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7/25/2019 Sanmiguel - Arboles
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INFINITA COI ECCIÓN
edicionesdel~ ~
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Rosario Sanmiguel
R BOLES
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Á R BO Lf 5
« el soñador amarra un corazón indeciso al
corazón del árbol mas elárbol loarrastra en el
lento
seguro movimiento de supropia vida »
©Rosario Sanmiguel,2011.
©Rosario Sanmiguel,2007.
© RosarioSanmiguel,2006.
Dibujode laportada: FelipeAlcántar
Diseñode laportada: LuisCarlosSalcido
Gastón Bachelard
ISBN:978-607-7788-70-6
Produccióneditorialintegral:
EdicionesdelAzarA.C.
Calle 17número 117
Chihuahua, México,31000.
Tels.: (614)4-100-584, 157-1159
Fax:415-9283
E-mail: [email protected]
Impreso
y
hecho en México
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Del Big Bend a tierras ejidales, en una barca agujereada al mando
de un niño, por un cuarto de dólar crucé el río Bravo. En la margen
los barqueros descansaban bajo la sombra de una manta anudada
a cuatro palos enterrados en la arena. Antes de seguir el camino,
en un intento por guarecerme unos segundos bajo el palio, me
aproximé a ellos. Ahí permanecí cerca de una hora, como si tuviera
todo el tiempo en las manos, al lado de los niños barqueros. Para
ellos menguaba el trajín del cruce a esa hora del día. Yo no sabía
qué me esperaba al final del trayecto, por eso la demora: una tre
gua, unos momentos de evasión. Los niños, visiblemente acostum
brados al paso de los migrantes, poca atención prestaron a mi pre
sencia; actitud que agradecí, pues me permitió contemplar a mis
anchas la intensa claridad que envolvía los objetos a un lado y otro
del cauce oscuro del río. Más tarde, paliada la fatiga, los niños me
indicaron cómo llegar a la casa de un hombre llamado Tavera. Siga
la vereda, no tiene pierde, hasta llegar a una casa con barrotitos de
madera en las ventanas, ahí dobla a la derecha y al fondo está el
alambrado del solar de Tavera. Escuché las instrucciones y eché a
andar segura de que me perdería, como me ocurría siempre, ca
rente del mínimo sentido de orientación, que trataba de llegar a
algún sitio por vez primera. Sin embargo, antes de lo esperado
encontré el punto donde debía torcer el rumbo. Caminaba por la
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vereda de tierra repegada a los muros; buscaba la angostura de la
sombra que arrojaban los aleros del pobre caserío de adobe. El eji
do era una resolana implacable.
Llegué al cerco. Mientras me sacaba la tierra de los zapatos
apoyada en el alambrado, escuché una musiquilla que venía de
atrás de la casa, luego vi aproximarse a un hombre. Buenas tardes,
me dijeron que aquí podía comer algo, le dije cuando lo tuve frente
a mí. Buenas, s ígame, respondió el que supuse era Tavera. Tenía la
dentadura manchada de sarro, el pelo canoso, largo y ensorti jado;
llevaba la barba sin afeitar y una camiseta vieja ceñida al cuerpo
con rastros de saín en elcuello. Abrió el cerco y lo seguí a través de
un patio extenso en dirección a la casa. Tavera dejaba las huellas
de sus gastadas botas vaqueras claramente señaladas en la tierra.
Tras nosotros iba un perro famélico que no supe cuándo se agre
gó y que husmeaba el rastro que dejábamos en la superficie.
Unos cincuenta pasos más allá llegamos a la casa; era una cons
trucción angosta con una ventana orientada hacia la puerta del
cerco. Detrás de la mampara presentí una sombra. Avanzamos por
una terraza de cemento cuarteado en cuyo centro una mecedora
desvencijada miraba a los cerros. Ahí me detuve, apenas tinos se
gundos, pues Tavera sintió que me atrasaba y me urgió a seguirlo.
Seguimos caminando los tres. Pasamos delante de cuatro puertas
cerradas y de una pieza abierta ocupada por varios catres con los
colchones descubiertos, donde las ostensibles manchas del forro
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parecían el contorno de un mapamundi extraño. Caminamos un
poco más, dimos vuelta hacia la parte trasera de la casa, ahuyenta
mos con nuestra presencia a media docena de gallinas que pico
teaban en la tierra bajo un cobertizo de lámina. Esa era la fachada.
Por alguna razón sólo comprensible para él, Tavera dio vuelta a
toda la casa para conducirme a una mesa a la que hubiéramos po
dido llegar directamente. Ahí, delante del techo de lámina, el cas
cajo de una camioneta reunía a tres muchachos risueños. Supuse
que eran los hijos de Tavera, los escuchas de la música.
iBájenle güevones, que no estamos sordos
Tavera les gritó sin voltear a verlos al tiempo que me indica
ba una silla con la mano. Cuando entró al cuarto que teníamos
justo enfrente, uno con la puerta abierta, los hijos de Tavera se
miraron entre sí, soltaron risil las, se encogieron de hombros y obe
decieron. Me acomodé donde me había indicado, en la única silla
que había en ese porche formado por las ardientes láminas. Bajo el
cobertizo el calor era casi insoportable.
Disculpe, étray cigarros? Indagó llegando hasta mí el mu
chacho que parecía ser el mayor. Saqué una cajetilla de la mochila
y los otros se acercaron a tomar uno. ¿viene de Lajitas? ¿Encontró
trabajo? insistió el muchacho sin conseguir que yo verbalizara una
respuesta inmediatamente. Asentí y negué con la cabeza porque
mucho sus preguntas me habían sorprendido, puesto que yo me
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pensaba ajena a ese mundo que empezaba a conocer más a causa
de otra voluntad que a la mía.
¿ne qué trabajo hablas? Cuestioné yo al muchacho, pero en
tonces fue él quien no respondió; el padre estaba de vuelta y ellos
regresaron a su lugar en la traca deshuesada. Tavera colocó frente
a mí un vaso de agua y un plato con tres tamales. Los deshojé ante
el acecho de las moscas, que de inmediato se aposentaron sobre
las hojas coloradas que yo dejaba en el peltre.
iEl trabajo está más adentro Espetó elpadre mientras jalaba
un banco del interior del cuarto para acompañarme. ¿ne dónde
viene? Preguntó enseguida en voz baja.
El Paso. Respondí a secas porque trataba de comerme los
tamales antes que la miríada de insectos acabara con ellos. Tavera
asintió con la cabeza y agregó que hacía mucho tiempo que no
daba una vuelta por aquellos rumbos. Le pedí más agua. El no se
levantó, a gritos ordenó que la trajeran, varias veces, hasta que
apareció una mujer enjuta con una jarra de plástico. A pesar de la
lentitud de sus pasos el agua venía derramándose. Por un momen
to me pareció ver a la mujer caminar en puntas, supuse que ella
era la sombra detrás de la mampara. Llenó el vaso sin pronunciar
palabra, ni siquiera contestó cuando le di las buenas tardes, sólo
me miró y regresó al cuarto del que salió, puso la jarra en una
mesa y sesentó frente a la ventana a mirar el camino, a abanicarse
con un cartón que le espantaba las moscas y el calor. Entonces
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pensé que la mecedora de la terraza era de ella, par~ contemplar
los cerros, para abatir la nostalgia que hablaba por ella en los ojos.
