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Rodríguez Fermín - Un desierto de ideas

Date post: 31-Dec-2014
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Un desierto de ideas Fermín Rodríguez En 1825, el joven Esteban Echeverría parte a Francia en via- je de exploración cultural al lugar que condensa todo lo que en esos años el Río de la Plata no es ni tiene. Como cualquier viaje- ro, Echeverría lleva plegado entre su equipaje un mapa. Pero no se trata de un mapa de Francia ni de un plano o una guía de Pa- rís, como la fiel Baedecker de Sarmiento de cuya letra sus Viajes por Europa no se apartan. Llama la atención que, en cambio, jun- to a un manual de retórica y a una antología de poesía neoclásica de la Revolución de 1810, el mapa que Echeverría lleva consigo sea "una carta geográfica de la República Argentina" 1 -, el plano inexacto de un país todavía a medio hacer. ¿Qué valor puede te- ner esa geografía inacabada, ahuecada por espacios en blanco, en los días plenos de Echeverría en París -días de aprendizaje y de acumulación de experiencias, de formación estética y política? El viaje de los intelectuales a París y la perspectiva de retorno se re- cortan sobre este fondo de ausencia cautivante, que acecha la vuelta. Antes de nosotros, nada; ante nosotros, nada 2 -invoca to- da una generación de jóvenes intelectuales encabezados por Echeverría cuando miran el mapa. La definición de la llanura rio- platense como desierto fue la prolongación del sentimiento ro- mántico de pérdida e insatisfacción por otros medios; los medios de una estética que buscó en una pura geografía la imagen de un comienzo radical y absoluto. 3 Desierto era entonces ausencia de 149
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Un d e s i e r t o de i d e a s

Fermín Rodríguez

En 1825, el joven Esteban Echeverría parte a Francia en via­je de exploración cultural al lugar que condensa todo lo que en esos años el Río de la Plata no es ni tiene. Como cualquier viaje­ro, Echeverría lleva plegado entre su equipaje un mapa. Pero no se t ra ta de un mapa de Francia ni de un plano o una guía de Pa­rís, como la fiel Baedecker de Sarmiento de cuya letra sus Viajes por Europa no se apar tan. Llama la atención que, en cambio, jun­to a un manual de retórica y a una antología de poesía neoclásica de la Revolución de 1810, el mapa que Echeverría lleva consigo sea "una carta geográfica de la República Argentina"1-, el plano inexacto de un país todavía a medio hacer. ¿Qué valor puede te­ner esa geografía inacabada, ahuecada por espacios en blanco, en los días plenos de Echeverría en París -d ías de aprendizaje y de acumulación de experiencias, de formación estética y política? El viaje de los intelectuales a París y la perspectiva de retorno se re­cortan sobre este fondo de ausencia cautivante, que acecha la vuelta. Antes de nosotros, nada; ante nosotros, nada2 -invoca to­da una generación de jóvenes intelectuales encabezados por Echeverría cuando miran el mapa. La definición de la llanura rio-platense como desierto fue la prolongación del sentimiento ro­mántico de pérdida e insatisfacción por otros medios; los medios de una estética que buscó en una pura geografía la imagen de un comienzo radical y absoluto.3 Desierto era entonces ausencia de

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instituciones, de tradición y de herencia cultural, de carrera , de riqueza, de perspectivas de poder.''

Hay que escapar del desierto —tema de La Cautiva-, hay que salir de un espacio inquietante, invirtiendo la dirección del viaje romántico que, desde Europa y a la zaga de la expansión capita­lista, buscaba en los territorios lejanos reservas de exotismo y de recursos na tura les codiciados por el proyecto expansionista britá­nico. No somos bárbaros: nuestro oriente es Europa, t r a t a de de­mostrar Sarmiento desde el prólogo de sus Viajes, pero el m a p a del Río de la Pla ta que Echeverría lleva consigo ronda como un fantasma la experiencia del viaje intelectual a Europa. Es que, para la generación del 37, el viaje a Europa se convierte en un ro­deo para volverse argentino - u n a vuelta a los orígenes mediada por el culto romántico al pasado nacional y al pueblo. Pasando por Europa y por el romanticismo (Byron, Hugo, Goethe, Lamart ine) , el viajero obtiene la distancia necesaria para romper con la inme­diatez de un espacio amenazante.5 Ser argentino debe dejar de ser una fatalidad, una determinación de la llanura, para volverse una tarea de fundación, una distancia: una estética. Así es que Echeverría, como nativo de un país bárbaro, puede presentarse en los círculos intelectuales de París "con todas las dotes y los ador­nos de la civilización" (Gutiérrez, 114).

¿Pero cómo fundar a part i r del vacío? La pregunta introduce lo que Beatriz Sarlo define como la aporía de los románticos ar­gentinos, el gesto performativo de una l i teratura que hace lo que dice: "La paradoja exige que el arte nuevo refleje las costumbres y civilización argentinas y, al mismo tiempo, las funde" (Sarlo, XIV). Fundar una nación para el desierto, en ausencia de tradi­ciones, a par t i r de una importación cultural que rompa con la he­rencia colonial de España, se vuelve un programa estético-políti­co que comienza a ras del suelo, sobre un mapa vacío de acciden­tes y de habitantes, leído desde la perspectiva de un viajero ex­tranjero de viaje al Río de la Plata. Porque el gesto de fundar en el desierto requiere s imultáneamente de fundar el desierto, en la l i teratura, en la ciencia, en la política: un desierto pa ra la nación.

