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Renacimiento y Humanismo

Date post: 18-Dec-2014
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RENACIMIENTO Y HUMANISMO. ASPECTOS GENERALES. Entre 1350 y 1550 la sociedad europea occidental conoció y vivió una auténtica revolución espiritual, una crisis de perfiles muy nítidos en todos los órdenes de la vida; una profunda transformación del conjunto de los valores económicos, políticos, sociales, filosóficos, religiosos y estéticos que habían constituido la vieja civilización medieval, aquella que había sido definida, con un cierto desprecio, como la edad de las tinieblas. La imagen que historiográficamente poseemos de aquel período que denominamos Renacimiento es, por consiguiente, la de una época cuyo común denominador fue la transformación, la renovación y la creación de nuevos códigos de conducta. Son precisamente éstos los términos más utilizados por Burckhardt para caracterizarla: el Renacimiento es una época de ruptura con el oscurantismo medieval, un período de renovación del arte y de las letras, de recuperación y de acercamiento a los clásicos, de restauración de la Antigüedad, de un uso novedoso de la razón en todos los campos del saber. Asimismo, el período se caracteriza por la aparición de un fuerte proceso de secularización de la vida política y por la presencia de una escuela de pensamiento nueva, el Humanismo . El término Renacimiento adquirió su sentido actual hacia 1860 cuando J. Burckhardt publicó "La civilización del Renacimiento en Italia". Es cierto que otros historiadores habían empleado la palabra más o menos en idéntico sentido, pero sólo gracias a Burckhardt el vocablo pasó a definir un período concreto, con sus propias y peculiares características y acabó convirtiéndose en un concepto histórico. Con todo, el término implica una noción comparativa. Por consiguiente, para conocer su contenido originario será necesario acudir a las obras de aquellos que crearon el término para denominar su propia época. De ese modo, el punto de partida en la búsqueda del concepto reside en los trabajos de los primeros humanistas. Villani, en su "Crónica Florentina" de la primera mitad del siglo XIV, presenta la novedad de entender el fin del Imperio Romano, no como el
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RENACIMIENTO Y HUMANISMO. ASPECTOS GENERALES.

Entre 1350 y 1550 la sociedad europea occidental conoció y vivió una auténtica revolución espiritual, una crisis de perfiles muy nítidos en todos los órdenes de la vida; una profunda transformación del conjunto de los valores económicos, políticos, sociales, filosóficos, religiosos y estéticos que habían constituido la vieja civilización medieval, aquella que había sido definida, con un cierto desprecio, como la edad de las tinieblas. La imagen que historiográficamente poseemos de aquel período que denominamos Renacimiento es, por consiguiente, la de una época cuyo común denominador fue la transformación, la renovación y la creación de nuevos códigos de conducta. Son precisamente éstos los términos más utilizados por Burckhardt para caracterizarla: el Renacimiento es una época de ruptura con el oscurantismo medieval, un período de renovación del arte y de las letras, de recuperación y de acercamiento a los clásicos, de restauración de la Antigüedad, de un uso novedoso de la razón en todos los campos del saber. Asimismo, el período se caracteriza por la aparición de un fuerte proceso de secularización de la vida política y por la presencia de una escuela de pensamiento nueva, el Humanismo .

El término Renacimiento adquirió su sentido actual hacia 1860 cuando J. Burckhardt publicó "La civilización del Renacimiento en Italia". Es cierto que otros historiadores habían empleado la palabra más o menos en idéntico sentido, pero sólo gracias a Burckhardt el vocablo pasó a definir un período concreto, con sus propias y peculiares características y acabó convirtiéndose en un concepto histórico. Con todo, el término implica una noción comparativa. Por consiguiente, para conocer su contenido originario será necesario acudir a las obras de aquellos que crearon el término para denominar su propia época. De ese modo, el punto de partida en la búsqueda del concepto reside en los trabajos de los primeros humanistas. Villani, en su "Crónica Florentina" de la primera mitad del siglo XIV, presenta la novedad de entender el fin del Imperio Romano, no como el comienzo del fin sino como el prólogo de una nueva era. Fue Petrarca, sin embargo, quien ofreció la primera distinción neta entre Historia Antigua, anterior al Cristianismo, y Moderna, hasta sus días, caracterizando a esta última por la barbarie y oscuridad. Petrarca no acepta que el Imperio Romano pueda perpetuarse, ya que era el producto de la proyección de la "virtus" romana. Pero esta "virtus", aunque degenerada, ha permanecido en el pueblo italiano y existe así la posibilidad de un renacer. Las obras de Leonardo Bruni, Flavio Biondo y Maquiavelo siguen el mismo esquema. Igualmente encontramos el vocablo renacer en los escritos de Vasari. En su "Vida de grandes pintores, escultores y arquitectos" (1550), habla ya de progresos del Renacimiento de las artes desde el siglo XIII, cuando los

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artistas toscanos comenzaron a imitar obras de la Antigüedad clásica grecorromana. Por los mismos años, el humanista Giovio indicaba que, en tiempos de Boccaccio, las letras podían considerarse renacidas. Todos los autores citados utilizan el término renacer, pero ¿qué entendían realmente por renacimiento, renovación o resurrección? "Renovatio", en concreto, era un término en uso con sentido claramente religioso y cristiano. La Biblia habla en muchas ocasiones del hombre nuevo, renacido. Cristo, Juan el Evangelista y san Pablo emplearon estas expresiones, como ya lo había hecho Isaías. No es de extrañar, por tanto, que los teólogos medievales hiciesen constantemente uso de los mismos conceptos, de tal manera que su empleo por los humanistas, que se hallaban dentro de la tradición cristiana, no constituyera ninguna novedad. No obstante, es importante destacar que los humanistas y los artistas de los siglos XIV al XVI, cuando empleaban esa terminología, fueron conscientes de poseer por vez primera un moderno sentido de la periodicidad histórica, esto es, tomaron conciencia de que entre la Antigüedad clásica y su propio tiempo hubo una larga etapa de decadencia de la literatura y el arte. En su tiempo, sin embargo, las letras y las artes habían recuperado el brillo de la Antigüedad, es decir, se había producido un fenómeno de restauración, de refloración, de vuelta a la luz. Tenían la certeza de que, pese a imitar a los antiguos, eran los primeros en descubrir que se hallaban ante algo nuevo. En definitiva, estaban viviendo un

Renacimiento.

Posteriormente, en el siglo XVII, los escritores que admiraron o se ocuparon del estudio de los doscientos años precedentes, llegaron a pensar que se trataba de un período intermedio entre la Edad Media y lo moderno. Era una forma más de aludir a la recuperación cultural que había representado aquella época. Pierre Bayle en su "Diccionario histórico crítico" (1695) asociará la labor de los humanistas italianos con el renacimiento de las letras. Historiadores de aquel tiempo darán precisión al concepto de Edad Media al que harán corresponder cronológicamente con el período que se encuentra entre el Imperio de Constantino y la caída de Constantinopla en 1453. Es un concepto cuyo contenido es peyorativo: época oscura, tenebrosa y bárbara.

De esa manera ya se podían contrastar con precisión una Edad Antigua brillante, una Edad Media oscura en la que las letras habían sido relegadas al silencio y una época nueva en la que renacían. Por el contrario, los escritores románticos del siglo XIX, defensores de un medievalismo idealista, prestaron escasa atención al Renacimiento, considerándolo además como una época pagana y materialista, aunque para algunos historiadores como Michelet no pasara inadvertido el carácter extravagante y original de aquel período de la cultura y de la historia de Italia, a la que él mismo concedió el nombre de Renacimiento en el volumen VII de su "Historia de Francia", antes que Jacobo

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Burckhardt, en la segunda mitad del siglo XIX, acuñara definitivamente el término y elaborara la primera gran síntesis acerca del Renacimiento.

La obra de J. Burckhardt, "La Cultura del Renacimiento en Italia" (1860), viene a sostener que el Renacimiento fue una tumultuosa revuelta en la cultura de los siglos XIV y XV, provocada por el genio del espíritu nacional italiano. El Renacimiento se distinguía, según Burckhardt, por presentar las siguientes manifestaciones: por el nacimiento del Estado como una obra de arte, como una creación calculada y consciente que busca su propio interés; por el descubrimiento del arte, de la literatura, de la filosofía de la Antigüedad; por el descubrimiento del mundo y del hombre, por el hallazgo del individualismo, por la estética de la naturaleza; por el pleno desarrollo de la personalidad, de la libertad individual y de la autonomía moral basada en un alto concepto de la dignidad humana. La historiografía posterior, profundizando en lo dicho por Burckhardt, no hizo más que completar el concepto. Aceptadas sus tesis, las discusiones en torno a esa época se dirigieron hacia la fijación de sus límites cronológicos y del contenido mismo del período. El historiador alemán había mantenido las fronteras iniciales del Renacimiento en los siglos XIV y XV. Por el contrario, otros historiadores creyeron encontrar elementos reveladores de un renacimiento en el movimiento de san Francisco de Asís y en el arte emanado de su culto.

