, la confusión de los sentimientos en los hombres más susceptibles y, a la vez, los más intelectuales? ¿Qué rasgo de su mente privada ha escondido en sus dramas? Uno puede discernir, en sus grandes retratos del caballero y el rey, qué formas y humanidad le agradan, su gusto por los grupos de amigos, por la amplia hospitalidad, por la alegre entrega. Dejad a Timón, a Warwick, a Antonio, responder por su gran corazón. Lejos de ser el ser de Shakespeare el menos conocido, es él la única persona, en la historia moderna, que conocemos. ¿Qué aspecto de la moral, de los modales, de la economía, de la filosofía, de la religión, del gusto, de la conducta de la vida no ha dispuesto? ¿Sobre qué miste-rio no ha demostrado su conocimiento? ¿Qué oficio o fun-ción o región del trabajo del hombre no ha recordado? ¿A qué hombre no le ha enseñado estado como Talma enseñó a Napoleón? ¿A qué doncella no le ha parecido más fino que su delicadeza? ¿A qué amante no lo ha desbordado con amor? ¿A qué sabio no ha superado en percepción? ¿A qué caballero no ha instruido en la rudeza de su compor-tamiento?

Algunos críticos capaces y apreciativos creen que no hay

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crítica valiosa de Shakespeare si no se fija solo en el mérito dramático; que es juzgado falsamente como poeta y filó-sofo. Tengo en tanta estima como estos críticos su mérito dramático, pero creo que es secundario. Era un hombre pletórico al que le gustaba hablar; un cerebro que exhalaba pensamientos e imágenes que, buscando salida, encontra-ban a su alcance el drama. Si lo hubiera sido menos, ten-dríamos que considerar lo bien que ocupó su lugar, lo buen dramaturgo que fue, y es el mejor del mundo. Pero resulta que lo que tiene que decir tiene tanto peso que aparta cier-ta atención del vehículo; es como un santo cuya historia se traduce a todas las lenguas, en verso y prosa, en canciones y cuadros, y se condensa en proverbios, de forma que la ocasión que dio al significado del santo la forma de una conversación o de una oración o de un código de leyes, es insustancial comparada con la universalidad de su aplica-ción. Así sucede con el sabio Shakespeare y su libro de la vida. Escribió los aires de toda nuestra música moderna, escribió el texto de la vida moderna, de los modales: dibujó al hombre de Inglaterra y Europa, al padre del hombre en América; dibujó al hombre y describió el día, y lo que se lleva a cabo en él: leyó los corazones de los hombres y mu-jeres, su probidad y su segundo pensamiento y los ardides. Los ardides de la inocencia, y las transiciones por las que virtudes y vicios pasan a ser sus contrarios: podía distinguir la parte de la madre y la parte del padre en el rostro del niño o trazar las hermosas demarcaciones de la libertad y del hado: conocía las leyes de la represión que forman la policía de la naturaleza; y todas las dulzuras y los terrores del destino humano descansaban en su mente tan verdade-ra, pero tan suavemente, como el paisaje en la mirada. Y la importancia de esta sabiduría de la vida deja fuera de la vista la forma del drama o la épica. Sería como preguntar

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por el papel en que está escrito el mensaje de un rey.

Shakespeare está tan al margen de la categoría de los auto-res eminentes como de la multitud. Es inconcebiblemente sabio; los otros, concebiblemente. Un buen lector puede, de alguna forma, anidar en el cerebro de Platón y pensar des-de allí, pero no en el de Shakespeare. Aún estamos de puer-tas para afuera. En cuanto a facultad ejecutiva, en cuanto a creación, Shakespeare es único. Ningún hombre puede imaginarlo mejor. Fue el mayor alcance de sutileza compa-tible con una identidad individual: el más sutil de los auto-res, y solo dentro de la posibilidad de la autoridad. Además de esta sabiduría de la vida está dotado de un poder ima-ginativo y lírico igual. Vistió a las criaturas de su leyenda con forma y sentimientos como si se tratara de personas que habían vivido bajo su techo, y pocos hombres reales han dejado caracteres tan distintos como esas ficciones. Hablaron en una lengua tan dulce como había de ser. Y sin embargo su talento nunca le sedujo hasta la ostentación, ni pulsó siempre la misma tecla. Una humanidad omnipre-sente coordina todas sus facultades. Dadle a un hombre de talento una historia que contar, y su parcialidad aparece-rá al momento. Cuenta con ciertas observaciones, opinio-nes, tópicos, que tienen una prominencia accidental, y que muestra con cuanto está a su disposición. Ceba esta parte y deja morir de hambre a la otra, sin consultar la adecuación de la cosa sino su propia adecuación y fuerza. Pero Shakes-peare no tiene peculiaridad ni tópico importuno, sino que lo da todo debidamente, sin venas ni curiosidades; no es un pintor de vacas ni sueña con pájaros ni es un manierista: no tiene un egoísmo por descubrir: lo grande lo dice con gran-deza; lo pequeño, subordinadamente. Es sabio sin énfasis ni aserción; es fuerte como es fuerte la naturaleza, que eleva la

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tierra en vertientes montañosas sin esfuerzo y por la misma regla con que hace flotar una burbuja en el aire, y le gusta tanto hacer lo uno como lo otro. Esto supone esa igualdad de poder en la farsa, la tragedia, la narración y las canciones de amor; un mérito tan incesante que todo lector se muestra incrédulo respecto a la percepción de otros lectores.

Este poder de expresión, o de transferir la verdad más ín-tima de las cosas a la música y el verso, lo convierte en el tipo del poeta y ha añadido un nuevo problema a la me-tafísica. Esto es lo que lo lanza a la historia natural, como una producción principal del globo, y como anuncio de nuevas eras y mejoras. Las cosas se reflejaban en su poesía sin pérdida ni mancha: podía pintar lo fino con precisión, lo grande con perímetro, lo trágico y lo cómico indiferen-temente y sin distorsión o favor. Llevaba su poderosa ejecu-ción a los detalles minuciosos, al nivel de un cabello: acaba una pestaña o un hoyuelo tan firmemente como dibuja una montaña, y éstos, como los de la naturaleza, soportarán el escrutinio del microscopio solar.

En resumen, es el principal ejemplo para demostrar que una producción mayor o menor, más o menos cuadros, es algo indiferente. Tenía el poder de acabar un cuadro. Da-guerre ha enseñado cómo grabar la imagen de una flor en su placa de yodo, y luego procede a grabar un millón a discreción. Siempre hay objetos, pero nunca hubo repre-sentación. Aquí está la representación perfecta, por fin; y ahora dejad que el mundo de las figuras se siente a posar. No puede darse receta alguna para fabricar a un Shakes-peare, pero la posibilidad de traducir cosas a una canción se ha demostrado.Su poder lírico reside en el genio de la pieza. Los sonetos,

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aunque su excelencia se pierda en el esplendor de los dra-mas, son tan inimitables como estos; y no es un mérito de los versos, sino un mérito total de la pieza; como el tono de voz de una persona incomparable, así es esta expresión de seres poéticos, y toda cláusula tan imposible de producir ahora como un poema entero.

Aunque los parlamentos de las obras, y los versos solos, tie-nen una belleza que tienta al oído a detenerse en ellos por su eufonía, la frase está sin embargo tan cargada de signi-ficado y tan vinculada a las precedentes y siguientes que satisface al lógico. Sus medios son tan admirables como sus fines; toda invención subordinada, de la que se vale para conectar dos oposiciones irreconciliables, es también un poema. No se ve obligado a desmontar y caminar porque sus caballos corren con él en una dirección distante: siem-pre cabalga.

La poesía más hermosa fue experiencia primero, pero el pensamiento ha sufrido una transformación desde que fue una experiencia. Los hombres cultos suelen alcanzar un buen nivel de destreza al escribir versos, pero es fácil leer su historia personal a través de sus poemas: quien conozca a los grupos podrá nombrar a cada figura: este es Andrew y esa es Rachel. El sentido permanece así prosaico. Es una oruga con alas, todavía no una mariposa. En la mente del poeta, el hecho se ha vertido por completo en el nuevo elemento de pensamiento, y todo lo exterior se ha perdido. Esta generosi-dad permanece en Shakespeare. Decimos, por la verdad y el parecido de sus cuadros, que se sabe la lección de memoria. Sin embargo, no hay traza alguna de egoísmo.Al poeta le pertenece debidamente un rasgo más regio. Me refiero a su alegría, sin la que ningún hombre puede ser

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un poeta, ya que la belleza es su objetivo. Ama la virtud no por su obligación sino por su gracia: se deleita con el mundo, con el hombre, con la mujer, por la encantadora luz que irradian. Vierte sobre el universo belleza, el espí-ritu de júbilo y la hilaridad. Epicuro cuenta que la poesía tiene tales encantos que un amante podría abandonar a su amada para compartirlos. Y los verdaderos bardos desta-can por su temperamento firme y alegre. Homero está en el amanecer; Chaucer es alegre y recto; y Saadi dice: “Se rumoreaba en el extranjero que yo era un penitente, pero ¿qué tenía que ver yo con el arrepentimiento?” No menos soberano y alegre, mucho más soberano y alegre, es el tono de Shakespeare. Su nombre sugiere júbilo y emancipación al corazón del los hombres. Si apareciera en una compañía de almas humanas, ¿quién no marcharía en su tropa? No toca nada que no tome prestadas salud y longevidad de su estilo festivo.

Y ahora, ¿cómo quedan las cuentas del hombre con este bardo y benefactor cuando, en soledad, cerrando los oídos a las reverberaciones de su fama, buscamos equilibrarlas? La soledad tiene lecciones austeras; puede enseñarnos a prescindir de héroes y poetas, y sopesa también a Shakes-peare, y lo descubre compartiendo la medianía e imperfec-ción de la humanidad.

Shakespeare, Homero, Dante, Chaucer, han visto el esplen-dor de significado que juega sobre el mundo visible; sabían que un árbol da algo más que manzanas, que el maíz es más que comida, y que el globo de la tierra no es solo para la labranza y las carreteras; que estas cosas producían una segunda y más hermosa cosecha para el espíritu al ser em-blemas de sus pensamientos y transmitir en toda su historia

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natural cierto comentario mudo de la vida humana. Sha-kespeare los usaba como colores para componer su cuadro. Reposaba en su belleza, y nunca dio el paso que parecía in-evitable para tal genio, a saber, explorar la virtud que reside en estos símbolos e imparte este poder: ¿qué es lo que dicen por sí mismas? Convertía los elementos, que esperaban sus órdenes, en entretenimientos. Era el maestro de fiestas para la humanidad. Es como si alguien tuviera a su alcance, me-diante el majestuoso poder de la ciencia, los cometas, o los planetas y sus lunas, y los apartara de sus órbitas para des-lumbrar con fuegos de artificio municipales en una noche de fiesta y anunciase en todas las ciudades, “esta noche, pirotecnia de primera.” ¿No son más valiosos los agentes de la naturaleza y el poder para entenderlos que una serenata callejera o una calada de cigarro? Uno recuerda de nuevo el texto de trompetas del Corán: “¿Creéis que hemos creado de broma los cielos y la tierra y todo lo que hay en medio?” En lo que se refiere al talento y poder mental, el mundo de los hombres no le puede mostrar un igual. Pero en lo que se refiere a la vida, y sus materiales auxiliares, ¿cómo me beneficia? ¿Qué significa? No es sino una Epifanía, o el sue-ño de una noche de verano, o un cuento de tarde invernal: ¿qué significa otro cuadro más o menos? Le viene a uno a la mente el veredicto de la Sociedad Shakespeare: que era un actor jovial y un administrador. No puedo casar este hecho con sus versos. Otros hombres admirables han llevado vi-das de algún modo más acordes con su pensamiento, pero este hombre la ha llevado de enorme contraste. Si hubiera sido menos, si hubiera alcanzado solo la medida común de grandes autores, de Bacon, Milton, Tasso, Cervantes, po-dríamos dejar el hecho en el crepúsculo del hado humano: pero que este hombre de hombres, que proporcionó a la ciencia mental un tema nuevo y más amplio del que había

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existido jamás e hizo avanzar el modelo de la humanidad unos estadios dentro del caos, no fuera sabio para sí mismo es algo que debe constar incluso en la historia del mundo: que el mejor poeta llevara una vida oscura y profana y usa-ra su genio para el entretenimiento público.Bueno, otros hombres, sacerdotes y profetas, israelitas, ale-manes y suecos, contemplaron los mismos objetos: también vieron a través de ellos lo que contenían. ¿Y con qué pro-pósito? La belleza desaparecía enseguida; leyeron manda-mientos, deber excluyente y montañoso; una obligación, una tristeza, como de montañas apiladas, cayó sobre ellos, y la vida se volvió horrible, sin júbilo, un progreso del pe-regrino, una prueba, asediada por dolorosas historias de la caída y la maldición de Adán tras nosotros; con días del juicio final y fuegos infernales y purgatorios ante nosotros, y el corazón del vidente y el corazón del oyente se hundie-ron en ellos.

Hay que conceder que estas son visiones a medias de me-dios hombres. El mundo aún quiere su poeta-sacerdote, un reconciliador que no juegue con Shakespeare el jugador, ni ande a tientas por grutas con Swedenborg el doliente, sino que vea, hable y actúe con igual inspiración. Porque el conocimiento aclarará el amanecer; el afecto debido es más bello que el privado; y el amor es compatible con la sabiduría universal.

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Poesía e imaginación

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La percepción de la materia se ha tomado por el sentido común y la causa. Esta fue la cuna, este el carrito del hijo del hombre. Hemos de aprender las leyes familiares del fuego y el agua; hemos de nutrirnos, lavar, plantar, cons-truir. Son fines necesarios, y van primero en el orden de la naturaleza. La pobreza, la escarcha, la hambruna, las do-lencias, las deudas, son los sacristanes y centinelas que nos atan al sentido común. El intelecto, revelado ante sí mismo, no puede sustituir esta necesidad tiránica. La gracia restric-tiva del sentido común es la marca de todas las mentes vá-lidas: de Esopo, Aristóteles, Alfredo, Lutero, Shakespeare, Cervantes, Franklin, Napoleón. El sentido común que no media con el absoluto, sino que toma las cosas al pie de la letra —las cosas como aparecen— cree en la existencia de la materia, no porque podamos tocarla, o concebirla, sino porque concuerda con nosotros y el universo no se mofa de nosotros sino que es sincero: es la casa de la salud y la vida. A pesar de todos los gozos de los poetas y de los santos, la persona más imaginativa y abstracta nunca comete con impunidad el mínimo error en este particular: nunca trata de encender su horno con agua, ni lleva una antorcha a un molino de pólvora, ni agarra a su caballo salvaje por la cola. No perdonaríamos la metedura de pata en otros, ni la toleramos en nosotros mismos.

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Pero mientras tratamos con esto irrevocablemente, se nos dan pistas tempranas de que no nos hemos de quedar aquí, de que tenemos que estar listos para marchar —un aviso de que este hotel magnífico y este servicio que llamamos naturaleza no es final—. Primero se nos lanzan indirectas, luego pistas claras, luego intervenciones inteligentes, suge-rencias de que nada puede seguir en la naturaleza salvo la muerte; que la creación va sobre ruedas, en tránsito, siem-pre convirtiéndose en otra cosa, transmitiéndose a algo su-perior; que la materia no es lo que parece, que la química puede convertirlo todo en gas. Faraday, el más exacto de los filósofos de la naturaleza, nos enseñó que cuando llegáse-mos a las mónadas o elementos primordiales (los supuestos pequeños cubos o prismas de los que está hecha toda la materia) no encontraríamos cubos o prismas o átomos en absoluto, sino esférulas de fuerza. Se susurró que los globos del universo se precipitaron desde algo más sutil; es más, de alguna manera se murmuró algo a nuestro oído que con-virtió la astronomía en un juego —que no tenía un carác-ter definitivo—; que era solo provisional, improvisada; que bajo la química estaba el poder y el propósito: el poder y el propósito están en juego en la materia hasta el último áto-mo. Estaba impregnada de pensamiento, expresaba pensa-miento en todas partes. Igual que los grandes conquistado-res quemaron sus naves una vez desembarcaron en la orilla deseada, la noble casa de la naturaleza que habitamos tiene usos provisionales y podemos permitirnos abandonarla un día. Los fines de todo son morales, así que los comienzos también. Fino o sólido, todo está en el aire. Creo que esta convicción aporta encanto a la química: que tenemos la misma materia avoirdupois en un alambique, sin vestigios de la antigua forma. Y en la transformación animal no lo es menos que en la larva y la mosca, en el huevo y el pájaro,

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en el embrión y el hombre; todo va desvistiéndose y escabu-lléndose de su antigua forma y entrando en la nueva, y no hay nada firme salvo esas cuerdas invisibles que llamamos leyes, sobre las que se enhebra todo. Y entonces vemos que las cosas visten diferentes nombres y rostros pero pertene-cen a una familia; que las cuerdas o leyes muestran su bien conocida virtud a través de cada variedad —sea animal, planta o planeta— y el interés se transfiere gradualmente de las formas al método latente.

Esta pista, como quiera que se exprese, amarga nuestra política, comercio, costumbres, matrimonios, la parte del sentido común de la religión y la literatura, que están to-das fundamentadas en la baja naturaleza: en el modo más claro y económico de administrar el mundo material, con-siderado como definitivo. La admisión, nunca demasiado encubierta, de que es provisional pone a fermentar al más opaco de los cerebros. A nuestro pequeño señor, desde sus primeros pasos vacilantes, tan pronto como pueda caca-rear, no le gusta que se experimente con él, sospecha que alguien lo está “haciendo”, y, con esta alarma, todo está comprometido: la pólvora está puesta bajo la mesa del de-sayuno de cada hombre.

Pero mientras el hombre se sobresalta por esta cercana ins-pección de las leyes de la materia, le llama la atención la ac-ción independiente de la mente —sus extrañas sugerencias y leyes—, una cierta tiranía que brota en sus propios pensa-mientos que tienen un orden, método y creencias propios, muy diferentes del orden que usa el sentido común.Imaginad que hubiese en el océano ciertas corrientes que impulsasen a un barco atrapado en ellas, con una fuerza que ninguna habilidad de navegación con el mejor viento,

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ni la fuerza de ningún remo o vapor pudiera hacer frente más que a la corriente del Niágara: tales corrientes —muy tiránicas— existen en los pensamientos, las aguas más finas y sutiles. Tan pronto como comienza un pensamiento, se niega a recordar a qué cerebro pertenece, a qué país, tradi-ción o religión, anda dando vueltas —nadamos alegremen-te— en una dirección elegida independientemente por la ley del pensamiento, y no por la ley del reloj de cocina o del comité del condado. Tiene su propia polaridad. Uno de es-tos vórtices o direcciones elegidas independientemente por el pensamiento es el impulso de buscar semejanza, afinidad, identidad, en todos sus objetos, y de ahí nuestra ciencia, des-de las teorías más rudas hasta las más refinadas.

La palabra eléctrica pronunciada por John Hunter hace cien años —desarrollo interrumpido y progresivo— indi-cando el camino ascendente desde el protoplasma invisible hasta los organismos superiores proporcionó la clave poéti-ca para las ciencias naturales, de la que las teorías de Geo-ffroy St. Hilaire, de Oken, de Goethe, de Agassiz y Owen y Darwin, en zoología y en botánica, son los frutos. Una pista cuyo poder no está aún exhausto, mostrando unidad y orden perfecto en la física.

El químico más duro, el analista más severo, desdeñoso de todo salvo del hecho más seco, es forzado a conservar la curva poética de la naturaleza, y su resultado es como el mito de Teócrito. Toda la multiplicidad se apresura a ser resuelta en la unidad. La anatomía, la osteología, muestran un ascenso interrumpido o progresivo en cada clase: las formas más bajas apuntan a las mayores, las mayores a las superiores, desde el fluido en un saco elástico, de los radia-dos, moluscos, articulados, vertebrados, hacia el hombre;

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como si todo el mundo animal fuese solamente un museo hunteriano para mostrar la génesis de la humanidad.La identidad de la ley, el orden perfecto en la física, el pa-ralelismo perfecto entre las leyes de la naturaleza y las leyes del pensamiento existen. En botánica tenemos lo mismo: la percepción poética de la metamorfosis: que el mismo punto u ojo vegetal que es la unidad de la planta puede transfor-marse a placer en cada parte, bráctea, hoja, pétalo, estam-bre, pistilo o semilla.

En geología, qué pista tan útil se dio a los nuevos investi-gadores al ver en posesión del profesor Playfair una rama de árbol fosilizada que era de madera perfecta en un ex-tremo y de carbón mineral perfecto en el otro. Los objetos naturales, si se describen individualmente y sin conexión, todavía no se conocen, hasta que son realmente partes de un universo simétrico, como palabras de una frase; y si se encuentra su verdadero orden, el poeta puede leer su sig-nificado divino tan ordenadamente como en una biblia. Cada forma animal o vegetal recuerda la inmediatamente inferior y predice la inmediatamente superior.

Hay un animal, una planta, una materia y una fuerza. Las leyes de la luz y el calor se traducen entre sí; como las leyes del sonido y el color; igual que el galvanismo, la electrici-dad y el magnetismo son diversas formas de la misma ener-gía. Cuando el estudiante pondera esta unidad inmensa, observa que todas las cosas en la naturaleza, los animales, la montaña, el río, las estaciones, la madera, el hierro, la piedra, el vapor, guardan una relación misteriosa con sus pensamientos y su vida; sus crecimientos, declives, cuali-dades y uso curiosamente le recuerdan, en partes y en la totalidad, que está obligado a hablar mediante sus medios.