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R i q u e z a l a t e n t e

En un fragmento inédito sobre econormía política donde se discute la aplicación de un impuesto a la propiedad de tierras has ta hace poco baldías. Echeverría t ra ta de fundar el valor de la propiedad territorial en vanables que no sean las de la economía europea.6 La ley que en Inglaterra y en Francia grava la tierra se­gún sea cultivable o no cultivable, productiva e improductiva, no es aplicable en el Río de la Plata, donde todas las t ierras son fér­tiles. Sin embargo, "unas producen y otras no". Un impuesto equi­tativo debería tomar en cuenta la productividad de la tierra, que resulta indisociable de la distancia que separa una propiedad de Buenos Aires. Fijando el centro en la capital, Echeverría propone dividir la provincia de Buenos Aires en cuatro zonas: "La prime­ra zona comprendería los terrenos de quintas destinados a arbo­ledas frutales y hortalizas, para el consumo diario del pueblo; la segunda las chacras que llamaremos urbanas para distinguirlas de las que se hallan fuera ocupadas por plantíos de leña y fruta y en sementeras de cereales; la tercera las t ie r ras para cría de ga­nados aquende el Salado cuyo valor es máxinio; la cuarta las tie­rras allende el Salado cuyo valor va gradualmente bajando hasta llegar al mínimum en la frontera donde empieza el Desierto" (117-118). En los años treinta, las fronteras de Argentina son las fronteras del valor. El mapa trazado por Echeverría está centra­do en la ciudad capital, Buenos Aires, desde donde el valor de la propiedad se propaga por el territorio como ondas concéntricas que se pierden en el Desierto, más allá del río Salado. Fuera del alcance del recaudador de impuestos, el Desierto comienza allí donde termina la evaluación económica del territorio. Pura exten­sión en manos de los indios, el Desierto está afuera de los límites de la representación, más allá de la esfera del valor.

Salir al Desierto supone un cambio de economía. "El desierto es nuestro mas pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sa­car de su seno no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía para nuestro deleite moral y fo­mento de nuestra l i teratura nacional" -escribirá Echeverría en la advertencia a las Rimas refiriéndose a La Cautiva (451). La idea

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de una "riqueza" del suelo cruza del campo econóuiico al campo estético. Reserva de riquezas inexploradas, el desierto es un pa­trimonio estético sin explotar, sobre el que fundar una l i teratura nacional. La l i teratura argentina comienza así con la traducción en términos estéticos de un punto de vista económico sobre el es­pacio. Cultivada económica y estéticamente, la natura leza ameri­cana puede convertirse en el sust i tuto de la cultura europea que, bajo la forma de lecturas, provee la tecnología de extracción nece­saria para fundar el campo específico de subjetividad y de objeti­vidad de una l i teratura nacional por venir.7 La l i te ra tura argen­tina buscó, desde sus comienzos, desplegar ese espacio y definir esa experiencia: el desierto como espacio de experiencias. Movién­dose en el círculo que describe Sarlo - l a paradoja de fundar la na­ción que había que expresar—, un texto como La Cautiva (1837) hace lo que dice, funda el espacio a medida que lo nombra. No es el origen lo que importa, sino el resultado, el objetivo: del desier­to a lo desierto. El desierto hay que hacerlo activamente, a través de un acto de negación, de manera tal que conservamos la pala­bra por su valor de participio: lo desierto es lo vaciado, lo deserti­ficado por medio de una producción social de vacío. Negando la tradición colonial, el viaje de vuelta al origen que t raza el roman­ticismo es, en el Río de la Plata, la vuelta a una ausencia de ori­gen. El desierto nombra entonces esta ausencia, original del Río de la Plata, de donde la cultura argentina extraería su originali­dad estética.

En un borrador inconcluso redactado hacia el año 1836, Este­ban Echeverría había explorado, en primera persona, la escritura del desierto. Escritos en el vacío abierto por la muerte de su ma­dre ("siento un gran vacío en mi corazón que nada creo es capaz de llenar", 403), algunos de los textos de Cartas a un amigo dan visibilidad a los espacios de La Cautiva, al mismo tiempo que abren en el sujeto una distancia interior. A diferencia del espacio abstracto del mapa, el paisaje se apoya sobre la experiencia de un yo que, simultáneamente, no tiene otra consistencia que la del es­pacio.8 Escribe desde "Los Talas", la estancia familiar en Lujan cuyos rasgos físicos se ampliarán en La Cautiva has ta quedar identificados con el país mismo (Prieto, 131):