Igualmente aparecieron teorías sobre otros renacimientos, como el de Carlomagno y el de Otón I. Por otra parte, los historiadores no italianos subrayaron las aportaciones de sus propios países a la formación del Renacimiento, atenuando de esa manera el carácter exclusivamente italiano que se le pudiera atribuir tras las tesis de Burckhardt. Justo en el marco particular de Italia, ciertos historiadores como Sapori habían estimado que el verdadero Renacimiento había comenzado hacia mediados del siglo XII, cuando en las ciudades italianas se colocan las bases del primer capitalismo, tan ligado al espíritu de lucro y al individualismo que caracterizan la moral renacentista. Pese a la disparidad de las interpretaciones, podría aceptarse, finalmente, la sugerida por R. Mousnier que sitúa los límites temporales del Renacimiento entre los inicios del siglo XIV y la segunda mitad del siglo XVI.

Ahora bien, ¿qué fue el Renacimiento con respecto al tiempo que le precedió, a la Edad Media?, ¿una revolución o una mera quiebra? Edad Media y Renacimiento no pueden ser considerados como tiempos contrarios y estancos, pues sólo se oponen, tal como señala Mousnier, en tanto que constituyen equilibrios del mismo género resultantes de la composición de fuerzas complejas. Así pues, ciertos elementos son comunes a ambos períodos y el paso de un equilibrio a otro se hizo de forma continua. La Edad Media preparó su aparición, consistiendo el Renacimiento en una prodigiosa expansión de la

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vida en todas sus formas. Esta inmensa transformación se produjo inicialmente en Italia desde el siglo XIV y en Europa a partir de la primera mitad del siglo XV, y conoce su apogeo durante el siglo XVI. A finales de esta centuria dejará paso a la aparición de valores culturales nuevos.

El Renacimiento se distinguía por presentar las siguientes manifestaciones: por el nacimiento del Estado como una obra de arte, como una creación calculada y consciente que busca su propio interés; por el descubrimiento del arte, de la literatura, de la filosofía de la Antigüedad; por el descubrimiento del mundo y del hombre, por el hallazgo del individualismo, por la estética de la naturaleza; por el pleno desarrollo de la personalidad, de la libertad individual y de la autonomía moral basada en un alto concepto de la dignidad humana.

El Renacimiento no consistió sólo en un mero resurgir erudito de la literatura o de la filosofía grecorromana o en una vulgar imitación de las formas artísticas de la Antigüedad. Asociado historiográficamente a ese concepto aparece aquel otro, el Humanismo, que completa la idea inicial de que nos hallamos en una época nueva y, en consecuencia, distinta de aquélla, la antigua, que se tomaba como modelo. Justamente, fue la renovación de la cultura el aspecto más notoriamente destacado por sus propios protagonistas, aquellos que hablaron por primera vez de Renacimiento. ¿Cuándo se produjo y en qué consistió realmente ese renacimiento cultural?

A pesar de que entre los siglos VII y XIV se conocieron en los ambientes cortesanos de Europa occidental determinados intentos por recuperar textos y autores clásicos, como lo prueba el hecho de la creciente utilización del Derecho Romano y del recurso constante a Aristóteles, cronológicamente sólo cabe hablar, por sus resultados, de un vigoroso y fecundo Renacimiento: aquel que tuvo lugar, en el pensamiento y en la estética, entre los siglos XIV y XVI. Igualmente, aunque el término Humanismo ha sido, empleado para denominar toda doctrina que defienda como principio fundamental el respeto a la persona humana, la palabra tiene una significación histórica indudable. Humanismo fue uno de los conceptos creados por los historiadores del siglo XIX para referirse a la revalorización, la investigación y la interpretación que de los clásicos de la Antigüedad hicieron algunos escritores desde finales del siglo XIV hasta el primer tercio del siglo XVI. En realidad, fue la voz latina "humanista", empleada por primera vez en Italia a fines del siglo XV para designar a un profesor de lenguas clásicas, la que dio origen al nombre de un movimiento que no sólo fue pedagógico, literario, estético, filosófico y religioso, sino que se convirtió en un modo de pensar y de vivir vertebrado en torno a una idea principal: en el centro del Universo está el hombre, imagen de Dios, criatura privilegiada, digna sobre todas las cosas de l a Tierra.

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El humanista comenzó siendo, en efecto, un profesor de humanidades, es decir, de aquellas disciplinas académicas que constituían el programa educativo formulado idealmente por Leonardo Bruni. Su propósito consistía en formar a los alumnos para una vida de servicio activo a la comunidad civil, proporcionándoles una base amplia y sólida de conocimientos, principios éticos y capacidad de expresión escrita y hablada. El medio de expresión y de instrucción sería el latín, recuperado y limpio de barbarismos medievales. La lectura y el comentario de autores antiguos, griegos y latinos, especialmente Cicerón y Virgilio, y la enseñanza de la gramática, la retórica, la literatura, la filosofía moral y la historia constituían las humanidades impartidas por el humanista. Sin embargo, el humanista, como ya se ha indicado, era algo más que un maestro. Su preocupación por los problemas morales y políticos le obligó a adoptar también posiciones humanistas, en el sentido de que nada de lo humano le sería ajeno. El Humanismo no apareció de una forma brusca. Sus orígenes son complejos. La cronología de su nacimiento parece imprecisa. En el norte de Italia, durante la segunda mitad del siglo XIII ya se advierten señales anunciadoras. Por ello su herencia es medieval: el interés de los abogados por el valor práctico de la retórica latina, el uso cada vez más apreciado del Derecho Romano, de la filosofía y de la ciencia aristotélica por teólogos y profesores, y el encuentro literario con los clásicos de la Antigüedad, son pruebas suficientes de los cambios que se estaban produciendo en los círculos intelectuales prehumanistas por aquellas fechas. En verdad, todas esas novedades, con el tiempo consagradas, no formaban parte más que de una única realidad: la del redescubrimiento de la Antigüedad, fuente viva del Humanismo.

Francesco Petrarca (1304-1374) y Giovanni Boccaccio (1313-1375) constituyen ejemplos muy representativos de esa etapa. Como erudito, bibliófilo y crítico de textos, Petrarca se convirtió en un auténtico maestro al estudiar, corregir y liberar de corrupciones las obras de Virgilio, Tito Livio, Cicerón y san Agustín. Su propia obra literaria estaba impregnada de esa erudición y era deudora de aquella edad de oro. Boccaccio, por su parte, quien reunía las virtudes de Petrarca, al que consideraba su maestro, aprendió el griego en Florencia con Leoncio Pilato y junto a éste impulsó su enseñanza pública en la ciudad, al mismo tiempo que traducían a Homero y Eurípides. Petrarca y Boccaccio tuvieron continuadores fervorosos. Coluccio Salutati (1331-1406), bibliófilo y latinista, ejerció una influencia decisiva sobre los humanistas florentinos, coleccionando textos clásicos y apoyando la creación de una cátedra de griego en Florencia, gracias a cuya labor se tradujeron y se trataron las obras de Tucídides, Ptolomeo, Platón y Homero. Esta restauración de los clásicos griegos debe mucho también a Leonardo Bruni (1374-1444): además de escribir en

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griego, sus traducciones de Aristóteles y de Platón obtuvieron, por su elegancia, el reconocimiento de generaciones posteriores.

La recuperación de autores griegos llevó aparejada la de muchas obras clásicas latinas. Cicerón, Plinio el Joven, Tácito, Propercio y Tibulo ya eran muy conocidos en los ambientes humanistas desde el siglo XIV, pero durante la primera mitad del siglo XV se descubrieron y se realizaron ediciones comentadas o copias enmendadas de los discursos de Cicerón, de poemas de Lucrecio, obras menores de Tácito, manuales de gramática de Suetonio, etcétera. Las repercusiones de los comentarios y las enmiendas eruditas de los textos clásicos latinos fueron el origen de la nueva filología, cuyo más destacado representante fue Lorenzo Valla (1407-1457). No contento con la pureza del latín moderno, propuso en sus "Elegantiae" una reforma de la gramática y un modelo de buen lenguaje lo más cercano posible a la pureza clásica. Valla aportó igualmente una nueva crítica de textos y contribuyó con sus notas al Nuevo Testamento latino (una comparación filológica entre la "Vulgata" y el original griego), admiradas después por Erasmo, a la construcción de la crítica bíblica moderna.

