Universidad Autónoma MetropolitanaUNIDAD IZTAPALAPA
DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADESDepartamento de Filosofía
COORDINACIÓN DE FILOSOFÍA
Cultura e imaginarios políticos:un ensayo de análisis conceptual
TESINA QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE LICENCIADO EN FILOSOFÍAPRESENTA:
Alfredo Echegollen Guzmán
ASESOR: DR. JESÚS RODRÍGUEZ ZEPEDA
Marzo de 2003
Índice
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
Capítulo I. CULTURA Y TEORÍAS DE LA CULTURA . . . . . . . . . . . . . . . . . .4
Cultura y teoría social: ¿regreso sin gloria? . . . . . . . . . . . . . . . . . . .4
El impasse de la teoría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
Análisis cultural: la trama y la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15
Recapitulación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .33
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Capítulo II. LA TRANSFIGURACIÓN DEL DEBATE TEÓRICO:DE LA CULTURA POLÍTICA A LOS IMAGINARIOS POLÍTICOS . . . . . . . . .40
De la cultura cívica al imaginario político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .42
Imaginarios políticos en América Latina: claves y tramas . . . . . . . .54
Interrogantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .63
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Capítulo III. CULTURA E IMAGINARIO SOCIAL:ENTRE LA FILOSOFÍA DE LA CULTURA Y LA FILOSOFÍA POLÍTICA . . . . . 68
La cultura como objeto de reflexión filosófica:de lo simbólico a lo imaginario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .70
Lo imaginario social: instituido e instituyente . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
La invención de lo político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
Epílogo: CULTURA POLÍTICA, IMAGINARIOS E ITINERARIOS . . . . . . . . . . .93
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
INTRODUCCIÓN
En el caso del trabajo de reflexión, quitar los andamiajesy limpiar los accesos al edificio, no solamente no aporta
nada al lector, sino que le quita algo esencial. Contrariamentea la obra de arte, no hay aquí edificio terminado y por
terminar; tanto como, o más que, los resultadosimporta el trabajo de reflexión, y es quizás eso
sobre todo lo que un autor puede hacer ver,si puede hacer ver algo. […] Pensar no es construir
catedrales o componer sinfonías.La sinfonía, si la hay, el lector debe crearla
en sus propios oídos.
CORNELIUS CASTORIADIS
El filosofar en torno a la política es ya desde hace mucho parte de los discursos
“consagrados” que constituyen el legado intelectual y espiritual de Occidente. Fuente de
inspiración a la vez que de debates eruditos, guía de la elaboración teórica de diversas
disciplinas al igual que pauta moral que orienta la deliberación pública en distintos ámbitos,
el discurso filosófico en torno a la política discurre hoy día en el ámbito académico, sobre
todo en nuestro país, acantonado en las modalidades y estilos que han ganado —algunos de
ellos a pulso— carta de ciudadanía en la República de las Ideas. La filosofía política es
entonces también parte de ese discurso normalizado —como le llamaba Francisco
Romero— y estabilizado que apuesta a su perennidad a base de la recurrencia.
Los ejes temáticos del filosofar político en el interior de nuestra academia aparecen
así como caminos predeterminados: desde la imprescindible lección de los clásicos
aparejada a la triple pregunta por la optima res publica, el fundamento de la legitimidad y
la obligación políticas, y la esencia de lo político, formuladas por Bobbio; hasta el análisis
conceptual y las reconstrucciones de orden lógico-semántico de las teorías sobre lo político
2
propugnado por las tendencias analíticas; pasando por la elaboración sistemática de
argumentos trascendentales y/o normativos sobre la justicia, la facticidad, y la validez en
sociedades “bien ordenadas” bajo los principios del Estado de derecho, y por los vértigos
argumentativos de las teorías contemporáneas sobre la democracia, que, queriéndolo o no,
han contribuido a la proliferación de adjetivos —procedimental, sustantiva, deliberativa,
radical, participativa, compleja, paritaria, y los etcéteras que se acumulen esta semana—
para una democracia cuyo ideal se nos planteaba no hace mucho como una “sin adjetivos”.
En este contexto de ideas y debate, no es muy común que un estudiante de filosofía
se plantee la tarea de iniciar una reconstrucción crítica de un concepto “comodín” que es
frecuentemente invocado en los ámbitos de la ciencia y la sociología políticas, de la
antropología y los estudios culturales, y en general de la discusión pública sobre los
avatares de una transición política que ha dado un fruto espectral, y que vuelve a poner
sobre la mesa el papel que los valores, las costumbres, las mentalidades y representaciones
colectivas, en suma, el rol que los imaginarios políticos juegan en los momentos de cambio
político: ya sea como factores desencadenantes o catalizadores, ya sea como lastre al
cambio, ya sea como mero trasfondo ideológico con escasa incidencia real en las estrategias
de los actores de carne y hueso y en la dinámica del contexto social de los cambios. Un
concepto tan cargado de ambigüedades y opacidades semánticas, polisémico y
problemático, tan envuelto en la polémica, parece muy lejos de los jardines epicúreos en los
que se debaten con parsimonia las sublimes y “grandes cuestiones” de la filosofía política.
Pero es mi convicción, y así trataré de mostrarlo, que justamente la discusión de un
concepto tan “mundano”, tan arraigado a las bizantinas y prosaicas —para muchos
filósofos— polémicas de las ciencias sociales, esas “hermanas pobres” de la filosofía,
puede acercarnos a un replanteamiento sobre el estatuto mismo de lo político, e incluso
3
orillarnos a replantear las relaciones entre la cultura, lo político y el filosofar en general, al
tiempo que nos permite apreciar un particular punto de inflexión y de “cruce de caminos”
entre áreas del filosofar que tradicionalmente se presentan y se enseñan como
compartimientos estancos. En efecto, estoy convencido que en el concepto de cultura
política la filosofía de las ciencias sociales, la filosofía política y la filosofía de la cultura
tienen un “nudo problemático” en el que se cifra una parte importante de su relevancia e
inteligibilidad como discursos filosóficos especializados, y que incluso el intentar un
mínimo esclarecimiento de las complejas relaciones entre la cultura, lo político y el
filosofar no deja incólume la concepción tradicional de la filosofía, y levanta de nuevo
interrogantes en cuanto a su naturaleza, métodos, haberes y saberes.
A fin de aproximarme a la discusión de estos tópicos, en lo que sigue abordaré, en el
primer capítulo de esta tesina, algunos de los hitos clave en la teorización sobre la cultura
en las ciencias sociales —especialmente en la sociología y la antropología—, a fin de
iluminar, desde un conjunto de consideraciones epistemológicas y críticas del filosofar en
torno a las ciencias sociales, la discusión desplegada en el segundo capítulo acerca del
concepto de cultura política, dejando para el tercer y último capítulo la recuperación del
horizonte propiamente filosófico de esta discusión, en la que se entrelazan las temáticas y
motivaciones de la filosofía política, la filosofía de las ciencias sociales, y la filosofía de la
cultura, al tiempo que se atisba un replanteamiento de la naturaleza misma del filosofar. No
me queda sino advertir, adhiriendo a la cita de Castoriadis que aparece como epígrafe, que
lo único que aspiro a mostrar aquí es precisamente el trabajo de la reflexión, en la cual se
juegan, sin embargo mi ser y circunstancia.
CAPÍTULO I.CULTURA Y TEORÍAS DE LA CULTURA
Las teorías son redes: sólo quien lance cogerá.NOVALIS
CULTURA Y TEORÍA SOCIAL: ¿REGRESO SIN GLORIA?
En diversos ámbitos de las ciencias sociales y las humanidades se puede constatar, desde
hace poco más de dos décadas, un fenómeno digno de atención: la cultura, como tema de
investigación y debate académico “está de regreso”. Tras un periodo de relativa ausencia y
“oscuridad”, que en el caso de las ciencias sociales en nuestro país abarca desde fines de la
década de los ’60 y casi toda la de los ’70, el interés por el abordaje y la discusión teórica
en torno a los fenómenos culturales ha experimentado un auténtico aggiornamento, dejando
atrás la tristemente célebre “condena del culturalismo”, que se articuló en torno a factores
como: el predominio de un marxismo dogmático y fuertemente esquemático en los medios
académico e intelectual del país, con el consecuente desprecio por las cuestiones
“superestructurales”; la fascinación —en el caso de la práctica antropológica, y en menor
medida en los estudios sociológicos— por el campesinado como sujeto privilegiado de
estudio y la expectativa mesiánica en su “potencial revolucionario”; y la repulsa, a veces
irracional y automática, que en los ámbitos de la ciencia y la sociología políticas (aunque
también en la antropología) se manifestaba contra el término “cultura”, habitualmente
asociado con el funcionalismo y el estructural-funcionalismo estadounidenses, todo ello en
una época marcada por la emergencia y la creciente fuerza de las teorías de la dependencia,
las teologías y filosofías de la liberación como manifestaciones “autóctonas y autónomas”
5
de un logos regional latinoamericano que, se decía, salía al fin de su marasmo y
“dependencia teórica” con respecto a la racionalidad discursiva hegemónica del mundo
europeo y anglosajón.1
En el ámbito más amplio de las ciencias sociales a nivel internacional, también se
dio tal fenómeno de reflujo en el interés y desarrollo del análisis cultural, que experimentó
un auténtico “movimiento de recuperación” que fue creciendo a lo largo de la década de los
’80, y que significó, parafraseando a Theda Skocpol, un “retorno de la cultura a un primer
plano”.2 Este “giro cultural” en las ciencias sociales, se explica, según Robert Wuthnow y
Michael Witten, con base en un complejo causal de cinco factores: a) el evidente aumento
del “malestar en la teoría”, o con el estado de la “ciencia normal” en la sociología y la
ciencia políticas; b) el interés suscitado desde los años sesenta en el análisis marxista —con
una fuerte presencia del pensamiento de Gramsci— en torno a las cuestiones relacionadas
con la ideología, la legitimidad, y la hegemonía; c) el “renacimiento” de las sociologías y
antropologías interpretativas y/o fenomenológicas, como respuesta al malestar teórico-
disciplinar mencionado anteriormente; d) la publicación de algunos trabajos especialmente
relevantes en torno a temáticas culturales; y e) no puede soslayarse —si bien no puede
sobredimensionarse— la (re)institucionalización de la sociología de la cultura en el mundo
académico anglosajón, concretamente el estadounidense.3
Tal retorno de la cultura, que aún cusa asombro e incluso molestia a no pocos
científicos sociales “ortodoxos”,4 hace aún más enigmáticas las causas de su ausencia, toda
vez que el estudio y análisis de la cultura ocupó un lugar destacado, e incluso un rol
“constituyente” en la emergencia y conformación tanto de la sociología como la de la
antropología. En efecto, los nombres y obras de los padres o “héroes” fundadores de estas
disciplinas —Weber, Durkheim, Tylor, Morgan, Frazer y Spencer, entre los más
6
destacados— parecen ser inseparables tanto de la preocupación por un estudio
comprehensivo y abarcante de las realidades sociales, como de los rasgos de identidad de
los discursos científicos de ambas disciplinas. Si bien no es mi objetivo profundizar en la
indagación de las causas de tal “desvarío”, cabe al menos retomar lo que apunta María Luz
Morán como elemento (parcialmente) explicativo de tal abandono de la cultura como tema
central de investigación, en el caso de la sociología: “[…] en un momento determinado,
como consecuencia fundamentalmente de la crítica a la sociología de la cultura de carácter
funcionalista, y en concreto, a la teoría ‘parsoniana’, la cultura se convirtió en una categoría
residual en el análisis sociológico”,5 y en el mismo sentido destaca la aseveración de
Richard Wilson, quien asegura que “todo el mundo sabe que [la cultura] es importante, pero
se utiliza únicamente como modo de llenar las lagunas que quedan después de un análisis
más duro”.6
De lo anterior se derivarían el descuido en las elaboraciones teóricas en torno a la
cultura, y el estado precario que al respecto denuncia en forma elocuente Margaret Archer:
[…] el análisis cultural está rezagado: a decir verdad, en general parece ser el pariente pobredel análisis estructural: a los efectos de la descripción, hay una notoria falta de “unidades”descriptivas culturales, y a los de explicación, la cultura oscila violentamente entre ser lavariable más independiente en algunas teorías a convertirse en la variable pasivadependiente de otras.[…] La conceptualización de la cultura es extraordinaria en dos aspectos: ha exhibido eldesarrollo analítico más débil entre todos los conceptos clave de la sociología y hadesempeñado el papel más alocadamente vacilante dentro de la teoría sociológica.7
De modo que el retorno de la cultura al primer plano del interés teórico en disciplinas como
la sociología —y ello se podría hacer extensivo sin mayor violencia a la ciencia política, y
en alguna medida a la antropología—8 al parecer representa el regreso a un campo en
ruinas; devastado por los efectos del rezago analítico y las violentas oscilaciones
metodológicas que lo han sacudido, y que han minado la plausibilidad de una construcción
7
teórica sólida anclada en consensos categoriales mínimos con base en los cuales se proceda
a un desarrollo temático y heurístico que aproxime siquiera al análisis cultural al estadio de
paradigma científico respetable.9 Paradójicamente, en este campo el único consenso tácito
que parece privar es en torno a los problemas teórico-conceptuales que persisten, entre los
que Morán destaca: a) no se cuenta con una definición común de cultura capaz de suscitar
el acuerdo de un número “significativo” de estudiosos, de modo que el concepto de cultura
sigue corriendo el riesgo de convertirse en un “cajón de sastre” en el que se amontonan, sin
orden ni concierto las entidades más disímbolas y contradictorias; b) sigue abierto el debate
en torno a la objetividad o subjetividad de la cultura, y sobre el grado en que esta última
sería “científicamente” tratable; c) gran parte de la literatura sociológica, politológica, y
antropológica se ha producido en el seno de un debate de carácter “estrictamente
filosófico”, cuya pertinencia y aplicabilidad empíricas dejan no obstante que desear; d)
persisten amplias y profundas dudas en torno al status de las ideas, los valores y otros
conceptos centrales para el análisis cultural; y e) existen muchas interrelaciones —por no
hablar de confusiones— en el interior de los estudios culturales entre estilos metodológicos
y presupuestos teóricos y metateóricos muy dispares.10
Tal estado de cosas, torna obviamente problemática, cualquier propuesta de
teorización en torno a la cultura desde cualquier disciplina que se quisiera acometer tal
empresa, y en particular, anticipa las dificultades que amenazan a cualquier ejercicio de
reconstrucción conceptual de la categoría de cultura política, que es el objeto de esta tesina.
No obstante, y lejos del afán de aproximarme siquiera a un tratamiento exhaustivo de la
problemática anteriormente perfilada, me parece posible ensayar parcialmente tal
reconstrucción a partir de la recuperación de algunos de los principales hitos del debate
teórico en torno al concepto de cultura en las ciencias sociales, con base en la cual sea
8
posible replantear la conceptualización de la cultura política en una dirección novedosa, y
tal vez fecunda; a la vez que dichas recuperación y reconstrucción permiten la
configuración de una problemática que rebasa el ámbito propio de la teorización en las
ciencias sociales y apunta necesariamente hacia una discusión más propia de la filosofía
política y la filosofía de la cultura, que tienen —al igual que la filosofía de las ciencias
sociales, desde cuya óptica se traza aquella incipiente recuperación del debate teórico en
torno a la cultura en general— en el concepto de cultura política un auténtico “cruce de
caminos”, que lamentablemente padece también del descuido por parte de la mayoría de los
cultivadores de dichas formas del filosofar. En el presente capítulo abordaré entonces la
mencionada recuperación de los principales ejes del debate teórico en torno al concepto de
cultura, con el fin de configurar un panorama teórico que sirva de contexto discursivo al
tratamiento más específico de la cultura política en el segundo capítulo, y con miras a
recuperar, en el tercer y último capítulo, la relevancia para la discusión filosófica de las
teorizaciones sobre la cultura en general, y sobre la cultura política en particular, que
privilegian la dimensión simbólica de la misma, esto es, el estatuto de lo imaginario.
EL IMPASSE DE LA TEORÍA
Durante mucho tiempo, parecía una verdad de Perogrullo afirmar que el ser humano es un
“ser cultural”, esto es, que lo que lo distingue de los demás animales evolucionados es
precisamente su capacidad para trascender sus cualidades y habilidades adaptativas, y
generar más bien los cambios que requiere para hacer de su entorno físico y biológico su
morada, su mundo. Esto es, se daba por sentado generalmente que la capacidad del ser
humano de adaptar el medio y las condiciones circundantes son lo que lo caracteriza y
eleva por encima de los demás seres vivos. Cuando ante esto se alegaba que también otros
9
animales tienen en alguna medida esa capacidad de adaptar su medio físico —desde abejas
y hormigas hasta castores y aves de distintos tipos, que bien pueden ser llamados animales
“constructores”—, se respondía que la diferencia radicaba en que mientras esos animales
desplegaban dichas capacidades como mera consecuencia del determinismo genético-
ambiental, los seres humanos, en cambio, despliegan las suyas en forma libre y consciente,
trascendiendo así el nivel de la existencia animal, y que además las formas y modalidades
que tal despliegue adquiere son tan variables como las diversas situaciones espacio-
temporales en que cada grupo humano ha interactuado con su medio natural para crear un
mundo propio, esto es, una cultura.
Esta idea ha tenido ilustres defensores a lo largo de la historia del pensamiento
occidental, entre ellos, el propio Marx, quien en un conocido pasaje de su obra capital
afirmaba:
Concebimos el trabajo bajo una forma que pertenece exclusivamente al hombre. Unaaraña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por laconstrucción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo quedistingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero hamoldeado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el procesode trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginacióndel obrero, o sea idealmente.11
A reserva de retomar posteriormente algunas de las aristas más sugerentes —por
polémicas— de este aserto de Marx, cabe destacar que pese a haber sido enunciado en 1867
se habría inscrito sin violencia en el debate antropológico anglosajón de la primera mitad
del siglo XX, cuando se discutía encendidamente acerca de la pertinencia de separar o no —
en el marco de una concepción antropológica de la cultura— el comportamiento de las
costumbres, técnicas, ideas y valores, las cuales podrían ser consideradas como pautas de
comportamiento presentes en cada individuo, y que se dan junto con el comportamiento;
10
esto es, no es el individuo quien construye estos planes, sino que ellos son parte de su
herencia social, de su cultura.12
Uno de los defensores del argumento de la cultura como diferentia specifica, el
ilustre filósofo neokantiano de la cultura Ernst Cassirer, añadía además que aquella
especificidad de la vida social y cultural humana se debía en buena medida a la presencia,
desarrollo e influencia determinante de elementos como el lenguaje articulado, esto es, el
lenguaje proposicional, que se distingue del lenguaje emotivo, del cual se pueden encontrar
abundantes analogías y paralelos en el mundo animal, ya que a través de esta clase de
lenguaje es posible expresar “la rabia, el terror, la desesperación, el disgusto, la solicitud, el
deseo, las ganas de jugar y la satisfacción”, pero carece de un elemento característico e
indispensable en todo lenguaje humano: “signos que posean una referencia objetiva o
sentido”, esto es, afirma Cassirer, “la diferencia entre el lenguaje proposicional y el
lenguaje emotivo representa la verdadera frontera entre el mundo humano y el animal”.13
Cabría considerar en este tenor, que el lenguaje constituyó tempranamente para los
hombres no sólo un medio de comunicación más eficaz y preciso que el que pudiera
desarrollar cualquier otra especie, sino que proveía además la base para la emergencia y
operacionalización de mecanismos de coordinación social de las acciones, sin los cuales el
desarrollo de elementos como la técnica —en tanto ampliación y potenciación funcional de
las capacidades naturales y adaptativas del ser humano a nivel social— habrían sido
imposibles, y, nos dicen, la historia de la humanidad y del planeta habría sido seguramente
otra, al quedar en la incógnita la emergencia y eventual consolidación del ser humano como
especie dominante.
