Date post: | 02-Dec-2015 |
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PAÍS DE POETAS
Notas de viaje 2013
por Niall Binns
OCTUBRE 3. – Amanecer sin nubes sobre los Andes. Queda
media hora para el aterrizaje en Santiago de Chile. “A la
izquierda se ve el Aconcagua, el pico más alto de
América”, anuncia el piloto en inglés y en español, y el
avión se escora hacia la izquierda en un empuje de turistas
franceses. Hay al menos veinte alrededor de mi asiento.
Van, al parecer, a la Isla de Pascua. Recuerdo que a
comienzos de los años noventa, cuando aún vivía en Chile,
se imprimió en Francia una colección de sellos de la
“Polynésie Française” que incluía la Isla de Pascua.
Provocó tanta bronca en Chile que tuvo que ser retirada
para evitar un conflicto diplomático.
*
El “tránsfer” que me conduce hacia el centro lleva
puesta Radio Cooperativa. Los anuncios hablan de
inseguridad –Ya no tengo miedo dice una voz de mujer,
ostensiblemente aliviada gracias a no sé qué seguro del
hogar–, y exaltan las virtudes de universidades privadas y
de clínicas con médicos y enfermeras tan amables que me
sentía como en casa. El negocio del miedo, el negocio de
la salud, el negocio de la educación superior: temas clave
en el Chile de hoy y en estos meses de campaña electoral.
*
En el pasillo del quinto piso espero al poeta y crítico
Federico Schopf. Cuando llegué a Chile en marzo de 1991,
me dijeron: “Para saber de poesía chilena, hay que asistir a
las clases de Schopf”. Lo hice y somos amigos desde
entonces. En la puerta del edificio me ha dejado una nota
cómplice, “Voy & Vuelvo”: es un guiño al crucifijo vacío
que escogió Nicanor Parra para la contratapa de sus Obras
completas.
*
Desde un codo de la escalera se ve la Avenida Vicuña
Mackenna y a lo lejos, a través y por encima de una capa
trémula de esmog, el perfil casi fantasmal de los Andes.
Por la mañana, la cordillera se recorta con nitidez contra el
horizonte; al atardecer habrá dejado de existir.
*
En los años sesenta, como jovencísimo profesor de
estética en la Universidad Austral de Valdivia (“príncipe de
las tinieblas” lo llamaban), Federico formó parte del grupo
Trilce y publicó su libro Desplazamientos. Diecinueve años
más tarde, en 1985, después de que Pinochet hiciera de su
“generación de los sesenta” una generación “dispersa” o
“diezmada” y él mismo se exiliara durante más de una
década en Alemania, publicó Escenas de peep show.
Veinte y cuatro años pasarían hasta La nube. Pero su
laconismo poético es cosa del pasado: he leído, antes de
viajar, el borrador de dos nuevos poemarios, o quizá sean
uno solo titulado El derrumbe, donde los estragos del
tiempo y la tenue permanencia anhelada por la poesía –
leitmotivs de toda la obra de Federico– están sombrados
por el naufragio vital y la inminencia del fin; por la
extinción del último amor y la felicidad que “pasa como la
sombra de las nubes / sobre el paisaje iluminado por el sol /
y por los ojos del que ya no espera nada / camino del
crepúsculo o del metro”; sombrados, en fin, por la nada, la
derrota, el suicidio que espera. Pocos placeres se comparan
al de una botella de Ardbeg, el más turboso de los whiskys,
compartida con Federico, y con el lanudo Cosme, casi
ciego y completamente sordo, tumbado en el suelo a
nuestros pies.
OCTUBRE 4. – Recuerdo una entrevista en que
Gonzalo Millán, habitualmente tan ácido, reconocía que en
Chile había “más chincoles que gorriones”. Cada vez que
regreso a Santiago, en la primera mañana, antes de abrir los
ojos, sé que estoy en Chile por el canto inconfundible del
chincol. Durante los años que viví al lado de la casa de
Pablo Neruda en Bellavista, me despertaban los chincoles
con los tres silbos agudos y el alargado trino final de su
canto. Neruda lo comparaba a una “pequeña flauta de
agua”, o un “pequeño violín fragante”, pero he descubierto
con los años que el chincol no solo cambia de nombre de
país en país –es “chingolo” en el Río de la Plata,
“pichitanka” en Bolivia, “copetón” en Colombia, y a veces
simplemente “gorrión” en Ecuador–, sino que cambia
también de canto. Es un pájaro con dialectos, y en el Río de
la Plata y en Ecuador el trino se mutila; en Bolivia, termina
con una cadencia más grave. Ahora bien, el canto que me
conmueve es el del chincol; es el canto de mis breves
raíces chilenas. Pienso, por otra parte, después de los años
vividos en Santiago y los tantos años en los que he vuelto a
Chile en persona o en los libros, que mi paladar literario,
mi oído de lector de poesía, han sido moldeados y afinados
o tal vez desafinados en estas tierras. Y la tradición de la
poesía chilena es una tradición, diría yo, que se ha apartado
de los demás dialectos de la poesía en castellano; es una
tradición que respira de otro modo y que se ha hecho
peculiarmente hermética, casi autosuficiente, como si no
fuese necesario, para un poeta chileno, nutrirse de otras. Un
editor de Santiago me dijo una vez que no publicaba más
que a poetas chilenos, estadounidenses y británicos, porque
los de otros países no interesaban a sus lectores, no
vendían... Me decía también que la poesía en Chile era
heavy metal: si un “escritor” en Chile pasase una noche en
la cárcel, le-sacarían-la-chucha; si fuese un poeta, en
cambio, no. Lo respetarían: “es poeta”. Son mitos de un
país de poetas.
