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Plaza La 21 en letras

Date post: 06-Mar-2016
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Recopilación de textos inspirados en el movimiento cotidiano de la Plaza La 21.
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El sin sol de la Plaza La 21 July Bolívar Farolas en titilo bordean los laberintos interminables de la urbanidad, aquella aislada y con espasmos oculares en la frigidez de las aceras. Los micrófonos y lentes irrumpen en su pretensión de conocer el claustro corpóreo de la madrugada en su rutina, pues es una realidad deseosa de ser narrada. Tres y dieciséis minutos, a pocas horas del amanecer, el contoneo de los hombros fibrosos acogen la persignación en ceniza de los tubérculos. El ronroneo de un felino, húmedo en su pelaje, marca el helaje nasal de los hombres descamisados cuyo vello abundante se confundía con la textura de los alimentos. Su abrigo, un tanto rudimentario por el entretejido de costales, no era suficiente para combatir el florecer de una piel emplumada. En medio del cacareo el desfile de los frutos presos en el plástico se asoma rimbombante y a velocidad. La romería mecánica de los coteros es continua mientras viejos con andrajos persiguen faldas, pantalones ajustados o cualquier indicio de mujer. Bruscos cumplidos van a la par del arrullo de gargantas toscas y ásperas del mandamás de cada surtido. Bajo el beso de las lámparas de la calle sobre la lluvia, reposan dos individuos, cada uno en una carreta vacía: el uno jugueteaba con un nudo de varias bolsas entre sus polvorientas uñas, sentado sobre la madera y en sus lados sostenido por las láminas plásticas de propaganda comercial, en que unos tales de facciones extranjeras se
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Page 1: Plaza La 21 en letras

El sin sol de la Plaza La 21

July Bolívar

Farolas en titilo bordean los laberintos interminables de

la urbanidad, aquella aislada y con espasmos oculares en

la frigidez de las aceras. Los micrófonos y lentes

irrumpen en su pretensión de conocer el claustro

corpóreo de la madrugada en su rutina, pues es una

realidad deseosa de ser narrada. Tres y dieciséis

minutos, a pocas horas del amanecer, el contoneo de los

hombros fibrosos acogen la persignación en ceniza de los

tubérculos. El ronroneo de un felino, húmedo en su

pelaje, marca el helaje nasal de los hombres

descamisados cuyo vello abundante se confundía con la

textura de los alimentos. Su abrigo, un tanto

rudimentario por el entretejido de costales, no era

suficiente para combatir el florecer de una piel

emplumada.

En medio del cacareo el desfile de los frutos presos en el

plástico se asoma rimbombante y a velocidad. La

romería mecánica de los coteros es continua mientras

viejos con andrajos persiguen faldas, pantalones

ajustados o cualquier indicio de mujer. Bruscos

cumplidos van a la par del arrullo de gargantas toscas y

ásperas del mandamás de cada surtido. Bajo el beso de

las lámparas de la calle sobre la lluvia, reposan dos

individuos, cada uno en una carreta vacía: el uno

jugueteaba con un nudo de varias bolsas entre sus

polvorientas uñas, sentado sobre la madera y en sus

lados sostenido por las láminas plásticas de propaganda

comercial, en que unos tales de facciones extranjeras se

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muestran sonrientes por sujetar una lata de gaseosa en

sus manos; el otro, escudriñaba entre los brazos su

cabeza alojada bajo las fibras de una gorra oscura,

meditabundo e inerte. Ambos se hallaban entre soplos

distintos a los de las especias y la fertilidad de la tierra,

en universos escondidos en la cruel muchedumbre que

profesa que “son tiempos difíciles para los soñadores”.

Un contraste entre movimiento y quietud desde los

carruajes rudimentarios. ¡Vaya, vaya! En este caso,

aquella alegría perlada de la industria no es acorde al

entorno.

Luego de un ingreso negado con sigilo por ciertos

vendedores, desde un balcón de la Bodega campesina de

la Plaza La 21, las retinas temblorosas de unas jóvenes

universitarias se asoman. Un grupo de adolescentes en

la planta baja las miran extrañados rodeando una

carretilla del Deportes Tolima con una curiosa esvástica

nazi en su pintura amarilla, que apuntaba con sus lados

cada riego de sudor sobre los cuerpos de temple indio. Un

rasgo disconforme pero a la vez muestra del engranaje

social envuelto en vacíos anónimos de diferencia.

Con las vistas perdidas en el levante de los costales al

hombro, las estudiantes desde las barandas son tocadas

por el roce de un trozo de yuca, zanahoria y tomate en

mal estado que aterriza en sus pies. Caluroso

recibimiento que les solicitaba de manera tajante el alto

de su contemplación escaza de hadas. Un incipiente

temor ya estaba flagrado por lo que como dráculas entre

costales de ajo se marchan hacia otro punto de las

conglomeradas vías, esto posterior a una espera de

alrededor de quince minutos para alivianar su aspecto

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de intrusas en las afueras y hacer perder su olfato frágil

en aquel deleite de verduras. De nuevo, la travesía entre

exclamaciones poco afables adornaba el aire junto con

los animales de carga, bocas hablantes con escabrosos

bigotes, vehículos con canastas de mercancías y mujeres

masculinas que suman grutas del destino en las palmas

de sus manos por el quehacer diario del uso de cuchillos

para su sustento.