Deun golpe vacié elvaso, luego les ofrecía los ociosos otra
ronda de tabaco. También Tavera tomó un cigarrillo. Después de
encenderlos de nuevo subieron el volumen a la música y, como si
así nos hubieran exigido silencio, nos quedamos callados: Tavera
pensativo, yo agradecida por la sombra y el agua.
iAlláviene Isidoro De pronto gritó la mujer, que aún mira
ba por la ventana. Losmuchachos, elpadre y elperro corrieron en
direcciónal cerco.Llevadapor la curiosidad abandoné lamesa para
ir tras ellos. Isidoro también corrió a encontrarlos. Cuando estu
vieronjuntos los tres mayores lanzaron una rechifla ruidosa y sos
tenida para celebrar al menor de los Tavera.
¿Hasta dónde llegaste hijo? Indagó la mujer, última en lle
gar al cetco
Adelante de Lajitas, allí me levantaron. Contestó eljovenci
to en actitud suficiente.
¿Trais dinero? Volvióa interrogarlo la madre al pasarle cari
ñosamente la mano por la frente.
Ni cinco, pero mañana regreso a cobrar.
Orgullosos del niño loshermanos lebrindaron otra silbatina,
luegotodos enfilamosde regreso a la casa. Losmuchachos se aven
taban a Isidoro entre ellos como a un juguete. La mujer trajo la
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jarra rebosante de agua y otro vaso para el menor de sus hijos,
pero Isidoro vació el líquido del pico a la boca. Resultaba obvia la
admiración y elcariño de los mayores hacia eln iño. Él por su parte
gozaba con las fiestas· de sus hermanos y la atención de la madre.
Tavera, que hasta ese momento no había dicho nada, exclamó,
iNomás hasta Lajitas nos dejan llegar, all í es donde nos necesitan
iCabrones , remoliendo las palabras en la boca. Fue lo último que
le oí decir antes de que se perdiera en el interior de la vivienda.
Tras él la mujer desapareció también. Los hermanos, indiferentes
ante el disgusto de su padre, escuchaban con alegría la música
mientras Isidoro, sentado en el banco que recién había desocupa
do Tavera, se entretenía con un juguete electrónico que sacó de la
bolsa raída del pantalón.
Pasaban de las dos de la tarde y yo debía seguir el viaje.
Cuando me despedí de los hermanos les dejé la cajetilla de Marl
boro Lights. El niño me encaminó al cerco y me ofreció su ayuda
para buscar transporte a Malavid. Acepté y seguimos en dirección
al río.
lCómo te vas a ir mañana? Lo interrogué con verdadera
curiosidad.
De rait.
lEs
muy lejos?
lCómo
es el lugar a dónde vas a cobrar?
Isidoro no respondió, en cambio me miró como si no creyera posi-
ble mi ignorancia.
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lPor qué razón creía él que yo debía saber cómo era la vida
en el ejido? Mientras avanzábamos recogía piedras, corcholatas,
tuercas mohosas y cuanto objeto llamaba su atención. Algunos se
los guardaba en los bolsillos, otros le servían para ejercitar la pun
tería. Decidíno preguntar más. Casial llegar a la orilla apuntó ha
cia el norte y me dijo, allá hay muchos teléfonos y muchas televi
sionesy las casas están siempre frescas y esmuy fácil comprar una
troca. Aloír sus palabras advertí mi torpeza, Isidoro en una frase
resumió su experiencia con el mundo del que yovenía. Mejor hu
biera sido preguntarle sobre Malavid, a donde yo me dirigía esa
tarde, seguramente me hubiera dado una respuesta acertada.
Llegamos a la playa de los barqueros. Ahí una troca vieja
estaba lista para salir. Lostrabajadores que acababan de cruzar se
arracimaban en la caja. Entre hombres y mujeres había poco más
de una docena y otros tantos que esperaban su turno en la rivera
del otro lado. Me despedí de él deseándole suerte en su viaje del
siguiente día. Mesonrió de cierta manera que interpreté comouna
burla. Tenía razón, quién necesitaba la suerte era yo. Enseguida
hablé con el choferde la troca y éste le pidió a uno que me cediera
su lugar en la cabina. Minutos más tarde elvehículo estaba lleno y
listo para ponerse en marcha. A medida que salíamos del ejido, el
caserío se difuminaba tras un nubarrón de polvo.Allá quedaban
los Tavera, aunque no por mucho tiempo, pues antes de lo que
pensaba volvería a encontrarme con ellos. Hacia adelante, entre
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las pitas del breñal, la troca se abría paso por un intrincado cami-
no de tierra, un rayón reseco trazado en la llanura. Esa ardiente
tarde de julio, mientras la troca daba tumbos en el camino de
terracería que iba a Malavid, las escenas y situaciones que había
imaginado en el hospital se avivaban ante la inmediatez del en
cuentro con los Galindo.
Iluminada .por
la llama cintilante de los cirios, frente al sobrio al
tar de la iglesia cuyos blancos muros ofrecen la soledad de los san
tos a la más fina y persistente película de polvo,apenas tocada por
la fervorosa oración de Jacinta, imagino a la niña comulgar por vez
primera. Veoa la familia Galindo acompañada por los notables de
Malavid: el presidente municipal, el recaudador de rentas, el ad
ministrador de la mina y el maestro de la niña. A ellos van dirigi-
das las inofensivas palabras del cura. Unosy otros, acabemos con
la costumbre de no dar y también con la costumbre de pedir; no
nos hagamos los desentendidos, que ante los ojos de Dios ni la
codicia ni la pereza permanecen ocultas. Reconozcamosnuestros
pecados ante el Señor... Son las frases introductorias de un ser
mónquezumbaen lasorejascomouna de esas moscasverdinegras,
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insolentes, molestas, pero pasajeras al fin. Palabras que no alteran
la conciencia ni los hábitos de los oyentes ni del autor de ese dis-
curso, el cura Manríquez, quien acostumbra desayunar en la casa
de los feligreses que con tanta paciencia esta mañana lo escuchan.
Jacinta lo atenderá los jueves, tal vez. Lo recibirá amable,
gustosa de servirlo, aunque en el fondo la inquietará el leve aleteo
de la culpa, ese tenue sobresalto que en ocasiones la obliga a bajar
la mirada. El desayuno transcurrirá plácidamente, la conversación
abordará los temas piadosos de siempre hasta escasos minutos
antes que la sotana abandone el comedor, porque entonces el cura
le recordará a Jacinta que los viernes por la tarde hay confesión.
Mi tía abuela asentirá, jugará a ser sumisa;· sin embargo, al día
siguiente,justo a la hora que debe presentarse en el confesionario
encontrará alguna ocupación, cualquier cosa que le sirva de pre-
texto para no asistir. El cura sabe que su labor es inútil, mas en-
tiende que su deber es pastoreada, acercarla al cumplimiento de
sus deberes con la Iglesia, por eso después de intentarlo una vez
más, resignado fumará un cigarrilloy beberá otra taza de cafémez-
dado con chocolate.
