Reflexiones en torno a la experiencia y sus complejos protocolos (Versión preliminar)
Die Sinne sind daher unmittelbar in ihrer Praxis Theoretiker geworden.
[Los sentidos se han vuelto por ello inmediatamente teóricos en su praxis.] K. Marx.
Me gustaría introducir las reflexiones que siguen con la lectura de dos curiosas
anotaciones de Wittgenstein, escritas en 1931, y que aparecen consecutivamente en el
libro recopilado bajo el título de Observaciones misceláneas (Vermischte Bermerkungen).
Las transcribo aquí:
Ich denke tatsächlich mit der Feder, denn mein Kopf weiß oft nichts von dem, was meine Hand schreibt. (Die Philosophen sind oft wie kleine Kinder die zuerst mit ihrem Bleitstift beliebige Striche auf ein Papier kritzeln & nun den Erwachsenen fragen ‚was ist das?’ – Das ging so zu: Der Erwachsene hatte dem Kind öfters etwas vorgezeichnet & gesagt: ‚das ist ein Mann’, ‚das ist ein Haus’ u.s.w.. Und nun macht das Kind auch Striche & fragt: was ist nun das?) (VB, 52-3) [Pienso en realidad con la pluma, pues mi cabeza a menudo no sabe nada de lo que mi mano escribe. (Los filósofos son a menudo como niños pequeños que primero garabatean con su lápiz cualesquiera trazos sobre un papel y luego preguntan a los adultos ‘¿qué es eso? – Esto es lo que pasó: el adulto había dibujado con frecuencia algo para el niño y decía: ‘eso es un hombre’, ‘eso es una casa’, etc. Y ahora el niño también hace trazos y pregunta: y ahora ¿qué es esto?)]
La apretada reflexión que contienen estas anotaciones merece una sostenida, una
demorada atención. En primer lugar habría que hacer una consideración de tipo histórico.
Wittgenstein, el filósofo que, en principio, dio origen al positivismo lógico, y luego a la
filosofía del lenguaje común; el filósofo desmitificador cuya intención última habría sido
hacer desaparecer del lenguaje todo trazo de metafísica –es decir, de sinsentido–, parece
confesar, en una suerte de “arte poética”, que escribe bajo los dictados de la pluma y no
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los de la cabeza (es decir, del sentido común, la lógica, la razón). Esta afirmación bastaría
para incluirlo –y en este sentido, también desconstruirlo– entre los pensadores de la
medialidad (recordemos que unas décadas antes Nietzsche había afirmado que nuestros
pensamientos están sometidos a nuestros medios de escritura.) En todo caso, queda claro
que esta frase propone de entrada no sólo una renuncia al control del sentido desde una
instancia ordenadora, sino también una particular oposición binaria. Una tal poética
filosófica, más cercana a una anotación de Rilke que a una reflexión de Husserl, más
emparentada con la escritura automática que con las proposiciones de Russel, pero
influenciada, innegablemente, por el pensamiento aforístico Nietzscheano, está
apuntando a una distinción que resulta crucial para mis propósitos: cabeza y mano
funcionan allí como metonimias de dos “escenas”; la primera, la del proceso intelectivo
(la cabeza como asiento de las facultades racionales del ser humano), la segunda, la de la
escritura (la mano como órgano que empuña la pluma); dos escenas que para escándalo
de la tradición filosófica se presentan aquí disociadas, aunque ambas caracterizan formas
de pensar: pensar con sentido y pensar –haciendo trazos, escribiendo– con la pluma. Esto
quiere decir, básicamente, que si no estoy pensando de manera normalizada, con la razón,
con las facultades mentales, lo que escribo/pienso resulta (o puede resultar) ser un texto
(un artefacto cultural) que no responde al orden de la razón, que sería el del ordenamiento
conceptual, sino a un orden distinto de producción de sentido. Llamaremos a esta otra
forma de pensar, a este pensar con la pluma, por motivos que se harán evidentes en un
momento, una instancia de producción significante. Pero volvamos a las anotaciones de
Wittgenstein.
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En la edición crítica de las Observaciones misceláneas, publicada en 1994, no se
especifica si estas anotaciones eran en efecto contiguas en el manuscrito. Pero en todo
caso resulta curioso que, para efectos de nuestra lectura, en ambas el hilo conductor sea
el planteamiento de la posibilidad de escribir, dibujar, hacer trazos –con pluma o lápiz–
con o sin sentido. No cabe duda de que afirmar que se piensa con la pluma, y no con la
cabeza, implica de entrada una inversión de la más rancia tradición del pensamiento
filosófico (al igual que afirmar, como lo hace Wittgenstein en otro pasaje, que
“Philosophie dürfte man eigentlich nur dichten” [de hecho la filosofía sólo se debería
poetizar; 58]). Por ello, resulta sintomático que la frase al comienzo del pasaje entre
paréntesis hable precisamente de los filósofos. Sin embargo, en apariencia esta nueva
reflexión parece contradecir, o al menos contravenir, la anterior. Veamos esto con detalle.
Reaparece en el paréntesis la distinción pensar con la cabeza/pensar con la pluma,
ahora en la forma de dibujar (vorzeichnen)/garabatear (kritzeln), pero con la diferencia de
que, si antes ambas actividades eran realizadas por el sujeto, ahora razón y producción se
ven disociadas en la oposición binaria adulto/niño. Los filósofos son niños; los adultos,
obviamente, las personas con uso de razón. Y esa postura infantil es la que lleva a cabo
precisamente un escribir que no responde al orden de la racionalidad y que, por lo tanto,
deviene un garabatear. Tenemos entonces las dicotomías infancia-adultez, garabatear-
dibujar. Pero es el niño, y aquí reside la crítica (tradicionalmente entendida) de
Wittgenstein a la filosofía, el que no percibe las dicotomías, el que las borra al no
encontrar diferencia entre el dibujar del adulto y su garabatear. De acuerdo al niño –que,
no lo olvidemos, es el filósofo– no hay diferencia entre dibujar y garabatear y en
consecuencia resulta igualmente legítimo preguntar por lo que es aquello que se garabatea
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que por lo que es aquello que se dibuja. En la escena original (“esto es lo que pasó”) –y
esta parece ser la propuesta crítica de Wittgenstein– el adulto al dibujar representa (“una
casa”, “un hombre”), es decir hace patente un espacio de sentidos ya establecidos. Sin
embargo, el niño lee mal la escena: para él lo que ocurre es que el adulto, ahora
desjerarquizado en un simple “otro”, tendría la capacidad de producir (algún) sentido
(“esto es…”) sobre cualquier tipo de trazo que se le presenta. Y como resultado de dicha
mala lectura de la escena a partir de hacer borrosas las oposiciones (adulto/niño;
dibujar/garabatear) es que el filósofo-niño llega a formular la pregunta que, por ejemplo
según Heidegger, constituye no “una” sino “la pregunta histórica de nuestra existencia
occidental-europea” (Was ist das – die Philosophie, 10): la pregunta “¿qué es esto?”.