La primera mitad del siglo XV contempló también un redescubrimiento de la Historia. Leonardo Bruni y, sobre todo, Flavio Biondo iniciaron la historiografía moderna. Hasta ellos primaban en las obras de historia las descripciones y las anécdotas. En cambio, Bruni estaba convencido de que sólo una interpretación del pasado de la Roma republicana resultaba valiosa para defender la libertad contra la tiranía en la Florencia de su tiempo: la Historia como servidora del presente. Biondo, por su parte, tenía historiográficamente una cosmovisión más amplia que Bruni. A pesar de que su estilo literario carece de elegancia, en sus "Décadas" sorprende tanto por su actitud crítica frente a los historiadores célebres como por su uso de fuentes abundantes y diversas, desde crónicas medievales a monumentos e inscripciones clásicas. Aún presenta mayor originalidad su Italia ilustrada, una pieza que combina la geografía y la historia, las fuentes del pasado con las noticias del presente. Sus aportaciones se extendieron al campo de la arqueología.

En su "Roma instaurata" Biondo no sólo describe por primera vez y metódicamente cómo era la antigua ciudad; lo novedoso en su obra es la consideración que le merecen la conservación y restauración de las ruinas como testimonios vivos de una civilización y, en ese caso, de la romana. El redescubrimiento de la Antigüedad no sólo afectó a las lenguas clásicas, a la filología, a la edición crítica de textos literarios, a la historia o a la arqueología, sino también a la filosofía. Hasta esos siglos existía una interpretación cristiana de Aristóteles. A comienzos del siglo XV, en cambio, se enseñaba en Padua, gracias a Pietro Pomponazzi (1462-1525), el aristotelismo heterodoxo de

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Averroes, determinista y ateo. En efecto, en su "De inmortalitatae animae" (1516) y en su "De Fato" (1520) Pomponazzi demuestra que el alma intelectual muere con el cuerpo, que no existe el más allá, que nuestra voluntad y nuestra libertad son incompatibles con la providencia divina y que sólo cabe conformarse con la naturaleza. Estas doctrinas tuvieron durante las décadas posteriores una difusión y un éxito sin precedentes. En cualquier caso, la auténticos fundamentos filosóficos del Humanismo proceden de la lectura, la difusión y la enseñanza de Platón. A finales del siglo XV, Marsilio Ficino (1433-1499) expone magistralmente las ideas platónicas en su obra "Theologia platónica": Dios es el ser del que emanan todos los seres. En el centro del Cosmos el hombre es a su vez alma inmortal, imagen de Dios, criatura privilegiada y también materia y peso. El destino del hombre, su más intimo fin, consistirá en pasar, gracias al conocimiento, desde el mundo de las apariencias sensibles a las ideas. Ese trayecto que conduce al hombre a su identificación total con el ser puede ser rechazado, de tal manera que permanecerá en el plano que ocupan los animales, o bien aceptado, y en ese caso, será elevado a la perfección, su verdadera vocación, tal como lo describiría Pico della Mirandola (1463-1494) en su "Oratio de hominis dignitate". La filosofía neoplatónica de Ficino y de Giovanni Pico se consolidó en Florencia y desde allí se extendió rápidamente a todos los círculos intelectuales y cultos de Europa occidental junto a las nuevas ideas filológicas, historiográficas, artísticas y literarias. Pero el viaje que recorrió el primer Humanismo, el italiano, por el Continente no habría ocupado tan rápidamente el mapa europeo sin la intervención de determinados y decisivos vehículos de expansión: la imprenta, la relación entre los hombres de letras y la enseñanza universitaria.

La invención de la imprenta hacia 1450 jugó un papel primordial en la difusión de las ideas humanistas, pues hizo posible la reproducción de libros en forma mecánica. La primeras imprentas comenzaron a funcionar entre 1455 y 1500 en Maguncia y Estrasburgo. Dos tipógrafos alemanes, Sweynheim y Pannartz, introdujeron la imprenta en Italia, y hacia 1465 ya se conocían talleres en Subiaco, y pocos años más tarde se instalaron en Roma y Venecia. Antes de finalizar el siglo, las más importantes bibliotecas de Nápoles, Mantua, Ferrara y el Vaticano, sin dejar de utilizar copistas o scriptores, fueron admitiendo libros impresos. Los dueños de las imprentas eran, por lo general, humanistas que convertían frecuentemente sus talleres en centros de reunión, a modo de academias, en los cuales se establecían contactos entre autores y eruditos, se comentaban y se preparaban ediciones de textos clásicos. Se estima que a partir de 1480 la copia manuscrita es vencida definitivamente por el libro impreso, se multiplicaron tanto los títulos y las ediciones de textos clásicos en lengua original o traducidos a lenguas vulgares, como los manuales, gramáticas y libros de ciencia y filosofía de los propios humanistas. Precisamente, el mayor éxito editorial de un escritor contemporáneo a la

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revolución de la imprenta correspondió a Erasmo, cuyos "Adagios y Coloquios" conocieron más de 60 ediciones cada uno entre 1500 y 1525. La expansión y la difusión de las ideas se produjo también gracias a los contactos epistolares y académicos que se establecieron entre los propios humanistas. Eso dio lugar a la aparición de diversos humanismos, de los que luego escribiremos, o de corrientes específicas dentro del tronco común. Se distinguen, en este sentido, tres tipos de humanismos: uno filológico y literario, atento al estudio de los textos antiguos, de raíz italiana (florentina y veneciana), pero muy presente en Francia (en París y Lyon). Existe un segundo Humanismo, flamenco, inglés y renano, que sin ignorar la erudición y la creación literaria, se orienta fundamentalmente a la renovación del Cristianismo utilizando como fuentes de inspiración a los clásicos. La tercera variante, cuyos centros más representativos eran Nuremberg, Padua o Cracovia, detiene su atención en la elaboración de una ciencia que sirva al hombre para dominar la Naturaleza.

Los valores y las ideas del Humanismo se extendieron también por toda Europa gracias a la adaptación de las universidades medievales a las nuevas realidades. La vieja opinión de que las instituciones de enseñanza fueron un obstáculo para la difusión de las ideas laicistas e individualistas de la nueva cultura ha sido sustituida por otra bien distinta, más acorde con los hechos: algunas universidades, como Padua, Bolonia, Florencia, Roma (La Sapienza), Viena, Erfurt, Basilea, Lovaina, Salamanca o Alcalá de Henares, abrieron sus puertas a los humanistas y con ellos a la resurrección de los clásicos, convirtiéndose en semilleros de adeptos a las nuevas ideas. Estas universidades, además, lograron modificar los valores pedagógicos y sirvieron a los deseos de los nuevos Estados y las burguesías interesadas en una enseñanza utilitarista, orientada hacia la vida laica y no hacia la formación exclusiva de teólogos. Todas ellas contaron entre su profesorado a los primeros humanistas y en todas ellas se enseñaron sin interrupción los "studia humanitatis". En la "Sapienza" de Roma existían a finales del siglo XV cátedras de astronomía, matemáticas e historia. En Erfurt se enseñaba griego, hebreo, poética y elocuencia. La universidad de Lovaina, fundada en el primer cuarto del siglo XV, acogió bien pronto las ideas y los métodos pedagógicos de los humanistas, y entre 1490 y 1520 pasan por ella figuras tan prestigiosas ya en su tiempo como Erasmo de Rotterdam, Adriano Floriszoon, Luis Vives y otros.