Ahora, los protagonistas eran los blancos delantales que

alojaban pinceladas espontáneas de los cerdos a cuestas.

El pigmento rojo contagiaba también el cielo roto sin

luna. Adentro, el aroma a guayabas pisadas con carne

fresca se impregnaba en los puestos de los comerciantes

como “Aidé”, figura femenina de sonrisa ahuecada y

esmalte berenjena en sus uñas que anudaba con destreza

los paquetes de especias y vegetales dispuestos para el

bolsillo de la clientela aún sin circular. Para algunos las

botellas de licor cortaban el frío, para otros el café con

comidas grasas. Finalmente, el sueño vence a la

juventud indagadora alrededor de las siete de la

mañana. El equilibro de sus pisadas se torna merodeante

entre las botas de un hombre de edad avanzada que iba

y volvía con unos largos estropajos en su dorso.

Con la promesa de retorno se despiden las caminantes,

con el sello de una estadía fugaz pero colorida, esta vez

para escarbar en la quietud del reposo.

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Relato en cuatro patas

July Bolívar

Hoy mi cartón está un poco más húmedo. Los

escupitajos del no sé donde se vuelven más frecuentes.

Mi piel no aguanta y debo hurgar entre papeles para

envolverme mientras hay de nuevo luz. Los gigantes me

marean con sus idas y venidas en el estruendo de sus

pasos, a veces descalzos. Las puertas cerradas me

impiden aprovecharme de un descuidado obeso y

arrebatarle un trozo de carne. Los tiempos

desventurados carecen de palmas secas que me rocen el

cuero. La ondulada de muslos rosa no se asoma, tal vez

nada entre los charcos con aquel que mordió mi cuello

hace unos días.

Por fin, el chillido de unas llantas me anuncia que se

avecina el roce de tibias. Murmullos y voces fuertes

hacen que me escabulla y sea sigiloso. El hambre me

venda la vista por lo que debo cuidarme de no parecer

testarudo. Insípidas masas verdes, rojas, moradas, que sé

yo, son un insulto a mis mandíbulas, y tras de eso las

suelas de unas botas y hasta pies desnudos se hunden en

mi estomago. Aún me arde el pelaje por la vieja de

faldas garabateadas que me roció combustible cuando le

lamía la mano a su hijo, creo que era su hijo porque

pellizcó sus nalgas bruscamente. Me harta comer papel y

no encontrar en las montañas multicolor de las esquinas

tan sólo un pico de gallina. Los carroñeros siempre

llevan la mejor parte; los condenados llegan y se dan un

festín mientras olfateo mis patas y persigo esos molestos

animalejos que me fastidian al igual que las moscas.

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El mundo desde abajo me hace parecer un duende. No

me agrada renegar pues temo al tipo que nos patea en la

panadería. Siento mis caderas débiles y por ello prefiero

estar sentado esperando que alguien arroje un hueso o

una suerte de alimento. Me agota caminar sin hallar un

buen reguero. Quedo a la deriva y sin atreverme a

andar por las líneas pintadas de los monstruos de metal.

Ojalá que haya algo mejor mañana. Por ahora observo

con desdén la cucharilla que sujeta el anciano de las

frutas, siguiéndolo en su ir y venir de siempre.

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CORTO Y FUERTE

Eileem Gutiérrez

En una ciudad en la que poco se mira al otro, en la que

en su cotidianidad lacera, corta alas, mutila esperanzas

y marchita el espíritu humano, con los primeros y

pequeños rayos que el sol acaricia, el frio de la realidad,

diminutos seres armados de corazas de hierro aprueba

de desgracia y cansancio; emergen de sus hogares, como

un valiente ejercito de hormigas. Tal vez con la mirada

llena de esperanza y resignación.

Para estos laboriosos seres su día comienza más

temprano que cualquier otro, a alrededor de las 4.00

A.M ya todo está dispuesto, una mujer que se abre paso

en la inmensa oscuridad del amanecer, trabaja de

manera incansable, y en un parpadear de ojos tiene: la

mercancía lista, las mesas y las sillas puestas en su sitio,

dentro de este edificio organizado alejado del barullo de

la calle; donde otro centenar de trabajadores le ponen el

hombro a todo lo que se posible cargar y que va

produciendo los próximos clientes. En definitiva, allí

Todo es más calmado.

Este reducido lugar arrendado por más de lo que

produce, se ameniza con música de carrilera tarareada

por sus habituales visitantes; que emana de unos bafles

sucios y polvorosos ajustados sobre algunas tablas, a un

equipo de sonido.