Imposible no ver aquí los rasgos de la crítica a la metafísica que Wittgenstein construye a
lo largo de su obra (así como una ironía intempestiva respecto a la aseveración de
Heidegger); metafísica que él atribuye a usos inadecuados del lenguaje –una instancia de
los cuales sería justamente esa pregunta de origen verbal griego. Y como de lo que se
trata, según Wittgenstein, es de devolver al uso corriente las aplicaciones metafísicas del
lenguaje (PU, 300), la extraña situación que presenta el paréntesis se explica con una
descripción normalizadora: los niños están imitando una conducta racional, pero en su
limitada capacidad como infantes la remedan de manera exterior, sin entenderla y por
tanto distorsionándola. Hasta aquí el paréntesis. Volvamos, entonces, a la conjunción de
ambas anotaciones.
Quiero ahora insistir en el paralelismo que se establece entre la primera frase y el pasaje
entre paréntesis. Lo hago explícito: Wittgenstein, el filósofo escribe (traza) algo de lo que
su cabeza no sabe nada; los filósofos hacen trazos que para el adulto/no-filófoso no se
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entienden. Es cierto que la primera frase dice “escribe” (schreibt) y la segunda
“garabatean” (kritzeln). No lo es menos que, conocida la posición crítica de Wittgenstein
respecto a la filosofía, la comparación de los filósofos con niños parece apuntar
claramente en la dirección de hacer evidente hasta qué punto aquellos se dejan
“embrujar” por sus construcciones verbales (Philosophische Untersuchungen, § 109) –
sus garabatos. Sin embargo, la primera frase no nos permite confinarnos a la vulgata
wittgensteiniana pues ejerce un poderoso efecto desconstructivo: el mismo Wittgenstein
reconoce que su cabeza no sabe nada de aquello que escribe y, si eso es cierto, también
ha de aplicarse a la anotación entre paréntesis. Entre ambas anotaciones se establece una
compleja tensión dialéctica en la que la crítica se diluye en posible descripción y
viceversa. Procedamos entonces, sin prejuicios racionalistas –perdóneseme el oxímoron–
y tomando cum grano salis la versión oficial de la filosofía de Wittgenstein, a analizar las
implicaciones de esta situación. (Cabría aquí una reflexión sobre las analogías con la obra
teórica de Valéry.)
Las oposiciones niño/adulto y garabatear/dibujar podrían identificarse por analogía en
la primera anotación reunidas en un único sujeto: productor/lector que “piensa con la
pluma”. La actividad del pensar por ello trasciende el ámbito de la racionalidad
restringida, el espacio de los sentido aceptado y sancionados colectivamente, para
incursionar en el de la producción de sentidos. Este estado de cosas nos permite invertir
la lectura normalizada implícita en el pasaje entre paréntesis, es decir, adoptar la mala
lectura filosófico-infantil como una propuesta alternativa de hacer o, más precisamente,
como la posibilidad de producir sentido. Así, si la metáfora del dibujar/garabatear puede
ahora explicitarse como formas de escritura –y por extensión un tanto problemática por
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ahora, de pensamiento– (volveré sobre este punto), hemos de concluir que la conjunción
de esas dos anotaciones plantea la posibilidad de “recibir” esas formas –evito
voluntariamente el verbo “percibir”– fuera del orden conceptual que las sanciona como
poseedoras o carentes de sentido. Pero exploremos esta noción de “recibir”.
Cuando algo –no determinemos por ahora su naturaleza– se nos presenta, lo percibimos
supuestamente a partir de nuestros sentidos: veo un árbol, una casa, un juego de fútbol;
oigo música, ruido; percibo una situación tensa, una insinuación amorosa; contemplo una
obra de arte, etc. Pero esta evidencia se deshace una vez que exploramos con más detalle
el proceso mismo de dicha percepción. Podemos decir que todo ser humano ve un árbol
cuando tiene uno enfrente. Pero ¿podríamos decir que ocurre lo mismo con el juego de
fútbol? ¿No se requiere acaso de una historia y de una cultura para percibir lo que allí
sucede? Si bien es cierto que todos los seres humanos oímos, ¿se puede decir que
inequívoca y transhistóricamente todos perciben un determinado arreglo de sonidos como
música, como ruido? Por otra parte, ¿son los indicios de la tensión o del erotismo
independientes de un aprendizaje, de una “educación sentimental” que está
indisociablemente vinculada a una sociedad, a una cultura? Y por último, ¿sería posible
decir –al menos, de manera evidente, después de Duchamp– que percibimos de inmediato
y sin hesitación lo que es una obra de arte y lo que no lo es? A lo que quiero llegar es al
hecho de que percibimos sin ambigüedad cosas y sensaciones. Pero una vez fuera del
ámbito restringido de dichos fenómenos, lo que percibimos está condicionado por un
complejo de procesos de aprendizaje, con anclaje histórico y cultural, que por razones
que es preciso analizar se hacen inconspicuos al ser etiquetados con la rúbrica de
“experiencia”.
