Date post: | 24-Jul-2015 |
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Demorar el vacío: Domínguez Camargo y el procedimiento de inclusión-exclusión
barroca
Análisis estilístico-conceptual del Poema Heroico
Barroco
No fue sino hasta el primer tercio del siglo pasado cuando, junto a la fama de
Góngora, la obra del poeta granadino Domínguez Camargo fue rescatada del ostracismo en
donde había sido relegada. Por diferentes y ciertamente complejas circunstancias que los
críticos han intentado dilucidar, siempre con éxitos parciales aunque pocas veces
improductivos, la poesía del colombiano era prácticamente desconocida para el público en
general, y apenas conocida por los críticos y la gente de letras. Sin embargo, esta misma
circunstancia, una vez superada por la revaloración de la poesía culterana, permitió la
emergencia de un buen número de investigaciones sobre los modus vivendi (los intereses,
las fuerzas materiales-espirituales, las relaciones político-sociales-ideológicas) de los
representantes de la cultura en las colonias americanas, o de aquellos que aspiraban a serlo,
y a las sutiles interacciones que se operaban entre éstos y el contexto que los “cercaba”, y
entre éstos y la metrópoli hacia la que generalmente sus miras apuntaban.i
Si bien nuestro trabajo no aspira a recabar en estas investigaciones de manera
exhaustiva, entendemos que es necesario apuntalar al menos unas líneas en lo que se refiere
a la particular relación que surge cuando cotejamos lo poco que conocemos acerca de la
vida de nuestro autor con su producción poética de mayor aliento y envergadura: El poema
heroico. Poema de colosales dimensiones dedicado a la narración (y exaltación) de la vida
del místico español Ignacio de Loyola, este texto fue escrito emulando cada uno de los
parámetros lingüísticos y estéticos del culteranismo, corriente poética que la metrópoli
había visto nacer junto con quien la llevaría quizás a su más alto apogeo artístico: Luis de
Góngora y Argote.
Bien podría preguntársenos cuales son los motivos que en esta introducción nos
llevan a hacer esta puesta en relación entre la vida y la obra de nuestro poeta. La respuesta,
entonces, no nos obligaría a bucear muy lejos ni muy profundo. Es a la característica
peculiar y al alcance proferido a nuestro objeto de estudio al que debemos esta atención
preliminar, toda vez que estamos hablando de “estética” (en este caso la barroca), no
simplemente como una forma más dentro de las múltiples formas literarias o artísticas, sino
dándole a esta palabra una dimensión vital abarcadora, una manera, entre tantas otras, de
ver y actuar y desenvolverse en el mundo.ii
En su momento el barroco supuso un choque entre lo nuevo y lo tradicional. Pero de
este choque el barroco (en principio entendido sólo como una de las corrientes artísticas
que, surgidas hacia el final del Renacimiento, oponían, a su cosmovisión elevada, optimista
del hombre y sus obras –a quien se tenía por centro y fin de toda la Creación– una visión
desencantada y hostil) no saldría bien parado. Durante mucho tiempo (casi tres siglos) la
valoración que se imponía del barroco como corriente artística era francamente peyorativa.
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Fue el teórico Heinrich Wofflin quien, a principios del siglo XX, logró eximirlo de
esta visión pesimista cristalizada en buena medida por el Iluminismo (visión que hacía del
barroco poco más que una fuerza degenerativa y decadente del arte clásico), para
convertirlo en un estilo histórico autónomo, diferente y contrapuesto al clasicismo,
“posterior al manierismo y anterior al rococó y al neoclásico en la evolución europea,
principal forma estética de la América colonial, entrelazada con el gótico, el mudéjar y aun
el plateresco y el renacentista…”iii
Así planteadas las cosas, todavía no se había dado el gran paso en la revalorización
del barroco, aún faltaba dar el paso más importante y expresivo. Que no fue dado sino ya
sobrepasada la mitad de la centuria pasada, con la emergencia de una corriente teórico-
estética que se dio en llamar neobarroco y cuyos mayores exponentes, de este lado del
Océano Atlántico (que fue donde se alzaron las obras más significativas), fueron los
escritores, cubanos sobre todo, tales como: Alejo Carpentier, Lezama Lima, Severo Sarduy.
De la mano de estos artistas el barroco devino, de estilo artístico particular (históricamente
fijo y fácilmente identificable) en que se lo tenía, a constante artística, pulsión creadora o
transhistórico espíritu de las formasiv. Si bien parecería a priori que desde nuestra óptica
estas posturas teóricas mejor se acercarían a los fines de nuestro análisis, posturas donde
quedarían erradicados cualesquiera remanentes históricos en la apreciación, y donde el
énfasis estaría puesto en una apreciación esencialista (casi hilozoísta) de la forma barroca,
queremos desde este mismo momento dejar en claro que tampoco es esta manera de acuñar
al barroco (postulada explícitamente por Eugenio D´Ors) sobre la que hemos descansado.
Si decimos que nuestra postura no es tan extremista como la de los teóricos del neo-
barroco, ni tan estática, compartimentada o cerrada como la de Wofflin, podríasenos tachar
de livianos o relativistas. Ahora bien, a riesgo de caer en tales liviandades, tenemos que
afirmar honestamente que, descontados ciertos aspectos que hacen a los valores propios de
nuestra manera de conceptualizar el período que nos ocupa con el máximo rigor de la teoría
dialéctica posible, una lectura no comprometida teóricamente bien podría considerar a esta
nuestra postura, como el paso intermedio entre la noción idealista y la noción historicista. Y
sin embargo el desafío consiste en alternar estos aspectos, de otra forma incurriríamos en
un reduccionismo que nos hemos impuesto exorcizar. Porque antes de apresurar el abordaje
estilístico deberíamos detenernos en aquellos elementos que hacen a este escurridizo
concepto de estética es que nos hemos demorado en relevar los más importantes
acercamientos que el concepto de barroco tuvo a lo largo de su corta historia, sin cuyos
relevamientos habrían permanecido oscuras o insignificantes ciertas precisiones a las que
nos veremos obligados a recurrir a la hora de efectuar nuestro análisis de la vida-obra.
Si para comenzar a desmenuzar qué entendemos por estética comenzamos con un
rodeo sobre el origen histórico del término barroco, sigamos cercándolo (nuevo anillo,
nuevo rodeo), ahora con una cita que, paráfrasis mediante, perteneció a Lezama Lima: “la
circunstancia de la contrarreforma hace de la obra de Góngora un contrarrenacimiento”v. O
también, un arte de la contraconquista. Aparece de nuevo, transmutado, el factor histórico.
Pero, como veremos, en la Historia no estará puesto el acento, antes bien, en el relato que la
historia habilita y, que al mismo tiempo, excluye. Y es la voz de Severo Sarduy la que se
inscribe: “Historia caduca leída al revés; relato sin fechas: dispersión de la historia
sancionada”vi.
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Oposición de dos formas (reforma-contrarreforma, conquista-contraconquista,
círculo-elípsis), la dialéctica hace su aparición en el centro de la escena, las luces apuntando
exclusivamente hacia ella. Encontramos una justificación que nos habilita a tomar el
término barroco sin dejarnos absorber por una concordancia de orden semántico, “un
acuerdo de sentido entre la palabra y la cosa: donde se instaura un sentido último, una
verdad plena y central, la singularidad del significado, se habrá instaurado la culpa, la
caída”vii
. Esto es, en otras palabras, se habrá clausurado la búsqueda en pos de una moral
(del sentido, de la ley), con lo que retornaríamos al barroco entendido como una desviación
o anomalía de una forma precedente, equilibrada y pura, clásica.
Preferimos contar la historia del barroco a la manera de Sarduy entonces:
“A la manía definidora, al vértigo de génesis, opondríamos una homología
estructural entre el producto barroco –la joya– y la forma de la expresión...”viii
Se condensa así un relato de “distribución brusca de la luz, en esa ruptura neta
cuyos bordes separan, sin matices, la autoridad del motivo y la neutralidad (...) contraste
inmediato entre campo de luz y campo de sombra...”ix De lo que se deduce el afán
pedagógico del barroco: “Suprimir toda transición entre un término y otro, yuxtaponiendo
drásticamente los contrarios...”x Drástica, esto es, dramáticamente. Se obtiene de esta forma
un impacto didáctico (aprender con facilidad, placer de los sentidos suspendidos ante el
espectáculo del ornamento aurífero) cuya impronta podemos relacionar con la expansión
jesuítica: “la pedagogía, la expresión enérgica que no sólo da a ver, sino que pone las cosas
frente a los ojos”xi.
Arte de la argucia o del convencimiento, su sintaxis visual está organizada en
función de relaciones inéditas entre los objetos, de distorsiones e hipérboles, de ornamentos
independientes del todo racional (o del cuerpo de la obra), sin junturas verbales que hagan
el tránsito leve entre el sujeto y el predicado, arte del contraste y de las relaciones
antitéticas: todo artificio es posible “con tal de argumentar, de presentar autoritariamente,
sin matices. Todo con tal de convencer” xii
Este es el primer momento del barroco (o la lectura primera de la obra), el súbito
primer relámpago que obnubila y repliega la mirada, fogonazo que “suma al objeto y que
después produce la irradiación”xiii
en un paisaje yermo, escayolado, de sombras planas que
permiten esa elevación (objeto que se repliega para que otro conquiste su aparecer), el
sentido que se busca descifrar aparece en el contraste (entre la luz que alza, intensidad
máxima, y la sombra que rebaja, rechaza hacia lo oscuro del fondo), en la hendidura, en la
penetración que localiza en la tersura sintáctica del chisporroteo verbal una provocación,
una carga de intenciones (metafísicas o cognoscentes) por descubrir, un cierre. Pero existe
un segundo momento, cuando reconocemos que detrás de esa aparente suma de elementos
inconexos, de esa marquetería numerosa de citas y texturas sobrecodificadas, de esa
proliferación incontrolable de voces yuxtapuestas, de esa densa red cargada (saturada) de
materiales contrastantes (substancias, colores, naturaleza, cultura), en fin, de ese deseo
sistemático de llenar todos los vacíos, no hay nada, o mejor, no hay nada más que su propia
puesta en escena (su marcado artificio), su fingimiento de que existe algo detrás de esa
extensión acumulativa, de esa multiplicidad (de esa crecida) de signos que no se detiene, de
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esa pintura de contornos demasiado abruptos (demasiado precisos) pero sin relieves:
fachada sin volumen, objeto sin relieve, pintura sin la profundidad de un paisaje por
desentrañar. Fingiendo nombrar otra cosa, tacha lo que denota, lo anula (señalando así “la
insistencia de su juego”xiv
)
Y al anular todo centro emisor, toda unidad, entramos al tercer y último momento,
cuando advertimos que, expulsado el sujeto de la superficie para implantar el código en su
estado puro (puro, esto es operativo, reducido a su activación en tanto código específico de
una práctica simbólica), el soporte reducido a un continuum no centrado, trabazón de
materia significante sin intersticio para la inserción de otra cosa más que la organización de
su propia representación, lo que encontramos es el vacío, el espacio en blanco como
garante de una práctica que se define precisamente por su horror a los espacios sin llenar,
por ese tan mentado “horror al vacío”. Pero este horror debemos recorrerlo en su
complejidad: el horror al vacío expulsa al sentido de la superficie para instaurar en su lugar
la autonomía de una práctica que no admite más que “la insistencia de su juego”. Al resaltar
“antes que la obra la operatividad (...) la marquetería (barroca) metaforiza, sobre todo, a la
propia metáfora...”xv
Más que esta operación de llenado (pliegue sobre pliegue barroco), interesa resaltar
el vacío entendido como concepto-operativo, garante de cualquiera de los procedimientos
discursivos barrocos. Con lo que alcanzamos el punto nodal de nuestra introducción (y nos
animaríamos a afirmar de todo nuestro trabajo), la punta de lanza que nos permitirá
desenhebrar y volver a enhebrar el arduo tejido procedimental de inclusión en la exclusión
barroca. De lo que se trata es de atrapar este concepto y relacionarlo, ahora sí, con nuestra
visión de lo estético entendido como modus vivendi, como visión total y totalizadora.