De acuerdo con esta perspectiva, la institución social del lenguaje —y por ende los
mecanismos de coordinación social a los que da lugar— cifra su eficacia y poder
11
constructivo en el hecho de ser parte del dispositivo fundamental a través del cual las
colectividades humanas entablan sus relaciones de interacción con el entorno natural, que el
mismo Cassirer, siguiendo al biólogo alemán Johannes von Uexküll, denomina el “círculo
funcional”, que consiste en el eslabonamiento del “receptor por el cual una especie
biológica recibe los estímulos externos, con el efector por el cual reacciona ante los
mismos”, de modo que, nos dice el filósofo alemán, en el mundo humano encontramos una
característica “nueva” que parece constituir “la marca distintiva de la vida del hombre”, que
Cassirer visualiza así:
Su círculo funcional no sólo se ha ampliado cuantitativamente sino que ha sufrido tambiénun cambio cualitativo. El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un nuevo método paraadaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todaslas especies animales, hallamos en él como eslabón intermedio algo que podemos señalarcomo sistema “simbólico”. Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vidahumana. Comparado con los demás animales el hombre no sólo vive en una realidad másamplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad. (…) ya no vivesolamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, elarte y la religión constituyen partes de ese universo, forman los diversos hilos que tejen lared simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso enpensamiento y experiencia afina y refuerza esta red.14
De acuerdo con esto, el orden total de la cultura —el lenguaje, el mito, el arte, la religión—
pertenece entonces a, o mejor, constituye al universo simbólico, que se convierte así en el
ámbito propio de la vida humana, que no se reduce a su dimensión físico-natural, pero
llama además la atención el que Cassirer concibe la cultura, el universo simbólico, como un
orden general de la mediación de la experiencia humana:
El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad de un modo inmediato; no puede verla,como si dijéramos, cara a cara. En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido,conversa constantemente consigo mismo. Se ha envuelto en formas lingüísticas, enimágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede vero conocer nada sino a través de este medio artificial. Su situación es la misma en la esferateórica que en la práctica. Tampoco en ésta vive en un mundo de crudos hechos o a tenor desus necesidades y deseos inmediatos. Vive, más bien, en medio de emociones, esperanzas ytemores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños.15
12
A partir de estas consideraciones, Cassirer se siente autorizado para “corregir y ampliar la
definición clásica del hombre”, aquella que lo concibe como animal racional, y que pese a
los “esfuerzos” del irracionalismo moderno, nos dice el neokantiano, no ha perdido su
fuerza. El filósofo de Marburgo sigue considerando la racionalidad como un rasgo
inherente a todas las actividades humanas, ya que, insiste, si bien la mitología “no es una
masa bruta de supersticiones”, no es “puramente caótica”, pues posee una forma sistemática
o conceptual, por otra parte, reconoce que sería “imposible” caracterizar la estructura del
mito como racional. En el caso del lenguaje, por otra parte, Cassirer considera que si bien
éste “ha sido identificado a menudo con la razón o con la verdadera fuente de la razón”, tal
definición “no alcanza a cubrir todo el campo”, ya que primariamente el lenguaje no
expresa pensamientos o ideas, sino sentimientos y emociones; y en cuanto al ideal kantiano
de una religión dentro de los límites de la pura razón, Cassirer admite que se trata de “pura
abstracción”. Así, aquella definición del hombre como animal racional expresa más bien un
imperativo ético que una definición con contenido empírico, ya que “la razón es un término
verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su
riqueza y diversidad, pero todas esas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar
de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico”.16
Con lo planeado hasta este momento, alguien podría sugerir que nos podríamos
conformar con esta conceptualización de la cultura, estructurada con base en aspectos
constitutivos como: a) consta de pautas de comportamiento (costumbres, técnicas, ideas y
valores), antes que de comportamientos específicos, de los cuales se distinguen; b) dichas
pautas implican la “materialización” o actualización de elementos ideales, esto es,
imaginarios (de acuerdo con Marx), que al transmitirse (enseñarse, inculcarse) a los
individuos concretos constituyen su herencia social; c) la emergencia, consolidación,
13
permanencia, y eventual transformación o incluso desaparición de dichas pautas que
estructuran a cultura están cifradas en una relación funcional de interacción entre las
colectividades humanas y su entorno; d) dicha ampliación cualitativa del “círculo
funcional” de la vida humana trae aparejada la aparición de una instancia intermedia, que es
a la vez una “nueva dimensión de la realidad”: el sistema o universo simbólico, que se
convierte además en el orden general de la mediación de la experiencia.
Y en efecto, mucho de lo que se hace pasar hoy día por análisis cultural adhiere —
consciente o inconscientemente —a alguna conceptualización de la cultura más o menos
implícita, ya sea este híbrido de la teoría de las pautas culturales17 con una versión sui
generis del funcionalismo18 que enfatiza la centralidad de lo simbólico y lo imaginario, u
otra amalgama conceptual igual de difusa o incoherente, que pudo haber sido armada con la
misma “facilidad” y arbitrariedad con la que aquí se ha hecho. Dicho sea de paso, si bien
bastaron unas cuantas líneas de Marx y de Cassirer para “armar” un modelo conceptual de
la cultura para los fines más diversos, debo aclarar que, además de que tal operación es una
auténtica falta de respeto a dos autores serios y relevantes de la tradición intelectual de
Occidente, llega “demasiado rápido”, y por ende en forma por demás precaria e
inconveniente a un punto que parecería deseable: el énfasis en la dimensión simbólica de la
vida social y cultural del ser humano, que queda no obstante sin mayores anclajes ni
justificación teóricas, como flotando en una nebulosa de ambigüedad e indefinición.
Sin embargo, el ejercicio anterior me parece ilustrativo de lo fácil que es perderse y
enredarse en la “selva de los conceptos” que ha crecido, salvaje y pletórica, dentro de los
márgenes de la creación intelectual y la construcción del logos occidental cifrado en la
matriz cultural de las disciplinas académicas —desde la sociología, la antropología, la
historiografía y la ciencia política, hasta la propia filosofía— que hoy se debaten entre el
14
disenso, la perplejidad, la indiferencia, e incluso la “angustia cartesiana” en torno al
complejo temático y discursivo centrado en la cultura. Esta última imagen —la de la
angustia cartesiana— ha sido magistralmente retratada por Richard Bernstein como una
herencia trágica que la cultura intelectual de Occidente ha recibido del autor de las
Meditaciones:
[…] Descartes’ search for a foundation or Archimedean point is more than a device to solvemetaphysical and epistemological problems. It is the quest for some fixed point, somestable rock upon which we can secure our lives against the vicissitudes that constantlythreaten us. The specter that hovers in the background of this journey is not just radicalepistemological skepticism but the dread of madness and chaos where nothing is fixed,where we can neither touch bottom nor support ourselves in the surface. With a chillingclarity Descartes leads us with an apparent and ineluctable necessity to a grand andseductive Either/Or. Either there is some support for our being, a fixed foundation for ourknowledge, or we cannot escape the forces of darkness that envelop us with madness, withintellectual and moral chaos.19
De modo que, sin dejar de reconocer que detrás de las vicisitudes y extravíos teóricos y
epistemológicos de las ciencias sociales en general, y con respecto al concepto de cultura
en particular, late una angustia más profunda que nos confronta con la visión, acaso con la
experiencia radical del caos, y que ello es finalmente un resorte poderoso que bien puede
estar tras la motivación teórica, cabe no obstante intentar la reconfiguración de al menos
parte de la trama conceptual y la memoria argumental que en torno a la cultura han
construido las ciencias sociales,20 y ello no con la finalidad de obtener “La Teoría” de la
cultura correcta y “verdadera”; ni siquiera una teoría “mejor” que las demás, sino con el
afán de identificar y disponer de algunas herramientas metateóricas pertinentes y útiles para
iluminar la discusión del concepto de cultura política, así como la reflexión filosófica
referente a la cultura y lo imaginario en tanto orden simbólico constitutivo —instituido e
instituyente— de lo social. Cabe aclarar que aquella reconfiguración de parte de la trama
conceptual y la memoria argumental que constituyen la teorización sobre la cultura en las
15
ciencias sociales, es ya un ejercicio metateórico que se inscribe en el discurso de la filosofía
de las ciencias sociales, a partir del cual podemos concebir el quehacer teórico en dichas
ciencias, en primer término, como la confección de una trama o red —no un edificio,
estructura, o sistema— conceptual, dinámica, compleja, heterogénea, contradictoria e
inestable en la que por ende se impone más bien la captación y reconstrucción del sentido
que el mero análisis lógico-formal y algorítmico, y en la cual es fácil perderse; y en
segundo término, como la recolección, administración y preservación de una memoria
argumental, esto es, de los materiales, datos, e incluso fetiches que se han ido construyendo
en torno a los conceptos, así como de las interpretaciones y usos polémicos de los mismos a
lo largo de un desarrollo que reconoce continuidades y rupturas.21
ANÁLISIS CULTURAL: LA TRAMA Y LA MEMORIA
A fin de operar la referida recuperación de algunos hitos cruciales de la trama conceptual y
la memoria argumental referente a la cultura, partiré de un somero análisis de la
problemática epistemológica involucrada, así como de los rasgos definitorios del llamado
discurso científico sobre la cultura, tal como se ha desplegado a través de los aportes de una
constelación de estudiosos y teóricos provenientes fundamentalmente de la elaboración
teórica en la antropología y la sociología. Sin embargo, se impone una tarea previa, que
consiste en la enunciación de un conjunto mínimo de distinciones y especificaciones
terminológicas básicas, en virtud de que el uso y connotaciones de diversos términos clave
en este respecto tiende a ser muy laxo no sólo en los ámbitos empíricos de aquellas
disciplinas, sino incluso en las discusiones teóricas y metodológicas, lo cual ha contribuido
a esa imagen dudosa de crepúsculo conceptual en el que “todos los gatos son pardos”, que
ha caracterizado la discusión epistemológica en las ciencias sociales. Cabe reconocer que
16
esta situación bien puede haber estimulado también, al menos en parte, la patente
esterilidad y rezago que privó durante cerca de dos décadas en la discusión relativa en el
campo de la filosofía de las ciencias sociales, que tendió a desdeñar el potencial heurístico
y generador de nuevos horizontes de debate que emergía de la discusión metodológica y
epistemológica de las ciencias sociales, y desplazó su interés hacia la zona “más segura” y
“elegante” de la discusión de debates sustantivos (véase nota 25, infra).
Conceptos, paradigmas, modelos
Por principio de cuentas, y siguiendo a Gilberto Giménez, cabría señalar que si nos
atenemos a la “epistemología mínima” aún vigente en las ciencias sociales, entonces hablar
científicamente sobre la cultura significa elaborar un “discurso controlado y refutable”
sobre ella.22 Un primer paso en esta dirección implica algunas distinciones preliminares,
necesarias para la construcción de aquél discurso, la primera de ellas, en el ámbito
lexicológico de las teorías científicas, entre concepto y noción, entendiendo por concepto
un término cuyo contenido significativo pude definirse sin ambigüedad; mientras que las
nociones se caracterizan precisamente por su ambigüedad. Además, cabe considerar que los
conceptos son susceptibles de formalización y sistematización, pero las nociones son
“rebeldes” a dichos procesos. En este punto es pertinente la observación de Giménez en el
sentido de que esta distinción, bien fundada en principio, “es puramente tendencial”, ya que
hay que reconocer que en la fase inicial de formación de una nueva disciplina, la primera
sistematización suele comprender algunas nociones dotadas de cierta carga metafórica,
ricas en connotaciones y significados alusivos, y por ello aptas para orientar y sugerir
desarrollos heurísticos y empíricos ulteriores, y en ese sentido, cabría incluso sustituir la
distinción referida por una menos fuerte entre conceptos de exploración —que juegan un
17
rol similar al de las nociones en la génesis de una ciencia— y conceptos de formalización,
propiamente dichos, característicos de una fase posterior de sistematización científica.23
Por otra parte, y partiendo de que el primer concepto a elaborar es precisamente el
que define y delimita el objeto de estudio de la disciplina, lo cual es crucial a fin de
garantizar que el referente del discurso científico sea discernible, cabe distinguir diferentes
tipos de definición de conceptos, entre ellas: normativa, descriptiva, sustantiva y
funcional24, y que, salvo la definición normativa —que se considera por lo general
“inapropiada” para la tarea científica en general—, los otros tres tipos de definición se
consideran —y de hecho han sido usadas — formas válidas para circunscribir el ámbito de
los fenómenos culturales. A su vez, y sin entrar en el debate secular sobre la naturaleza de
las teorías científicas en general, y las de las ciencias sociales en particular,25 cabe señalar
que, generalmente, en las ciencias sociales no se emplean teorías en el sentido más usual,
esto es, como sistemas hipotético-deductivos susceptibles de falsación en el sentido
popperiano,26 sino más bien “paradigmas”, en el sentido en que los concibe Giménez:
“marcos de pensamiento u orientaciones teórico-metodológicas a propósito de los cuales
existe cierto acuerdo dentro de la comunidad científica”. De acuerdo con Raymond
Boudon, en disciplinas como la sociología y la antropología se utilizan distintos tipos de
tales paradigmas, como los analógicos (por ejemplo, la teoría de los juegos), los formales
(como el funcionalismo de Merton), y los conceptuales (como los pattern-variables de
Parsons), y todos ellos han sido usados en el análisis de la cultura, cuyo carácter científico,
nos dice Giménez, no se ve menoscabado por el recurso a los paradigmas “en desmedro de
las teorías hipotético-deductivas”.27
Tras las consideraciones referentes a los niveles del léxico (definiciones) y de la
construcción teórica (paradigmas), Giménez destaca que existe un nivel intermedio: el de
18
los modelos, estrechamente emparentados con los tipos ideales de Weber, o con las
“formas” de Simmel, y que constituyen esquemas simplificadores o descripciones
idealizadas de algún fenómeno social, y generalmente elaborados en el marco de un
paradigma determinado, y que pueden ser, al igual que los paradigmas, descriptivos o
explicativos; por ejemplo, la famosa “ley de las ventajas comparativas” de David Ricardo
en la economía clásica, o la axiomática de las preferencias del rational choice, son ambos
modelos simplificadores de segmentos específicos de la realidad económica presuntamente
abarcada por una teoría particular y no propiamente paradigmas; o bien, —para hablar de
casos más cercanos a nuestra temática— la famosa “teoría de la aculturación” en
antropología constituye en realidad un modelo explicativo, mientras que la concepción
parsoniana de la socialización como integración del sujeto (ego) a su grupo de pertenencia
(alter generalizado) es más bien un modelo descriptivo. Si bien algunos modelos pueden
ser matemáticamente formalizables, e incluso susceptibles de axiomatización, no es esa
posibilidad lo que los constituye como tales, y cabe tomar en cuenta que por lo general, son
los modelos —más bien que los paradigmas— los “portadores” de las hipótesis claves —
algunas de ellas “visibles”, otras “ocultas”— cuyo análisis, contrastación y/o verificación
será crucial para la evaluación de la cientificidad y poder heurístico de un paradigma
dado.28
El concepto de cultura: en los laberintos del discurso
A partir de una aplicación de los parámetros epistemológicos “mínimos” esbozados en la
sección anterior, específicamente a los discursos científicos de la antropología y la
sociología de la cultura, salta a la vista, en primer término, el estatuto poco riguroso de la
lexicología movilizada por estas disciplinas, ya que, si bien a lo largo de los años y las
19
obras se han cristalizado algunos términos relevantes (en virtud de su frecuente si bien
ambiguo uso) como: socialización , aculturación, código cultural, visión del mundo,
ideología, identidad, mentalidades, hábitos (no confundir con el habitus de Bourdieu),
símbolos, valores, normas, orientación valorativa, pautas de comportamiento, sincretismo,
hibridismo e hibridización, etcétera, la mayoría de estos términos tienen acepciones
polisémicas, e incluso confusas en las disciplinas mencionadas, y no pasan por tanto de ser
meras nociones, cuando más, algunas de ellas se aproximan a los mencionados conceptos
de exploración de Delattre.29 El propio término “cultura” tiene una historia cuyas
vicisitudes revelan que hay todo menos consenso en torno a su contenido o referente,30 esto
es, la trama conceptual y la memoria argumental en torno a la cultura en las disciplinas
mencionadas están atravesadas por el “conflicto de interpretaciones” —parafraseando a
Ricoeur—, por la dispersión semántica y el alejamiento radical de todo punto arquimediano
en torno al cual fincar un fundamento —ontológico y epistemológico— que garantice la
objetividad y rigor de aquellas ciencias.
Resulta sumamente instructivo, para los fines que persigo aquí —una mínima
reconstrucción conceptual de la cultura política— retomar una visión panorámica de la
fascinante historia del concepto de cultura, ya disponible en el aporte crucial de John B.
Thompson,31 cuyas líneas generales sigo a continuación. Al recorrer algunos de los
principales episodios del desarrollo del concepto de cultura, Thompson enfatiza algunas de
las principales líneas de su empleo y distingue entre cuatro sentidos básicos. El primero,
que este autor llama “concepción clásica” de la cultura, es el que era aparente en lo que
considera las “primeras” discusiones acerca de la cultura, en particular las que se dieron
entre filósofos e historiadores alemanes durante los siglos XVIII y XIX , cifradas en torno al
contraste polémico entre “cultura” y “civilización”. Posteriormente, y tras el nacimiento de
20
la antropología como ciencia en el siglo XIX, la concepción clásica cedió el paso a diversas
concepciones antropológicas de la cultura, de las cuales Thompson elige y distingue dos: la
“concepción descriptiva”, cuyo desarrollo la ha llevado a un callejón sin salida y un estado
de agotamiento teórico y heurístico, aquejada precisamente de aquella condición de “cajón
de sastre” mencionada anteriormente (p. 4, supra), y la “concepción simbólica”,
especialmente en la formulación que le ha dado Clifford Geertz, y cuya pertinencia para
desarrollar un “enfoque constructivo” para el estudio de los fenómenos culturales motiva a
Thompson a sopesar también sus debilidades y limitaciones, a partir de cuya crítica formula
entonces lo que él llama “concepción estructural” de la cultura, cuyos alcances e
implicaciones teóricas revisten particular relevancia para el tema central de esta tesina. A
continuación recupero en forma sintética el rico análisis del autor de Ideología y cultura
moderna con respecto al devenir del entramado conceptual y argumental de la cultura.