*
Ya se sabe de sobra, ya se ha repetido hasta la saciedad,
pero el dictamen de Menéndez y Pelayo será siempre
impagable en su inconsciente ironía. En su antología
hispanoamericana publicada para las celebraciones del
Cuarto Centenario, su exploración por las ramas del gran
tronco de la poesía española, aseveraba que el pobre Chile
era un país no de poetas sino de historiadores, que el
carácter “positivo, práctico, sesudo, poco inclinado a
idealidades” de sus progenitores vascos era una condena
irremediable, y que “no eran ‘orgías de imaginación’ lo que
había que temer a los chilenos”.
*
En la Biblioteca Nacional de Santiago, la sección de
Referencias Críticas sobrevive como una reliquia de otros
tiempos. Desde finales de los años sesenta, Justo Alarcón,
Juan Camilo Lorca y otros bibliotecarios peinaron cada día
los periódicos de Chile en busca de referencias a autores
chilenos, que iban recortando y archivando con una
disciplina que han sabido agradecer generaciones de
lectores y estudiosos y cuyos frutos, cada vez más, se van
subiendo a la red. Desde la jubilación de Juan Camilo, hace
un par de años, dirige la sección Tomás Harris. Harris es
uno de los poetas notables surgidos durante la dictadura y
es autor sobre todo de Cipango, una reunión de libros que
hurgan en espacios fantasmagóricos en los que conviven la
América indígena diezmada por los conquistadores, la
ciudad de Concepción patrullada y violentada por los
verdugos de la Dictadura y el plató ensangrentado de una
película de zombis. Nunca lo había conocido en persona
pero me son familiares sus ojos hundidos, su rostro curtido
de marinero y bebedor escocés. Su último libro, Perdiendo
la batalla del Ebr(i)o, abandona el barroquismo de su obra
anterior para ensayar un testimonio poético de la lucha con
el alcohol, y al testimoniarla recurre a los compañeros de
viaje de rigor, a los escritores dipsómanos: a Joseph Roth, a
Malcolm Lowry, a Baudelaire, Poe y Rihaku. Me extraña
que Jorge Teillier no se encuentre en el libro, pero no.
Harris y Teillier son de familia distinta. El prólogo del
libro, “Los hijos de la Sed y la lluvia”, es de Carlos Decap,
amigo de Harris desde sus días de estudiante y de
aprendices de poeta en Concepción; y a Carlos Decap se
dedica uno de los poemas más potentes del libro, “La
batalla siempre perdida en la negra espalda del tiempo”:
“Perdimos la batalla del Ebro; Carlos, / Como el Cónsul. /
Contra un batallón de doce mil botellas de tinto nada se
puede / Ni las Magas ni las Nadjas y sus clamores / Pueden
contra esa arremetida fatal. / Somos los hijos de la sed y la
lluvia / Y como se suele decir en las márgenes del Biobío /
Nacimos mojados por fuera y mojados por dentro;
entonces, / Mejor el lomo de tu Gato Negro de mierda /
Ronroneándonos en el hígado / Que el farfullar del
aguacero / Sobre nuestros abolidos ponchos de castilla”.
OCTUBRE 5. – Viajo en autobús a Las Cruces, punto
central de lo que un funcionario ha bautizado como el
“litoral de los poetas”: ocho kilómetros al sur está la casa y
tumba de Vicente Huidobro en Cartagena, ocho al norte la
casa y tumba de Neruda en Isla Negra. Nicanor Parra llegó
a Las Cruces en los ochenta, “hace una porrada de años” –
así me lo dice– y Las Cruces le obligó a revisar su noción
de la pertenencia y las raíces. Llegó con el “filosofema”
siguiente: si encuentras “tu” lugar en la tierra, hay que
abandonarlo de inmediato para así retenerlo vivo en la
cabeza, porque si te quedas, el hechizo no tardará en
perderse. Pero la magia de Las Cruces conquistó a Nicanor
y se mantiene para él tan viva como siempre. Llegó y le fue
imposible irse.
*
He llegado a Las Cruces sin avisar. Ya me acostumbré
a que el teléfono suene y suene sin respuesta. Rosita –la
mujer que cuida a Nicanor y su casa desde el año 2000– me
dice que suba a la planta de arriba y allí está el poeta, a sus
99 años, tumbado en una cama leyendo. “¡No puede
ser!...”, me dice, “Welcome home!”, y paso las horas
siguientes disfrutando la conversación de un Nicanor tan
brillante, tan lúcido, tan memorioso como siempre.