Insistimos, no se trata del vacío entendido como un elemento más de la obra barroca
(situado más acá o más allá de la misma, por arriba o por debajo de la red de signos que la
integran, sobrecogedoramente desnudo en las múltiples figuras que connotan su apariencia
–de no-ser ninguna de las formas de la apariencia sensible pero sí metáfora de todas ellas–,
o sutilmente solapado en el intersticio de los significantes que pretenden desfigurar o
simplemente rechazar los efluvios estériles dimanantes de su pestífero espectro); el vacío es
una fuerza que obra merced a la dialéctica que abre (y que permite confrontar las
entidades), es lo que en la jerga psicoanalítica lacaniana se denominaría un fantasma,
aquello que no existe y que sin embargo todo el tiempo se insiste en expulsar (porque su no
existencia es real), en definitiva, es el motor de la puesta en representación de las figuras
que el discurso barroco va a atravesar en su recorrido imaginario.xvi
En Domínguez Camargo, en su obra, el vacío es el gran miedo que se diluye en
múltiples paráfrasis, es la energía abismal que sostiene su estética (pero al mismo tiempo, la
estética es la suposición de una coartada contra todas las figuras que podrían denunciar en
su espesor fragmentos de ese abismo), es el sostén que permite el juego simbólico, que lo
cierra en su autonomía de círculo, acabado y frágil, frágil porque, si bien cerrado, el
fundamento es al mismo tiempo la brecha, una hendidura por donde nada asegura que, más
tarde o más temprano, pueda emerger lo arbitrario de las combinaciones en la forma del
absurdo (sinsentido que la lengua poética propicia) y derrumbar todo el precario edificio
culterano de las contraposiciones, homologadas al fin a un mismo surtidor común, perfiles
de un mismo rostro imaginario, el de la muerte-vacío. Todo el juego de contraposiciones
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imaginarias se abre contra este vacío, y el vacío mismo encuentra las metáforas que le
corresponden (apenas surge como metáfora, se deshace como terror), pero no hay que
olvidar que el vacío nunca encuentra la entidad que lo denuncie acabadamente, porque si
así fuera, dejaría de ser vacío-soporte-operatividad, para entrar a formar parte, una más de
entre todas las formas efímeras de la contraposición. xvii
Vida-Obra
Giovanni Meo Zilio, en su introducción al Poema Heroico, consigna que al repasar
el testamento de Domínguez Camargo nos hallamos ante la sorpresa de un panorama
insospechado en relación a las costumbres de la época y ambiente: “frente a la relativa
sobriedad de cómo estaba puesta la casa, la vestimenta externa de nuestro cura era de un
lujo, una riqueza y una copiosidad tal, como si no hubiera sido un párroco de pueblo sino
un alto prelado en la corte virreinal; sea por la cantidad de las prendas (10 sotanas, 6
manteos, 4 capas, 5 sombreros…), sea, sobre todo, por su calidad y adornos (terciopelos,
damascos, paño de Londres, raso, seda, holanda, ganchos de oro para las ligas…)”xviii
La relativa sobriedad de cómo estaba puesta la casa… primer contraste: entre el
lujo exterior de la vestimenta y los adornos (lujo exterior adosado a la persona), la
sobriedad de una posición difícil (como más adelante veremos) de modificar: la ubicación
de la casa denota a escala mayor la ubicación de un ámbito (marginal), de un espacio
geográfico-cultural, de un trasfondo social. Metáfora primera de la demora, del
aplazamiento, pero también de todo aquello que denuncia, en base a opacas, minúsculas
irisaciones (porosos señalamientos), el vacío. Lo que no debemos olvidar, es que el vacío
barre, atraviesa y tacha, los dos polos contrastantes: la opulencia fastuosa de la apariencia,
pero también y sobre todo, la sobriedad triste, sin prestigio (grano en la cara, mácula) de la
posición catastral. Rasgo que le permitió colocar su vida (al menos aquella parte que hace a
su vida práctica) a tono con su poética (alzando unos objetos, elidiendo otros). Una poesía
donde todo es cristalino, lujo y cornucopia debía contener (y tematizar forzosamente) los
mismos contenidos que acabamos de inventariar en su vestimenta y adornos: en ambas
(vida y obra) se asoman, “damascos y sedas, holandas y terciopelos”xix
, oro y pedrería.
Pero si esto último es cierto, no menos cierto es aquello que su obra silencia. Y aquí
encontramos otra de las muchas particularidades que despertaron la agudeza del estudioso
ya citado: “Es curioso (comenta nuestro autor) que no haga alusión alguna, en su obra, al
colegio de Cartagena donde vivió cuatro años…Ni siquiera en un poemita que dedica a
aquella ciudad dice nada de eso: no dice nada de los negros que llegaban a aquel emporio
en cantidad y condiciones impresionantes… Se diría que nuestro exquisito poeta aborrecía,
al menos a nivel literario, de cualquier observación y reflexión menos que aséptica sobre el
estado social del ambiente en el que vivía…”xx
. Al menos a nivel literario acota Meo Zilio.
Pero nosotros estamos quizás, en vista de nuestro marco teórico, en condiciones de ir
mucho más lejos, y refutar ese eufemismo. No sólo a nivel literario seguramente aborrecía
la irrupción del ambiente y su respectiva situación social, a nivel mundano, y salvo
contadas excepciones, lo social parece dejar solo la marca (el paradójico y oscuro brillo) de
su ausencia, la marca de lo que no ha sido marcado o de lo que ha sido obliterado, un
registro en blanco cuyo espacio borroso (alguien se tomó el trabajo de remarcar esta
operación) le ha sido escamoteado al lector. Pero toda ausencia histórica deja huellas
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fantasmáticas, imaginarias, y lo que el culteranismo arroja por la puerta, reaparece por la
ventana (parafraseando a Jakobson): lo aborrecido aquí toma forma de desierto cultural, de
anodino paraje espiritual, de condena hacia todo lo que no fuera signo de lo elevado, culto,
tradicional, a la vez arcaico y cosmopolita. Tampoco se hace mención al indio en el Poema,
salvo contadas alusiones de soslayo, “más bien ornamentales, dentro de contextos
suntuosos y preciosos y, de todas maneras, incorporadas a nivel de pura literariedad
exterior.”xxi
Nada de esto último nos extrañaría si Domínguez Camargo no hubiera pertenecido a
la Compañía de Jesús, fundada por el militar y místico español al que intentó alzar, con su
Poema, a las alturas nimbadas del mito. Pero de esto también tenemos cosas que referir, y
esperemos con nuestros aportes iluminen ciertas zonas problemáticas en lo que hace a la
estructuración existencial de su proyecto poético más ambicioso.
Vamos por partes: tenemos por un lado obliteración (de los negros) o uso
ornamental (de los indios), elementos que representarían los estratos más bajos de lo social
(para la ideología dominante de la época), por el otro tenemos la propia posición sobria del
poeta (descontenta en su sobriedad, como también sabemos): estas dos carencias (positivas,
ya que tienen entidad) hayan sus respectivas contraposiciones: profusión de regalos, lujo,
joyas (tanto en la vida como en la obra), y en el poema la representación del español de
cepa como encarnación de heroicidad (e Ignacio representa, además, la vertiente militar y
mística, tan grata a la idiosincrasia del autor, baste recordar para esto que su Poema
Heroico tiene las dimensiones de un poema épico, y que la faz mística le llegaba
seguramente de su conocimiento de las obras piadosas de Ignacio, ya que en el texto existen
pasajes que mencionan su obra, su estilo, su particular escritura, sus imágenes, como algo
digno de emular).
Y tenemos también el itinerario espacial del poeta como reflejo escindido de una
interna voluntad de huída y atracción: derrotero de un deseo cuya meta, no por escurridiza
(su proyección esplendente respondería por su mismo poder gravitante más al orden de lo
imaginario que de la realidad), se ansía menos conquistar. Esta escisión (ondas de una
fuerza de huída y de un centro de fascinación atrayente) podríamos ceñirla mediante las
siguientes fórmulas:
- Huída del desierto cultural que representan los pueblos de la Colonia, de escaza por
no decir nula actividad espiritual, con una religiosidad (sincrética, contaminada)
inclinada hacia las prácticas supersticiosas en desmedro de la “verdadera” fe
(católica), pero además con la religiosidad jesuítica, matemática y escrupulosa,
estéril en muchos aspectos. Pueblos de una pobrísima densidad demográfica y en
donde un hombre como nuestro poeta se sentiría asfixiado, sin posibilidades
concretas de “figuración”, de ascenso social (que equivalía en su caso a escalar
peldaños en materia de cargos religiosos), sin el renombre soñado, tanto para él
como para su obra.
- Atracción hacia todo aquello que represente a la metrópoli (Tunja), su urbanidad,
sus costumbres, su aparato exterior (jerarquías religiosas, cargos públicos,
reconocimiento intelectual), su cultura, sus formas espirituales y artísticas, su moral,
su ética, su raza.
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Frente a esta dicotomía se perfila, se esboza, se recorta, una vez más, el vacío. Imagen
que no soporta ninguna representación, pero que cristaliza en el espacio dejado por la
operación de corte, de polarización, entre un conjunto o bloque de significantes adheridos a
un significado –huída– y otro –deseo, rostros imaginarios de una misma imagen real, esta
vez sí real en tanto y en cuanto responde a un mismo temor innombrado (e innominable): el
vacío o la nada.
Muy brevemente repasemos este itinerario siguiendo los apuntes biográficos de la
introducción ya citada:
-“Tenía Hernando 15 años en la época de la muerte de doña Catalina (su madre) y su
ingreso en el seminario de los jesuitas en Tunja (1621) y 17 cuando hizo los votos (1623).