En cuanto a los primeros usos del término “cultura” en las lenguas europeas
modernas, Thompson nos recuerda que estos preservaron parte del sentido original del
vocablo, que significaba primordialmente el cultivo o cuidado de algo (cosechas, animales,
y otras actividades como las culinarias, las prácticas de salud, etcétera), y que a partir del
siglo XVI dicho sentido original se fue extendiendo poco a poco de la esfera de la labranza
al proceso de desarrollo humano: “pasó del cultivo de las cosechas al cultivo de la mente”:
Sin embargo, nos dice el autor, el uso del sustantivo independiente “cultura” para referirse a
un proceso general o al producto de dicho proceso, no se hizo común sino hasta fines del
siglo XVIII y principios del XIX, y como tal, dicho sustantivo apareció primero en francés e
inglés, mientras que fue en las postrimerías del siglo XVIII que el término francés se
incorporó al alemán, que al principio se escribía Cultur, y más tarde Kultur.32 Así, a
principios del siglo XIX, “cultura”, se usaba —sobre todo en francés e inglés— como
21
sinónimo de “civilización”, o en algunos casos en oposición a tal término, el cual derivaba
a su vez del latín civilis, que refería a lo concerniente a los ciudadanos, y que describía un
“proceso progresivo de desarrollo humano”, un “movimiento hacia el refinamiento y el
orden, así como un consecuente alejamiento de la barbarie y el salvajismo”. Es claro que
detrás de este “nuevo” sentido latía el espíritu de la Ilustración europea y su creencia
optimista en el progreso. Mientras que en inglés y francés se llegaron a traslapar los usos de
“cultura” y “civilización”, en alemán ambos términos se usaban con frecuencia en
oposición, de tal modo que Zivilisation adquirió una connotación negativa y Kultur una
positiva, asociándose la primera palabra con la cortesía y el refinamiento de los modales,
mientras que la segunda era utilizada sobre todo para referirse a los productos intelectuales,
artísticos y espirituales en los que se expresaban la individualidad y la creatividad de la
gente.
Alguien que examinó con detalle ese contraste germano entre Kultur y Zivilisation
fue el sociólogo alemán Norbert Elias,33 quien destacó la forma en que dicha oposición
reflejaba los posicionamientos polémicos de un sector de la intelligensia alemana que se
oponía, e incluso se mofaba del afán de imitación y de mimetización al refinamiento de los
modales cortesanos franceses por parte de la nobleza cortesana y los estratos superiores de
la burguesía, segmentos para los que el hablar en francés e imitar los modales y
refinamientos cortesanos galos eran símbolos de prestigio que además se convertían de
facto en mecanismos de diferenciación; mientras que, enfrentados a esas clases altas, los
intelectuales que hablaban en alemán y pertenecían principalmente a los círculos oficiales
cortesanos, y eventualmente a la nobleza terrateniente, concebían su propia actividad en
términos de sus logros intelectuales y artísticos, y también como estrategia de
diferenciación frente a los logros de las clases altas, a los que no tenían acceso, de modo
22
que, de acuerdo con Thompson, quien comenta este punto, “la intelligentsia alemana buscó
y encontró su realización y su orgullo en otra parte: en los ámbitos de la academia, la
ciencia, la filosofía y el arte, es decir, en el ámbito de la Kultur”.34
De este modo, cristalizó la llamada “concepción clásica” de la cultura, que dicho
autor define sucintamente así: “la cultura es el proceso de desarrollar y ennoblecer las
facultades humanas, proceso que se facilita por la asimilación de obras eruditas y
artísticas relacionadas con el carácter progresista de la era moderna”.35 Si bien se puede
apreciar que ciertos aspectos de la concepción clásica de la cultura —el énfasis en el cultivo
de los valores y las cualidades “superiores” del ser humano, su interés por las obras
intelectuales y artísticas, y su anclaje en el ideario de la Ilustración— siguen vigentes,
destaca el hecho de que la estrecha rigidez de dicha concepción es la fuente de sus
principales limitaciones, en especial su talante etnocéntrico y su optimismo ilustrado, que
se han traducido no pocas veces en una autoafirmación excluyente de la matriz cultural
europea y occidental. El hecho es que, nos dice John Thompson, “el concepto de cultura no
pudo soportar el peso de semejantes suposiciones durante mucho tiempo”, especialmente
cuando a finales del siglo XIX, la naciente ciencia de la antropología requirió incorporar
dicho concepto a sus tareas, lo cual exigió necesariamente despojarlo de su carga y
connotaciones etnocéntricas y adaptarlo a las labores de la descripción etnográfica, de
modo que “el estudio de la cultura trataba ahora menos del ennoblecimiento de la mente y
el espíritu en el corazón de Europa, y se interesaba más por descifrar las costumbres,
prácticas y creencias de aquellas sociedades que constituían el otro para Europa”.36
De este modo, y a partir de un proceso que hizo casi coextensivos el desarrollo de la
antropología —o al menos de una de sus ramas principales: el estudio comparativo de las
culturas— y la trayectoria del concepto de cultura, se fue consolidando la primera de las
23
concepciones antropológicas de la cultura que discute Thompson, la llamada por él
“concepción descriptiva”, y cuyo origen rastrea hasta los escritos de los historiadores
culturales del siglo XIX, como Gustav Klemm, quien estaba interesado en la descripción
etnográfica de las sociedades no europeas, y que en su obra en diez volúmenes, Cultur-
Geschichte der Menschheit (publicada entre 1843 y 1852), intentó un descripción
sistemática y amplia del “desarrollo humano” abarcando la costumbres, habilidades, artes,
herramientas, armas, prácticas religiosas, etcétera, de pueblos y tribus de todo el mundo. La
obra de Klemm era conocida por Edward B. Tylor, profesor de antropología de la
Universidad de Oxford, cuya obra más citada, Primitive Culture, se publicó en dos
volúmenes en 1871, en la que Tylor usaba de hecho los términos “cultura” y “civilización”
en forma intercambiable, y en cuyo primer capítulo presentó la definición de cultura que se
ha hecho ya clásica:
La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluyeel conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquieraotros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad. Lasituación de la cultura en las diversas sociedades de la especie humana, en la medida en quepuede ser investigada según principios generales, es un objeto apto para el estudio de lasleyes del pensamiento y la acción del hombre. Por una parte, la uniformidad que en tan granmedida caracteriza a la civilización debe atribuirse, en buena parte, a la acción uniforme decausas uniformes; mientras que por otra parte sus distintos grados deben considerarseetapas de desarrollo o evolución, siendo cada una el resultado de la historia anterior ycolaborando con sui aportación a la conformación de la historia del futuro. Estos volúmenestienen por objeto la investigación de estos dos grandes principios en diversas secciones dela etnografía, con especial atención a la civilización de las tribus inferiores en relación conlas naciones superiores.37
En esta definición encontramos los elementos clave de la concepción descriptiva de la
cultura, una de cuyas tareas primordiales consiste para Tylor en “disecar” aquellas
totalidades en sus componentes, clasificarlas y compararlas sistemáticamente, en forma
análoga al modo de proceder de un botánico o un zoólogo: “Igual que el catálogo de todas
las especies de plantas y animales representan la flora y la fauna, así los artículos ed la vida
24
general de un pueblo representan ese conjunto que denominamos cultura”.38 De lo anterior
se sigue que tras la concepción tyloriana figuran algunos supuestos, con base en los cuales
se opera, según Thompson, la cientifización del concepto de cultura, al constituir a esta
como el objeto de una investigación científica, sistemática, que atiende a las
manifestaciones “uniformes” de relaciones causales uniformes bajo un marco evolutivo,
que permite incluso al observador decidir en cuanto a la “superioridad” o “inferioridad” de
las culturas, de tal modo que dicha cientifización del concepto de cultura consiste en algo
más que un refinamiento epistemológico de dicho concepto, porque lo que en realidad
opera es la construcción de la alteridad como inferioridad.
En elaboraciones posteriores de esta concepción, si bien se moderaron parcialmente
los énfasis cientificistas y evolucionistas de la formulación tyloriana, también fueron
desplazados por otras preocupaciones, como en el caso de la concepción funcionalista de la
cultura de Bronislaw Malinowski, quien en un texto emblemático de los inicios de esta
corriente (1931) analiza los fenómenos culturales en términos de la satisfacción de las
necesidades humanas, y cuya formulación inicial del concepto de cultura no difiere en
principio de la de Tylor: “La cultura incluye los artefactos, bienes, procedimientos técnicos,
ideas, hábitos y valores heredados. La organización social no puede comprenderse
verdaderamente excepto como una parte de la cultura”,39 si bien afirma también que “la
cultura es una realidad sui generis y debe ser estudiada como tal”,40 y su énfasis
propiamente funcionalista se hace patente a partir de consideraciones como la siguiente:
El hombre, con objeto de vivir altera continuamente lo que le rodea. En todos los puntos decontacto con el mundo exterior, crea un medio ambiente secundario, artificial. […] Si elhombre tuviera que confiar exclusivamente en su equipamiento anatómico, pronto seríadestruido o perecería de hambre o a la intemperie. La defensa, la alimentación, eldesplazamiento por el espacio, todas las necesidades fisiológicas y espirituales sesatisfacen indirectamente por medio de artefactos, incluso en las formas más primitivas devida humana. El hombre de la naturaleza, el Natürmensch, no existe.41
25
En un texto posterior (1936), también muy difundido y escrito por Malinowski
precisamente para la divulgación, es aun más claro y directo, ya que afirma que de lo que se
trata es de:
[…] la explicación de los hechos antropológicos, a todos los niveles de desarrollo, por sufunción, por el papel que representan en el sistema integrado de la cultura, por la manera enque están vinculados en el interior del sistema y por la manera en que este sistema estáligado con el medio natural […] La visión funcionalista de la cultura insiste, pues, sobre elprincipio de que, en todo tipo de civilización, cada costumbre, cada objeto material, cadaidea y cada creencia cumple una función vital, tiene una tarea que realizar, representa unaparte indispensable en el seno de un todo que funciona (within a working whole).42
De acuerdo con Thompson, el punto de vista compartido por teóricos como Tylor y
Malinowski —que divergen claramente en otros aspectos y énfasis— es lo que vertebra la
“concepción descriptiva” de la cultura, que puede resumirse de la siguiente manera: “la
cultura de un grupo o sociedad es el conjunto de creencias, costumbres, ideas y valores, así
como los artefactos, objetos e instrumentos materiales, que adquieren los individuos como
miembros de ese grupo o esa sociedad”.43 Sin embargo, pese a esta visión común, los
teóricos que adhieren a la concepción descriptiva de la cultura manifiestan puntos de vista
divergentes acerca de cómo ha de proceder el estudio de la cultura, por ejemplo, si ha de
hacerlo bajo un marco evolutivo, o si se ha de privilegiar el análisis funcional, y hay que
señalar que las principales que entraña esta concepción de la cultura tienen más que ver con
estos presupuestos metodológicos asociados que con el concepto mismo, y como observa
Thompson, “si estas suposiciones se ponen en tela de juicio, entonces la concepción
descriptiva de la cultura pierde gran parte de su valor y utilidad, puesto que el punto
principal de esta concepción era definir una serie de fenómenos que se pudieran analizar de
manera científica y sistemática”. Además, sin una mayor especificación del método de
análisis cultural, esta concepción de la cultura corre el riesgo de quedarse “girando en el
26
vacío”, en virtud de las ambigüedades en cuanto a la extensión misma del concepto de
cultura, que al volverse coextensivo con la antropología misma, o más precisamente, con la
antropología cultural, “se torna vago en el mejor de los casos y redundante en el peor”.44
Es precisamente la preocupación por contrarrestar este riesgo la que motivó la
formulación de una concepción de cultura alternativa en la antropología, que es la
“concepción simbólica”, que parte del uso de los símbolos como rasgo distintivo de la vida
humana, y que radica en el hecho de que los seres humanos no sólo producen y reciben
expresiones lingüísticas significativas, sino que también dotan de significado a constructos
no lingüísticos, como acciones, eventos, y objetos (obras de arte, lugares sagrados,
instrumentos y utensilios litúrgicos o rituales, etcétera). Así, emerge dicha concepción de la
cultura, especialmente en la formulación que le ha dado Geertz:
El concepto de cultura que propugno […] es esencialmente un concepto semiótico.Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significaciónque él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de lacultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino unaciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación,interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie.45
Al desarrollar lo que entiende por “ciencia interpretativa”, que produce explicaciones
mediante la interpretación de expresiones sociales, Geertz enfatiza que lo que la define es
“cierto tipo de esfuerzo intelectual”, que siguiendo al filósofo de Oxford, Gilbert Ryle,
llama descripción densa, la cual consiste en interpretar interpretaciones, esto es, lo que el
etnógrafo llama “sus datos” son en realidad “interpretaciones de interpretaciones de otras
personas sobre lo que ellas y sus compatriotas piensan y sienten”, esto es, Geertz afirma
que de hecho la práctica etnográfica real conlleva una idea de la investigación
antropológica que se aparta de la visión tradicional de la misma que la concibe como una
“actividad de observación”, porque “ya desde el comienzo nos hallamos explicando y, lo
27
que es peor, explicando explicaciones”.46 De modo que el objeto de la etnografía, esto es, la
cultura, consiste en “una jerarquía estratificada de estructuras significativas atendiendo a las
cuales se producen, se perciben, y se interpretan” las acciones de los seres humanos, que se
convierten en algo similar a un texto, que debe ser “leído” y comprendido:
Lo que en realidad encara el etnógrafo […] es una multiplicidad de estructuras conceptualescomplejas, muchas de las cuales están superpuestas o enlazadas entre sí, estructuras que sonal mismo tiempo extrañas, irregulares, no explícitas, y a las cuales el etnógrafo debeingeniarse de alguna manera, para captarlas primero y para explicarlas después. […] Haceretnografía es como tratar de leer (en el sentido de “interpretar un texto”) un manuscritoextranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y decomentarios tendenciosos y además escrito, no en las grafías convencionales derepresentación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada.47
Para Geertz, las imágenes o metáforas adecuadas para comunicar los que es la cultura ya no
pasan por la otrora usual “importación” de categorías y figuras provenientes del discurso de
las ciencias naturales (física, biología); ya no se privilegian las analogías con figuras como
“sistema”, “máquina” u “organismo”, sino que las metáforas provienen ahora del ámbito de
las humanidades, y la cultura o la acción son figuradas como texto, documento, discurso, y
la tarea etnográfica se torna algo más parecido a la confección de una narración literaria,
tal como lo muestra la siguiente selección de textos:
• “la cultura, ese documento activo, es pues pública”;
• “los textos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura
interpretaciones de segundo y tercer orden. (Por definición, sólo un ‘nativo’ hace
interpretaciones de primer orden: se trata de su cultura). De manera que son
ficciones; […] en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’
[…] no necesariamente falsas o inefectivas”;
• “el etnógrafo ‘inscribe’ discursos sociales, los pone por escrito, los redacta”;
28
• “la descripción etnográfica presenta tres rasgos característicos: es interpretativa, lo
que interpreta es el flujo del discurso social y la interpretación consiste en rescatar
‘lo dicho’ en ese discurso de sus ocasiones perecederas y fijarlo en términos
susceptibles de consulta”.48
Cabe señalar que, así como la idea de la descripción densa le es sugerida a Geertz por
las reflexiones de un filósofo del lenguaje como Ryle, la doble idea de la acción y la cultura
como texto o discurso, y de su interpretación como inscripción, la toma de Paul Ricoeur, a
quien cita en torno a la pregunta por aquello que es “fijado” en la escritura, a lo que
Ricoeur responde: “no el hecho de hablar, sino lo ‘dicho’ en el hablar […] lo que
escribimos es el noema (el ‘pensamiento’, el ‘contenido’, la ‘intención’) del hablar. Se trata
de la significación del evento de habla, no del hecho como hecho”.49 En este punto, cabe
recuperar la valoración que hace Thompson de esta propuesta teórica, quien la considera “la
formulación más importante del concepto de cultura que ha surgido de la literatura
antropológica” en la medida en que ha reorientado el análisis cultural hacia el estudio del
significado y el simbolismo, y ha puesto de relieve la centralidad de la interpretación como
enfoque metodológico. No obstante, Thompson también sintetiza las principales críticas
que se le han hecho a la concepción geertziana de la cultura, de las que destaca tres: en
primer término, pese a que Geertz ha tratado de de formular una caracterización precisa del
concepto semiótico de cultura, de hecho usa el término “cultura” de maneras no sólo
diferentes, sino incluso divergentes,50 ya que en diferentes textos la concibe como:
• “una serie de dispositivos simbólicos para controlar la conducta, como una serie de
fuentes extrasomáticas de información, la cultura suministra el vínculo entre lo que
los hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser y lo que realmente llegan a
ser uno por uno” (1987b, p. 57);
29
• “un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en
símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas
por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su
conocimiento y sus actitudes frente a la vida” (1987c, p. 88);
• “Los esquemas culturales —religiosos, filosóficos, estéticos, científicos,
ideológicos— son ‘programas’; suministran un patrón o modelo para organizar
procesos sociales y psicológicos; así como los sistemas genéticos proveen un
correspondiente modelo de la organización de procesos orgánicos” (1987d, p. 189);
• Y de forma aun más explícita:
Sistemas de símbolos creados por el hombre, compartidos, convencionales, y, por cierto,aprendidos, suministran a los seres humanos un marco significativo dentro del cual puedenorientarse en sus relaciones recíprocas, en su relación con el mundo que los rodea y en surelación consigo mismos. Productos y a la vez factores de interacción social, dichossistemas son para el proceso de la vida social lo que el programa de una computadora espara sus operaciones, lo que el gen es para el desarrollo del organismo, lo que el plano espara la construcción del puente, lo que la partitura es para la sinfonía o, para elegir unaanalogía más modesta, lo que la receta es para hacer un pastel; de manera que el sistema desímbolos es la fuente de información que, hasta cierto grado mensurable, da forma,dirección, particularidad y sentido a un continuo flujo de actividad. (1987e, p. 215)
Ante tal proliferación de imágenes y símiles no se puede poner en duda la capacidad de
metaforización de Geertz, pero cabe preguntarse cómo conciliar analogías tan disímbolas
que van de lo cibernético y lo orgánico a lo musical y culinario, pasando por la ingeniería, e
incluso, cabe cuestionar bajo qué inverosímil fórmula epistémica se concilia la persistencia
de la imagen del sistema, pálidamente matizada por la figura del esquema, con las
metáforas de la acción social como texto y/o discurso. Precisamente esta cuestión se liga
con la segunda crítica que hace Thompson a la concepción de Geertz,51 y que radica en el
ambiguo uso que el antropólogo hace de la noción de texto, ya que, por una parte, sugiere
que la práctica etnográfica consiste en la producción de textos que “fijan” el discurso
30
social, pero esta analogía tomada de Ricoeur, no se apoya, según Thompson, en alguna
argumentación del propio filósofo que autorice a “extender” sus consideraciones sobre la
dialéctica entre discurso (acontecimiento) y sentido (lo “dicho” o enunciado: Aussage) a la
acción simbólica;52 mientras que, por otra parte, Thompson señala que Geertz sostiene que
el análisis cultural se relaciona con los textos en el sentido de que los patrones de
significado que aspira a captar el etnógrafo están en sí construidos como un texto, ante lo
cual John Thompson replica que si bien la analogía del texto es “un recurso metodológico
útil”, se puede demostrar que el enfoque de Ricoeur “implica una cosificación injustificable
de la acción y una abstracción engañosa de las circunstancias sociohistóricas en que se
producen, transmiten y reciben las acciones, los enunciados y, de hecho, los textos”.53
Por último, la tercera crítica que Thompson dirige a la concepción geertziana de
cultura, radica en el hecho de que dicho enfoque no presta suficiente atención a los
problemas del poder y el conflicto social, ya que los fenómenos culturales son vistos sobre
todo como constructos significativos, como formas simbólicas, que no obstante están
insertas en relaciones de poder y conflicto, esto es, los enunciados y acciones cotidianas, así
como los rituales, festividades, obras de arte —y claro está, los eventos políticos— se
producen siempre en circunstancias sociohistóricas particulares en virtud de la acción de
individuos y/o grupos específicos que aprovechan y movilizan ciertos recursos y que
detentan niveles específicos y diferenciados de poder y autoridad, de modo que los
fenómenos culturales pueden considerarse “como si expresaran relaciones de poder, como
si sirvieran en circunstancias específicas para mantenerlas o interrumpirlas, y como si
estuvieran sujetos a múltiples interpretaciones divergentes y conflictivas por parte de los
individuos que reciben y perciben dichos fenómenos en el curso de sus vidas diarias”.54
31
Con base en dichas consideraciones críticas, se opera entonces un desplazamiento
conceptual, desde la concepción simbólica, representada por Geertz, y que Thompson
sintetiza así: “la cultura es el patrón de significados incorporados a las formas simbólicas
—entre las que se incluyen acciones, enunciados y objetos significativos de diversos
tipos— en virtud de los cuales los individuos se comunican entre sí y comparten sus
experiencias, concepciones y creencias”,55 hacia la “concepción estructural” de la cultura,
que propone el propio Thompson, quien considera los fenómenos culturales como formas
simbólicas en contextos estructurados, y el análisis cultural como el estudio de la
constitución significativa y la contextualización social de las formas simbólicas, esto es, el
análisis de las formas simbólicas —las acciones, objetos y expresiones significativas de
diversos tipos— en relación con los contextos y procesos históricamente específicos y
estructurados socialmente dentro de los cuales, y por medio de los cuales, se producen,
transmiten y reciben tales formas simbólicas.56 De hecho, Thompson considera que esta
concepción estructural no es tanto una alternativa a la concepción simbólica sino “una
modificación de ella”, que enfatiza tanto el carácter simbólico de los fenómenos culturales
como el hecho de que tales fenómenos no se dan sino insertos en contextos sociales
estructurados.