La geografía de lo que podría considerarse el Humanismo universitario nos revela la diversidad de centros y de influencias entre los distintos focos culturales europeos. En todo caso, el primer Humanismo es italiano. Pero en la Italia del siglo XV existen, al menos, dos: el florentino y el del resto de las ciudades y cortes italianas. Florencia no es sólo la cuna del Humanismo, lo es también del Renacimiento. Los florentinos de aquel siglo sabían ya entonces que los "studia humanitatis", la gramática, la poesía, la elocuencia, y también

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la pintura, la escultura, la arquitectura, desaparecidas desde la gloriosa época romana, estaban renaciendo en su ciudad gracias a Dante, a Petrarca, a Giotto, antes que en ninguna otra ciudad de Italia. Pero la figura dominante en esa renovación clásica, que desde el último cuarto del siglo XIV protagonizó Florencia, fue Coluccio Salutati. Gracias a él el movimiento humanista dejaría de ser exclusivamente erudito y literario. Para Salutati, que había sido nombrado canciller de la ciudad en 1375, los "studia humanitatis", esto es, el conocimiento de la historia, la ética y la retórica, podían utilizarse también con fines políticos, como un servicio civil permanente a la ciudad. Heredero intelectual de Petrarca, Salutati fue maestro de una generación de florentinos, formó una gran biblioteca de obras clásicas y fue el responsable de la introducción de los estudios griegos en Florencia. Bruni y Marsuppini, sus sucesores en la cancillería, serían como él, funcionarios públicos y hombres de letras al mismo tiempo. Leonardo Bruni, Poggio Bracciolini, Donato Acciaiuoli, Alamanno Rinuccini y otros destacados humanistas florentinos del siglo XV, desarrollaron y resumieron en sus obras las principales ideas de lo que podríamos denominar humanismo cívico florentino: gusto por el cultivo del latín, pasión por el arte antiguo, amor por la libertad como independencia política frente a la tiranía; reivindicación de los poetas modernos (Dante, Petrarca, Boccaccio); adaptación de los métodos de la crítica de textos al uso de las fuentes históricas; búsqueda de la verdad en el quehacer historiográfico. Entre los "studia humanitatis" ("los estudios mejores y más excelentes", en palabras de Bruni) habría de prestarse una atención especial a la filosofía moral; parecía igualmente necesaria una combinación armoniosa de la vida activa con la vida del estudio; en ese sentido, serían dignos de alabanza y de gloria y fama, frente a los ideales medievales cristianos de desprecio del mundo, aquellos hombres de estudio que, sin abandonarlos, buscaran la perfección humana en el seno de la sociedad política, en los cargos públicos; y, por último, el humanista, como guía moral e intelectual en tanto que conocedor de los "studia humanitatis" y de los ideales éticos que éstos inspiraban, tenía la obligación de perseguir la felicidad de los hombres, de los ciudadanos, a través de ese trabajo político.

Sin embargo, la progresiva concentración de poder político en manos de la familia Médicis que desembocó en la supresión de las libertades republicanas de la ciudad, provocó una transformación del ambiente político y de los ideales que lo habían inspirado, esto es, de los ideales de Salutati, Bruni, Rinuccini y los demás humanistas. Como consecuencia de este cambio político, los humanistas florentinos comenzaron a poner mayor aprecio en la vida contemplativa frente a la activa, más como respuesta a la decadencia de las instituciones republicanas y de los valores cívicos, que por una modificación de sus ideas originales.

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El resurgir de la filosofía platónica de la mano de Marsilio Ficino que predicaba la huida de los problemas y la indiferencia hacia los cargos políticos consolidó aún más si cabe ese cambio de actitudes de lo humanistas.

Si el Humanismo florentino es cívico, producto de ciudadanos particulares, surgido en un contexto político propicio, el que se desarrolló en los otros Estados y ciudades es cortesano, y aunque presenta manifestaciones autóctonas, algunas tendencias observadas en la literatura y en el pensamiento parecen importadas de la Toscana, su centro originario. De este modo, los círculos eruditos de Roma, o los humanistas que residieron allí, estuvieron ligados estrechamente al mecenazgo de los Pontífices que crearon las condiciones materiales para atraerlos. Además, la ciudad misma, como museo de la Antigüedad, poseía un atractivo cultural único para los humanistas empeñados en resucitarla. Baste apuntar que la mayoría de los eruditos de los siglos XV y XVI acudieron a la corte papal para servir, a veces durante largos años, a los Papas como reputados latinistas y helenistas o como utilísimos consejeros administrativos o diplomáticos. Tales son los casos de Bruni, que permaneció diez años en Roma, o de Poggio, que perteneció a la Curia casi de forma ininterrumpida entre 1403 y 1453. Como el romano, la formación del Humanismo napolitano es cortesano. El protector de los humanistas fue, en este caso, Alfonso V de Aragón, llamado el Magnánimo, modelo de príncipe ilustrado, que reinó entre 1442 y 1458. Su mecenazgo hizo posible que Nápoles, una ciudad sin brillo de letras ni saber, pasara a ser una de las cortes más estimadas de Italia por eruditos, historiadores y filósofos, entre los que destacó Lorenzo Valla. Romano de nacimiento y de maestros florentinos, Valla produjo la mayor parte de su obra bajo la protección de Alfonso V. Además de su obra filológica, ya resaltada anteriormente, Valla rompió filosóficamente con la escolástica. Reivindicando el carácter laico del Humanismo se enfrentó con la Iglesia rechazando en su "De Monarchia" el poder temporal de los Papas, como ya lo hiciera en su momento Marsilio de Padua, al mismo tiempo que se adelantaba a Erasmo al criticar la vida inmoral de los clérigos en su "De professione religiosorum". No obstante, ocupó un cargo en la cancillería pontificia pocos años antes de morir, síntoma notable de su respetada erudición y saber.

Desde Italia el ideario humanista se trasladó a las ciudades y cortes del centro y occidente de Europa. En los territorios de los Países Bajos, sin separarse de sus raíces italianas, cobró características peculiares: aparece ligado a las universidades y es cristiano y religioso antes que paganizante y laico. Sus orígenes se encuentran en los contactos y en las estancias que diversos estudiantes y profesores universitarios mantuvieron en Italia. Uno de ellos fue Rodolfo Husman, conocido por "Agrícola" (1444-1485), gran helenista y pedagogo, quien después de estudiar en Erfurt, Colonia y París se trasladó a Pavía y Ferrara. No obstante, el humanista más excelente, el más genial e

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influyente de todos, fue Erasmo de Rotterdam (1466-1536). Él representa la síntesis de los valores del Humanismo: profundo y enciclopédico conocimiento del mundo antiguo y de la cultura clásica, agudeza en la crítica de textos, espíritu abierto, tolerante y universal, comprometido con la defensa de la dignidad humana, moralista, consejero de príncipes, cristiano profundo, sabio cosmopolita. Entre 1478 y 1483 fue educado en la escuela humanista de Saint Lebwin, en Deventer, vinculada a las ideas de la necesidad de renovación espiritual. En 1492 ingresó en los agustinos, aunque bien pronto salió del claustro para servir, como secretario, al obispo de Cambrai. A partir de ahí su vida trascurrió entre los Países Bajos, Francia, Inglaterra, Suiza, Italia y Alemania, demostrando su personalidad cosmopolita. En Inglaterra hace amistad con Tomás Moro y John Colet. De esa época es producto su "Enchiridion militis christiani" (ed. 1504), donde se exponen los métodos de una teología nueva basada en los textos bíblicos y en una crítica textual deudora de Valla. En 1508 el humanista e impresor Aldo Manuzio publicó la edición definitiva de su obra más famosa, los "Adate" colección de pensamientos de autores clásicos comentados. Conocido y aclamado por todos los humanistas italianos, volvió a Inglaterra en 1509 y allí escribe el "Elogio de la Locura". Preparó al poco tiempo la edición del "Nuevo Testamento", que dedicaría a León X y que tendría una resonancia capital en medios filológicos y religiosos, pues sin separarse de la letra pone de relieve la necesidad de vivir el Evangelio con sencillez. Su fama se extendió muy pronto por toda Europa hasta crear con sus obras una auténtica tendencia humanista e intelectual, el

erasmismo.

En Francia, la difusión del Humanismo fue más tardía que en Alemania o los Países Bajos a causa de la resistencia escolástica de la Sorbona ante las novedades filosóficas y filológicas procedentes de Italia. Sin embargo, gracias a los trabajos y a los contactos de Jacques Lefèvre d´Etaples (1455-1537) con humanistas italianos de la talla de Ermolao Barbaro, Pico y Ficino, las ideas fraguaron definitivamente en Francia. A la influencia ejercida por Lefevre se unió pronto la que produjeron las obras de Erasmo y la labor del filólogo e historiador Guillaume Budé, helenista de prestigio y seguidor, en materia religiosa, de la sencillez predicada porErasmo.