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Habría sin embargo que preguntarse, ¿pero no es entonces la experiencia lo que se
adquiere de forma directa, en contacto con las cosas y los hechos, al margen de las
interpretaciones? En base a lo dicho anteriormente, se hace necesario distinguir dos
formas de experiencia. Apelemos, para determinarlas, a las dos palabras que tiene el
alemán para denominarla: una es la palabra Erlebnis, derivada del verbo leben: vivir, y
que significa “padecer, compadecer, tomar parte” (Duden), y la otra es la palabra
Erfahrung, derivada del verbo erfahren, que etimológicamente significaba “viajar,
atravesar, recorrer, alcanzar” (Duden). En el primer caso, la experiencia indica lo que se
puede percibir/recibir de forma inmediata, como pasión, padecimiento; en el segundo, lo
que requiere de un proceso, una travesía, para aparecer. La duplicidad terminológica del
alemán se complementa de manera enriquecedora con la anfibología latina que vincula en
una palabra ambas nociones. La palabra experientia significa “intento, prueba,
experimento” (Lewis and Short) y sólo por transferencia, en el período posterior a
Augusto, lo que hoy entendemos por experiencia; la palabra experimentum tiene
exactamente el mismo significado original y el mismo sentido transpuesto. Ambas
derivan del verbo experiri que tiene como sentido etimológico –a partir del prefijo ex y
de la raíz per– “conducir”; “pasar a través” (Lewis and Short). Tenemos entonces la
posibilidad de entender la experiencia –en este segundo sentido, que es el que acá nos
ocupará– contra toda una tradición, es decir, como un procedimiento, más precisamente
como un experimento en el que no sabemos de antemano cuál será el resultado. La
experiencia es un aprendizaje que, en tanto un proceso, permite comenzar a identificar un
determinado utensilio, una determinada situación, un determinado arreglo de cosas o de
hechos; es, por decirlo así, un proceso que, una vez asimilado, nos permite “etiquetar” un
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estado de cosas y, de allí en adelante, proyectar sobre lo percibido lo ya sabido y
entenderlo de acuerdo a ello.
Como resultado de esta reflexión, las teorías más recientes (entre las que se encuentra la
teoría de los medios, de la medialidad) han comenzado a poner en evidencia que esta
concepción de que hay una experiencia inmediata, vivible, insustituible, inefable es en
realidad un “ideologema”. Dicha concepción de la experiencia no mediada (insisto: al
margen de la percepción de cosas y sensaciones), en consecuencia, ha sido desconstruida
por una teorización que hace que entendamos que en realidad la experiencia nunca es
inmediata y que, al contrario, siempre está mediada por mecanismos que, a través de una
forma predeterminada de procesar los datos (sensoriales o de otro tipo), a través de la
herencia cultural, a través de la educación, a través de los medios que utilizamos para
transmitirlos y/o archivarlos (para sólo nombrar algunos aspectos), nos imponen maneras
de “experimentar” que sólo la costumbre hace percibir como naturales, inmediatas, puras,
esenciales, en una palabra, “humanas”. El resultado de la operación tradicional de estos
mecanismos es que se hacen invisibles, imperceptibles (de allí su carácter en parte
ideológico), pero no por ello menos presentes, ni menos efectivos. Esos mecanismos de
“adquirir” la experiencia están siempre ahí, pero (ya) no los vemos. De allí que creamos,
de manera irreflexiva, que tenemos, adquirimos experiencia cuando en realidad, las más
de las veces, sólo respondemos a patrones de convencionalización de la experiencia.
Y es precisamente con la intención de hacer patentes esos patrones, de evidenciar el
proceso de etiquetamiento que tiene lugar en lo que llamamos experiencia, que quiero
recurrir a la expresión “protocolos de la experiencia” que Deleuze y Guattari introducen,
aunque sin elaboración en Kafka. Para una literatura menor (“Nous ne croyons qu’à une
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expérimentation de Kafka, sans interprétation ni signifiance, mais seulement des
protocoles d’expérience” [No creemos sino en una experimentación de Kafka, sin
interpretación ni significancia, sino sólo protocolos de experiencia], 14). Las experiencias
verdaderamente inmediatas no requieren dichos protocolos: la luz se ve, los sonidos se
oyen, el fuego quema y los golpes duelen; no hay forma de que esto no sea así. Sin
embargo, las otras experiencias conllevan un complejo de presupuestos y de procesos
difícilmente asimilable a la respuesta inmediata, irreflexiva de la percepción y la
sensación. Por ejemplo, ver un libro –impreso, en el siglo XV; digital en el siglo XX–,
requiere de todo un entrenamiento histórico y cultural, de un protocolo que nos permita
entender que en la palabra “libro” se encierra no una simple denominación, sino también
una función, una cultura, una concepción del saber, un status, etc. En lo que sigue hablaré
de “protocolos de la experiencia” cuando quiera llamar la atención sobre el carácter de
proceso inherente a toda experiencia; es decir, cuando quiera poner el acento sobre eso
“otro” que a menudo pasa desapercibido y que califica y cualifica la experiencia.
La palabra protocolo proviene del griego (proto/kollon) y significa “la primera
ko/llhma [hoja de papiro] de un rollo que lleva la autenticación oficial y la fecha de
manufactura del papiro” (Liddell & Scott). Extendiendo esta sentido a la expresión que
nos ocupa, podríamos decir que un protocolo es el proceso que permite delimitar,
identificar y autenticar un estado de cosas como una experiencia particular, repetible,
transmisible, inteligible. El protocolo, y en este sentido podemos ver atisbos de su
aplicación en ámbitos diplomáticos, hace posible la ritualización en la que, al fin de
cuentas, consiste toda experiencia; ritualización que sólo una mirada desconstructiva es
capaz de hacer patente (más adelante daré un ejemplo emblemático). De allí que, si bien
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toda experiencia está mediada por protocolos, por efectos de convencionalización, de
ritualización, estos pierdan su carácter de proceso, se “sedimentan” transparentando lo
que así se nos aparece como “experiencia pura”: el protocolo se oculta, se hace invisible,
se naturaliza.
Esta situación debería evidenciarse en muchas circunstancias de nuestra vida diaria. Se
tiende a pensar, por ejemplo, que cuando se siente algún tipo de emoción o se tiene algún
tipo de reacción estética frente a un objeto, ello responde a que el objeto mismo genera
esa reacción y no a que ella es el resultado de una acumulación histórica de perspectivas
respecto a la forma en que nosotros recibimos/percibimos ese objeto. Esa forma de pensar
nos lleva a postular (para entrar en terrenos más controversiales) que hay obras de arte,
procesos mentales, formas de convivencia social, paradigmas de cultura, sistemas de
gobierno que son verdaderos, adecuados y correctos –“normales”– y otros que no lo son;
y, además, nos induce a creer que pensar de tal manera constituye el reflejo de una
realidad, de una verdad absoluta. Olvidamos así que en todos esos casos –en los estéticos,
en los psicológicos, en los sociales, en los culturales, en los políticos– toda reacción
nuestra está siempre mediada por una serie de mecanismos que nosotros heredamos, a
través de la escuela, de la enseñanza, de la cultura en la que estamos, de la región en la
que nos encontramos, de la lengua que hablamos. Y esos mecanismos constituyen otros
tantos protocolos de la experiencia.