En la ulterior elaboración de la concepción estructural de la cultura, Thompson
acomete la discusión de algunas de las características de las formas simbólicas, de las
cuales distingue cinco57:
a) el aspecto intencional, que radica en el hecho de que las formas simbólicas son
expresiones de un sujeto y para un sujeto (o sujetos), esto es, son producidas, construidas,
recibidas y empleadas por agentes capaces de desplegar acción —conducta teleológica
deliberada— que persigue objetivos o propósitos y buscas expresar por sí mismos lo que
32
“quieren decir” o se proponen mediante dichas formas. Cabe aclarar que el significado de
tales formas simbólicas ni se agota, ni coincide exhaustivamente con las intenciones de los
agentes productores-receptores de tales formas;
b) el aspecto convencional, que se refiere al hecho de que la producción,
construcción, empleo y recepción de las formas simbólicas, al igual que su interpretación
por parte de los sujetos que las reciben, son procesos que implican “típicamente” la
aplicación de reglas, códigos o convenciones de diversos tipos, de cuya existencia y
aplicación los sujetos no son necesariamente conscientes ni capaces de formularlas en
forma clara y explícita, sino que operan muchas veces como esquemas implícitos de orden
“práctico” —esto es, “no discursivo”—, como parte del “conocimiento tácito” con base en
el cual los individuos regulan su intercambio social cotidiano;
c) el aspecto estructural de las formas simbólicas radica en el hecho de que estas
son construcciones que presentan una forma articulada, esto es, se componen de elementos
que guardan entre sí determinadas relaciones, de acuerdo con algún patrón asociativo o de
agregación específico, en principio discernible, o al menos susceptible de reconstrucción;
d) el aspecto referencial implica que las formas simbólicas son construcciones que
“típicamente” representan algo, esto es, en general “dicen algo de algo”, y si bien adquieren
su especificidad referencial de diversas maneras, también se dan frecuentemente casos de
opacidad referencial, ambos extremos de un “espectro semántico” cuya constitución y
dinámica revisten un interés manifiesto para el análisis cultural; y
e) el aspecto contextual de las formas simbólicas, que a diferencia de los anteriores
aspectos destacados, que Thompson llama “rasgos estructurales internos”, se refiere al
hecho de que estas siempre se insertan en contextos y procesos sociohistóricos específicos
en cuyo interior se producen y reciben, y que están marcados necesariamente por el dato de
33
la diversidad, la pluralidad, y la asimetría, esto es, por el conflicto y el poder, los cuales se
estructuran entonces de acuerdo con una “lógica” propia, que trasciende las características
estructurales internas de las formas simbólicas a la vez que incide en ellas.
Cabe entonces ponderar lo considerado hasta aquí a la luz del objetivo planteado,
que se refería a una recuperación de los hitos fundamentales de la discusión teórica en torno
al concepto de cultura a fin de contar con un mínimo instrumental metateórico que
iluminara la discusión y el intento de reconstrucción conceptual de la categoría de cultura
política, y señalara algunas pistas para la discusión filosófico-política y filosófico-cultural
de ese “nudo” o nodo problemático de la trama del filosofar. Para ello, presento en forma
breve la siguiente
RECAPITULACIÓN
1. El muchas veces festinado “retorno” de la cultura al primer plano de la discusión teórica
ha significado al parecer un “regreso sin gloria”, a un campo intelectual en ruinas y
devastado por los efectos de la dispersión y el desacuerdo conceptual que por momentos
han minado el campo de las ciencias sociales haciendo de él una auténtica babel teórica,
lejos de haber superado la manida “crisis de paradigmas” que por otra parte ha sido
celebrada por esa claudicación cínica llamada posmodernismo. El estado —lamentable y
precario— de la dispersión conceptual en torno a la cultura sería así un elemento de prueba
patente de la mencionada crisis de los saberes y de la racionalidad, incapaz de rehacer el
“espejo” del conocimiento sobre lo social, e incapaz también de reconstruir el mosaico de
la realidad sociohistórica d los seres humanos.
2. Lanzados a la experiencia radical del vacío, a la angustia cartesiana, a la falta radical de
fundamentos para el conocimiento de lo social y de la cultura, cabe no obstante la apuesta
34
por algo así como un ejercicio “genealógico” tan modesto como honesto, que permita en lo
básico, la recuperación de la trama conceptual y la memoria argumental que se han
construido en la elaboración teórica sobre la cultura, a fin de contar con elementos críticos
con los cuales valorar los diversos aportes teóricos como elementos de una racionalidad
práctica, que se instale “más allá del objetivismo y el relativismo” y nos permita un
ejercicio hermenéutico purgado del cientificismo rampante y dogmático, y exorcizado del
escepticismo corrosivo y paralizante en el que parece oscilar el pensamiento actual, y que
facilite entonces la reconstrucción de nuestros haberes y saberes sobre lo social, sobre la
cultura y la cultura política en particular.
3. Sin pretender haber logrado cabalmente tal ejercicio genealógico, y lejos de haber
siquiera podido plantear y desarrollar todas sus aristas significativas, creo sin embargo que
a partir de aquella mínima recuperación crítica de la trama conceptual y la memoria
argumental en torno a la cultura, se imponen al menos dos intuiciones básicas que
necesariamente inciden en la consideración crítica del concepto de cultura política, a saber,
en primer término, que toda reconstrucción del concepto de cultura ha de privilegiar su
dimensión simbólica, so pena de colocarse automáticamente al margen de toda posibilidad
de construir un conocimiento válido sobre lo social; y en segundo lugar, que pese a lo
fecunda y relevante que es dicha recuperación de la dimensión simbólica de los fenómenos
culturales, y no obstante la centralidad y pertinencia de un abordaje hermenéutico al
respecto, la posibilidad de construir ese conocimiento válido sobre lo social quedará trunca
si no se considera como constitutiva de los fenómenos culturales su inserción e imbricación
en los contextos sociohistóricos en los que se producen y reciben las formas simbólicas que
articulan la cultura. Esto nos pone frente al dato fundante de la diversidad, la pluralidad, y
la asimetría característicos de tales contextos socialmente estructurados, esto es, frente a la
35
realidad del poder y la conflictividad, lo cual implica entonces que las formas simbólicas y
los mismos fenómenos culturales en que ellas se constituyen expresan relaciones de poder,
sirven en circunstancias específicas para mantenerlas o interrumpirlas, y están sujetos a
múltiples interpretaciones divergentes y conflictivas por parte de los individuos que reciben
y perciben dichos fenómenos en el curso de sus vidas diarias. Esto es, para decirlo
brevemente: la cultura es política o no es cultura.
NOTAS:
1 Véanse Krotz (1993a), pp. 14-18, y (1996a), pp. 12-14. En torno a las teorías de la dependencia, lafilosofía y las teologías de la liberación en América Latina la bibliografía acumulada a lo largo delas tres décadas anteriores es virtualmente inabarcable, pero para una mínima visión sinóptica alrespecto véanse Cerutti (1987), (1992) [1983], y (1997); Segundo (1970) y (1985); y Silva Gotay(1983) y (1986).
2 Skocpol (1985). La expresión de Skocpol se refiere al retorno del Estado como tema en la teoría yla investigación sociológica y politológica.
3 Wuthnow y Witten (1988). Véase Morán (1996/97), pp. 2-4. En cuanto a las sociologíasinterpretativas y/o fenomenológicas, cabe destacar que, si bien nunca desaparecieron totalmente delpanorama académico, sí experimentaron un movimiento de reflujo, especialmente el interés en laobra de Alfred Schutz (1972), (1974), y (1979); véase también Schutz y Luckmann (1988), yBernstein (1983a), cap. III, así como Joas (1990), y Heritage (1990) en torno al interaccionismosimbólico y la etnometodología. En lo referente a la antropología interpretativa y/o simbólica sonparticularmente importantes los trabajos de Clifford Geertz (1987), (1989), y (1994); y de VictorTurner (1974), (1980), (1985), (1987); Turner y Bruner (eds.) (1986).
4 Como científicos sociales “ortodoxos”, de acuerdo con la denominación de Richard Bernstein,identifico a aquellos que, aún hoy, conciben su disciplina “como algo que difiere en grado, y no enclase, de las ciencias naturales bien establecidas, y quienes están convencidos de que se lograrángrandes avances si se imitan, modifican y adaptan las técnicas que han resultado eficaces en nuestroentendimiento científico de la naturaleza”, Bernstein (1983a), p. 15.
5 Morán (1996/97), p. 3.
6 Wilson (1992), p. 3. Las cursivas son mías. En el caso de la antropología, la cultura nuncadesapareció del mapa de la discusión y el quehacer etnográficos, al contrario, el debate teórico llevópronto no a uno, sino a varios callejones sin salida y a una auténtica babel epistémica, en virtud dela proliferación sin control de definiciones, propuestas metodológicas y estrategias de investigacióndivergentes. Para una somera reconstrucción de esa historia véanse sobre todo Kahn (1975a), yBoon (1973), así como un vistazo rápido a parte de la discusión en Arizpe (1989), pp. 26-31.
36
7 Archer (1997), pp. 10-11 y 27.
8 Hay que ser cuidadosos, sin embargo, con respecto al caso de la antropología. Véase nota 6, supra.
9 Utilizo la noción kuhniana de paradigma consciente de sus ambigüedades conceptuales eimplicaciones polémicas, ya que, pese a todo, creo que refleja bien en varias de sus acepciones elestado actual de desarrollo del análisis cultural como disciplina intelectual. Para una perspectivasobre algunas de las polémicas que ha levantado a lo largo de los años el imprescindible clásico deKuhn (1980) [1962], véanse los trabajos recogidos en Lakatos y Musgrave (eds.) (1975), y Hacking(comp.) (1985), así como la evolución de las ideas del propio Kuhn respecto a las diversas aristas deesa polémica en Kuhn (1982), (1989) y (2002).
10 Morán, op. cit., pp. 5-6. Véase también Wuthnow (1987), sobre todo con respecto al último puntomencionado.
11 Marx (1983), p. 216. Cursivas del autor.
12 Esta idea de que la cultura es más bien abstracción que comportamiento sería compartida por loslegendarios antropólogos estadounidenses Alfred Kroeber y Clyde Kluckhon. Véanse Kroeber(1975) [1917] y Kroeber y Kluckhon (1952). Para una reconstrucción del debate antropológico enesa etapa véanse Kahn (1975a) y Boon (1973).
13 Cassirer (2001) [1944], pp. 53, 54. Cursivas del autor, que sigue en este punto los resultados yconclusiones de los estudios que Wolfgang Koheler realizó en la década de los ’20 del siglo anteriorsobre la psicología de los chimpancés.
14 Cassirer op. cit., p. 47. Cursivas del autor.
15 Ibíd., pp. 47-48. Cursivas mías.
16 Ibíd., pp. 48-49. Cursivas del autor.
17 Entre los principales representantes de la llamada teoría de las pautas culturales están el aúnconsiderado padre fundador de la antropología estadounidense, Franz Boas (1964), y una de susprincipales discípulas, Ruth Benedict (1934). La denominación “teoría de las pautas” fue acuñadapor Milton Singer (1968).
18 Entre los autores clásicos de la perspectiva funcionalista sobre la cultura se cuentan BronilslawMalinowski (1975) [1931] y (1944), A. R. Radcliffe-Brown (1952), y por supuesto, Talcott Parsons(1973). Con respecto al aporte de éste último véanse Mir (1995) y Nebbia (1995).
19 Bernstein (1983b), p. 18. Cursivas del autor.
20 Tomo estas expresiones —trama conceptual y memoria argumental— del antropólogo mexicanoRodrigo Díaz Cruz (1996) y (1997), cuyo uso de los términos me sugirió la idea de teorización quepropongo.
21 Véanse Díaz (1996), p. 15-19, y (1997), pp. 5-6.
37
22 Giménez (1994), p. 33. En la elaboración que trazo a continuación de estos elementos sigo decerca la propuesta de análisis epistemológico de este autor.
23 Ibíd., p. 34. La distinción entre conceptos de exploración y conceptos de formalización la tomaGiménez de Pierre Delattre, quien la expone en Système, fonction et évolution, Paris, Maloine-Doin,1971.
24 Cabe destacar aquí que Giménez no menciona ni la definición operacional, muy usada en la físicay la química; ni la definición genética (que apela al origen o génesis de un concepto).
25 Fue una polémica que ocupó “los titulares” de la filosofía de las ciencias anglosajona desde ladécada de los ’60 hasta bien entrada la de los ’80. Véanse al respecto Olivé y Pérez Ransanz(comps.) (1989), y Rolleri (comp.) para una panorámica histórica del debate, y que antologanademás varios textos clásicos del mismo; una interesante perspectiva que entró en la polémica fue lade los llamados filósofos “estructuralistas” de la ciencia (que no tenían nada que ver con la corrientefrancesa de Saussure, Lèvy-Strauss, Lacan y Barthes, entre otros), que ponían en tela de juicio lallamada “concepción standard” de las teorías científicas que las concebía como sistemas deenunciados articulados en una estructura axiomático-deductiva, y semánticamente interpretados;mientras que los estructuralistas propusieron concebir las teorías como estructuras conjuntistas, quedemás de enunciados agregaban otro tipo de entidades (modelos, condiciones de “ligadura”,aplicaciones de la teoría, entre otras entidades no lingüísticas). Véanse al respecto Sneed (1971),que es la obra seminal del movimiento, Moulines (1982), Stegmüller (1981), y Balzer, Moulines ySneed (1987). De las escasas aplicaciones de este estilo de metateorización en las ciencias socialesdestaca la obra del filósofo de la ciencia mexicano Adolfo García de la Sienra (1991), para el casode la teoría del valor de Marx, que además aporta una axiomatización de la misma (1988). Cabeseñalar que tanto la filosofía de las ciencias sociales en general, como los desarrollos metateóricospropios de dichas disciplinas, casi han ignorado esta polémica, y han privilegiado la discusión detesis epistemológicas y ontológicas sustantivas (determinismo vs. voluntarismo, objetivismo vs.subjetivismo, individualismo vs. holismo, sujeto vs. estructura, micro-macro, etcétera). Véanse alrespecto la introducción de Anthony Giddens y Jonathan Turner a Giddens, Turner, et. al. (1991),Alexander (1982), (1989) y (1995), así como Ritzer (1991), (1994), especialmente el capítulo 11, yRitzer y Gindoff (1994).
26 Véanse Popper (1977) [1959], (1963) y (1979).
27 Giménez, op. cit., p. 35. Además este autor señala que en su enumeración de los tipos deparadigma usados en las ciencias sociales, Boudon omite los paradigmas hermenéuticos ointerpretativos, cuyo auge reciente resalta su importancia.
28 Ibíd., p. 36.
29 Ibíd., pp. 37-38.
30 Un dato que ilustra el vértigo de la indefinición conceptual padecido en este sentido por laantropología, lo constituyen las más de 160 definiciones distintas de cultura que reseñaron AlfredKroeber y Clyde Cluckhon en su ya clásico texto (1952).
31 Thompson (1993), capítulo 3: “El concepto de cultura”.
32 Ibíd., p.137ss.
38
33 Elias (1987) [1939], capítulo 1, véanse especialmente las pp. 61ss.
34 Thompson (1993), p. 138.
35 Ibíd., p. 139. Cursivas del autor.
36 Ibíd., p. 140. Cursivas del autor.
37 Tylor (1975) [1871], p. 29. Cursivas mías.
38 Ibíd., p. 34.
39 Malinowski (1975) [1931], p. 85.
40 Ibíd., p. 89.
41 Ibíd., pp. 85-86. Cursivas mías.
42 Malinowski (1936), pp. 132-133.
43 Thompson (1993), p. 143. Cursivas del autor.
44 Ídem.
45 Geertz (1987a), p. 20. De hecho, Geertz inicia este texto —que es reconocido como el manifestode Geertz y sus seguidores— afirmando que su trabajo etnográfico preconiza un concepto de cultura“teóricamente más vigoroso que el de E. B. Tylor […] pues el ‘todo sumamente complejo’ deTylor, cuya fecundidad nadie niega, me parece haber llegado al punto en el que oscurece más lascosas de lo que las revela” (pp. 19-20).
46 Ibíd., pp. 23-24.
47 Ibíd., p. 24.
48 Ibíd., pp. 24; 28; 31, y 32, respectivamente.
49 Ricoeur, apud. Geertz, op. cit., p. 31. Cursivas de Geertz. El pasaje citado por el antropólogo es elsiguiente: “La escritura puede rescatar la instancia del discurso porque lo que la escritura realmentefija no es el acontecimiento del habla sino lo ‘dicho’ del habla, esto es, la exteriorizaciónintencional constitutiva del binomio ‘acontecimiento-sentido’. Lo que escribimos, lo queinscribimos es el noema del acto de hablar, el sentido del acontecimiento de habla, no elacontecimiento como tal”, en Ricoeur (1995), p. 40. En cuanto al análisis de la acción como texto yal discurso de la acción en Ricoeur, véanse Ricoeur (1981), (2002a) y (2002b).
50 Thompson, op. cit., p. 146.
51 Ibíd., pp. 147-148.
39
52 Véanse no obstante los trabajos de Ricoeur citados en la nota 49 (supra), en los que elfenomenólogo-hermeneuta desarrolla precisamente esos argumentos.