De 1623 hasta julio de 1631 (…) hay una extensa laguna en la historia de nuestro
autor. Tan sólo sabemos que fue de Tunja a Quito…
Es curioso (prosigue nuestro autor) que no haga alusión alguna en su obra, al
colegio jesuita de Cartagena, donde vivió 4 años”xxii
(ya hemos hecho referencia a esta
curiosidad y hemos acercado un análisis de las posibles razones: todas ellas, a nuestro
criterio, parten de un ser consecuente con la estética adoptada como forma de vida, núcleo
sintomático que opera como filtro de lo real, despreciando todo aquello que figure dentro
del orden de lo prosaico-cotidiano, que el culteranismo segregado por la pluma-mirada de
Camargo tendrá, dentro de su cosmovisión ahistórica, fría y asocial, por aborrecible).
En Cartagena se determina el alejamiento definitivo de la Compañía por parte de
nuestro poeta. Múltiples hipótesis se han venido tejiendo en torno a tan capital suceso en la
vida de Domínguez Camargo. A ciencia cierta los documentos de la época sólo aluden
(veladamente) a una falta grave, en la que Camargo habría incurrido (no sabemos si por
acción u omisión), y debido a la cual el padre Vitelleschi (por aquel entonces General de la
Compañía) decide aceptar su dimisión, comunicando incluso mediante carta al Padre Mas
(Provincial del Reino de Granada) se procediese a infligir al poeta “el castigo, que merecían
(aquellas) sus faltas graves”xxiii
. Lo cierto es que poco sabemos de las verdaderas razones
que llevaron a actuar a las autoridades con tanta dureza sobre el autor del Poema Heroico,
lo que sí sabemos es que, sean cuales fueren las causas que llevaron a hacer efectiva su
salida, esta esconde un proceso profundo de crisis espiritual cuyas huellas su temprana obra
ya había hecho perdurables. Su poema A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo
(memorable en cuanto a su artística calidad) y, sobre todo, A la muerte de Adonis, hablan
de un vuelco al lado sensible, vital, hedonista de la existencia, quizás incompatible con el
rigor ascético de la Compañía (aunque de más está agregar que no podrían ser nunca
motivos suficientes para el fuerte componente punitivo otorgado a la decisión de su
expulsión, cuanto más teniendo presente la necesidad de la Compañía de conservar y
acrecentar el número de sus adeptos, en una época como aquella de tan incierto futuro para
la misma).xxiv
Después de tan espinoso asunto, cabría el derecho a imaginarse que, para el poeta,
se cerrarían todas las puertas que habilitan el camino al ejercicio doctrinal, y téngase en
cuenta que para un habitante de la Colonia de cierto renombre (Camargo provenía de una
familia acomodada de hidalgos españoles) y con altas aspiraciones intelectuales y artísticas,
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verse privado de un cargo religioso equivalía a descender no pocos escalones en el orden
social. Sin embargo, sobresale un hecho de honda repercusión, llamativo por su
excepcionalidad, y que a primera vista parecería contradecir la lógica impuesta a los
acontecimientos tal y como, hasta ahora, los hemos estado esbozando. Resistiendo el rigor
de la letra jurídica (conformidad a los Sinodales), al padre Camargo, “inhabilitado (como se
encontraba) a cualquier doctrina”, no sólo se le concede la “dispensa sinodal del
Arzobispo” por “causas justas”, sino que es declarado “ganador del concurso por la
parroquia de Gachetá…”xxv
Aquí cabe la pregunta: ¿Cómo pudo suceder esto? Meo Zilio, crítico del que no nos
hemos apartado en este itinerario ni por un instante, también se interroga, admirado, por la
causa de tan inverosímil cambio en lo referente a la actitud de las máximas autoridades
eclesiásticas para con nuestro poeta, que originan determinaciones tan contrarias en
relación a su persona (dictámenes tan opuestos que terminan por anularse uno en el otro)
Sin querer ahondar demasiado en el asunto (porque no hace a la intención de
nuestro trabajo retomar una a una las hipótesis elaboradas por otros autores que repasa el
propio Meo Zilio, amén de aportar las suyas propias) nos interesa colocar (anclar) el
episodio dentro de su contexto (marco) histórico-social:
“Por aquellos años… había llegado a su acmé una lucha encarnizada… entre los
jesuitas y los dominicos… y entre la Curia y la Compañía por razones, en parte de
prestigio, en parte de competencia material puesto que los hijos de S. Ignacio trataban de
difundir, paralelamente a su autoridad moral, su extensión territorial y sus beneficios (…)
No es extraño, pues, que el episodio que nos ocupa se ubique y explique, en parte, dentro
de este marco de guerra de los nervios…”xxvi
Tenemos entonces que se instala, Domínguez Camargo, en su primera parroquia de
Gachetá “poblada de indios, alejada de la capital y, por supuesto, desierta desde el punto de
vista cultural”xxvii
. Paráfrasis del vacío comienzan ya a circundarlo: el desierto (lo
desértico), el paisaje interior devastado de las Colonias, la soledad (que contiene en germen
aristas positivas: libertad de acción y de pensamiento apenas restringida por las mínimas
formas exteriores –relajadas hasta el punto de alcanzar hoy niveles insospechados pero
habituales en aquel espacio y tiempo– naturales a un párroco de pueblo, tiempo de ocio
necesario a toda creación y, sobre todo, las condiciones desfavorables que incitan, en un
carácter como el de nuestro poeta, a una saludable evasión). Se despierta el mecanismo
(horizontal) de las contraposiciones, consecuente con una estética que tiene al vacío como
pulsión cenital, fantasma que se quiere eludir, eje (vertical) que atraviesa la prisión forzada
de las representaciones (con su ingrávida, asfixiante lógica); y es que:
“Por un lado, debe de haber representado para él la aspirada evasión de cierta
dictadura espiritual jesuítica (y de la pobreza reglamentaria); por otro, una nueva prisión
para su espíritu deseoso de comunicar a nivel intelectual, así como lo había acostumbrado,
desde el comienzo de sus estudios, el culto ambiente del Colegio-Casa de probación de la
ciudad de Tunja… Empieza, pues, al lado de la libertad, la soledad… que arrastrará
consigo, angustiosamente, hasta llegar, poco antes de la muerte, a la meta de Tunja de
donde había emprendido su viaje en el lejano 1621…”xxviii
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Empieza la épica silenciosa, opaca, sin grandes sobresaltos de su existencia (y
empieza otra épica a gestarse, la de su magno –por sus dimensiones, por su calidad–
poema); y empieza, en el sendero mítico que su deseo recorre, la proyección de una fantasía
acorde, y a caballo, de su deseo. Si por un lado, como ya hemos dicho, refina en lujos
exteriores su modo de vida, por el otro, libera en el plano de su arte poético su anhelo de
comunicación literaria, espiritual: “… ambas tendencias, a su vez, se entrecruzan y
funcionan en el estilo (y en la materia descriptiva), lujoso, precioso y fantástico de sus
versos…”xxix
Resulta evidente, pero no es superfluo constatar, que nos hallamos en el vértice del
remolino, en el espacio cismático, esencial, piedra de toque que nos permite recrear
(aunque sea parcialmente) el proceso de cristalización de una mirada (que al tiempo que
desrealiza los fenómenos, los vitaliza poéticamente, en otras palabras, les insufla aliento de
realidad consistente, verdadera en sus dominios) y, que a partir de aquí, todo se dará veloz,
vertiginosamente, como en las etapas entrevistas de un sueño apenas recordado:
“No conocemos, a ciencia cierta, cuántos años vivió en Gachetá. Llegado en 1636,
ya no vivía allí en 1642, puesto que por esa fecha lo encontramos como cura y vicario del
pueblo de Tocanchipá. Ninguna alusión a aquel pueblo hemos hallado en su obra, como
tampoco a los demás (Paipa, Turmequé) que irá escalando en los años sucesivos. Tal
silencio no debe ser casual. Tiene que estar relacionado con el deseo de olvidarlos, con el
desprecio hacia lo rústico y plebeyo, con su fuga hacia lo irreal y lo fantástico…”xxx
Antes de pasar a la lectura y transcripción de aquellos pasajes de su poesía que nos
interesa analizar, importa destacar dos elementos, uno que reforzaría nuestra hipótesis de
trabajo, otro que, a primera vista, aparentaría contradecirla. Sin embargo la contradicción se
dará sólo en apariencia y solamente a través de ella, queremos decir, de su tematización.
El primer elemento surge de la única obra literaria en prosa que se le conoce: la
Invectiva Apologética. No nos detendremos demasiado en el análisis de tan fascinante
librito, de una riqueza que restalla, sobre todo a la mirada que retiene y relaciona, retro y
prospectivamente, ambos estilos, el de su poesía (finísimo, elegante, y hasta precioso dentro
de su textura mítico-épico-religiosa), y el de su prosa (realista, mordaz, a menudo vulgar y
hasta plebeya, dentro de su textura retórica y gramatológica): en el contraste brusco, en el
salto en apariencia inexplicable que se da entre uno y otro, la mirada crítica puede
demorarse desarmada, si no incorporase a su mirar la lógica del terror al vacío que hemos
intentado poco a poco desplegar. De dicho librito sólo incorporaremos el fragmento final de
la dedicatoria para anclar el recorrido acelerado de la fuga en uno de sus trayectos más
fascinantes. La dedicatoria está dirigida a un tal alférez Alonso de Palma Nieto y dice
explícitamente:
“Déle Dios a V.Md. vida y a mí salud, para que me envíe muchos romances en que
yo divierta la soledad de estos desiertos”xxxi
Y así comenta Meo Ziglio dicho pasaje:
“Aparte del tono irónico, de una autoironía amarga que volveremos a encontrar en
el texto de la Invectiva, tenemos, esta vez, la constancia directa de que para Camargo la
“soledad de aquellos desiertos” (social y cultural) era para él insoportable. Ello explica su
continua ansia de cambiar de curato y, al mismo tiempo, ayuda a comprender la base
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humana de aquella fuga en lo irreal, refugio de lo fantástico, que el Poema representa (…)
En la prosa ha descargado en forma inmediata, bruta (y brutal), su cotidiana angustia
existencial, su furor, iconoclasta y tóxico, contra el ambiente miserable que lo abrumaba y
defraudaba, la poesía ha representado, en cambio, un refugio ideal, idealizado e idealizante,
depurado y depurador contra todo aquello…”xxxii
Huelga hacer el más mínimo comentario
a tan contundentes palabras, frutos del más esclarecido análisis de la obra de Domínguez
Camargo.