En este sentido, podemos decir que el protocolo siempre está allí para “refrendar”,
“autenticar” la experiencia –incluso cuando, por efecto de la naturalización, se ha hecho
invisible. La prueba de que esto es así reside en el hecho de que, cuando se lo transgrede,
cuando de alguna manera el estado de cosas que se nos presenta no se corresponde con el
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protocolo, se nos hace imposible asimilar dicha situación a algún tipo de experiencia. En
esos casos se deshace el efecto de “naturalización”: hay un desplazamiento en relación
con el patrón heredado que constituye la experiencia, respecto a la experiencia mediada
que la cultura nos hace aprender como inmediata. La “naturalización” oculta la verdadera
“naturaleza” de los protocolos; lo que indica hasta qué punto ciertos protocolos funcionan
con la, o más precisamente, como experiencia.
Hablar entonces de “protocolos de la experiencia” implica, básicamente, llamar la
atención sobre las formas de ordenamiento en las que lo que nosotros experimentamos se
ha concretado, en tanto experiencia, para nuestra existencia; pero también recordar que la
experiencia, en el sentido que acá nos interesa, más que un “reconocimiento”, involucra
una “experimentación”, un proceso que puede, por ello mismo, distanciarse de los
protocolos establecidos; es decir, que no se aviene siempre a las “experiencias previas”.
Surge así una nueva distinción en el plano de la experiencia que venimos discutiendo.
Hemos hablado de protocolos naturalizados de la experiencia, pero ahora aparece la
posibilidad de que dichos protocolos se transgredan, se problematicen. ¿Qué ocurre en
ese caso? Para responder a esta pregunta voy a acudir a un pensador que, habiendo
reflexionado con frecuencia sobre la noción de experiencia, parece haber dado con las
claves para proponer una distinción adecuada entre las formas en las que operan los
protocolos. Walter Benjamin, en efecto, acude, en “Sobre algunos motivos en
Baudelaire” (1939), a la distinción entre Erlebnis y Erfahrung y nos proporciona, tanto
en ese ensayo como en otros textos, valiosas reflexiones sobre la experiencia. Habría que
precisar, de entrada, que la posición de Benjamin en relación a la experiencia –y a lo que
él llama “la pobreza de experiencia”– es, en cierto sentido, ambivalente. Educado en la
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fuerte cultura de la Europa central de finales del siglo XIX y comienzos del XX, era
Benjamin un heredero de las más sólidas tradiciones estéticas y filosóficas de occidente y
en tanto tal respondía a ellas en sus lecturas, en sus apreciaciones y análisis. Sin embargo,
al ser también testigo de cambios monumentales históricos, políticos y tecnológicos, no
dejó de apuntar hasta qué punto dichas tradiciones imponían una forma de percibir, de
entender, de pensar. De allí que viera en pensadores como Valéry, en movimientos como
el Surrealismo, en prácticas fundadas en la tecnología como la fotografía y el cine, la
apertura hacia transformaciones radicales de esa cultura; transformaciones que harían
posible formas alternativas de experiencia. Esta ambivalencia ha hecho posible que se
interprete la obra de Benjamin –a mi juicio, de manera reductiva– como un diagnóstico
de la decadencia de la cultura contemporánea como resultado de los avances tecnológicos
y de la pérdida de los valores centrales de la cultura occidental. Sin embargo es preciso, a
la hora de leer su obra, mantener el equilibrio entre ambas posiciones para calibrar hasta
qué punto su proyecto consistía precisamente en establecer una compleja articulación
histórica entre las distintas concepciones culturales que sustentaban estas radicalmente
distintas perspectivas y fundamentar un pensamiento que permitiera pensarlas en
términos de un devenir histórico. De allí que, en un pasaje que resuena con el Marx de los
Manuscritos económico-filosóficos, afirmara en “La obra de arte en la época de su
reproducibilidad técnica” (1936/1939) que:
Innerhalb großer geschichlicher Zeiträume verändert sich mit der gesamten Daseinsweise der menschlichen Kollektiva auch die Art und Weise ihrer Sinneswahrnehmung. Die Art und Weise, in der die menschliche Sinneswahr-nehmung sich organisiert –das Medium, in dem si erfolg– ist nicht nur natürlich sondern auch geschichtlich bedingt. (Gesammelte Schriften I, 2, 478)
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[Dentro de los grandes períodos históricos se modifica, junto con toda la forma de existencia de los colectivos humanos, también el modo y manera de su percepción sensorial. El modo y manera en el que se organiza la percepción sensorial humana –el medio en el que se produce– no está sólo natural sino también históricamente condicionada.]
Una tal afirmación tiene como consecuencia inevitable la imposibilidad de concebir la
experiencia en términos transhistóricos, pues al transformarse la percepción se
transformarán necesariamente también las formas que aquella adquiera. De allí que
estipule, en “Sobre algunos motivos en Baudelaire” (1939), que:
In der Tat ist die Erfahrung eine Sache der Tradition, im kollektiven wie im privaten Leben. Sie bildet sich weniger aus einzelnen in der Erinnerung streng fixierten Gegebenheiten denn aus gehäuften, oft nicht bewußten Daten, die im Gedächtnis zusammenfließen. (Ibid, 608) [De hecho, la experiencia (Erfahrung) es un asunto de tradición, tanto en la vida colectiva como en la privada. Ella se conforma menos a partir de hechos individuales estrictamente fijados en el recuerdo que a partir de datos acumulados, a menudo no conscientes, que confluyen en la memoria.]
Descripción que coincide, como vemos, con las reflexiones que he venido adelantando.
Sin embargo, me gustaría detenerme en la reflexión particular –quizá la más compleja–
de Benjamin sobre la noción misma de experiencia que se encuentra en su ensayo
“Experiencia y pobreza” (1933). Este ensayo se divide en dos partes claramente
discernibles; cada una de las cuales parece responder a las dos perspectivas –que
podríamos bautizar, a partir de Derrida, respectivamente como “nostálgica” y “jubilosa”;
e insisto aquí en el imperativo de pensar cómo conviven ambas en el pensamiento de
Benjamin– que mencioné anteriormente. En la primera, que se repite casi literalmente en
el ensayo “El narrador” (1936), Benjamin desarrolla brevemente la noción de
Erfahrungsarmut, de “pobreza de experiencia” que se ha apoderado de Europa luego de
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la primera guerra mundial (y que, claro está, ronda el ambiente de la guerra que ya se
insinúa a mediados de los 30). Uno de los elementos que acompañan dicha pobreza
(Armseligkeit) es el “enorme despliegue de la técnica” (GS II, 1, 214). Benjamin advierte:
“Ja, gestehen wir es ein: Diese Erfahrungsarmut ist Armut nicht nur an privaten sondern
an Menschheitserfahrungen überhaupt. Und damit ein Art von neuem Barbarentum.” (Sí,
confesémoslo: esta pobreza de experiencia no es sólo pobreza en experiencias privadas
sino en experiencias humanas en general. Y con ello una forma de nueva barbarie; 215).