53 Thompson, op. cit., p. 148.
54 Ibíd., p. 149.
55 Ibíd., p. 145. Cursivas de Thompson.
56 Ibíd., pp. 149-150.
57 Ibíd., pp. 152-161.
CAPÍTULO II.LA TRANSFIGURACIÓN DEL DEBATE TEÓRICO: DE LA CULTURA POLÍTICA A
LOS IMAGINARIOS POLÍTICOS
La cultura de una sociedad en una época dada es un sistema fluido de vasos comunicantes que
se irrigan e influyen entre ellos.Es imposible reducir ese conjunto de acciones
y reacciones a un determinismo estricto;también lo es negar la conexión de las partes
entre ellas y con el todo […] los hechos,las obras y aun las personalidades
se corresponden. Y más: riman.OCTAVIO PAZ
Los inicios de la investigación académica sobre la conformación y dinámica de las culturas
políticas latinoamericanas tienen ya cerca de cuatro décadas, sin embargo, cabría decir que aún
esperan sus mejores días. Esto lo afirmo sin demérito de la calidad y relevancia de una producción
teórica y empírica que continúa en aumento. A pesar del excelente nivel y rigor científico de
buena parte de esa producción, hay aún huecos sensibles en la tematización, problematización y
conceptualización, además de la articulación transdisciplinaria que exige a mi parecer el
abordaje de este crucial aspecto constituido por lo que Oscar Landi ha llamado la “trama cultural
de la política”, y que se caracteriza por “poner en su órbita a un conjunto muy grande de
fenómenos”, entre los que Landi enumera creencias, expectativas, discursos, ceremonias, rituales,
simbologías, gestos, memorias, y olvidos.1
En tiempos recientes, y a lo largo de toda la década de los noventa del recién terminado
siglo, el tema de la cultura política en América Latina se ha convertido en una especie de lugar
común. Casi no hay día en que en algún medio de comunicación masiva (impreso o electrónico)
un reportero, un comentarista o especialista emita una sesuda opinión sobre el actual estado de
cosas en el campo político nacional y/o regional que remita a, o explique hechos relevantes del
4411
quehacer político —desde la alternancia política hasta los endémicos fenómenos de corrupción
política que aquejan al país y la región, pasando por la emergencia de “nuevos” actores
políticos— invocando algún rasgo distintivo y determinante de “nuestra cultura política”. La
facilidad con que tal misteriosa entidad es invocada, la asombrosa variedad de propiedades y
funciones que se le hace desempeñar, y la total ligereza o (peor aún) franca ausencia de precisión
y rigor analítico con que se usa, hace de la cultura política de los latinoamericanos una auténtica
entelequia, ontológicamente inaprehensible, teóricamente infértil, cuando no sospechosamente
ideológica; una suerte de “coartada conceptual” que se usa para los más diversos fines.
Tal situación es aún más preocupante cuando tal imprecisión y falta de rigor se propagan
con relativa facilidad en la discusión académica, que se supondría el ámbito natural y obligado
para la clarificación, depuración y crítica de conceptos y categorías usados en el discurso político.
Lo cierto es que en el contexto de muchos debates teóricos y estratégicos sobre la transición
política, la reforma del Estado, la recomposición del sistema y el espacio políticos, la emergencia
de la sociedad civil y el papel de los “nuevos” movimientos sociales en los procesos de
democratización en la región (por mencionar sólo algunos rubros de discusión), la cultura política
sale a relucir frecuentemente como una especie de “comodín” conceptual que cumple variadas
funciones causales y explicativas, pero en cuya naturaleza e implicaciones teóricas de largo
alcance pocas veces se reflexiona o discute en profundidad.
No es mi intención “corregir” tal estado de cosas, sino —mucho más modestamente—
contribuir a la discusión teórica de algunos de los varios aspectos relevantes que el concepto de
cultura política reviste, que, en primer lugar, se beneficie del debate teórico y epistemológico
desplegado en el capítulo anterior, para, en segundo término, iluminar así su uso como categoría
descriptiva, explicativa, e incluso, evaluativa de fenómenos y procesos políticos efectivos con
4422
miras a dotar a dicho uso de un mínimo de rigor y eficiencia epistémica. La presente discusión
aspira también a configurar algunos elementos que me parecen ausentes (o pobremente
esbozados) en los principales abordajes teóricos sobre el tema, y cuya necesaria (me parece)
inclusión y articulación conceptual en el campo de la teorización sobre cultura política podría
contribuir a enriquecer sustancialmente ese campo.
En el presente capítulo, me concentraré en la conceptualización sobre cultura política que
sigue siendo (para bien y para mal) hegemónica en gran parte de los medios académicos en
México y América Latina, a saber, la proveniente de la escuela politológica estadounidense
representada por Gabriel Almond, Lucien Pye y Sidney Verba principalmente, tratando de enfocar
críticamente su aporte, destacando algunas de las principales deficiencias y limitaciones de que
adolece, y apuntando a un contraste conceptual fundado en la consideración de complejos
socioculturales “de larga duración”, operantes en la conformación de la realidad y la dinámica del
campo político-social latinoamericano, cuyo análisis y tratamiento pueden incluso delinear alguna
propuesta programática de investigación futura sobre las complejas relaciones entre política,
subjetividad y cultura en Nuestra América, y que además suscitan una serie de cuestiones teóricas
que rebasan el ámbito de la ciencia política, e incluso de las ciencias sociales mismas, y que
apuntan en la dirección de una discusión filosófica pendiente en torno al concepto de cultura
política y su articulación filosófica en el marco de la filosofía política y de la filosofía de la cultura.
Me propongo así abordar los elementos básicos de dicha discusión en el capítulo final de la
presente tesina.
DE LA CULTURA CÍVICA AL IMAGINARIO POLÍTICO
El interés por el estudio de la cultura política ha experimentado un auge desde mediados de la
década de los ochenta, tanto en el contexto de la investigación politológica comparada y de la
4433
sociología política, como en el ámbito más general de la teoría política. Entre las causas que
motivaron tal auge se pueden mencionar tres que me parecen determinantes:
En primer lugar, la ya bien conocida y documentada crisis de paradigmas teóricos y
explicativos en las ciencias sociales en general, que enfrentaba a teóricos e investigadores con las
insuficiencias, inconsistencias e inadecuaciones empíricas, heurísticas y explicativas de los
esquemas teóricos y empíricos que habían guiado hasta el momento la indagación sobre las
realidades y dinámicas sociales y políticas de las sociedades modernas, y que por lo general,
tendían a minimizar el papel de la cultura como variable determinante y como factor explicativo
de los comportamientos políticos individuales y colectivos en tales sociedades.
En segundo término, y como una suerte de “confirmación” fáctica de la crisis de los
“grandes relatos” en las ciencias sociales, la caída de los regímenes del otrora llamado “socialismo
real” en la ex Unión Soviética y Europa del Este, derrumbe por demás inesperado, por no decir
“inexplicable” en términos de las teorizaciones y enfoques ya consagrados que enfatizaban sobre
todo los aspectos estructurales y sistémicos en el estudio de tales regímenes, lo cual hizo resaltar
de nuevo el papel de las tradiciones, las creencias, los símbolos y, en general, la dimensión
subjetiva y cultural como factor decisivo en las transformaciones sociales y políticas a gran escala
experimentadas por los países involucrados.
En tercer lugar, los desarrollos teórico-metodológicos y empíricos registrados no sólo en
los ámbitos de la ciencia y la sociología políticas, sino también en los de la historiografía,
especialmente en el campo de la historia de las mentalidades y en la llamada “nueva historia
cultural”, de la antropología y los estudios culturales, y de la sociología de la cultura, que
aportaron nuevas herramientas metodológicas, nuevas estrategias de investigación y nuevos
enfoques sobre la naturaleza y dinámica de la cultura en general, y que, combinados con los dos
4444
factores mencionados anteriormente, ha facilitado el comentado “retorno” o “renacimiento” de la
cultura política como tema de investigación.2
La tradición de la cultura cívica
Como afirmé anteriormente, representa la tradición hegemónica, con respecto a la cual hay que
definirse. Se inicia con la publicación en 1963 de The Civic Culture. Political Attitudes and
Democracy in Five Nations,3 (en adelante CC) de Gabriel Almond y Sidney Verba, politólogos de
la Universidad de Stanford, herederos disidentes de la escuela estructural-funcionalista de
inspiración parsoniana, a la vez que críticos del determinismo materialista de orientación marxista,
y defensores convencidos de una metodología empírica “dura” que chocó frontalmente con el
mood emergente que cuestionaba severamente el positivismo y el individualismo como
orientaciones metodológicas.4 No obstante las reacciones y críticas que desde su aparición recibió
la obra de Almond y Verba, y que deben ser entendidas como parte de la reacción generalizada
contra el positivismo y el funcionalismo en las ciencias sociales, CC estableció la agenda central
para el debate teórico y empírico sobre cultura política de los pasados 40 años.
Almond y Verba, se reconocen deudores de la escuela de estudios psico-antropológicos de
la “cultura y personalidad” (o “enfoque psicocultural”),5 y definen la cultura política en términos
de las disposiciones psicológicas de los individuos, a saber, como “las actitudes hacia el sistema
político y sus diversas partes, y actitudes hacia el propio rol del individuo en el sistema”; tales
actitudes se fundan en tres orientaciones distintas: a) cognitivas; b) afectivas; y c) evaluativas, las
cuales se refieren respectivamente al conocimiento del individuo acerca del sistema, sus
sentimientos hacia él, y su juicio evaluativo sobre el mismo (CC, pp. 13-15). Es claro entonces
4455
que para los autores la cultura política debe contemplarse como un conjunto de estados
psicológicos individuales que pueden ser “revelados” por medio de encuestas y/o entrevistas.
Cabe notar que la teoría de la cultura política elaborada y desarrollada por Almond y
Verba define este concepto en cuatro direcciones: a) consiste en el conjunto de orientaciones
subjetivas hacia la política en una población nacional, o en un subconjunto de ella; b) sus
componentes son fundamentalmente psicológicos e individualizados (cognitivo, afectivo,
evaluativo) orientados hacia la política y los compromisos con valores políticos; c) el contenido
de la cultura política es el resultado de la socialización, educación, exposición a los medios de
comunicación desde la niñez, así como de experiencias con el desempeño gubernamental, social y
económico en la etapa adulta, y d) la cultura política afecta el desempeño y la estructura
gubernamental (incide en él, pero no lo determina). Las determinaciones causales entre cultura,
estructura y desempeño van en “ambas direcciones”.6
A partir de su definición, los autores tratan de establecer el rol específico de la cultura
política en los procesos políticos en general, y es aquí donde su análisis empieza a tornarse menos
preciso. Como mínimo, adoptan la perspectiva de que el sistema político de un país incluye su
cultura política, y que la estabilidad o el cambio sistémico está de algún modo ligado causalmente
a su cultura: “uno debe asumir que las actitudes que reportamos tienen alguna relación
significativa con la forma en que el sistema opera —con su estabilidad, eficacia y cosas así” (CC,
p. 74). De este modo, comenta John Street, la cultura política se concibe como una especie de
“híbrido” entre un catalizador y un fertilizante, ya que provee las condiciones tanto para el cambio
como para el sustento y permanencia del producto del cambio; o “más prosaicamente”, la cultura
política conforma el contexto o ambiente propio de la acción política.7
4466
Pero Almond y Verba no parecen contentarse con atribuir a la cultura política un rol más
bien pasivo. En la medida en que quieren hacer una distinción nítida entre cultura política y
sistema político, arguyen que “las culturas políticas pueden o no ser congruentes con la estructura
del sistema político” (CC, p. 21). Sin embargo, ambos términos clave (cultura y sistema), nos dice
Brian Barry,8 son usados en forma por demás vaga por nuestros autores, pero es posible detectar
dos ideas subyacentes. En primer lugar, los politólogos de Stanford quieren establecer las
condiciones de posibilidad para casos de compatibilidad entre las actitudes de la gente y sus
instituciones políticas. La segunda idea es que sólo un cierto tipo de cultura —la cultura cívica—
es apropiada para la democracia, o expresado de otro modo, diferentes culturas se “ajustan” (fit)
o “casan” (en grado diverso) con diferentes tipos de régimen político. En una democracia ideal la
compatibilidad entre sistema y cultura es completa: “la cultura cívica es una cultura política
participativa en la que cultura y estructura políticas son congruentes” (CC, p. 31). Lo importante
es que para los autores la condición de compatibilidad no puede ser asumida sin más, ya que ellos
pretenden establecer la cultura política como una variable independiente, que puede explicar la
forma en que la gente reacciona ante lo político (CC, p. 50).
Lo anterior desemboca en una de las preocupaciones “finales” de Almond y Verba, a
saber, la forma específica en que la cultura política adquiere sus efectos funcionales o
disfuncionales. La respuesta para ellos radica en la forma en que la cultura política enlaza o
eslabona (links) la “micropolítica con la macropolítica”, y forja así un puente “entre la conducta
de los individuos y el comportamiento de los sistemas” (CC, p. 32). Las actitudes relevantes de
los individuos pueden no ser explícitamente políticas, pero pueden ser localizadas entre “las
actitudes no políticas y las afiliaciones no políticas” de la sociedad civil (CC, p. 300).
4477
Cabe sin embargo destacar algunas de las principales críticas que el esquema teórico-
analítico de Almond y Verba ha recibido por parte de otros estudiosos. Arend Lijphart, por
ejemplo, concluye que los resultados de la investigación de CC son “más impresionistas que
sistemáticos”, además de que critica a los autores por “estirar” de tal modo el concepto mismo de
cultura para que abarque no sólo las orientaciones psicológicas individuales hacia entidades
políticas, sino “las relaciones sociales e interpersonales en general”. Esto introduce una vaguedad
innecesaria que se evitaría si se confina la noción de cultura política a lo explícitamente político.9
Por su parte, Carole Pateman acusa a los autores de poner escasa atención a la forma en que una
democracia ha de ser definida y cómo es que los valores que la gente afirma y expresa afectan el
sistema del que son parte.10 A su vez, Brian Barry comenta: “no obstante proveer un fascinante
caudal de información estadística sobre actitudes políticas, hay no obstante un muy pobre intento
de proveer evidencia sobre la relación entre esas actitudes y el funcionamiento de un sistema
político nacional real”.11 Para S. Welch, esta cuestión revela una tensión insoluble en el enfoque
de CC, ya que se quiere proporcionar un análisis comparativo de culturas políticas entre diversos
países (USA, Inglaterra, Italia, Alemania y México), para lo cual se requiere un cierto nivel de
generalización; y se quiere también ofrecer una explicación sociológica de las diversas culturas
políticas en el interior de cada país, para lo cual se necesita un análisis local detallado. Welch
argumenta convincentemente que ambas metas no pueden ser reconciliadas, y que además (por la
misma razón), el poder explicativo de la cultura política está bajo “constante amenaza”: “a mayor
grado de especificación de las diferencias culturales, es menos fácil separarlas de sus efectos
putativos”.12 De acuerdo con Street, estos problemas tienen que ver con la renuencia de Almond y
Verba a tratar las cuestiones de los orígenes, las formas y diseminación de las culturas políticas,
de tal modo que la noción de socialización política tiene que “realizar más trabajo del que
4488
razonablemente se puede esperar de ella”.13 Por último, cabe destacar una crítica definitiva de
Carole Pateman, quien en forma aguda señala que al hacer Almond y Verba de la cultura política
una “parte integral” del sistema político deben admitir que las actitudes que constituyen las
orientaciones políticas específicas de una cultura política existen únicamente en relación con un
conjunto específico de instituciones. Si esto es así, entonces es imposible que la cultura política
constituya una variable independiente.14 Este problema es endémico a la concepción misma de
cultura política de los autores, y se vuelve particularmente evidente cuando se intenta identificar y
establecer su poder explicativo.
En síntesis, las principales críticas al enfoque de los stanfordianos se resumen en:
a) La cultura política puede ser un reflejo del sistema político más que un determinante del
mismo;
b) la cultura cívica (que consiste en una mezcla de una cultura política participativa con
elementos de las culturas políticas parroquial y subordinada) fomenta la estabilidad política en
general y no sólo la de la democracia. Por tanto puede fungir como una “palanca” estabilizadora y
legitimadora, garante de la gobernabilidad en casi cualquier régimen político;
c) el esquema dedica muy poca o nula atención a las subculturas políticas, que pueden
“desviarse” o aún chocar frontalmente con la cultura política nacional dominante, y no pueden
soslayarse en la medida en que son factores del posible cambio político generalizado, y llegan a
poner en cuestión la idea misma de cultura nacional;
d) los autores no dan importancia a la cultura política de las élites, que en países en
“transición”, o procesos de liberalización política o “consolidación” democrática puede ser una
variable crucial.
4499
Por otro lado, cabe tomar en consideración las posibles ampliaciones que la noción misma
de cultura política puede admitir desde el tipo de perspectiva que se está considerando. Por
ejemplo, Jacqueline Peschard, en un intento más bien tímido y de “corto alcance” en términos de
conceptualización, parte, en primera instancia, de una definición muy general de cultura,
entendiendo por ésta “el conjunto de símbolos, normas, creencias, ideales, costumbres, mitos y
rituales que se transmite de generación en generación, otorgando identidad a los miembros de una
comunidad y que orienta, guía y da significado a sus distintos quehaceres sociales”.15
A su vez, la política es entendida genéricamente como “el ámbito relativo a la
organización del poder” (i.e. el ámbito de las decisiones vinculantes en una sociedad o grupo), de
donde se sigue que la cultura política se compone de los significados, valores, concepciones y
actitudes que se orientan hacia el ámbito específicamente político.16 En ese sentido, me parece
oportuno reconocer (analíticamente) al menos tres momentos constitutivos de la cultura política, a
saber: i) la internalización (o introyección) del sistema político en términos cognitivos, afectivos y
evaluativos por parte de los individuos, en tanto sujetos políticos (como sugerían Almond y
Verba); ii) la construcción de un imaginario colectivo en torno al fenómeno y la “cuestión” del
poder (y sus sucedáneos y/o “asociados”: influencia, autoridad, legitimidad, sujeción, obediencia,
resistencia, rebelión, etcétera); iii) la instauración de un código subjetivo (e intersubjetivo) de
comunicación política que estructura un campo de acción social relativamente autónomo cuyo
medio comunicacional generalizado y referente objetivo es el poder mismo (i.e. los actores se
reconocen y enfrentan como tales en la medida en que su acción se estructura y se vehicula en
términos de la referencia al poder).17
Vale también la pena tomar nota de cómo a partir de una noción “enriquecida” de cultura
política se hace posible distinguir este concepto de otras nociones que también se refieren a
5500
elementos subjetivos que orientan la interacción de los actores sociales en el campo de las
relaciones de poder, como el de ideología (política), ya que éste se refiere a una formulación
doctrinal con pretensiones de coherencia interna y validez universal abstracta que articula los
intereses y acción política de un grupo o segmento de la sociedad; mientras que el concepto de
cultura política apunta más bien hacia la dimensión nacional (cultura política del mexicano, del
francés, etcétera), que reconoce, no obstante, la existencia de subculturas políticas (de clases,
etnias, grupos de género, grupos religiosos, etcétera), que coexisten, en forma no necesariamente
“coherente”, en el interior de una cultura política nacional que configura un marco referencial
limitado, relativo y concreto. Nuestra categoría también se distingue del concepto de actitud
política, la cual es una variable intermedia entre una opinión y una conducta, y constituye una
respuesta a una situación dada, una disposición o “inclinación” a la acción organizada en función
de “coyunturas” (demandas inmediatas); mientras que la idea de cultura política alude a pautas de
acción consolidadas y arraigadas, menos expuestas al cambio coyuntural. Por último, la noción de
cultura política se distingue claramente del concepto más general (e incluso ambiguo) de
comportamiento político, el cual, se refiere a la conducta objetiva de los actores, que puede ser
considerada una expresión de la cultura política de los mismos.18
Imaginarios políticos y estructuración
En virtud de lo anterior, me parece que se impone la necesidad de ampliar la noción de cultura
política en un sentido cualitativo,19 que haga justicia a la complejidad de los fenómenos que la
constituyen, y que evite los escollos del empirismo ingenuo en que ha caído la tradición de la
cultura cívica.