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Sus palabras y pensamientos están enmarcados por su ayu-da. Todo nombre es una imagen. La naturaleza le da, a veces con una semejanza clara, a veces con caricatura, una copia de cada humor y matiz en su carácter y su mente. El mundo es un álbum inmenso de cada pasaje de la vida humana. Cada objeto que contempla es la máscara de un hombre.

“Lo privado del corazón de un hombrehabla y suena en su carroaunque haya fuertes vientos;porque el universo está lleno de sus ecos.”

Toda correspondencia que observamos entre la mente y la materia sugiere una sustancia más antigua y profunda que cada una de estas dos antiguas noblezas. Vemos la ley brillando a través de ellas, es como la sensación de ver una oda de Hafiz medio traducida. El poeta que juega con ello con mayor audacia es el que mejor se justifica a sí mismo; es más profundo y más devoto. La pasión añade ojos, es una lente de aumento. Los sonetos de los amantes son bastante locos, pero son valiosos para el filósofo, aunque son rezos de santos, por su potente simbolismo.

La ciencia fue falsa al no ser poética. Asumió explicar un reptil o un molusco y aislarlo, lo que es ir a la caza de vida en cementerios. El reptil o el molusco o el hombre o el án-gel solo existe en el sistema, en la relación. El metafísico, el poeta, ve cada forma animal solo como un paso inevitable en el camino de la mente creativa. El indio, el cazador, el chi-co con sus mascotas, tienen un conocimiento más dulce de ellas que el erudito. Usamos apariencias de lógica hasta que la experiencia nos pone en posesión de lógica real. El poeta conoce el eslabón perdido por el júbilo que da. El poeta nos da solamente las experiencias más eminentes —un dios pa-

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seando, de pico en pico, plantando su pie solo en la montaña.

La ciencia no conoce su deuda con la imaginación. Goethe creía que no podía existir un gran naturalista sin esta facul-tad. Él fue consciente de su ayuda, que lo convirtió en un profeta entre los doctores. Desde esta visión dio valientes pistas al zoólogo, al botánico y al óptico.

Poesía. El uso primario de un hecho es bajo: el uso secun-dario, en tanto que es una ilustración de mi pensamiento, es el valor real. Primero, el hecho; segundo, su impresión o lo que pienso de él. Por ello se llamó a la naturaleza “una especie de razón adulterada”. Los mares, los bosques, los metales, los diamantes y los fósiles interesan a la mirada, pero solo con un atractivo preparatorio o predictivo. Su va-lor para el intelecto aparece solo cuando escucho su signi-ficado claro en la verdad espiritual que cubren. La mente, penetrada por su sentimiento o su pensamiento, la proyecta hacia fuera sobre cualquier cosa que contempla. El aman-te encuentra reminiscencias de su amada en cada objeto hermoso; el santo, un argumento para la devoción en cada proceso natural; y la facilidad con la que la naturaleza se da a sí misma a los pensamientos de los hombres, lo acer-tadamente que un río, una flor, un pájaro, el fuego, el día o la noche pueden expresar su fortuna, hacen que parezca que el mundo es un hombre disfrazado y, con un cambio de forma, se diese a sí mismo toda su experiencia. No po-demos pronunciar una frase en una conversación vivaz sin una similitud. Daos cuenta de nuestro uso incesante de la palabra “como”: como el fuego, como una roca, como un trueno, como una abeja, “como un año sin primavera”. La conversación no se permite sin tropos, nada salvo un gran peso en las cosas puede solventar un discurso bastante li-

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teral. Siempre lo aviva la inversión y el tropo. Dios mismo no se expresa en prosa, sino que se comunica con nosotros mediante pistas, presagios, inferencias y apariencias oscu-ras en los objetos que nos rodean.

Nada distingue tanto a un hombre como las expresiones imaginativas. Una expresión figurada cautiva la atención y se recuerda y repite. Cuán a menudo se ha labrado una reputación una de estas frases. Los Dichos Dorados de Pi-tágoras eran de esas, y las de Sócrates y las de Mirabeau y las de Burke y las de Bonaparte. El genio hace así una transferencia de una parte de la naturaleza a otra parte re-mota, y traiciona a las rimas y los ecos que hacen polo con polo. Las mentes creativas se aferran a sus imágenes, y no quieren retratarlas apresuradamente en la realidad en pro-sa, igual que los niños se resienten cuando les muestras que su muñeca de cenicienta no es más que ramas de pino y trapo: y mi joven escolar no quiere saber lo que significan el leopardo, el lobo o Lucía en el infierno de Dante, sino que prefiere mantener sus velos puestos. Distingue el deleite de una audiencia en una imagen. Cuando una verdad o hecho familiar aparecen con un vestido nuevo, como montados en un buen caballo, equipado con un par de grandes alas hinchadas, no podemos declarar nuestra sorpresa y placer lo suficiente. Es como la nueva virtud que se muestra en una antigua propiedad desvalorizada, como cuando un chico se encuentra con que su navaja atrae virutas de acero y levanta una aguja; o la vieja piedra de sal del caballo re-sulta ser un torso de Hércules de la era Fidia. La vivacidad de la expresión será lo que indique este don superior, inclu-so cuando el pensamiento no es de gran amplitud de miras, como cuando Miguel Ángel, alabando las terracotas, dice: “¡si esta tierra se hubiese vuelto mármol, calamidad para

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los antiguos!” Un símbolo feliz es una suerte de prueba de que tu pensamiento es justo. Hubiese preferido tener un buen símbolo de mi pensamiento, o una buena analogía, que el sufragio de Kant o Platón. Si estás de acuerdo con-migo, o si lo están Locke o Montesquieu, aun así puedo estar equivocado; pero si los olmos piensan lo mismo, si el agua que corre y el carbón que arde, si los cristales, los ál-calis, si varias modas dicen lo que yo digo, debe ser verdad. Por consiguiente, un buen símbolo es el mejor argumen-to, y es un misionero que persuade a miles. Los Vedas, los Edda, el Corán, son recordados por su figura más feliz. No hay mejor regalo de bienvenida para los hombres que un símbolo nuevo. Los sacia, los transporta, los convierte. Se asimilan a él, tratan con él de todos los modos posibles, y durará cien años. Después llega un genio nuevo y trae otro. Por ello la mitología griega llamó a la mar “la lágrima de Saturno”. El retorno del alma a Dios fue descrito como “un frasco de agua roto en el mar”. San Juan nos dio la figura cristiana de “almas lavadas en la sangre de Cristo”. El viejo Miguel Ángel definía su perpetuo estudio como el de su niñez: “aún cargo con la mochila”. Maquiavelo describía el papado como “una roca insertada en el cuer-po de Italia para mantener la herida abierta”. Debatiendo el parlamento cómo cobrar impuestos en América, Burke exclamó: “¡Esquilad al lobo!” Nuestro orador de Kentucky dijo de su disenso con su compañero: “Le di el reverso de la mano”. Y nuestro proverbio del soldado cortés dice así: “una mano de hierro en un guante de terciopelo.”

Esta creencia de que el uso superior del mundo material es que nos proporciona tipos o figuras para expresar pen-samientos de la mente es llevada a su extremo lógico por los hindús, cuya doctrina central de su religión, siguiendo a

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Buda, es que lo que nosotros llamamos naturaleza, el mun-do exterior, no tiene existencia real, sino que es solo fenomé-nico. La juventud, la edad, la propiedad, la condición, los acontecimientos, las personas —incluso el yo— son mayas (engaños) sucesivos con los que Visnú se burla del alma y la instruye. Creo que los libros hindús son la mejor gimnasia para la mente, como un tratamiento de proyección. Todas las bibliotecas de Europa casi pueden leerse sin sospechar del balanceo de este brazo gigantesco. Pero estos orientales tratan libremente con mundos y guijarros.

El valor del tropo es que el oyente es uno; y de hecho la naturaleza misma es un tropo, y todas las naturalezas par-ticulares son tropos. Igual que se posa el pájaro en la rama y después se precipita en el aire de nuevo, los pensamientos de Dios se paran solo por un momento en cualquier forma. Todo pensar es hacer analogías, y el uso de la vida es apren-der metonimias. El pasar sin fin de un elemento a nuevas formas, la metamorfosis incesante, explica el rango que la imaginación detenta en nuestro catálogo de poderes men-tales. La imaginación es el lector de estas formas. El poeta considera todas las producciones y cambios de la naturale-za los nombres de lenguaje y los usa representativamente, y bien contento también del ulterior, valora más su signifi-cado primario. Cada nuevo objeto, aunque esté muy visto, produce un shock de agradable sorpresa. Las impresiones de la imaginación producen los días grandes de la vida: el libro, el paisaje o la personalidad que no se presentaba en la superficie de los ojos o el oído, pero al penetrar hasta el sentido interno, nos agita y no se olvida. Andar, traba-jar o hablar, la única pregunta es cuántos golpes vibran en esta cuerda mística, cuántos diámetros hay trazados entre la materia y el espíritu; porque cada vez que enunciáis una

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ley natural descubrís que habéis enunciado una ley de la mente. La química, la geología, la hidráulica, son ciencias secundarias. La teoría atómica es simplemente un proce-so interior, como dicen los geómetras, producido por, o el efecto de, una teoría metafísica previa. Swedenborg veía la gravedad como simplemente el exterior de las irresistibles atracciones del afecto y la fe. Creemos que entendemos las montañas y los océanos: sí, mientras las contengamos así y estén a salvo con el geólogo; pero cuando se funden en alambiques prometeicos y salen de los hombres y después, vueltos a fundir, salen de las palabras, ¡sin abatimiento al-guno sino con una exaltación de poder!

En poesía decimos que necesitamos el milagro. La abeja vuela entre las flores y toma menta y mejorana y genera un producto nuevo que no es menta ni mejorana sino miel; el químico mezcla hidrógeno y oxígeno para generar un pro-ducto nuevo que no es estos sino agua; y el poeta oye conver-saciones y contempla todos los objetos de la naturaleza para devolver, no esto sino una totalidad nueva y trascendente.

La poesía es el perpetuo intento de expresar el espíritu de la cosa, traspasar el cuerpo bruto, y buscar la vida y la razón que causa que esta exista: ver que el objeto está fluyendo continuamente, mientras que el espíritu o la necesidad que lo causa subsiste. Su rasgo esencial es que traiciona en cada palabra la actividad instantánea de la mente, que se mues-tra en nuevos usos de todo hecho e imagen (en una rapidez o percepción de las relaciones prenatural). Todas sus pala-bras son poemas. Es una presencia de la mente que da a todos los medios la orden milagrosa de que pronuncien el pensamiento y el sentimiento del momento. El poeta derro-cha en una hora una cantidad de vida que le serviría de su-

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ministro durante más de setenta años al hombre de al lado.

El término genio, cuando se usa con énfasis, implica ima-ginación: uso de símbolos, expresión figurativa. Una per-cepción profunda materializará, como la naturaleza, su pensamiento en una cosa. Cuando un hombre domina un principio y ve sus actos en relación con él, los campos, las aguas, los cielos se ofrecen para vestir sus pensamientos con imágenes. Entonces todos los hombres lo entienden: los partos, los medos, los chinos, los españoles y los indios escuchan su misma lengua. Porque ahora puede encontrar símbolos de significado universal, rápidamente reproduci-bles en cualquier dialecto; igual que un pintor, un escultor y un músico pueden expresar, de diversas formas, el mismo sentimiento de ira o amor o religión.

Los pensamientos son pocos, las formas muchas. El gran vocabulario o el abrigo multicolor de la unidad indigen-te. Los eruditos son parlanchines y vanidosos, pero atadlos fuerte al principio y la definición y se quedarán mudos y miopes. ¿Qué es el movimiento? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es la materia? ¿Qué es la vida? ¿Qué es la fuerza? Empujad-los fuerte y no serán locuaces. Llegarán a Platón, a Proclo y a Swedenborg. Lo invisible e imponderable es el único he-cho. ¿Por qué no se convierte la tierra violeta en almizcle? ¿Cuál es el término de la metamorfosis de fluir incesante? No sé lo que son las paradas, pero veo que una unidad devoradora lo transforma todo en lo que no se transforma.

A la acción de imaginación la asiste siempre el deleite puro. Infunde cierta volatilidad e intoxicación en toda naturale-za. Tiene una flauta que pone a los átomos de nuestra es-tructura a bailar. Nos revela el secreto delicioso de nuestra

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magnitud indeterminada. Las montañas empiezan a desdi-bujarse y a flotar en el aire. En presencia y en la conver-sación de un verdadero poeta, bullendo de imágenes para expresar su extendido pensamiento, su persona, su forma, se agranda ante nuestros ojos fascinados. Y de este modo em-pieza la deificación que todas las naciones han hecho de sus héroes de todo tipo: santos, poetas, legisladores y guerreros.

Imaginación. Mientras el sentido común ve las cosas o la naturaleza visible como hechos reales y finales, la poesía, o la imaginación que la dicta, es una segunda vista que ve a través de estas y las usa como tipos o palabras para los pen-samientos que significan. ¿Es esto un capricho metafísico de los tiempos modernos y muy refinado? Es, por el con-trario, tan antiguo como la mente humana. Nuestra mejor definición de poesía es una de nuestras frases más antiguas y se dice que llega hasta nosotros desde el caldeo Zoroastro, que la escribió así: “Los poetas son transportistas de pie, cuyo oficio consiste en hablarle al padre y a la materia; en producir imitaciones manifiestas de naturalezas no mani-fiestas y en inscribir cosas no manifiestas en la fabricación manifiesta del mundo”; en otras palabras, el mundo existe por el pensamiento: este pone de manifiesto cosas que se esconden: las montañas, los cristales, las plantas, los ani-males se ven; lo que los produce no se ve: de modo que son “copias manifiestas de naturalezas no manifiestas”. Ba-con expresó el mismo sentido en su definición: “La poe-sía acomoda la representación de las cosas a los deseos de la mente”; y Swedenborg, cuando dijo: “No existe nada en el pensamiento humano, ni siquiera en relación con el más misterioso dogma de fe, si no se ha mezclado con una imagen natural y sensual”. Y de nuevo: “Los nombres, los países, las naciones y esas cosas no los conocen en absoluto

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los que están en el cielo; no tienen ni idea de estas cosas, sino de las realidades que se significan de este modo.” Un símbolo siempre estimula el intelecto; por ello es la poesía siempre la mejor lectura. El mayor designio de la imagina-ción es domesticarnos en otra naturaleza, una celestial.

Este poder está en la imagen porque está en la naturaleza. Afecta así porque es así. Lo que es asombroso en Sweden-borg no es su invención, sino su extraordinaria percepción; que necesitaba mucho ver. El mundo se da cuenta de la mente. Mejor que ver imágenes es ver a través de ellas. La elección de la imagen no es más arbitraria que su poder y su significado. La elección debe seguir al hado. La poesía perfeccionada es la única verdad; es la expresión del hom-bre tras lo real y no tras lo aparente.

¿O diremos que la imaginación existe compartiendo las corrientes etéreas? El poeta contempla la identidad cen-tral, la ve ondular y rodar aquí y allá, con flujos divinos, a través de las cosas más remotas; y, siguiéndola, encuentra parecidos en naturalezas nunca antes comparadas. Puede clasificarlas muy audazmente porque es sensible al arras-tre de la corriente celestial, del que nada está exento. Su propio cuerpo es una aparición huidiza, su personalidad es tan fugitiva como el tropo que emplea. En algunas ho-ras casi podemos pasar nuestra propia mano por nuestro propio cuerpo. Creo que el uso o el valor de la poesía es la sugerencia que aporta del flujo o la fugacidad del poeta. La mente se deleita midiéndose a sí misma de este modo con la materia y con la historia y desdeñándolas. Un pensa-miento, cualquier pensamiento, exprimido, seguido, abier-to, empequeñece la materia, la costumbre y todo salvo a sí mismo. Pero esta segunda vista no necesariamente tiene

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que perjudicar a la primera o al sentido común. Píndaro y Dante, sí, y las frases grises y raídas de Zoroastro, pueden analizarse, aunque nosotros no las analicemos. El poeta tie-ne una lógica, aunque sea sutil. Observa leyes superiores a las que transgrede. “La poesía debe ser primero buena sensación, pero es algo mejor”.

Esta unión de primera y segunda vista lee la naturaleza has-ta el límite del deleite y del uso moral. Los hombres son imaginativos, pero no están dominados por la imaginación hasta el punto de confundir sus sugerencias con hechos ex-ternos. Vivimos en las dos esferas y no debemos mezclarlas. El genio certifica la posesión total de su pensamiento tradu-ciéndolo a un acto que lo representa perfectamente y es por ello educación. Charles James Fox consideraba “la poesía como el gran refrescante de la humanidad; el único, des-pués de todo; que los hombres se dieron cuenta de que te-nían mentes por primera vez al producir y degustar poesía”.

El hombre corretea sin descanso y dolorido cuando su con-dición o los objetos de su entorno no cuadran completa-mente con su pensamiento. Desea ser rico, ser viejo, ser joven, que las cosas le obedezcan. En el océano, en el fuego, en el cielo, en el bosque, encuentra hechos adecuados y tan grandes como él. Así como sus pensamientos son más profundos de lo que puede comprender, igual pasa con es-tos. Es más fácil leer sánscrito, descifrar el símbolo de una punta de flecha, que interpretar estas vistas familiares. Es incluso más difícil nombrarlas. The Seasons de Thomson y las mejores partes de muchos poetas antiguos y nuevos son simplemente las enumeraciones de una persona que sintió la belleza de las vistas y los sonidos comunes, sin ninguna intención de trazar una moral o fijar un significado.

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El poeta descubre que lo que los hombres valoran como sustancias tiene un valor superior como símbolos; que la naturaleza es la sombra inmensa del hombre. La acción de un hombre es simplemente un álbum de su credo. Hace después lo que cree. Vuestra condición, vuestro empleo, son vuestra fábula. El mundo está completamente antro-pomorfizado, como si hubiese pasado a través del cuerpo y la mente del hombre y hubiese tomado su molde y forma. Ciertamente, la buena poesía es siempre personificación y eleva todas las especies de fuerza en la naturaleza dándoles una volición humana. Se nos anuncia que no hay nada con lo que él no esté relacionado; que todo es convertible en todas las cosas. Ese bastón en la mano es el vector del radio del sol. La química de éste es la química de aquél. Sea cual sea la acción que llevemos a cabo, sea cual sea la cosa que aprendamos, estaremos haciendo y aprendiendo todas las cosas, marchando en la dirección del poder universal. Toda mente saludable es un Alejandro o un Sesostris construyen-do una monarquía universal.

Los sentidos nos aprisionan y nosotros los ayudamos limi-tando con metros; con un par de escalas y una regla y un reloj. ¡Cuánto tiempo llevó descubrir lo que era un día, o este sol que los hace! Cuesta miles de años llegar a sos-pechar el movimiento de la tierra. Despacio, comparando miles de observaciones, se iluminó en alguna mente una teoría del sol, y encontramos el hecho astronómico. Pero la astronomía está en la mente: los sentidos afirman que la tierra está fija y el sol se mueve. Los sentidos recogen los hechos superficiales de la materia. El intelecto actúa so-bre estos reportajes brutos y obtiene de ellos resultados que son la esencia o la forma intelectual de las experiencias. Compara, distribuye, generaliza y los eleva hasta su propia

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esfera. Sabe que estos resultados transfigurados no son las experiencias brutas, igual que las almas en el cielo no son los cuerpos rosados que una vez animaron. Les han afec-tado muchas transfiguraciones. Los átomos del cuerpo una vez fueron nebulosa, después roca, después marga, después maíz, después quimo, después quilo, después sangre; y aho-ra la mente contemplativa y co-energética ve el mismo re-finamiento y ascensión al tercer, al séptimo o el décimo po-der de los accidentes cotidianos que los sentidos reportan y que son el material crudo del conocimiento. Era sensación; cuando la memoria llegó, fue experiencia; cuando actuó la mente, fue conocimiento; cuando la mente actuó sobre él como conocimiento, fue pensamiento.

Esta metonimia o ver el mismo sentido en cosas distintas nos proporciona un placer puro. Cada una de los millones de veces que encontramos una maravilla en la metamor-fosis. Nos pone a cantar y a bailar. Todos los hombres son poetas hasta aquí. Cuando la gente me dice que no dis-fruta la poesía y me traen a Shelley o a los poetas Atkins o quién sabe qué libro de inglés en rima para mostrarme que no tiene encanto, me dice mucho de sus mentes. Pero esta aversión simplemente prueba su afición a la poesía. Dis-frutan de Esopo (no pueden olvidarlo o no usarlo). Dadles la Ilíada de Homero y les gustará; o El Cid, y sonará bien: leedles a Chaucer y reconocerán en él a un tipo honesto. Conocen “Lear” y “Macbeth” y “Ricardo III” lo suficien-temente bien sin guía. Dadles las baladas de Robin Hood o “Griselda” o “Sir Andrew Barton” o “Patrick Spense” o “Chevy Chase” o “Tam O’Shanter” y les gustarán bastan-te. Les gusta ser estatuas; les gusta nombrar estrellas; les gusta hablar y escuchar hablar de Jove, Apolo, Minerva, Venus y los Nueve. Mirad qué obstinados seguimos con los

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viejos nombres. Les gusta la poesía sin tomarla por tal. Les gusta ir al teatro y que les hagan llorar; al Faneuil Hall y que los ilustre Otis, Webster o Kossuth o Phillips; qué gran-des corazones tienen, qué lágrimas, qué ensanchamientos posibles de sus estrechos horizontes. Les gusta ver puestas de sol sobre las colinas o a la orilla de un lago. Ahora, la vaca no contempla el arcoíris ni muestra ni aparenta nin-gún interés por el paisaje, ni por el pavo real ni por la can-ción del tordo.