Pero inmediatamente, en un sorpresivo giro, cuando precisamente parecía llegar a su
conclusión (estas reflexiones, en “El narrador”, se transponen en este punto a la noción de
narración), el ensayo toma una dirección casi opuesta. “Barbarentum? In der Tat. Wir
sagen es, um einen neuen, positiven Begriff des Barbarentums einzuführen.” (¿Barbarie?
En efecto. Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie; Ibidem.)
Benjamin habla ahora del bárbaro como el que “retoma desde el comienzo”, el que
“empieza de nuevo”, el que “construye a partir de poco”, el que “hace tabula rasa”; y los
ejemplos de bárbaros que aduce son nada menos que Descartes, Einstein, los cubistas,
Klee, Scheerbart –hoy un casi olvidado novelista de ciencia-ficción y autor del libro
“Arquitectura en vidrio” (1914)–, Loos, la Bauhaus, Le Corbusier… Ellos no son
“ignorantes” ni “inexpertos”; al contrario: “Sie haben das alles ‘gefressen’, ‘die Kultur’
und den ‘Menschen’ und sie sind übersatt daran geworden und müde” (han ‘devorado’
todo eso, ‘la cultura’ y el ‘ser humano’ y están saturados de ello y cansados; 218); por
ello “stoßen vom hergebrachten, feierlichen, edlen, mit allen Opfergaben der
Vergangenheit geschmückten Menschenbilde ab” (rechazan la concepción humana
tradicional, solemne, noble, adornada con todas las ofrendas del pasado; 216). Para ellos
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se trata menos de describir la realidad (Wirklichkeit) que de transformarla (217) y,
sintomáticamente, su interés reside en el tipo de criatura que surgirá, gracias a los
avances técnicos, del antiguo ser humano; avances técnicos que, tal como el nuevo
medio-vidrio según Scheerbart, “wird den Menschen vollkommen umwandeln”
(cambiarán completamente al ser humano; 218).
Como vemos, para Benjamin el diagnóstico de la “pobreza de experiencia”, de la
“atrofia [Verkümmerung] de la experiencia”, como la denomina en otra parte, no tiene
implicaciones exclusivamente nostálgicas. Si bien implica, en cierta medida, una difícil
renuncia a toda una tradición, a una sedimentada forma de vida, también hace posible la
aparición de formas inéditas de existencia en las que lo humano, incluso al precio de
“sobrevivir a la cultura” (219), adquirirá nuevas y no menos auténticas fisonomías. El
cine –y este es el argumento central del célebre ensayo sobre la reproducibilidad técnica–
sería uno de los instrumentos de dicha transformación; una transformación que afectaría
las formas de ver, de sentir, de entender de un ser humano cuyos sentidos, hasta ese
momento, habían sido educados por la pintura, por la temporalidad de la vida cotidiana,
por la sensibilidad de la novelística. Hay sin embargo un punto en el que me gustaría
“refinar” el análisis de Benjamin, para continuar con el que acá propongo. En el ensayo
que discutimos, hay un pasaje en el que llega a afirmar que los humanos ya no aspiran a
nuevas experiencias sino a liberarse de las experiencias (218). Quizá esa afirmación se
deba a un cierto tenor apocalíptico que respondía a la situación histórica y las crisis que
se insinuaban en ella o tal vez, como se ha comentado, a una influencia de ciertas
posturas radicalmente iconoclastas de Brecht. Pero ¿cómo pensar de manera consistente
que, a partir de un momento de la historia, ya no habría experiencias de ningún tipo, sino
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sólo la aparición incesante de lo nuevo? (También se impondría aquí la pregunta de
¿cómo se dinamiza la existencia humana si no se concibe la producción de nuevas
experiencias?) La formulación, me parece, no se sostiene ni siquiera en los términos del
análisis de Benjamin. Las transformaciones sociales y las innovaciones técnicas
transmutan la imagen del ser humano y con ello crean, para decirlo con Wittgenstein, una
nueva forma-de-vida; una forma-de-vida que ha de articularse sobre la base de otras
experiencias, de otros tipos de experiencia. Sería entonces más adecuado, incluso más
coherente concluir que frente al empobrecimiento de la experiencia –expresión que
apunta al anverso nostálgico de la posición de Benjamin– o frente a las transformaciones
individuales, sociales y culturales producidas por los avances tecnológicos y los cambios
de mentalidad –el reverso “jubiloso” de aquella posición– lo que se hace evidente es la
necesidad de producir nuevas experiencias. Pero la experiencia, lo hemos mostrado, no
se da nunca de manera inmediata; necesita siempre de un protocolo. Y el protocolo, como
también hemos discutido, es una formación histórica. ¿Qué pasa entonces cuando nos
enfrentamos con “nuevos” ordenamientos de cosas o hechos, con “nuevos” estados de
cosas? ¿Qué ocurre cuando nos enfrentamos con “lo (aparentemente) nuevo”? Lo que
ocurre es que intentamos –muchas veces a partir de lo sabido, lo conocido, lo
experimentado– crear un nuevo protocolo. Y si he denominado “naturalizados” los
protocolos que dan cuenta de la experiencia sedimentada, denominaré los protocolos que
surgen de esta inédita –inaudita– situación, protocolos “alternativos” de la experiencia.
Tratemos de recorrer el proceso a partir de un ejemplo histórico.