5511
En este sentido, cabe, en primer término, recuperar el énfasis en la noción de imaginario
colectivo, que inicialmente en su raigambre historiográfica, y a partir del enfoque en el estudio de
las mentalidades, ha abierto un rico campo de indagación no sólo a la historiografía, sino a las
ciencias sociales en general, a las que el concepto genérico de mentalidad les provee de una
categoría analítica en la cual englobar las representaciones simbólicas colectivas (conscientes o
no) detentadas, transmitidas, preservadas y elaboradas continuamente por diversos grupos
sociales, y que orientan los comportamientos y elecciones colectivas de los mismos. Cabe
mencionar en este renglón un aporte fundamental al mencionado campo, como es el de Georges
Duby, quien con su obra Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, despliega un
interesante esfuerzo por situar “las relaciones entre lo material y lo mental en la evolución de las
sociedades”,20 para lo cual analiza la confluencia de las formas de pensar y del lenguaje, los
sistemas de valores, los dominios del mito, la epopeya, la adulación, las ideologías y los sueños,
tal como se manifiestan en asuntos tan diversos como las costumbres matrimoniales, la
arquitectura medieval, las creencias milenaristas, los ritos caballerescos, las intelectualidades
clerical y universitaria, los mitos y el bestiario medievales, la vida cotidiana, etcétera. Una
definición un tanto más precisa ha sido enunciada por Evelyn Plantgean:
El campo de lo imaginario está constituido por el conjunto de representaciones que desbordan ellímite trazado por los testimonios de la experiencia y los encadenamientos deductivos que estosautorizan. Lo que significa que cada cultura, y por tanto cada sociedad e incluso cada nivel de lasociedad compleja tiene su imaginario (...) el límite entre lo real y lo imaginario se manifiestavariable, mientras que el territorio que atraviesa sigue siendo, por el contrario, siempre y pordoquier idéntico, pues no es otro que el campo de la experiencia humana desde lo máscolectivamente social hasta lo más íntimamente personal.21
De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, el imaginario tiene como sustento y referente último “el
fondo mismo del ser social”, esto es, la experiencia humana, y por ende, en cuanto categoría
remite a la dimensión ontológica de lo social.22 Precisamente aquí incide la pertinencia de una
5522
teorización que haga justicia a este nivel ontológico, y de cuenta del status constitutivo del
imaginario político en términos de lo que en el contexto del aporte teórico de Anthony Giddens ha
sido llamado una “ontología de potenciales”, cuya propuesta central se ubica en la llamada “teoría
de la estructuración”, y cuyas tesis centrales se pueden enunciar así:
1. El foco sustantivo de la teoría social no es la acción o la experiencia individual del actor
(como afirma el individualismo metodológico), ni tampoco la existencia y los requerimientos
funcionales o estructurales de una totalidad social (según el estructuralismo, el funcionalismo, o el
marxismo), sino las prácticas sociales, que subyacen en la raíz misma de los procesos
constitutivos tanto de individuos como de sociedades.
2. Las prácticas sociales son desempeñadas por agentes humanos reconocibles que
detentan “poderes causales”, y por ende no son meros productos de fuerzas sociales “ciegas”, ya
que tienen la capacidad de la auto-reflexión que ejercen en sus relaciones interactivas cotidianas
con otros agentes, así como una conciencia práctica, si bien “tácita” de sus circunstancias y
posibilidades de acción.
3. No obstante, estas prácticas no son fenómenos caprichosos o puramente voluntaristas,
sino forman pautas ordenadas y estables en el espacio y el tiempo, ya que son rutinizadas y
recursivas; i.e., al producir prácticas sociales, los actores se apoyan en “propiedades
estructurales” (reglas y recursos) que constituyen rasgos institucionales de las sociedades.
4. Las estructuras (sociales, políticas, etcétera) son entonces fenómenos “dependientes de
la acción”; son a la vez el medio y el resultado de un proceso de estructuración: la producción y
reproducción de prácticas sociales en el tiempo y el espacio; tal proceso implica, según Giddens,
una “doble hermenéutica”, i.e., la doble imbricación de individuos e instituciones; de ahí su
5533
afirmación (que parece de Perogrullo) “creamos a la sociedad al tiempo que somos creados por
ella”.23
Podemos afirmar, en virtud de lo anterior, que en tanto imaginario colectivo construido en
torno a los procesos y objetos políticos, la cultura política es también un proceso de
estructuración fundado en la operación conjunta de poderes causales de los actores, así como de
propiedades estructurales específicas del campo de lo político, por lo que su apreciación cabal
requiere de un doble proceso hermenéutico (dualidad agencia-estructura) que capte cómo es que
los actores crean el campo de lo político al tiempo que son creados por él. En este sentido, cabe
recordar aquella máxima de Marx en la que afirmaba que los seres humanos hacen su propia
historia, pero por lo general no les es dado elegir las circunstancias específicas en las que les toca
hacerla, ya que éstas les son transmitidas desde el pasado.24
Cultura política y habitus
La cultura política también se puede conceptualizar en términos de la categoría de habitus, forjada
por Pierre Bordieu, quien lo entiende como una especie de “gramática generativa” de las prácticas
sociales; algo así como una competencia cultural (análoga a la competencia lingüística planteada
por Chomsky), pero despojada de toda connotación esencialista o idealista, y pensada más bien
como producto de las condiciones sociales.25 El habitus se constituye entonces a partir de una
interiorización de las reglas sociales por parte de los individuos, que cristaliza en un conjunto de
disposiciones durables, orientadoras de la acción; en suma, se trata de “un sistema subjetivo pero
no individualizado de estructuras interiorizadas, que son esquemas de percepción, de concepción
y de acción”.26
5544
El habitus consiste, así, en “creatividad gobernada por reglas”; no es un mero “programa”
inserto en las individualidades y operante aparte o a costa de los poderes causales de los sujetos.
Éstos, en el seno de una sociedad diferenciada asumen posiciones (sociales) por vía de la posesión
y operación de principios de diferenciación (que Bordieu caracteriza con el concepto generalizado
de capital, ya sea económico, político, cultural-educativo, simbólico, etcétera), cuya dinámica
configura un campo social, un espacio social diferenciado y dinámico en cuyo interior los actores
sociales se agrupan de acuerdo con el tipo, volumen global y estructura del capital social que
detentan, esto es, según la distribución y peso relativo de cada tipo específico de capital.27
Lo anterior significa, de acuerdo con Bordieu, que a través de la noción de habitus es
posible “dar cuenta de la unidad de estilo que une las prácticas y los bienes de un agente singular
o una clase de agentes”. De manera más general:
El habitus es ese principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas yrelacionadas de una posición [social] en estilo de vida unitario, es decir, un conjunto unitario deelección de personas, de bienes y de prácticas... los habitus se diferencian, pero asimismo sondiferenciantes... Los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas... perotambién son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y dedivisión, aficiones diferentes. Establecen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo...entre lo que es distinguido y lo que es vulgar, etcétera, pero no son las mismas diferencias paraunos y otros.28
Algo esencial con respecto a lo anterior, afirma Bordieu, es la posibilidad de que las diferencias en
las prácticas y en las opiniones expresadas por los agentes se perciban a través de estas categorías
sociales, de principios de visión y diferenciación, cuyas diferencias a su vez se convierten en
diferencias simbólicas, constituyendo así un auténtico lenguaje, cuya referencialidad y
significación se abre como un fecundo campo de análisis.29 De lo anterior se sigue que, en tanto
imaginario colectivo construido sobre los objetos de la política, el conjunto de las culturas
políticas vigentes en una sociedad determinada es también un conjunto de habitus políticos, que
5555
configura el campo de la subjetividad política operante en esa sociedad, y da cuenta de la
contextura simbólica de los procesos estructurantes a partir de los cuales se construyen las
subjetividades y las identidades políticas en un espacio social dinámico y diferenciado.
IMAGINARIOS POLÍTICOS EN AMÉRICA LATINA: CLAVES Y TRAMAS
La discusión anterior no constituye un mero ejercicio abstracto, desvinculado de las realidades y
dinámicas constitutivas de las culturas políticas latinoamericanas, toda vez que el esquema teórico
y empírico que ha guiado predominantemente las investigaciones sobre el tema en Latinoamérica
es el de la tradición de la cultura cívica,30 ya sea implementado en forma “ortodoxa” o con
variantes “críticas”.
Un problema insalvable de la adopción acrítica del esquema en cuestión, se refiere al
marcado e irremediable determinismo cultural propio de la tradición de la que emana. En especial,
la concepción de la cultura como un factor de integración social que determinaría en forma casi
mecánica las vías y modalidades de la sociabilidad de los grupos sociales, y por ende sus patrones
de comportamiento político.31
En este tenor habría que entender las típicas y apresuradas evaluaciones que estudiosos
formados en la mencionada tradición formulan sobre la cultura (en singular) latinoamericana, que
de acuerdo con estas valoraciones constituye un insalvable obstáculo a la democratización de los
regímenes políticos en Nuestra América. De acuerdo con tal perspectiva, una democracia al
“estilo de los EEUU”, sería inalcanzable para los países de América Latina, ya que estos son
Católicos, corporativos, estratificados, autoritarios, jerárquicos, patrimonialistas, y semifeudalesen su núcleo. En gran medida inalcanzados por los grandes movimientos revolucionarios... lasnaciones Ibéricas y latinoamericanas permanecen encerradas en su patrón tradicional de valores einstituciones (...). El sustento de estos patrones e instituciones tradicionales ha permanecido enforma continua, seguramente modificado por las nuevas corrientes de la modernidad, pero nosubsumido y reemplazado por ellas.32
5566
En el mismo sentido hay que entender el aserto de Glen C. Dealy cuando afirma que los
latinoamericanos no entendemos el término “democracia” en el sentido “occidental convencional”,
esto es, como referente de pluralismo y representación políticos, e intereses en competencia, sino
como “monismo político o democracia monista, esto es, la centralización y el control de intereses
potencialmente competitivos... un intento de eliminar la competencia entre grupos”.33 Tal
monismo político sería entonces expresión de una unidad cultural monolítica e impermeable a los
procesos de modernización, y que determina fatalmente el destino de la región, ya que si “la
cultura” latinoamericana (supuestamente única, inmutable y sin fisuras) es tal como se pretende,
entonces no hay esperanza para los procesos de democratización en Nuestra América, y estamos
condenados al “eterno retorno” y la inestabilidad endémica de los regímenes políticos de nuestros
países.
Ante semejante panorama falazmente armado, cabe intentar —si bien de modo provisional
y sólo como ilustración de la relevancia de la discusión teórica desplegada— la re-tematización de
las culturas latinoamericanas en términos de la categoría de imaginario, y las culturas políticas de
la región en términos de procesos de estructuración, a fin de enfocar la producción y
reproducción de las prácticas sociales a través de las cuales se elaboran en nuestras sociedades
las representaciones colectivas de lo político, y en función de las cuales se ordenan los
comportamientos de individuos y grupos. Pero éstos no son una suerte de “autómatas” culturales,
que obedezcan fatal y ciegamente un “programa” cultural inserto en ellos como “código
genético”, ya que, en la medida en que se constituyen como sujetos, despliegan sus poderes
causales en el ámbito de la acción política, la cual, si bien enmarcada institucionalmente por las
reglas y recursos de los actores, no se reduce a la rutinización y la recursividad, toda vez que los
5577
actores políticos en América Latina han sido capaces de mostrar, en diversos momentos
históricos, una gran creatividad y sentido práctico en el terreno cultural y el del quehacer político.
En este sentido, quiero destacar, aunque sea esquemáticamente, tres procesos
socioculturales de “larga duración”, que lejos de constituir bloques fijos o capas inmóviles del
tejido simbólico y social de América Latina, constituyen elementos, creo yo, cruciales y dinámicos
de los complejos procesos de estructuración político-social, esto es de configuración del universo
de los habitus políticos en el continente. Dichos procesos son: en primer lugar, la formación de
sociedades fractales en Nuestra América; en segundo término, procesos de ciudadanización
imaginaria; y por último, la formación de tradiciones centralistas en América Latina.
Sociedades fractales y barroco
Ha sido sobre todo el historiador francés Serge Gruzinski en su indagación sobre la colonización
de lo imaginario y la arqueología de las estructuras mentales arraigadas en los países
latinoamericanos desde la era de la Colonia, quien ha contribuido a esclarecer un rasgo fundante
de la formación de identidades culturales en México y Nuestra América.34 Al respecto, la
experiencia histórica novohispana podría ser paradigmática de un proceso más general, y que
reúne una serie de rasgos y dinámicas que actualmente, bajo formas diversas organizan y articulan
el llamado universo posmoderno.
Ya desde 1521, México-Tenochtitlan no es más el umbilicus mundi de la tradición mexica,
sino el origo novi mundi; la traducción urbana de una formación social y cultural absolutamente
singular: una sociedad fractal, esto es, el producto de la yuxtaposición brutal de dos medios
profundamente perturbados: el de los invasores y el de los vencidos. La diversidad de los
componentes étnicos, religiosos y culturales, la elevada cuota de desarraigo presente en ambos
5588
bandos, y la dominación limitada de la autoridad central delegada, establecieron la preeminencia
de lo inestable, de la movilidad y de la improvisación, y multiplicaron fenómenos cuyo carácter
caótico, irregular, esto es, fractal, es innegable.35 Este carácter se instaló en medios en gestación,
en ámbitos sin ninguna tradición de coexistencia, de modo que las relaciones sociales y los roles
culturales estaban constantemente trastornados. En estos universos caóticos, si bien estaba
establecida una “norma” o costumbre (ibérica o mexica) sancionada real y simbólicamente, no era
extraño que los comportamientos individuales y colectivos escaparan frecuentemente a los
márgenes establecidos. Cabe entonces describir tal experiencia como una normalización de la
anomia, que permitía (como rasgo típicamente fractal) la reproducción de la diferencia en el
marco de la repetición y la rutina.
Algunas consecuencias destacables de la instauración de tal experiencia fractal son las
siguientes:
1. El predominio de una recepción fragmentada e intermitente entre las culturas
enfrentadas, con la pérdida y disolución (parcial o total) de los referentes originales de todos los
protagonistas de la conquista, que se vieron orillados a configurar por su cuenta y riesgo
itinerarios personales y grupales a base de urdir analogías arbitrarias, superficiales o casuales, y
obligados al ejercicio de la agilidad mental, perceptiva y combinatoria, para poder integrar los
fragmentos dispersos y disímbolos de cultura e identidad con los que contaban.36
2. El surgimiento de una sociedad barroca, en la que predominó el mestizaje de los seres y
las apariencias, la incesante creación de híbridos y objetos inclasificables, de soluciones caóticas y
situaciones efímeras; además, en esta sociedad que emerge de las formaciones sociales fractales, y
de las que conserva aún el status evanescente, hay un predominio de la imagen sobre el discurso;
imagen barroca milagrosa, que no era mera réplica de un modelo real, no funcionaba en la lógica
5599
de la mimesis y la reproducción, ya que era en sí milagrosa, instaurando entonces un código de
mimesis interferida, la imagen hacía presente la hiperrealidad de lo divino, convirtiéndose en un
vehículo de comunicación masiva, e instaurando un fértil mercado simbólico, cuyos consumidores
(indios, españoles, mestizos, negros, etcétera) fueron extraordinariamente activos, multiplicando
las formas de recepción y apropiación de las imágenes, y metamorfoseándolas al calor de sus
experiencias y necesidades cotidianas.37
3. La articulación sincrética del imaginario barroco anulaba de hecho la dicotomía entre
lo real y lo onírico, mezclando ficción y realidad en universos virtuales, cuya movilidad y
dinamismo son constitutivos de las contexturas y plexos de identidad y sentido que han
estructurado desde entonces el campo cultural en México y América Latina.38
4. Gruzinski afirma, no obstante, que el barroco novohispano no desembocó en la
modernidad, ya que la política ilustrada de los borbones sólo fue un “paréntesis neoclásico” en la
segunda mitad del siglo XVIII, y la Independencia tampoco rompió con la tradición barroca: tal
ruptura sólo se ha dado en el presente siglo, aunque sin las consecuencias de orden cultural que
cabría esperar:
Bajo el barniz del liberalismo, el positivismo y la laicidad, los imaginarios religiosos perduraron yexperimentaron nuevos cambios bajo la influencia de un clero que logró conservar muchainfluencia... La ausencia en México de una Revolución Industrial, de alfabetización ydemocratización al estilo europeo, dejó espacios vacíos que los antiguos imaginarios barrocossiguieron ocupando antes de ser parcialmente sustituidos por los universos creados por la imagencinematográfica y electrónica.39
Así, sugiere Gruzinski, el siglo XIX mexicano (y en no poca medida en América Latina) podría ser
pensado en el terreno cultural como un “paso sin transición” del barroco a la posmodernidad.
6600
Ciudadanización imaginaria
Otro proceso de larga duración que arraiga en nuestros países y se destaca sobre todo desde el
inicio de las luchas de Independencia, es el de la ciudadanización imaginaria, que para el caso de
México ha sido descrito en forma acuciosa por Fernando Escalante. En el siglo XIX las elites
políticas latinoamericanas se plantearon como proyecto la construcción de naciones que fueran
plenamente modernas, cabalmente insertadas en la órbita capitalista internacional. Sin embargo,
tuvieron que luchar no sólo en el terreno militar y jurídico-político contra el poder de las
corporaciones y estamentos de la sociedad tradicional de la Colonia (Iglesia católica, ejército,
notables, etcétera), sino que en el terreno cultural se toparon con un orden moral tradicional,
corporativista y premoderno; con un orden señorial, jerárquico, patrimonialista, racista y
centralizador del poder, y con una pesada herencia de caudillismo político, clientelismo y
prácticas de cooptación y control arbitrarios, que de hecho, tornaban casi imposible el sueño.40
Por otro lado, la modernización política y económica de estos países era impensable sin un
entramado institucional y jurídico que les diera sustento. A su vez, este orden institucional
requería de “sustancia” o materia prima, i.e., de ciudadanos que encarnaran y operativizaran los
valores, metas, prácticas y procedimientos institucionales. El gran problema era que tales
ciudadanos simplemente no existían, de modo que había que crearlos, y tal creación fue sobre
todo imaginaria, como elemento central de un “modelo cívico”, de una moral pública, en la cual
se definía lo público a partir de lo privado, y de un tipo humano específico: el ciudadano, la
contraparte imaginaria del abigarrado universo de las prácticas y los modos de operación política
realmente existentes:
(...) el proyecto explícito de toda la clase política decimonónica de crear ciudadanos, de darlegitimidad y eficacia a un Estado de derecho, democrático y liberal, estaba en abiertacontradicción con la necesidad de mantener el control político del territorio. Sin el apoyo de la
6611
moral cívica, el Estado que imaginaban era una quimera; sin el uso de los mecanismos informales—clientelistas, patrimoniales, corruptos— el control político era imposible. Donde no habíaciudadanos, actuar como si los hubiera suponía un riesgo inaceptable para la clase política.41
De modo que las élites liberales tuvieron que mediar entre la ausencia real de insumos políticos
vitales (ciudadanos, participación, consenso y legitimidad social construida “desde abajo”) y la
necesidad de control y estabilidad políticos, a fin de garantizar la viabilidad de sus proyectos de
nación y modernización, para lo cual tuvieron que recurrir a los viejos modos y prácticas
caudillistas y clientelares, que eran las únicas existentes y arraigadas en la trama social y
económica de las jóvenes naciones latinoamericanas decimonónicas. Pero esto no era mero
“pragmatismo” o “astucia de la razón”, sino que se enmarcaba en la lucha por la construcción de
un orden moral, de una estructura que no se reduce a meros preceptos, sino que orienta y articula
formas de organización de la vida social y campos enteros de afectividad, ordena asimismo las
representaciones, discursos y retóricas sobre lo público y sus formas legítimas de estructuración, y
en este renglón particular es que el modelo imaginario del ciudadano que encarna las virtudes
cívicas respondía funcionalmente a la doble necesidad de construcción de un orden político
moderno y del mantenimiento del control y la estabilidad; se hacía así, de la necesidad, virtud.42
La tradición centralista
Desde el siglo XVII, al calor de las reformas borbónicas, se da en Iberoamérica un fenómeno de
concentración de poder y recursos políticos en unas cuantas manos, dando lugar así a patrones
autoritarios de gobierno. Este proceso se funda, según Claudio Véliz, en cuatro “ausentes” y dos
“pilares” o pivotes, siendo los primeros:
1. La ausencia de una experiencia feudal en la tradición latinoamericana.
6622
2. La ausencia del fenómeno arraigado de la disidencia religiosa, con el resultante
centralismo latitudinario de la religión dominante (esto es, un centralismo religioso “amplio e
incluyente”).
