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UNA LECCION DE HISTORIA REBELDE O ECHALE ......del Santo Oficio a instancias de los Católicos Re...

Date post: 17-Mar-2020
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Los Cuadernos Inéditos UNA LECCION DE HISTORIA REBELDE O ECHALE GUINDAS AL PAVO José Tono Martínez E 1 texto que oezco al lector es uto de una palabra, un sueño y un hallaz- go. La palabra es Bocanegra: la histo- ria de una familia o, mejor, la de un pliego .. El sueÓ es uno mío soñado despierto, la búsqueda de uha intuición. El hallazgo es el con- texto, lbs detalles que sumados nos proponen existencias. En 1478 el Papa Sixto IV instituye el tribunal del Santo Oficio a instancias de los Católicos Re- yes, Isabel y Fernando. Los judíos, los moriscos y los protestantes, más tarde, son marginados o per- seguidos con feroz insistencia. En 1492 se le oece al primer grupo una alternativa tal: el bautismo cristiano o el exilio. Los que se quedan, cristianos nuevos, se ganan el calificativo de ma- rranos, palabra que puede derivar de «aran atha», equiparable a anatema pero que, en reali- dad, en arameo significaba «el señor ha venido». Los brillantes judíos sefarditas, sabios, audaces y renombrados dentro de la milia judía europea, creadora, un ejemplo baste, de la recopilación ca- balística del Zohar (Misés Sem-tov de León, S. XIII), oscilarán en los siglos inmediatos entre el auto de fe y la integración nática, entre la se- creta práctica y el recuerdo (¿rencor?) más o me- nos honroso. Finalmente· acabarán diluidos en el variado caudal del mesticismo. Los Benara no habían destacado en campo al- guno, mercaderes de ba posta, comerciaban pa- ños y telas con Sevilla. De origen mediano y con- fuso, radicaban en la aljama de Valladolid. En 1495 aceptaron el bautismo cristiano y adoptaron, a ertiori, el nuevo apellido de Bocanegra. Pre- sumiblemente no debido a paladar lobuno sino a las supuestas muchas blasmias proferidas en su tenebroso pasado. El nombre del patriarca fami- liar, Aarón de Benara, se trocó en el ortodoxo Miguel Bocanegra. Los Bocanegra no aspiraban a la nombradía, lo cotidiano les atrajo. La fuerza de su fe y el rvor de su sangre pronto se atemperaron. Los , años trajeron otros reyes, España, en poco tiempo, se hizo un gran imperio. El mucho oro, como en el cuento de Midas, se hizo agua de borrajas. En 1517 el Cardenal Arzobispo de Toledo,.Cisneros, deja el poder en manos del monarca Clos, un habsburgo eduado en Flandes y que apenas com- prendía castellano. El reino se vio abatido por nombramientos de extranjeros, peticiones desa- radas de dinero que. satisfacían intereses imperia- 104 les y ajenos al uso austero de Castilla, que veía sus propiedades hipotecadas a Bancas foráneas y sus maravedís y escudos consumidos en stos y sobornos hasta entonces ignorados en estas recias tierras. Al poco la resistencia se acrece en las ciudades y, amparados en la legalidad de la Reina Madre Juana, recluida en Tordesillas, los rebeldes establecen comunidades en diversas villas. No pretendo narrar las vicisitudes de esta gue- rra por todos conocida. Tras diversos combates y escaramuzas los comuneros, desalentados, sin es- trategia, eron derrotados por el ejército real en Villalar, a camino entre Toro y Tordesillas, el lluvioso 23 de abril de 1521. Juan de Padilla, Pe- drolaso, y otros, partieron su vida en la intentona. Entre estos está David Bocanegra, ejecutado dos días después de tan inicua derrota. Los Bocanegra habían conspirado en vor de los comuneros desde el inicio de la insurrección. En su lucha, como muchos otros, entrevieron una ocasión de quebrar el monopolio de los grandes y obtener gún privilegio. También anhelaron una corta victoria moral contra quienes tanto daño habían causado a sus antiguos correligionarios. El rescoldo de las proscripciones aún quedaba muy cercano. En los calabozos que los imperiales han impro- visado, David B., primogénito de Miguel, aguda •que llegue el alba del 25 de abril y, con ella, su muerte. Pluma en mano aprieta rioso y vacilante cada palabra sobre el pliego dirigido a su milia. El secreto del envío lo reenda un sacerdote amigo, converso y sodomita. David se pregunta en la noche; David, firme, interroga el silencio de la prisión. La vorágine que lo consume y separa a su pueblo en nieblas clama al cielo. Pide culpables, no los encuentra. -«En nuestra piel llevamos incrustada la amenaza de la miseria y la culpa»-. Piensa en sús hijos, las lá- grimas se agolpan en sus ojos. Con amargura inútil anota: «errantes en esta vida y en la otra, ¿somos justos nosotros? Tampoco lo creo». Al filo de la aurora su escritura corre desesperada: «mis des- cendientes verán arrastrarse tu corona sobre el vientre, vosotros os lleváis mi última bendición que es maldición» (Esau lloraba). Los verdugos· y los soldados se aprestan a reco- ger al reo. David, escéptico, contra el tragaluz, imagina pronunciar: «fatuos vencedores, partici- pamos todos en la comedia de lo aparente, nues- tros papeles ya han sido repartidos». Pero los libros sagrados invaden su memoria. Dijo Yavé a Abraham: «y mdeciré a los que te maldigan». «Como pájaro vago y como golondrina que vuela es la imprecación sin motivo, no se cumple». «Cuando el impío maldice a su enemigo, se mal- dice a sí mismo». David ya siente los pasos de sus ejecutores en el corredor. Se retracta, la tinta duda, las ideas se agolpan (tengo más hidalguía que vosotros, sé morir con los ojos abiertos y sin mojarme), bajo la firma seca corrige: «Mis des- cendientes también verán tu corona levantarse
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Los Cuadernos Inéditos