El Humanismo inglés presentaba caracteres diferentes. Sus orígenes se encuentran en las enseñanzas que Cornelio Vitelli impartió en la universidad de Oxford. Algunos de sus discípulos visitaron Italia y al regresar fomentaron en las aulas y en los ambientes cultos el gusto por el griego, por la retórica, por la traducción y la lectura de los clásicos y por la formación de bibliotecas. Thomas Linacre (1460-1524) conoció en Italia a Poliziano y a Ermolao Barbaro y se doctoró en medicina en Padua. Su conocimiento del griego y del latín era excelente, hasta el punto de que su sintaxis latina fue utilizada en Inglaterra

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para la enseñanza de los niños. John Colet (1467-1519), en cambio, no aprendió griego, pero siguió el platonismo de Ficino y Pico a quienes conoció en Italia. Colet no se apartó de la ortodoxia en la interpretación de las Sagradas Escrituras. La influencia de Pico llegó también a Tomás Moro (1478-1535), aunque éste nunca estuvo en Italia. Siendo estudiante escuchó lecciones de Linacre sobre Aristóteles y del mismo Linacre recibió enseñanzas de griego. Entre los filósofos clásicos admiraba a Platón, cuestión que se revela evidente en su "Utopía". Aunque no fue un filólogo en sentido estricto, su dominio literario del griego y la defensa de su enseñanza frente a los detractores universitarios y a los teólogos conservadores sirvieron para que se consolidaran los estudios nuevos en Oxford. Desde el punto de vista religioso, Moro es, junto a Colet y a Erasmo, un representante genuino del Humanismo cristiano, al considerar que, supeditado a la Revelación, podía llegar a constituir el grado más supremo de civilización. Humanismo y fe podían conducir al hombre hacia Dios.

Del mismo modo que en Inglaterra, el Humanismo italiano llegó a España a mediados del siglo XV, aunque las primeras manifestaciones sólo afectaron a campos muy restringidos de los "studia humanitatis", como la gramática y la retórica. Pronto se unió a esta corriente el estudio y la enseñanza del griego en la universidad de Salamanca, gracias sobre todo al helenista y filólogo Elio Antonio de Nebrija (1444-1522). Considerado como el más grande humanista español de su tiempo, Nebrija estudió en el colegio español de Bolonia y allí conoció de cerca los beneficios del Humanismo italiano. De regreso a España, enseñó humanidades en la escuela catedralicia de Sevilla, desde donde pasó a Salamanca, donde explicó gramática y poética. Su abundantísima producción abarcó todos los campos del saber humanístico: la gramática, la historia, la arqueología, la lexicografía, la geografía, el derecho y las Sagradas Escrituras. En 1492 publicó su obra más conocida, la "Gramática Castellana", escrita en lengua vulgar. Su prestigio le valió para ser nombrado tanto preceptor del príncipe don Juan, como catedrático en Alcalá de Henares, desde cuyo cargo colaboró con el cardenal Cisneros en la edición y revisión de la parte griega y latina de la "Biblia Políglota". De biografía distinta, pues no era filólogo, sino pedagogo, Luis Vives (1492-1540), amigo de Erasmo, de Moro y de Budé, preceptor de la princesa María de Inglaterra, profesor en Oxford, demostró un interés original y novedoso por los problemas sociales y políticos de su tiempo, desde una posición claramente cristiana. De una parte, abogó por el establecimiento de una auténtica previsión social que evitara la mendicidad y la pobreza en "De subventione pauperum" (1526), y de otra, escribió sobre la necesidad de la paz (De concordia et discordia in humano genere), adelantándose a las más modernas corrientes pacifistas de nuestro tiempo.

Durante los siglos XIII y XIV aparecieron tímidamente en Europa los primeros síntomas de lo que se conoce como primer capitalismo o capitalismo mercantil.

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El proceso de su formación se avivó en el siglo XV, cuando confluyeron y se combinaron armónicamente factores tan poderosos como la tendencia de las Monarquías autoritarias a intervenir en las economías nacionales, el espíritu de empresa de los individuos, el deseo de conquista y de lucro y la racionalización de la producción y de los negocios. Igualmente, la transformación de la economía medieval fue posible gracias a la acumulación de capitales procedentes de rentas rústicas y urbanas, a la recaudación y administración racional de los impuestos estatales y a la explotación de las minas de plata de Europa central, que aumentaron con rapidez la riqueza pública, la circulación monetaria y la demanda. El resultado de todo ello fue la aparición de una coyuntura favorable para las transacciones mercantiles. A todos esos factores de expansión de la economía europea se unieron, desde comienzos del siglo XVI, los grandes descubrimientos geográficos auspiciados por los nuevos Estados, el crecimiento de los mercados, la ampliación de las fuentes de materias primas y la renovación de las técnicas de organización empresarial, de producción y de financiación, que no hicieron más que acelerar el proceso de formación del capitalismo inicial. Paralelamente, las políticas de las nacientes Monarquías nacionales estaban exigiendo, para lograr la mayor concentración de poder y de soberanía posible, sumas cuantiosísimas de dinero, es decir, recursos financieros para mantener ejércitos permanentes y burocracias, que no procedían de ingresos por impuestos, sino de empréstitos de particulares. Nacen de esta manera desde finales del siglo XV, aunque lentamente, las economías nacionales vinculadas al poder de las Monarquías autoritarias. Como consecuencia de ello, la actitud del poder político frente a los problemas económicos tenderá a ser cada vez más proteccionista, reglamentista e intervencionista. O dicho de otra manera, la política no tuvo en adelante más objetivo que asegurar la supervivencia, el engrandecimiento y la prosperidad del Estado con relación a los demás Estados soberanos. De este modo surge en la Inglaterra de Enrique VIII, en la Francia de Luis XII y de Francisco I y en la Castilla de los Reyes Católicos un conjunto de prácticas y de medidas económicas estatales encaminadas a fortalecer la soberanía nacional, denominadas historiográficamente "mercantilismo".

En realidad, las teorías que se formularon desde el siglo XVI (incluso algunas, de forma rudimentaria, aparecen a principios del siglo XV), aunque sirvieron para elaborar las primeras políticas económicas de las Monarquías autoritarias, nunca constituyeron un cuerpo de doctrina que hiciera posible hablar de mercantilismo como tal. Existieron, eso sí, teóricos de muy diverso y, a veces, controvertido pensamiento que se preguntaron unánimemente de qué manera se podría enriquecer a las Monarquías o a los países y que explicaron durante decenios la conducta de los estadistas y les sirvieron de fundamento.

Sin embargo, la historiografía del siglo pasado interpretó de manera

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simplificada el pensamiento de los tratadistas economistas de los siglos XVI y XVII. En primer lugar, consideró que aquéllos partían de una idea básica: la administración y la gestión de las finanzas públicas es similar en su funcionamiento y en su finalidad a la de un patrimonio privado, estimando que ningún Estado podía enriquecerse si no vendía a otro Estado más que le compraba y que sólo una balanza de comercio favorable podía impulsar la entrada en el país de metales preciosos, prueba irrefutable de enriquecimiento nacional. Finalmente, se interpretaba que, desde el punto de vista de las técnicas y prácticas económicas, estos tratadistas mercantilistas recomendaban a los Estados, para conseguir tales fines, un sistema de primas a la exportación y de altos obstáculos arancelarios a la importación, así como medidas de control de los movimientos monetarios. Sin embargo, sería inexacto reducir el pensamiento de los llamados mercantilistas a las cuestiones relativas al funcionamiento de una economía estatal. Además de tratar esos problemas, el pensamiento económico de los siglos XVI y XVII se ocupó también de examinar la naturaleza de la propiedad privada, las cargas impositivas, el socorro o la asistencia de los pobres, los transportes, el trabajo, la población, el precio del dinero, la usura y la banca, etc. No cabe duda de que los problemas monetarios fueron los preferidos por los estudiosos de la economía política del siglo XVI y, especialmente, por los españoles.

Si el auténtico renacimiento artístico tuvo sus orígenes en Florencia, también en la ciudad toscana se produjo el florecimiento de la filosofía social y política. Como respuesta a la lucha por la libertad cívica que los florentinos sostuvieron desde comienzos del siglo XV contra el despotismo de los Visconti, se tomó mayor conciencia de los asuntos políticos y se intensificaron los ideales republicanos de libertad y de participación cívica. Nació, de ese modo, lo que se denomina el humanismo cívico, una nueva filosofía de la participación política y de la vida activa. Los pensadores que formaron ese movimiento (Leon Battista Alberti, Coluccio Salutati y Leonardo Bruni) eran estudiosos del derecho y de la retórica y trabajaban como cancilleres, secretarios o embajadores de la ciudad. Todos consideraban en sus obras los mismos problemas: el ideal de libertad, como independencia y autogobierno, y su

conservación.