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El paraje es desierto y solitario y conviene al es tado de mi corazón; un mar de verdura nos rodea y nues t ro rancho se pierde en este océano inmenso cuyo hori­zonte es sin límites. Aquí no se ven como en las regiones que tú has visitado, ni montañas de nieve sempiterna, ni carámbanos gigantescos, ni cataratas espumo­sas desplomándose con ruido espantoso entre las rocas y los abismos. La na tura­leza no presenta variedad ni contraste; pero es admirable por su grandeza y ma­jestad. (Cartas a un amigo, 404)

La llanura, antes que nada, es un paisaje emocional que "con­viene al estado de mi corazón", sobre el que sujeto y espacio inter­cambian disposiciones subjetivas y propiedades objetivas. Pero la relación sujeto-objeto, organizada sobre la percepción, no basta pa­ra introducir una experiencia en la que, más allá del sujeto que enuncia, no hay nada que atraiga la mirada. Ninguno de los acci­dentes que forman parte de la geografía vertical de lo sublime in­terrumpen aquí la horizontalidad de un paisaje sin atributos posi­tivos, sobre el que el problema de la desaparición del objeto -pro­blema que define la lírica moderna- 9 parece ya estar planteado.

"Todo lo que se expresa negativamente mediante palabras ta­les como la nada o el vacío, no es tanto pensamiento como afecto o, hablando con más propiedad, coloración afectiva del pensa­miento" -observa Bergson.10 Pero como en la naturaleza no exis­te el vacío, lo que una negación expresa es la sustitución de una realidad deseada o evocada por otra decepcionante: "desierto" era entonces el nombre de una decepción que, paradójicamente, podía elaborarse estéticamente. Así es que, en Sarmiento, el enunciado descriptivo queda invertido por una negación que excava en el paisaje: "¿Qué impresiones ha de dejar en el habi tante de la Re­pública Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizon­te y ver... no ver nada?".11 Entre ver y no ver, entre la afirmación y la negación, se abre un espacio de inversiones en el que cual­quier referencia se desvanece. La línea del horizonte organiza una mirada que se desplaza del paisaje visible, adonde no hay na­da que ver, a un paisaje invisible, enigmático, hacia donde se orienta el deseo. Porque "cuanto más hunde los ojos en aquel ho­rizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fas­cina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda, ¿Dón­de termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sa-

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be! ¿Qué hay más allá de lo que ve? La soledad, el peligro, el sal­vaje, la muerte . He aquí ya la poesía" -concluye Sarmiento (40). Y he aquí ya La Cautiva también, el texto que encuentra en la po­breza del paisaje una reserva estética, "el espacio más romántico que propone el Río de la Plata, una riqueza precultural que los in­telectuales, especialmente los poetas, pueden trabajar como t ema literario" (Sarlo, XXI). Inscripta, cifrada en la extensión, hay una l i teratura la tente que la poesía romántica va a ir desenvolviendo.

L í m i t e s

Pero "sin variedad ni contraste", ¿cómo construir un paisaje? ¿Qué describir cuando no hay nada que describir, excepto la sen­sación de vacío? ¿De dónde proviene el interés estético de un espa­cio negativo, sin ninguno de los accidentes de la geografía emocio­nal del romanticismo? Sin montañas, sin carámbanos, sin catara­tas —sin la verticalidad ni la profundidad que prolonga, en el espa­cio exterior, la interioridad romántica-, la l lanura se define por lo que no tiene. Desde los "cuadros de la naturaleza" de Humboldt1 2

que estabilizan la representación del espacio americano, el con­t ras te de la l lanura con la montaña (y con la selva tropical) orien­ta la descripción de un paisaje definido por lo que le falta en varios niveles de la representación: vacío de tradiciones y de institucio­nes, el desierto carece también de rasgos geográficos plenos —de ár­boles, de cultivos, de pobladores, de elevaciones, de accidentes.

Había que organizar una estrategia y encontrar las palabras para nombrar la ausencia de sentido que el intelectual romántico buscaba y encontraba en los paisajes en blanco de la l lanura. 13

Fue por medio de enunciados como el de las Cartas a un amigo que lo negativo se introdujo en las llanuras americanas para des­plegar lo desierto. Pero si de la diferencia con las montañas la lla­nura extrae un efecto de inalterable horizontalidad, de la compa­ración con el océano la l lanura obtiene la medida de su extensión. Diferente del lector de mapas, el sujeto es ahora un cuerpo hun­dido en "un mar de verdura", perdido "en este océano inmenso". Desde los cuadros de Humboldt, la comparación de la pampa con

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el mar fue aceptada como una verdad geográfica proyectada sobre el territorio14—un modelo paisajístico plenamente desarrollado por los viajeros ingleses que nos recuerda que una representación de cualquier tipo es siempre representación de una representa­ción. W. J. T. Mitchell insiste una y otra vez con la idea de que "El tema de la p in tura paisajística no es simplemente una materia en bruto representada por la pintura, sino ya una forma simbólica por derecho propio" - u n a t rama estético-político-económica que configura los límites de lo visible y lo enunciable.15

El primer gesto de toda territorialización consiste en crear una diferencia de la que se pueda hablar, inventando un límite. En este sentido, en el comienzo de "El Desierto" -p r imera parte de La Cautiva- se demarcan las relaciones diferenciales que abren el espacio "más romántico", decía Sarlo, del Río de la Plata. Antes de la pr imera estrofa, el epígrafe de Víctor Hugo ("lis vont. L'espace esí grand") pone al poema en relaciones de traducción con la lengua deseada del otro; la lengua li teraria francesa, el le­jano oriente del escritor sudamericano. Ingresamos al desierto por el umbral de una Traducción, a través de una cita en francés que se expande por las l lanuras en blanco de una lengua inhóspi­ta (a diferencia de Facundo, donde el intelectual sale del desierto dejando el enigma de una cita en francés a sus espaldas, en el es­pacio del otro americano).