*
El último poema de Nicanor empieza así: “LUZ
NATURAL / o la revolución de las gallinas / Hay que
aprender de los que saben +”. En su búnker de Las Cruces,
donde tan pocas veces se contesta el teléfono, es inevitable
que cada vez menos gente lo visite, y no sé si será la
soledad lo que lleve a Nicanor a pasar los días repasando
su vida. Me habla de su hermana Violeta, de sus hijos, de
su madre y de una infancia vivida sin luz eléctrica. Hace
pocas semanas lo visitó Juanita, la mujer mapuche que
cuidara su casa antes de Rosita. Cuando Nicanor se
levantó, al anochecer, para encender las luces, le pidió que
no lo hiciera, que con luz eléctrica la noche no se siente...
El poema termina con dos versos-eslóganes: “¡POR UNA
PATAGONIA SIN REPRESAS! / ¡POR UNA
ARAUCANÍA SIN REPRESAS!”. Me extraña el tono pero
me cuenta Nicanor: después de tantos años en que
denunciaban su falta de compromiso social, ahora sí, por
fin, está cumpliendo con lo que pedían… 99 años, con toda
la lucidez y el sentido del humor intactos. En mi último
viaje, me dijo: “¡Quién tuviera 80 años!”.
*
Más que en otros países, el sentido del humor está visto
en Chile como una virtud. Lo he notado estos días en
Santiago: aunque hablemos de alguien que nos produce
antipatía, Federico apunta de pronto, perdonándolo: “Pero
tiene sentido del humor...”. ¿Más que en otros países? Se
dice en Chile, normalmente como burla pero a la vez,
quizá, con una pizca de verdad, que los chilenos son los
ingleses de Sudamérica. Si existe realmente esa pizca de
verdad, debe de estar en el carácter esquivo de ambos
países, en las formas indirectas de expresión, en la ironía y
socarronería... Por algo los años en Oxford fueron tan
fértiles para Nicanor, que es –a fin de cuentas, si se me
permite la hipérbole– el poeta cómico de la lengua más
grande desde Quevedo.
OCTUBRE 18. – No conozco una ciudad tan bella
como Valdivia. Tengo buenos amigos aquí, y sobre todo un
amigo del alma, Oscar Galindo, que participó como yo, a
mediados de los años noventa, en el grupo poético
madrileño Estruendo Mudo. Se ha convertido con los años
en uno de los especialistas mundiales sobre poesía
latinoamericana de las últimas décadas y es vicerrector de
la Universidad Austral y probable candidato al rector en las
elecciones de 2014. Le pregunto dónde está ese poeta que
había en él y encuentro en su casa la
antologíaestruendomudo que publicamos en España en
2003. Allí están memorables versos suyos que todos
celebrábamos: “Toda la noche se oyeron pasar pájaros /
pero no eran señal de ruta alguna / sólo pájaros perdidos en
medio de la tempestad / rota la brújula, el ala quebrada, /
fauna muerta ya al nacer...”. El libro que allí se
anuncia, Fin de signo, cuyo título ya entonces se estaba
quedando obsoleto, nunca se ha publicado.
*
¿Qué pasa cuando conviven en una misma persona el
poeta, el crítico, el profesor de literatura y el gestor
universitario? El poeta, casi siempre, sale perdiendo y la
poesía de los críticos, de los profesores universitarios suele
pecar además de un formalismo inerte; a veces, supongo,
tendrá que invernar, a la espera de un año en calma, de
eclosión. De todos modos, en esta ciudad con su bello
mercado fluvial (donde el aún candidato Sebastián Piñera
casi se perdió la cara en las fauces de un lobo marino:
busquen la foto en google: vale la pena), me quedo con
unos viejos versos de Oscar: “Al atardecer, / cuando los
últimos pescadores se han marchado / y los pelícanos se
acurrucan sobre su propio pecho, / he vuelto a buscarte en
la feria fluvial. / La feria que fluye como el tiempo / a la
orilla de un río verde. / Y en el breve instante en que el río
se detiene / te he visto caminando hacia mi encuentro / con
una música en los labios que sólo yo adivino / y mis brazos
se extienden / como un par de lancinantes gladiolos rojos”.
OCTUBRE 21. – En la ciudad más bella abundan los
lugares mágicos. Un autobús me lleva hacia el oeste, por la
orilla del Río Valdivia, hasta llegar al mar y luego hacia el
norte hasta San Ignacio. Camino diez kilómetros más y
llego a Curiñanco. En mapudungun el topónimo significa
“águila negra”, y cuando la carretera de la costa gira hacia
la derecha y veo delante de mí la inmensa playa, los
extensos kilómetros de majestuoso oleaje vapuleando la
costa y rugiendo, de un barranco de pronto se levantan tres
jotes –zopilotes, gallinazos, auras tiñosas...– para
escoltarme cuesta abajo hacia la arena. La imagen de los
jotes me lleva a esbozar un poema, el primer embrión de
poema que escribo en más de un año (con águilas negras
patrullando la playa y un cormorán que “se posa ante el
mar con las alas abiertas venerándolo”). El poeta en mí
también se ha asfixiado en manos del investigador, del
docente.