La primera reacción que indujo la aparición de las manifestaciones del arte de
vanguardia fue, por supuesto, la de rechazo. Y esto tanto en el ámbito de las artes
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plásticas como en los de la música y la literatura. No podía ser de otra manera: las nuevas
obras proponían estados de cosas –sigo apelando a esta denominación pues me parece la
más neutra– que no podían asimilarse a los protocolos naturalizados de la experiencia y
por tanto no podían convertirse en experiencia. Una segunda reacción consistió en tratar
de, a partir de los protocolos naturalizados, imponerles una lectura. Las nociones de lo
“feo”, lo “grotesco”, lo “absurdo”, que se articulan por inversión con los cánones
naturalizados, se impusieron para explicar estas formas de arte como la reacción frente a
las crisis y al caos del mundo contemporáneo, a la pérdida de valores, y en consecuencia
como la “descripción” de un mundo que había perdido sus claves y su centro. (No ha de
sorprender que esta reacción perviva hoy en día en manuales e historias del arte.) La
tercera (¿y última?) reacción ha sido tratar de entender, no cómo estas obras “reflejan” o
“distorsionan” el mundo, sino qué mundo, qué formas-de-vida nos están proponiendo,
qué experiencias otras están inventando al violentar de esa manera los protocolos
naturalizados. Dentro de esta caracterización podemos situar, a partir de nuestra
propuesta terminológica, al menos parcialmente el análisis de Benjamin. El “aura”, que
en la primera versión del ensayo sobre la reproducibilidad técnica de la obra de arte él
caracteriza como “ein sonderbares Gespinst aus Raum und Zeit: einmalige Erscheinung
einer Ferne, so nah sie sein mag” (un tejido singular de espacio y tiempo: manifestación
única de una lejanía, por más cercana que sea; GS I, 2, 440), constituye una instancia
ilustrativa de lo que he llamado un protocolo naturalizado de la experiencia. Con dicha
noción, nunca claramente definida por Benjamin, lo que se quería hacer patente era
precisamente las condiciones de recepción que hacían posible que las obras de arte se
apreciaran en el campo de una experiencia educada, que se percibiera que ellas se
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 18
referían, para decirlo con Hans Blumenberg, a “un mundo determinado por la experiencia
disciplinada” (Aesthethische und Metaphorologische Schriften, 199). Y Benjamin
patentiza ese “protocolo naturalizado” precisamente –y esto es a mi juicio lo más
relevante en este contexto– para, acto seguido, proceder al análisis del proceso de su
“destrucción” por parte de obras que llevan en sí mismas las marcas de la
reproducibilidad técnica y que por tanto proponían un protocolo alternativo de
experiencia. No hacía falta patentizar la presencia del aura de las obras en el campo
cultural en el que ellas funcionaban adecuadamente: ella funcionaba inconspicua en la
existencia de las obras, por lo que se las recibía como experiencia –inmediata. Sin
embargo, la virtualidad del protocolo se manifiesta de nuevo cuando las obras que se nos
presentan –en los ejemplos de Benjamin: la fotografía y el cine– ya no pueden ser
percibidas, asimiladas, entendidas desde él, cuando requieren que se establezca otro
protocolo, o bien como extensión del anterior, o bien como alternativo respecto a él.
Volvamos ahora, luego de esta larga aunque sólo aparente digresión, a las anotaciones
de Wittgenstein y atendamos brevemente a un aspecto sobre el que hasta este momento
no he insistido. El pasaje entre paréntesis es, en realidad, una metáfora sostenida: para
hablar de lo que hacen los filósofos –con el lenguaje, claro está–, se recurre a la imagen
de niños que garabatean; es decir, se desplaza (¿con fines ilustrativos?) el registro de
dicho hacer desde “la escena de escritura” (como diría Derrida) a la de la representación
pictórica, a la “escena de la pintura”. Sin embargo, también esta escena está asediada por
problemáticas que de inmediato desconstruyen su presunto impulso ilustrativo, como lo
muestra Michael Baxandall, en su libro Painting and Experience in Fifteenth Century
Italy:
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 19
Some of the mental equipment a man orders his visual experience with is variable, and much of this variable equipment is culturally relative, in the sense of being determined by the society which has influenced his experience. Among these variables are categories with which he classifies his visual stimuli, the knowledge he will use to supplement what his immediate vision gives him, and the attitude he will adopt to the kind of artificial object seen. The beholder must use on the painting such visual skills as he has, very few of which are normally special to painting, and he is likely to use those skills his society esteems highly. The painter responds to this; his public’s visual capacity must be his medium (PE, 40; énfasis míos). [Parte del equipamiento mental con el que el hombre ordena su experiencial visual es variable y gran parte de este equipamiento variable es relativo culturalmente, en el sentido de que está determinado por la sociedad que ha influenciado su experiencia. Entre estas variables están las categorías con las que clasifica sus estímulos visuales, el conocimiento que usará para suplementar lo que su visión inmediata le ofrece y la actitud que adoptará respecto al tipo de objeto artificial visto. El espectador debe aplicar a la pintura las destrezas visuales que tiene, de las cuales muy pocas son normalmente específicas de la pintura y muy probablemente usará aquellas destrezas que su sociedad tiene en alta estima. El pintor responde a esto; su medio [médium] debe ser la capacidad visual de su público.]
Intentemos aplicar estas observaciones a la “lectura” de la escena que nos propone
Wittgenstein. Si, como indiqué al comienzo, la frase fuera del paréntesis nos autoriza a
leer de manera simplemente descriptiva, no prescriptiva, lo que se dice dentro de él, los
planteamientos de Baxhandall hacen dicha autorización inherente a la escena misma que
se nos presenta. El adulto constituye la instancia de la tradición de la representación: es el
que al dibujar establece las pautas de la representación que en el futuro, como espectador,
exigirá a lo (re)presentado, al objeto pictórico visto. Esas pautas conforman el tipo de
“equipamiento” que alude Baxhandall: las destrezas, las categorías y los conocimientos
que harán posible que lo visto sea efectivamente visible. (No perdamos de vista el hecho
de que dichos conocimientos, dichas categorías y destrezas no son exclusivos de la
percepción de la pintura.) En nuestra terminología, con resonancias foucaultianas,
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 20
diríamos que el adulto encarna en esta escena el mecanismo de sujeción a los protocolos
naturalizados de la experiencia; por lo tanto, “representa” –en el doble sentido transitivo
e intransitivo– aquello que se puede reconocer, más aun, ver (“esto es un hombre”, “esto
es una casa”). En ese orden, que no es específico de la pintura, se inscriben los artefactos
culturales que responden y corresponden a esas pautas de visibilidad. De allí que el pintor
deba acudir al medio de “la capacidad visual de su público”. Hasta aquí, lo esperado.