La naturaleza es el verdadero idealista. Cuando mejor nos sirve, cuando en días raros habla para la imaginación, sen-timos que el cielo y la tierra gigantes no son sino una red tejida a nuestro alrededor, que la luz, los cielos y el alma no son sino altibajos del alma. ¿Quién ha oído nuestro himno en la iglesia sin aceptar la verdad

“Sobre nuestras cabezas pasan las estacionesy calman dando dicha al alma”?

Por supuesto que, cuando describimos al hombre como un poeta y le atribuimos los triunfos del arte, estamos hablan-do del hombre potencial o ideal, que no hemos encontrado ahora en persona alguna. Deberíais recorrer una ciudad o una nación y recoger una facultad aquí y otra allá para construir con todo al verdadero poeta. Pero todos los hom-bres conocen el retrato en que está dibujado, y es parte de la religión creer en su posible encarnación.

Es el hombre saludable, sabio, fundamental, masculino, vi-dente del secreto; contra toda apariencia, ve y reporta la verdad, a saber: que el alma crea materia. Y la poesía es lo único verídico: la expresión de una mente sólida hablando

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tras el ideal y no tras lo aparente. Como poder, es la percep-ción del carácter simbólico de las cosas y del trato de estas como cosas representativas: como talento, es la tenacidad magnética de una imagen y demuestra por el trato que su pigmento de pensamiento es tan palpable y objetivo para el poeta como lo es el suelo que pisa o las paredes de las casas a su alrededor. Este poder se muestra en Dante y Shakes-peare. En algunos individuos esta percepción, o segunda visión, tiene un alcance extraordinario que fuerza nuestro asombro, como en Behmen, Swedenborg y William Blake, el pintor.

William Blake, cuyo genio anormal dijo Wordsworth que le interesaba más que la conversación de Scott o Byron, escribe así: “aquél que no imagina en rasgos más fuertes y mejores y en una luz más fuerte y mejor de lo que pueden ver su malditos ojos mortales, no imagina en absoluto. El pintor de esta obra asegura que todas sus imaginaciones se le muestran infinitamente más perfectas y más meticulosa-mente organizadas que nada que haya visto con sus ojos mortales. Aseguro que no contemplo la creación externa, y que para mí sería un obstáculo y no acción. No pongo en cuestión mis ojos corporales más de lo que lo haría con una ventana relativa a una vista. Miro a través de ella y no con ella.”

Definir la región de la fantasía y la imaginación es un pro-blema de la metafísica. Se suelen usar las palabras y se confunden las cosas. La imaginación respeta la causa. Es la visión de un alma inspirada leyendo argumentos y afir-maciones en toda naturaleza que es llevada a expresarse. Pero tan pronto como su pasión libera un poco esta alma, y juega a su antojo con las apariencias y los tipos por diver-

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sión y no por su fin moral llamamos a su acción fantasía. Lear, loco en su aflicción, cree que todo hombre que sufre debe tener una causa como la suya. ¿Lo han llevado hasta este punto sus hijas? Pero cuando, entretenida su atención, su mente descansa frente a este pensamiento, deviene fan-tasioso con Tom, jugando con las apariencias superficiales de los objetos. Bunyan, dolorido por su alma, escribió “El progreso del peregrino”; Quarles, después de pasar mucho frío, escribió “Emblemas”.

La imaginación es central, la fantasía superficial. La fanta-sía se relaciona con la superficie, en la que yace gran parte de la vida. Con razón se dice que el amante fantasea con el pelo, los ojos y la complexión de la amada. La fantasía es caprichosa, la imaginación un acto espontáneo; la fantasía, como un juego de muñecas y marionetas a las que llama-mos hombres y mujeres; la imaginación, la percepción y afirmación de que hay una relación real entre un pensa-miento y algún hecho material. La fantasía nos divierte; la imaginación nos expande y exalta. La imaginación hace uso de una clasificación orgánica. La fantasía junta por parecido accidental, sorprende y divierte al ocioso, pero guarda silencio en presencia de gran pasión o acción. La fantasía agrega; la imaginación anima. La fantasía se rela-ciona con el color; la imaginación con la forma. La fantasía pinta; la imaginación esculpe.

Veracidad. Por tanto, no quiero descubrir que mi poeta no participa del festín que extiende, o que vaya a arrancarme o divertirme con algo que no le arranque ni divierta a él. Debe creer en su poesía. Homero, Milton, Hafiz, Herbert, Swedenborg, Wordsworth, están enamorados de corazón de sus dulces pensamientos. Saben, además, que esta co-

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rrespondencia entre cosas y pensamientos es mucho más profunda de lo que ellos pueden penetrar, desafiando la ex-presión correcta: que es elemental o está en el corazón de las cosas. Veracidad, por tanto, es lo que solicitamos de los poetas, que digan cómo fue con ellos y no cómo podría de-cirse. El fallo de nuestra poesía popular es que no es sincera.

“¿Qué hay de nuevo?” le pregunta un hombre a otro en todas partes. El único que trae nuevas es el poeta. Cuando canta, el mundo escucha con la seguridad de que ahora se va a contar un secreto de Dios. El humor poético correcto es o produce una sensibilidad más completa, taladra el hecho externo hasta el significado del hecho, muestra una visión más perspicaz: y la percepción crea su expresión más fuerte, de igual modo que el hombre que ve su camino lo camina.

Es una regla de la elocuencia que cuando un orador pierde el dominio de su público, su público lo domina. En poe-sía el maestro se apresura a distribuir su pensamiento y las palabras y las imágenes vuelan hasta él para expresarlo; mientras que humores más fríos se ven forzados a respetar los modos de hablar e insinuar o, por así decir, envolver el hecho, para adaptar la pobreza o el capricho de su ex-presión, de modo que solo dan a entender la materia, o la aluden, siendo incapaces de fundir y moldear sus palabras e imágenes para la obediencia fluida. Mirad cómo Shakes-peare forcejea en seguida con el problema principal de la tragedia, como en “Lear” y “Macbeth” y al comienzo de “El mercader de Venecia”. Todos los escritos deben ser en cierto grado exotéricos, estar escritos para lo que podría o debería ser un humano, en lugar de para lo que fatalmen-te es: esto contiene incluso a los escritores más valientes y sinceros. Todo escritor es un patinador y debe ir en parte

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donde iría y en parte donde le lleva el patín; o un marine-ro, que solamente puede atracar cuando hay viento en las velas. Y aún hay que añadir que la alta poesía excede el hecho o la naturaleza misma, igual que el patín permite al buen patinador mucha más gracia de la que mostrarían sus mejores andares, o las velas más que montar a caballo. El poeta escribe desde una experiencia real, el aficionado fin-ge una. Por supuesto, uno dibuja el arco con sus dedos y el otro con la longitud de su cuerpo; uno habla con sus labios y el otro con la voz de su pecho. El talento divierte, pero si tu verso no tiene una base necesaria y autobiográfica, aun-que se muestre bajo alegres velos poéticos, no malgastaré mi tiempo.

La poesía es fe. Para el poeta el mundo es suelo virgen: todo es practicable; los hombres están listos para la virtud; siempre es tiempo de hacer lo correcto. Es un reiniciador, o Adán en el jardín de nuevo. Afirma la aplicabilidad de la ley ideal a este momento y a la encrucijada de asuntos. Partidos, abogados y hombres del mundo discutirán una aplicación así de romántica y peligrosa: admiten la verdad general, pero ellos y sus asuntos constituyen siempre un caso excepcional del estatuto. El libre mercado, admiten, es muy bueno como principio, pero nunca es buen tiempo para su implantación sin perjudicar intereses actuales. La castidad, dicen, está muy bien, ¡pero luego pensad en el temperamento y la pasión de Mirabeau! Las leyes eternas están muy bien y no admiten violación, pero eran tan ex-tremas para los tiempos y las costumbres de la humanidad que deberíais admitir milagros para que los tiempos cons-tituyesen un caso. Por supuesto que sabemos lo que decís, que se encuentran leyendas en todas las tribus; pero esta leyenda es diferente. Y aun así el poeta afirma las leyes;

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la prosa se mantiene ocupada con las excepciones, con lo local e individual.

Exijo que el poema me impresione, de modo que una vez cerrado el libro, me venga de nuevo a la cabeza, o cier-tos pasajes. Y la crítica de la memoria es inestimable como correctivo para las primeras impresiones. Al principio nos deslumbran las palabras nuevas y el brillo del color, que ocupa la fantasía y embauca al juicio. Pero todo esto se olvi-da fácilmente. Después, el pensamiento, la imagen feliz que expresó y que fue una experiencia verdadera del poeta se repite en mi mente y me lleva de vuelta al libro. Y desearía que el poeta previese este hábito de lectura y omitiese todo salvo los pasajes importantes. Shakespeare está hecho de pasajes importantes, como el acero de Damasco está hecho de clavos viejos. Homero tiene el suyo:

“Nuestro augurio es bueno, morir por el país de uno;”

y de nuevo:

“Curan sus penas porque curables son los corazones de los nobles.”

Escribe, que te conoceré. El estilo te traiciona igual que tus ojos. Detectamos a la primera en él si el escritor tiene una comprensión firme de su acto o pensamiento —si por el momento existe para esto solamente—, o si tiene unos ojos disculpándose, despectivos, vueltos hacia el lector. Siempre está en proporción con su posesión de su pensamiento su desafío a sus lectores. No hay elección en las palabras para aquel que ve claramente la verdad. Esta le proporciona la mejor palabra.

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El gran diseño pertenece a un poema y es mejor que cual-quier habilidad ejecutiva —¡pero qué raro!—. Lo encuen-tro en los poemas de Wordsworth “Laodamia”, “Oda a Dion” y en el planteamiento de “El recluso”. Queremos diseño y no perdonamos a los bardos si solo cuentan con el arte del esmalte. Queremos un arquitecto y nos traen a un tapicero.

Si tu tema no te parece la flor del mundo en este momento no la has elegido bien. No importa lo que sea, si es gran-de o alegre, nacional o privado; si tiene un protagonismo natural para ti, trabaja hasta que llegues a su corazón: en-tonces representará, tanto si era un gorrión como una tela de araña, completamente la ley central, y trazará una ilus-tración trágica o jovial, como si fuese el libro del Génesis o el libro de la Ruina. El tema —hay que decirlo más— es indiferente. Cualquier palabra, cualquier palabra del len-guaje, cualquier circunstancia, resulta poética en manos de un pensamiento superior.

La prueba o medida del genio poético es el poder para leer los asuntos poéticos, para fundir las circunstancias del hoy; no usar las antiguas supersticiones de Scott o las de Shakespeare, sino convertir estas del siglo diecinueve, y las de las naciones existentes, en símbolos universales. Es fácil repintar la mitología de los griegos o de la iglesia católi-ca, el castillo feudal, las cruzadas, los martirios de la Eu-ropa medieval; pero señalar dónde está la misma fuerza creativa trabajando ahora en nuestras casas y asambleas públicas, convertir las energías vívidas que actúan en esta hora en Nueva York, Chicago y San Francisco en símbo-los universales requiere un pensamiento sutil y gobernador. Es infantil en Swedenborg cargar con la caspa muerta de

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la antigüedad hebrea, como si la energía creativa divina se hubiese desmayado en su siglo. La vida americana nos atormenta con esto a diario y encontrar una lengua es len-to. Esta percepción contemporánea es transustanciación, la conversión del pan de cada día en los símbolos más sagra-dos. Todo hombre sería un poeta si su digestión intelectual fuese perfecta. La prueba del poeta es el poder para tomar el día que pasa, con sus noticias, sus problemas, sus miedos, de los que él es parte, y sujetarlos a una razón divina hasta que ve que tienen un propósito y belleza y que están rela-cionados con la astronomía y la historia y el eterno orden del mundo. Y entonces la rama seca florece en sus manos. Está tranquilo y elevado.

El uso de “poemas ocasionales” es dar permiso a la ori-ginalidad. Todo el mundo se deleita con la alegría que se muestra en nuestras aulas de dibujo. En una fiesta de juegos o un picnic de poemas todo escritor se libera de las solem-nes tradiciones rítmicas que alarman y sofocan su fantasía y el resultado es que cada colega ofrece un poema en un estilo nuevo que da a entender una nueva literatura. Y el escritor lo pilla barato, y podría hacer lo mismo todo el día. En el escenario, la farsa se da mucho mejor que la trage-dia, porque las compañías entienden la farsa y la tragedia no. El escritor en la sala goza de más presencia mental, más ingenio y fantasía, más juego de pensamiento, sobre los incidentes que ocurren a la mesa o en la casa que en las políticas de Alemania o Roma. Muchos de los buenos poemas de Herrick, Jonson y sus contemporáneos tenían este origen casual.

Sé que hay entretenimiento y margen para el talento en la selección del artista de temas antiguos o remotos, como

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cuando el poeta se va a la India o a Roma o a Persia a por su fábula. Pero creo que nadie sabe mejor que él que aquí consulta su comodidad, más que su fuerza o su deseo. Está bien convencido de que los grandes momentos de la vida son esos en los que su propia casa, su propio cuerpo, los caminos y palabras y cosas más triviales y cercanos se han iluminado dentro de profetas y maestros. ¿Qué otra cosa es ser un poeta? ¿Qué son su guirnalda y su túnica de cantar? ¿Qué sino una sensibilidad tan entusiasta que el aroma de un arco viejo o la maderería y los trabajos corporativos de un hormiguero son acontecimientos suficientes para él (todo emblemas y atractivos personales)? Su corona y su túnica son hacer lo que disfruta; emancipación de las preguntas de otros hombres, y alegre estudio de las suyas; escapar de los chismes y la rutina de la sociedad y el derecho reservado y la práctica de hacer lo mejor. No da la mano sino como signo de dar su corazón; no es amable con todos, sino callado, descomprometido, o enamorado, según le dirija su corazón. No hay tema que no le incumba: la política, la economía, la manufactura y los negocios tanto como las puestas de sol y las almas; sencillamente, estas cosas situadas en su verdade-ro orden son poesía; desplazadas o puestas en el orden de la cocina, no. Malthus es el órgano correcto de los propietarios ingleses, pero nunca entenderemos de economía política hasta que Burns o Beranger o algún poeta nos la enseñe en canciones, y no enseñará maltusianismo.

La poesía es la gaya ciencia. El atributo y la prueba del poeta es que construye, añade, afirma; el crítico destruye, el poeta no dice nada salvo lo que ayuda a alguien; dejad que otros se distraigan cuidadosamente, él está exento. Los placeres de estos están teñidos de dolor, sus dolores están rodeados de placer. Comparte la alegría que cuenta. Como

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cantaba uno de los antiguos minnesingers:

“Lo he oído muchas veces y ahora creo que es verdad, que en lo que el hombre se deleita, Dios se deleitará.”

La poesía es la consolación de los hombres mortales. Viven encerrados, apresados, confinados en un terreno estrecho y trivial: en deseos, dolores, ansiedades y supersticiones, en políticas libertinas, en empleos mezquinos, y son vícti-mas de ellos. Y los poderes más nobles siguen sin probarse, desconocidos. Un poeta llega y descorre el velo, les propor-ciona vistazos de las leyes del universo; les muestra las cir-cunstancias como una ilusión, muestra que la naturaleza es solo un lenguaje para expresar las leyes, que son grandes y hermosas, y las deja entrar, a través de sus canciones, en al-gunas realidades. Sócrates, los maestros indios de Maya, las biblias de las naciones, Shakespeare, Milton, Hafiz, Ossian, los “Bardos galeses”: todos estos tratan la naturaleza y la historia como medios y símbolos, no como fines. A partir de estas guías empiezan a ver que lo que habían llamado imá-genes son realidades, y la vida mezquina imágenes. Y esto se consigue con palabras; porque hay unos pocos oráculos expresados por hombres preceptivos que son los textos en los que se fundamentan las religiones y los estados. Y esta percepción tiene a la vez su orden moral. Ben Jonson decía: “El fin principal de la poesía es informar a los hombres de la justa razón de vivir.”

Creación. Pero hay un paso más que da la poesía y que pa-rece superior a los otros, a saber: la creación o las ideas to-mando su propia forma; cuando el poeta inventa la fábula e inventa el lenguaje que hablan sus héroes. Lee en la palabra o en la acción del hombre sus resultados aún no revelados.

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Su inspiración es el poder para completar y cumplir la me-tamorfosis que, en los casos imperfectos, se detuvo durante siglos, y en los más perfectos procede rápido en el individuo mismo. La poesía es ciencia y el poeta un verdadero lógico. Los hombres en las cortes o en la calle creen que ellos son lógicos y el poeta caprichoso. ¿Creen que hay azar o pre-meditación en lo que dicen? Sin duda, exigimos de él lo que él exige de sí mismo: veracidad antes que nada. Con ello se convierte en el legislador al ser un reportero exacto de la ley esencial. Él sabe que no ha hecho su pensamiento; no, su pensamiento lo ha hecho a él y ha hecho el sol y las estrellas. ¿Es el sistema solar buen arte y arquitectura? El mismo sa-bio logro está también en el cerebro humano, puedes dispo-ner de él solo por interferencia y casamiento. No podemos contemplar obras de arte sino que ellas nos enseñan lo cerca que está el hombre de la creación. Miguel Ángel está princi-palmente lleno del Creador que hizo y hace a los hombres. Cuánto del trabajo original permanece en él, y él, un hom-bre mortal, en él, y el instinto de cerebros así de perfectos es irresistible, conoce el camino justo, es melodioso y, en todos los sentidos, divino. La razón por la que le otorgamos un valor tan alto a la poesía —tanto en el caso de un verso o frase como en el de un poema— es que es un nuevo trabajo de la Naturaleza, como lo es el hombre. Debe ser tan nuevo como la espuma y tan viejo como la roca. Pero un verso nuevo llega una vez en cien años; y por eso Píndaro, Hafiz o Dante hablan tan orgullosamente de lo que le parece un tintineo al payaso.

El escritor, igual que el sacerdote, debe quedar exento de la labor secular. Su trabajo precisa una salud festiva; debe estar en la cima de su condición. En esa prosperidad se su-merge a veces en la percepción de unos medios y materiales,

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de hazañas y artes conductos y de maquinarias de hadas y se provee de un poder que hasta el momento desconocía por completo, por medio del cual puede transferir su visión a lienzos mortales, o reducirlos a yámbicos o trocaicos, a una rima lírica o heroica. Estos éxitos no son menos dignos de la admiración del poeta e increíbles para él de lo que lo son para su público. Ha visto algo que todos los matemáti-cos y la mejor industria no podrían darle nunca. Y ahora, en esa extraña elevación por encima de su esfera habitual, entra en nuevas circulaciones, la médula del mundo está en sus huesos, la opulencia de las formas empieza a verterse en su intelecto, y se le permite mojar su brocha en el viejo bote de pintura con el que se pintaron los pájaros, las flores, la mejilla humana, la roca viva, el ancho paisaje, el océano y el cielo eterno.

Estos buenos frutos del juicio, la poesía y el sentimiento, una vez ha llegado su hora y el mundo está maduro para ellos, saben tanto como los más rudos cómo alimentarse y rellenarse, y mantener vivo su suministro, y multiplicarse; las rosas y las violetas renuevan su raza como los robles, y los vuelos de las polillas pintadas son tan viejos como los Allegheny. Se mantiene el equilibrio del mundo, y la gota de rocío y la niebla y el lápiz de luz son tan longevos como el caos y la oscuridad.

Nuestra ciencia va siempre en paralelo a nuestro autocono-cimiento. La poesía empieza, o todo se convierte en poesía, cuando miramos desde el centro hacia fuera y lo usamos todo como si lo hubiese hecho la mente. Solo podemos ver lo que somos y lo que hacemos. El tejedor ve guinga; el comerciante ve la lista de acciones; el político la carga y los votos del condado; el poeta ve el horizonte y las orillas de la

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materia yaciendo en el cielo, la interacción de los elemen-tos: el gran efecto de leyes que corresponden a las leyes inte-riores que conocemos y que no son sino una extensión de sí mismo. “Las atracciones son proporcionales a los destinos.” Los acontecimientos o las cosas son solo la realización de las facultades. Los mejores hombres vieron cielos y tierras; vie-ron instrumentos nobles de almas nobles. Nosotros vemos ferrocarriles, molinos y bancos, y nos compadecemos de la pobreza de estos budistas soñadores. Había tanta fuerza creativa entonces como ahora, pero entonces hizo globos y cielos astronómicos en vez de velartes y copas.El poeta está enamorado de pensamientos y leyes. Estas co-nocen su camino y, guiado por ellas, asciende este desde un interés por las cosas a un interés por lo que significan, y desde la parte del espectador a la parte del hacedor. Y como todo se derrama y avanza, igual que toda facultad y todo deseo es procreativo y toda percepción es un destino, no hay límite para su esperanza. “Cualquier cosa que desee la mente, hijo, desde la leche de chocolate hasta el trono de los tres mundos, lo obtendrás guardando la ley de tus miembros y la ley de tu mente.” Esto sugiere que hay poesía superior a la que escribimos o leemos.Con razón, la poesía es orgánica. No podemos conocer co-sas con palabras y escritura sino solamente tomando una posición central en el universo y viviendo en sus formas. Nos hundimos para emerger:

“Nadie puede abarcar trabajo algunosi no se convierte él en lo mismo.”

Todas las partes y formas de la naturaleza son la expresión o producción de facultades divinas, y lo mismo pasa con no-sotros. Y lo que nos fascina del genio es esa terrible cercanía

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a las creaciones de la naturaleza.