*
Después de horas en Curiñanco un autobús me lleva a
la pequeña bahía de Los Molinos. Está cerrada la
Mariscoteca pero en una mesa junto a la ventana de La
Bahía pido una cerveza Kunstmann y empanadas de
marisco. Sin querer me dejo llevar por una conversación en
la mesa de al lado: un hombre y una mujer hablan,
apasionadamente, de Humberto Díaz-Casanueva, uno de
los poetas más oscuros y metafísicos de Chile, autor de un
imponente “Réquiem” y alumno, en los años treinta, de
Heidegger. Es como si el tópico se confirmara: Chile, país
de poetas (en España, en la mesa de al lado, nadie habla de
José Ángel Valente o Antonio Gamoneda).
*
Vi a Humberto Díaz-Casanueva dos veces. En abril de
1991, fue invitado a leer en el Campus Oriente de la
Universidad Católica, poco después de que en las mismas
puertas del Campus muriera acribillado el profesor de
Derecho Constitucional, ex asesor de Pinochet y senador
de la U.D.I. Jaime Guzmán. Recuerdo su condena
categórica del asesinato antes de leer. La segunda vez fue
en octubre del año siguiente, en la lectura poética más
impresionante a la que he asistido en mi vida. Fue en la
Casa Central de la Católica, ante un público multitudinario,
en un día de lluvia torrencial, y la lluvia se oía potentísima
en cada silencio que se abría entre los versos y los poemas.
Fueron cinco los que leyeron: el primero, Jorge Enrique
Adoum, al que se presentó –con palabras de Neruda– como
el “mejor poeta de América Latina”; el segundo, Díaz-
Casanueva; el tercero, un muy nervioso Gonzalo Rojas; el
cuarto, Nicanor Parra, que leyó “Defensa de Violeta Parra”
y volvió a sentarse hasta que los gritos de “¡Nicanor!,
¡Nicanor!” lo obligasen a levantarse otra vez y seguir; la
quinta y última, Claribel Alegría, tuvo la triste suerte de
leer mientras una parte del público abandonaba la sala.
Después de la lectura de Adoum –un anticipo, si recuerdo
bien, de Postales del trópico con mujeres–, Díaz-
Casanueva ascendió al escenario con la ayuda de una mujer
joven, quizá su hija, y leyó “Réquiem”, que fue muy
aplaudido, y luego otro poema largo, que fue aplaudido
también pero menos. Cuando se embarcó, en cambio, en un
tercer poema, los aplausos se convirtieron en abucheos y la
joven tuvo que subir para interrumpir al poeta y bajarlo del
escenario. Murió la semana siguiente.
*
De Los Molinos voy caminando hasta Niebla, donde
me sorprende ver una Escuela “Juan Bosch”. Resulta que
en los años cincuenta Bosch, un importante cuentista y
primer presidente democrático de la República
Dominicana, pasó parte de su largo exilio en la costa
valdiviana. Sigo mi camino y llego, al otro lado de Niebla,
a la casa de dos poetas y amigos entrañables, Bruno
Serrano y Heddy Navarro, que en los años noventa
acogieron en su bar Fértil Provincia a mi hermano Hamish
y su gaita escocesa. El jardín de la casa desciende hasta el
río y la mesa de trabajo del pequeño salón tiene vistas
extraordinarias. Heddy –que publicó hace poco, en Cuatro
Propio, su poesía reunida Palabra de mujer– me cuenta el
impacto que está teniendo el entorno del río y de los
bosques en su obra y me regala una botella de cerveza
artesanal que ella misma fabrica allí en la casa. Bruno,
cuyo Olla común fue en los años ochenta uno de los
poemarios de militancia más pugnaz contra la dictadura,
está trabajando en un quiosco de la Feria del Libro, donde
mañana presentará su último libro,Exhumación del olvido.
Cronología de la Dictadura, 1973-1989.
OCTUBRE 22. – Me reúno en el Café del Moro con la
poeta y traductora Verónica Zondek. Me regala La ciudad
que habito, una nada complaciente meditación poética
sobre Valdivia, y un libro fascinante, Instalaciones de la
memoria, que firma junto con el fotógrafo Patricio Luco
Torres. En torno a un pueblo fantasma, antes poblado por
mineros del salitre en el Desierto de Atacama, la poesía de
Verónica acompaña las imágenes en blanco y negro,
miradas oblicuas sobre las ruinas que han sido tomadas a
través de ventanas ruinosas o grietas en las paredes: “¿Cuál
es el eco? / ¿Cuál el fantasma que ronda solo? / ¿Cuál la
imagen fatua que adorna la tumbadera? // Observador
acordonado: / He visto el camino de los famélicos perros
en abandono // ¿Y la planicie extensa de la arena?”.