UNA LECCION DE

HISTORIA REBELDE O

ECHALE GUINDAS AL

PAVO

José Tono Martínez

E1 texto que ofrezco al lector es fruto de una palabra, un sueño y un hallaz­go. La palabra es Bocanegra: la histo­ria de una familia o, mejor, la de un

pliego .. El sueíj,Ó es uno mío soñado despierto, la búsqueda de uha intuición. El hallazgo es el con­texto, lbs detalles que sumados nos proponen existencias.

En 1478 el Papa Sixto IV instituye el tribunal del Santo Oficio a instancias de los Católicos Re­yes, Isabel y Fernando. Los judíos, los moriscos y los protestantes, más tarde, son marginados o per­seguidos con feroz insistencia. En 1492 se le ofrece al primer grupo una alternativa fatal: el bautismo cristiano o el exilio. Los que se quedan, cristianos nuevos, se ganan el calificativo de ma­rranos, palabra que puede derivar de «ruaran atha», equiparable a anatema pero que, en reali­dad, en arameo significaba «el señor ha venido». Los brillantes judíos sefarditas, sabios, audaces y renombrados dentro de la familia judía europea, creadora, un ejemplo baste, de la recopilación ca­balística del Zohar (Misés Sem-tov de León, S. XIII), oscilarán en los siglos inmediatos entre el auto de fe y la integración fanática, entre la se­creta práctica y el recuerdo (¿rencor?) más o me­nos honroso. Finalmente· acabarán diluidos en el variado caudal del mesticismo.

Los Benara no habían destacado en campo al­guno, mercaderes de baja posta, comerciaban pa­ños y telas con Sevilla. De origen mediano y con­fuso, radicaban en la aljama de Valladolid. En 1495 aceptaron el bautismo cristiano y adoptaron, a fuertiori, el nuevo apellido de Bocanegra. Pre­sumiblemente no debido a paladar lobuno sino a las supuestas muchas blasfemias proferidas en su tenebroso pasado. El nombre del patriarca fami­liar, Aarón de Benara, se trocó en el ortodoxo Miguel Bocanegra.

Los Bocanegra no aspiraban a la nombradía, lo cotidiano les atrajo. La fuerza de su fe y el fervor de su sangre pronto se atemperaron. Los , años trajeron otros reyes, España, en poco tiempo, se hizo un gran imperio. El mucho oro, como en el cuento de Midas, se hizo agua de borrajas. En 1517 el Cardenal Arzobispo de Toledo,.Cisneros, deja el poder en manos del monarca Carlos, un habsburgo edu(i:ado en Flandes y que apenas com­prendía castellano. El reino se vio abatido por nombramientos de extranjeros, peticiones desafo­radas de dinero que. satisfacían intereses imperia-

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les y ajenos al uso austero de Castilla, que veía sus propiedades hipotecadas a Bancas foráneas y sus maravedís y escudos consumidos en festejos y sobornos hasta entonces ignorados en estas recias tierras. Al poco la resistencia se acrece en las ciudades y, amparados en la legalidad de la Reina Madre Juana, recluida en Tordesillas, los rebeldes establecen comunidades en diversas villas.