El desierto comienza al otro lado del blanco que separa la ci­ta de Hugo del primer verso del poema, desplegándose según un contrapunto espacial enere el océano y los Andes:

Era la tarde, y la hora En que el sol la cresta dora De los Andes. El Desierto, Inconmensurable, abierto Y misterioso a sus pies Se extiende; triste el semblante Solitario y taciturno Como el mar cuando un instante, Al crepúsculo nocturno, Pone rienda a su altivez. (1,1.1-10,455)

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La comparación con el mar organiza la percepción y la repre­sentación del espacio. Pero antes de introducirnos en él, hay que cruzar una frontera natural del paisaje, la de la cordillera. La es­trofa que abre el espacio sobre el que va a escribirse buena parte de la cultura argentina comienza por trazar un límite entre los Andes y la llanura -l ímite que atraviesa el tercer verso, escan­diendo geográfica y gramaticalmente las dos oraciones que com­ponen la estrofa. La montaña, que en la pura horizontalidad del desierto sin límites de "Los Talas" nombraba un espacio estética­mente otro ("Aquí no se ven.. . ni montañas de nieve sempiterna, ni carámbanos gigantescos, ni cataratas espumosas"), aparece aquí limitando la llanura. La imagen de la cordillera bordeando el desierto —cuyo horizonte, según la estructura que prevalece en las descripciones, no tiene límites— sirve para recoger dentro de un marco geográfico un paisaje que, en ausencia de fronteras, se desparramaría en todas direcciones.16 Hay que ponerle riendas a un paisaje cuya falta de límites, de diferencias, lo vuelven indómi­to y refractario a la representación. El paisaje se construye por un gesto de demarcación, de territorialización, que acerca hasta su­perponerlos dos espacios que la geopolítica, la estética, la econo­mía del Río de la Plata, t r a taban todavía de manera aislada.17

Al país y al paisaje les corresponden escalas diferentes. Pero entre la representación cartográfica y la representación estética hay un desarreglo de las escalas —una contracción de la pura ex­tensión del territorio. Comprimida contra la cordillera, la distan­cia que define la llanura queda reducida a proporciones estética­mente manipulables. La contigüidad retórica ignora las distan­cias y condensa la lejanía geográfica, de manera tal que montaña, l lanura y mar pasan a formar parte de un continuo territorial es­tabilizado entre límites. Al otorgarle fronteras naturales al de­sierto "inconmensurable, abierto y misterioso", al yuxtaponerse pcdsaje y fronteras naturales, La Cautiva organiza un espacio no consolidado todavía en la geopolítica rioplatense de la época.18

Porque lo que en los mapas era todavía una térra incógnita, un espacio pobremente cartografiado y políticamente convulsio­nado, queda aquí totalizado por la operación estética que produce un paisaje. Más que una representación, un paisaje hace ver el es-

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pació, volviéndolo aprehensible desde un punto de vista único que descubre a la mirada cierta extensión. Michel Ronai: "La belleza del paisaje reenvía a la armonía, al equilibrio del territorio (clima templado, equilibrio entre fronteras continental y litoral, equili­brio entre l lanura y montaña, red fluvial bien distribuida...)" (155). Paisaje y frontera se aliaron entonces para naturalizar el territorio. La unidad estética del paisaje suple y anticipa la uni­dad geopolítica de una nación por venir - u n a nación para el de­sierto que recién alcanzará sus límites en 1880, cuando el Estado, borrando del mapa a ios pueblos nómades, termine de realizar la producción de vacío que la l i teratura había comenzando por sus propios medios.19

L a m i r a d a del p a i s a j e

Antes que una topografía, el desierto de La Cautiva es una escenografía, una suerte de diorama de la república dominado por una mirada estética ubicada fuera de la escena. Mirar es, antes que nada, poner un marco - u n a operación de encuadre que esta­biliza el paisaje y que asegura la distancia del observador respec­to de la escena.20 Mirada que se introduce en la segunda estrofa, como función del paisaje:

Gira en vano, reconcentra Su inmensidad, y no encuentra La vista, en su vivo anhelo, Do fijar su fugaz vuelo, Como el pájaro en el mar. Doquier campo y heredades Del ave y bruto guaridas, Doquier cielo y soledades De Dios sólo conocidas, Que El sólo puede sondar. (1,1.11-20,455) .