Esel primer sábado de mayo de
194
LosGalindoy sus in-
vitados se reflejan en el pulido encino de los pisos, en la plata de
los cubiertos resplandecientes, en el amplio espejo oval que traje-
ra Galindo desde San Antonio por capricho de doña Andrea
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Carrasco. Uno más de los muchos que tuvo y vio cumplidos su
difunta esposa.
En la espaciosa cocina la estufa de leña permanecerá encen-
dida desde el amanecer hasta entrada la noche. Las cocineras no
cesarán de echar tortillas de harina y demaíz,de servir elasado de
puerco en chile colorado a los invitados al convite. Para las seño-
ras Jacinta abrirá las conservas dulces guardadas en la alacena, y
para los hombres sotol y whiskey,todo el que sean capaces de be-
ber. La comida que ofrecerá Galindo en honor de Amandita, su
única hija, no terminará con los postres, se prolongará muchas
horas después que la niña, con su vestido de encajes blancos y
organdí, caiga rendida de tanto llamar la atención. Imagino
o
es
que Amanda me lo contó?) que dos veces al año Galindo iba en
viaje de negociosa San Antonio; antes de Navidad y en el verano.
Deallállegaron los encajes, el libro de oración de pastas nacaradas,
el rosario de cuentas cristalinas y la alta vela blanca con la cinta
dorada que baja en caracol.
Elalma de la fiestaesGalindo.Cuandono cuenta fantasiosas
historias de apaches en las que él resulta triunfador, tañe una gui
tarra de doce cuerdas. Galindo es un narrador nato y Jacinta lo
escucha con admiración, confirma en silencio que lo que en los
otros es pedantería, en él resulta graciay donaire. Losmúsicos son
deOjinaga,losmejores de la región. Ese día Galindo toca con ellos,
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su fino oído musical le permite jugar con los instrumentos: ahora
el contrabajo, en la otra pieza elviolín.
Al paso de las horas los comensales satisfechos se despedi
rán, las cocineras apagarán el fogón y la fiesta gradualmente se
agotará en el silenciode la noche.Jacinta, exhausta, también aban
donará el escenario. En su alba cama de latón, Amandita ya dor
mirá profundamente. SóloGalindo dará vueltas en su cama una y
otra vez. Dominado por el deseo luchará, se resistirá inútilmente,
pues sabe que terminará entregándose. Sepondrá de pie, cruzará
el pasillo,abrirá la recámara de la niña para asegurarse que duer
me y en seguida se dirigirá a la pieza de Jacinta. Ahí se detendrá
unos instantes a descifrar elmurmullo de su rezo, antes de regre
sar al salón a encender esa pipa que deberá paliar la ansiedad, ate
nuar la culpa.
Termina de fumar. A su regreso acerca la oreja a la puerta
para escuchar el susurro de la devota. Es entonces cuando con el
corazón tremolante, siempre como la primera vez, da vuelta al pi
caporte para encontrar aún con el diostesalvemaría en los labios a
su hermana aquiescente: Jacinta macizay esbelta comola vara de
un peral.
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Desperté al filode las doce. Emergía de un largo sueño del cual no
recordaba nada o casinada, salvo el rostro enjuto deAmanda, ima-
gen que venía a mi mente en cualquier momento, ya fuera el
sueño o la vigilia,como una obsesión, como una enfermedad que
había que sanar, si es que la memoria tenía remedio. Después de
haber dormido tantas horas una pesadumbre en el cuerpo meman-
tuvo aún largo rato en la cama. Cuandofinalmente salí dela penum-
brasa habitación que me había asignado Jacinta, no me atreví a
recorrer la casa, algo que deseaba intensamente.
Fui derecho a la cocina, al lugar donde el día anterior me
había recibidoJacinta, el único donde al parecer me era permitido
estar. Allíla anciana había dejado un plato cubierto con una servi
lleta de lino blanco, esquinas bordadas en punto de cruz con flore-
cillasen amarillos y violetas, que me llevó a las tediosas horas ves-
pertinas de Amanda en compañía de Jacinta, su celosa custodia.
Tomé la servilleta y aspiré profundamente ese olor a pan, a género
limpio, a nada especial. Mela llevé de regreso a la habitación; do-
blada la guardé enla mochila y de paso tomé elcuaderno. Meeché
en la cama y traté de escuchar la voz de Amanda. Cerré los ojos
para invocarla, para que nada me distrajera del relato que vivía
dentro de mí. lEra su voz la que escuchaba o era la mía? Abrí el
cuaderno y empecé a escribir las primeras frases.
Horas después, cuando salí de la casa vi un sol en declive
que inmovilizabala tarde. Elviejo caserío de adobes se alineaba a
8
lolargode la acequia hasta elfondo de la calle,el sitio de la arbole-
da luminosa que había visto al llegar. Caminé sin rumbo fijo. Eran
mis pasos, no yo, los que se empeñaban en llevarme a algún lugar
apartado de la casa de Galindo,del gélido recibimiento de Jacinta,
de la indiferencia del viejo.Actitudes que no sólo me hacían incó-
moda la estadía en su casa, sino que además habían empezado a
sembrarme dudas sobre el sentido del viaje.
Apenas caminé unas cuadras cuando oí una voz que me
llamaba por mi nombre; parecía venir de atrás de un mosquitero.
Elhombre que abrió la puerta me mostró en esa hora vacilante la
desarmonía de su figura, la generosa papada y la esbeltez de su
cuerpo. Busco a Galindo. Respondí desconcertada, sorprendida al
escuchar mis propias palabras, pues seguramente sin yo saberlo
había salido a buscarlo.
Por ahí debe andar, comentó amablemente el hombre,
entre, tal vez pase por aquí más tarde.
Así lo hice. El hombre me tendió la mano y se presentó
como pariente lejano de los Galindo. Se llamaba Tomás y era el
propietario del establecimiento. Me llevó a una mesa apartada,
donde un rato más tarde supe que su amabilidad era elpreámbulo
a una confesión. Usted conoció a Amanda lverdad? Le pregunté
abiertamente porque tuve la clara intuición de que él deseaba ha-
blarme de ella. Tomás no parecía ser un hombre movido por la
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curiosidad, en todo casoera un memorioso comoGalindo, comola
misma Amanda.
Sí. Fue una mujer consumida por la tristeza. No hay en
fermedad que acabe tanto como un mal recuerdo. Hablaba con la
mirada fija en un punto lejano, más allá de la puerta situada al
otro lado de la pieza, como si esperara verla cruzar el umbral en
cualquier momento. Después lanzó un ruidoso suspiro y agregó:
siempre estuve enamorado de ella. No fui yo el único, Wolfgang
Greiner fue novio formal de Amanda, pero como usted sabe de
sobra, a quien ella amó perdidamente fue al candelillero. Esa fue
su desgracia.
Lo dijo en tono monocorde, como si su único interés hu-
hiera sido dejar por sentado un dato importante. Después de oírlo
intuí que él sería un buen informador, alguien que por despecho
no consentiría equívocos, de manera que me aventuré a iniciar
una ringlera de preguntas relacionadas con ese personaje llamado
Greiner; un nombre que entre fragmentos había escuchado de la-
bios de Amanda.