No pretendo narrar las vicisitudes de esta gue­rra por todos conocida. Tras diversos combates y escaramuzas los comuneros, desalentados, sin es­trategia, fueron derrotados por el ejército real en Villalar, a camino entre Toro y Tordesillas, el lluvioso 23 de abril de 1521. Juan de Padilla, Pe­drolaso, y otros, partieron su vida en la intentona. Entre estos está David Bocanegra, ejecutado dos días después de tan inicua derrota.

Los Bocanegra habían conspirado en favor de los comuneros desde el inicio de la insurrección. En su lucha, como muchos otros, entrevieron una ocasión de quebrar el monopolio de los grandes y obtener algún privilegio. También anhelaron una corta victoria moral contra quienes tanto daño habían causado a sus antiguos correligionarios. El rescoldo de las proscripciones aún quedaba muy cercano.

En los calabozos que los imperiales han impro­visado, David B., primogénito de Miguel, aguarda •que llegue el alba del 25 de abril y, con ella, sumuerte. Pluma en mano aprieta furioso y vacilantecada palabra sobre el pliego dirigido a su familia. Elsecreto del envío lo refrenda un sacerdote amigo,converso y sodomita.

David se pregunta en la noche; David, firme,interroga el silencio de la prisión. La vorágine quelo consume y separa a su pueblo en nieblas clamaal cielo. Pide culpables, no los encuentra. -«Ennuestra piel llevamos incrustada la amenaza de lamiseria y la culpa»-. Piensa en sús hijos, las lá­grimas se agolpan en sus ojos. Con amargura inútilanota: «errantes en esta vida y en la otra, ¿somosjustos nosotros? Tampoco lo creo». Al filo de laaurora su escritura corre desesperada: «mis des­cendientes verán arrastrarse tu corona sobre elvientre, vosotros os lleváis mi última bendiciónque es maldición» (Esau lloraba).

Los verdugos· y los soldados se aprestan a reco­ger al reo. David, escéptico, contra el tragaluz,imagina pronunciar: «fatuos vencedores, partici­pamos todos en la comedia de lo aparente, nues­tros papeles ya han sido repartidos». Pero loslibros sagrados invaden su memoria. Dijo Y avé aAbraham: «y maldeciré a los que te maldigan».«Como pájaro vago y como golondrina que vuelaes la imprecación sin motivo, no se cumple».«Cuando el impío maldice a su enemigo, se mal­dice a sí mismo». David ya siente los pasos de susejecutores en el corredor. Se retracta, la tintaduda, las ideas se agolpan (tengo más hidalguíaque vosotros, sé morir con los ojos abiertos y sinmojarme), bajo la firma seca corrige: «Mis des­cendientes también verán tu corona levantarse

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enhiesta de la nada y de la ceniza. Acepto que la maldición caiga sobre mí. Acato la desdicha como honra. Es la pluma de mi pecho errante la que

, esto dicta. Quien con fe lea este pliego tres veces verá hacerse realidad lo escrito».

El último trecho del desafiante David fue oscu­recido por los años. Los lustros romaron las cóle­ras. Muchos judíos practicaron su tradición ocul­tamente. Los Bocanegra, no. Pronto quisieron ocultar su pasado recluidos en su labor y ajenos a lo notorio. Unos fueron comerciantes, otros, en­traron en el clero. Con el paso de los siglos se dividieron en varias ramas, pero siempre de pri­mogénito a primogénito se transmitieron su origen y aquel pliego apenas leído y apreciado.

El �iglo XVIII hizo que algunos Bocanegra se preocuparan por la cultura. Hubo algún pintor, algún profesor, muchos aventureros. Anotamos que la entrada del S. XIX hizo que uno de ellos exclamara en una taberna de Madrid, entre vino y naipes: «allí donde esté la chanza, allí está mi patria», para general alborozo de los contertulios. Este siglo cambió muchas cosas; los Bocanegra, por ejemplo, se preocuparon por la política. En general fueron constitucionalistas, participaron en logias masónicas y en los numerosos pronuncia­mientos y motines de la época. Como tantos otros

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se creyeron en posesión de la verdad en diversas ocasiones y no dudaron en demostrarlo apoyando su empeño con la vida.