A diferencia del espacio geométrico de la cartografía, en un paisaje siempre hay alguien que mira desde algún lugar. Entre lugar y sujeto, entre el punto de vista y el cuerpo que viene a ha-

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hitarlo, hay grados de distancia que la l i teratura del desierto no deja de explorar. Omnisciente y ubicua, la vista sondea un pano­rama vacío sin encontrar ningún punto de apoyo. Pero el punto de vista sobre el vacío es un punto de vista vacío: "Dios" es t an solo el nombre de un lugar vacante, de una mirada aérea sin sujeto, que sobrevuela la escena, en la que un observador, eventualmen-te, vendría a alojarse.21 Unos versos más adelante, es la t ierra de­sierta la que mira el espectáculo del crepúsculo: "Y la t ierra, con­templando/ Del astro rey la partida" (1,1.66-67). Más tarde, el pa­jonal donde se refugian Brián y María será el único testigo del drama: "De su infortunio el misterio/ Tú sólo puedes contar" (IX, 1.115-116).

Nadie mira nada, porque si alguien estuviera allí, dando tes­timonio del desierto, el hechizo espacial se rompería. Negando el acontecimiento de esa mirada paradójica, testimonio de un vacío inalterable, el desierto destituye la primera persona del punto de vista, como si allí nunca hubiera pasado nada2 2 , como si nada es­tuviera pasando, más que el espacio como acontecimiento - u n a pura naturaleza, un trozo de duración pura ("Doquier campo y he­redades/ Del ave y bruto guaridas,/ Doquier cielo y soledades/ De Dios sólo conocidas"). ¿Nadie mira porque en el desierto no hay nada que valga la pena mirar? ¿O no hay acontecimientos porque nadie mira, porque la mirada se construye como lugar vacío, au­sente del cuadro? Llamamos sublime a un paisaje sin testigo, sin otro, de cuya superficie se borra todo rastro de acontecimiento histórico, toda realidad humana. Nada ha pasado, porque no hay nadie allí pa r a dar cuenta de ello: sólo un dispositivo de represen­tación visual o literaria, generador de una mirada ("¡Qué pincel podrá pintar las / Sin deslucir su belleza!/ ¡Qué lengua humana alabarlas!". I, 1.46-48, 455), en inmediaciones del cual algo como un sujeto puede emplazarse. Aunque no se t r a t a de cualquier sub­jetividad, pues "Sólo el genio su grandeza/ Puede sentir y admi­rar" I, 1.49-50, 455). El desierto se abre como objeto sólo para la mirada estética del genio, más amplia que el saber conceptual -e l único tipo de subjetividad capaz de hacer ver un paisaje sublime y de in terpre tar "las armonías del viento" como un arpa románti­ca (1,1.41,455).

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Bramidos, relinchos, rugidos, chillidos de aves, le prestan vo­lumen a un espacio del que se ha borrado todo rastro de presen­cia humana . Se t ra ta de una lengua inarticulada, de un murmu­llo que refuerza la soledad de un paisaje no intervenido por el hombre, totalizado desde afuera por un punto de vista ubicuo. Pe­ro el equilibrio estético que define el paisaje de la patria está siempre a punto de romperse. Según el ritmo que define el texto, la identidad del paisaje, la pura repetición del tiempo vacío de la naturaleza, queda interrumpida por la irrupción del aconteci­miento: el malón. Con la irrupción del malón, el paisaje se pone en movimiento. Las bellas proporciones de líneas y planos inmó­viles del desierto se ondulan y deforman ante el paso del malón, que atraviesa el paisaje "velozmente cabalgando;/Veíanse lanzas agudas,/ Cabezas, crines ondeando/ Y como formas desnudas/ De aspecto extraño y cruel" (I, 1.116-120, 456). La totalidad se frag­menta, se despedaza en partículas de movimiento.

El espacio se deshace en el tiempo instantáneo de una irrup­ción violenta, que quiebra la armonía esférica del paisaje y hace surgir la pregunta por el sentido:

¿Dónde va? ¿De dónde viene? ¿De qué su gozo proviene? ¿Por qué grita, corre, vuela, Clavando al bruto la espuela, Sin mirar alrededor? (1,1.141-145, 456)

A part i r de ahora, sentido deja de ser unidad y coherencia contemplativas, para convertirse en dirección. El tiempo, la histo­ria, comienzan a correr en el sentido del malón. Algo pasa en el espacio, algo que viene del más allá del horizonte y que hay que interrogar. La perspectiva panorámica se clausura: para el salva­je, que cabalga por la l lanura "sin mirar alrededor", no hay paisa­je representado o aprehendido como totalidad.23 El indio no es un ojo que contempla la escena desde afuera, sino un cuerpo hundi­do entre los pliegues de un paisaje que se cierra sobre un punto en el horizonte, hacia donde el malón apunta . Vector de movi­miento, pura fuerza natural e inhumana, el indio sólo percibe la franja de paisaje que tiene por delante, del que sólo ve una parte.

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Su dominio de la extensión no depende de la mirada, aiao del mo­vimiento de su cuerpo indómito. Los indios son par te del paisaje, deshumanizados por una descripción que, al no atribuirles ningu­na distancia de la escena, los asimila a una de las tan tas fuerzas de la naturaleza que se abaten sobre el desierto —incendios, tor­mentas, plagas.