He oído decir que los alemanes consideran al creador de Trim y el tío Toby, aunque nunca escribió un verso, un poeta más grande que Cowper, y que el nombre de Goldsmith no viene de su “Pueblo desierto” sino que sale de “El vicario de Wakefield.” Ejemplos mejores son la Ariel, el Calibán y las hadas de “El sueño de una noche de verano” de Sha-kespeare. Barthold Neibuhr dijo acertadamente: “Tiene poco mérito inventar una idea feliz o una situación atracti-va mientras sea solo la voz del autor lo que oigamos. Como ser al que hemos dado vida con artes mágicas, cuando lleva a cabo sus actos existentes independientemente del impulso del maestro, el poeta ha creado a sus personas, y entonces ve y narra lo que hacen y dicen. Semejante creación es poesía, en sentido literal, y su posibilidad es un enigma insonda-ble. La plenitud efusiva del discurso corresponde al poeta, y fluye desde los labios de cada uno de sus seres mágicos en pensamientos y palabras particulares de su naturaleza.”

Esta fuerza de representación pone tanto ante él sus figuras que las trata como reales; les habla como si estuviesen allí en persona; pone palabras en sus bocas como si hablasen, y le afectan como las personas. Vasta es la diferencia entre escribir versos limpios para revistas y crear estas personas y situaciones nuevas: un nuevo lenguaje con énfasis y reali-dad. El humor de Falstaff, el terror de Macbeth, tienen su propio enjambre de pensamientos e imágenes adecuadas, como si Shakespeare hubiese conocido y entrevistado a es-tos hombres en lugar de haberlos inventado en su escritorio. Este poder no aparece solo en el guión o en la descripción de sus actores, sino en los modales y la conducta y el estilo de cada individuo. Ben Jonson le dijo a Drumond “que Sid-

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ney no tuvo el decoro de hacer que todos hablasen tan bien como él.”

Esto me recuerda que todos tenemos una clave para este milagro del poeta, y que el zoquete tiene experiencias que explicarán para él a Shakespeare; una clave, es decir, sue-ños. En sueños somos verdaderos poetas; creamos los per-sonajes del drama; les damos figuras, rostros y costumbres adecuadas; son perfectos en sus medios, su actitud, sus ma-neras; más aún: hablan tras sus propios personajes, no tras los nuestros: hablan y nosotros escuchamos con sorpresa lo que dicen. Es más, dudo que el mejor poeta haya escrito una obra de cinco actos que se pueda comparar en meticu-losidad en la invención a esta obra no escrita en cincuenta actos, compuesta por el más sordo roncador en el suelo de la caseta del vigilante.

Melodía, rima, forma. La música y el ritmo están entre los placeres más tempranos del niño y, en la historia de la lite-ratura, la poesía precede a la prosa. Todo el mundo ve al circular por una carretera, a través de un paisaje interesan-te, cómo un poco de agua alivia la monotonía: no importa qué objetos tenga cerca, una parcela de grama, un arbusto de aliso o una estaca: se vuelven hermosos al ser refleja-dos. Esto es la rima para los ojos, y explica el encanto de la rima para el oído. Las sombras nos complacen como rimas todavía más finas. La arquitectura proporciona un placer parecido a través de la repetición de partes iguales en una columnata, en una fila de ventanas o en alas; los jardines, con sus contrastes simétricos entre lechos y paseos. En la so-ciedad, tenéis esta figura en una comitiva nupcial, donde un coro de doncellas en batas blancas muestran el encanto de estatuas vivas; en un funeral, en que todas visten de negro;

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en un regimiento de soldados de uniforme.Prueba de la universalidad de este gusto es nuestro hábito de emitir nuestros hechos en rima para recordarlos mejor, como muestran muchos proverbios. ¿Quién recordará el or-den del almanaque más rápido que con el din don:

“Treinta días tiene septiembre,” etc.;o el zodiaco sino por“Capricornio, tauro, gemelos celestes,” etc.

Somos amantes de la rima y el retorno, el periodo y la re-verberación musical. Se arrulla al bebé con la canción de la nana. Los marineros trabajan mejor con su yo-heave-o. Los soldados marchan mejor con el tambor y la trompeta. El metro empieza con el pulso, y la longitud de los versos en canciones y poemas está determinada por la inhalación y exhalación de los pulmones. Si canturreáis o susurráis el ritmo de los versos ingleses comunes (del cuarteto decasíla-bo o del octosílabo con hexasílabos alternos u otros ritmos) podréis creer fácilmente que estos metros son orgánicos, que derivan del pulso humano, y que no pertenecen por tanto a una nación sino a la humanidad. Creo que también encontraréis encanto heroico, quejumbroso, patético en es-tas cadencias y os pondréis en seguida a buscar las palabras que puedan llenar correctamente los tiempos vacantes. A la gente joven le gusta la rima, el redoble, el tono, las cosas por pares y alternas; y, en grados superiores, conocemos el po-der instantáneo de la música sobre nuestros temperamentos a la hora de cambiar nuestro humor y darnos el suyo: y la pasión humana, aprovechando estos tonos constitucionales, se propone llenarlos con palabras adecuadas, o casar música y pensamiento, al creer, como creemos de todo casamiento, que las parejas se hacen en el cielo y que existe una melodía o rima propia de cada pensamiento, aunque las posibilida-

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des en contra de que la encontremos sean inmensas y que solo los genios pueden hacer correctamente las proclamas.Otra forma de rima es la repetición de una frase, como en el registro de la muerte de Sisera:

“A sus pies se inclinó, cayó, se tumbó: a sus pies se inclinó, cayó: donde se inclinó cayó muerto.”

El hecho se hace ilustre, no, colosal, a través de esta simple retórica.

“Ellos perecerán, pero tú sobrevivirás: sí, todos ellos se ha-rán viejos como la ropa; como una vestidura los cambiarás y serán cambiados: pero tu arte será el mismo y tus años no tendrán fin.”

Milton disfruta con estas repeticiones:

“Aun caídos en días malos,en días malos caídos y en malas lenguas.”

“¿Estaba engañado, o podría un sable mostrar su exterior plateado en la noche? No erré, allí podría un sable mostrar su exterior plateado en la noche.”

Comas.

“Da en adelante un poco tu mano influyente para que vayan un poco más hacia delante estos pasos oscuros.”

Samson.

En nuestras canciones y baladas el refrán se usa hábilmente, y obtiene algo de novedad o mejor sentido en cada uno de los muchos versos:

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“Toca, toca, mi linda linda novia, Toca, toca, mi linda esencia.”

Hamilton.

Por supuesto, la rima se eleva y refina con el crecimiento de la mente. Al chico le gustaba el tambor, a la gente le gusta el tono ensordecedor del arpa judía. Después les gusta trans-ferir esta rima a la vida, y detectar una melodía tan pronta y perfecta en sus asuntos cotidianos. Los augurios y las coinci-dencias muestran la estructura rítmica del hombre; y de ahí el gusto por los símbolos, el sortilegio, las profecías y la con-sumación, los aniversarios, etc. Tarde o temprano, cuando aprehenden la verdadera rima, es decir, la correspondencia entre partes en la naturaleza —ácido y alcalino, cuerpo y mente, hombre y señorita, carácter e historia, acción y re-acción— ya no valoran por más tiempo los cascabeles y din-dones ni el bárbaro tintineo de la palabra. La astronomía, la botánica, la química, la hidráulica y las fuerzas elementales tienen sus propios periodos y retornos, sus propios grandes compases de harmonía no menos exacta, hasta el apotegma primitivo de “que no hay nada en la tierra que no esté en los cielos con forma celestial, y nada en los cielos que no esté en la tierra con forma terrenal.” Proveen al poeta de parejas y alternancias más grandes, y exigirán una expansión igual en sus metros.

Bajo la aparente pobreza de los metros hay una infinita va-riedad, como todo artista sabe. Una oda correcta (no im-porta lo cerca que esté de adoptar un metro convencional, como el Spenseriano o el heroico verso libre o uno de los metros líricos establecidos) saldrá, por algún tipo de energía, de la convencionalidad y modificará el metro. Todo buen poema que conozco lo recuerdo también por su ritmo. La rima es una muy buena medida de la latitud y la opulencia

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de un escritor. Si es un inepto se detectará en seguida por la pobreza de su repique. Un vocabulario pequeño, bien vesti-do, elegantemente cepillado le puede servir. Ahora probad a Spenser, a Marlow, a Chapman, y observad lo lejos que vuelan a por armas y lo rica y pródiga que es su profusión. En su rima no hay manufactura, sino un vórtice o tornado musical que, al caer sobre las palabras y la experiencia de una mente instruida, arremolina estos materiales en el mis-mo gran orden que obedecen los planetas y las lunas y las estaciones y los monzones.

También hay poetas de la prosa. Thomas Taylor, el plató-nico, por ejemplo, es un hombre de imaginación mejor, un mejor poeta, o quizá debería decir un mejor alimento para un poeta, que cualquier hombre entre Milton y Wordswor-th. Tomas Moore tiene la magnanimidad suficiente para decir que “si Burke y Bacon no eran poetas (sin ser los ver-sos medidos necesarios para constituir uno), él no sabía lo que significaba poesía.” Y todo buen lector recordará fácil-mente expresiones o pasajes en obras de ciencia pura que le habrán causado el mismo placer que busca en poetas decla-rados. Richard Owen, el eminente paleontólogo, dijo:

“Todas las causas de extirpación hasta ahora observadas in-dican o cambios geológicos lentamente operantes o a una causa no más repentina que, por decirlo así, la aparición es-pectral de la humanidad en un tramo de tierra antes desha-bitado.”

San Agustín se queja al Dios de sus amigos ofreciéndole los libros de los filósofos:

“Y estos fueron los platos en los que me trajeron, estando hambriento, el sol y la luna en vez de a ti.”

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No sería fácil negar la declaración sobre la poesía del “Frag-mento sobre las momias” de Thomas Brown:

“Daban poca cuenta de sus viviendas, considerándolos nada más que como hospitales o posadas mientras adornaban los sepulcros de la muerte y, plantando allí sobre fundamentos duraderos, desafiaban los toques demoledores del tiempo y la vaporosidad misteriosa del olvido. Pero todo eran solo vani-dades de Babel. Lamentablemente el tiempo derrotó a todas las cosas y ahora es dominante, y se sentó sobre una esfinge, y miró hacia Memphis y hacia la antigua Tebas, mientras su hermana Olvido se reclinó semidormida sobre una pirámi-de, gloriosamente triunfal, haciendo puzles de erecciones de los titanes y convirtiendo viejas glorias en sueños. La historia se hundió bajo su nube. El viajero que paseó por estos desier-tos preguntó por ella, que los construyó, y ella murmuró algo, pero él no oyó lo que dijo.”

La rima, al ser una especie de música, comparte con la mú-sica esta ventaja: que tiene el privilegio de expresar verdad que toda Filistea es incapaz de cuestionar. La música es el Parnaso del hombre pobre. Con la primera nota de la flauta o la trompa o el primer compás de una canción, abandona-mos el mundo del sentido común y zarpamos en el mar de las ideas y las emociones: vertemos desprecio sobre la prosa que tanto magnificáis; y el filisteo más rudo se calla. Un permiso parecido es el derecho prescriptivo de la poesía. No expresarás verdad ideal en prosa sin contradecirte: deberás hacerlo en verso. Los mejores pensamientos se encuentran con las mejores palabras; pensamientos imaginativos y afec-tuosos, en la música y el metro. Pedimos comida y fuego, hablamos de nuestro trabajo, nuestras herramientas y nece-sidades materiales en prosa, esto es, sin ninguna elevación ni pretensión de belleza; pero cuando ascendemos al mundo

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del pensamiento, y pensamos en estas cosas solamente por lo que significan, la expresión mejora en orden y harmonía. Sé lo que decís del barbarismo medieval y la rima de cas-cabel, pero no lo hemos hecho con la música, no, ni con la rima, ni nos consolaremos con poetas en prosa mientras los chicos silben y las chicas canten.

Dejad a la poesía incorporarse, si tiene que hacerlo, a la mú-sica y la rima. Es la forma que ella se pone. No encerramos los relojes en madera, sino en cajas de cristal, y la rima es la estructura transparente que permite que casi resulte visible a los ojos mentales la pura arquitectura del pensamiento. La sustancia es mucho, pero también lo son el modo y la for-ma. El poeta, como un chico contento, os trae montañas de burbujas arcoíris, opalinas, aéreas, esféricas como el mundo, en lugar de gotas de jabón y agua. Victor Hugo dice bien: “Una idea en verso resulta de repente más incisiva y brillan-te: el hierro se convierte en acero.” Lord Bacon, nos dicen, “no amaba ver a la poesía andar con otros pies que los de-dos y espondeos poéticos”; y Ben Jonson decía que “Donne merecía una paliza por no mantener el acento”.

Siendo la poesía un intento de expresar no el sentido co-mún, como el sobrepeso del héroe o su estructura en pies y pulgadas, sino la belleza y el alma en su semblante tal como brilla ante la fantasía y el sentimiento —más que todos los demás objetos en la naturaleza, por tanto— choca con la fábula, personifica cada hecho: “las nubes aplaudieron”, “las colinas saltaron”, “el cielo habló”. Esta es la sustancia, y este tratamiento siempre intenta alcanzar la gracia métri-ca. Fuera de la guardería, los inicios de la literatura son las oraciones de un pueblo, y siempre son himnos, poéticas: la mente dándose alcance a sí misma, y por ello tiene siempre

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una libertad correspondiente en el estilo que se vuelve líri-co. Las oraciones de las naciones son rítmicas, tienen itera-ciones y aliteraciones como los casamientos y las misas de entierro en nuestras liturgias.

La poesía nunca será un simple medio, como cuando se rima la historia o la filosofía, o cuando se escriben odas en ocasiones señaladas. Debe ser ella misma su propio fin o no es nada. Esta es la diferencia entre la poesía y la poesía de stock: que en la última el ritmo se le da y el sentido se adapta a él, mientras que en la primera el sentido dicta del ritmo. Debería incluso decir que la rima está allí en el tema, el pen-samiento y la imagen mismos. Pídele la forma al hecho. Un verso no es un vehículo para llevar una frase como se lleva una joya en una caja: el verso debe estar vivo y ser insepa-rable de sus contenidos como el alma del hombre inspira y dirige al cuerpo, y medimos la inspiración por la música. Al leer prosa me pongo delicado tan pronto como una frase se arrastra, pero en la poesía, tan pronto como se arrastra una palabra. Igual que el pensamiento cabalga, la expresión ca-balga siempre. Esto es acumulativo además; el poema está hecho de versos cada uno de los cuales llenó el oído del poeta.De hecho, los maestros a veces se elevan por encima de sí mismos hasta compases que maravillan a sus lectores y que ningún competidor puede superar, ni el bardo mismo igua-lar. Probad este compás de Beaumont y Fletcher:

“De modo que todos vuestros deleites son vanoscomo cortas son las nochesen que gastáis vuestra locura.Nada habría dulce en esta vidaSi los hombres no fuesen sabios para verloSino solo melancolía.Oh, dulce melancolía,

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Bienvenida, brazos doblados y ojos fijos,Un signo que mortifica penetrante,Visión atada a la tierra,Una lengua encadenada, sin sonido;Manantial y arboleda sin senda,Lugares que ama la Pasión pálida,Paseos a medianoche cuando todas las avesEstán cálidamente hospedadas, salvo murciélagos y búhos;Campana de medianoche, un gemido pasa,Nos nutrimos de estos ruidos,Luego tendemos los huesos en un calmo valle gris.Nada tan delicadamente dulce como la amada melancolía.”

Keats reveló en ciertos versos de su “Hyperion” esta calave-ra interior; y Coleridge mostró al menos su amor y apeten-cia por ella. Aparece en canciones de Ben Jonson, incluída “El rayo de hadas sobre ti”, etc. en el “Vamos querida rosa” de Waller, en “Virtud” y “Pascua” de Herbert, y los ver-sos de Lovelace “Para Althea” y “Para Lucasta” y toda la “Oda a la tarde” de Collins salvo la última estrofa, que es académica. Quizá este delicado estilo de poesía no se pueda producir hoy más que una buena catedral gótica. Pertene-ció a un tiempo y a un gusto que ya no están en el mundo.Igual que la imaginación no es un talento de algunos hom-bres sino la salud de todos, lo es este júbilo de expresión musical. Conozco el orgullo de matemáticos y materialis-tas, pero no pueden ocultarme su falta capital. El crítico, el filósofo, es un poeta fallido. Gray declara “que considera incluso un verso malo una cosa tan buena o mejor que la mejor observación que se ha hecho de él.” Honro al natura-lista, honro al geómetra, pero tiene ante él un poder y una felicidad superiores a los que conoce. Pero les dejaremos a los maestros sus propias formas. A Newton se le permite lla-mar a Terence libro de estrategia, y preguntarse por el gusto frívolo por los rimadores; él solamente predice, dirá alguno,

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una poesía más grande: solamente muestra que no ha sido alcanzado; que la poesía que más satisface a las almas jóve-nes no lo es para una mente como la suya, acostumbrada a harmonías más grandes: como el silbido de un niño para su oído. La música debe elevarse hasta un compás más no-ble, hasta Handel, hasta Beethoven, hasta el bajo total de la orilla del mar, hasta la grandeza de la astronomía: al fin y al cabo, un gran corazón escuchará en la música latidos como los suyos: las olas de la melodía lo lavarán y lo harán flotar también, y lo pondrán en concierto y harmonía.

Bardos y trovadores. La fuerza metálica de las palabras pri-mitivas determina la superioridad de los restos de las épocas primitivas. Al primer bardo le cuesta menos talento cantar más extraordinariamente que a los poetas posteriores, más cultivados. Su ventaja reside en que sus palabras son cosas, cada una el sonido afortunado que describió el hecho, y lo oímos como hacemos con el indio o el cazador o el mine-ro, cada uno de los cuales representa sus hechos con tanta exactitud como el aullido del lobo o del águila cuentan del bosque o del aire que habitan. La fuerza original, el olor directo de la tierra o del mar, está en estos antiguos poemas, las Sagas del norte o el Cantar de los nibelungos, las canciones y baladas de los ingleses y escoceses.Encuentro o imagino más poesía verdadera, el amor de lo vasto y el ideal, en los fragmentos galeses y bárdicos de Tale-sin y sus sucesores que en muchos volúmenes de los clásicos británicos. Aparece una grandilocuencia intrépida en todos los bardos, como:

“El océano entero ardía como una herida.”

Rey Regner Lodbook.

“Ni Dios mismo puede procurar bien para el malvado.”

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Tríada galesa.

Un ejemplo encantador es la “Invocación del viento” de Talesin a las puertas del castillo Teganwy.

“Descubre lo que es:la criatura fuerte de antes de la inundación,sin carne, sin hueso, sin cabeza, sin pies,no será más joven ni vieja que al principio;no tiene miedo ni a las faltas rudas de las cosas creadas. ¡Gran Dios! ¡Cómo se blanquea el mar cuando viene! Está en el campo, está en el bosque,sin manos ni pies,sin hace mucho, sin estación,es siempre de la misma edad por los siglos de los siglos, de la misma anchura que la superficie de la tierra.No nació, no ve,Ni es visto; no viene cuando es deseado, no tiene forma, no tiene cargaPorque carece de pecado.No produce perturbación en el lugar en que lo quiere Dios, en el mar, en la tierra.”

En uno de sus poemas se pregunta:

“¿No hay sino un curso para el viento? ¿Uno para el agua del mar?¿No hay sino una chispa en el fuego de la energía infinita?”

Dice de su héroe Cunneda:

“Asimilará, estará de acuerdo con lo profundo y lo superficial.”

A otro:“Cuando falle con una palabra pecaminosa, no me oigáis ni

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tú ni otros.”

De un enemigo:

“El caldero del mar rodeó su tierra, pero no herviría la comida de un cobarde.”

De un exilio en una isla dice:

“La pesada cadena azul del mar, oh, hombre justo, sufres.”

Otro bardo en un tono parecido dice:

“Estoy poseído por canciones tales que ningún hijo del hom-bre puede repetirlas; una de ellas se llama ‘Ayudante’; te ayu-dará en lo que necesites en la enfermedad, en la pena y todas las adversidades. Conozco una canción que solo necesito cantar cuando los hombres me han atado: cuando la canto, mis cadenas se rompen y camino en libertad.”

Los pueblos nórdicos no tienen menos fe en la poesía y su poder cuando la describen así:

“Odín lo dijo todo en verso. A él y a sus dioses del templo los llamaron compositores. Podía dejar a sus enemigos en la ba-talla ciegos o sordos, y sus armas tan romas que no podrían cortar más que una rama de sauce. Odín enseñó estas artes en runas o poemas que se llaman conjuros.”