Entretanto el vetusto pliego había perdido su vigor y la color. En realidad, nadie se reparaba en él. Los últimos Bocanegra se habían limitado a trasmitir un menguado relato, un pliego, y un par de Biblias viejas que conservaban en una arqueta. No habían tirado esas pertenencias porque no te­nían razones para hacerlo, no las habían vendido porque no tenían valor monetario. Romper la cos­tumbre exige más razonamientos que mantenerla. Como buenos liberales, consideraban superstición ese vago relato que hablaba de un origen oscuro y de una maldición.

El último en posesión de este escrito se llamaba Juan Bocanegra. -Había sido un ferviente liberal en su mocedad y asiduo polemista en las sociedades patrióticas. Su cultura la formó entre los enciclo­pedistas. Sabía quién era Comte y sintió su ánimo positivista hasta el punto de llegar a los puños en diversas ocasiones.

Para 1865 Juan Bocanegra presentaba un as­pecto diferente. La vida le había zarandeado, al­guna pesquisa discursiva se había cobrado algún diente. Era un escéptico, tenía cuarenta y tres años, su mujer le había dejado viudo hacía diez. Y también tres vástagos gritones. Por la tarde se encerraba en su lectura y de cuando en cuando componía algún verso.

Mientras, la corona de Isabel II bogaba de ca­marilla en camarilla, Narváez, O'Donnell, banca­rrota, crisis. Esta reina lujuriosa se había mere­cido el desaprecio de su pueblo. El 10 de abril de este mismo año los estudiantes se lanzaron a la calle en defensa de Emilio Castelar, que había sido privado de su cátedra por un artículo publi­cado en «La Discusión», donde protestaba contra ciertos bienes con destino real. La Guardia Civil cargó sable en mano contra la multitud. Se produ­jeron muertos y heridos en lo que se llamó la noche de San. Daniel. Entre estos últimos conta­mos a dos hijos de Juan B. Fue un primer aviso.

Los disturbios conti'nuaron, cayeron gobiernos y subieron otros aún más incapaces. El descon­tento creció. En la madrugada del 22 de abril de 1866 los sargentos se hicieron con el poder del Cuartel de San Gil. Ocuparon calles y buena parte del pueblo madrileño les ayudó a levantar barrica­das de defensa. El general Serrano se sumó al bando real y junto a O'Donnell sofocaron el levan­tamiento. La refriega fue intensa, duró toda la noche y dejó muchos muertos en la calle. Entre ellos los dos hijos mayores de Juan, unidos desde el primer tiro al bando de los sargentos. Sesenta y seis de estos fueron fusilados días después. Los gobiernos de Isabel II entraron en un ciclo de represión generalizada.

Juan B. se abatió en el encierro y la melancolía. Un día que ordenaba unos estantes recordó el pequeño arcón que contenía las Biblias y el pliego. Arrancó los sellos y leyó el texto. Veloz, ligó trazos del relato familiar con lo escrito. Lenta-

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mente comenzó a urdir su venganza. Su formación ilustrada se negaba a admitir la certeza de esa maldición, su corazón, en cambio, borraba rémo­ras. Durante meses se debatió en el ring de la duda.

Entró el año de 1867. Juan estaba totalmente decidido. Las reticencias habían sido vencidas por la desesperación de su declinar, por haberse ofus­cado de tanto pensar el tema, por el deseo de vengar a sus hijos, y por el alcohol. Su fe en el pliego se la habían brindado la ira y el porrón. El 22 de abril, aniversario de la muerte de sus hijos, Juan leyó el pliego tres veces en la solemnidad de la noche.

Ese año no sucedió nada. Al año siguiente, Juan repitió la triple lectura en la misma fecha. El pliego no decía nada de plazos, simplemente, que el mismo que viera hundirse la corona, la vería levantarse. Seré breve en lo que todos conoce­mos. En septiembre de este mismo año la escua­dra se levantó en Cádiz al grito de « Viva España con honra». El general Prim y el brigadier Juan Topete sublevaron otras ciudades. Los días co­rrieron y también la insurrección. Cataluña se re­beló contra el Capitán General Pezuela, Conde de Cheste: Las armas reales fueron derrotadas en Novaliches el 29 de septiembre. El pueblo de Ma­drid y los Voluntarios de la Libertad tomaron la ciudad al son del Himno de Riego. Isabel II, vera­neante en San Sebastián, cruzó el Bidasoa.