Mayo de 1657, después de siete años transcurridos en la soledad de Turmequé,
Camargo logra, por fin, ya cerca de su muerte, “la meta ansiada: el beneficio de la Iglesia
Mayor de Santiago de la ciudad de Tunja”xxxiii
. De esta ciudad, que hoy percibiríamos
apenas como un pueblo, se desprende el segundo elemento, un aspecto de la vida práctica
del poeta cuya existencia parecería disparar al centro mismo de nuestra articulación teórica,
a la posibilidad misma de edificar un ensamblaje que dé cuenta de la vida y obra como una
totalidad articulable dialécticamente, en consecuencia, parecería existir meramente para
derrumbar cualquier pretensión totalitaria. Este elemento surge del testamento del poeta, y
la referencia se halla (bastante explícita a pesar de que pocos han sido los biógrafos e
historiadores que la han apercibido, tal y como constata Meo Zilio) tanto al comienzo como
al final del mismo. Transcribimos:
“En el nombre de Dios Nuestro Señor, amén. Yo, el doctor don Fernando
Domínguez Camargo, Familiar del Santo Oficio y Comisario dél en esta ciudad de
Tunja…”
“Y por cuanto soy Comisario del Santo Oficio y tengo Archivo de los papeles
concernientes a él…”xxxiv
Como conciliar esta nueva imagen de censor de la moralidad pública (y hasta
privada) con aquella que veníamos poco a poco desgranando de poeta asocial, aristocrático
y, en ciertos aspectos, rebelde (a las normas estéticas dadas de antemano: una épica en
lenguaje culterano nunca se había intentado, recordemos) que, ante la realidad ético-social
de su época y ambiente vive en la luna, solitario y anticonvencional (y quizás, por esta falta
de convencionalismo, expulsado, nada menos que de la Compañía). Si sobre la mirada (esa
mirada que describíamos casi en términos paganos, esa mirada abierta a todas las formas de
lo sensitivo) de Camargo recaía la tarea de fiscalizar la vida de aquella teocrática
comunidad, si sus manos eran depositarias del Archivo secreto que no debía caer en manos
de la justicia real, como resolver esta nueva filigrana de su personalidad, esta nueva faceta
de su rostro multi-fronte. Quizás ya en la manera de planear la cuestión, en la forma de
cuestionarnos, se encuentre la llave que nos permita resolver el enigma.
Porque quizás de lo que se trate no sea más que de una nueva mascaradaxxxv
. Para
ello pasemos (y en parte repasemos), con palabras que nos cede nuevamente Meo Zilio, las
formas de las contraposiciones en el plano de su historia espiritual (interna-externa, esto es,
tanto de su vida práctica como de su poética propiamente dicha), ya que para nuestro
trabajo no interesan tanto aquellas otras que hacen al orden de legitimidad empírico-
histórica y que tan bien ha expuesto el autor antes citado. Dice Giovanni:
“Por un lado, escapismo de una realidad rechazada, en la vida práctica y en lo
poético (lujo y sensualidad, regalo y sibaritismo, en ambos planos), acompañado por una
evasión fantástica de los esquemas pietísticos y apologéticos de la contrarreforma;
11
emancipación vital y recreadora ante el programismo aristotélico de los jesuitas; reacción
libertaria frente a la seductora y condicionadora tradición épica a lo Escobar…; soberano
atrevimiento de humanización y carnalización de altísimos personajes ascépticos e
inmaculados de la iconografía ritual, desconcertante infiltración de elementos paganos
(banquetes, cetrerías, fruición de los sentidos en contacto con la naturaleza…) dentro de
escenas ascéticas y místicas (disciplinas, ayunos, raptos…); mezcolanza de estos opuestos
elementos en únicas escenas: éxtasis que el santo interrumpe por un banquete y luego
reanuda… en un nivel más bajo, el de su vida práctica, la evasión moral que le depara el
lenguaje de burdel de su Invectiva, contra “los tordos de campanario”; y la relajación y
consiguiente diversión de toda norma social como compensación ganada “a la soledad de
aquellos desiertos”xxxvi
.
Pero por otro lado, y al final de su vida, el Santo Oficio. Meo Zilio propone, para
zanjar la cuestión, dos hipótesis que, a nuestro entender, resultan insuficientes para abarcar
la totalidad del proceso en su complejo devenir. Si bien ambas aportan una parcial solución
a tan urticante suceso, de las dos nosotros queremos separarnos: ni nos parece que una
supuesta crisis espiritual haya sufrido el poeta en sus últimos años (y por tanto modificado
su cosmovisión tanto en lo real como en lo poético: a esta altura ¿pueden ambas esferas
separarse?), rectificando su actitud ante la vida y la poesía, constituyéndose en un defensor
a ultranza de la verdad teológica finalmente alcanzada; ni nos parece (y por esta hipótesis
termina inclinando la balanza Meo Zilio) que don Hernando haya “jugado su papel
utilitarísticamente”, “como buen hombre de negocios que era”, aceptando el “vidrioso” xxxvii
cargo sólo porque el mismo le sería necesario para alcanzar la meta de Tunja, donde
hallaría mayor comodidad y posibilidad de intercambio intelectuales.
Para nosotros, en cambio, esta última actitud de don Hernando, su decisión de vestir
las togas negras del Santo Oficio, responde a (y lleva al extremo la) lógica del barroco
como totalidad vital, visión profunda del mundo, dando una última contorsión a su carrera
desesperada, a su huída del vacío como fantasma acechante, incluso cuando el vacío
anuncia ya la inminencia de su concreción en la muerte. Al unirse a las filas de aquellos que
fiscalizan y censuran la moral pública y privada y reglamentan sobre el buen uso de la
conciencia y sus manifestaciones cotideanas, Camargo opera (encarnando y legitimando la
moral y la ética social en un ser que poco antes se asumía, por sus actos, por su espíritu,
francamente asocial) su última contraposición, tematizando el vacío que lo acecha y que
eventualmente habrá de alcanzarlo, y la contraposición es tal, que aúna los dos polos
contrapuestos que signaron el derrotero de su poética (de su poética vital), y los aúna para
contradecirlos en esta última personificación de hombre enrolado en defensa del buen
pensar, del buen decir y del buen sentir, dejándonos como un regusto agridulce, la
sensación de la vacuidad apoderándose y llenando todos los intersticios de su espíritu (y la
vacuidad es la metáfora desleída del vacío, su paráfrasis filosófico-emocional, pero también
la contracción de una queja barroca, aquella que reza: “todo es vanidad”), embargando las
elevadas notas de su arte sensual, halago de los sentidos, festival de la carne, pirotecnia de
luces y sombras, danza de tonalidades policromas, lujo de las formas, en el sonido
melancólico de una carcajada pertinaz, que deja un regusto a ceniza, su última y más
acabada mascara: la que la metaforiza, y máscara de máscaras, pule el último contorno,
traza la última línea, y eleva su vida y su obra hasta que, iluminadas por el último fogonazo
cenital, desciendan al grotesco, burlón abismo de las mascaradas.
12
Obra-Vida: El Poema Heroico
Habida cuenta de las dimensiones que ha tomado nuestro trabajo, vamos a
focalizarnos, sin más preámbulos, en el análisis de aquellos fragmentos del Poema Heroico
que más nos interesa evidenciar. No pretenderemos ser exhaustivos en nuestra selección.
Antes bien, las transcripciones hechas previo desmenuzamiento de nuestro objeto de
estudio responden a una intensión ejemplar: la apelación casi sistemática hecha por nuestro
autor a un recurso, entre tantos otros, localizable en la obra culterana de quien es sin duda
su guía intelectual y artístico: Góngora. Se trata del recurso de inclusión en la
exclusiónxxxviii
. A medida que tomemos los casos, daremos cuenta de las múltiples formas a
través de las cuales ésta negatividad opera. Pero más allá de las diferentes formas de
negación elididas (y junto con las apariencias múltiples que aparecen por contraste y que
son lo efectivamente incorporado a la obra como cadena legible de significantes), lo que se
pretende es remarcar una misma y única puesta en escena: la fuerza germinativa y operante
de la negatividad en sí, como metáfora vacía de la que brotan todas las metáforas. La
ejemplaridad de los casos, repetimos, es lo que se priorizó a la hora de hacer este recorte:
En su búsqueda de elaborarle a Ignacio una génesis mítica, el poema sitúa su
nacimiento en un establo, clara alusión al símbolo máximo del catolicismo: Jesucristo. Un
establo remite, tanto cultural como referencialmente (ateniéndonos a un verosímil realista),
a un espacio despojado, agreste, con ciertos rasgos bucólicos (animales, zagalas, cosechas y
elementos de labranza, etc.), en definitiva, acumula rasgos que emparentaríamos con lo que
Camargo percibía (y valoraba, desde su mirada estética-ontológica) como desierto cultural.
Esta construcción está ausente del poema. En oposición a esta materialización mental de la
figura establo, reconstruida a través de una lectura literal de ese lexema, el Poema imagina
otra materialización, y la hace presente sirviéndose de la siguiente descripción:
“Teatro mudo, así, el establo era
de esta primera escena; que aplaudida,
hecho el papel de Cristo, al niño Ignacio
el regalo lo alberga de palacio
Cuanta Aracnes hiló nieve en Holanda,
cuanta lana embriagó en púrpura el tirio
cuanto, de hilo en la prolija randa
a los ojos labró Flandes, martirio;
cuanta se peina el cisne, pluma blanda;
cuanto al negro ligustro, a blanco lirio
libó aljófar la abeja, sirve al niño
una vez de regalo, otra de aliño”xxxix
Dada la conocidísima fragilidad física de Ignacio, llama la atención la siguiente
descripción, que nos obliga a tomar la comparación al modo trascendental, esto es, nos
obliga a desviar la atención, de las connotaciones físicas, a las espirituales:
“… al nuevo Alcides labios le corona,
y su lengua, oficina de centellas…”xl
13
Como última transposición significativa, cabe señalar las claras alusiones eróticas,
plenas de sensualidad y refinamiento, con las que el pincel del poeta delinea la figura casta
de la “nueva María”:
“Con blanco alterno pecho le flechaba
Madre amorosa, tanto como bella
de la una y otra ebúrnea blanda aljaba
de blanco néctar una y otra estrella;
y su labio el pezón solicitaba,
si en blanca nube no, dulce centella,
en aquel Potosí de la hermosura,
venas, de plata no, de ambrosía pura…”xli
Frente a la amarga realidad de la derrota bélica, postrado y herido Ignacio, inerme se
halla frente al enemigo. Pero si la fuerza vital lentamente abandona los miembros del héroe,
si la savia orgánica inicia su lento recorrido hacia el exterior y el hálito se desmorona en
broncos estertores; y el deleite en la descripción suelda maravillosamente bien con cierta
tendencia vital barroca a la mecánica biológica (tengamos en cuenta que al inicio del Canto
IV se compara una trompeta de metal con una arteria que derrama néctar canoro); dimana,
en contraste victorioso, su otra fuerza agazapada, la ética inquebrantable, sustrato
privilegiado y primigenio de Ignacio (su natural temple) y que abarca y envuelve,
absorbiéndolos, todos los caracteres (y la condición misma) de su naturaleza, elevando su
figura, desde lo terrenal corpóreo hasta lo trascendental celeste. Agazapada en el tumulto
del combate, la ética produce, al finalizar éste, un efecto que disminuye la victoria hasta
evaporarla por completo y, correlativamente, metaboliza la derrota en una victoria del
espíritu, transmutando, de este modo y con retroactividad, no sólo los resultados sino los
correspondientes valores a partir de los cuales las acciones humanas construyen su origen:
“¿De un rendido te abrigas con tu muro?