Las cruzadas sacaron a relucir el genio de Francia en el siglo doce, cuando Pierre d’Auvergne dijo:

“En cada poema hay una cumbre que atrae más que otras partes y se recuerda mejor. En ‘La muerte de Arturo’, no recuerdo nada tan bien como el parlamento de Sir Gawain con Merlín en su maravillosa prisión:

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‘Tras la desaparición de Merlín de la corte del rey Arturo, se le echó seriamente en falta, y muchos caballeros salieron en su busca. Entre otros estaba Sir Gawain, que siguió en su busca hasta que llegó el momento de volver a la corte. Entró al bosque de Brocelianda, llorando mientras avanza-ba. De repente, oyó un crujido en su mano derecha; al mi-rarla, no vio nada salvo una especie de humo que parecía aire y que no podía atravesar; y este impedimento lo puso tan furioso que no podía hablar. De repente, oyó una voz que decía: ‘Gawain, Gawain, no te desanimes, que todo lo que debe pasar pasará.’ Y cuando oyó la voz que lo llama-ba por su nombre, respondió: ‘¿Quién me habla?’ ‘¿Cómo, Sir Gawain, no me conoces?’ dijo la voz. ‘Solías conocerme bien, pero así se entretejen las cosas, y así dice el proverbio verdad: “abandona la corte y la corte te abandonará.” Y así me ha pasado. Mientras servía a Arturo, me conocíais bien tú y otros barones, pero como he abandonado la corte, ya no se me conoce, se me ha olvidado, lo que no pasaría si la fe reinase en el mundo.’ Cuando Sir Gawain oyó la voz que así le habló, pensó que era Merlín, y le contestó ‘Sir, cosa segura es que solía conocerte bien, puesto que he oído tus palabras muchas veces. Te pido que te aparezcas ante mí de modo que pueda reconocerte.’ ‘Oh, Sir,’ dijo Merlín, ‘ya nunca me verás, y eso me apena, pero no puedo remediarlo, y cuando te vayas de este lugar, nunca más te hablaré a ti ni a ninguna otra persona, salvo a mi señora; porque nunca otra persona será capaz de descubrir este lugar pase lo que pase; ni saldré yo nunca de aquí, porque no hay en el mundo torre tan sóli-da como esta en la que estoy confinado; y no es de madera ni de hierro ni de piedra, sino de aire, sin más; y hecha por un encantamiento tan fuerte que no podrá ser destruido mien-tras dure el mundo, y ni puedo yo salir ni nadie entrar, salvo aquella que me ha encerrado aquí, y que me hace compañía cuando le apetece: viene cuando quiere porque ahí está su voluntad.’ ‘¿Cómo, Merlín, buen amigo,’ dijo Sir Gawain, ‘estás tan fuertemente impedido que no puedes liberarte ni hacerte visible ante mí; cómo puede pasar esto siendo tú el hombre más sabio del mundo?’ ‘Más bien,’ dijo Merlín, ‘el

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más estúpido; porque sabía que me ocurriría esto, y fui lo suficientemente estúpido como para amar a otra más que a mí mismo, porque instruí a mi señora de modo que me encerró de tal forma que nadie puede liberarme.’ ‘Cosa se-gura, Merlín,’ contestó Sir Gawain, ‘que estoy muy triste y que lo estará el rey Arturo, mi tío, cuando lo sepa, como uno que ha estado buscándote por todas las tierras.’ ‘Bueno,’ dijo Merlín, ‘debe soportarse esto, porque nunca me verá ni yo a él; ni nadie hablará conmigo ya después de ti, sería en vano intentarlo; puesto que cuando te hayas ido, no serás capaz ya nunca de encontrar el lugar: así que saluda de mi parte al rey y a la reina y a todos los barones y cuéntales mi condición. Encontrarás al rey en Carduel, en Gales, y cuando llegues encontrarás allí a todos los compañeros que partieron con-tigo, que volverán ese día. Ahora vete, en nombre de Dios, que protegerá y guardará al rey Arturo y el reino de Logres, y también a vosotros, los mejores caballeros que hay en el mundo.’ Con esto partió Sir Gawain alegre y triste; alegre por lo que Merlín le dijo que pasaría, y triste de haber per-dido a Merlín así.’

Moral. A veces se nos notifica que hay un poder y una crea-ción mental más excelente que lo que se llama comúnmente filosofía y literatura; que los grandes poetas, que Homero, Milton, Shakespeare, no nos contentan completamente. ¡Qué raramente nos ofrecen el pan celestial! Como mucho lo que hacen es intoxicarnos una y otra vez con su gusto. Han tocado ese cielo y conservan en adelante alguna chispa de él: traicionan a su creencia de que semejante discurso es posible. Hay algo. Nuestros hermanos a esta o aquella orilla del mar no lo conocen ni lo poseen. Los eminentes escola-res de Inglaterra, historiadores y reseñadores, romanceros y poetas incluidos, lo negarán y blasfemarán sobre ello, que nos deja a nosotros y a aquellos y al mundo entero a un lado y se siembra solo. Para la verdadera poesía debemos

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sentarnos como resultado y justificación de la época en la que apareció y pensar ligeramente en historias y estatuas. Ninguno de vuestros salones y estrofas de piano, ninguno de vuestros poetas de alfombra que se contentan con diver-tir, nos satisfará. Poder, poder nuevo es el bien que busca el alma. Este es el don poético que queremos, como la salud y supremacía del hombre; no rimas ni soneteos, no encuader-nación ni librerías; claro que espionaje y autoría no.

¿No es poesía la pequeña cámara del cerebro en la que se genera la fuerza explosiva que, a través de suaves sacudi-das, pone en marcha el mundo intelectual? Traednos a los bardos que canten y nos saquen de la cabeza todas las vie-jas ideas y metan las nuevas; poetas hacedores de hombres. Poesía que, como los versos inscritos en las columnas de Balder en Breidablik, sea capaz de resucitar a los muertos: poesía como ese verso de Saadi, que los ángeles decían que “tuvo la aprobación de Alá en el cielo.” Poesía que encuen-tre sus rimas y cadencias en las rimas e iteraciones de la na-turaleza y sea el don para los hombres de nuevas imágenes y símbolos, cada uno la insignia y el oráculo de una época; que asimile a los hombres a ella, moldeándose a sí misma en religiones y mitologías, y que imparta su cualidad durante siglos; poesía que pruebe el mundo y sus informes, erigien-do de nuevo el mundo en el pensamiento:

“No con un cosquilleo de rimassino de materia elevada y noble, como vuelosdesde cerebros en trance, llenos de éxtasis.”

La poesía debe ser afirmativa. Es la piedad del intelecto. “Así lo dice el señor” empezaría la canción. El poeta que use la naturaleza como su jeroglífico debe tener un mensaje

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adecuado para verbalizarlo así. Por tanto, cuando hablamos del Poeta en algún sentido superior nos vemos empujados a ejemplos como Zoroastro y Platón, San Juan y Menu, con sus cargas morales. La Musa debe ser la contrapartida de la Naturaleza e igualmente rica. No la suelo encontrar en los libros. Conocemos la Naturaleza y nos la figuramos exu-berante, tranquila, magnífica en su fertilidad, coherente; y por ello cada creación es el presagio de cualquier otra. No se siente orgullosa del mar, de las estrellas, del espacio o el tiempo o el hombre o la mujer. Todos sus tipos comparten los atributos de los extremos más selectos. Pero en la litera-tura corriente no la encuentro. La literatura se desenvuelve de la vida, aunque al principio parece amarrársele. ¡Qué pocos oráculos imponentes hay en el mundo de las letras! Homero hizo lo que pudo (Píndaro, Esquilo y los gnómicos griegos y los trágicos). Dante era fiel cuando no era arras-trado por su odio feroz. Pero entre tantas alcobas de poesía inglesa puedo contar solo nueve o diez autores que todavía son inspiradores y legisladores para su raza.

El valor supremo de la poesía es el de educarnos para una cumbre más allá de ella misma, o que raramente alcanza: someter a la humanidad al orden y a la virtud. El verdade-ro Orfeo es el que escribe su oda no con sílabas sino con hombres. “En la poesía,” dijo Goethe, “solo lo realmente grande y puro nos potencia, y esto existe como una segun-da naturaleza, o bien elevándonos hasta ella o rechazándo-nos.” El poeta debe dejar a la Humanidad sentarse con la Musa en su cabeza igual que el auriga se sienta con el héroe en la Ilíada. “Muéstrame” dice Sarona en la novela, “un hombre malvado que haya escrito poesía, y yo te mostraré dónde su poesía no es poesía, o más bien te mostraré en su poesía ninguna poesía en absoluto.”

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He oído decir que hay una esperanza que precede y debe preceder toda ciencia del mundo visible o invisible, y que la ciencia es la realización de esta esperanza en cada región. Cuento a los genios de Swedenborg y Wordswotrh como agentes de una reforma en la filosofía: traer de vuelta la poesía a la naturaleza: al matrimonio de naturaleza y men-te, deshaciendo el antiguo divorcio en que la poesía estaba famélica y era falsa y se sospechaba de la naturaleza y se la tomaba por pagana. La filosofía que recibe una nación go-bierna su religión, su poesía, su política, su arte, su comer-cio y toda la historia. Un buen poema —digamos el Mac-beth o el Hamlet o La Tempestad de Shakespeare—, trata del mundo ofreciéndose a hombres razonables que lo leen con júbilo y se lo cuentan a sus razonables vecinos. Y así atrae a las almas sabias, confirmando sus pensamientos secretos y, a través de su simpatía, se publica realmente. Afecta a los caracteres de sus lectores formulando sus opiniones y sen-timientos, e inevitablemente dejando una impronta en sus acciones cotidianas. Si construyen barcos, escriben “Ariel” o “Próspero” u “Ofelia” en la popa del barco, e imparten ternura y misterio en cuestiones de hecho. La balada y el romance funcionan en el corazón de los chicos, que recitan las rimas a sus canastas o a sus patines si están solos, y es-tas canciones o versos heroicos se recuerdan y determinan muchas decisiones prácticas que toman más tarde. ¿Creéis que Burns no ha tenido influencia sobre la vida de hombres y mujeres en Escocia (que no ha abierto ojos y oídos para el rostro de la naturaleza y la dignidad del hombre y el en-canto y la excelencia de la mujer)?

Estamos poco civilizados, hay que admitirlo, para Homero y Esquilo, para Dante y Shakespeare, y les damos el bene-ficio de la interpretación más amplia. También deberíamos

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ser un poco más estrictos y preguntarnos si, en el caso de que nos sentemos en casa y no vayamos a Hamlet, Hamlet llegará hasta nosotros. Si tenemos que encontrar nuestra tragedia escrita en la suya —nuestras esperanzas, deseos, sufrimientos, desgracias, descritos para la vida—, y el ca-mino abierto hacia el paraíso que nos hace señas siempre en nuestros mejores momentos. Pero nuestra adulación e idealización de famosos maestros no es en su origen pobre boswellismo, sino impaciencia para la mediocridad. De la alabanza que hacemos a nuestros héroes nos retractaremos cuando hagamos demandas más amplias. Qué rápido se nos quedan pequeños los libros de la guardería y después aquellos que satisficieron nuestra juventud. Lo que una vez admiramos como poesía hace tiempo que se ha convertido en el ruido de una sartén de latón; y cuántos de nuestros posteriores libros se nos han quedado pequeños. Quizá Ho-mero y Milton serán sartenes de latón también. Mejor no nos contentemos fácilmente. El poeta debería regocijarse si nos ha instruido, al margen de su canción; si nos ha movi-do tanto como para levantarnos; para abrirnos los ojos del intelecto para ver más lejos y mejor.

A medida que la vida de un hombre va entrando en con-tacto con la verdad, sus pensamientos se aproximan a un paralelismo con las corrientes de las leyes naturales, de modo que expresa fácilmente lo que quiere decir mediante símbolos naturales, o usa la expresión extática o poética. Mediante sucesivos estados de la mente, todos los hechos de la naturaleza son interpretados por primera vez. A medida que su vida parte de esta simplicidad, usa el circunloquio —tratar de sugerir con muchas palabras lo que no puede decir—. Es fastidioso encontrarse con poetas, que son por excelencia el pensamiento y el sentimiento del mundo, defi-

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cientes en verdad del intelecto y la afección. La conciencia es entonces infiel, y el pensamiento insensato. Para conocer el mérito de Shakespeare, leed “Fausto”. Encuentro “Faus-to” un poco demasiado moderna e inteligible. Podemos en-contrar una fábrica parecida a varias millas, pero un poco inferior. En “Fausto” abunda lo desagradable. El vicio es lujurioso, docto, parisino. En presencia de Jove, Príapo debe guardarse como recambio, aunque aquí es un héroe igual. El egotismo, el ingenio, están calculados. El libro está in-negablemente escrito por un maestro y está infelizmente relacionado con todo el mundo moderno, pero es un capí-tulo desagradable de la literatura, y acusa al autor a la vez que a los tiempos. Shakespeare podría, sin duda, haber sido desagradable, si hubiese tenido menos genio y la fealdad le hubiese atraído. En resumen, nuestra naturaleza y genio ingleses nos han convertido en los peores críticos de Goethe

“Aquel que habla la lenguaque Shakespeare habló, abraza la fe y las maneras que Mil-ton abrazó.”

No es el estilo o la rima, o una nueva imagen más o menos, lo que importa, sino la sensatez; que la vida no sea mezqui-na; que la vida sea una imagen en todas partes bella; que los antiguos esplendores olvidados del universo brillen de nuevo para nosotros: que podamos perder nuestro ingenio pero ganar nuestra razón. Y cuando la vida sea verdadera para los polos de la naturaleza, las corrientes de la verdad circularán a través nuestro cantando.

Trascendencia. En un cotillón algunas personas bailan y otras esperan su turno cuando la música y la figura les llegan. En el baile de Dios, no hay nadie del coro que no pueda y empiece a girar, monumental como se le ve ahora,

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dondequiera que la música y la figura alcancen su lugar y su deber.

¡Oh, Baco celestial! Vuelve loca a esta multitud de vaga-bundos, hambrientos de elocuencia, hambrientos de poesía, famélicos de símbolos, muriéndose de ganas de electricidad para vitalizar este pasto demasiado grande, indemnizándo-se con el falso vino del alcohol, de la política o del dinero.Todo hombre debe ser, y a veces un hombre es, elevado a una plataforma desde donde mira más allá del sentido hacia la verdad moral y espiritual; y con este estado de ánimo tra-ta soberanamente con la materia y enhebra mundos como cuentas en su pensamiento. Solo el éxito con que esto se lleva a cabo puede determinar cómo de genuina es la ins-piración. El poeta es raro porque debe ser exquisitamente vital y empático y, a la vez, estar inamoviblemente centrado. En una buena sociedad, esto es, entre los ángeles en el cielo, ¿no se dice todo en finas parábolas, y no tan servilmente como le ocurre al sentido? Todo es simbolizado. Los hechos no son exteriores como parecen, sino relacionados: espe-rad un poco y veremos el retorno de la remota curva hi-perbólica. Los hombres sólidos se quejan de que el idealista abandona los hechos fundamentales; el poeta se queja de que los hombres sólidos abandonan el cielo. En toda planta hay dos poderes: uno tira hacia la tierra como las raíces y otro hacia arriba como los árboles. Debéis tener ojos de ciencia para ver los nódulos en la semilla; debéis tener la vivacidad del poeta para ver los futuros del pensamiento. El poeta es representativo. Es un hombre completo, mercader de diamantes, simbolizador; que sea más o menos habilido-so al silbar no importa. Mirad esos cuentos pentametrales de Dryden y otros. Turnpike es una cosa y el cielo azul otra. Dejad al poeta, de entre todos los hombres, detenerse con su

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inspiración. La regla inexorable de la corte de las musas, sea inspiración o silencio, compele al bardo a registrar solo sus momentos supremos. Le enseña la enorme fuerza de unas pocas palabras y en proporción a la inspiración controla la locuacidad. Mucho de lo que llamamos poesía no es más que verso cortés. La alta poesía que emocionará y agitará a la humanidad, que devolverá la juventud y la salud, que disipará los sueños bajo los cuales los hombres se tamba-lean y bambolean, y que traerá los nuevos pensamientos, los propósitos saludables y heroicos de las naciones, está más profundamente escondida y durante más tiempo pospuesta de lo que lo estuvieron América o Australia, o el descubri-miento del vapor o de la celda galvánica. No debemos po-nernos en contra de la poesía por los defectos de los poetas. Estos son, en nuestra experiencia, hombres de todo grado de habilidad; algunos de ellos receptores de inspiración so-lamente una o dos veces, que llevan actualmente una vida decadente. La gota de icor que arde en sus venas aún no ha refinado su sangre, y no puede elevarse al hombre a la altura de la digestión y la función del icor; esto es, a la na-turaleza divina. Llegará el momento en que el icor esté en su sangre, en que lo que ahora son destellos y aspiraciones sean la rutina diaria. Incluso aunque los ascensos parciales a la poesía y las ideas sean indicadores y anuncien la caída. En la ciénaga de la vida sensual, su religión, sus poetas, su admiración de héroes y benefactores, incluso su novela y su periódico, es más, incluso sus supersticiones, son huéspedes de ideales: un cordaje de sogas que los mantiene fuera del barro. La poesía es inestimable como fe solitaria, una pro-testa solitaria ante el clamor del ateísmo.

Hay tantos hombres malnacidos y malcriados; de cerebros arruinados, formados muy imperfectamente, nada heroicos;

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cerebros de los hijos de hombres caídos; que la doctrina se recibe de forma imperfecta. Un hombre ve una chispa o un centelleo de la verdad y la registra, y su dicho se convierte en leyenda o proverbio dorado durante siglos, y otros hom-bres registran otro tanto, pero ninguno completamente ni bien. Poemas: no tenemos poemas. En el momento en que los ángeles se organizasen y apareciesen en la tierra, la Ilía-da pasaría a considerarse una balada molida pobre. Nunca dudo de las riquezas de la naturaleza, de los dones del fu-turo, de la inmensa salud de la mente. Oh, sí, tendremos poetas, mitología, símbolos, religión, propios. Sabremos también cómo levantar toda esta industria e imperio, esta civilización occidental, en el pensamiento, tan fácilmente como hicieron los hombres cuando las artes eran pocas; no abrazándolas fuertemente, sino suavemente. El intelecto usa y no es usado; usa a Londres y a París y a Berlín, a este y oeste, para su fin. El único corazón que puede ayudarnos es uno que traza, no desde nuestra sociedad sino desde sí mismo, un contrapeso a la sociedad. ¿Y qué si encontramos en nosotros parcialidad y sinsentido? La grandeza de nues-tra vida existe al margen de nosotros mismos: por encima y por debajo y dentro de nosotros, en lo que de nosotros es inevitable y está fuera de nuestro control. Los hombres son tanto hechos como personas, y su parte involuntaria es tanta como para llenar su mente y no dejarles decir nada tan trivial como su pensamiento y comportamiento egoís-tas. Tarde o temprano, lo que ahora es vida será poesía, y cada rasgo justo y humano añadirá un compás más rico a la canción.

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Cita y originalidad

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Cualquiera que haya contemplado el mundo de los insec-tos, las moscas, los pulgones, los mosquitos e innumerables parásitos, e incluso las crías de los mamíferos, habrá ob-servado el extremado contento con que succionan, lo que constituye la principal empresa de sus vidas. Si entramos a una biblioteca o a una sala de prensa, veremos la misma función en un plano superior, llevada a cabo con un ardor parecido, con la misma impaciencia en las interrupciones, lo que indica la dulzura del acto. En la civilización superior el libro sigue siendo el placer superior. Quien ha conocido una vez sus satisfacciones está provisto de un recurso con-tra las calamidades. Como el discípulo de Platón que ha percibido la verdad, “está protegido del daño hasta otro periodo”. En la memoria de todo hombre, a las horas en que la vida culminó suele haber asociados ciertos libros que conocieron sus visiones. Preguntaremos con confianza de una clase amplia y poderosa: ¿Cuál es el acontecimien-to que más desean? ¿Qué regalo? ¿Qué sino el libro que llegue, que han buscado por todas las bibliotecas, a través de todas las lenguas, que sea lo que era para su niñez un panfleto de juguetes cubierto de oropel, y que le hable a la imaginación? Nuestro respeto superior para el bien leído es alabanza suficiente de la literatura. Si nos encontrásemos con un hombre de intelecto extraño le preguntaríamos qué

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libros lee. Esperamos de un gran hombre que sea buen lec-tor; o en proporción al poder espontáneo debería estar el poder asimilativo. Y aunque esta sea una clase más difícil y exacta, no son menos esperados. “Aquel que pide prestada la ayuda de un entendimiento igual” dice Burke, “dobla el suyo; aquel que usa uno superior eleva el suyo a la estatura del que contempla.”

Valoramos los libros, y los valoran más quienes son sabios. Nuestra deuda con la tradición a través de la lectura y la conversación es tan considerable, nuestra protesta o aña-didura privada tan insignificante —y suele darse sobre el suelo de otra lectura o escucha— que, en general, uno po-dría decir que no hay originalidad pura. Todas las mentes citan. Lo antiguo y lo nuevo tejen la urdimbre y trama de cada momento. No hay hilo que no sea un enredo de estas dos hebras. Por necesidad, por propensión y por deleite, ci-tamos. Citamos no solo libros y proverbios, sino artes, cien-cias, religión, costumbres y leyes; es más, citamos templos y casas, mesas y sillas al imitarlas. El comisario de la oficina de patentes sabe que todas las máquinas en uso han sido inventadas y reinventadas una y otra vez; que el compás del marino, el barco, el péndulo, el cristal, la tipografía, el caleidoscopio, el ferrocarril, la tejedora, etc. se han descu-bierto y perdido muchas veces, de Egipto a China y a Pom-peya; y si tenemos artes que quería Roma, también tenía Roma artes que hemos perdido nosotros. El invento de ayer de hacer la madera indestructible por medio del vapor del carbón o la parafina lo sugirió el método egipcio que ha preservado sus momias durante miles de años.