OCTUBRE 23. – Paso la noche en Osorno, en la casa
de mi amigo Roberto Chacana, profesor de psicología y
literatura en la Austral y que a comienzos de este siglo
participó en un taller que yo dirigía en la Universidad
Complutense. Lo llamábamos el Arenque Rojo. Un “red
herring”, en inglés, es una táctica de distracción empleada
a la perfección por los colegiales británicos. Dicen que un
arenque ahumado restregado sobre las huellas de un zorro
despista a los sabuesos, los aparta de su ruta y su misión.
Parecía una bella imagen para la poesía. Chacana era el
poeta experimentado del grupo. Llegaba al taller con un
libro ya publicado, Punto cero, que empezaba con “Última
hora”: “Dios y el Diablo han aceptado por fin / sentarse a la
mesa / después de años de hostilidades / nuestros líderes
parecen recobrar la cordura / inclinándose por el camino
del diálogo”... No sé si Chacana será el caso de otro poeta
(o antipoeta) asfixiado por el profesor y el crítico. Su
poesía, eso sí, está invernando. Por ahora se dedica, con
obsesiva y productiva y sardónica fruición, a escribir sobre
Kafka y la familia...
OCTUBRE 24. – Me recoge del terminal de autobuses
de Valdivia la poeta y graffitera Yenny Paredes, autora
deManoblanca y los pájaros del pavimento y directora de
la revista Ciudad Circular. Durante una cena de un viaje a
Valdivia en 2001, Yenny sacó de su bolso un aerosol rojo y
me dijo: “Hay un edificio azul a la vuelta. Escoge tú el
verso”. Me vino a la cabeza, de Residencia en la tierra,
“¿Por qué una negra noche / se acumula en la boca?”, y allí
quedó, en tinta roja sangre y la letra escultural de Yenny,
inmortalizada (por el momento) en una foto. En otro viaje,
en un muro del centro, justo debajo del torreón colonial,
pintó también en rojo un verso de Vallejo: “¡Oh escándalo
de miel de los crepúsculos!”; cuando pasé por allí al día
siguiente, estaban los limpiadores municipales
eliminándolo. Capté varias imágenes: “¡Oh escándalo de
miel de los cre”; “¡Oh escándalo de mi”. Me lleva Yenny a
visitar las fábricas abandonadas de Collico, a orillas del
Calle Calle. Quedaron bajo el agua después del gran
terremoto de 1960 y han sido un paraíso para los graffiteros
más intrépidos –así me lo muestra Yenny–, pero están a
punto de sucumbir ante una nueva oleada de construcción.
OCTUBRE 25. – Algunos saben ser a la vez poetas,
profesores y críticos. Tal vez ayude trabajar en un campus
sobre una isla rodeada por tres ríos. En la casa de Verónica
Zondek y su marido, el pintor Menashe Katz, se celebra un
grandioso asado, y allí están Sergio Mansilla Torres, poeta
–como Oscar– de origen chilote que publicó hace algunos
añosCauquil, y Yanko González, autor de Metales
pesados –cuyo título dio nombre a una exitosa cadena de
librerías–, que me regala su nuevo libro Elabuga. En mi
último viaje, me contó el proyecto: una indagación poética
sobre el suicidio, y más concretamente sobre el
ahorcamiento. Elabuga es el lugar donde se ahorcó Marina
Tsvietáieva en 1941 y hasta el propio Yanko se ahorca en
este libro, provocando numerosos epitafios de amigos y
poetas –entre ellos Verónica y Menashe– en las guardas de
este libro de facción artesanal y médula perturbadora.
Cuánta pena –como siempre– despedirme de Valdivia, de
Oscar y Zita y tantos amigos.
OCTUBRE 26. – Almuerzo en Santiago en casa de
María Inés Zaldívar, que acaba de publicar Bruma, un
diálogo poético con imágenes del fotógrafo Bruno Ollivier.
Están allí también mi amigo Patricio Lizama, profesor de
literatura de la Universidad Católica, la poeta colombiana
Luz Mary Giraldo y el poeta chileno, residente en París
desde el Golpe 1973, Waldo Rojas. Luz Mary me regala su
antología Diario vivir, en la que me impresiona la
delicadeza sensorial de sus poemas más recientes; de
Waldo mantengo en la memoria un magnífico poema sobre
moscas: “Saltimbanquis del aire, trapecistas, migajas de un
gran demonio pulverizado, / Esas tiernas, sucias moscas,
diminutos ídolos del asco universal”...
OCTUBRE 28. – Patricio ha organizado, en la
Católica, un seminario sobre “La Guerra Civil Española y
su impacto en América Latina”. Entre una y otra sesión me
encuentro de paso con el poeta y crítico Pedro Lastra,
siempre cordial y cuya cordialidad como escritor ha
descubierto la poesía chilena para tantos alumnos y
lectores. Acaba de publicar Al fin del día 1958-2013.