¿De un herido te esconde la trinchera?
No bala temas este hueso duro;
no pólvora mi sangre el miedo crea
No (si es triunfo) así se empañe oscuro:
¿qué gloria (vivo yo) te lisonjea?
Mofándome postrado, no te exaltas,
qué más que la victoria hay ruinas altas”xlii
Recordemos al pasar como, en la arenga militar con que incita a los combatientes,
Ignacio propone una consideración positiva de la muerte, a la que le resta su carácter de
negación (siempre el pavor por lo que resta, siempre la huída de la anulación y el vacío)
para valorarla en su carácter de marca mnémica colectiva y social, histórica:
“Pelear para vencer, es granjería;
pelear para morir, es rico empleo;
victimarse al cuchillo, es valentía…
un airoso morir colma en un día
la honrosa hidropesía del deseo…”
“¿No ha de pagar la vida, en pluma poca,
con una enfermedad plebeya muerte?...
14
quien desprecia el morir tan sólo es fuerte…”
“Habladle alto al olvido, porque crea
que el soplo de la vida de un soldado,
si airoso lo exhaló, feliz granjea
a la fama un clarín de él ocupado:
la eternidad en estas piedras lea
con sangre vuestra el nombre vuestro arado
que es epitafio eterno gota breve,
a quien el tiempo no su diente atreve”xliii
Porque si Ignacio no pudo vencer con la espada, podrá vencer con el coraje, la digna
cólera y el amor (y ya está todo preparado para su conversión en soldado cristiano). Es el
capitán francés Foglio quien habla:
“La sedición del ímpetu reprime,
y el motín de tus cóleras atienda
al amor, que en mi pecho es tan sublime
que a tus heridas dedicó su venda:
rendimiento tan noble legitime
en tus altares mi admitida ofrenda;
venza amor a quien no la hueste armada;
pues tu valor me vence y no tu espada”xliv
Ignacio de Loyola redivivo. A Ignacio, al fin, le llega el momento solemne de la
conversión. El voto, en alas del amor que le ha movidoxlv
, elige comprometerlo a la Virgen
de Monserrate. Agradecida por la ofrenda (por el don, a cuyo concepto Ignacio limita,
cambiando de sentido, toda su vida pasada) María se le aparece. La descripción de la
Virgen constituye uno de aquellos pasajes ya mentados donde se transparenta, “a través del
lujo y la preciosidad de las imágenes plásticas y cromáticas y de la insólita atención de los
detalles corpóreos, una sensualidad fantástica, con una connotación pagana…”xlvi
Notemos
estas últimas palabras provenientes del ensayo de Meo Zilio y complementémoslas con
estas otras: “En este punto (…) la sensualidad de nuestro poeta no tiene nada de mórbido ni
de realmente irreverente puesto que se haya filtrada, purificada y cristalizada, en una
completa objetivación, sin residuo alguno más allá de su misma verbalización…”xlvii
En
nuestra conclusión sólo desacordamos con el último aserto porque, si bien existe la
objetivación retórica de elementos que, en otro contexto, podrían conformar las marcas
indelebles de la herejía (por el paganismo implícito en las imágenes, por el erotismo
desatado, por la plenitud sensorial muchas veces desenfrenada), esta objetivación, que
responde a una retórica y a una poética (el barroco estalla ahí donde las explicaciones se
queman), sí existe el riesgo del resto, del residuo. El residuo es la imagen viva (por posible)
de una reversión, es la contracara de una falla, es la materia sólida y sin relieves del vacío.
Entonces, si bien lo descriptivo del poema encuentra sus límites en la condición verbal de la
imagen poética, no se agota en la dinámica de su propia retórica, porque la posibilidad de
reversión, si no concierne ni envuelve al sentido, sí marca el espacio de una inscripción, y
ese espacio vacío es la posibilidad simbólica de que el poema sea un existente, adquiera una
entidad.
15
Aquí, tenemos que tomar nota, una vez más, que aún dentro del marco negativo, el
poema incluye la continuación del elemento sensual positivo (dualidad contrastante) al
presentar la doncella disponible (aunque ilibada…) en un claro efecto de exaltación (y
claroscuro).
“… su cuerpo, de las carnes es del día,
cuando aún en leche el sol es luz infante
de este volumen de hermosa y gala,
índice que la obtiene y la señala
Acuerda bien, cuando mejor defiende,
túnica augusta, claramente obscuro
los pechos donde lince amor atiende
dos cúpulas del templo de hermosura
dos pomos, por quien Ida el suyo enmiende;
dos Potosís de la beldad más pura,
donde en sus venas un licor desata,
de quien es piedra el sol, y él es la plata…”xlviii
Sofrena María la exaltación de Ignacio por tanta belleza (notemos, de paso, una
nueva contraposición, esta vez de estados de ánimo, por arte superior dirigidos), y
prosiguiendo con el procedimiento (inclusión en la exclusión), esta vez alcanzando niveles
de complejidad superiores, con préstamos renacentistas en el pincel del estilo, que rozan la
monumentalidad pictórica de sus mejores representantes:
“… la siempre suavísima María,
que dulce enfrena lo que hermosa mueve:
envióle al alma todos sus despojos,
y llamóla a asistir sólo a los ojos…”
A cada aliento admiración le cabe
y sobrarán después admiraciones
la lengua al paladar tuerce la llave
porque ignoran el vado las razones:
lo mucho se embaraza en lo süave;
y en tantas del portento inundaciones
zozobrado el bajel de la memoria,
nadan los ojos piélagos de gloria.
En sus brazos Ignacio repetido,
“La afinidad (le dijo) de mi pecho
(de ilibado pudor, don confundido)
dulce, de hoy, te ceñirá pertrecho:
ni al alma halagará torpe gemido,
ni al cuerpo manchará impúdico lecho”.
(…)
Armado de un escollo en cada malla
16
y no oprimido de su grave peso…
depondrá la violencia más sañuda
cuando ilibada una doncella vea
la planta inmoble, el pecho ya desnuda,
nuevo jayán de nueva Galatea.
En María depone aquella cruda,
aquella, Ignacio, sanguinosa idea…”xlix
Y en la conversión de Ignacio se encrespa, toma acentos de exacerbación, el
procedimiento de inclusión en la exclusión que hemos estado repasando. Nótese,
verbigracia, como al futuro santo, después de ceder a un mendigo sus últimas ropas,
(recorridas con todo el esplendor –filigranas, arabescos, retorcimiento de las formas– y el
lujo del barroco), se lo describe, casi tópicamente, pero con un contenido sensual fantástico:
“De las holandas últimas desnudo,
despojos a un mendigo le ofrece.
Menos el austro desgreñó sañudo,
cuando más el octubre lo enfurece,
de las esposas pámpanos al rudo
olmo que en trepas halagüeñas crece,
de la lasciva hiedra, que abrasado,
espíritu de Dios lo ha despojado” l
Por fin pasamos (y es final también de nuestros ejemplos) a las tan famosas (y harto
comentadas) escenas de los banquetes, que tanto abundan en el Poema y que bastarían, por
sí solas (por su espectacular singularidad), para granjearle a nuestro poeta la fama de
clásico que mucho anheló, y que en vida le fue tan reacia. Al finalizar su estada en la cueva
de Manresa, la composición de los Ejercicios Espirituales (texto que convierte lo disonante
en consonante) por el fatigado Ignacio ya son una realidad. De un salto, y al instante, casi
como si se tratara de una cambio escenográfico, se alternan, “más de lo habitual, el
elemento místico y el profano: serranos, pastores y bodegones de alcurnia gongorina;
raptos, éxtasis, goces espirituales de mística raigambre…”li En el método de inclusión en la
exclusión, intentaremos nosotros respetar las gradaciones de intensidad. Esto es, iremos, de
los ejemplos de sustitución poética de lo ascético-profano-rústico (coqueteos con el
contexto histórico-cultural, espacio mental habitual a la época y más concretamente a la
temática elegida, que sirve al autor de puente y correspondencia con la realidad tangible
que lo rodea) hasta la privación absoluta de todo elemento real, negación que encuentra su
materialización también en el regalo y lujo de los manjares, en la comodidad de los objetos
suntuosos, en definitiva, en presentar como real precisamente aquello que falta, aquello que
no se tiene.
Tenemos primero, el ambiente ascético: Ignacio recuerda con encono su disipada
vida, la historia de las pasiones que lo asediaron cala hondo y el recuerdo lo induce a la
autoflagelación, al ayuno que mortifica la carne y al arrepentimiento que trasluce una
conciencia atormentada. Mientras hieráticamente, “cargada la mejilla de la mano,/ y el
pecho sobre el risco a Dios implora”lii
, sus ojos ven acercarse un grupo de serranas y
pastores en festivo tropel, grupo heterogéneo respecto al contexto ascético en el que (junto
al santo) nos hallábamos inmersos. Comienza el festín de los pastorcillos y serranas, que
17
resulta hiperbólico en demasía, aún a sabiendas de que nos conduce (casi diría nos arrastra)
la retórica del movimiento poético con sus tácitas leyes, agotados los esquemas prescritos
para liberar desde adentro el vuelo despreocupado de la fantasía verbal; y el movimiento (o
cambio súbito de escena) propicia, resalta, torna más flagrante el contraste entre los dos
ambientes, generando un traslado abrupto, sin matices, o hasta un cruzamiento entre el
éxtasis místico del santo y el éxtasis profano del bodegón. Porque el santo no participa
activamente del lujoso banquete (lujoso y, podríamos agregar, inverosímil, tratándose como
se trata de simples serranos), pero recibe, de uno de los pastores, su parte, aceptando
agradecido “cuanto el zagal le ofrece” cuando “del éxtasis cobrado”liii
.
Del desfile de manjares poco hablaremos. Bástenos decir que la adjetivación de los
alimentos porta una ardua simbología culta (medieval y renacentista), y que por este mismo
procedimiento, la naturaleza se entrelaza con la cultura en metáforas y personificaciones
prodigiosas: el ajo mordedor, el puerro colérico, el rábano ensangrentado, el pimiento
impaciente, etc.
Notemos como esta técnica de transmutación se repite en el canto II del Libro III.
Ignacio, ya recobrado del éxtasis que casi lo deja muerto, abandona la cueva y se traslada
(embarca) rumbo a Jerusalén. Primero hace estada en Barcelona, después parte hacia Italia.
Al tocar la orilla italiana se presenta ante sus ojos una cabaña de pescadores. Los que viven
en ella, padre e hijo, después de recibirle con el don, hecho tópico, de la hospitalidad, lo
convidan a su mesa ofreciéndole una comida rústica en apariencia (el poema la califica de
prolija mesa). Pero hete aquí como esta comida rústica se convierte, sin transición, en un
banquete memorable:
La lista es larga, la escasa verosimilitud que conserva la confiere el origen, ya que,
tratándose de pescadores, todos los elementos mentados tienen relación con el mar y la
actividad por excelencia a este elemento generalizador relacionada, la pesca. De este modo,
en un sabroso, estimulante y esplendente convite, desfilan: ostiones, cangrejos, tortugas,
langostas, pulpos, camarones, sardinas; todo rociado por el mejor vino, líquida mariposa.