Poco a poco y con el trascurrir de la mañana, los

primeros clientes se acercan con sus cuerpos sudorosos

emanando el olor a trabajo, impregnado en su ropa pero

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más aún en su alma,sin vacilar piden a aquella mujer

unos cortos pero fuertes tragos, para cortar así, de

alguna manera el frio aire de la realidad que se respira

afuera y les cristaliza los huesos: brandy, whisky y

guaro (aguardiente), los más solicitados en la mañana

por las hormiguitas alcohólicas.

El sol se va posicionando en el punto más alto, y ya no

solo los trabajadores incansables visitan el

establecimiento, uno que otro, transeúnte, que va de paso

y quiere refrescarse al son y sabor de la cebada fría, que

como propaganda publicitaria, por su cuerpo deja

deslizar sobre ella una gota de agua.

Todos en el lugar se sienten cómodos, todos están

familiarizados pues llevan años en el mismo lugar

repitiendo la misma rutina, y tomando el mismo tipo de

licor; con el caer de la noche, tal vez por la hostilidad del

sitio, las calles se van quedando desérticas, así que sin

nadie a quien embriagar, su trabajo y función ha

terminado por el día de hoy, cierra su negocio y parte

rumbo a su hogar para mañana poder repetir con un

poco de entusiasmo la misma historia, para lograr

subsistir en la ciudad de desempleo.

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El reino sobre la mesa

July Bolívar

Sobre la planicie del juego se ciñe un mundo de

contrarios o complementos. El rey aunque ausente, es la

pulsión de la obediencia del esclavo y el esclavo no lo es

más por no hacer algo que por el desconocer de su

condición o si lo hace, sentir el placer de asumirla y

prolongarla. Un reino erigido desde la escasez y los

desvaríos de la conciencia, es reino por el poderío no

ajeno a su congregación. No hay suntuosidad ni alarde

en las ropas, tampoco en el habla recortada. El brillo no

nace en lentejuelas, está en la esencia de un cristal a

punto de quebrarse o re- unirse con sus cicatrices en las

manos de un pequeño. Los pantalones andan sin piernas

y los pechos con remiendos sin clamor. Los peones valen

menos que la nada pero son más: se les ve como una

cifra, ni siquiera como una ecuación, meramente un

objetivo en la conquista de ciertos intrusos en tiempos de

renovación del linaje.

Los cabezones se enfilan con la aurora y sonríen entre la

agonía y el miedo. En el bando más claro o en el más

turbio, algunos se ahogan en las cloacas que los

guardianes intentan secar para cubrir los fracasos de los

navíos, pero las permanentes filtraciones naturales

tornan lo suelos mohosos. Las torres no sostienen aquel

reino, ni los muros o columnas, lo hacen sus peones que

escudriñan sin saber un sistema lineal, por querer

adornar de optimismo su quehacer de supervivencia en

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algún rincón de la jerarquía. ¿Cuándo el peón podrá

voltear y patear al inválido rey sabiendo que están

hechos de lo mismo? ¿Llegará un jaque mate?

Espadas y bolas de fuego son cotidianamente el elixir

fatigante de los guerreros. Los vastos jardines, aún con

su podredumbre, son abismo de vacilaciones que esperan

un rostro acallado o sonriente que los transforme en un

paraíso cromático y los sueñe así sea hasta la media

noche, claro dejando una que otra zapatilla desgastada

para un posible reencuentro en la reflexión. Una nariz

traviesa, entre otros designios, podría usarse para

descifrar la trama críptica de una puesta en escena sin

una obra definida, pero que con lo humano y lo sereno

hacen de la carne una macilla maleable.

En aquel reino, las damas son talladas por el magistral

Botero siendo tan pícaras que sus mejillas parecieran un

par de cerezas jugosas. Los caballeros, por su parte,

persiguen jovencillas y levantan faldas con eructos de

cebada amanecida mientras sus mujeres cuidan a los

críos.

Hay quienes no gustan de visitar los senderos “reales”

por el rechazo a la fijación de anónimos genios entre

sedas y sin medallones, que se aventuran a rastrear

monedas de oro para hacer sus varitas, sobrevolando las

cabezas calvas o pobladas de las gentes como balas en

telas bordadas por la calle, vaciando sacos de dagas,

dejando fumarolas en su ruta y escupiendo a los alfiles

por su exceso de imaginación e insensatez para liberar a

los presos de espíritu.

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Sobre el tablero o cuadrilátero de sesenta y cuatro pasos

como máximo, el contracara es prominente, y mientras

la embestida de los corceles (esta vez de plástico) arrasa

con la calidez del desfile de cadáveres para el banquete,

la esperanza se hunde en el agua de innumerables cocos

dispuestos al trueque en una carreta anclada en la Plaza

de La 21 de Ibagué, que en medio del resfrío de los

camiones es sostenida por un maduro hombre bonachón

con sombrero de paja que frente a otro, lidia por ganar

una partida de ajedrez.

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