Wolfgangllegó aquí a trabajar en la mina, me explicóTo-
más, con la American Smelting, era el encargado de la maquinaria
diesel, un tipo inquieto que un buen día se fue de viaje y regresó
con un proyector. Después iba a Ojinaga una vez a la semana a
traer películas, las pasaba los sábados y domingos a las siete de la
tarde, en un local que él mismo levantó con ese propósito.
Era fácil suponer que Greiner yAmanda se habían conoci
do en el cine del campamento minero. A pesar del trazo tan am
pliocon el que Tomás dibujó al alemán, resultaba obvio que entre
esostres hombres mi padre era el gañán, el malo de la película; el
bueno y el feo también saltaban a la vista. ¿Ese alemán aún vive
aquí?
Antes de hablar sonrió con una mueca sarcástica. ¿Pensó
, , . 1 11
acaso que yo era capaz de ir a buscarlo? Sí, tenía razón, de haber
sido afirmativa la respuesta me hubiera presentado ante él. No,
respondió Tomás enfático. Cuando Amanda lo dejó por el can
delillero, él se consoló con Idalia, una mujer que al parecer cono
ció en las minas del sur del país. Añosdespués llegó aquí la noticia
de que se habían establecido en un pueblo cercano y que vendían
paletas de hielo hechas con una fórmula que Greiner inventó.
Larespuesta de Tomás explicaba en parte su sonrisa. Lue-
Kºpermaneció callado. Laconversación se estancó antes de lo pre
visto; sólo logramos reanudarla después de que llegó un cliente a
sacarnos del mutismo, pero antes Tomás se levantó a atenderlo.
Desdela mesa veía todo el lugar, la puerta principal, cada una de
las ventanas, las mesas de lámina, la debillar y una larga barra de
madera, en uno de cuyos extremos se encontraba la caja registra
dora, en el otro, un viejo ventilador de aspas sucias que rotaba
lentamente. El aparato en lugar de refrescar, con el sordo zumbi-
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;
do del motor, adormecía. Atrás de nosotros un marco con una cor-
tina corrida delimitaba el espacio entre la vivienday el negocio.
El recién llegado era el único cliente.Tomás fue a sentarse
a su lado mientras aquel bebía en sorbitos pausados un refresco.
El hombre nunca se quitó el sombrero, lo llevaba calado hasta las
cejas.Yo agucé el oído p~.raescuchar lo que hablaban, pero no lo
conseguí. Tal vez no dijeron nada. Cuando el hombre salió vi des-
aparecer su menuda figura en la calle calcinada.A su regreso To
más se sentó frente a míy de golpe me preguntó de dónde veníay
qué buscaba en Malavid. Sus preguntas me sorprendieron, pues
yo estaba segura que él sabía las respuestas. Aún así respondí: de
la frontera.
¿cuál? Hay muchas fronteras.
Las palabras de Tomás surgieron de una sonrisa a medio
trazar. Sí,ya lo creo, pensé. Ahí estaba elmuro erigido por Jacinta
para mantenerme apartada de ellos.También elmutismo empeci
nado que había encontrado en Galindo, su colindancia con elmun-
do y su insalvable frontera.
Malavid con Lajitas es una de ellas, prosiguió como si me
hubiera leído el pensamiento, un pueblo gringo a treinta y cinco
kilómetros al noroeste. De este lado del río hay un ejido, se llama
Nuevo Lajitas.A las cinco de la mañana salen tracas para ese rum-
bo, sospecho que le interesaría echarle un vistazo.
Me di cuenta que Tomás hablaba como si me hubiera es-
peradodesde hacía tiempo para informarme no sólo sobreAmanda,
sino de la vida en aquellos pueblos entristecidos por la memoria y
J a
pobreza. Nole quise decir que yohabía llegadoa Malavidpor ese
camino. Tampoco quise comentar la desagradable impresión que
me causaron la desnudez del ejido y su miseria. Las palabras de
Tomás, aunadas a esa imagen, me hicieron sentir la desolación que
vien los ojos dela mujer de Tavera.
Después de la sugerencia de nuevo abandonó la mesa.
Desapareció de mi vista por mucho tiempo, el suficiente para que
yome perdiera en toda clase de conjeturas. No se equivocabaTo-
más si me creía capaz de buscar a Greiner. Pero, ¿por qué iba a
hacerlo? Mi estancia en Malavid obedecía a una razón concreta.
Sin embargo, estaba por demás engañarme, la breve conversación
con Tomás fue para mí como el soplo del fuelle sobre la paja en-
cendida. Esa tarde, mientras uno a uno llegaban los clientes, me
convencí de que lo primero era ir al encuentro de los árboles
fulgurantes que había visto al final del camino el día anterior. Era
importante que yoescuchara el rumor de los árboles que acampa-
ñaron en sujuventud a Amanda.
Eldueño de uno de los muebles que transporta a la gente
se llama Guadalupe Olivas;el que acaba de entrar. Con ese comen-
tario reapareció Tomás sacándome de mi pienso, cuando el calor
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ibliotec
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sofocante exacerbaba el tufo a cerveza y obligaba a los hombres a
buscar alivio cerca de las aspas del abanico. Luego se retiró a ha
blar con Olivas, posiblemente le explicó quién era yo. Aquél ni si
quiera volteó a mirarme, en cambio solicitó una bolsita de cuero y
los dados. Agitó el morralito y dejó caer los cubos sobre el fieltro
gastado de la mesa; supuse que la combinación de los puntos ne
gros determinaba la bola a golpear. A ritmo de palafrén Olivas se
preparó para iniciar el juego. Sacó su pañuelo y se enjugó la cara,
enseguida adoptó posición de ataque. Un disparo tras otro y en un
santiamén despejó la mesa. No soy retador para usted Olivas, acla
ró Tomás con voz redomada cuando el otro le entregó el saquito de
los dados. Pruebe, le replicó Olivas enjugándose nuevamente la
cara. Era hombre de maneras suaves, de actitud concentrada.
Tomás y Olivas jugaron hasta altas horas de la noche. Olivas y yo
fuimos los últimos en salir. En el salón sólo se escuchaban las as-
pas del abanico, el zumbido circular que desgajaba el aire caliente.
Una vez afuera Olivas se hundió en la negrura de las calles.
Yo, gobernada por las imágenes que había sembrado Amanda en
mí, caminé hacia la casa de Galindo; batallaba con la oscuridad de
una noche sin luna.
2 4
Andrea, escucha, déjame explicarte, la ~ina no siempre estuvo
ahí. Valentín Chávez descubrió el mineral, andaba en su burrito
pastoreando las chivas cuando vio que algo brillaba intensamente
en elcerro, se acercó a recoger unas piedras y selas llevóa Malavid
para mostrarlas. Lagente estaba maravillada, pensaba que encon
traría oro. No fueron pocos los que organizaron una expedición a
los cerros, pero por alguna razón no hallaron la veta de la que ha
blaba donValentín.Alpobre chivero lohizo tarugo su cuñado, Cruz
Pando. Éste, nada tonto, de inmediato buscó quien ensayara las
piedras, quería saber de qué metal se trataba. Cruz llevó las pie
dras al Chapo, a un señor que vivía ahí, don Pepe Caballero, pro
pietario de una tienda de abarrotes muy próspera, enseguida de la
estación, os caballerosrecuerdo que se llamaba, nada original.