Poesía completa, que incluye textos de los últimos años
que no conozco y otros que son ya clásicos suyos: “Ya
hablaremos de nuestra juventud, / ya hablaremos después,
muertos o vivos / con tanto tiempo encima, / con años
fantasmales que no fueron los nuestros / y días que
vinieron del mar y regresaron / a su profunda
permanencia…”.
OCTUBRE 31. – He vuelto a Las Cruces. De las
muchas cosas que admiro en Nicanor está la insaciabilidad
de sus búsquedas poéticas. A partir de los 75 años –cuando
otros poetas abandonan su oficio o en vez de callarse dan
vueltas y vueltas sobre lo mismo–, ha sabido inventar y
desarrollar un nuevo subgénero para la poesía, los
“discursos de sobremesa”, se ha reinventado como poeta
visual neodadaísta con las grandiosas exposiciones de sus
“Artefactos visuales” y “Obras públicas” y se ha dedicado
a la traducción de Shakespeare y notablemente al
impresionante Lear, rey & mendigo, estrenado en Santiago
en 1992 y publicado por la Universidad Diego Portales en
2005. Los muebles del salón de su casa están cubiertos
como siempre de sus lecturas recientes –entre ellas un
epistolario precisamente de Diego Portales– pero Nicanor
guarda en su cabeza, de manera apabullante, tantas lecturas
de largas décadas, una vasta antología viva de poesía. Si se
trata de Dylan Thomas, allí está, perfectamente
memorizado, el “Poem in October”; si de Yeats, “When
You are Old” y una imagen que estremece a Nicanor: “the
shadows of your changing face”; si de Robert Frost, los
tetrámetros yámbicos de “Stopping by Woods on a Snowy
Evening”: “The woods are lovely, dark, and deep, / But I
have promises to keep, / And miles to go before I sleep,
/And miles to go before I sleep”.
*
Están, sobre todo, las ediciones de Shakespeare. Es de
larga duración la pasión de Nicanor por Shakespeare. En
1950, cuando los funcionarios del British Council lo
entrevistaron para enterarse de por qué no acudía a las
tutorías del profesor Milne, fue Shakespeare quien permitió
que se le prorrogara la beca. Les explicó, exagerando por
supuesto –así me lo dice Nicanor– que pasaba su tiempo en
Stratford upon Avon leyendo a Shakespeare en el
cementerio donde está enterrado y toqueteando la tumba
con sus pies. Ante la mirada incrédula de los funcionarios,
se puso a recitar de memoria el soliloquio de Hamlet hasta
que lo detuvieron... Al día siguiente lo llamaron para
confirmar la renovación de la beca y para explicar la
decisión con palabras memorables que Nicanor retiene en
su memoria memorablemente traducidas al castellano:
“Oxford se hizo para perder el tiempo; claro, de la manera
más provechosa posible”. Una versión de ese mismo
soliloquio de Hamlet se publica como poema de Nicanor
en Hojas de Parra (1985), con el título “Ser o no ser”;
recuerdo haber leído a un crítico que alababa las
resonancias quevedianas del texto...
*
Nicanor me cuenta una anécdota fascinante. En los
años sesenta o más probablemente, quizás, a comienzos de
los setenta, acudió con su amigo el crítico Frank MacShane
a una clase de W.H. Auden en la Universidad de Columbia.
El poeta inglés, ya evidentemente con ganas de jubilarse,
llegó con 45 minutos de retraso y se sentó allí, sin decir
nada, hasta que MacShane le preguntara por el poema
“Spain”. Auden no contestó, frunció el ceño y tras varios
minutos más de silencio se levantó para transcribir en la
pizarra un soneto de Shakespeare en el que faltaban una
serie de adjetivos. Los alumnos tenían que decidir los
adjetivos más apropiados para llenar los huecos. Después
de varios minutos, ante los titubeos y adivinaciones de los
demás, Nicanor –que sabía el soneto de memoria– levantó
la mano y dejó patidifusos al poeta inglés y a los
compañeros de clase acertando con cada una de las
palabras.
*
Recuerdo un ensayo de Turguenev que hablaba de Don
Quijote y Hamlet como tipos opuestos de la naturaleza
humana, y como modelos constrastados para el escritor
moderno. Los grandes modelos para Nicanor, en cambio,
han sido Cristo y Hamlet, y me recita de memoria un
pasaje en que Hamlet trata con particular crueldad a Ofelia,
asediándola a preguntas con fuertes insinuaciones sexuales.
“You are merry, my lord”, le dice Ofelia, y él le espeta: “O
God, your only jig-maker. What should a man do / but be
merry?”. To jig-make: bailar, vivir de fiestas, contar
chistes. El pobre Hamlet –me dice Nicanor– fue incapaz de
actuar, de cumplir con lo que exigía su destino: seguía
contando chistes no más. “Y yo hice lo mismo –me
cuenta– durante cuarenta o cincuenta años”. ¿Pero ahora
qué? No sirve ni el jig-making de Hamlet ni el sacrificio de
Cristo. Ambos murieron jóvenes, y Cristo además a los 33
años, mientras que Nicanor ha cumplido 33 x 3.