La turbulencia del acontecimiento, los cuerpos en movimien­to de la llanura, interrumpen la estética del paisaje. Una estética del paisaje, fundada en un universal estético vacío; una estética del acontecimiento, de lo particular concreto y localizado: con La Cautiva se inaugura un vaivén, un desplazamiento por el espacio que va de la nada a algo, de la descripción negativa del paisaje a la violencia disruptiva del acontecimiento. El poema depende de un ritmo en el que al ternan la calma y la tormenta, el sueño pro­fundo y la orgía frenética, el silencio y las explosiones de sonido. Son dos estéticas que se refuerzan o entran en colisión: el espacio como objeto estético o el espacio como un hervidero de aconteci­mientos —una tierra de "Inconstantes elementos,/ Preñados de temporales" (EK, 1.83-84, 473).

Más acá del horizonte, el espacio se representa como totali­dad orgánica, encerrado entre límites. Más allá del horizonte, el espacio se abre como reserva de virtualidades desconocidas e inexploradas. De allí viene y hacia allí se dirige el malón. "Noche es el vasto horizonte/ Noche el aire, cielo y tierra": precisamente, el horizonte como línea que marca la inclusión de un cuerpo en el paisaje, como línea móvil que avanza con nosotros24, inaugura "El festín", segunda parte de La Cautiva. Siguiendo la estela del ma­lón, ingresamos propiamente en el desierto -esto es, el territorio dominado por las tribus nómades, el "allá" donde nunca se aven­turan los blancos:

La tribu aleve, entre tanto, Allá en la pampa desierta Donde el cristiano atrevido Jamás estampa la huella, Ha reprimido del bruto La estrepitosa carrera (11, 1.19-24, 457)

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Estamos entonces "allá en la pampa desierta", del otro lado del horizonte, una ¿ona de sombra oculta detrás del "transparen­te palacio" (IX, 1.19.3, 474) que se despliega en la primera parte. Si, antes, la falta de referencias impedía situarse en el paisaje, ahota, en el medio de la orgía que sigue al malón, el espacio esta­lla en múltiples direcciones. Una escritura diferente del espacio desparrama indicios espaciales. "El tenebroso recinto/ donde la chusma hormiguea" (II. 1.57-58, 457) se fragmenta según una mezcla donde pululan cuerpos en movimiento, puntos de apoyo de una descripción dinámica. Unos atizan el fuego, otros cocinan la carne, "aquél come, éste destriza,/ Más allá alguno degüella" (II, 1.64-65, 457). Unos, otros, aquél, éste, más allá, son dimensiones concretas de un espacio descuartizado en trozos amorfos: "De ca­dáveres, de troncos/miembros, sangre y osamentas,/ Entremezcla­dos con vivos,/ Cubierto aquel campo queda" (II, 1.263-266, 459).

También las imágenes estallan, como si una sinestesia gene­ralizada contagiara cualquier pureza sensorial. El amasijo de cuerpos mezclados se corresponde con una masa sonora amorfa, no articulada, "disonante alarido" (II, 1.207, 604) que quiebra "las armonías del viento" de la pampa desierta. Asimilados como par­te de una naturaleza inestable, desequilibrada, los indios son ani­males feroces, que aullan, gruñen, chillan, sorben, chupan, sabo­rean la sangre de yegua.

C a u t i v o s del e s p a c i o

Sobre este fondo de cuerpos amasijados se recorta la silueta de María. Brián y María son, de algún modo, cautivos de un espa­cio caótico, del que t r a t an de diferenciarse:

Varones y hembras . mezclados, Todos duermen sosegados. Sólo, en vano, tal vez, velan Los que l ibertarse anhelan Del cautiverio fatal (III, 1.6-10, 460)

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Su salvación depende de separarse del fondo indiferenciado de materia que los envuelve y que amenaza con tragárselos. Es imperioso fundar un sistema de coordenadas de representación que permitan orientarse en un territorio enemigo y escaparse de él. En la opresión de lo abierto, sin repliegues que protejan ni lu­gar adonde huir, la pregunta por el sentido se convierte en una pregunta por la dirección: ellos van, según el epígrafe de Víctor Hugo, "¿pero a dónde, a dónde iremos?" (III, 1.231, 462) -pregun­ta Brián. Hay que encontrar una salida, hay que introducir acci­dentes que, al inscribir direcciones en el paisaje, diferencien el es­pacio. La huida de Brián y María t raza nuevas vías, instala pun­tos de vista, construye perspectivas. "Sigue, sigue al occidente/Tu trabajosa jornada" - le pide Brián a María a punto de morir (VIII, 1.293-294, 472), señalándole el camino.