Don Pepe tenía un hermano en Chihuahua, él era el ensayador, a
él se dirigieron con las piedras de don Valentín. Resulta que salie
ron muy ricas, de manera que quienes empezaron a trabajar elmi
neral y se enriquecieron fueron otros, mientras don Valentín si-
guióde chivero. Era un viejito sin capital y sin grandes ambiciones
que vivía en la orilla de Malavid con su esposa, doña Locadia.A mí
memandaba Jacinta cuando estaba chicaa comprarle quesoy suero
de sal. DeesovivíanValentín y su esposa, devender leche,asaderos
y
cabritos cuando era el tiempo de parir.
Megustaba ver a doña Locadia trabajar. En el patio de su
casa crecían las matas de trompillo, un arbusto silvestre que echa
2 5
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una florecilla violeta, después una bolita amarilla del tamaño de
una lila, ese frutito se lo agregaba a la leche para cuajarla, hasta
que hacía hebras estaba lista . Doña Locadia no tenía hijas, por eso
le gustaba que yo la visitara y que la ayudara. Para mí, arrancar las
boli tas de trompillo y vigilar la leche era un juego. Jacinta me man
daba con doña Locadia muy tempranito a hacer la compra, pero si
me tardaba en regresar sabía que estaba con ella, acompañándola
en su cocina, un cuarto con el olor amable de la leche hervida y el
pan recién hecho. A estufa de leña.
De niña mi mejor amiga era Rita, ella vivía en contra
esquina de la casa, con sus padres, don Fernando y Lupita Aziz,
tenían un comercio en su casa donde vendían telas, quinqués, za
patos, muebles y muchas otras cosas. La casa era muy grande, la
mitad la ocupaba la tienda y en la parte de atrás vivía la familia.
Tenía un tejabán y un cerco de tablones pintados de verde que
circundaba la propiedad. Cuando pasaba por ella para ir a la escue
la, Severita la cocinera siempre estaba preparando la cuajada en
un lienzo blanco que colgaba del alero de la puerta del patio. Era
una familia de cuatro hermanos, todos mayores que Rita, por eso
en la mañana había mucha bulla. Severita los atendía a todos, tam
bién a don Fernando porque Lupita se levantaba tarde. Rita me
contaba que su mamá tenía jaqueca a causa de unos recuerdos que
sólo al padre le contaba. Años después supe por Jacinta que Lupita
Aziz estaba en el cambio de vida y por eso despertaba llorando.
2 6
Pero Severita le contó a Élfidala lavandera, que doña Lupita soña
ba con frecuencia que un perro le mordía las manos y despertaba
justo cuando sentía los colmillos del can entrar en su carne. A eso
se debía el llanto de la mañana.
A la casa de los Azizme gustaba ir porque los hermanos
eran muy alegres y hablaban todos al mismo tiempo. Jorge, el
mayor, se quería casar con Reyes,la menor de las Carrasco, her
mana de tu abuelaAndrea, pero ellano lo quiso a pesar de ser muy
guapo, moreno, con ojos de árabe y pelo chino. Además, rico. Él
pasaba mucho tiempo en la tienda y nos pedía a nosotras que le
lleváramos regalos a mi tía. Lemandaba cortes de telas finas y dul
ces muy dulces. El paquete de las golosinas lo entregábamos a
medias, pero a Reyes no le importaba, decía que nos quedáramos
con él. Un buen día Jorge se cansó de mandar regalos y sefue de
cepcionado a abrir su propia tienda en Ojinaga. Después supimos
que sehabía casado con una de las muchas primas que tenía. Cuan
do mi tía Reyeslo supo comentó que seguramente le habían lleva
do la novia hasta el mostrador de la tienda.
Mitía Reyes se casó con José Marín, un pasante de medi
cina que llegó de Chihuahua, y tenía una hermana en Malavid ca
sada con Saúl Villanueva, el fotógrafo del pueblo. Bueno, pues el
pasante también aprendió a tomar fotos para retratar a Reyes.Era
una muchacha bon ta, decían que era de las más bonitas de su
época.Tenía los ojos castaños y las pestañas chinas, el pelo largo y
z¡
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ondulado. Cuando vayas a la casa de tu abuelo pídele a Jacinta el
álbum, ahí verás las fotos que nos tomaba en los jardines. A mí
también, porque a pesar de que Reyes era mayor que nosotras diez
años, le gustaba acompañarse con Rita y conmigo. Dile a Jacinta
que te muestre ese álbum, ahí verás mucho de lo que te he conta
do. Yo era su sobrina favorita , decía y Rita una niña muy graciosa
porque platicaba todo lo que ocurría en su casa. Así conquistó a
Reyes el pasante, tomándole fotos, enfrente de la iglesia, en eljar
dín de su casa, en un día de campo en el piélago, en la tardeada del
Sábado de Gloria, en elbaile del primero de mayo, el día del Patrón
San Carlos, y así, todo el año encontró la ocasión para halagarla.
Busca una en la que estamos Reyes, Rita y yo en el solar de nuestra
casa, sentadas en el borde de la pileta, verás unas dalias altísimas
en el fondo. Las cult ivaba Jacinta, de todos colores. Lajardinería
era su pasión, ella misma vigilaba el agua que llegaba de la acequia
y se encauzaba por los angostos canales que irrigaban elsolar. Tam
bién cuidaba que los árboles no se plagaran y en tiempo de poda
ayudaba a ramonearlos. Limpiaba las hojas de las aralias y las
piñononas con leche, para sacarles bril lo.
Las fotografías eran azuladas, recuerdo que la camarita de
José Marín descansaba en un tripié, seguramente no era buena,
pero consiguió lo que buscaba. Ély Reyes se casaron en el43, tenía
yo doce años. El baile fue en el salón de actos de la escuela porque
llegó mucha gente de Ojinaga y Chihuahua, era el salón más gran-
8
de que había, el piso era de machimbre, muy bonito. A la siguiente
mañana sefueron de Malavidy nunca volví a ver a mi tía. LosAziz
cerraron la tienda y dejaron Malavid cuando se acabó la mina. De
Ritano supe más. El mundo que conocí ya no existe, todo lo que
vivíen mi infancia se acabó. Malavid es para mí un sueño.
Temía despertar a los durmientes. A oscuras aligeré el paso para
buscar la salida. Crucé el pasillo en dirección a la cocina, donde vi
una brasa moverse por encima de la mesa. Cuando me acerqué oí
claramente el crepitar del tabaco. Galindo fumaba con fruición en
tanto sobrevivíala noche. Voya Lajitas, hoy mismo regreso, le co-
menté a pesar de que yo sabía que era inútil. MellevaGuadalupe
Olivas, usted lo conoce. En respuesta Galindo soltó una bocanada
de humo. No obstante, esperé unos segundos indefensa ante el
silencio del abuelo. No veía su rostro, pero podía escuchar sus
movimientos,adivinarlos, seguirlospor medio de labrasa: el tallón
de la colilla en el cenicero e inmediatamente después el clic del
encendedor.