La declaración superior de la nueva filosofía se limita com-placientemente a sí misma con alguna máxima profética

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del conocimiento más antiguo. Hay algo mortificador en este círculo perpetuo. Esta economía extrema lidia con muy poco capital de invención. La corriente de la afección fluye ancha y fuerte; la actividad práctica es un río de abas-tecimiento; pero la escasez de diseño acusa la penuria de intelecto. ¡Qué pocos pensamientos! En cien años, miles de hombres, y ni cien versos de poesía, ni una teoría de filo-sofía que proporcione una solución a los grandes proble-mas, ni un arte de educación que realice las condiciones. Ante este retraso y esta vacante de pensamiento, debemos elaborar las mejores enmiendas que podamos buscando la sabiduría de otros para llenar el tiempo.

Si nos limitamos a la literatura, es fácil ver que la deuda con el pensamiento pasado es inmensa. Nada escapa a ella. Los originales no son originales. La imitación, el modelo y la sugestión serían los verdaderos arcángeles si conociésemos su historia. El primer libro tiraniza sobre el segundo. Leed a Tasso y pensaréis en Virgilio; leed a Virgilio y pensaréis en Homero; y Milton os forzará a pensar en lo estrechos que son los límites de la invención humana. El paraíso per-dido nunca habría existido de no ser por estos precursores; y si encontramos en la India o Arabia un libro fuera de nuestro horizonte de pensamiento y tradición, enseguida se nos enseña a descubrir a sus predecesores través de nuevas búsquedas en su tierra natal, y su conexión latente pero real con nuestras Biblias.

Leed a Platón y encontraréis dogmas cristianos, pero no solo eso, sino que tropezaréis en nuestras frases evangélicas. Hegel preexiste en Proclo y, mucho antes, en Heráclito y Parménides. Quienquiera que conozca a Plutarco, a Lu-ciano, a Rabelais, a Montaigne y a Bayle encontrará una

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clave para muchas supuestas originalidades. Rabelais es la fuente de muchos proverbios, historias y chistes de todas las lenguas modernas; y si conociésemos la lectura de Rabe-lais, veríamos el riachuelo del río de Rabelais. Swedenborg, Behmen, Spinoza parecerán originales a personas poco instruidas e irreflexivas: su originalidad desaparecerá para aquellos que sean buenos lectores o atentos; los escolares reconocerán sus dogmas cuando reaparezcan en hombres de elevación intelectual parecida a lo largo de la historia. A Alberto, “el doctor maravilloso”, a San Buenaventura, “el doctor seráfico”, a Tomás de Aquino, “el doctor angelical” del siglo trece, cuyos libros produjeron la cultura suficien-te de aquellos tiempos, Dante los absorbió y él sobrevivió hasta nosotros. “El zorro Renardo”, un poema alemán del siglo trece, se supuso durante mucho tiempo que era una obra original, hasta que los Grimm encontraron fragmen-tos de otro original un siglo más antiguo. M. Le Grand mostró que en los antiguos fabliaux estaban los originales de cuentos de Moliere, La Fontaine, Boccaccio y Voltaire.

La mitología no es obra de un hombre, sino lo que obser-vamos a diario a propósito de los buenos comentarios que circulan en sociedad —que todo hablante mejora una his-toria al repetirla hasta que al fin, desde el filamento fino de un hecho, se ha construido una buena fábula—. El mismo desarrollo le sucede a la mitología: el creyente le mencio-na la leyenda al poeta, el poeta le menciona la leyenda al creyente, añadiendo todos una gracia o quitando un error o redondeando la forma hasta que se convierte en una ver-dad ideal.

La literatura religiosa, los salmos y las liturgias de las igle-sias, por supuesto, participan de este crecimiento lento (un

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haz de selecciones recogidas durante siglos, abandonando lo malo y guardando lo bueno, hasta que al fin es la obra de la comunión entera de devotos). La Biblia misma es una an-tigua Cremona; se ha aprovechado de la devoción de miles de años, hasta que cada palabra y cada partícula son públi-cas y sintonizables. Y sea cual sea la reverencia exagerada que se haya reclamado por el prestigio de la inspiración fi-lónica, la tendencia más fuerte que estamos describiendo como que la deshace. Lo que los divinos habían asumido como las revelaciones distintivas del cristianismo, la crítica teológica lo ha puesto en paralelo a los estoicos y a los poe-tas de Grecia y Roma. Más tarde, cuando Confucio y las escrituras indias se hicieron conocidas, ya no pudo pensarse en reclamar ningún monopolio de sabiduría ética; y los sor-prendentes resultados de las nuevas investigaciones sobre la historia de Egipto nos han mostrado la profunda deuda de las iglesias de Roma e Inglaterra con la hierología egipcia.

El préstamo suele ser lo suficientemente honesto y viene de la magnanimidad y la determinación. Un gran hombre cita valientemente y no desenvainará su invención cuando su memoria le sirva con una palabra buena. Lo que cita lo llena con su voz y humor propios, y toda la enciclopedia de su sobremesa inmediatamente se cree que es suya. Hace treinta años, cuando el señor Webster llenaba en el bar o en el senado los ojos y las mentes de hombres jóvenes, le habríais oído citar las tres reglas del señor Webster: prime-ro, nunca hacer hoy lo que se pueda dejar para mañana; en segundo lugar, nunca hacer él mismo lo que podría ha-cer otro por él; y en tercer lugar, nunca pagar una deuda hoy. Bueno, no son peores que las que ya se han dicho, en la pasada generación, de Sheridan; y en las memorias de los Grimm nos encontramos con que Sheridan las tomó

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del agudo D’Angerson; quien, sin duda, si le pudiésemos consultar, nos contaría a quién se las oyó contar. A su modo sabe de política, griego, historia, ciencia; con tan solo saber un poco de ley, sabría un poco de todo. “Encontrarás el original de esta mofa en Grimm, que cuenta que Luis XVI, al salir de la capilla después de haber oído un sermón del Abad Mauri, dijo: ‘Si l’Abbe nous avait parle un peu de religion, il nous aurait parlïer de tout’.” Un cumplido que corrió por todos los periódicos algunos años desde entonces, acusando las excentricidades de la conexión de una familia dotada en Nueva Inglaterra fue simplemente un ultraje a un comen-tario ingenioso de Lady Mary Wortley de cien años atrás, que “el mundo se hizo de hombres y mujeres y Herveys.”Muchos de los proverbios históricos tienen una dudosa pa-ternidad. El huevo de Colón se reclama para Brunelleschi. Las últimas palabras de Rabelais, “voy a ver al gran Quizá” (le grand Peut-etre) simplemente repiten el “si” inscrito en el portal del templo del Delfos. La frase favorita de Goethe, “el secreto abierto”, traduce la respuesta de Aristóteles a Alejandro: “Estos libros están publicado y no publicados”. El “la arquitectura es música congelada” de Madame de Stael está tomado prestado de la “música muda” de Goe-the, que es la regla de Vitrubio de que “el arquitecto no solo debe entender de dibujo sino también de música”. El acto del héroe de Wordsworth “en el plan que agradaba a su pensamiento infantil” es el “dile que venere sus sueños de juventud” de Schiller y, antes, el “consilia juventutis plus divinilatis habent” de Bacon.

En la literatura romántica abundan los ejemplos de este vampirismo. La hermosa estrofa de la antigua balada esco-cesa de “Los amantes ahogados”:

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“Rugiendo fuerte tu arte, aguas de Clyde, tu corriente es ex-traña;me arruinas cuando vuelvo,pero me repones cuando me alío,”

es una traducción del epigrama sobre el Héroe y Leandro de Marcial, en que la oración a Leandro es la misma:

“Parcite (him propero, mergite dum rodeo).”

Hafiz proveyó a Burns de la canción de John Barleycorn, y proveyó a Moore del original de la pieza:

“Cuando muera, me recostaré calmo,oh, llevad mi corazón a mi querida amada,” etc.

Hay muchas fábulas que, al existir en todas las lenguas y no revelar ningún signo de haberse tomado prestadas, se dice que son agradables para la mente humana. Tales son “Los siete durmientes”, “El anillo de Giges”, “El manto de viaje”, “El judío errante”, “El flautista de Hamelín”, “Jack y las habichuelas mágicas”, “La dama que nadaba en el lago y crecía en la cueva” (cuya omnipresencia indica cuán fácil-mente cruza todas las fronteras una buena historia). El inci-dente popular del Barón Munchausen, que colgó su corneta al lado del fuego de la cocina y la tonada congelada se derri-tió, está en Grecia en tiempos de Platón. Antífanes, uno de los amigos de Platón, comparaba alegremente sus escritos a una ciudad en la que las palabras se congelaban en el aire cuando las pronunciaba y, al verano siguiente, cuando se calentaban y se derretían al sol, el pueblo escuchaba lo que se había dicho en invierno. En este mismo siglo Inglaterra y América han descubierto que sus nanas son viejas historias alemanas y escandinavas; y ahora parece que vienen de la

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India, y son propiedad de todas las naciones descendientes de la raza aria, y se han canturreado y balbuceado entre niñeras y niños durante miles de años desconocidos.

Si considerásemos la tenacidad con la que las naciones se aferran a sus primeros tipos de vestuario, de arquitectura, de herramientas y métodos de cultivo y de decoración (si nos enterásemos de lo viejos que son los patrones de nues-tros mantones, los capiteles de nuestras columnas, el traste, los abalorios y otros ornamentos de nuestros muros, los lo-tos y tallos alternos de nuestras vallas de hierro) deberíamos pensar muy bien en el primer hombre, o mal en el último.¿Ahora deberíamos decir que solamente el primer hombre estaba vivo? ¿Que toda la literatura es de oídas y todo el arte calco chino? ¿Nuestra vida una costumbre y nuestro cuerpo un préstamo, como la cena de un mendigo, de cien caridades? Una crítica más sutil y severa sugeriría que se ha dado en la raza una dislocación; que los hombres es-tán fuera de su centro; que multitud de hombres no viven con la naturaleza, sino que la contemplan como un exilio. Hay gente que sale a ver amaneceres y puestas de sol que no reconoce los suyos propios silenciosa y felizmente, sino que los consideran exteriores a ellos. Como hacen con los libros, de los que citan el atardecer y la estrella y no los ha-cen suyos. Peor aún, viven como forasteros en el mundo de la verdad y citan pensamientos, y así los repudian. La cita confiesa inferioridad. Al abrir un libro nuevo, muchas veces descubrimos, desde la desguarnecida devoción con la que el escritor expone su lema o su texto, todo lo que debemos esperar de él. Si lord Bacon aparece ya en el prefacio, leo “La restauración” en vez del nuevo libro.

La trastada se castiga rápidamente en general y en el par-

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ticular. Mimos admirables no tienen nada propio. En todo tipo de parásito, cuando la naturaleza ha terminado un áfi-do, un teredo o un murciélago (un excelente chupagaitas que se aprovecha de otro animal, el muérdago o la cuscuta entre las plantas) los órganos autoabastecedores se marchi-tan y merman al ser superfluos. Con prudencia normal, hay arte cerca del límite con esta inclinación al original. En la literatura citar es bueno solo mientras el escritor a quien sigo sigue mi camino y, llevando mejor montura que yo, me echa una mano, que decimos; pero si me gusta el carruaje vistoso tanto que me aparta de mi camino, mejor habría sido ir a pie.

Es necesario recordar que hay ciertas consideraciones que van tan lejos como para hacer un reproche muy grave. Este vasto endeudamiento mental tiene todas las variedades que tiene la deuda pecuniaria (todas las variedades de méri-to). Al capitalista de cualquiera de los tipos le enfada tan-to prestar como al consumidor tomar prestado; y la tran-sacción no indica más bajeza intelectual en el prestatario que el simple hecho de que la deuda implica bancarrota. Por el contrario, en un número mucho mayor de casos la transacción es honorable para ambos. ¿No podemos ayu-darnos a nosotros mismos discretamente por la fuerza de los dos en la literatura? ¡Definitivamente solo hacen falta dos bien situados y bien templados para la cooperación, para lograr algo más trascendente que cualquier iniciati-va privada! ¿Conversaremos como espías? Nuestro mismo abastecimiento al repetir y dar crédito a nuestro amigo es ladronesco. Todo hombre de pensamiento está rodeado de hombres más sabios que él, si aquellos no escriben tam-bién. ¿No pueden combinarse este y aquellos? ¿No pueden hundir sus celos en el amor de Dios y llamar a su poema

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Beaumont y Fletcher o La falange tebana? La ciudad hará distinciones y comparaciones siniestras durante nueve días o nueve años: hay un público nuevo y más excelente que bendecirá a los amigos. Es más, es un fruto inevitable de nuestra naturaleza social. El niño cita a su padre y el padre cita a su amigo. Todo hombre es un héroe y un oráculo para alguien, y para esa persona todo lo que dice tiene un valor destacado. Cualquier cosa que pensemos y digamos es hermosamente mejor para nuestros espíritus y nuestra confianza en otra boca. No hay nadie tan eminente y sabio, pero conoce a mentes cuyas opiniones confirman y califican las suyas: y hombres de genio extraordinario adquieren un ascenso casi absoluto sobre sus compañeros más cercanos. El conde de Crillon le dijo un día a M. D’Allonville, con vivacidad francesa: “si el universo y yo profesásemos una opinión y Mr. Necker dijese la contraria, me convencería al instante de que el universo y yo estábamos equivocados.”El poder original suele ir acompañado de poder asimilati-vo, y valoramos en Coleridge su excelente conocimiento y sus citas quizá tanto o posiblemente más que sus sugeren-cias originales. Si un autor nos da distinciones, lecciones inspiradoras o poesía imaginativa, no es muy importante para nosotros de quién son. Si nos encienden y nos guían, lo tenemos por un benefactor, y volveremos a él mientras nos sirva bien. Quizá nos gustaría saber qué parte es de Platón, cuál de Montesquieu o cuál la de Goethe, y qué pensamiento fue siempre querido por el escritor mismo; pero el valor de las oraciones consiste en su brillo y su ap-titud imparcial para toda inteligencia. Encajan en todos nuestros actos como un talismán. Nos respetamos a noso-tros mismos más cuando los conocemos.

El que más cerca está del originador de una buena oración

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es el primero que la cita. Muchos leerán el libro antes de que uno piense en citar un pasaje. Tan pronto como este lo haga, esas líneas se citarán a este y oeste. Hay grandes for-mas de tomar prestado. Los genios toman prestado noble-mente. Cuando se acusa a Shakespeare de estar en deuda con sus autores, Landor replica: “Él era más original que sus originales. Sopló sobre cuerpos muertos y les dio vida.” Debemos agradecerle a Karl Ottfried Muller el apunte acertado: “la poesía, trazando dentro de su círculo todo lo que es glorioso e inspirador, se preocupa poco por dónde crecían originalmente sus flores.” Voltaire solía imitar, pero con tanta superioridad que Dubuc dijo: “es como el falso anfitrión. Aunque extraño, siempre es él quien tiene los ai-res de ser el maestro de la casa.” Wordsworth, tan pronto como oía algo bueno, lo pescaba, meditaba sobre ello, y pronto lo reproducía en su conversación y su escritura. Si De Quincey decía “eso es lo que yo te dije”, él le replica-ba: “no, es mío, mío y no tuyo.” En su conjunto, nos gusta su valor. Está en el principio de Marmontel “me abalanzo sobre lo que es mío dondequiera que lo encuentre” y en la regla más amplia de Bacon: “tomo todo el conocimiento como mi provincia.” Traiciona a la percepción que la ver-dad no es propiedad de ningún individuo sino el tesoro de todos los hombres. Y cuando cualquier escritor ha ascendi-do a una visión justa de la condición humana, ha adoptado este tono. Si el objetivo del receptor está en la vida y no en la literatura, sentirá indiferencia por la fuente. Cuanto más noble sea la verdad o el sentimiento, menos importará la cuestión de la autoría. Nunca importa el simple buscador del que ha derivado este o aquel sentimiento. Cualquiera que exprese para nosotros un pensamiento justo pone en ridículo las penas del crítico que le dirá dónde se ha di-cho antes una palabra así. “No es más acorde a Platón que

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acorde a mí.” La verdad siempre está presente: solo hace falta levantar los párpados de hierro de los ojos de la mente para leer sus oráculos. Pero en el momento en que hay un propósito de exhibición, se expone el fraude. De hecho, es tan difícil apropiarse de los pensamientos de otros como inventarlos. Siempre hay alguna transición exagerada, al-guna repentina alteración de la temperatura, del punto o de la vista, que traiciona la interpolación foránea.

Hay, además, un encanto nuevo en trabajos tan originales como, al pasar el tiempo, haber tenido una multitud de au-tores e iniciados. Admiramos la poesía que no ha escrito ningún hombre —ningún poeta menos que el genio de la humanidad mismo— que está escrita para ser leída en una mitología, en el efecto de un estilo de imágenes fijo o na-cional, de esculturas o dramas o ciudades o ciencias, sobre nosotros. Un poema así es también lenguaje. Toda palabra de la lengua se ha usado felizmente una vez. El oído, pillado por esta felicidad, la retiene, y se usa una y otra vez, como si el encanto perteneciese a la palabra y no a la vida del pensamiento que la ha impuesto. Estos usos profanos, por supuesto, la matan y se elude. Pero un ingenio ágil puede reafirmarla, y se vuelve a poner de moda. Además, la gente cita de formas muy diferentes: uno encuentra solo lo que es ordinario y popular; otro, el corazón del autor, el informe de su hora más selecta y feliz: y el lector a veces le da más a la cita de lo que le debe. La mayoría de citas clásicas que oiréis o leeréis en los periódicos o en los discursos a diario no se ha extraído de los originales, sino de citas previas en libros ingleses; y podéis decir fácilmente, por el uso y la relevancia de la frase, si ha cumplido su función muchas veces antes: si vuestra joya se extrajo de la mina o de un subastador. Nos dice tanto del genio de un escritor lo que selecciona como

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lo que origina. Leemos la cita con sus ojos y encontramos un nuevo y ferviente sentido; igual que un pasaje de uno de los poetas, bien recitado, suscita un nuevo interés por la representación. Como dicen los periódicos, “las cursivas son nuestras.” El beneficio del libro es acorde a la sensibi-lidad del lector. El pensamiento o la pasión más profundos duermen como en una mina, hasta que una mente y un co-razón iguales los encuentran y los publican. Los pasajes de Shakespeare que más valoramos no se han citado hasta este siglo; y la prosa de Milton, y Burke incluso, tienen en este siglo su mayor fama. Todo el mundo, también, recuerda a sus amigos por su poesía u otra lectura favorita.

Observad también que un escritor se muestra con más ventaja en otro libro que en el suyo propio. En el suyo, espera como candidato a vuestra aprobación; en el de otro es un legislador.

Los pensamientos de otro tienen cierta ventaja en nosotros simplemente por ser de otro. Hay una ilusión en una frase nueva. Un hombre oye una buena oración de Swedenborg y se maravilla ante la sabiduría y se le alegra el corazón de tener ahora una cosa tan buena. Traducidla ahora de las nuevas palabras a su expresión habitual, y se maravillará de nuevo ante su propia simplicidad, tales son los trucos que nos hacen las buenas palabras.

Es curioso el nuevo interés que recae sobre un viejo autor cuando es canonizado oficialmente por Tiraboschi, el Dr. Johnson, Von Hammer-Purgstall, Hallam u otro historia-dor de la literatura. El registro en su libro o la cita de un pasaje otorgan el valor sentimental de un diploma de uni-versidad. Hallam, aunque nunca es profundo, es una men-te clara, capaz de apreciar la poesía a menos que se ponga

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profundo, momento en el que siempre está ciego y sordo para las almas imaginativas y amantes análogas, como los platónicos, como Giordano Bruno, como Donne, Herbert, Crashaw y Vaughan; Hallam cita una oración de Bacon o Sidney, y pone de relieve una letra de Edwards o Vaux, e inmediatamente se elogia a sí mismo como si hubiese gana-do la corona ístmica.

Es un recurso común de escritores brillantes, y no menos de ingeniosos oradores, la estrategia de atribuir su propia oración a una persona imaginaria para darle peso, como hicieron Cicerón, Cowley, Swift, Landor y Carlyle. El car-denal Retz, en un momento crítico en el parlamento de París, se describió a sí mismo en una oración latina extem-poránea, que se suponía que citaba de un autor clásico, y que pronunció admirablemente bien. Es tanto un efecto reflejo curioso de esta mejoría de nuestro pensamiento al citarlo de otro, que muchos hombres pueden escribir mejor tras una máscara que por sí mismos (como Chatterton en balada arcaica, Le Sage con disfraz español, Macpherson como Osio) y, no lo dudo, hay muchos abogados en cáma-ras de Londres, que forjan buenos estruendos para el Times, pero nunca trabajan así de bien bajo su propio nombre. Es una suerte de talento dramatizante; igual que no es extraño encontrar grandes poderes de recitación sin la más mínima elocuencia original, o gente que copia ilustraciones con una destreza admirable pero es incapaz de diseño alguno.