Analizando los peligros que amenazaban la libertad política (la contratación de condotieros y de ejércitos mercenarios para defender a las ciudades-repúblicas frente a las amenazas exteriores representadas por el Imperio, el Papado y las Monarquías autoritarias de Francia o España), aquellos humanistas llegaron a la conclusión de que los hombres son los únicos responsables del bien o del mal que les ocurra, que hay que luchar por la patria, que hay que luchar por la gloria y no por el dinero, que todo ciudadano disfruta de iguales oportunidades de participar activamente en la vida política. En el desarrollo de estas ideas jugó un papel primordial la recuperación del ideal ciceroniano de "virtus", como

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excelencia humana superior. Para alcanzarlo (posibilidad que era negada por el Cristianismo agustiniano) los humanistas confiaban en la necesidad y en el desarrollo de una educación adecuada, centrada en el estudio de la retórica (como uso práctico de la sabiduría) y de la filosofa antigua, básica para la preparación del carácter. Tal educación, capaz de producir "virtus", preparaba para ingresar en la vida pública. Así pues, entendida como aprendizaje y adquisición de "virtus", esa educación clásica sería útil, pues todo conocimiento ha de servir al hombre no sólo para alcanzar la verdad, sino para ser perfecto, esto es, para conseguir la felicidad. En aquel tiempo, tal metodología era, además, especialmente novedosa, pues contradecía la concepción escolástica y medieval según la cual el único ideal al que debe aspirar el hombre en la tierra es la vida contemplativa y especulativa. Esta reacción de los humanistas florentinos ante la falta de interés de los escolásticos por la vida política promovió un ideal del compromiso, que hasta finales del siglo XV produjo una literatura política dirigida a toda la sociedad en defensa de los valores republicanos. No obstante, el triunfo en esas fechas y durante los primeros decenios del siglo XVI de las formas de gobierno despóticas o principescas, hizo que los humanistas, a pesar de su fe en las forma de gobierno republicana, dirigiesen sus escritos a los signori, adoptando el género del consejo o del espejo de príncipes. En la segunda mitad del siglo XV Francesco Patrizi dedicó al papa Sixto IV su obra "El reino y la. educación del rey", y en 1471 Bartolomeo Sacchi dedicó "El Príncipe" a los duques de Gonzaga de Mantua.

En España Diego de Valera escribirá para el rey Fernando II de Aragón su "Doctrinal de príncipes" (1476) y Gómez Manrique dedicará a la reina Isabel de Castilla su "Regimiento de príncipes", obras cuyos contenidos no se distancian mucho de las escritas en Italia. Estos humanistas difieren de sus predecesores republicanos en cuanto a los propósitos que según ellos deben guiar al gobernante. La idea de conservar la libertad y la justicia como valores superiores de la vida política fue sustituida por la de mantener al pueblo en estado de seguridad y de paz. Para conseguirlo es preferible el gobierno de los príncipes al del pueblo. Por la misma razón, sólo el príncipe deberá poseer la "virtus", considerada como fuerza creadora para conservar su estado y rechazar a los enemigos. La virtud del pueblo se limitaría a la práctica de la pasividad benigna, que le alejaría de toda participación en la vida política. Por último, en todos estos espejos se mantiene la vieja idea de que el príncipe ha de practicar de manera equilibrada las virtudes teologales y morales, y entre éstas ha de ejercitar la justicia, la equidad, la clemencia, la liberalidad, la firmeza, el cumplimiento de la palabra dada, el respeto a la verdad, el desdén de las cosas transitorias, etc. No obstante, esta escala de valores para guía de los príncipes no tardaron en ser modificadas.

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Al mismo tiempo que el siglo XVI constituye una etapa fecunda durante la cual se pondrían las bases para el nacimiento de la ciencia política, desde la primera mitad del siglo XV se venían renovando los conocimientos científicos. En efecto, el Renacimiento científico debe mucho a la Edad Media. Las más importantes tendencias del Renacimiento, aquellas que determinaron la naturaleza de la actividad científica en el siglo XVI, aparecen progresivamente en los siglos XIV y XV. Ciertos acontecimientos dieron a ese proceso una excepcional aceleración: la caída de Constantinopla, que llevó a Italia a una muchedumbre de científicos, acompañados de cuantiosos manuscritos científicos bizantinos y el invento de la imprenta y del libro, que permitió una mayor y mejor difusión de los textos. Los progresos se produjeron fundamentalmente en cinco saberes: matemáticas, astronomía, física, química y anatomía.

En el terreno de las matemáticas, la segunda mitad del siglo XV supuso el encuentro entre los conocimientos matemáticos medievales y los árabes y el hallazgo de algunas fuentes griegas. Nicolás de Cusa (1401-1464), cosmólogo y filósofo, despertó los estudios matemáticos, y aunque no descubrió ninguna verdad científica, ejerció una indiscutible influencia en Leonardo da Vinci, Giordano Bruno, Copérnico y Kepler. Concretamente, su afirmación del valor absoluto del principio de continuidad y su identificación formal del círculo con un polígono de lados infinitos constituyen la base de la "Estereometría de los toneles" de Kepler, punto de arranque de la geometría de los indivisibles en el siglo XVII. Para llegar a demostrar Nicolás de Cusa sostiene que todo pensamiento consiste en una comparación y en el establecimiento de relaciones, que encuentran su mejor expresión en los números. Sin embargo, el número pertenece al campo de la finitud. Para alcanzar el máximo (magnitud mayor de la cual no hay otra mayor) y el mínimo (magnitud menor de la cual no hay otra menor) hay que trascender la serie indefinida de lo grande y de lo pequeño (pues en una progresión indefinida no se superará nunca el marco de la finitud) de tal manera que, entonces, el máximo y el mínimo coinciden en la noción de infinito. La coincidencia de los opuestos en el infinito aparece también en geometría, en la que nada se opone tan claramente como lo recto y lo curvo. Así, la curvatura de un círculo disminuye a medida que aumenta su radio y aumenta al disminuir éste, pero nunca será curvatura máxima ni mínima: lo que hace es desaparecer en el infinito. Como consecuencia de estas consideraciones, Cusa afirma que las matemáticas son las únicas ciencias que permiten al espíritu humano alcanzar la certeza.

El progreso y la difusión de las matemáticas prácticas deben mucho también a los manuales que se publicaron entre el último cuarto del siglo XV y durante todo el siglo XVI (unos cuantos centenares de volúmenes), que, sin aportar descubrimientos importantes, desempeñaron una función de trascendencia

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fundamental en la organización y recopilación del saber adquirido, en su presentación, así como en la elaboración de la notación algebraica. La "Aritmética de Treviso" (1478), que contiene una serie de reglas útiles para toda clase de cálculos destinados a los comerciantes (multiplicación por columnas, por cruz, por damero, división por columnas o por barco, la prueba del 9, la regla de tres, etc.), es el más antiguo de ellos. El manual de Johann Widmann (1489) proporcionó el uso de los signos más y menos (+ -) para designar no sólo adición y sustracción, sino defecto y exceso, así como la prima y asiento contable de compensación, muy útil para comerciantes y contables. Por las mismas fechas, el "Triparty" (Lyon, 1484) de Nicolás Chuquet ofrecía un nuevo método de numeración sobre la base de dividir los números en grupos, por medio de puntos, y atribuir a cada grupo un nombre según su orden, de tal manera que en vez de decir mil de miles se diga millón, en vez de millón de millones, billón, etc. El tratamiento de la extracción de raíces cuadradas y cúbicas, la primera aparición de la idea del cálculo logarítmico, la relación entre progresiones aritmética y geométrica, son operaciones claramente expuestas y definidas en el "Triparty", aunque su escasísima difusión impidió que ejerciera influencia inmediata en su tiempo. Sí la tuvo, en cambio, el manual de Luca Pacioli (1445-1514), la "Summa de arithmetica, geometría, proportioni et proportionalità" (Perusa, 1487), una auténtica enciclopedia, en la que se recogen las aportaciones de los matemáticos de la Antigüedad (Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes) y los medievales. Dividida en cinco partes, la "Summa" expone las diferentes clases de números, las operaciones aritméticas clásicas, las extracciones de raíces, las fracciones, un manual de contabilidad por partida doble, una tabla de medidas y monedas, etc. A Luca Pacioli y a Nicolás de Cusa debe precisamente Leonardo da Vinci (1452-1519) sus conocimientos matemáticos. Autodidacta en todos los saberes, Leonardo es un práctico que ignora las letras clásicas y que se forma en un taller, la escuela de Andrea Verrocchio, donde se aprende pintura, fundición, talla, planimetría, apertura de canales y obras públicas y arquitectura, cuyo aprendizaje y práctica implicaban la posesión de un voluminoso conocimiento científico y matemático. Por ello las aportaciones y las soluciones de Leonardo no son teóricas; su geometría es la propia de un mecánico y su ciencia está orientada a la acción.