Salía la calle.Respiré aliviada el aire fresco de la madruga-
da. Caminé de prisa al lugar de la cita para alejarme de la indife-
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rencia del viejo lo antes posible. En el restorán ya estaban los tra
bajadores que esperaban el arribo de las trocas. Bebían café negro
y comían las torti llas de trigo que una muchacha sudorosa aplana
ba en el comal. Olivas llegó algunos minutos después que yo. A él
la muchacha le tenía preparada una bolsa y un termo. Mientras
Olivas y la joven platicaban, algunos se acomodaron en la caja del
vehículo. Cuando él estuvo listo me hizo una señal para que lo si
guiera. En el trayecto a Lajitas la luz del amanecer develó el cami
no agreste por donde yo había llegado a Malavid.
Aquí todos hacen chilar y huerta; ni los voladeros los de
tienen, juegan carreras desde el río hasta Malavid, me explicó Oli
vas cuando la luz de la mañana hizo visibles las cruces a la orilla
del camino.
¿Quiénes son todos? Discúlpeme si lo contradigo, pero yo
veo muy tranquilo el pueblo. Casi no hay gente.
Todos los que regresan.
¿1os que regresan? ¿ne dónde?
Olivas no respondió; así que decidí dejar el asunto mo
mentáneamente. Días atrás, cuando viajaba de El Paso a Malavid,
no pensaba que haría ningún recorrido turístico. Mi misión era
otra y quería cumplirla al pie de la letra, sin embargo, al encon
trarme con la actitud reservada de Galindo y Jacinta traté de pasar
las horas fuera de la casa, por eso acepté el paseo que me propuso
Tomás.
3
Salimos por un angosto camino de tierra apisonada. Hacia
el oeste se desplegaba en una vasta superficie arenosa poblada por
arbustos y flores silvestres hasta la lejana línea del horizonte, don
de una llamarada emergía del desierto. Hacia el este, a medida que
avanzábamos, el camino se replegaba en dirección a los cerros
parduscos. Másadelante, por un lado seprecipitaban losvoladeros;
por el otro la mirada se estrellaba en un muro pedregoso. En esta
parte del viaje Olivas encendió un cigarrillo que lo reconcentró en
sí mismo.Avanzamos el último tramo de lleno entre los cerros, en
elmomento que la luz del día los aclaró totalmente, en la cima los
rebaños de cabras mordisqueaban la flor de las palmas, luego en-
tramos a terreno plano y una inmensa nube de polvo nos siguió
hasta la vera del río.
Respeté el silencio de Olivas, pero cuando advertí que fal
taba poco para llegar traté de volver a nuestra conversación.
¿A quién se refería? Insistí sin esperar respuesta. Hasta
creíque diría que no sabía de qué le hablaba.
La gente trabaja en los pueblos cercanos, Presidio, Fort
Stockton, Midland, Alpine y algunas rancherías de por aquí cer-
cas, los más arrojados llegan a Colorado o a Florida a pizcar
naranja.
Lo dice con disgusto, sin embargo veo que usted hace lo
mismo y más, lleva hombres a trabajar.
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No significa que me gusta lo que hago.
No entiendo cuál es el problema. Lo importante es ganar
el sustento. Yo también trabajo allá, en el otro lado.
Lo suyo es otra cosa. Usted es de allá, usted no ha abando-
nado su tierra ni su manera de vivir. Ahora ya no les entiende uno
ni a sus propios nietos , cuando vienen de visita los oigo hablar en
inglés entre ellos, y con los hijos de otros.
Todo va y viene, también nosotros. En cualquier sitio se
puede hacer una vida. La lengua y las costumbres cambian, se
aprenden. Nada permanece.
Se equivoca. Uno es de donde tiene a sus muertos, de don-
de nacen sus hijos, ellos son la raíz y lo verdadero. Lo demás es un
espejismo.
Ese es sólo un lugar común; no niego que haya cierta ra-
zón en lo que dice, pero también sé que el mundo está en movi
miento continuo. No podemos aferrarnos a lo que usted llama las
raíces verdaderas.
No estoy de acuerdo, todo ha cambiado muy rápido. Ape-
nas hace algunos años eran muy pocos los que tenían mueble, ahora
los muchachos que regresan vienen en el suyo, trabajan nomás
para comprarse uno, el mejor que pueden cada año. No tienen
otra ilusión, regresan en noviembre para las fiestas del Santo Pa
trón y los días que duran aquí se vuelven insoportables, un sobe-
3 2
rano desorden, trajinan toda la noche por las callesconlos estéreos
a todo volumen.
También regresan con dinero en la bolsa, éeso no cuenta?
¿usted sabe lo que cuesta ganar ese dinero? Imagino que
no. Mire, ya llegamos.
Lavozde Olivasya no se oía igual.Gradualmente se cargó
de corajeyvarias veces desprendió los ojosdel camino para mirar
me encabronado. Pero el ejido estaba frente a nosotros y Olivas
calló. Resguardó su troca bajo un largo alero de palos que segura
mente albergaría otros vehículos durante el transcurso de la ma
ñana. El grupo descendió y cruzó en varias barquillas. El agua os
cura fluía a los pies de aquel puñado de hombres. Olivasy yo fui
mos los últimos en cruzar. Echamos la paga en un bote de lámina
y ya del otro lado seguimos elviaje a pie.
I
Alas cinco nos vemos allá, en la posta, dijo Olivasal tiem
po que señalaba una vieja construcción de madera. Tal vez regrese
antes, respondí. Como quiera, agregó secamente. Olivas subió la
ladera que llevaba a Lajitas, ese pueblo olvidado que los habitan
tes de Malavid resucitaban para transformarlo en un sitio turísti
co. Allílos hombres trabajaban de albañiles y las mujeres en los
hoteles limpiaban cuartos y cocinaban. A cierta distancia, sobre la
orilla del río se extendía una columna de casas cámper. Por el as
pecto supuse que pertenecían a los que no cruzaban a diario: sillas
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de jardín herrumbrosas, carros de modelo atrasado y ropa tendida
en el frente. Cuando yo subí el sendero ya había perdido de vista a
Olivas. Caminé sin rumbo fijo. Me dediqué a merodear por las ca
lles. Los hombres y las mujeres de Malavid literalmente recons-
truían un pueblo. Por doquier proliferaban construcciones, hote-
les, casas, campos de golf a medio hacer.
Entré en uno de esos hoteles de fachada Old West como
si se tratara del set de una película de Hollywood) a desayunar.
Good morning. Coffee?
Buenos días. Sí, por favor y también scrambled eggs,
canadian bacon y muffins con blueberry jelly. La mesera se retiró.
Me quedé bebiendo café mientras pasaba revista a la carta. Los
precios eran altos, pero servían todo a pesar de que nos encontrá-
bamos en la punta del diablo. Era evidente que hasta ahí llegaban
los camiones refrigerados con diversas clases de legumbres y fru-
tas; seguramente alimentos que los del ejido nunca probaban. Si
miraban al norte, los ejidatarios podían ver el resultado de su tra-
bajo. No disfrutarlo.