En horas de alta actividad mental le hacemos demasiados honores al libro, leyendo cosas mejores que las que el au-tor escribió, leyendo, como decimos, entre líneas. Habréis tenido una experiencia parecida en una conversación: el ingenio estaba en vuestra escucha, no en lo que decía el

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hablante. Nuestro mejor pensamiento viene de otros. Escu-chamos en sus palabras un sentido más profundo del que los hablantes pusieron en ellas, y podríamos expresarnos con frases de otra gente con un propósito mejor que el que conocían ellos. En el diario de Moore, se cita a Mr. Hallam mencionando en una cena a uno de sus amigos que había dicho: “no sé por qué, pero algo que cae de mí me parece una broma excelente cuando la toma Sheridan de segun-da mano. No me gustan mis comentarios hasta que él los adopta.” Dumont fue glorificado al ser usado por Mira-beau, por Bentham y por Sir Philip Francis que, otra vez, fue menos que su propio “Junio”; y James Hogg (excepto en sus poemas “Kilmeny” y “La bruja del pífano”) no es más que un autor de tercera que debe su fama a su efigie colosizada por las lentes de John Wilson, quien, de nuevo, escribe mejor bajo el dominó de “Christopher North” que con su propio traje. La atrevida teoría de Delia Bacon de que las obras de Shakespeare fueron escritas por una socie-dad de ingenios (Sir Walter Raleigh, Lord Bacon y otros del círculo del conde de Southhampton) tenía para ella claramente el encanto del significado superior que adqui-rían aquellos al leerlos bajo esa luz; esta idea de la autoría controla nuestra percepción de las mismas obras. Una vez conocimos a un hombre encantado por el aviso de su pan-fleto publicado en un periódico importante. ¡Qué alcance tenía su imaginación! ¿Quién podía haberlo escrito? ¿No fue el Coronel Carbin, o el senador Tonitrus o, al menos, el profesor Maximiliano? En efecto, podemos detectar en el estilo esa buena mano romana. ¡Cómo parecía la misma voz del público refinado y perspicaz, solicitando el mérito de que alcanzase al fin la fama y ascendiese y se sentase en las sillas reservadas y auténticas! Le llevó el periódico aprisa a la simpática prima Matilda, que está orgullosa de todo

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lo que hacemos. ¡Pero qué consternación cuando la buena Matilda, encantada con su placer, confesó haber escrito la crítica y haberla llevado ella misma hasta la oficina postal! “Mr. Wordsworth,” dijo Charles Lamb, “déjeme presentar-le a mi único admirador.”

Swedenborg arrojó al mundo una teoría formidable: que todas las almas existían en una sociedad de almas, por lo que todos sus pensamientos circulaban dentro de ella como la sangre de la madre circula por sus hijos nonatos; y se percató de esto cuando en su cama (alternamente dormido y despierto) dormido fue rodeado por personas discutiendo y ofreciendo sus opiniones de una parte y de la otra de una proposición; despierto, las mismas sugerencias se daban a favor y en contra de la proposición como pensamientos su-yos; al volver a dormir, veía y oía a los hablantes como an-tes: y esto tantas veces como se dormía o se despertaba. Si ampliamos la imagen, ¿no parece que nosotros los hombres estemos pensando y hablando de una antigüedad enorme como si estuviésemos, no entre un grupito de apuntadores que llena una sala de estar, sino en un círculo de inteligen-cias que se ponen en contacto a través de todos los pen-sadores, poetas, inventores e ingenios, hombres y mujeres, ingleses, alemanes, celtas, arios, ninivitas, coptos —hasta el primer geómetra, bardo, masón, carpintero, sembrador, pastor— hasta el primer negro que, con más salud o mejor percepción, pronunció un sonido o un nombre estridente para la cosa que vio o con la que trataba? Tenemos tantos benefactores como niños que inventan la expresión, pala-bra por palabra. El lenguaje es una ciudad para la cons-trucción de la cual cada humano ha traído una piedra; y no se le reconoce más mérito en el gran resultado del que se le reconoce a la acalefa que añade una célula al arrecife

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de coral que es la base del continente.

Πάντα ῥεῖ: todas las cosas están en constante cambio. Es inevitable que estéis en deuda con el pasado. Habéis sido alimentados y formados por él. El viejo bosque se descom-pone para la composición del nuevo bosque. Los viejos ani-males han dado sus cuerpos a la tierra para suministro de la raza que se forma a través de la química, y todo individuo es solo una fijación momentánea de lo que ayer fue de otro, hoy es suyo y será para un tercero mañana. Así pasa en el pensamiento. Nuestro conocimiento es el pensamiento y la experiencia amasados de innumerables mentes: nuestro len-guaje, nuestra ciencia, nuestra religión, nuestras opiniones, nuestras fantasías son heredadas. Nuestro país, costumbres, leyes, nuestras ambiciones, nuestras nociones de digno y jus-to: nunca las hicimos; ya las encontramos listas; nosotros las citamos. Goethe dijo francamente: “¿Qué quedaría de mí si este arte de la apropiación fuese derogatorio del ge-nio? Todos mis escritos me los han suministrado miles de personas, miles de cosas: sabios y tontos me han traído, sin sospecharlo, la ofrenda de sus pensamientos, sus facultades y su experiencia. Mi obra es un agregado de seres tomados de la naturaleza en total; lleva el nombre de Goethe.”

Pero queda la invencible persistencia del individuo por ser sí mismo. Una hoja, una brizna de hierba, un meridiano: no se parecen a otro. Cada mente es diferente; y cuanto más se despliega, más pronunciada es la diferencia. Debe atraer hacia ella a los elementos para comer y, si son gra-nito o sílex, preferirá que los cocine el sol y la lluvia, el tiempo y el arte, para su mano. Pero, aunque los reciba, estos elementos penetran en la sustancia de su constitución, serán asimilados y tienden a formar, no un partisano, sino

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un poseedor de verdad. Para todo lo que puede decirse de la preponderancia del pasado, la simple palabra genio es réplica suficiente. Lo divino reside en lo nuevo. Lo divino nunca cita, sino que es y crea. La aprehensión profunda del presente es genio, que hace olvidar el pasado. El genio cree en su presentimiento más fantasioso contra el testimo-nio de toda la historia; porque sabe que los hechos no son últimos, sino que un estado de la mente es el antecesor de todo. ¿Y qué es la originalidad? Ser, ser uno mismo, y re-gistrar cuidadosamente lo que vemos y somos. El genio es, en primera instancia, sensibilidad, la capacidad de recibir simplemente impresiones del mundo externo, y el poder de coordinarlas por las leyes del pensamiento. Precisa volun-tad o fuerza original su distribución y expresión correcta. Si a esto se añade el sentimiento de piedad, si el pensador siente que su pensamiento más estrictamente propio no es propio y reconoce la sugestión perpetua del intelecto supre-mo, los pensamientos más viejos se vuelven nuevos y fértiles cuando los expresa.

Los originales nunca pierden su valor. Siempre hay en ellos un estilo y un aplomo en la expresión, que otorgaba la in-manencia del oráculo, y que no puede falsificarse. De ahí la permanencia de los grandes poetas. Platón, Cicerón y Plutarco citan a los poetas del mismo modo que se citan las escrituras en nuestras iglesias. Se aduce una frase o una simple palabra, con énfasis honorable, de Píndaro, Hesío-do o Eurípides, como descartando todo argumento, porque así habían dicho ellos: lo que importa no es que el bar-do exprese sus propias palabras sino las de algún dios. Los verdaderos poetas ascienden a esa tarima noble y conocen esta expectativa. Shakespeare, Milton, Wordsworth, fue-ron muy conscientes de sus responsabilidades. Cuando un

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hombre piensa felizmente no encuentra ninguna huella en el campo que atraviesa. Todo pensamiento espontáneo es independiente de cualquier otro. Píndaro hace uso de ese desafío altivo, como si fuese imposible encontrar sus fuen-tes: “Hay muchos dardos veloces en mi aljaba que tienen voz para aquellos que tienen entendimiento; pero para la multitud necesitan intérpretes. Está dotado de genio aquel que sabe mucho por talento natural.”

Nuestro placer al ver a cada mente quedarse con el tema sobre el que tiene derecho de propiedad se ve como simple gimnasia a la larga. El que llega segundo tiene que citar al que llega primero. Las primeras descripciones de la vida salvaje, como el informe de las islas de la Sociedad del ca-pitán Cook, o los viajes de Alexander Henry por nuestras tribus indias, tienen cierto encanto de veracidad y justo punto de vista. Los campesinos y marineros llegan frescos de los países más civilizados y, sin falsas expectativas, aún sin sentimentalismos sobre la vida salvaje, reciben y regis-tran saludablemente lo que vieron, viendo lo que debían sin elección. Ningún hombre sospechaba la cualidad supe-rior de la descripción hasta que Chateaubriand o Moore o Campbell o Byron o los artistas llegan, y mezclan tanto arte con sus imágenes que la ventaja incomparable de la pri-mera narración aparece. Por la misma razón nos disgusta que el poeta elija un tema antiguo o traído de lejos para su musa, como manifestando falta de percepción. El gran tra-to siempre con el más próximo. Solo podemos perdonarlo como bravura de un poder muy pródigo, cuando la vida de genio es tan redundante que sin petulancia arroja su fuego dentro de alguna momia y ¡mirad! camina y se ruboriza de nuevo aquí en la calle.

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No podemos exagerar nuestra deuda con el pasado. El mo-mento tiene la demanda suprema. El pasado es para no-sotros; pero los únicos términos en los que puede volverse nuestro son los de su subordinación al presente. Solo un inventor sabe cómo tomar prestado, y todo hombre es o de-bería ser un inventor. No debemos corromper el movimien-to orgánico del alma. Es cierto que el pensamiento tiene su propio movimiento, y las pistas que destellan desde él, las palabras que oye inadvertidamente la mente libre, son con-fiables y fértiles cuando se les obedece y no se pervierten para valores bajos y egoístas. Esta vasta memoria es solo materia bruta. El don divino es siempre la vida instantánea, que recibe y usa y crea, y bien puede enterrar lo viejo en la omnipotencia con que la naturaleza descompone toda su cosecha para recomponerla.

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Poesía persa

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Al barón von Hammer Purgstall, que murió en Vienna en 1856, le debemos nuestro mejor conocimiento de los persas. Tradujo al alemán, además del “Diván” de Hafiz, muestras de doscientos poetas que se escribieron durante un periodo de cinco siglos y medio desde el 1050 a. C. has-ta el 1600. Los siete maestros del Parnaso persa, Ferdousí, Enweri, Nizami, Jelaleddin, Saadi, Hafiz y Jami han dejado de ser nombres vacíos; y otros como Firededdín Attar u Omar Khayyam apuntan a aumentar en estima occiden-tal. Aquello para lo que principalmente existen los libros se comunica en estos ricos extractos. Muchas cualidades van a proporcionar un buen telescopio (como la amplitud del campo, la facilidad de alcance del meridiano, la pure-za acromática de las lentes y demás, aunque el valor más eminente es el poder de penetrar el espacio, y hay muchas virtudes en los libros) pero el valor esencial es el aporte de nuevo conocimiento a nuestro suministro gracias al registro de nuevos hechos y, aún mejor, gracias al registro de intui-ciones, que distribuyen hechos y son fórmulas que sustitu-yen a todas las historias.

La vida y la sociedad orientales, especialmente en las na-ciones sureñas, contrastan violentamente con el numeroso detalle, la estabilidad secular y el vasto promedio de confort

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de las naciones occidentales. La vida en el este es fiera, cor-ta, peligrosa y extrema. Tiene pocos y simples elementos, y no exhiben la gama ni la ondulación amplias de la exis-tencia europea, sino que alcanzan rápidamente lo mejor y lo peor. El rico se alimenta de frutas y juego, el pobre, de la piel del melón. El genio de la vida oriental es todo o nada. El favor del sultán o su displacer es una cuestión del hado. Se emprende una guerra por un epigrama o un dístico como en Europa por un ducado. El sol prolífico, y la abundancia repentina y rancia que engendra su calor, hacen fácil la subsistencia. Por otro lado, el desierto, el si-mún, el espejismo, el león y la plaga la ponen en peligro, y la vida cuelga de la contingencia de una bota de agua más o menos. La misma geografía de la vieja Persia mostraba estos contrastes. “El imperio de mi padre,” le decía Ciro a Jenofonte, “es tan grande que la gente se muere de frío en un extremo mientras en el otro están sofocados de calor.” El temperamento de la gente coincide con esta vida ex-trema. La religión y la poesía son toda su civilización. La religión enseña un destino inexorable. Distingue tan solo dos días en la historia de cada hombre: el de su nacimiento, llamado día de la suerte, y el día del juicio. Coraje y absolu-ta sumisión a lo que les ha sido designado son sus virtudes.

El favor del clima, que hace la subsistencia fácil y fomenta una vida al aire libre, concede a las naciones orientales una alta organización intelectual, sin contar, por ahora, con el genio de los hindúes (más orientales en todos los senti-dos), cuya declaración ética ningún pueblo ha superado en grandeza. Los persas y los árabes, con mucho ocio y pocos libros, son exquisitamente sensibles a los placeres de la poe-sía. Layard ha dado algunos detalles del efecto que la im-provisación producía en los niños del desierto. “Cuando el

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bardo improvisaba una cancioncilla amatoria, la excitación del joven líder estaba casi fuera de control. Los otros be-duinos se sentían escasamente menos conmovidos por estas medidas rudas, que surtían el mismo tipo de efecto entre las tribus salvajes de las montañas persas. Semejantes versos, cantados por sus poetas autodidactas o por las chicas de su campamento, conducirán a los guerreros al combate, sin miedo a la muerte, u ofrecerán un simple saludo a su re-greso del ghazon o de la pelea. La excitación que producen supera a la del vino. El que quiera entender la influencia de las baladas homéricas en los tiempos heroicos, que con-temple el efecto que tienen composiciones similares en los nómadas salvajes del este.” En otra parte añade: “La poesía y las flores son el vino y los espíritus del árabe: un pareado es igual a una botella, y una rosa a un chupito, pero sin el efecto negativo de ambos.”

La poesía persa descansa sobre una mitología cuyas pocas leyendas están conectadas con la historia judía y las tradi-ciones anteriores del pentateuco. La principal figura en las alusiones de la poesía oriental es Salomón. Salomón tenía tres talismanes: el primero, el sello con el que comandaba espíritus, en la piedra del cual estaba grabado el nombre de dios; el segundo, el cristal en el que contemplaba represen-tados los secretos de sus enemigos y las causas de todas las cosas; el tercero, el levante, que era su caballo. Su consejero era Simorg, rey de los pájaros, el ave sapientísima, que vive desde el principio del mundo y mora ahora sola en el pico más alto del monte Kai. Ningún cazador la ha cazado, y ninguno vivo la ha visto. Él enseñó a Salomón el lenguaje de los pájaros, de modo que oía secretos en cualquier parte de sus jardines. Cuando Salomón viajaba, su trono se colo-caba sobre una alfombra de terciopelo verde, de longitud y

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anchura suficientes para que todo su ejército estuviese enci-ma, situándose los hombres a su mano derecha y los espíri-tus a la izquierda. Cuando todo estaba en orden, el levante, a su señal, levantaba la alfombra y la transportaba con todo lo que llevase encima donde él quería. Al mismo tiempo, el ejército de pájaros les sobrevolaba formando un dosel para protegerlos del sol. Se cuenta que, cuando la reina de Saba fue a visitar a Salomón, este había construido por su llega-da un palacio cuyo suelo o pavimento era de cristal, situado sobre una corriente de agua en la que nadaban los peces. Así la engañó y ella se levantó la bata creyendo que andaría por el agua. Con ocasión del casamiento de Salomón todas las bestias, cargadas con regalos, se presentaron ante su tro-no. Tras todas ellas llegó una hormiga con una brizna de hierba: Salomón no despreció el regalo de la hormiga. El visir Asaf, una vez, perdió el sello de Salomón, que encon-tró una de las Daevas, o espíritus malignos, y gobernando en nombre de Salomón engañó al pueblo.

Ferdousí, el Homero persa, ha escrito en el Shah Nameh las fábulas de los fabulosos y heroicos reyes del país: de Karún (el Creso persa), el enormemente rico hacedor de oro que, con todos sus tesoros, yace enterrado cerca de las pirámi-des, en el mar que lleva su nombre; de Jamshid, el amarra-dor de demonios, cuyo reinado duró setecientos años; de Kaykaus, en cuyo palacio construido por demonios en el Elburz, se usó tan espléndidamente oro y plata y piedras preciosas que al brillo producido por su efecto combinado la noche y el día parecían lo mismo; de Afrasiab, fuerte como un elefante, cuya sombra se extendía sobre millas, cuyo corazón era generoso como el océano y sus manos como nubes cuando cae la lluvia para alegrar la tierra. El cocodrilo en la corriente no estaba a salvo de Afrasiab. Pero

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cuando fue a luchar contra los generales de Kaus, no fue más que un insecto en el abrazo de Rostam, que lo cogió del cinto y lo tiró del caballo. Rostam se puso tan furioso ante la arrogancia del rey de Mazandarán que cada pelo de su cuerpo se erizó como una lanza. El apretón de su mano rompió los tendones de un enemigo.

Estas leyendas, junto a Chiser, la fuente de la vida, Tuba, el árbol de la vida, los romances de los amores de Leila y Medschun, de Crosroes y Shirin y aquellos del ruiseñor a la rosa, la recolecta de perlas y las virtudes de las gemas, el lápiz de kohl, un cosmético con el que las perlas y las cejas se tiñen indeleblemente de negro, la cámara en la que se lleva el almizcle, el vello del labio, el lunar en la mejilla, las pestañas, lilas, rosas, tulipanes y jazmines constituyen el imaginario básico de las odas persas.

Los persas tienen épica y cuentos, pero la mayoría de sus obras son poemas cortos y epigramas. Los versos nómi-cos, reglas de vida expresadas en una imagen viva, espe-cialmente en imágenes dirigidas a los ojos, contenidas en una sola estrofa, siempre han sido corrientes en el este; y si el poema es largo, es solo una serie de versos inconexos. Acostumbran a una falta de consecución alarmante para la lógica occidental y la conexión entre las estrofas de sus odas más largas es parecida a la del estribillo de nuestras viejas baladas inglesas:

“El sol brilla limpio en la muralla de Carlisle,”

o

“La lluvia que llueve a diario”y el argumento principal.

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Tomad como ejemplos de estos versos nómicos los siguientes:

“El secreto que no debe soplarseno es uno de los que debe conocer tu nación;hay que echar el cerrojo a la puerta de una ciudadpero nunca a la boca del enemigo.”

O este de Omar Khayylam:

“Por el ancho camino bajo de la tierrasolo dos hombres van contentos:el que sabe qué es lo recto y lo que está prohibido, y aquel para quien el conocimiento está escondido.”

Ahí va un poema sobre un melón de Adsched de Meru:

“Color, sabor y olor, esmeralda, azúcar y almizcle, ámbar para la lengua, para el ojo imagen rara, si lo cortas a tajadas, cada una es medialuna, si lo dejas entero, plenilunio.”

Hafiz es el príncipe de los poetas persas y entre sus extraor-dinarios dones suma, a algunos de los atributos de Píndaro, Anacreonte, Horacio y Burns, la percepción de un místico, que a veces permite una mirada más profunda a la Natu-raleza de la que corresponde a cualquiera de estos poetas. Aborda todos los tópicos con osadía calma. Dice: “Solo sirve para la compañía aquel que sabe valorar la felicidad terrenal de una copa. Nuestro padre Adán vendió el paraí-so por dos granos de trigo; así que no me avergüenza si le doy mucha importancia a un hueso de uva.” Le dice al Sah: “Tú que gobiernas tras palabras y pensamientos que nin-gún oído ha oído y ninguna mente ha pensado, mantente firme hasta que tu joven destino se arranque el abrigo azul del viejales del cielo.” Dice:

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“Golpeo la rueda del cielocuando no va derecha;no soy uno de esos quejicasque enseguida caen y mueren.”

La rapidez de sus giros siempre nos sorprende:

“¡Mirad cómo arden las rosas!¡Traed vino para apagar el fuego!Ay, las llamas nos alcanzan,Morimos deseosos.”

Siguiendo las formas de su nación, abundan en él oraciones que se podrían grabar en la hoja de una espada y casi en un anillo.

“Con honor muere aquel que siempre ve al grande maravilloso.”

“Aquí está el total: que cuando una puerta se abre, otra se cierra.”

“En todas partes hay una emboscada preparada por los ban-didos de las circunstancias; es por ello que el jinete de la vida insta a su corcel a llevar una velocidad imprudente.”

“La vida es un anfitrión que asesina a sus huéspedes.”

“Lo bueno es lo que va por el camino de la Naturaleza. Por el camino recto el viajero nunca se pierde.”

“¡Ay! Hasta ahora no he sabidoque mi guía y la de la fortuna son una.”

“La moneda de cobre del entendimiento no cuenta ante el oro del amor.”

“En la puerta del paraíso está escrito:

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‘¡Mal para el incauto que cede el paso al hado!’”

“El mundo es una novia estupendamente vestida; quien se casa por su dote lo paga con su alma.”

“Suelta los nudos del corazón, nunca pienses en tu hado: nin-gún Euclides ha deshecho ese enredo.”

“En los afligidos resideun veneno mortal;cuidado con acercarteporque aún es pestilente.”

Los harems y las bodegas solo le dan un punto de vista nuevo desde donde trazar a veces una moral más profunda que la que proporciona la regulada vida sobria, y se presa-gia esto:

“Estaré borracho y caído por el vino;encontraremos tesoros en una casa en ruinas.”

“El constructor del cieloha roto la tierraasí que ninguna acerasale ya de allí.

Sobre autopistas de maravillaEl vino lleva a la menteRecto, de lado y hacia arribaAl oeste, hacia el sur y al norte.

Se erige la cúpula adamantinaHasta el día del juicio;La copa de vino te llevaráA ti lejos.”

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Esta fuerza de voluntad e igualdad de sí mismo de toda naturaleza buena, que se debe al sentimiento de que el es-píritu en él está entero y es tan bueno como el mundo, que da derecho al poeta a hablar con autoridad y lo hace objeto de interés, y cada una de sus frases y sílabas significantes, están en Hafiz, y refuerzan y ennoblecen abundantemente su tono.