3. La ausencia, a lo largo del tiempo, de “cualquier acontecimiento o circunstancia”
comparable con la Revolución Industrial europea.
4. La ausencia de los rasgos característicos de la “evolución ideológica, social y política”
asociados con la Revolución francesa, que han contribuido a la transformación radical del carácter
de la sociedad europea occidental desde hace siglo y medio.43
Si bien tal vez alguno de los puntos destacados mereciera algún matiz (en especial el
cuarto punto), y si bien los mencionados son factores históricos negativos, y se puede argüir que
son insuficientes para explicar el devenir y trayectorias de las configuraciones políticas
latinoamericanas, ya que la explicación histórica difícilmente puede fundarse en “ausencias” o
“huecos”, cabe no obstante señalar que Véliz apunta hacia dos “ejes” o rasgos que, mientras que
en la Europa noroccidental fueron inseparables de las consecuencias de la Revolución Industrial,
en América Latina tienen un origen y carácter inequívocamente “preindustrial”: en primer lugar,
una tradición burocrática de racionalización industrial, sobre la cual se ha instalado el centralismo
activo, que ha configurado los procesos de continuidad y de cambio, y en segundo término, una
cultura urbana preindustrial sui generis, al interior de la cual se ha formado y desarrollado un
vasto sector terciario, orgánicamente ligado a las instituciones y hábitos burocráticos.44
Tal complejo causal, explicaría entonces los patrones cíclicos de “liberalización”-
estancamiento y crisis-recentralización autoritaria que han caracterizado a las sociedades
latinoamericanas desde el siglo pasado, teniendo sin embargo un elemento “constante”: las
6633
burocracias centralistas, portadoras de un ethos autoritario y “caudillista”, pero también racional y
centralizador que instrumentalizó al propio Estado para sus fines:
Las burocracias centralistas de América Latina hicieron algo más que sobrevivir. Cuando durantela pausa liberal todos los principales grupos de presión estuvieron de acuerdo acerca de lanecesidad de desmantelar el aparato del estado y minimizar su papel, estas burocraciascentralistas fueron capaces, con notable éxito, de conservar su prestigio e influencia y deejercitarlos en beneficio de lo que consideraban los mejores intereses del estado que, a menudo,coincidían sin duda con los de su propio grupo. Cuando las revoluciones liberales del siglo XIXabrieron el camino a docenas de jefezuelos militares (la mayoría de ellos ávidos imitadores deNapoleón) que dieron circulación internacional a la palabra caudillo, fue la maquinariaimpersonal de la burocracia superviviente la que mantuvo funcionando a aquellos países demanera más o menos aceptable...45
De manera que el tan sobado papel “civilizador” que supuestamente habrían jugado los caudillos
latinoamericanos, esos “césares democráticos”, o “gendarmes necesarios” para la modernización
en Nuestra América,46 habría sido poco menos que imposible sin la existencia ya estructurada de
formas culturales características del ethos racionalizador y centralista sobreviviente, dúctil y
adaptable de las burocracias urbanas latinoamericanas. En la mirada de largo plazo, cabría
entonces replantear diversas cuestiones sobre, por ejemplo, el autoritarismo y el populismo en
América Latina, a la luz de esta constante adaptativa del ethos centralista.
INTERROGANTES
El debate apenas esbozado en este capítulo no parece facilitar el arribo fácil a conclusiones firmes
ni a sumarizaciones apresuradas. En vez de ello, y en forma tal vez esquemática, me parece en
cambio oportuno plantear las siguientes interrogantes:
1. Si bien aporta elementos valiosos, la tradición de la cultura cívica debe ser “deconstruida”,
dando paso a teorizaciones cualitativamente enriquecidas, de mayor flexibilidad y alcance
metodológico, y que hagan justicia a la complejidad de los fenómenos culturales en general, y en
América Latina en especial. En este sentido, la ampliación cualitativa de la noción de cultura
6644
política en términos de imaginarios políticos, procesos de estructuración y formación de una
diversidad de habitus políticos podría aportar nuevas líneas y estrategias de investigación, que
aquí han sido sólo sugeridas.
2. La presencia, permanencia y transformación de dinámicas y procesos socioculturales como los
descritos en México y América Latina, exige un abordaje multidisciplinario, creativo y ecléctico,
esto es, electivo, que permita dar cuenta de las especificidades político-culturales
nuestroamericanas, sin caer en tesis excepcionalistas, pero evitando también la rigidez
metodológica y la (a veces inadvertida) ingenuidad y el sesgo empirista de los estudios
comparativos. En este aspecto, quedan aún por dilucidar diversas cuestiones acerca de la
naturaleza, articulación, dinámica y consecuencias de largo alcance de la triada de factores
mencionados: ¿Cómo y en qué sentido los fenómenos —lamentablemente todavía vigentes— de
ciudadanización imaginaria y de centralización autoritaria responden aún a dinámicas fractales o
“barrocas”? ¿Hasta qué punto determinan las imágenes y discursos sobre lo político (autoridad,
sistema político, partidos, políticas públicas, esfera pública) el ahondamiento de la brecha entre
ciudadanos imaginarios y prácticas políticas reales, en la medida en que el campo político se
percibe como caótico y severo, como fractal y centralizado a la vez?
3. Tal vez habría que considerar, como hipótesis de trabajo, estos tres procesos (formaciones
sociales fractales, ciudadanización imaginaria, centralización burocrática) como ejes de un
proceso amplio de estructuración (producción y reproducción de prácticas sociales en el tiempo y
el espacio) que ha configurado los imaginarios políticos, esto es, las culturas políticas
heterogéneas y diversas que cotidianamente son elaboradas, portadas, renegociadas,
transformadas y consolidadas en forma de habitus políticos estructurados y estructurantes de/en
la vida política y social de Nuestra América.
6655
4. ¿Cómo recuperar la significación y eficacia conceptual de categorías como “imaginario”,
“poderes causales de los sujetos”, estructuración, habitus, en tanto categorías de alcance
ontológico para la filosofía política y la filosofía de la cultura? ¿Cómo pone en juego la dimensión
simbólica de lo social (i.e., lo imaginario) el estatuto específicamente político de la cultura, de
toda cultura? A partir de estas interrogantes parece atisbarse una —al menos para mí, hasta
ahora— insospechada imbricación entre ambos campos del discurso filosófico, tradicionalmente
presentados y enseñados como compartimientos estancos. En torno a esta incipiente sospecha se
intentará articular una intuición que oriente la discusión propiamente filosófica del siguiente y
último capítulo.
NOTAS
1 Véase Landi (1987), pp. 39-64.
2 Véanse al respecto Almond (1993) y (1995), Castillo y Patiño (coords.) (1997), Chihu (1998a) y(1998b), Eckstein (1988), Inglehart (1988) y (1990), Morán (1996/97) —así como todos los textosincluidos en el número monográfico de Zona Abierta para los cuales el texto de Morán funge comointroducción—, y Pye (1988), para el caso de la ciencia y la sociología políticas; en el terreno de lahistoria cultural destacan Burke (1987), (1994), y (2002), así como Burke (ed.) (1992); Chartier(1992), Ginzburg (1981), y Hunt (ed.) (1989); para el caso de la antropología y los estudios culturalespueden consultarse Arizpe (1989), Arizpe (ed.) (1997), García Canclini (1990), (1995) y GarcíaCanclini (comp.) (1995); Krotz (comp.) (1993), Krotz (coord.) (1995), Turner (1987), (1985), (1980),(1974), Turner y Bruner (eds.) (1986), y Alteridades (1993) (número monográfico con el tema“Antropología y Estudios Culturales”); y en el ámbito de la sociología de la cultura y la teoría culturalcabe destacan Alexander (2000) y (1988), Alexander y Seidman (eds.) (1990), Archer (1997), Chihu(coord.) (1995), Münch y Smelser (comps.) (1992), Shweder y LeVine (eds.) (1984), Thompson(1993), y Thompson, Ellis y Wildavsky (1990).
3 Princeton, NJ, Princeton University Press, 1963. Se citará de la reedición: (1989). A este trabajoseminal pronto siguió la también crucial investigación comparada recogida en Pye y Verba (1965).
4 Street (1993), p. 96.
55 CC, p. 11. Algunos de los autores representativos de dicha escuela son: Benedict (1934), Inkeles yLevinson (1954), Lasswell (1930), Lasswell (1946), Linton (1945), Mead (1951), y Pye (1962), todosellos precursores en una u otra forma del clásico de Almond y Verba.
6666
66 Almond, (1993), p. 165.
7 Street, op. cit., p. 98.
8 Barry (1978), pp. 49-50.
9 Lijphart (1980), pp. 38, 41.
10 Pateman (1980), pp. 67-68.
11 Barry, op. cit., p. 48.
12 Véase Welch (1993), p. 71.
13 Street, op. cit., p. 99.
14 Pateman, op. cit., pp. 66-67.
15 Peschard (1995), p. 9. Para presentaciones sintéticas sobre el debate reciente en torno a la definición,usos y funciones del concepto de cultura política en el ámbito de la ciencia política véanse: Gibbins(1989a), Torcal (1997), y Street (1993).
16 Peschard (1995), pp. 9-10.
17 Véase una perspectiva alternativa en Girvin (1989), en donde este autor desagrega la cultura políticaen tres niveles de análisis: macro, que se refiere a los símbolos, valores y creencias que definen unaidentidad colectiva, y que presentan generalmente una gran resistencia al cambio; meso, referente a lasreglas básicas del juego en una comunidad política, y que son objeto de disputa y negociación limitadas;y micro, que se ancla en las luchas políticas cotidianas, e incluye procesos concretos como alianzas,movilizaciones, elecciones, etcétera, y constituye además algo así como el “carril de alta velocidad” dela cultura política. La idea de un código intersubjetivo de comunicación política en términos de lanoción de medios generalizados de comunicación, la tomo de Niklas Luhmann (1995).
18 Véase Peschard, op. cit., pp. 11-12.
19 Esto es, no se trata de volverla más rica o compleja añadiéndole dimensiones o variables constitutivas,sino de “abrir” el concepto a partir de la inclusión de otros registros discursivos que destacan o postulanrasgos no considerados por la teorización clasica de dicho concepto.
20 Duby (1980), p. 17. Otros textos fundamentales para la discusión teórica y metodológica en lahistoria de las mentalidades son: Ariès (1988), Chartier (1992a), y Le Goff (1978).
21 Plantgean (1988), p. 302. Cursivas mías.
22 En el siguiente capítulo, al abordar el carácter propiamente filosófico de la categoría de lo imaginariovolveré sobre la dimensión ontológica de lo social, que en este punto queda solamente esbozada, ycircunscrita al ámbito de la teoría social.
6677
23 Véanse Giddens (1993), (1979), (1984), y (1987), entre las principales obras de este sociólogopertinentes a la temática mencionada. La expresión “ontología de potenciales” es de Ira Cohen y apareceen Cohen (1996), pp. 14-21. Para una discusión amplia sobre los diversos aspectos de la obra y losaportes teóricos de Giddens, véanse Clark, Mogdil, y Mogdil (eds.) (1990), y Held y Thompson (eds.)(1989).
24 Marx, (1963), p. 15.
25 Véase Giménez (1994), pp. 47-54.
26 Bordieu (1980), p. 101.
27 Véase la elaboración de este planteamiento teórico en Bordieu (1991). Una exposición más concisa ymuy esclarecedora del mismo esquema se encuentra en Bordieu (1997), pp. 11-26.
28 Bourdieu (1997), pp. 19-20.
29 Ibíd. Para una perspectiva crítica sobre el alcance teórico y heurístico de la categoría de habitus,véase Alexander (2001).
30 Véanse por ejemplo: Seglison (1997), Martínez (1997), J. A. Booth y M. A. Seglison (1993). Para elcaso de México, son representativos del apego a la tradición de Almond y Verba los trabajos delsociólogo mexicano Víctor Manuel Durand Ponte: Durand Ponte (1992), (1995) y (1997).
31 Para una crítica de esta concepción de la cultura, que atraviesa la tradición sociológica occidentaldesde Weber y Durkheim hasta Parsons y sus discípulos, véase Eder (1996/97). Véase también elimportante aporte que a partir de un enfoque morfológico realiza de Margaret Archer en (1997).
32 Wiarda (1974a), pp. 269-270.
33 G. C. Dealy, (1974), p. 73.
34 Véanse: Gruzinski (1991) y (1994).
35 Gruzinski (1994a), pp. 15-16. Véase también Gruzinski (1994b).
36 Gruzinski menciona como ejemplo de tal recepción y creatividad el arte kitsch indígena que sedesarrolla desde el siglo XVI. Véase Gruzinski (1991), pp. 41-59.
37 Gruzinski, (1994a), pp. 16-17.
38 Ibíd., pp. 19-20. Véase también Gruzinski (1994), en especial pp. 199-215.
39 Gruzinski, (1994a), p. 20.
40 Escalante Gonzalbo (1992), especialmente las pp. 55-74 y 75- 95.
41 Ibíd., p. 53.
6688
42 Escalante Gonzalbo, (1995).
43 Véliz (1984).
44 Ibíd., pp. 213-231.
45 Ibíd., p. 282.
46 Un texto clásico al respecto es el de Laureano Vallenilla Lanz (1990). Una excelente reconstruccióndel caudillismo latinoamericano se encuentra en Lynch (1993). La expresión “gendarme necesario” esde Vallenilla Lanz, y le da título a uno de los ensayos que componen el texto citado.
CAPÍTULO III.CULTURA E IMAGINARIO SOCIAL: ENTRE LA FILOSOFÍA DE LA CULTURA Y
LA FILOSOFÍA POLÍTICA
La investigación académica sobre la conformación y dinámica de las culturas políticas en México
y América Latina cumple en el presente 40 años, sin embargo, cabría decir que aún espera sus
mejores días. Esto cabe afirmarlo sin demérito de la calidad y relevancia de una producción
teórica y empírica que continúa en aumento. A pesar del excelente nivel y rigor científico de
buena parte de esa producción, hay aún huecos sensibles en la tematización, problematización y
conceptualización, además de la articulación transdisciplinaria que exige a mi parecer el
abordaje de este crucial aspecto constituido por la “trama cultural de la política”.1
En tiempos recientes, el tema de la cultura política en América Latina, y especialmente en
nuestro país, se ha convertido en una especie de lugar común. Casi no hay día en que en algún
medio de comunicación masiva (impreso o electrónico) un reportero, un comentarista o
especialista emita una sesuda opinión sobre el actual estado de cosas en el campo político nacional
y/o regional que remita a, o explique hechos relevantes del quehacer político invocando algún
rasgo distintivo y determinante de “nuestra cultura política”. La facilidad con que tal misteriosa
entidad es invocada, la asombrosa variedad de propiedades y funciones que se le hace
desempeñar, y la total ligereza o (peor aún) franca ausencia de precisión y rigor analítico con que
se usa, hace de la cultura política de los mexicanos una auténtica entelequia, ontológicamente
inaprehensible, teóricamente infértil, cuando no sospechosamente ideológica; una suerte de
“coartada conceptual” que se usa para los más diversos fines.
Tal situación es aún más preocupante cuando tal imprecisión y falta de rigor se propagan
con relativa facilidad en la discusión académica, que se supondría es el ámbito natural y obligado
para la clarificación, depuración y crítica de conceptos y categorías usados en el discurso político.
1 Véase O. Landi, “La trama cultural de la política”, en N. Lechner (comp.), Cultura política y democratización,Santiago de Chile, CLACSO/FLACSO/ICI, 1987, pp. 39-64.
6699
Lo cierto es que en el contexto de muchos debates teóricos y estratégicos sobre la transición
política, la consolidación de la democracia, la reforma del Estado, la recomposición del sistema y
el espacio políticos, el papel cada vez más activo y determinante que juegas los medios de
comunicación en la vida política nacional e internacional, la emergencia de la sociedad civil y el
papel de los “nuevos” movimientos sociales en los procesos de democratización en México y el
Subcontinente (por mencionar sólo algunos rubros de discusión), la cultura política sale a relucir
frecuentemente como una especie de “comodín” conceptual que cumple variadas funciones
causales y explicativas, pero en cuya naturaleza e implicaciones teóricas de largo alcance pocas
veces se reflexiona o discute en profundidad.
No es mi intención siquiera “corregir” tal estado de cosas, sino —mucho más
modestamente— contribuir a la discusión teórica de algunos de los varios aspectos relevantes que
el concepto de cultura política reviste, a fin de que, en primer lugar, su uso como categoría
descriptiva, explicativa, e incluso, evaluativa de fenómenos y procesos políticos efectivos alcance
un mínimo de rigor y eficiencia epistémica. La presente discusión aspira también a configurar
algunos elementos que me parecen ausentes (o pobremente esbozados) en los principales
abordajes teóricos sobre el tema, y cuya necesaria (me parece) inclusión y articulación conceptual
en el campo de la teorización sobre cultura política podría contribuir a enriquecer sustancialmente
ese campo, cuya relevancia académica y política es difícilmente soslayable. En esta ocasión, me
concentraré en la conceptualización sobre cultura política que sigue siendo (para bien y para mal)
hegemónica en gran parte de los medios académicos en América Latina, a saber, la proveniente de
la escuela politológica norteamericana representada por Gabriel Almond, Lucien Pye y Sidney
Verba principalmente, tratando de enfocar críticamente su aporte, destacando algunas de las
principales deficiencias y limitaciones de que adolece, señalando algunas rutas de posible
reconstrucción teórica que complemente y/o enriquezca tal perspectiva; y en especial apuntando a
una correlación explícita entre el campo de la cultura política y los medios de comunicación en
México, concretamente, la televisión, a través de la consideración de algunas de las que me
parecen las principales aristas críticas de tal relación.
7700
DE LA CULTURA CÍVICA AL IMAGINARIO POLÍTICO
El interés por el estudio de la cultura política ha experimentado un auge desde mediados de la
década de los ‘80, tanto en el contexto de la investigación politológica comparada y de la
sociología política, como en el ámbito más general de la teoría política. Entre las causas que
motivaron tal auge se pueden mencionar tres que me parecen determinantes:
En primer lugar, la ya bien conocida y documentada crisis de paradigmas teóricos y
explicativos en las ciencias sociales en general, que enfrentaba a teóricos e investigadores con las
insuficiencias, inconsistencias e inadecuaciones empíricas, heurísticas y explicativas de los
esquemas teóricos y empíricos que habían guiado hasta el momento la indagación sobre las
realidades y dinámicas sociales y políticas de las sociedades modernas, y que por lo general,
tendían a minimizar el papel de la cultura como variable determinante y como factor explicativo
de los comportamientos políticos individuales y colectivos en tales sociedades.