Al tiempo que regresó la mesera con el desayuno entró un
nutrido grupo de turistas alemanes que se distribuyó en varias me-
sas. Hablaban animadamente y leían diferentes panfletos. Orde-
naron la comida, terminaron rápido y se fueron. En las mesas de-
jaron algunos de los papeles que leían, era la publicidad de las ac-
3 4
tividades turísticas que ofrecía Lajitas: paseos a caballo por el de
sierto y lanchas rápidas por elrío hasta elCañón Santa Elena.Tam-
bién una visita al restaurante mexicano del ejido, donde servían
caldillo de carne seca y algunos otros platillos regionales. or qué
a mí los niños barqueros me mandaron a la casa deTavera y no a
ese lugar?
Seguími camino por las calles anchas y limpias. Tenía ra
zón Isidoro, abundaban los teléfonos. El pueblo era muy chico,
aún así anduve en círculos un par de horas; no tenía prisa por lle
gar a ningún lado. El sol de la mañana empezó a calarme, por lo
que entré a refrescarme en una drug store al estilo de los años
cincuenta. Ordené una cocacola. Un hombre de bigote rubio, con
las puntas retorcidas hacia arriba, puso en la barra un vaso estili
zado lleno de cubitos de hielo.Cuando abandoné el lugar, sin pro
ponérmelo llegué a la carretera, que se extendía solitaria hasta el
punto más lejano que mi vista era capaz de percibir. En ambos
lados se abría el llano curtido por el sol. De pronto me encontré
completamente sola, en medio de la carretera, frente a un perro
que caminaba en sentido contrario al mío. Pasó lento, sin siquiera
mirarme. Yollevaba lavista clavada en la raya blanca que marcaba
los dos carriles de la carretera, el rostro bañado en sudor y la ropa
y los tenis blanqueados por la arena. Ciertamente, no iba a ningún
sitio, pero a pesar de la agobiante temperatura sentí que debía con
tinuar, que nada me proporcionaría tanto alivio como adentrarme
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en aquel espacio solitario. Nada que no fuera el deseo de perder-
me en esa claridad ocupaba mi pensamiento; a medida que avan-
zaba, más se abría hacia el f rente, hacia los lados. De lo que dejaba
tras de mí ya no lograba distinguir nada. No sé cuánto tiempo ca-
miné, pero la sensación de no moverme del mismo punto se apo
deró de mí, entonces aceleré la marcha. Lo último que vi fue un
resplandor que se aproximaba rápidamente.
Desperté en un lugar desconocido, después supe que era
la parte trasera de una oficina refrigerada. Estaba cubierta hasta la
cintura con una manta y tenía una toalla húmeda en la frente.
Traté de levantarme pero me sentí mareada; tenía el estómago
indispuesto. Al escuchar mis.movimientos una señora norteame-
ricana amablemente me pidió que permaneciera recostada. Me
había desmayado, thank God, dijo, muy cerca de all í, de lo contra-
rio no quería pensar lo que me hubiera ocurrido con la temperatu-
ra tan alta y yo tirada en la carretera. Uno de los empleados, me
explicó, al ir rumbo a su casa me había visto, recogido y llevado en
su carro al museo, donde me habían dado los primeros auxilios
para la insolación. Después de oirla cerré los ojos disgustada con
mi suerte. Comprendí que lo último que había visto era el brillo
del vehículo. Me volví a dormir. Más tarde la misma mujer me
despertó; debía cerrar el museo yyo no podía quedarme ahí. Por la
hora y el estado de debilidad en el que me encontraba ya no me
era posible acudir al encuentro con Olivas. Le pedí a la mujer que
3 6
medejara en algún hotel cercano. Mellevóa uno en la entrada del
pueblo, por ellado de la carretera. Elbuen hombre que me ayudó
también recogió mi back pack. En parte porque necesitaba una
identificacióny en parte por curiosidad, revisélo que llevaba den
tro: elmantelito queyo suponía bordado porlas manos deAmanda,
el cuaderno, un ejemplar de
l he rmoso verano
algode dinero, el
pasaporte y una tarjeta de crédito. Por ese día la situación estaba
arreglada. En cuanto entré a la penumbra fresca del cuarto recor
dé a Jacinta y creí necesario avisarle que no volvería esa noche.
Llamé a la caseta telefónica de Malavid. La telefonista me pidió
que volvieraa llamar en media hora, tiempo suficiente para que el
mensajero le llevara el recado a Jacinta
y
ella acudiera al teléfono.
Asílo hice. Cuando Jacinta se enteró de que no regresaría esa no
che no·se interesó por mí ni por la causa de mi ausencia, única
mente respondió que estaba bien y colgó.Sentí que me ardían las
mejillas. Para olvidar el incidente encendí el televisor.
Al siguiente día pasé la mañana releyendolas páginas de
la novelamientras bajaba el sol. En ratos dormitaba y en ratos leía.
Alatardecer, cuando me sentí con fuerzas suficientes para regre
sar almuseo, pedí en larecepción que alguien me llevara.Medije
ron que las visitas guiadas eran temprano, pero si quería ir en ese
momento alguien me llevaría por una tarifa más elevada.El chofer
me condujo en una camioneta que me dejó en la entrada e hice el
recorrido sola. Primero una exhibiciónde muebles del siglo dieci-
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nueve y efectos personales de la época. En la soledad de las salas
avancé de un tema a otro, cada vez más interesada en lo que tenía
frente a mis ojos. No sospechaba que un museo de pueblo me ob
sequiaría una sorpresa conmovedora: cerotes de candelilla y ma
quetas explicativas sobre el proceso de su elaboración. Ver gráfi
camente el desarrollo del oficio al que se había dedicado mi padre
en su lueñe juventud me alteró el ánimo. En apariencia no había
relación alguna entre las maquetas y mis emociones, sin embargo,
aquellos artefactos lograron que empezara a descifrar, no sin do
lor, las causas de la malograda relación entre el candelillero y
Amanda Galindo. Luego, como si alguien me hubiera tendido una
trampa o se empeñara en encender el pesar de la sorpresa, caí ante
una colección de retratos de los antiguos pobladores de la región.
Era absurdo, pero mientras pasaba la vista de una imagen a otra
llegué a pensar que en cualquier momento vería, una vez más el
rostro deseado, la mirada clara de Amanda.
Salí del museo cuando el sol aún reverberaba en el azogue
de la carretera, entonces recordé las parcas palabras de Olivas: ju-
lío es un mes duro, por el calor, no por otra cosa. Caminé directa-
mente a la margen del río, pues en unas cuantas horas había ago
tado el interés por Lajitas. Me dirigí a la orilla. Empezaba a sentir
el calor y la fatiga intensamente. Ahí estaba el Trading Post, la
única construcción que los habitantes de Lajitas habían conserva
do intacta. En verdad era una reliquia, altísimos muros de adobe
3 8
desconchados, vigas de gruesos troncos de álamo, pisos de made-
ra, rústico mobiliario del diecinueve. Todos los ingredientes para
crear la i lusión del viejo oeste americano.
Desde ahí columbré el ejido. Un manto de nubes ligeras lo
cubría. Abajo las barcas flotaban en un vaivén acompasado, los
capitancil los descansaban indiferentes envueltos en la calidez del
aire. Elcaserío se extendía pardusco a lo largo de las aguas calmas
del Bravo; dormía la siesta, era un lebrel viejo echado a un lado de
la playa arcillosa. La iglesia, la escuela y la fonda de los turistas
mostraban sus muros albeantes de cal. El polvo del camino reful-
gía como diamantina cenicienta entre los chaparrones.