Las Cortes ofrecieron la Corona con profusión entre presiones nacionales y extranjeras. Al fin la aceptó el Duque de Aosta, Rey de España por tres años con el nombre de Amadeo I. El 11 de febrero de 1873, Amadeo abdica entre la incomprensión de sus ciudadanos y el aislamiento a que le some­ten los grandes nobles, impulsados por Cánovas del Castillo. Las Cortes proclamaron una efímera l.ª República, que en un año de duración tuvocuatro presidentes: Figueras, Pi, Salmerón y Cas­telar, impotentes junto a revoltosos y conspirado­res.

El 3 de enero de 1874 el general Pavía disolvió la Asamblea Nacional, metiendo las tropas en las Cortes en medio de los gestos indignados y el desconcierto de los parlamentarios. La monarquía no tardó en renacer. Tras un gobierno de orden Sagasta-Serrano, un nuevo pronunciamiento, 30 y 31 de este enero, hizo Rey al príncipe Alfonso de Barbón.

Juan B. asistió a estos hechos con la seguridad del jugador que conoce las cartas ajenas, con la sonrisa del demiurgo corroborado en su prodigio. Sus hijos podían reposar tranquilos, la monarquía se recuperó pero a un alto precio. Fue feliz, no tanto por ver la venganza cumplida como por sa­berse propietario de un secreto tan inmenso.

En aquel enero Juan B. hizo tres cosas: l. Se aplicó en un texto explicando la causa real del advenimiento de la República y de tanta turbulen­cia. 2. Bebió mucho, raro era el día que no termi­naba hipando en el sofá. Entre trago y trago filo-

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sofó con deleite -¡ Qué esquiva es la verdad!, tan­tos historiadores y políticos devanándose los se­sos con esta o aquélla razón, y sólo soy yo el responsable de tanto desafuero. ¡ Cómo la realidad se oculta en máscaras y qué vanos son nuestros intentos para llegar al corazón!-. 3. Se confió a su tercer hijo, el benjamín del espíritu, amonestán­dole de guardar el mayor secreto de lo referido.

Leocadio escuchó en silencio el fárrago apasio­nado de su padre. Con escepticismo natural y descreimiento, hundió las frases en su memoria y guardó los pliegos en una consola. Juan B. no vivió muchó más. El alcohol, la soledad de su verdad incomunicable, los recuerdos y, por fin, una apoplejía, le ayudaron a vestir su último traje negro. Con un reloj de plata en el bolsillo del chaleco inició su viaje soterraño en un lecho del Cementerio Civil.

Estamos en el año de 1930. El día, 30 de enero. Tras seis años de dictablanda el jerezano bulli­cioso, Primo de Rivera, abandona el Ministerio Universal, a causa de un mareo repentino y des­pués de escribir unas notas que «podían salvar el país». El Rey Alfonso XIII descansa feliz el nuevo encargo de gobierno en las manos del general Dá­maso Berenguer. La población festeja el suceso en la calle y con vino. Para variar.

Así pues de ese 30 de enero de 1874 que dio la corona a Alfonso XII, a este 30 de enero en que Alfonso XIII inicia su declive, transcurren cin­cuenta y seis años. Leocadio Bocanegra tiene se­tenta y seis, dos hijas y dos yernos en con-viven­cia, y una gripe arrastrada desde los años de la epidemia porcino-española. Su descreimiento es ahora misoneísmo; su escepticismo, amargura y desatino. Apenas habla, apenas recibe visitas, sólo deja su cama lo indispensable: tres genufle­xiones diarias junto a la bacinica, alguna partida de damas con su nieto, y un paseo la mañana del domingo, si hace bueno, mientras le cambian las sábanas y le airean el cuarto.

Todos coinciden: el abuelo no durará mucho (una pena que encierra una satisfacción). Leoca­dio, junto al espejo, también coincide. Hoy, 30 de enero, Leocadio ha llorado. No lo hacía desde muchos años atrás, desde aquella mañana de pri­mavera que se llevó a Teresa, hace cerca de vein­ticinco años. Durante horas, como si fuera a mo­rir, frente al espejo, rememora su vida, su juven­tud, su decadencia. A su memoria acudieron días y tardes de las que ignoraba el año (en los años diez, en los veinte, ¿o fue en el otro siglo?), acu­dieron rostros y nombres sin apellidos, muecas sin filiación. A veces el teatro era mudo, a veces eran sombras las que vociferaban en su oído. Tras una risa se le apareció su padre, sus andanzas, su cara ebria y exaltada como nunca aquel día de los pliegos.