La tradición de los manuales continuó a mayor ritmo y producción durante el XVI, sobre todo en Alemania (el primer manual de aritmética práctica fue publicado por Adam Riese en 1550; y el primero de álgebra en lengua alemana fue el de Christoph Rudolff, 1525). Con todo, uno de los más prestigiosos matemáticos alemanes del siglo XVI fue G. Frisius (1508-1555), autor del manual universitario más popular del siglo XVI por su claridad y sencillez, la "Arithmeticae practicae methodus facilis" (Amberes, 1540), que conoció más de 60 ediciones antes de 1600.

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La escuela algebraica italiana no destacó hasta la segunda mitad del siglo XVI, pero produjo notables matemáticos: Tartaglia, Cardano, Ferrari y Bombelli a quienes se debe la lucha por el descubrimiento (y por la autoría) de la solución de la ecuación de tercer grado, de la que a finales del siglo XV Scipione del Ferro ya había aportado la solución de una forma. Los últimos años del siglo XVI significan para la ciencia italiana un período de cierto estancamiento. El centro del movimiento del pensamiento científico se traslada hacia los Países Bajos. Simón Stevin (1548-1620) era contable, constructor de molinos y de fortificaciones, contable e intendente. Su primera obra recogió las primeras tablas de intereses y, posteriormente, en su "Libro de cuentas del príncipe" (1608) desarrolló los métodos de contabilidad por partida doble, aconsejando su uso en la Hacienda Pública. En 1585, Stevin publicó una colección bajo el título "La aritmética de Simón Stevin de Brujas", donde incluye un tratado sobre las fracciones decimales que se difundirá con rapidez y éxito. La segunda gran innovación de Stevin es la unificación de la noción de número; hasta entonces los matemáticos desconocían que la unidad es número, de la misma naturaleza y tan divisible como los demás. Stevin les atribuía, además, el error de haber hecho de esa unidad el principio de los números, siendo ese principio no la unidad sino el cero. Su éxito como matemático se debe a que admitió el carácter legítimo del número negativo, aceptando las soluciones negativas de las ecuaciones con las que operaba y a que por primera vez en la historia de la ciencia admitió y descubrió la equivalencia de la sustracción de un número positivo y la adición de un número negativo. Si las matemáticas conocieron durante el siglo XVI una singular aceleración y difusión, la astronomía vivió un auténtico y fecundo renacimiento. En su progreso se halla también el pensamiento de Nicolás de Cusa. Gracias a él, la concepción clásica de un mundo cerrado y jerárquicamente ordenado fue sustituida por la de uno abierto, ilimitado e indefinidamente extenso, un mndo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. En su "Docta Ignorancia" (1440) rechaza que la Tierra sea el cuerpo más vil del lugar más bajo de un Universo dividido en dos regiones, sublunar y celeste. Cusa defiende que el Universo es uno, diversificado y animado en todas partes de movimiento, sin divisiones ni lugares privilegiados, donde no existe arriba ni abajo, nociones tan relativas como el propio movimiento, y en el cual la Tierra es una estrella noble con luz y movimiento propios. Con la obra y el pensamiento de Cusa, que destruyen el Cosmos antiguo, se pusieron las primeras bases para la revolución científica del siglo XVII, aunque su influencia inmediata fue escasa. Precisamente, las ideas cosmológicas de Giordano Bruno y de Leonardo da Vinci son deudoras de aquél, sobre todo en el abandono por parte de este último de la concepción geocéntrica. El pensamiento y la obra de Copérnico (1473-1543), fueron decisivos, sin embargo, para que se produjera la revolució científica.

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Hacia 1512 Nicolás Copérnico concibió y dio a conocer la idea central de su sistema, el heliocentrismo. Sin embargo, hasta 1536 no fue invitado a publicar sus descubrimientos, propuesta que rechazó para evitar la reacción hostil de los teólogos romanos. Sería un seguidor suyo, Retico (1514-1574), quien emprendería la redacción de un breve resumen de su obra, la "Narrado prima", que se imprimió en Danzig en 1540. Después de leer a todos los filósofos que habían estudiado la estructura del Universo, observó que algunos de ellos (Hicetas, Heráclites del Ponto y Ecfanto) creían en el movimiento de la Tierra. Verificada esa hipótesis, rechazó el error de los matemáticos que habían hecho de la Tierra el centro del mundo. La polémica de Copérnico contra la astronomía y la cosmología tradicionales nos muestra que en el paso del geocentrismo al heliocentrismo se escondía una auténtica revolución astronómica. Copérnico reprocha a Aristóteles y a Ptolomeo lo absurdo de pretender mover el lugar y no una parte del mismo. En segundo lugar, tanto la física de Aristóteles como la astronomía de Ptolomeo afirmaban la inmovilidad de la Tierra en el centro del mundo. Si la Tierra se moviera las piedras lanzadas al aire o dejadas caer desde lo alto de una torre no volverían a caer en el lugar desde el que fueron lanzadas o no caerían nunca al pie de la torre, sino que se retrasarían, sostenían los antiguos. Copérnico, en cambio, responde que las cosas que caen y que se elevan realizan un movimiento que es partícipe del de la Tierra y son arrastrados por ella, es decir, realizan un movimiento mixto con relación al mundo que está compuesto de uno rectilíneo y otro circular, aunque a nuestros ojos parezca sólo rectilíneo. Creyó que la forma esférica, geométricamente la más perfecta, no era sólo la más apta para el movimiento sino también causa suficiente de él y que engendraba el movimiento más perfecto y natural, esto es, el movimiento circular. Esa es la razón y no otra de que Copérnico estime el principio del movimiento circular uniforme como base de toda su mecánica celeste, el único medio para mover la máquina del mundo. La hipótesis de Copérnico decía que un cuerpo redondo situado en el espacio giraría en torno de sí mismo sin necesidad de un motor que lo mantuviera en movimiento, sin necesidad incluso de situarse en el centro físico, como sostenía Aristóteles. Precisamente por ello, Copérnico, aunque sitúa al Sol en el centro del Universo, no lo coloca en el centro de los movimientos celestes, pues los centros de las esferas planetarias no se encuentran en el interior del Sol, sino alrededor de él. Por consecuencia, si el mundo creado por Copérnico es heliocéntrico, su astronomía no lo es, pues los movimientos de los astros no toman como referencia al Sol sino a la Tierra, excéntrica respecto al Sol, de tal manera que resulta paradójica la responsabilidad del Sol en su mecánica celeste. Copérnico, sin embargo, no es un moderno: su Universo, aunque inconmensurable, no es un espacio infinito, sino que tiene límites.

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La difusión del pensamiento copernicano y la adopción de su sistema se produjo con mucha lentitud, aunque su "De revolutionibus orbium coelestium" (1543) fuese muy admirada. Los copernicanos de verdad escasearon en el siglo XVI, sobre todo por el temor de chocar con la autoridad de Aristóteles y de la Revelación. Para católicos y protestantes las ideas de Copérnico entraban en contradicción con las Sagradas Escrituras y por ello condenaron su doctrina. A eso se añadieron los argumentos científicos o físicos que apuntaban a lo absurdo e inconcebible de la teoría del movimiento terrestre copernicano. Esta situación de oposición general se reduciría en el siglo XVII, por el retroceso del aristotelismo y por la moderación de la posición protestante, que favoreció una autonomía de la ciencia respecto a la teología, aún extraña entre los católicos. Quien mejor defendió las ideas copernicanas fue Giordano Bruno .

Giordano Bruno (1548-1600) profundizó en el sistema de Copérnico. Adoptó en sus obras el infinitismo de la nueva astronomía ("De l´infinito universo e mondi" -1584- y "De innumerabilibus, inmenso et infigurabili", 1591) y sustituyó el Cosmos ordenado y finito por un Universo infinito, inmenso y no enumerable, compuesto por infinitud de mundos semejantes al nuestro. La defensa apasionada de esa doctrina sobre el Universo, que superaba incluso la de Copérnico, le costó la persecución inquisitorial, la cárcel, la excomunión y la muerte en la hoguera (Roma, 1600). La cosmología de Bruno era para sus contemporáneos gratuita, infundada, inaceptable, osada y radical: la Tierra ha sido asimilada a los demás planetas y el Sol pierde su papel privilegiado, pues aunque siga siendo el centro de nuestra máquina, es una estrella más entre otras innumerables que son también soles como el nuestro. Infinitud del Universo, espacio geometrizado, relatividad del movimiento constituyen las ideas clave de la nueva cosmología, que será fundada por Galileo, Descartes y

Newton.