Mientras esperaba el pequeño navío en el que iba a cruzar,
la mansedumbre del agua trajo a mi memoria los árboles del piéla
go, que busqué a lo lejos como si fuera posible divisarlos. Los ima-
giné en llamas. Los vi arder en las horas más calientes de un lejano
Domingo de Ramos.
A Jacinta le encantaban los manteles blancos de lino con la orilla
bordada en punto de cruz. Los del diario los bordábamos en las
tardes, después de la siesta. Tu abuelo salía a conversar con los
amigos en tanto Jacinta y yo nos sentábamos en el salón con una
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cesta de hilazas, aros y agujas. En realidad yo era la que bordaba
mientras Jacinta leía las novelas que compraba en sus viajes a
Chihuahua. De vez en cuando dejaba el libro que leía para asegu-
rarse que yo lo hacía bien; yo me esmeraba en seguir sus indicacio
nes, a pesar de que a mí no me gustaba bordar. Era muy estricta
conmigo, pero lo hacía por mi bien, me cuidaba como si fuera mi
verdadera madre, por eso la obedecía y trataba de no causarle dis
gustos, aunque hubo un tiempo que sólo le di amarguras, a ella y a
tu abuelo. Los manteles de Navidad los ordenaba a doña Panchita,
una hilandera de manos prodigiosas que bordaba en los pañuelos
de tu abuelo un monograma con su inicial. Jacinta le llevaba enca
jes y listones, telas de rizo y de holanda para que confeccionara
toallas y sábanas, todas blancas, su color favorito. También las no
chebuenas debían bordarse con hilaza blanca sobre lino blanco, en
el centro y en la falda del mantel. Así mataba yo el tedio de las
primeras horas de la tarde. Esperaba que refrescara el día para sa
lir a pasear. Llevo en la memoria el aroma a verdura que el sereno
arrancaba de los arriates de albahaca, romero y yerbabuena que
crecían en los corredores de la plaza.
Una tarde, aún dormíamos la siesta cuando se presentó tu
padre en mi casa, quería rentar las tierras candelilleras de tu abue
lo. Él tomaba la siesta en el confidente del salón porque se queda
ba dormido leyendo los periódicos, sentado, con la cabeza echada
hacia atrás. Tu padre tocó el portón con toda su alma, sin respetar
4
la hora. Jacinta, malhumorada, selevantó a ver de qué setrataba y
cuando lo supo, más molesta aún respondió que el señor no lo po-
día recibir en ese momento, que regresara después. Tu padre insis-
tió,le pidió a Jacinta que le permitiera pasar, a lo que ellase negó,
pero entonces tu abuelo despertó con la discusión y lo dejó entrar
en contra de la voluntad de Jacinta, que a partir de ese momento
lo rechazó. A tu abuelo en cambio le agradaron su personalidad
desenvuelta y sus ganas de trabajar, en realidad tu padre trataba
de ganarse la confianza del mío para facilitar las cosas. Jacinta ig-
noraba que ya nos conocíamos, también que yo estaba dispuesta a
dejar a Greiner por un extraño. Por un gazapo, como lo llamaba
ella.
Luegovendría el episodio de la pulmonía que lo retuvo en
la casa de Tavera y posteriores meses de ausencia. Recuerdo ése
comoun año especial porque nevó como nunca, fue el cuarenta y
ocho, el campo nival y el cielo nuboso hacían de Malavid una bella
postal de invierno. De cualquier manera reconozco que la única
capaz de ver en tu padre su naturaleza baladí fue Jacinta. Laprí-
mavera siguiente bordaba yo en silencio, con el alma en un hilo
porque el candelillero se había ido. Me escribía contándome que
tenía asuntos pendientes en algún lugar, pero luego alguien me
decía que lo había visto en otro sitio. iCuánta angustia siembra la
desconfianza Por fin el Domingo de Ramos, una tarde soporífera,
de nuevo irrumpió tu padre en la casa. Dijosin mediar preparativo
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alguno que iba a pedir mi mano. A mí el alma me volvió al cuerpo,
pero Jacinta, que esperaba la hora para salir, abandonó abrup
tamente la poltrona de la lectura para ver desde el zaguán la pro
cesión cuaresmal. En lugar de unirse a ella como era su costum
bre, se quejó del relajo que armaban el Jesús en el burro y los
fieles que lo seguían con palmas en las manos.
Más tarde, cuando de nuevo estuve frente al cerco vi a Tavera en
cuclillas, la voluminosa barriga entre las piernas y los ojos clavados
en la tierra. Una mano sobre la rodilla y la otra a manera de trípo-
de, en el suelo. Parecía buscar algo entre los fierros viejos y apara
tos en ruinas que hacían del patio un muladar. Lo llamé por su
nombre de pila. Don Ambrosio, al verme, se sorprendió tanto que
perdió ligeramente el equil ibrio. Empezaba a oscurecer, Olivas se
había ido y yo necesitaba pasar la noche en algún lugar.
Lo asusté, discúlpeme. Vine a pedir posada y a traerle sa
ludos de Jacinta Galindo. Ambrosio Tavera se puso de pie con difi-
cultad y se acercó mirándome con extrañeza. lLa conoce? Sí, es
hermana de mi abuelo.
Pásele. Apenas hace unos días aquí estuvo y ahora me dice
que es la nieta de Galindo, lcómo están por su casa? aquí siempre
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hay lugar para los Galindo, que por cierto, hace tiempo que no los
visito, cuénteme.
Taverame abrió la puerta del cerco y echóa andar hacia la
casa. Lo seguí. No quería perder una palabra de lo que decía el
dueño de aquel basural recién adquirido. No era difícil adivinar
que se trataba de todo lo que desechaban los gringos de Lajitas.
Del cerco al cobertizo hicimos el mismo recorrido que la vez pri-
mera, sólo que sin el perro pulguiento. No quise comer nada, en
cambio le pedí a Tavera que me acomodara en algún sitio, pues
tenía sueño y pocas ganas de hablar. Me condujo a un cuarto y se
retiró inmediatamente. Comentó que mañana tendríamos tiempo
sobrado para platicar. Después de sacarme los tenis y sacudir los
calcatines, me eché en la cama. Al otro día me di cuenta que me
había dormido con la ropa puesta. También que en el cuarto había
una silla vieja y una mesa astillada. Elpiso era de tierra y desde la
ventana, orientada hacia el sur, sólo se veía el desierto. Eran las
siete de la mañana, había dormido casi doce horas.
Lapuerta del cuarto se abría a una habitación vacía y ésta,
por un ancho vano al cobertizo. Tavera andaba en el corral de un
lado para otro. Lamujer regaba con lajarra de plásticolosbotes de
lámina de los geranios. Alineados por la orilla de la casa seguían el
contorno del muro hasta la esquina; ahí doblaba también la hilera
de tiestos. Buenos días, dije en voz alta, pero la única respuesta
llegó de Tavera. Lamujer no volteó a verme. Siéntese, espero que
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