¡ Los pliegos! Los pliegos fueron una revelación. Con avidez · consumió los minutos que su nieto tomó en bajar ese cofrecillo mohoso del desván, y con avidez leyó, releyó, y maquinó un desquite

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contra sí, contra lo que fue, contra la ambición de su familia, contra todo. El anciano escéptico creyó en unos papeles centenarios. Como la mosca se zambuye en la miel, con el dulzor que lª llevará a la muerte, así se aferró Leocadio Boca­negra a los pliegos. No podía perder un minuto. Ramón y Cajal no-�le hubiera pron</)sticado unos meses de vida y el texto le prorn,_etía ver la caída de la corona y su ··renacer: cuestión no de poco tiempo.

Leocadio se dispone al almuerzo, sufre un vahído. Correteo y alarma, llamadas al médico. Leocadio es llevado a la cama, a gritos expulsa a su familia, cierra la puerta, casi desde el suelo, dolorido, alcanza el cofre: desfallece: se re_cupera: con el corazón revolucionado lee en voz alta y quejumbrosa tres veces el pliego mientras sus yernos golpean la puerta y sus hijas lloran. Una página de la historia de España la ha firmado un moribundo. Leocadio, recuperado, se dirige a la puerta, es otro, el de antes abre con fuerza y un grito de amenaza alela el pasillo: ¡ Me dejaréis tranquilo alguna vez! Vivís en mi casa y os man­tengo y aún queréis matarme con vuestras imper­tinencias. El gato, la criada, el médico, el vecino de arriba, los porteros, los yernos, las hijas, los nietos, enmudecen. Leocadio B. concluye: -tengo un apetito_ voraz-.

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Como desde el palco asistió Leocadio a una escena recorrida por una ilusión teñida en rojo. El Pacto de San Sebastián, la rebelión de Jaca y las municipales de abril·, fueron el primer acto de una tragicomedia urdida para salvar la dignidad de un solo hombre. (Si se salva uno: ¿se salvan todos?). Los Bienios fueron un entremés dirigido con do­lor. Leocadio, republicano, sabía en qué había de parar todo. El, íntimamente culpable, soñó en vano oponerse al irremediable destino. Cartas arrebatadas escribió a Alcalá-Zamora, a Azaña, a Prieto, a Largo Caballero, a Ortega y Gasset. Ofreció pruebas, previno, amenazó. Todo inútil. Nunca recibió una respuesta, nadie prestó oído a su testimonio.

La República comenzó a navegar en marea cre­cida. Leocadio, huraño, octogenario, y con una salud pasmosa, se dio a la bebida. Su amargura ahora ya no tenía el consuelo de lo fortuito. Era consciente de ser el autor de ese libreto san­griento. Para los demás fue un chocho etílico y parlanchín. Todos los preparativos de la matanza los supo premeditados. Jamás pensó que el rena­cer monárquico fuese tan terrible. Jamás unos años de vida provocaron tanta muerte.

El 18 de julio de 1936 Leocadio se ahogó en lágrimas. El 19 de julio se ahogó en coñac. El 20, quiso acal;,ar con su vida: una remota posibilidad contra lo fatal afloró. Un término de la maldición no se cumpliría: él no vería establecerse el nuevo estado. «Tal vez -pensó, con cierta lógica-, si rompo la maldición en una parte, se hunde toda». Cuando se dirigía -maravillado- a la ventana de su cuarto, una súbita parálisis lo derribó. A gritos rogó que lo arrojaran al vacío. A nadie pudo con­vencer de que así se salvaría la República. En cambio convenció a todos de su locura.

En cama, resignado, dormido o ebrio, prisio­nero en su artificio, incapaz de olvidar, vivió el último acto de la guerra. Ni la botella ni la religión le dieron descanso. No podía creer en un juicio final quien a sus espaldas cargaba miles de muer­tos. Preferible, deseable, era el final absoluto. La última resistencia republicana fue quebrada por la junta del general Casado. El 28 de marzo de 1939, agónico, pidió que lo llevaran junto a la ventana. Allí, con el pliego en la mano, Leocadio Bocane­gra vio cómo el ejército insurgente ocu- epaba la capital. Allí, ya sin pena, enco-gido, con una brisa que pasaba, expiró.

P.S. Desde entonces cuarenta y tres veces el otoño

ha derribado las hojas. El pliego 'y la arqueta están en mis manos. Tengo el poder, pero me falta el convencimiento y la fe para convocarlo. ¿Cuál será el azar -pues somos débiles- que un día me proponga esa audacia?


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