"El pajonal", parte quinta del poema, rompe con la falta de accidentes del paisaje, introduciendo un relieve en la pura chatu-ra del espacio uniforme. El pajonal se presenta como una franja de materia cenagosa y purulenta, un "lodo pegajoso" (V, 1.69, 465) que sirve de refugio a los prófugos. Se t ra ta de una materia inde­cisa e informe, a medio hacer, un "abismo de espanto" (VI, 1.83, 467) sin los atributos bucólicos de un paisaje bello. Echeverría ya había esbozado un trozo de materia repulsiva semejante cuando en las Cartas a un amigo describía la violencia estética que asal­taba su frágil sensibilidad ante la contemplación de un paisaje de aguas estancadas (explorando, de paso, los fangales sanguinolen­tos de El Matadero)- Ya entonces, la náusea espacial dominaba la percepción: "Un olor corrompido hirió mi olfato... las aguas estan­cadas se habían evaporado poco a poco, con los rayos ardientes del sol, y todos los habitantes que contenía habían perecido" (407). A primera vista, entre t an ta muerte, una cría de cuervo -que reapa­rece en La Cautiua- mantiene en la escena un latido de vida, pe­ro "vi con horror que vomitó de su cuerpo un sapo, una víbora y un huevo de perdiz. Soltólo al punto con asco y me retiré precipi­tado de aquel lodazal inmundo de la muerte. Así, amigo, todo pa­rece que conspira en. la naturaleza a la destrucción. Los elemen­tos inertes y etéreos están en guerra continua con la naturaleza animada" (408). La guerra está inscrita en la naturaleza primiti-

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va, y amenaza con extenderse hasta los cuerpos que responden fí­sica y miméticameijte a una percepción sensorial intolerable, sin el resgxiardo de categorías estéticas t rascendentes.

La amenaza del cuerpo, el colapso de una estructura senso­rial sobrecargada, no viene sólo desde afuera. Brián, agonizante, es el escenario de un desfile febril de imágenes: "¿Qué cosas su al­ma verá?" (VIII, 1.125, 470). Igualmente María, una vez que Brián muere, divaga sin rumbo por la llanura, al mismo tiempo que "se abisma en el fondo oscuro/ De su propia soledad/ Tremebundo precipicio,/ Fiebre lenta y devorante,/ Ultimo efugio, suplicio del infierno" (IX, 1.165-170. 473). El poema mant iene unidos dos pla­nos de representación; el espacio por donde los personajes se mue­ven es simultáneo al tiempo de una subjetividad atravesada por un flujo de imágenes más allá de su yo, a la intemperie de cual­quier forma de conciencia. Lo que podía leerse en el espacio - l a mezcla, la confusión, la guerra de e lementos- una imaginación perturbada ya lo sabía por su cuenta. La falta de sentidos del es­pacio, surcado además por acontecimientos imprevistos (quemazo­nes, tempestades, ataques de fieras), tiene como correlato el sin-sentido que se abate sobre los personajes, bajo la forma de olas de dolor, de fiebre, de locura, de delirio -como si el desierto quedara miméticamente introyectado, vaciando al sujeto de interioridad.

Lo vivo y lo muerto, la "naturaleza animada" y los "elementos inertes", son dos principios en conflicto, dos pulsiones que repro­ducen a nivel estético el conflicto entre cultura y naturaleza. Ro­deados de "feos, inmundos despojos/ De la muer te" (V, 1. 60, 465), Brián y María luchan por conservar la vida. ¿Pero de qué vida se trata? De una vida desnaturalizada, despegada del caos de mate­ria descompuesta donde los elementos es tán en guerra con los cuerpos. Sobrevivir es trascender como subjetividad sublime, co­mo interioridad que se recoge a sí misma ante la amenaza de de­sintegración, liberando una dimensión suplementaria; la de la idea, expresada por el delirio postumo de Brián (VIII) y la despe­dida final de María (IX) -esa poesía que Sarmiento proyectaba más allá de lo visible, ondulando en el horizonte. El amor, la ab­negación, el heroísmo, la patria, son espejismos ideológicos que ondulan sobre el horizonte - las luces espectrales de la leyenda,

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arrancadas de la masa amorfa del desierto; la enunciación agóni­ca del romanticismo, en contraste con la voz gutural del desierto y de sus cuerpos, excluidos del plano imaginario de la idea.

La estetización del paisaje tiene tíinto de liberación como de represión internalizada. Hay, por un lado, una estética del desier­to que nombra un campo de experiencias sensoriales centrado en el cuerpo y en su poder de ser afectado menos por el placer que por el dolor. Se t ra ta de un tipo de experiencia material irreduc­tible, con asiento en el aparato sensorial de un cuerpo en red con el mundo, un mundo de acontecimientos súbitos que impactan fí­sicamente y se imprimen sobre las superficies de placer y de do­lor del cuerpo. Así, la estética negativa de lo sublime viene a ope­rar sobre el campo material de los cuerpos, arrancando de sus profundidades el plano incorporal de la idea. La l i teratura del de­sierto es una operación ideológica no porque produzca falsas imá­genes de la realidad -el desierto como espejismo—, sino porque al sublimar el paisaje, opera sobre el cuerpo y sus afectos aneste­siando los sentidos y bloqueando la recepción de estímulos exter­nos. Escindido t raumáticamente en bruta materialidad y t rans­parencia ideal, el cuerpo queda inmerso en una red de abstraccio­nes que neutralizan su naturaleza sensorial.25 Intervenidos esté­ticamente, los cuerpos de Brián y María se vuelven cuerpos pa­trióticos, campo de una inscripción cultural que al abstraerlos de la naturaleza, los libera.