¿Qué ocurre entonces en la escena que propone Wittgenstein? El niño ahora garabatea, es
decir, hace trazos que no responden ni corresponden a aquellas pautas de representación
y, por ello, problematizan, distorsionan, alteran, en suma, enrarecen “la capacidad visual
de su público”, esto es, los protocolos naturalizados de la experiencia. Tenemos entonces
una clase de “pintor” que no apela al equipamiento perceptivo del público y un trazado
que no puede “verse”, puesto que toda visibilidad depende de dicho equipamiento. ¿Qué
hace entonces este trazado? Nada, si ha de percibirse desde los protocolos naturalizados
de la experiencia. Sin embargo, pensado al margen de ellos, cumple en una primera
instancia una tarea muy singular. El trazado “no puede entenderse”, es un “garabato” –
ambas expresiones se encuentran aún situadas en el radio de acción de los protocolos
naturalizados– y eso lo transforma, literalmente, en una pregunta: “ahora ¿qué es esto?”
La pregunta que el niño (el filósofo, según Wittgenstein; el nuevo bárbaro, según
Benjamin) propone no exige una identificación de lo representado; es en realidad la
pregunta en la que se convierte el “garabato” que no puede ser visto; esto es, una
pregunta que interroga, que cuestiona, que solicita –para usar el término de Derrida– el
orden de los protocolos naturalizados de la experiencia y no puede, obviamente,
responderse desde allí.
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 21
Desempaquemos, para poder avanzar en la reflexión, la metáfora de la “escena de la
pintura”. Es por lo menos sintomático que Wittgenstein haya intentado ilustrar lo que en
realidad sería un proceso de pensamiento –y escritura– con el caso de la representación
pictórica. Ya me referí a la ecuación implícita que se establece entre escritura-dibujo en
el pasaje de Wittgenstein. Claramente su propósito parecía ser hacer evidente la
preponderancia de la función representativa para su argumento. Sin embargo, como es
siempre el caso, las metáforas contaminan los campos que vinculan y así el tenor –en este
caso el pensamiento filosófico– no sólo se ve modelado por el vehículo –el acto de
dibujar, con o sin lógica visual– sino que a su vez lo modula. Tenemos entonces no sólo
ut pictura philosophia, sino ut philosophia pictura: es decir, la filosofía es como la
pintura, pero también la pintura es como la filosofía. De esta manera, al intentar iluminar
un sentido, en realidad se desborda el campo de acción de la comparación. De allí que
podamos extender la “escena” implícita de la escritura y explícita de la pintura, a otras
prácticas culturales de representación, de organización de elementos visuales y/o sonoros,
de ordenamientos espaciales y/o corporales, de comportamiento y de pensamiento que se
proponen a la mirada “lectora”, y en general a los patrones de producción de artefactos
culturales.
Gracias a ello puede verse, en el caso del lenguaje, cómo la siguiente afirmación de
Ricoeur, en La Métaphore vive, es una transposición de lo que ocurre en la “escena de la
pintura” que discutimos: “La création de significations nouvelles, liée au surgissement
d’une novelle manière de questionner, met le langage en état de carence sémantique” (la
creación de significaciones nuevas, ligada al surgimiento de una nueva manera de
preguntar, pone al lenguaje en estado de carencia semántica; 369). ¿No es precisamente a
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 22
esto a lo que se refería Wittgenstein? Aquí un filósofo (pero ya sabemos, también un
escritor), al proponer una forma nueva de interrogar, coloca el orden discursivo en
“estado de carencia semántica”. Pero si, como acabo de indicar, estas “escenas” son
igualmente identificables en el espacio de las prácticas culturales no verbales, en ellas se
generarían las mismas consecuencias. Tendríamos así piezas sonoras que revelarían un
estado de “carencia musical”, arreglos de movimientos corporales que evidenciarían un
estado de “carencia coreográfica”, complejos de trazados que plantearían una “carencia
visual”, etc. Y ello evidenciaría –quizá el aspecto más relevante en la cita de Ricoeur– la
“creación de nuevas significaciones”. Y es precisamente en eso, en la creación de nuevas
significaciones que consiste lo que denominé al comienzo producción significante.
Habría que derivar varias consecuencias de esto.
En primer lugar, dado que una tal producción significante (y es necesario atender a la
cuidadosa escogencia de estas palabras) ni refiere ni puede adaptarse a ninguna
experiencia registrada, suscrita, sancionada, patentiza de manera radical el hecho –
esencialmente teórico– de que percibimos y entendemos a partir de protocolos de la
experiencia. El primer desajuste, entonces, que proporciona el estado de cosas que
presenta la escena es de naturaleza teórica: al no poder ver, entender, y por tanto
contestar, qué es eso, el receptor se ve en la necesidad de pensar la situación de la
presentación misma de un trazado invisible, ininteligible. De allí que dicho trazado fuerce
una mirada retrospectiva hacia las formas aceptadas de recepción y comprensión, hacia la
experiencia naturalizada a partir de la invisibilización de los protocolos.
En efecto, si propongo que las producciones del lenguaje son aquellas que se avienen a
las tipologías de la construcción del sentido semántico no puedo entender sino un “ahora
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 23
¿qué es eso” en las especulaciones verbales de Heidegger o de Deleuze o de Derrida; ni
puedo leer sino un “ahora ¿qué es eso?” en un poema de Vallejo o de Stevens o de Celan;
si concibo las artes visuales en términos de la tradición de la (re)presentación plástica de
elementos, no puedo ver sino un “ahora ¿qué es eso?” en “El gran vidrio” de Duchamp o
una propuesta del grupo “Art and Language” o las “Reticuláreas” de Gego; si percibo la
música como una organización de sonidos en el marco de los parámetros de la armonía
occidental, no puedo escuchar sino un “ahora ¿qué es eso?” en una pieza para piano
preparado de Cage o “Le marteau sans maître” de Boulez o algún título no decible de la
obra de Anthony Braxton; si me atengo a la convención narrativa y visual de presentación
cinematográfica, no puedo percibir sino un “ahora ¿qué es eso?” en películas como “El
hombre con la cámara de cine” de Vertov o “Blow Up” de Antonioni o “El viento se
llevó lo que” de Agresti. Las coreografías de Merce Cunningham y Pina Bausch nos
propondrían la misma interrogante en el campo de la danza; los diseños arquitectónicos
de Mies van der Rohe y Zaha Hadid, en el de la arquitectura…Y si bien, en estos
ejemplos, he privilegiado obras convencionalmente llamadas obras de arte, en realidad la
pregunta “ahora ¿qué es eso?”, es decir, la pregunta que por lo expuesto hasta aquí
alternativiza los protocolos de la experiencia, es una pregunta que, mirada con atención,
propone en general todo artefacto cultural. (Remito aquí a mi artículo “Breve
introducción a los artefactos culturales”.)