*
La solución reside, tal vez, en el Código de Manú...
Hace tiempo leí en una entrevista la fascinación de Nicanor
por este texto sagrado del hinduísmo, según el cual, me
explica, existen cuatro etapas en la vida del hombre
superior: una primera etapa, que sería la del neófito o lector
de las escrituras sagradas; una segunda, que es la del galán;
una tercera, la del anacoreta, que va desprendiéndose de la
hembra, de la familia y de los bienes terrenales; y por
último, una cuarta etapa, que es la culminación de la
anterior: la del asceta o mariposa resplandeciente. Me dice
Nicanor que hace seis o siete meses abandonó
definitivamente la segunda de estas etapas.
NOVIEMBRE 1. – Me levanto temprano (fiel a la
sabiduría de las gallinas), bajo al centro de Las Cruces y
salgo caminando hacia la bahía de Cartagena. Hay garzas
blancas, gaviotas, correlimos y poquísima gente. El ávido
aleteo y los chillidos de los ostreros me retrotraen a
veranos de mi infancia en la costa escocesa. Aun a cinco o
seis kilómetros de distancia, la casa de Nicanor, con su
tejado oscuro y grandes ventanas se luce contra el fondo de
un breve boscaje de eucaliptos. Presidiendo la bahía está la
blanca estatua de una Virgen del Mar, erguida a cuatro
metros del suelo sobre un ancho plinto en forma de
damajuana. Está rodeada de geranios y macetas con flores
reales y de plástico y sobre el plinto hay centenares de
placas de agradecimiento: Gracias Virgencita, Gracias
Virgen del Mar, Gracias “Stella Maris” por el favor
concedido. Uno de los agradecimientos más elaborados
reza: “Stella Maris / Junto al mar que te arruya [sic] noche
y día / llegan tus hijos, oh María / buscando tu dulce
protección. / Yo, ignorado peregrino / a tus plantas me
postro en el camino / y clamo para mí tu bendición”.
*
Es el Día de los Muertos y suenan las campanas de la
iglesia de Las Cruces. “Habría que decir Día de los
Compañeros”, me dice Nicanor. Pero no oye las campanas.
Abre la ventana y grita: “¡Toquen más fuerte, hombre!”.
*
Ha llegado “Tsunami”, hijo del “Chamaco”, y Nicanor
nos muestra a su nieto y a mí los resultados de una
encuesta, hecha a cien especialistas en el tema, sobre la
“mejor canción chilena” del siglo XX. Está feliz que esté
allí su hermana con la “mejor” canción, “Gracias a la vida”
y con la quinta más votada, “Volver a los 17”. En tercer
lugar está “Te recuerdo Amanda”, y Nicanor me habla con
cariño de Víctor Jara y hasta me dice que él la habría
puesto en primer lugar. No conoce, en cambio (yo tampoco
la conocía), la segunda canción más votada, “Mira niñita”
de Los Jaivas, pero Tsunami lo busca en su I-Pad y
quedamos allí los tres escuchándola en silencio.
NOVIEMBRE 2. – Nicanor me mostró, anoche, las
docenas de cuadernos de trabajo que guarda en su casa.
Algunos son antiguos –de los años sesenta– y me quedaría
leyéndolos durante semanas. Se mezclan en ellos un diario
de vida, apuntes de clase, página tras página de ecuaciones
matemáticas, borradores de poemas... Me pregunto qué
pasará con ellos cuando muera Nicanor –me cuesta
pensarlo, pensar que algún día ya no lo encontraré aquí en
Las Cruces–, si alguien sabrá guardarlos como el tesoro
que son, o si terminarán dispersos, vendidos al mejor
postor.
NOVIEMBRE 4. – Almuerzo en la calle Lastarria con
César Cabello, editor de Piedra de Sol y poeta. En un
epílogo a su primer libro, Las edades del laberinto, el
crítico Grinor Rojo hablaba de un desgarrado “barroco
mapuche”. Pues sí, su obra es una modulación bien
peculiar en el neobarroquismo que recorre la poesía
latinoamericana y una vuelta de tuerca, marcadamente
urbanizada, mestiza y poblada de voces marginales, en la
poesía mapuche que desde hace 25 años, con tanta avidez,
se está leyendo y publicando en Chile. He leído el borrador
del nuevo poemario de César, Poemas delincuenciales.
Como sus libros anteriores, tiene la gracia de ser una
escritura desde y no sobre los márgenes; en este caso,
desde y no sobre la delincuencia.