Desfile de manjares pululan en el Poema. La mayoría de las veces descansan en
episodios biográficos apenas destacados como episodios menores en las biografías que le
sirvieron a Camargo de sustento referencial; pero otras veces, esas referencialidades
textuales u orales simplemente no existen, y es el filo de la imaginación del poeta quien
crea las condiciones propicias a la exaltación y desenvolvimiento del banquete. Ejemplo de
otra comida rústica, sucedida en rudo albergue, en donde Ignacio es recibido por un perro
vigilante, es aquella acondicionada por un modesto labrador. De la mano de este y su hija
se suceden: jabalíes, cabritillos, palomas (suculento asado), el ajo mordaz que condimenta
la carne, la leche de alabastro que se convierte en queso; todo lo cual sostenido en un
“cándido mantel de lino que sabe a pino ageste”. Continúa el desfile, y a las frutas les llega
su “carnoso y voluptuoso” turno: “la cerrada avellana, la arrugada nuez, el atezado higo, el
pesado melón, la complicada pasa, la entreabierta granada…”liv
Pero quizás lo más importante de este procedimiento de inclusión en la exclusión
surja cuando lo que se resalte de Ignacio sean sus privaciones. Cuando, en la continuidad
de su viaje, en su errabundeo entre fatigas y hambres que lo postran, en su continuo
18
deambular, repara, al fin, en una casa abandonada. En este pasaje se destaca como la
negación puede ser desplegada positivamente (de manera alusiva e indirecta pero
encontrando en los objetos ausentes concreciones imaginarias), como, citando una vez más
a Meo Zilio, “no se dice directamente que pasa hambre y sed y calor y sueño, sino que
ningún hogar le proporciona comida, ni fresca lechuga, ni blanda cama…”lv En esto puede
hallarse, más allá del refinamiento del poeta y su ideal de lujo y sensualidad, la
característica elevación del dualismo contrastante ahí justo donde uno de los polos (el de lo
real) falta. Los manjares, el ideal de confort, la sensualidad y el regodeo de los sentidos se
presentan como lo auténticamente real aún cuando en el plano del relato se trata de lo
contrario, como en el delirio del sediento. “Dicho sensualismo del gusto se prueba por el
tipo de cosas que le hace faltar al pobre Ignacio; no el simple pan para quitarse el hambre,
ni un simple jergón para descansar sino la “pechuga de perdiz”, “la blanda cama con lienzo
de holanda…”lvi
. Por su importancia reproducimos aquí los versos:
“No el hogar le doctrina la comida,
no le adula el calor fresca lechuga,
lisonja de las mesas, ni manida
la perdiz le desnuda su pechuga
no la nieve le ata la bebida,
no blanda holanda su sudor enjuga:
llamas bebe en las aguas cristalinas;
su mesa se consagran las encinas…”lvii
Y el resto…
Las contraposiciones morales transmutadas en imágenes de honda vitalidad
biológica, biología que se mineraliza, mineral (roscas de cristal, contorsiones serpentinas,
Góngora) que se licua en corrientes acuáticas:
“Lengua es cualquier hierba, de serpiente;
cualquier flor es ponzoñosa escama;
la fruta dulce, venenado diente;
áspid fatal, la más amiga rama;
víbora de cristal, cualquier corriente;
quelidro, el sol en su amarilla llama…”lviii
Y cuando la admonición se queda sólo en el plano ético-moral, siempre se resalta
(con delectación, fruición sensible) aquello que se busca anatemizar, enquistándose la
contradicción formal insalvable:
“Oh tú, que oprimes el mullido lecho
cuyo cariño desplumó las aves
y el prolijo artesón te dora el techo
escoltando tú sueño…
Oh tú, que a los gusanos das cuidado
y a las ruecas de holanda das fatiga,
por quien Milán el oro atenüado
a los tormentos del brocado obliga…”lix
19
Y cuando la contradicción llega a su límite, el oxímoron irrumpe (y el juego de
palabras con sus torsiones, trueques y nuevas soldaduras), filigrana del misterio eucarístico,
de la fe en lo imposible (“…el hijo de Dios murió, es todavía más creíble porque es
increíble, y después de muerto resucitó, es cierto porque es imposible”lx), de la vida en la
muerte, encarnación de un absurdo dador de sentido nuevo:
“Una u otra corteza desgajada
rompe lo que ya unió toroso nudo
en la rama, que cruza atravesada
de un rudo tronco, aun para tronco rudo;
y erigida la Cruz, ensangrentada
desde el mástil al gajo cortezudo,
se dobla al peso del cadáver yerto,
que eleva a Cristo vivamente muertolxi
Todos aquellos recursos que manifiesten el artificio, la gravitación de los elementos
que en torbellinos ascienden a la luz de un conocimiento nuevo, puestos en orden para el
azoramiento de la mirada que secuestran y conculcan:
“Teatro a esta tragedia de no mudas,
funestas siempre, mal habladas scenas
era entonces Italia, en quien sañudas
las Parcas tres representaban penas:
pendiendo flechas en la espalda agudas,
áspides anudados las melenas
y ajustando el coturno al pie sangriento
sacaban de los riscos sentimientos”lxii
Y entre tantas manifestaciones, entre tantas incrustaciones, entre tantas escenas mal
habladas, en el centro del teatro de pares contrapuestos, de inclusiones plegadas-
desplegadas en otras inclusiones, de exclusiones que se aluden en el pliegue, para
corregirse y terminar por cerrarse en sí mismas (pero que de igual modo se manifiestan e
inciden en lo escrito, señalando el espacio de su misma tachadura), un paisaje se avizora, un
paisaje escamoteado, contrito, hecho de fría escayola sacramental, por sarmentosas manos
creyentes; un paisaje desolado, punto de fuga del terror, de la noche oscura como cierre,
esta vez, definitivo, el barroco de Camargo repite, en nuevas tierras, aquella proyección
metafórica que adivinó el más profundo de los gongorinos en Las Soledades de Góngora,
Lezama Lima, nuestra última cita textual:
“… la circunstancia de la contrarreforma hace de la obra de Góngora un
contrarrenacimiento. Le suprime el paisaje donde aquella luminosidad suya pudiera ocupar
el centro. El barroco jesuita, frío y ético, voluntarista y sarmentosamente ornamental, nace
y se explaya en su verbo poético, pero ya antes le había hecho el círculo frío y el paisaje
escayolado, oponiendo a sus venablos manos de cartón (…), banquete donde la luz presenta
los pescados y los pavos…”lxiii
En esta oposición insalvable, entre el objeto de luz y su noche antagónica, muchos
críticos han podido leer complementariedad y yuxtaposición, lo positivo junto con y a la
par de lo negativo, en un movimiento de vaivén y alternancia (a la manera dialéctica
20
hegeliana, por ejemplo). Pero de esta legibilidad, en el espacio doloroso de una misma
incomplitud no resuelta y más allá de la infinita cadena de significantes que estiren sus
esfuerzos por cerrar la noche sobre sí misma para de esta forma conjurar el vacío que
anuncia y promete, lo cierto es que siempre queda algo, un remanente, un pormenor
siquiera insignificante que señala, ignorándolo, las anchas fauces de un delirio que no deja
lugar a los juegos inocentes de la literatura (en el universo fecundo de los vocablos
preciosos o altisonantes, la presencia por negación de lo desagradable, de lo incómodo, de
lo feo, presiona y vuelve en el trabajo arduo de la informulada e involuntaria represión), a
sus escamoteos irrisorios, a su pulimento nunca acabado del verso, siempre por artesonar,
obsequio complicado e inerte de la poesía que retorna para demostrar lo efímero de la
belleza (o la belleza de lo efímero) y el fácil triunfo de la noche-muerte, bella en sí misma,
en su cualidad liviana de sello y colofón:
“De sus ojos la vista desatada
aquella sigue luz, que reverbera
un sol en cada rayo, en la poblada
de querúbicos astros alta esfera:
síguela; y dulcemente fulminada
en las alas, que ya vistió de cera,
desciende, y en sus lágrimas divinas
muchas desatan perlas sus ruinas.”lxiv
i Sobre la temprana y compleja dinámica relacional que se impuso entre los artistas e intelectuales de las
colonias virreinales y los representantes de la autoridad establecidos en la Metrópoli, puede consultarse el
ya clásico libro de Ángel Rama: La ciudad letrada y Transculturación narrativa en América Latina. Entre otras
herramientas disponibles en estos textos, encontraremos el concepto clave de transculturación, que tan
provechoso puede resultar a la hora de evaluar el Poema de Camargo, sus innovaciones pero también su
seguimiento (en algunos pasajes, palmo a palmo) al modelo antonomástico de la poética culterana: Las
Soledades, gongorinas. Pero sobre todo, este texto interesa, en la medida en que rige una supuesta historia
sobreimpresa a la historia real, historia que se quiere intemporal y fija, y que tiene en el modelo de la
retórica y en la lógica de los signos escriturales su más acabado modelo. Para una revisión de la obra de
nuestro poeta y su adscripción al barroco latinoamericano (o barroco tardío), además de la introducción a
las Obras, texto que recopila casi toda su producción, editado por la Biblioteca Ayacucho, y que corresponde
a Giovanni Meo Zilio, teórico que con mayor insistencia seguimos en nuestro trabajo, pueden consultarse las
siguientes obras: Alvareda, Ginés y Francisco Garfias: “El barroco”. (En su: Antología de la poesía
hispanoamericana: Colombia, pp. 15-16 y 119-125. Madrid: Biblioteca Nueva, 1957); Anderson Imbert,
Enrique: “Hernando Domínguez Camargo. (En su: Historia de la literatura hispanoamericana [I. La colonia.
Cien años de república], pp. 109-110. México: Fondo de Cultura Económica, 1961; Carilla, Emilio: “Hernando
Domínguez Camargo. (En su: El gongorismo en América, pp. 110-122. Buenos aires: Universidad de Buenos
Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Cultura Latinoamericana, 1946), y de este mismo autor:
Manierismo y barroco en las literaturas hispánicas. Madrid: Editorial Gredos, pp. 158-159, 1983; Lezama
Lima, José: “Imagen de América Latina”. (En: César Fernández Moreno, coord. América Latina en su
literatura, pp. 462-468. Siglo XXI Editores, 1974) ; y por último (aunque apenas hayamos marcado un recodo
21
en el inagotable camino abierto por los estudios coloniales) Méndez Plancarte, Alfonso: Apéndices: I.