En segundo lugar, dado que la producción significante nos propone, en efecto, lo que
Ricoeur llama “nuevas significaciones”, éstas para devenir tales requieren de la creación
de un marco conceptual en el que se las entienda, se las perciba (estas nociones se hacen,
en vista de lo discutido hasta aquí, casi sinónimas). Esto implica que, luego de la
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 24
desestabilización que introduce en el sistema de recepción, en el ámbito de los protocolos
naturalizados de la experiencia, surge la necesidad de proponer nuevas marcos de
comprensión; marcos que configurarán también protocolos, pero esta vez, lo que
denominé antes protocolos alternativos de la experiencia. En este caso, para volver a la
metáfora del pasaje de Wittgenstein, ya el adulto no descarta simplemente el garabato,
sino intenta repensar o reinventar los protocolos necesarios para hacer posible
procedimientos alternativos de asimilación y comprensión, y con ello ampliar el campo
de la experiencia. (Obviamente, sin esta posibilidad, no habría dinámica en el espacio de
la experiencia humana). Lentamente –tradicionalmente, muy lentamente– se van creando
marcos nuevos de comprensión y allí dónde al comienzo sólo parecía haber una
interrogante, ahora surge una nuevo forma de experimentar el artefacto frente al que nos
encontramos.
La producción significante tiene así como corolario un doble momento teórico: el de la
interrogación que patentiza que la experiencia está siempre mediada por protocolos
naturalizados y el de la experimentación que en cierta forma refrenda el anterior al
proponer, introducir protocolos alternativos que permitan hacer de la recepción de lo que
se nos presenta una nueva y –sólo entonces– auténtica experiencia.
Permítaseme, para hacer más evidente este punto, apropiarme de un pasaje del ensayo
“La narración-objeto” de Juan José Saer. Si como constatamos anteriormente, la metáfora
sostenida del paréntesis puede ser “desempacada” para extenderse a diversas prácticas
significantes, la siguiente cita puede también aplicarse al resultado de nuestra lectura de
la misma, simplemente leyendo “protocolos naturalizados” en donde encontramos la
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 25
palabra “géneros”, y “producciones significantes” en donde encontramos la palabra
“narraciones”. Con ello obtenemos esta lectura alternativa de la situación descrita:
Negándose al comercio con –y de– lo general, emancipándose, gracias a una lógica propia, de imperativos exteriores supuestamente ineluctables, obligaciones ideológicas, morales, religiosas que son extrañas a su esencia, separándose en lo posible de reglas y de moldes asfixiantes impuestos por la rutina repetitiva de los protocolos naturalizados, estas producciones significantes, adentrándose en las aguas pantanosas y turbias de lo particular adquieren el sabor de lo irrepetible y único. Cobran la misma autonomía que los demás objetos del mundo y algunas de ellas […] no se limitan a reflejar ese mundo: lo contienen y, más aún, lo crean, instalándolo allí donde, aparte de la postulación autoritaria de un supuesto universo dotado de tal o cual sentido inequívoco, no había en realidad nada (29; énfasis mío).
La cita propone la actitud radicalmente distinta que puede asumir el adulto del pasaje
de Wittgenstein ante el garabato que le presenta el niño. En primer lugar, aquel exhibiría,
en vez de perplejidad, la comprensión profundamente más teórica de que “eso” que le
ponen ante la vista se ha “emancipado de imperativos exteriores” –ideologías, dogmas,
sistemas de pensamiento– y que necesariamente ha de verse al margen de ellos. De esa
comprensión pasaría a la de que dichos “imperativos exteriores”, dichos “moldes
asfixiantes impuestos por la rutina repetitiva”, correspondían a la “postulación autoritaria
de tal o cual sentido inequívoco”; lo que podría resumirse como lo que he llamado, a lo
largo de esta exposición, los protocolos naturalizados de la experiencia. Finalmente,
alcanzaría la intuición de que “eso” en realidad está creando un mundo, esto es, una red
de protocolos alternativos que renuevan, complejizan, transforman la experiencia, para
colocarla o bien como suplementación o bien como sustitución de lo que estaba allí y se
percibía como mundo –en realidad, una postulación autoritaria del sentido. Y el taxativo
“no había nada” de Saer, ha de entenderse en el sentido ontológico: no había cosas, ni
Reflexiones en torno a la experiencia (Versión preliminar)-L. M. Isava 26
hechos (brutos, duros) sino formas de percibirlos, “interpretaciones”, como había dicho
Nietzsche. Esto implica que los artefactos culturales y su inherente producción
significante crean otro mundo y lo exhiben para interrogarnos y sacarnos de la
comodidad de un mundo en el que la “artificialidad” se ha escamoteado a través de los
largos y complejos procesos de naturalización de los protocolos.
¿No podríamos concluir que la cita de Saer es la lectura invertida –gracias a la reflexión
sobre escribir con la pluma– de lo que, en primera instancia, nos proponía el pasaje de
Wittgenstein? ¿No nos está diciendo que la “postulación autoritaria” (“esto es un
hombre”, “esto es una casa”) debe ahora deshacerse frente a la evidencia de la
alternativización del mundo tal cual lo heredamos, percibimos, entendemos?
Concluyo provisoriamente. Si bien los “objetos” (“artefactos culturales”) proponen
protocolos alternativos que permiten dinamizar la estructura de la experiencia que
constituye un determinado grupo humano (sin esa dinámica sería imposible el cambio, la
transformación, la innovación), resulta particularmente relevante la tarea adicional que
les cabe cumplir: mantener despierta, alerta, encendida la reflexión teórica sobre la
naturaleza de la experiencia misma, hacernos conscientes de que el espectro de
experiencias, la gama de lo experimentable (de lo sentible, lo audible, lo inteligible, etc.)
es variable histórica y culturalmente. Sólo, en la base de esa tarea, podrán justificar que
se los entienda como otras tantas y legítimas formas de pensar el mundo y podrán
finalmente hacer que los sentidos –los órganos que definen el ámbito de la aiesthesis– se
vuelvan efectivamente teóricos.
Luis Miguel Isava Caracas, diciembre y 2011-enero y 2012