NOVIEMBRE 11. – Llego tarde al Mundial Poético de
Montevideo. Más tarde aún llega mi pareja, la dramaturga
Denise Despeyroux, que dejó en casa su pasaporte el
viernes pasado y no logró subirse al avión en Barajas. El
Mundial ha sido organizado con entrañable pasión por
Martín Barea y da gusto estar en un festival con voces tan
diversas. Son tres los chilenos invitados. A Héctor
Hernández Montecinos no lo conocía en persona. Sabía de
él, desde luego, como el más internacional de los jóvenes
poetas chilenos actuales. Me regala su imponente Debajo
de la lengua, que con sus 482 páginas es aún más
voluminoso que los anteriores Guión y Coma.
Extravagante en la avidez insistente de sus reescrituras, es
heredero de Neruda, De Rokha y Zurita en su afán de
vastedad, y heredero de sus mayores también en el desafío
combativo de sus tomas de posición: “‘Tenís que podar’
me dicen algunos poetas / que les iría mejor como
jardineros, / ‘no escribai tanto’ me dicen algunos poetas /
que les iría mejor como vendedores de celulares, / ‘puro
tecleo’ me dicen algunos poetas / que les iría mejor como
cajeros de bar. / (...) ellos no salen de sus hojitas cagadas
de miedo / creyendo que la gordura de un libro / es gula y
voracidad / y que la dieta es el mejor camino para este
trastorno, / lo que no entienden / es que este exceso no es
más que / el hambre acumulada de tantos años en los que
no pude comer / y sobre todo la necesidad, / la necesidad
de poder esconder entre tanto / lo mínimo que soy yo
mismo para mí”.
NOVIEMBRE 12. – Llego demasiado tarde para
escuchar a Héctor Hernández, pero en la Biblioteca
Nacional me impresiona la lectura de Paula Ilabaca. ¿Por
qué será que leen tan bien, casi siempre tan bien, los poetas
chilenos? En España, los recitales suelen ser temibles, es
como si los propios poetas se aburrieran a sí mismos; pero
me ha parecido siempre curioso cómo los chilenos, más
bien retrotraídos por naturaleza –hablo, por supuesto, de
estereotipos–, pierden pudor en el escenario, y cómo los
argentinos, en cambio, tan seguros de sí mismos, tan
directos en su trato, se apocan evitando todo histrionismo
cuando se trata de leer poesía. Hay algo hipnótico,
envolvente en la lectura de Paula Ilabaca, pero claro, tengo
el oído y el paladar afinados en Chile. Será por eso, quizá,
pero la suya es la voz que se me ha quedado dando vueltas
por la cabeza.
NOVIEMBRE 13. – Por un percance doméstico, Raúl
Zurita no pudo viajar el sábado en el vuelo previsto. Que el
propio Zurita, de su propio bolsillo, haya comprado un
pasaje para llegar a Montevideo este lunes ha conmovido
profundamente a Martín Barea y sus organizadores. Han
publicado aquí su antología Queridos seres humanos, y
Zurita fascinó ayer al contestar a una entrevista
curiosamente deshilvanada en la Biblioteca. Pero hoy, en el
Teatro Verdi, ha deslumbrado al público. Leyó poemas de
su nueva antología y culminó el recital y el festival con su
“Canto a su amor desaparecido”. Son pocos los poetas, y
pocos los poemas, capaces de estremecer físicamente de
ese modo. Hubo gente llorando, gente pasmada que salía
del teatro en silencio, retumbando en sus oídos el "pegado,
pegado, a las rocas, al mar y a las montañas", gente que se
llevaba esa extraña sensación de haber presenciado y
tocado algo mágico. El don divino de la poesía. O algo
parecido. Y se fue Zurita, rodeado de amigos y
admiradores, a cenar en La Ronda y refugiarse temprano en
su hotel.
DICIEMBRE 13. – Después de cinco semanas
trabajando en la Biblioteca Nacional del Uruguay, paso una
noche en Santiago, en casa de Federico Schopf. Con
Federico y Pilar García, cenamos en un restaurante peruano
con pisco sour y suspiros limeños, y la última noche del
viaje se despide con buena conversación y una botella de
Talisker de la Isla de Skye.
Niall Binns
(Londres, 1965) Ha publicado los libros de poesía 5 love songs (1999), Tratado
sobre los buitres (2002), por el que obtuvo el premio Gabriel Celaya ese mismo
año; Canciones bajo el muérdago (2003) y Oficio de carroñero (Caracas, 2006).
Como ensayista ha publicado, entre otros, Un vals en un montón de escombros:
poesía hispanoamericana entre la modernidad y la postmodernidad (1999), Nicanor
Parra (2000), La poesía de Jorge Teillier: la tragedia de los lares (2001), ¿Callejón
sin salida? La crisis ecológica de la poesía hispanoamericana (2004) y La llamada
de España. Escritores extranjeros en la guerra civil(2004). Ha preparado las
ediciones de Páginas en blanco (2001) y Obras completas & algo + (2006, 2011),
ambos de Nicanor Parra, y de El árbol de la memoria (2000) de Jorge Teillier. Es
director de la investigación El impacto de la guerra civil española en la vida
intelectual de Hispanoamérica (http://impactoguerracivil.blogspot.com). En 2013,
publicó el libro Ecuador y la guerra civil española.