Era la mente fluida en que cada pensamiento y sentimiento llegaban rápidamente a sus labios. “Perded los nudos del corazón,” dice. Absorbemos elementos suficientes, pero no tenemos hojas ni pulmones para la transpiración y el cre-cimiento saludable. Hay cierto aire de esterilidad, de in-competencia para sus propios propósitos, en muchos que tienen experiencia y sabiduría. Pero una gran aseveración, un río que construye sus propias orillas, percepción rápida y expresión correspondiente, una constitución para la que cada mañana es un día nuevo, que es imparcial ante las necesidades de la vida, a la vez tierna y audaz, con grandes arterias, esta generosidad de reflujo y flujo, satisface, y de-bemos estar dispuestos a morir cuando llegue nuestra hora, habiendo tenido nuestro balanceo y nuestra gratificación. No es tan grande la diferencia de calidad entre los pensa-mientos de los hombres como en el poder para usarlos. Lo que está reprimido y arde en el artista mudo no lo está en el poeta, pero sobrevuela y entra en una nueva forma, siendo a la vez alivio y creación.

El otro mérito de Hafiz es su libertad intelectual, que es cer-tificado de pensamiento profundo. Aceptamos la religión y la política a las que caemos; y solo unos pocos espíritus deli-cados son capaces de ver que la red entera de la convención es solo la imbecilidad de aquellos a quienes enmaraña, que

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la mente no sufre religión ni imperio alguno salvo el suyo. Muestra respeto por la verdad absoluta a través del uso que hace de los símbolos más estables y venerables, y por tanto provoca siempre la acusación de irreligión.La hipocresía es el blanco perpetuo de sus flechas.

“Dejadnos arrastrar el hábito a través del arroyo de vino.”

Le dice a su amada que no el derviche o el monje, sino el amante, tiene en su corazón el espíritu que produce el asceta o el santo; y ciertamente no sus hábitos o sus mas-caradas, sino sus destellos, pueden enseñarle el fuego y la virtud necesarios para un sacrificio semejante. Lo malo no es malo para Hafiz, en nombre del nombre. Una ley o un estatuto es para él lo que es una valla para un colegial ágil: una tentación para el salto. “No haremos más que el bien, si no, la vergüenza vendrá a por nosotros el día en que el alma salga volando; y nos tendrán que negar el paraíso, las mismas huríes nos lo negarán, y se nos presentarán.”

Comunica al lector su completa emancipación intelectual. No hay ejemplo típico de semejante facilidad para la alu-sión, de semejante uso de todos los materiales. Nada es de-masiado alto ni demasiado bajo para su ocasión. No tiene miedo a nada, no se para por nada. El amor es un nivela-dor, y Alá se convierte en un mozo, y el cielo en un clóset, en sus osados himnos a su amada o a su copero. Esta acta constitutiva ilimitada es el derecho del genio.

No queremos desparramar azúcar sobre arañas embotella-das, o hacer pasar por deidad mística La canción de Salomón, y mucho menos las canciones eróticas y bacanales de Ha-fiz. El mismo Hafiz está decidido a desafiar esas interpre-

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taciones hipócritas y se arranca su turbante y se lo tira a la cabeza a los derviches entrometidos, y lanza su vaso tras su turbante. Pero el amor o el vino de hafiz no deben confun-dirse con vulgar libertinaje. Es el espíritu con el que está escrita la canción lo que importa, y no los tópicos. Hafiz alaba el vino, las rosas, las doncellas, los chicos, los pájaros, las mañanas y la música para dejar salir su inmensa hila-ridad y simpatía por todas las formas de belleza y júbilo; y pone énfasis en estas cosas para mostrar su desdén por la prudencia santurrona y vulgar. Estos son los tópicos natu-rales y el lenguaje de su ingenio y su percepción. Pero es el juego del ingenio y el júbilo de la canción lo que él ama; y si lo tomáis por un vulgar alborotador hace que os que-déis cortos con versos que expresan la pobreza de los gozos sensuales y eyacula con el mismo fuego las afirmaciones más desagradables de sentimiento heroico y contento por el mundo. A veces es una ojeada en nombre del peso del pensamiento, como esta:

“Traed vino, que en el auditorio de la independencia del alma, ¿quién es centinela o sultán? ¿Quién es el sabio o el intoxicado?”

Y a veces su festín, sus invitados y el mundo son solo un guijarro más en el vórtice y la revolución eternos del hado:

“Soy lo que soy,mi polvo será de nuevo.”

Un santo debería echar una oreja a la diversión alborota-dora de Falstaff, puesto que no fue creado para excitar los apetitos animales, sino para dar rienda suelta al júbilo de una inteligencia sobrenatural. En toda la poesía está la re-gla de Píndaro, συνετοῖς φωνεῖ, habla para el inteligente; y

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Hafiz es un poeta para poetas, sin importar si escribe, como hace a veces, con una pluma de loro o con una de águila.Todas las canciones de Hafiz ofrecen una nueva prueba de la insignificancia del tema para tener éxito siempre y cuando el tratamiento sea cordial. En general, ¿qué es más tedioso que los homenajes y panegíricos dirigidos a los grandes? Aunque en “El diván” no os los saltaríais, puesto que su musa raras veces le respalda mejor:

“¡Qué bonitas formas visten las cosas ahora que vuelve el Shah!”

Y de nuevo:

“Cazar a tus enemigos, contraatacar a los envidiosos,balancea Arturo su lanza en lo alto mañana y tarde.”

Dice Hafiz que, cuando ha escrito un cumplido para un joven hermoso

“¡Toma mi corazón en tu mano, oh chico hermoso de Shiraz!¡Daría por el lunar de tu mejilla Samarkanda y Bujará!”

los versos llegan a oídos de Tamerlán en su palacio. Tamer-lán le cobró el impuesto de tratar irrespetuosamente sus dos ciudades para erigir y adornar las naciones que había conquistado. Hafiz respondió: “¡Ay, mi señor, si no hubiese sido tan pródigo no sería tan pobre!”

Los Persas tenían un modo de establecer el copyright mu-cho más seguro que cualquier ardid con que nosotros este-mos familiarizados. La ley de la ghasclle, u oda más corta, requiere que el poeta inserte su nombre en la última es-trofa. Casi todos de los varios cientos de poemas de Hafiz contienen su nombre vinculado más o menos estrechamen-

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te a la materia de la pieza. Es en sí misma una prueba de habilidad, puesto que este nombrarse a uno mismo no es fácil. Solo recordamos dos o tres ejemplos en la poesía in-glesa: el de Chaucer en “La casa de la fama”; el epitafio de Jonson a su hijo:

“La mejor pieza de poesía de Ben Jonson.”

Y el de Cowley:

“El melancólico Cowley se tiende.”

Pero es fácil para Hafiz. Le brinda la posibilidad de la aser-tividad más juguetona, siempre graciosa, a veces casi con el humor de Falstaff, a veces con delicadeza femenina. Nos cuenta: “Los ángeles en el cielo estaban aprendiéndose úl-timamente su última pieza.” Dice: “Los peces pierden las perlas, sin deseo ni anhelo, tan pronto como el barco de Hafiz nada en las profundidades.”

“Fuera del este y del oeste, ningún hombre me entiende;¡oh, feliz de mí, que confío solo en el viento!Esta mañana he oído resonar a la lira de las estrellas: ‘¡dulces tonadas oímos de Hafiz!’”

De nuevo:

“He oído el arpa del planeta venus, y decía a primera hora: ‘¡soy la discípula del Hafiz de dulce voz!’”

Y de nuevo:

“Cuando Hafiz canta los ángeles escuchan, y Anahita, la líder de la bóveda celeste, llama incluso al mesías en el cielo para ir al baile.”“Nadie ha desvelado secretos como Hafiz desde que se enrosca-

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ron las cerraduras de la novia del mundo.”

“Solo desprecia el verso de Hafiz aquel que no es por naturaleza noble.”

Debemos intentar darle a algunas de estas florituras poéti-cas la forma métrica que parecen requerir:

“Adecuadas para el acorde celeste de la pléyadeson las canciones que canté, las perlas que he parido.”

Otro:

“No he acumulado tesoropuesto que tengo un rico contento;El primero de Alá al Shah,Al final fue a Hafiz.”

Otro:

“Corazón fuerte, oh, Hafiz, aunque no sea tuyooro fino y mena de plata;más valioso para ti es el don de la cancióny más aún la percepción clara.”

De nuevo:

“Oh, Hafiz, no hace falta hablar de ti;¿No son tuyos estos versos?Todos los poetas están de acuerdoNingún hombre puede quejarse menos.”

Reivindica su dignidad de bardo y hombre inspirado de su pueblo. Al visir que vuelve de la meca le dice:

“No alardees precipitadamente de tu fortuna, príncipe de los

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peregrinos. Has visto de hecho el templo, pero yo al señor del templo. Ni ha olido hombre alguno en el zurrón del mercader o en el viento almizcleño de la mañana el dulce aire que me está permitido a mí respirar cada hora del día.”

Y todavía con más vigor en las líneas siguientes:

“A menudo lo he dicho y lo diré una vez más,yo, un vagabundo, no me alejo de mí mismo.Soy una especie de loro, el espejo está amarrado a mí;Lo que dice el eterno yo lo tartamudeo de nuevo.Dame lo que quieras, tanto cardos como rosasY acorde a mi comida crezco y doy. No me desdeñes, sabes que tengo la perla,Y solo estoy buscando a alguien que la reciba.”

Y su demanda se ha admitido desde el principio. Los mule-ros y los jinetes de camellos, en su viaje a través del desierto, cantan fragmentos de sus canciones, no tanto por el pen-samiento como por su talante y tono joviales; y los persas cultivados conocen sus poemas de memoria. Y sin embar-go, parece que Hafiz no vio dar ningún fruto de gran valor a sus canciones, puesto que sus estudiantes las recopilaron por primera vez tras su muerte.En el siguiente poema el alma es representada como el Fé-nix posándose en Tuba, el árbol de la vida:

“Mi fénix hace tiempo pusosu nido en la albardilla del cielo;encerrado en la jaula del cuerpose cansó de la esperanza humana.

Entre la pila de cenizasVuela ahora el pájaro a toda velocidad,Pero en este maloliente nicho del cielo

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Se acurruca el pájaro otra vez.

Cuando salga volando se posaráEn la rama dorada de Tuba;Su casa está en ese arco afrutadoQue refresca bajo él la bendición.

Si sobre este mundo nuestroExtiende mi fénix sus alas¡Qué graciosamente cae sobre tierra y marLa sombra que refresca el alma!

Habita cualquier mundo,Ve a menudo planetas girar bajo élSu cuerpo es de aire compactoY su alma de amor de Alá.”

Ahí va una Oda de la que se dice que era la favorita de los persas educados:

“Llego. El palacio del cielo descansa sobre pilares aéreos,ven y tráeme vino; nuestros días son viento.Me declaro esclavo de esa alma masculinaQue se amarra y renunció una vez para siempre a la alianza con la tierra.¿Te conté la pasada mañana cómo el iris del cielotrajo a mi copa un góspel de júbilo?¡Oh, halcón que vuela alto! El árbol de la vida es tu posadero;este rincón de pena no te sirve de nido.¡Atiende! Te dicen desde las murallas del cielo;no puedo detectar qué te abraza aquí en la red.Yo también tengo un consejo para ti; oh, márcalo y guárdalo,Puesto que yo recibo el mismo del maestro de arriba:No busques fe o verdad en un mundo de chicas frívolas;Mil pretendientes estiman a esa novia peligrosa.No te agobies por el mundo y no olvides mi preceptoNo es más que un juguete que un amor vagabundo nos

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ha dejado.Acepta cualquier cosa que ocurra, abre las cerraduras de tu menteNi a ti ni a mí se nos dio opción;Ni resistencia ni verdad pertenece a la risa de la rosa.El ruiseñor amante está de duelo (lo que es causa suficiente para el duelo);¿Por qué envidia el pájaro los continuos versos de Hafiz?Sabe que un dios le otorgó un toque de expresión elocuente.”

El cedro, el ciprés, la palma, el olivo, la higuera, los pájaros que los habitan y las flores del jardín nunca son deficientes en estos versos de almizcle, y siempre se nombran con efec-to. “Los sauces,” dice, “se inclinan a todos los vientos, sin avergonzarse de su esterilidad.” Podremos abrir un catálo-go de flores por cualquier parte.

“Por la atracción de la exhalación de lechos de rosas,encontré la arboleda en la mañana pura,en el concierto de los ruiseñoresla cura para mi cerebro bebido.

De una ojeada sueltaVi la rosa en los ojos:La rosa en el crepúsculoArdía como una lámpara difícil.

Estaba orgullosa de su belleza,Y aún más de su juventud,Mientras que hasta su ardiente corazónTrajo su verdad el bulbul.

El dulce narciso cerróSus ojos con pasión apretadaLos tulipanes sin envidia quemabanManchas en sus pechos escarlata.Los lirios prolongaban blancos

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Su lengua de espada para oler;Las anémonas agrupadasContaban sus bellos secretos.”

Y ahora

“Todo el día la lluviabatía los jacintos en vano,la corriente se derramará desde la mañana hasta la nochesin lavar los hermosos blancos indios.”

Y mucho más adelante, tras muchas páginas.Esta imagen de los primeros días de primavera, de Enweri, parece pertenecer a Hafiz:

“Sobre el agua del jardín va solo el vientopara raspar y pulir la mejilla de las hondas;el fuego se ha extinguido en el hogar queridopero arde de nuevo valiente en los tulipanes.”

La amistad es el tópico favorito de los poetas orientales, y con esta mente combinan lo absoluto de Montaigne.Dice Hafiz:

“No aprendiste ningún secreto hasta que conociste la amistad; puesto que a lo enfermo conocimiento celestial no entra.”

Ibn Jemin escribe así:

“Aunque desdeño al populachono encuentro igual en lugar superior.Amigo es una palabra de tono realAmigo es un poema ella sola.La sabiduría es como el elefanteNoble y raro habitante:Mora en desiertos o en cortes

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Y no recurre a charlatanes.”

Jami dice:

“Amigo es aquel que, atormentado como un rival,muestra más amabilidad que antes;tírale piedras o rudas jabalinas,que construirá con piedra y acero un suelo más firme.”

En las citas de la poesía amatoria de Hafiz hemos de ser muy frugales, aunque sea la esencia del “Diván”. Recorre la gama completa de la pasión: desde lo sagrado hasta los límites, y, más allá de los límites, de lo profano. La misma confusión entre superior e inferior, la celeridad del vuelo y la alusión que prohíben nuestras musas más frías, es habi-tual en él. Al texto:

“El químico del amortransformará el moho moribundoque sacó de la ciénagaen oro.”

Procede a la celebración de su pasión, y nada de su tradi-ción religiosa o científica es demasiado sagrado o demasia-do remoto para suponer un símbolo de su amada. La luna creía que conocía bien su órbita, pero cuando vio la curva de la mejilla de Zuleika, quedó desconcertada:

“Desde que se trazaron las líneas circularesde los labios de mi queridala misma luna parece desconcertaday vacila dudandosi la dulce curva que rodea tu bocano será su verdadero camino al sur.”

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Su ingenio nunca duerme:

“¡Ay, me escondería en mi canciónpara besar tus labios donde fluye!”

Y juega con mil cortesías:

“¡Tu corazón suave cae claro!¿Harás un buen trabajo?Oh, reza por la muerteAquel al que muestro tus pestañas.”

Y qué nido ha encontrado para que more su bonito pájaro:

“Por la senda de reyes y zares esparcen joyas y piedras preciosas:pero para tu cabeza recogeré estrellas y pavimentaré tu camino con ojos.

He buscado para ti una bóveda más caraQue alto es el palacio de Malunod,Y tú, al volver, encontrarás tu casaEn la niña de los ojos del amor.”

Aquí tenemos abandonos de la pasión de todo tipo:

“Conozco ese peligroso camino del amoradonde no va el viajero, aunque alguna fantasía del dulce aromaalimente tus tirabuzones enredados.

En la medianoche de tu cerradura renuncio al día;En el anillo de tus labios de rosa me olvido de rezar.”

Y a veces su amor se erige en sentimiento religioso:

“Me sumerjo en tus olas furiosasrenunciando a la duda y al cuidado;el flujo de los siete anchos mares

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no mojará nunca tu pelo.

El rostro de Alá está en tiInclinándose de amor benigno,Y no menos tú en los ojos de Alá¡Oh, clarísima! Tuyo lo vuelves.”

Añadiremos a estos fragmentos de Hafiz algunos ejemplos de otros poetas:

Nizami.

“Mientras las rosas florecían en el llano,le dijo el ruiseñor al halcón:‘¿Por qué de entre todos los pájaros eres tú el mudo?Con la boca cerrada no has dicho,Aun agonizando, ni una palabra a los hombres.Y sin embargo te sientas en la mano de la princesa,Y comes en el pecho del urogalloMientras yo, que cien mil joyasDerrocho en una tonadaMírame, me alimento de gusanosY mi casa es el espino.’El halcón respondió: “escucha con atención:Yo, experimentado en amoríos,Veo cincuenta cosas y no digo ni una;Pero a ti la gente no te aprecia,Que sin hacer nada dices mil.A mí, listo para cazar,La mano del rey me da el pecho del urogallo;Mientras un charlatán como túRoe gusanos en el espino. ¡Adiós!’”

Los siguientes pasajes muestran la fuerte tendencia de los poetas persas a la poesía contemplativa y religiosa y a la alegoría:

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Enweri.Cuerpo y alma.

“Un pintor de China pintó una vez un salón:semejante lienzo jamás colgó del muro de un emperador:la mitad salió de su brocha con ricos colores,tocó la otra con un rayo de sol;así que todo lo que deleitaba al ojo por un ladoigual, punto por punto, lo hacía por el otro.‘En ti, amigo, se encuentra esa cámara tyrica;tuyo es el techo revocado de estrellas y la base de la tierra: ¿está pintada una mitad con colores menos brillantes?¡Cuidado, que la equivalente arde de luz!”

Ibn Jemin.

“Leí en el porche de un palacio escritoen el molde de una tabla púrpura‘Aunque casa de mil inviernos,casa de la tierra cae siempre al fin;Así que saca del cristal todas tus piedrasY erige el hogar que no caerá.”

“¿Qué necesidad hay,” exclama Feisi, “de palacios y tapices? ¿Qué necesidad hay siquiera de cama?

El observador eterno que está despiertoToda la noche en el pecho del cuerpo de barroHará de tus manos una almohadaY de tu torso un almohadón.”

Ferideddin Attar escribió las Conversaciones de los pájaros, un cuento místico en que los pájaros, yendo juntos a elegir a su rey, acaban de peregrinaje al monte Kafkuh para ren-dir homenaje al simorg. Citamos el siguiente pasaje de ese poema escrito hace quinientos años como muestra de la

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entidad del misticismo en todos los periodos. El tono es bas-tante moderno. En la fábula, los pájaros pronto se cansan de la extensión y las dificultades del camino y al final casi todos abandonan. Solo perseveran tres y llegan ante el tro-no del simorg.

“El alma de los pájaros estaba avergonzada;su cuerpo bastante devastado;se sacudieron el polvoy el sol les dio alma.Lo que fue, y lo que no, el pasadoFue barrido de su pecho.El sol cercano irradióClara luz a sus almas,El resplandor del simorg irradióComo un reverso, desde atrás.Y los tres no sabían, sorprendidos,Si eran esto o aquello.Se veían a sí mismos como el simorg,A sí mismos en el eterno simorg.Cuando contemplaron al simorgLo vieron entre ellos;Y cuando se miraron uno a otroSe vieron en el simorg.Una sola mirada agrupó a las dos partes:El simorg aparecía, el simorg se desvanecía,Esto en aquello y aquello en estoComo nunca lo había oído el mundo.De modo que permanecieron, bañados de asombro,Idos, con un pensamiento más profundo,Sin darse mucha cuenta de sí mismos.Sin habla rogaron al superiorQue desvelase el secretoY que os liberase y nos liberase.Llegó una respuesta sin lengua:‘el superior es un espejo solar,quien llega hasta él en él se ve,

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ve cuerpo y alma y alma y cuerpo;cuando vinisteis hacia el simorgos aparecieron tres,y como habíais venido cincuentaos visteis como muchos.A él aún no lo ha visto ninguno de nosotros.Las hormigas no ven pléyades.¿Puede el mosquito asir con sus dientesel cuerpo del elefante?Lo que veis no es él,Lo que oís no es él.Los valles que cruzáis,Los actos que hacéis,Yacen bajo nuestro tratoY entre nuestras propiedades.Vosotros tres pájaros estáis alucinados,Impacientes, desalmados, confundidos:Por encima de vosotros estoyDesde que soy de hecho un simorg.Tachad mi ser superior,Porque os encontraréis en mi trono;Tacharos por siempre vosotrosDe sombras al sol. ¡Adiós!”

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A C E R C A D E L T R A D U C T O R

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Fernando Vidagañ Murgui es licenciado en filosofía por la Universidad de Valencia, jefe de redacción de La Torre del Virrey y miembro de la banda de punk folk Odd Cherry Pie. Sus campos de trabajo preferentes son la filo-sofía socrática, la escritura platónica, el pensamiento nor-teamericano, la cultura popular, la literatura universal y la música. Es co-editor de los Diaros de Ralph Waldo Emerson junto con Antonio Lastra y ha grabado algunos discos.

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C O L E C C I Ó N O R T O D O X I A

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PosData a la Generación Beat,

Juan Arabia. 2014.

El Poeta y otros ensayos,

Ralph Waldo Emerson.

Traducción de Fernando Vidagañ Murgui, 2016.

John Fante– El camino de los sueños diurnos,

Juan Arabia, 2016.


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