En física los progresos fueron escasos, dispersos, lentos y discontinuos. La física de Aristóteles se presentaba como una construcción teórica equilibrada, de acuerdo con el sentido común, capaz de ser útil a las actividades de los prácticos. De toda esta época, la obra de Leonardo da Vinci, de raíces aristotélicas, fue la más original, aunque no redactara trabajo teórico alguno. Sus aportaciones deben buscarse en el análisis de los casos concretos y en los dibujos. La química, en cambio, conoció un movimiento de investigación y descubrimientos desde finales del siglo XV. Una de las causas de ese renacimiento fue la proliferación de los tratados químicos y alquímicos de los compiladores medievales. Pero los factores del progreso de la química estaban relacionados con el aumento de la actividad comercial del siglo XVI que a su vez exigió la extensión de las actividades técnicas. La importancia de la

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tintorería en los progresos de la práctica química fue de relevancia capital, así como el renacimiento de las explotaciones mineras y de la industria metalúrgica en el aumento de los conocimientos químicos y en su difusión. No en vano el problema de la generación de los metales y el interés por los productos del subsuelo están en la base y son la causa principal de las investigaciones de Paracelso y sus discípulos. Paracelso (1493-1541) es el más ilustre químico del Renacimiento. Partidario de la experimentación directa, de la observación de la Naturaleza como método seguro y de la introducción en la práctica médica del uso de medicamentos obtenidos del reino mineral, logró dar a la química un impulso que no se detendría.

El mismo año que se publicó la obra de Copérnico que exponía el sistema heliocéntrico, se imprimió un libro escrito por Andrés Vesalio, "De humani corporis fabrica libri septem" (Basilea, 1543), que revolucionó los conocimientos sobre la estructura del cuerpo humano. La anatomía, fundamento de la medicina, experimenta a partir de esa fecha un notable progreso, aunque el verdadero renacimiento de la medicina tardaría en llegar. La renovación de la anatomía se produjo durante el siglo XVI gracias a la recuperación de las fuentes literarias de la Antigüedad (en 1490 se editó en Venecia una obra de Galeno en latín) y a la generalización del encuentro directo con la Naturaleza como fuente suprema del saber. El preludio de esa renovación lo protagonizó Leonardo da Vinci gracias a sus investigaciones anatómicas. En distintos períodos de su vida practicó la disección de cadáveres, de fetos, de adultos y de ancianos, de los que realizó miles de croquis y tomó multitud de notas. Durante los primeros decenios del siglo XVI la disección didáctica para la enseñanza práctica de la anatomía humana y la autopsia judicial se difundieron y fueron ejecutadas en numerosas ciudades italianas. Pero la lamentable técnica de la disección y, sobre todo, el respeto por la tradición se oponían al progreso de la anatomía. Las incompatibilidades entre la doctrina de Galeno y las observaciones personales de los anatomistas se iban haciendo cada vez más hondas. Algunos aceptan a Galeno, pero sus experiencias les llevan a contradecirle. Tales son los casos de Alejandro Achillini, profesor en Bolonia y Padua, a quien se debe, como consecuencia de sus experimentos y observaciones directas, la descripción del martillo y el yunque en el oído medio y la observación del hecho de que el canal biliar desemboca en el duodeno. Jacobo Berengario, profesor en Bolonia, describió por vez primera el apéndice vermicular, el timo, el seno esfenoide, el tímpano, al mismo tiempo que demostraba cómo la matriz era una cavidad única no dividida, como se había creído hasta entonces. En 1535 el médico español Andrés Laguna publicó en París un manual de anatomía que presentaba la primera descripción exacta de la válvula ileocecal. Tres años más tarde el cirujano francés Estienne de la Rivière publicó una obra anatómica ilustrada donde, a la par que criticaba a los que aceptaban dogmáticamente la anatomía

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galénica, exponía importantes descubrimientos como la distinción de los nervios simpático y neumogástrico. La iconografía anatómica alcanza su cenit, por su realismo, en el atlas de Canano (1541) y en el libro monumental de Vesali (1543). De origen germánico, Vesalio (1514-1564) era hijo del boticario del emperador, de lo que se deduce que recibió una esmerada educación clásica. Estudió medicina en París, Lovaina y Padua, y entre 1537 y 1543 enseñó anatomía en Padua, donde perfeccionó las técnicas de disección y de representación casi perfecta de las formas anatómicas. Posteriormente fue médico de Carlos I y de Felipe II, en cuyas campañas militares adquirió excelentes conocimientos de cirugía. Hacia 1538 Vesalio es todavía un adepto de Galeno. Sin embargo, bajo la influencia de sus maestros parisinos, volvió a las fuentes griegas y poco más tarde centraría su atención en la Naturaleza. En sus "Tabulae" corrigió la descripción galénica del sacro y de la mandíbula y describió la próstata, y durante su estancia en Lovaina conoció por vez primera, en el cadáver de una mujer, el cuerpo amarillo del ovario. La ruptura definitiva con Galeno se produjo entre los años 1539 y 1540, durante sus demostraciones anatómicas en la universidad de Bolonia. Invocando la autopsia como única autoridad, Vesalio se negó a aceptar que el hígado tuviese cinco lóbulos y rechazó otras opiniones de Galeno, al que reprochaba no haber disecado nunca cadáveres humanos, sino animales. En consecuencia, Vesalio reivindicaba con ello la necesidad de rehacer toda la anatomía humana. Inició él mismo la tarea publicando su "De humani corporis fabrica libri septem", que contenía 300 ilustraciones. Las seis primeras partes del libro están dedicadas a la osteología y la miología, a la descripción del sistema nervioso central (que constituye la más valiosa aportación de la obra vesaliana), a las venas, las arterias, las vísceras del vientre y los órganos del tórax. Sus investigaciones sobre el corazón son especialmente importantes, pues estuvo próximo a reconocer la naturaleza muscular del corazón y su función motriz; negó la existencia de lo que Galeno llamaba hueso cardíaco y señaló la ausencia de poros en el tabique interventricular. La séptima parte del libro estudia la anatomía del cerebro, llegando a distinguir la sustancia blanca de la gris y logrando una excelente representación de los ventrículos, de la glándula pineal, etc. Sus sucesores, Realdo Colombo, pionero de la anatomía patológica, y Gabriel Falopio, que describió la cuerda del tímpano, los canales semicirculares del oído interno, la trompa uterina, etc., consiguieron, al corregir a Vesalio, una mayor exactitud en sus observaciones.

Desde el punto de vista de la cultura artística, la instauración de una nueva manera de ver el mundo comenzó a ganar terreno en Italia desde el Trecento. La visión estática del Universo es sustituida por otra dinámica. De igual modo ocurriría en el arte. Los modelos góticos son desplazados por los de la Antigüedad clásica, entre los que se buscan y encuentran nociones científicas de belleza y armonía. Al contrario que en el arte medieval, esta definición de

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belleza no será reflejo de la divinidad, sino la expresión de un orden intelectual y profano, que encuentra su lenguaje en la medida, el número y la proporción. También la Naturaleza será percibida y descrita al margen de lo divino. El modo adecuado de su representación será la perspectiva, es decir, la reducción del espacio a términos matemáticos. De la naturaleza, el cuerpo humano constituirá el máximo de las perfecciones, objeto que sustituye a la divinidad en las obras de arte, como reflejo del antropocentrismo del pensamiento

humanista.

Toda la evolución del arte renacentista se articula en un proceso general de racionalización que dominará toda la vida espiritual y material. El artista, por su parte, siente aversión por todo lo que escapa al cálculo; concibe la obra de arte bajo un principio de unidad, coordina coherentemente espacios y proporciones, limita la representación a un único motivo principal, ordena la composición de forma que pueda ser abarcable al espectador en una sola mirada. Por bello entiende el artista la concordancia lógica entre las partes singulares de un todo, la armonía de las relaciones expresadas en un número, el ritmo de las composiciones, la desaparición de las contradicciones entre las figuras y el espacio y entre las partes del espacio. En definitiva, todo lo que sucede en el mundo artístico no es más que el reflejo de lo que sucede en otros aspectos de la vida, esto es, la subordinación de todas las leyes del arte y todos los criterios técnicos a la razón.


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