Correcciones, II. Prosificación de las primeras 22 octavas del Poema Heroico. (En: Hernando Domínguez
Camargo, Obras, ed. de Rafael Torres Quintero, pp. 491-500. Bogotá: Publicaciones del Instituto Caro y
Cuervo, 1960).
ii Para esta noción totalizante y totalizadora de la estética, en donde el objeto a elucidar surge
paulatinamente del “inter-juego” dialéctico entre el objeto (real y construido) y el sujeto (cognoscente y por
conocer), nos ceñimos, claramente, a los principios hegelianos desarrollados en sus: Lecciones sobre la
estética, traducción de Alfredo Brotóns Muñoz, Akal, Madrid, 1989. Para un desarrollo más general, que
excede la lógica del arte y la literatura y nos sitúa en pleno terreno ontológico, cifrar: Fenomenología del
Espíritu; traducción de Wenceslao Roces; Fondo de Cultura Económica, 1992 (sobre todo la “Introducción” y
el “Primer” y “Segundo” capítulo).
iii Moreano Alejandro: “El discurso del (neo) barroco latinoamericano”: ensayo de interpretación,
www.uasb.edu.ec/.../el%20neobarroco%20alejandro%20moreano.pdf. El autor transcribe el siguiente
pasaje de Wofflin: “El barroco no es ni el esplendor ni la decadencia del clasicismo, sino un arte totalmente
diferente”: Wofflin Heinrich: Conceptos fundamentales para la historia del arte (1915).
iv Esta afirmación perteneciente a Eugenio D´Ors, será recogida más tarde en el ensayo de Alejo Carpentier:
“Lo barroco y lo real maravilloso”, en La novela latinoamericana en víspera de un nuevo siglo, Siglo XXI
Editores, México, 1981, pp. 113-114.
v Lezama Lima, José: “Sierpe de Don Luis de Góngora”, en Lezama Lima, Editorial Jorge Alvarez S.A.; 1968,
pp. 194-200.
vi Sarduy Severo: “Barroco”: en Obra Completa, Tomo II; Gustavo Guerrero-Francois Wahl coord. Edición
Crítica; Editorial Sudamericana; p. 1197.
vii Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200.
viii Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200
ix Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200
x Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200
xi Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200 (todas las cursivas son nuestras)
xii Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pp. 1200-1201
xiii Lezama Lima, José, óp. cit. v; pág. 196.
xiv Sarduy Severo, óp. cit. vi; pág. 1221.
xv Sarduy Severo, óp. cit. vi; pág. 1221.
xvi Indudablemente, el vacio, o su correlato, la nada, como pura operatividad, como concepto embrague,
pura fuerza pulsional que permite al orden simbólico descansar en una cierta homogeneidad-cerrada,
descansa en teorizaciones que recorren desde el psicoanálisis lacaniano hasta la teoría política posmoderna.
22
Nosotros abrevamos en Lacan ciertamente, pero también en autores que en buena medida operaron, a
partir de sus teorías, traslaciones que van desde lo puramente hermenéutico, hasta la construcción de
nuevos objetos de estudios. Esto nos condujo a priorizar, en nuestro análisis del Poema, la horizontal del
funcionamiento significante por la vertical del sentido a desentrañar. En tal sentido, la hagiografía del Santo
se nos aparece sólo como una excusa, apta, como cualquier otra, para desencadenar la (com)pulsión
poético-verbal del lenguaje. Por otra parte, existe una riquísima historia que envuelve al concepto de vacío
en la cultura y el pensamiento universal, tanto sea que nos detengamos en Occidente como en Oriente, pero
dichas variantes, decisivas en múltiples aspectos, exceden el marco de nuestro trabajo, por lo que no
podremos siquiera consignarlas al pasar en esta nota, mucho menos agotar sus serpenteantes recorridos y
valencias. Nos bastará señalar lo siguiente, dos grandes presencias se miden en la obra neo-barroca, la nada
existencialista (proveniente, claro está, de las configuraciones teóricas de Sartre en su El ser y la nada) y la
nada budista (el no-ser o estado de nirvana al que se arriba después de múltiples reencarnaciones); ahora
bien, el concepto de nada casi no aparece en la religión budista, en cambio sí aparece la noción de vacío. El
siguiente fragmento de Hacia el despertar espiritual, nos parece revelador, ya que muchas consideraciones
extractadas por el autor hemos nosotros encontrado en autores neobarrocos como Severo Sarduy y Lezama
Lima, y porque marca, más allá del antagonismo semántico y narrativo, relaciones de proximidad (irritada la
una, de aceptación y reconocimiento la otra) en torno a un mismo lexema traumático (nada o vacío),
resuelto de forma inconciliable por dos esferas (donde giran sensibilidades, ideas y cuerpos) tan alejadas.
Citamos: “He aquí una palabra, ‘nada’, de gran trascendencia filosófica, convertida en un ‘ismo’ por autores
como Schopenhauer o Nietzsche. Y es que el nihilismo supone la gran desembocadura del pensamiento
filosófico moderno y posmoderno. El ‘ismo’ de la existencia, según Sartre, radica en la aceptación de la nada
frente a lo trascedente o metafísico (…) ¿Qué puede hacer el ser frente a la nada? ¿Qué puede hacer ‘algo’
frente a algo que es ‘nada’? ¿Qué puede explicarnos que de la nada surja algo? ¿Qué sentido tiene ser algo
para luego ser nada? Aquí tenemos la gran dicotomía del sentido de la existencia: idealismo-materialismo
(…) El budismo asigna dos cualidades de la existencia que niegan la esencia. La característica del no-ser o no-
alma y la impermanencia. El budismo no habla de la nada sino del vacío (sunya)… Y hay una gran diferencia.
La nada es intransitable, pero en el vacío se puede entrar, afortunadamente. La meditación es la entrada en
el vacío…” (Hacia el despertar espiritual, Martínez Sánchez, José; 2009, Ed. Lulu, España, pág. 248). Como
podemos observar, entre la nada sartreana, negación del todo y de todo, imposibilidad del pensamiento,
encontramos el vacío budista (variante del Oriente en una de sus religiones más representativas), donde a
esa negación pura, a esa imposibilidad sin gravitación ni pasaje, opone el vacío, como una suerte de nada
permeable, pasible de alcanzar y ser ocupada. Finalmente, para una aproximación al concepto de la nada, tal
y como nosotros la usamos en el presente trabajo, como una función operativo-genética, véase, además del
ya citado ensayo “Barroco” de Severo Sarduy y de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, entre una ingente
cantidad de trabajos (la mayor parte provenientes de relecturas y reelaboraciones de la teoría hegeliana, de
Lacan y de los aportes de la nueva lingüística), las siguientes obras: Slavoj Zizek: El espinoso sujeto, El centro
ausente de la ontología política, Espacios del saber, Paidós Editorial, 2001 (sobre todo pp. 127-133); Deleuze
Gillles: El pliegue, Leibniz y el Barroco, Paidós Básica, Buenos Aires, junio 2005 (sobre todo pp. 50-53, donde
una noción como despliegue, aglutina todas las características propias de la operatividad con la que
definimos el vacío o la nada, y sustenta su teoría del plegado barroco como manifestación de este
despliegue original, surgido de ninguna parte, como una petición de principio o como una creación ex
nihilo); Kojeve Alexandre: La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel; Fausto ediciones, 1999 (pp. 17-19);
Slavoj Zizek: Porque no saben lo que hacen, El goce como un factor político, Espacios del saber, Paidós
Editorial, 1998 (sobre todo pp. 137-234); Badiou Alan: Deleuze, El clamor del ser, Editorial Manantial, 1997
23
(sobre todo pp. 116-119); Slavoj Zizek: Mirando al sesgo, Una introducción a Jaques Lacan a través de la
cultura popular, Espacios del Saber, Paidós Editorial, Buenos Aires, 2002 (sobre todo pp. 25-30)
xvii Dice Severo Sarduy en “Barroco”, pág. 1221 de su Obra Completa: “El horror al vacío expulsa al sujeto de
la superficie… para señalar en su lugar el código específico de una práctica simbólica. En el barroco, la
poética es una retórica: el lenguaje, código autónomo y tautológico, no admite en su densa red, cargada, la
posibilidad de un yo generador, de un referente individual, centrado, que se exprese –el barroco funciona al
vacío–, que oriente o detenga la crecida de signos. Dice Lezama Lima en su “Sierpe de Don Luis de Góngora”:
“Faltaba a esa penetración de luminosidad la noche oscura de San Juan, pues aquel rayo de conocer poético
sin su acompañante noche oscura, sólo podría mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la
escayolada. Quizás ningún pueblo haya tenido el planteamiento de su poesía tan concentrado como en ese
momento español, en que el rayo metafórico de Góngora necesita y clama, mostrando dolorosa
incompletez, aquella noche oscura envolvente y amistosa (…) Será la pervivencia del barroco poético
español las posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche
oscura de San Juan.” Óp. cit. pág. 199. Modestamente entendemos que esta última cita ilumina (con su
juego de cromática alternancia, con sus luces y sus sombras, con sus claroscuros en abierta suspensión) y
complementa la primera, y contribuye a delinear los trazados de nuestro análisis del Poema de Camargo,
toda vez que la plenitud ausente de San Juan, su noche oscura transmutada poéticamente, y reinterpretada
tan originalmente por Lezama, no sólo se traduce a través de toda la serie de contraposiciones retóricas (ya
sean visuales, imaginativas, mitológicas, culturales o filosóficas) sino que es condición necesaria para que
estas contraposiciones se sucedan encadenándose hasta erigirse en la columna vertebral (lógico-poética) de
la obra.
xviii La información sobre el legado testamentario dejado por Hernández Camargo la encontramos en el
prólogo (que por el tamaño y el aliento resulta mucho más que un prólogo, y alcanza las alturas de un
ensayo crítico de la obra y vida del poeta, quizás uno de los más ricos que uno pueda consultar) a las Obras
del escritor, publicadas por la Biblioteca Ayacucho. El prólogo es fruto de la pluma de Meo Zilio. Para todo lo
cual, véase: Camargo Domínguez, Hernando: Obras, prólogo Giovanni Meo Zilio, Fundación Biblioteca
Ayacucho, Venezuela, 1964. Muchas de nuestras hipótesis deben mucho al trabajo de investigación de este
eximio crítico literario, punta de lanza para comenzar a deshilvanar la interrelación o comunión necesaria
entre la faceta existencial y la faceta artística del poeta colombiano.