¿Qué nombra entonces el desierto? ¿Un principio de muer te ligado a la materia —que es la vida misma desnuda de valores e idealizaciones, la muerte de toda forma de interioridad? ¿O un principio de vida desmaterializada, relacionado con una idea -que no se mata ni se degüella, porque es incorporal? "¿Qué bus­ca su alma sublime?/ La muerte o la libertad" (III, 1.289-290, 462). "Libertad o muerte" es la consigna de la estética del desierto. Li­berarse es salir del desierto, que retorna elaborado estéticamente como campo vacío de sublimación, de idealizaciones inmateriales a part ir de las cuales es posible fundar una nación como artefac­to estético. Así, con La Cautiva, se abre la vía —todavía abstracta— que va a seguir Facundo cuando el intelectual, en plena revuelta corporal, ret ira su cuerpo de ese desierto de ideas y t ra ta de for-

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mular, a salvo del espacio, una idea de desierto que funcione co­mo programa estético-político.

L a v i d a d e l a m u e r t e

"Patria, honor, objetos caros,/Ya no volveré a gozaros/Joven yo debo morir"-exclama Brián en su agonía (VIII, 1.278-280, 472). La muerte joven de Brián —un nombre propio con ecos de Byron— es la muerte heroica, la muerte bella del romanticismo.26 Agoni­zando, viviendo "La otra muerte" como lo har ía el personaje del cuento de Borges27, Brián alucina embestir al malón, para des­pués pronunciar, a modo de epitafio, un largo lamento fúnebre en el que la patria y la amada se exaltan has ta el delirio. Pero hay otra muerte en el texto, el exterminio de la tr ibu en manos del ejército, que no funda ni proyecta sobre el desierto el espejismo de ningún valor. Se t r a t a de una distribución desigual de la pena, una jerarquía por la que no toda muerte vale lo mismo. A diferen­cia de la muerte heroica de Brián, esta muerte no libera. La ma­tanza está nar rada en la cuarta parte, "La alborada". A la maña­na siguiente de la bárbara orgía, una partida militar en persecu­ción de los indios sorprende a la tribu desguarnecida, embriaga­da de alcohol y de sangre, y se lanza sobre ella has ta exterminar­la completamente. Otra vez, al silencio le sigue la confusión sono­ra de un cuadro que se pulveriza;

Los ayes, los gritos, clamor del que llora, Gemir del que implora, Puesto de rodillas, en vano piedad, Todo se confunde: del plomo el silbido, Del hierro el crujido, Que ciego no aca ta ni sexo ni edad. (IV, 1.77-83, 464)

Como si fueran un continuo, la mezcla de cuerpos de la fiesta se continúa en la guerra, apenas separadas por un intervalo de sueño. Pero no hay heroísmo o coraje en juego en ninguno de los dos bandos. A pie, sin el apoyo de sus caballos, los indios se vuel­ven presa fácil de los sables del ejército que "degüellan, degüellan,

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sin sentir horror" (IV, 1.76, 464), en una victoria sin nombre que, por ausencia de resistencia, "no le da gloria" al cristiano (IV, 1.72, 464). Mezclándose a los restos del festín, los cadáveres de los in­dios quedan esparcidos sobre una pampa convenida en osario de restos anónimos que no merecen sepultura. Que no se lamente en­tonces Brián; si hubiera vivido lo suficiente como para embestir el malón, su vida y su muerte no habrían sido más heroicas.

"Se t ra ta de lo insepulto, si no de lo insepultable" -comenta Judith Butler, refiriéndose a la vida que no merece ser vivida, cu­ya muerte no es objeto de duelo.28 Si las vidas románticas de Brián o de María son vidas que lamentar, mitos donde la patr ia por venir puede reconocerse y fundarse a sí misma, la vida de los indios, exterminada por los blancos "sin sentir horror", no es una vida humana que merezca la aflicción o la piedad del entierro: co­mo osamentas de animales, los cadáveres yacen insepultos como restos de una especie extinguida por algún cataclismo. Se t ra ta de un poder normativo que establece qué vidas tienen valor, funcio­nando a través de la producción de ideales de lo humano. Produ­ciendo identificaciones con una serie de valores simbólicos, se pro­duce, al mismo tiempo que lo humano, lo inhumano - u n a vida deshumanizada, una vida apenas animal, considerada ilegítima por la vida civilizada.

La animalización de los indios, masas hirvientes de instintos desencadenados, es el mecanismo de deshumanización por el cual la matanza se desrealiza. No hay allí violencia contra una forma de vida, porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se representa como una fiera sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano. En un paisaje desierto, sin testigos, esas muertes nunca tuvieron lugar ni dejaron huellas en la me­moria de nadie. No son el inicio de ninguna leyenda. Los indios salen del desierto y vuelven a él como espectros, borrados por una política de la representación que, al regular los límites de la inte­ligibilidad humana , decreta que allí nunca hubo vida y que, por lo tanto, ninguna matanza ha ocurrido ni j amás ocurrirá. Desde Juan Manuel de Rosas en 1833 has ta Julio A. Roca en 1880, las expediciones militares al desierto han sido desfiles militares, pa­seos marciales por territorios vacíos.

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