xix Op. cit. xviii; pp. XIX-XX
xx Óp. cit. xviii; pág. XI
xxi Óp. cit. xviii; pág. XI
xxii Óp. cit. xviii; pp. XX y XXI
xxiii Óp. cit. xviii; pág. XII (todas las cursivas, a partir de ahora, nos pertenecen)
xxiv Óp. cit. xviii; pág. XII
xxv Óp. cit. xviii; pág. XIII
xxvi Óp. cit. xviii; pág. XIV
24
xxvii Óp. cit. xviii; pág. XIV
xxviii Op. cit. xviii; pp. XIV-XV
xxix Óp. cit. xviii; pág. XV
xxx Óp. cit. xviii; pág. XV
xxxi El extracto de la Invectiva que citamos, se encuentra en el prólogo: pág. XVI
xxxii Óp. cit. xviii; pp. XVI-XVII
xxxiii Op. cit. xviii; pág. XVIII
xxxiv Op. cit. xviii; pág. XX
xxxv Mascarada o, en términos posicionales, apariencia, una construcción de la personalidad obedeciendo a parámetros dictados por la lógica de la ficción en su forma más pura (radical). El sujeto-Uno (homogéneo, siempre igual a sí mismo, convencido de sus actos y de sus intervenciones públicas) oculta la falla radical que lo constituye en tanto sujeto de la enunciación, para disimularlo entre los pliegues del sujeto del enunciado (entre paréntesis, en esta combinatoria se puede leer el hallazgo fundamental de Hegel, al discernir en el Sujeto el carácter ontológico constituyente de su actividad, como el revés o la otra cara de un sesgo patológico irreductible a su condición en tanto sujeto, véase más arriba, Zizek Slavoj, El espinoso sujeto, pág. 87, y, para las consideraciones siguientes, también en la misma obra, pág. 214). Para comprender mejor estas facetas patológicas de la máscara en tanto fenómeno ligado a la apariencia, en su condición no aleatoria sino necesaria y ontológicamente inherente a la noción misma de sujeto, máscara que no esconde ninguna verdad más allá de la apariencia que designa y señala (por lo tanto queda expulsada toda razón trascendental; llámese a esta razón: verdad, ser, sustancia, etc.), nos permitimos la siguiente presentación de niveles, donde se distinguen dialécticamente dos parejas de opuestos: la pareja de la realidad y su simulacro, y la pareja de lo Real y su apariencia. Para nuestra hipótesis, el último asiento de niveles tipificados, resulta más que sugerente:
La apariencia en el sentido simple de “ilusión”, la representación/imagen falsa/distorsionada de la realidad (el lugar común de que “las cosas no son lo que parecen”), aunque, por supuesto, hay que introducir una distinción adicional entre la apariencia en cuanto mera ilusión subjetiva (que distorsiona el orden de la realidad construido trascendentalmente) y la apariencia en cuanto orden constituido trascendentalmente de la realidad fenoménica en sí, que se opone a la “cosa en sí”.
La apariencia en el sentido de ficción simbólica, es decir (en términos hegelianos) la apariencia como esencial: el orden de las costumbres y los títulos históricos (“el honorable juez”, etc.) que es “una mera apariencia”, pero si lo perturbamos se desintegra la realidad social.
La apariencia en el sentido de signo indicativo de que hay algo más allá (de la realidad fenoménica directamente accesible), es decir, la aparición de lo suprasensible: lo suprasensible solo existe en cuanto aparece como tal (como el presentimiento indeterminado de que “hay algo debajo de la realidad fenoménica”). (La cursiva es del autor citado)
Finalmente (y solo aquí encontramos lo que el psicoanálisis denomina “fantasía fundamental”, así como el concepto fenomenológico más radical de “fenómeno”), la apariencia que lleva el vacío que está en medio de la realidad, es decir, la apariencia que oculta el hecho de que, por debajo de los fenómenos, no hay nada que ocultar. (En este caso, tanto la cursiva como la negrita nos pertenecen).
xxxvi
Óp. cit. xviii; pág. XXIII
xxxvii Óp. cit. xviii; pág. XXIII
25
xxxviii Para un acercamiento a este procedimiento, una de las herramientas retóricas barrocas por excelencia,
véase la perspicaz lectura que realiza Antonio Pérez Lasheras de la fábula gongorina de Piramo y Tisbe, en:
Lasheras Pérez, Antonio: “La disyunción en Góngora, (aproximación a su estudio a partir de La fábula de
Piramo y Tisbe)”; www.dialnet.unirioja.es/servlet/fichero_articulo?codigo=68956&orden=7385 . Leamos
sus palabras acerca del procedimiento, y la relación con una supuesta finalidad que excedería la
construcción de un objeto estético, para acercarlo a un objeto crítico: “La disyunción (o contraposición) es
una de las fórmulas sintácticas utilizadas por el poeta para expresar la ambigüedad, manifestando con
mucha frecuencia la duda del narrador, su miedo a la cuantificación exacta o a la definición concreta. De
esta manera nos ofrece unas meta–realidades complejas, cuyas mixturas, a veces, componen metáforas o
imágenes de difícil asimilación… El poeta se autoexige un grado de dificultad en el lenguaje, se expresa
hermética, crípticamente. Y a través de esta expresión está reflejada la zozobra, la inseguridad y la propia
dificultad para aprehender la realidad…”; pág. 3.
xxxix Domínguez Camargo, Hernando: Poema Heroico, San Ignacio de Loyola Fundador de la Compañía de
Jesús; Libro Primero, Canto Primero, pág. 42; en: Obras; Fundación Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1964.
xl Óp. cit. xxxix; pág. 42
xli Óp. cit. xxxix; pág. 43
xlii Óp. cit. xxxix; Libro Primero, Canto Cuarto, pág. 90 (las cursivas en el poema son nuestras)
xliii Óp. cit. xxxix; Libro Primero, Canto Tercero, pp. 76-77
xliv Óp. cit. xxxix; Libro Primero, Canto Cuarto, pág. 93
xlv Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Segundo, pág. 117
xlvi Óp. Cit. xviii, pág. XL
xlvii Óp. Cit. xviii, pág. XL
xlviii Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Segundo, pág. 120
xlix Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Segundo, pp. 121-122
l Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Tercero, pág. 136
li Óp. Cit. xviii, pág. xlv
lii Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Quinto, pág. 152
liii Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Quinto, pág. 157
liv Óp. cit. xxxix; Libro Cuarto, Canto Tercero, pág. 266-267
lv Óp. Cit. xviii, pág. xlix
lvi Óp. Cit. xviii, pág. xlix
26
lvii Óp. cit. xxxix; Libro Tercero, Canto Tercero, pág. 203
lviii Óp. cit. xxxix; Libro Tercero; Canto Segundo, pág. 196. Para una comprensión cabal de las metáforas
biológicas, y de la concepción biologicista (y cientificista en general) como cantón inagotable de
transmutaciones orgánicas para objetos, minerales, personas, etc., en el Poema de Camargo, véase el
siguiente artículo: Valcárcel, Carmen de Mora: “Naturaleza y barroco en Hernando Domínguez Camargo”,
Universidad de Sevilla, www.cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/38/TH_38_001_059_0.pdf (Centro
Virtual Cervantes). Para un panorama amplio de los recursos del barroco en relación con las ciencias
positivas empíricas (especialmente las que tienen como objeto la Naturaleza), y para una comprensión del
fenómeno, recurrente del barroco (en tanto corriente filosófica y artística), de investir de comparaciones y
metáforas signadas por la cultura todos los elemento sémicos pertenecientes al “orden natural” (naturaleza
como una forma más de la cultura para el hombre), considérense los siguientes trabajos: Gimbernat de
González, Ester: “En el espacio de la subversión barroca, el Poema Heroico de H. Domínguez Camargo;
Universidad de Texas, www.cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/37/TH_37_003_035_0.pdf (Centro
Virtual Cervantes); Miranda García Alberto Carlos: Revista Orígenes: “Un Estado Organizado Frente Al
Tiempo”. Barroco, Cultura e identidad en América Hispánica;
www.diarium.usal.es/carlosgarciamiranda/2011/01/19/revista-origenes-Cun-estado-organizado-frente-al-
tiempo-barroco-cultura-e-identidad-en-america-hispanica/; Hauser Arnold: Historia social de la literatura y
el arte. Debolsillo, Barcelona, 2004 (sobre todo el tomo III, y los capítulos dedicados al barroco y al
manierismo). Para una confrontación entre el barroco histórico y el neo-barroco, y la necesidad de
reintroducir estos términos dentro de los paradigmas históricos que les pertenecen, véase: Nuñez, Ángel: El
canto del Quetzal, reflexiones sobre literatura latinoamericana, Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2001.
Éste último autor descree de un barroco a-histórico, por lo cual todos los análisis de los recursos barrocos
llevados a cabo por autores contemporáneos tales como Severo Sarduy, Lezama Lima o Alejo Carpentier, le
parecen, en definitiva, limitados a un orden temporal ajeno al objeto sobre el cual recaen sus miradas; en
otras palabras, “utilizan autores y obras lejanas (temporalmente) para responder a planteos y problemáticas
actuales (entre, ellas, la que atañe a los límites y desafíos de la literatura de nuestro tiempo).
lix Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Cuarto, pág. 146
lx Esta cita pertenece a Tertuliano y ha sido transcripta de los apuntes que Lezama Lima dejó para una futura
conferencia sobre su novela Paradiso, para la cual puede consultarse la edición crítica preparada por Cintio
Vitier (el dossier se encuentra al final de la novela) y que figurará en la bibliografía de nuestro trabajo.
lxi Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Cuarto, pág. 140
lxii Óp. cit. xxxix; Libro Tercero, Canto Segundo, pág. 197
lxiii Lezama Loma, José, óp. cit. v, pág. 196-197
lxiv Óp. cit. xxxix; Libro Quinto, Canto Quinto, pág. 360
27
Bibliografía consultada
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Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1964.
Rama Ángel: La ciudad letrada, Hanover, Nueva Jersey: Ediciones del Norte, 1984.
Rama Ángel: Transculturación narrativa en América Latina. México: Siglo XXI, 1982.
Sarduy Severo: Obra completa, Tomo II; Edición crítica a cargo de Guerrero Gustavo-
Francois Wahl; ALLCAXX, Editorial Sudamericana, España, 1999.
Lima Lezama: Lezama Lima (recopilación de textos a cargo de Armando Alvarez Bravo);
Editorial Jorge Alvarez S.A., 1968.
Lima Lezama: Paradiso, Edición crítica a cargo de Cintio Vitier, Colección Archivos,
ALLCAXX, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 1993.
Zizek Slavoj: El espinoso sujeto, El centro ausente de la ontología política; Espacios del
Saber, Editorial Paidós, Buenos Aires, Barcelona, México; 2001.
Zizek Slavoj: Porque no saben lo que hacen, El goce como factor político; Espacios del
Saber, Editorial Paidós, Buenos Aires, Barcelona, México; 1998.
Zizek Slavoj: Mirando al sesgo, Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura
popular; Espacios del Saber, Editorial Paidós, Buenos Aires, Barcelona, México; 2002.
Lacan, Jacques: Escritos; Buenos Aires, México; Siglo XXI Editores, 2008.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: Lecciones sobre la estética, traducción de Alfredo
Brotóns Muñoz, Akal, Madrid, 1989.
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28
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www.dialnet.unirioja.es/servlet/fichero_articulo?codigo=68956&orden=7385.
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de Sevilla, www.cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/38/TH_38_001_059_0.pdf.
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Tiempo”. Barroco, Cultura e identidad en América Hispánica;
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Hauser Arnold: Historia social de la literatura y el arte. Debolsillo, Barcelona, 2004.
Nuñez, Ángel: El canto del Quetzal, reflexiones sobre literatura latinoamericana, Buenos
Aires, Ediciones Corregidor, 2001; (apuntes de cátedra de Literatura Latinoamericana I).