En segundo término, y como una suerte de “confirmación” fáctica de la crisis de los
“grandes relatos” en las ciencias sociales, la caída de los regímenes del otrora llamado “socialismo
real” en la ex Unión Soviética y Europa del Este, derrumbe por demás inesperado, por no decir
“inexplicable” en términos de las teorizaciones y enfoques ya consagrados que enfatizaban sobre
todo los aspectos estructurales y sistémicos en el estudio de tales regímenes, lo cual hizo resaltar
de nuevo el papel de las tradiciones, las creencias, los símbolos y, en general, la dimensión
subjetiva y cultural como factor decisivo en las transformaciones sociales y políticas a gran escala
experimentadas por los países involucrados.
En tercer lugar, los desarrollos teórico-metodológicos y empíricos registrados en los
ámbitos de la historiografía, especialmente en el campo de la historia de las mentalidades y en la
llamada “nueva historia cultural”, de la antropología y los estudios culturales, y de la sociología de
la cultura, que aportaron nuevas herramientas metodológicas, nuevas estrategias de investigación
y nuevos enfoques sobre la naturaleza y dinámica de la cultura en general, y que, combinados con
7711
los dos factores mencionados anteriormente, ha facilitado el comentado “retorno” o
“renacimiento” de la cultura política como tema de investigación.2
La tradición de la cultura cívica
Como afirmé al principio de este trabajo, representa la tradición hegemónica, con respecto a la
cual hay que definirse. Se inicia con la publicación en 1963 de The Civic Culture. Political
Attitudes and Democracy in Five Nations,3 (en adelante CC) de Gabriel Almond y Sidney Verba,
politólogos de la Universidad de Stanford, herederos disidentes de la escuela estructural-
funcionalista de inspiración parsoniana, a la vez que críticos del determinismo materialista de
orientación marxista, y defensores convencidos de una metodología empírica “dura” que chocó
frontalmente con el mood emergente que cuestionaba severamente el positivismo y el
individualismo como orientaciones metodológicas.4 No obstante las reacciones y críticas que
desde su aparición recibió la obra de Almond y Verba, y que deben ser entendidas como parte de
la reacción generalizada contra el positivismo y el funcionalismo en las ciencias sociales, CC
estableció la agenda central para el debate teórico y empírico sobre cultura política de los pasados
40 años.Almond y Verba definen la cultura política en términos de las disposiciones psicológicas
de los individuos, a saber, como “las actitudes hacia el sistema político y sus diversas partes, y
actitudes hacia el propio rol del individuo en el sistema”; tales actitudes se fundan en tres
orientaciones distintas: a) cognitivas; b) afectivas; y c) evaluativas, las cuales se refieren
respectivamente al conocimiento del individuo acerca del sistema, sus sentimientos hacia él, y su
2 Véanse al respecto G. Almond, “Foreword: The Return to Political Culture”, en L. Diamond (ed.), PoliticalCulture and Democracy in Developing Countries, Boulder, Lynne Rienner, 1993, pp. ix-xii; R. Inglehart, “TheRenaissance of Political Culture”, American Political Science Review, núm. 82, diciembre de 1988; M. L. Morán,“Sociedad, cultura y política: continuidad y novedad en el análisis cultural”, Zona Abierta, núms. 77/78, Madrid,1996/97, pp. 1-29; L. Hunt (ed.), The New Cultural History, Berkeley y Los Angeles, University of CaliforniaPress, 1989; E. Krotz (comp.), La cultura adjetivada. El concepto de “cultura” en la antropología mexicanaactual a través de sus adjetivaciones, México, UAM, 1993; Alteridades, año 3, núm. 5, México, UAM-I,Departamento de Antropología, 1993 (número monográfico con el tema “Antropología y Estudios Culturales”); A.Chihu (coord.), Sociología de la cultura, México, UAM-I, 1995.3 Princeton, NJ, Princeton University Press, 1963.
7722
juicio evaluativo sobre el mismo.5 Es claro entonces que para los autores la cultura política debe
contemplarse como un conjunto de estados psicológicos individuales que pueden ser “revelados”
por medio de encuestas y/o entrevistas.
Cabe notar que la teoría de la cultura política elaborada y desarrollada por Almond y
Verba define este concepto en cuatro direcciones: a) Consiste en el conjunto de orientaciones
subjetivas hacia la política en una población nacional, o en un subconjunto de ella, y en este punto
es clara la herencia parsoniana; b) sus componentes son fundamentalmente psicológicos e
individualizados (cognitivo, afectivo, evaluativo) orientados hacia la política y los compromisos
con valores políticos; c) el contenido de la cultura política es el resultado de la socialización,
educación, exposición a los medios de comunicación desde la niñez, así como de experiencias con
el desempeño gubernamental, social y económico en la etapa adulta, y d) la cultura política afecta
el desempeño y la estructura gubernamental (incide en él, pero no lo determina). Las
determinaciones causales entre cultura, estructura y desempeño van en “ambas direcciones”.6
En este renglón, cabe destacar que al menos dos de las dimensiones de la cultura política
mencionadas se relacionan directamente con aspectos centrales en el estudio del papel cultural de
los medios de comunicación. Me refiero tanto a la acotación del punto b), en el sentido de que los
componentes fundamentales del concepto de cultura política son esencialmente psicológicos e
individualizados (cognitivo, afectivo, evaluativo); como a la del punto c), que enfatiza que el
contenido de la cultura política es producto del proceso de socialización, de donde es posible
establecer una correlación entre el ámbito de la cultura política y el referente al proceso de
4 J. Street, “Political Culture from Civic Culture to Mass Culture”, British Journal of Political Science, núm. 24,1993, p. 96.5 CC, pp. 13-15.66 G. Almond, “El estudio de la cultura política”, Estudios Políticos, 4a. época, núm. 7, México, UNAM, FCPyS,abril-junio de 1995, p. 165.
7733
formación de la identidad social. En efecto, a partir de considerar que el concepto de identidad
social comprende tanto la historia personal —esto es, el conjunto de relaciones objetales más
significativas del individuo—, como la parte del auto-concepto del individuo que se deriva del
conocimiento de su pertenencia a varios grupos sociales, así como el significado emocional y
valorativo que implica tal pertenencia. En particular, la historia personal imprime una carga
afectiva —positiva o negativa— e influye así en buena parte en qué valores sociales y juegos de
conducta adopta el individuo, así como las categorías y estereotipos sociales con los que se
identifica. Por otra parte, las prácticas sociales, las leyes, la ideología dominante y, en forma
destacada, los medios masivos de comunicación figuran entre los elementos usados para difundir e
imponer los estereotipos sociales que conllevan subordinación.7 Además, la clasificación —de sí
mismo y de los otros— es parte integral del desarrollo socio-cognitivo, y el proceso de auto-
clasificación se da a través de la categorización social; la comparación social; y el reconocimiento
social, y es la interacción de estos elementos la que crea los rasgos socio-psicológicos que
caracterizan al grupo. Así, “es durante la socialización y el proceso de formación de la identidad
social que los individuos internalizan las formas de categorización social basadas en las creencias
sociales que son compartidas por el grupo social en cuestión, lo cual permite crear los elementos
necesarios para crear representaciones sociales”,8 entre los cuales destacan los estereotipos, que
de acuerdo con Henry Miller, son categorías preexistentes en una cultura, y son aprendidas en el
proceso de socialización. Al respecto, cabe retomar la consideración de Gordon Allport, quien
77 Véase T. Páramo, “Identidad social y estereotipos femeninos”, UAM Iztapalapa, mimeo, mayo de 2000, pp. 10-11.8 Ibíd., p. 11.
7744
aseguraba que ya a los cinco años un niño es capaz de entender que es miembro de varios grupos,
y ha internalizado los estereotipos propios de dichos grupos.9
De modo que los estereotipos son concomitantes al proceso de socialización, lo que
implica que el estereotipar está siempre presente en la identidad social de las personas. La
creación de estereotipos implica la generalización utilizada por un grupo (“nosotros”) acerca de
otro grupo (“ellos”), y de acuerdo con Richard Dyer puede ser considerada como un método de
caracterización unidimensional, esto es, “la construcción de un carácter total por medio de la
simple mención de tan solo una de las dimensiones de sus características”.10 Al respecto, Teresa
Páramo comenta que aprendemos los estereotipos preexistentes de nuestra familia, amigos,
vecinos, maestros, compañeros de escuela, etcétera, pero también pueden ser aprendidos y/o
reforzados a través de los medios de comunicación. En manos de los grupos dominantes —que
generalmente son los que detentan el control y el acceso privilegiado a los medios de
comunicación—, los estereotipos son creados e impuestos para mantener su hegemonía y dominio
sobre quienes consideran “inferiores” o subordinados, quienes además acaban internalizándolos,
esto es, los grupos que han sido estereotipados por los grupos en el poder han sido virtualmente
“colonizados” a través del uso de tales estereotipos.11
Ahora bien, partir de la definición de cultura política anteriormente comentada, Almond y
Verba tratan de establecer el rol específico de la cultura política en los procesos políticos en
general, y es aquí donde su análisis empieza a tornarse menos preciso. Como mínimo, adoptan la
perspectiva de que el sistema político de un país incluye su cultura política, y que la estabilidad o
99 H. Miller, Apud. T. Páramo, loc. cit; G. W. Alllport, The Nature of Prejudice, Reading, Mass., Addison-Wesley,1982, Apud. T. Páramo, loc. cit.1100 R. Dyer, “Rejecting Straigt Ideals: Gays in Film”, en S. Peter (Ed.), Jump Cut: Hollywood, Politics, andCounter Cinema, New York, NY, Praeger, 1985, Apud. T. Páramo, op. cit., p. 13.1111 Op. cit., pp. 13-14.
7755
el cambio sistémico está de algún modo ligado causalmente a su cultura: “uno debe asumir que las
actitudes que reportamos tienen alguna relación significativa con la forma en que el sistema opera
—con su estabilidad, eficacia y permanencia”.12 De este modo, comenta John Street, la cultura
política se concibe como una especie de “híbrido” entre un catalizador y un fertilizante, ya que
provee las condiciones tanto para el cambio como para el sustento y permanencia del producto del
cambio; o “más prosaicamente”, la cultura política conforma el contexto o ambiente propio de la
acción política.13
Pero Almond y Verba no parecen contentarse con atribuir a la cultura política un rol más
bien pasivo. En la medida en que quieren hacer una distinción nítida entre cultura política y
sistema político, arguyen que “las culturas políticas pueden o no ser congruentes con la estructura
del sistema político” (CC, p. 21). Sin embargo, ambos términos clave (cultura y sistema), nos dice
Brian Barry,14 son usados en forma por demás vaga por nuestros autores, pero es posible detectar
dos ideas subyacentes. En primer lugar, los politólogos de Stanford quieren establecer las
condiciones de posibilidad para casos de compatibilidad entre las actitudes de la gente y sus
instituciones políticas. La segunda idea es que sólo un cierto tipo de cultura —la cultura cívica—
es apropiada para la democracia, o expresado de otro modo, diferentes culturas se “ajustan” (en
grado diverso) a diferentes tipos de régimen político. En una democracia ideal la compatibilidad
entre sistema y cultura es completa: “la cultura cívica es una cultura política participativa en la
que cultura y estructura políticas son congruentes” (CC, p. 31). Lo importante es que para los
autores la condición de compatibilidad no puede ser asumida sin más, ya que ellos pretenden
1122 CC, p. 74.1133 J. Street, “Political Culture...”, op. cit., p. 98.1144 Sociologists, Economists and Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pp. 49-50.
7766
establecer la cultura política como una variable independiente, que puede explicar la forma en
que la gente reacciona ante lo político (CC, p. 50).
Lo anterior desemboca en una de las preocupaciones “finales” de Almond y Verba, a
saber, la forma específica en que la cultura política adquiere sus efectos funcionales o
disfuncionales. La respuesta para ellos radica en la forma en que la cultura política enlaza o
eslabona (links) la “micropolítica con la macropolítica”, y forja así un puente “entre la conducta
de los individuos y el comportamiento de los sistemas” (CC, p. 32). Las actitudes relevantes de
los individuos pueden no ser explícitamente políticas, pero pueden ser localizadas entre “las
actitudes no políticas y las afiliaciones no políticas” de la sociedad civil (CC, p. 300).
Cabe sin embargo destacar algunas de las principales críticas que el esquema teórico-
analítico de Almond y Verba ha recibido por parte de otros estudiosos. Arend Lijphart, por
ejemplo, concluye que los resultados de la investigación de CC son “más impresionistas que
sistemáticos”, además de que critica a los autores por “estirar” de tal modo el concepto mismo de
cultura para que abarque no sólo las orientaciones psicológicas individuales hacia entidades
políticas, sino “las relaciones sociales e interpersonales en general”. Esto introduce una vaguedad
innecesaria que se evitaría si se confina la noción de cultura política a lo explícitamente político.15
Por su parte, Carole Pateman acusa a los autores de poner escasa atención a la forma en que una
democracia ha de ser definida y cómo es que los valores que la gente afirma y expresa afectan el
sistema del que son parte.16 A su vez, Brian Barry comenta: “no obstante proveer un fascinante
caudal de información estadística sobre actitudes políticas, hay no obstante un muy pobre intento
de proveer evidencia sobre la relación entre esas actitudes y el funcionamiento de un sistema
político nacional real”.17 Para S. Welch, esta cuestión revela una tensión insoluble en el enfoque
de CC, ya que se quiere proporcionar un análisis comparativo de culturas políticas entre diversos
países (USA, Inglaterra, Italia, Alemania y México), para lo cual se requiere un cierto nivel de
1155 A. Lijphart. “The Structure of Inference”, en G. Almond y S. Verba (eds.), The Civic Culture Revisisted (CCR),Londres, Sage, 1989, pp. 38, 41.1166 “The Civic Culture: a Philosophical Critique”, en CCR, pp. 67-68.17 B. Barry, Sociologists..., op. cit., p. 48.
7777
generalización; y se quiere también ofrecer una explicación sociológica de las diversas culturas
políticas al interior de cada país, para lo cual se necesita un análisis local detallado. Welch
argumenta convincentemente que ambas metas no pueden ser reconciliadas, y que además (por la
misma razón), el poder explicativo de la cultura política está bajo “constante amenaza”: “a mayor
grado de especificación de las diferencias culturales, es menos fácil separarlas de sus efectos
putativos”.18 De acuerdo con Street, estos problemas tienen que ver con la renuencia de Almond
y Verba a tratar las cuestiones de los orígenes, las formas y diseminación de las culturas políticas,
de tal modo que la noción de socialización política tiene que “realizar más trabajo del que
razonablemente se puede esperar de ella”.19 Por último, cabe destacar una crítica definitiva de
Carole Pateman, quien en forma aguda señala que al hacer Almond y Verba de la cultura política
una “parte integral” del sistema político deben admitir que las actitudes que constituyen las
orientaciones políticas específicas de una cultura política existen únicamente en relación con un
conjunto específico de instituciones. Si esto es así, entonces es imposible que la cultura política
constituya una variable independiente.20 Este problema es endémico a la concepción misma de
cultura política de los autores, y se vuelve particularmente evidente cuando se intenta identificar y
establecer su poder explicativo.
En síntesis, las principales críticas al enfoque de los stanfordianos se resumen en:
a) La cultura política puede ser un reflejo del sistema político más que un determinante del
mismo;
b) la cultura cívica (que consiste en una mezcla de una cultura política participativa con elementos
de las culturas políticas parroquial y subordinada) fomenta la estabilidad política en general y no
sólo la de la democracia. Por tanto puede fungir como una “palanca” estabilizadora y
legitimadora, garante de la gobernabilidad;
c) el esquema dedica muy poca o nula atención a las subculturas políticas, que pueden “desviarse”
o aún chocar frontalmente con la cultura política nacional dominante, y no pueden soslayarse en la
1188 S. Welch. The Concept of Political Culture, Basingstoke, Hants, Macmillan, 1993, p. 71.1199 J. Street, “Political Culture...”, op. cit., p. 99.2200 C. Pateman, “The Civic Culture...”, op. cit., pp. 66-67.
7788
medida en que son factores del posible cambio político generalizado, y llegan a poner en cuestión
la idea misma de cultura nacional;
d) los autores no dan importancia a la cultura política de las élites, que en países en “transición”, o
procesos de liberalización política o “consolidación” democrática puede ser una variable crucial.
Por otro lado, cabe tomar en consideración las posibles ampliaciones que la noción misma
de cultura política puede admitir desde el tipo de perspectiva que se está considerando. Sólo a
guisa de ejemplo, Jacqueline Peschard parte, en primera instancia, de una definición muy general
de cultura, entendiendo por ésta
... el conjunto de símbolos, normas, creencias, ideales, costumbres, mitos y rituales que setransmite de generación en generación, otorgando identidad a los miembros de una comunidad yque orienta, guía y da significado a sus distintos quehaceres sociales.21
A su vez, la política es entendida como “el ámbito relativo a la organización del poder”
(i.e. el ámbito de las decisiones vinculantes en una sociedad o grupo), de donde se sigue que la
cultura política se compone de los significados, valores, concepciones y actitudes que se orientan
hacia el ámbito específicamente político.22 En ese sentido, cabe reconocer (analíticamente) al
menos tres momentos constitutivos de la cultura política, a saber: a) La internalización del
sistema político en términos cognitivos, afectivos y evaluativos (como sugerían Almond y Verba);
b) la construcción de un imaginario colectivo en torno al fenómeno y la “cuestión” del poder (y
sus sucedáneos y/o “asociados”: influencia, autoridad, legitimidad, sujeción, obediencia,
resistencia, rebelión, etcétera); c) la instauración de un código subjetivo (e intersubjetivo) de
comunicación política que estructura un campo de acción social relativamente autónomo cuyo
medio comunicacional generalizado y referente objetivo es el poder mismo (i.e. los actores se
2211 J. Peschard, La cultura política democrática, México, IFE, 1995 (Cuadernos de Divulgación de la CulturaDemocrática, 2), p. 9.2222 Ibíd., pp. 9-10.
7799
reconocen y enfrentan como tales en la medida en que su acción se estructura y se vehicula en
términos de la referencia al poder).23
Vale también la pena tomar nota de cómo la noción (“enriquecida”) de cultura política se
distingue de otros conceptos que también se refieren a elementos subjetivos que orientan la
interacción de los actores sociales en el campo de las relaciones de poder, como el de ideología
(política), ya que éste se refiere a una formulación doctrinal con pretensiones de coherencia
interna y validez universal abstracta que articula los intereses y acción política de un grupo o
segmento de la sociedad; mientras que el concepto de cultura política apunta más bien hacia la
dimensión nacional (cultura política del mexicano, del francés, etcétera), que reconoce, no
obstante, la existencia de subculturas políticas (de clases, etnias, grupos de género, grupos
religiosos, etcétera), que coexisten, en forma no necesariamente “coherente”, en el interior de una
cultura política nacional que configura un marco referencial limitado, relativo y concreto. Nuestra
categoría también se distingue del concepto de actitud política, la cual es una variable intermedia
entre una opinión y una conducta, y constituye una respuesta a una situación dada, una
disposición o “inclinación” a la acción organizada en función de “coyunturas” (demandas
inmediatas); mientras que la idea de cultura política alude a pautas de acción consolidadas y
arraigadas, menos expuestas al cambio coyuntural. Por último, la noción de cultura política se
distingue claramente del concepto de comportamiento político, el cual, se refiere a la conducta
objetiva de los actores, que puede ser considerada una expresión de la cultura política de los
mismos.24
23 Véase una perspectiva alternativa en B. Girvin, “Change and Continuity in Liberal Democratic PoliticalCulture”, en J. R. Gibbins (comp.), Contemporary Political Culture, Londres, Sage, pp. 31-51, en donde Girvindesagrega la cultura política en tres niveles de análisis: macro, que se refiere a los símbolos, valores y creenciasque definen una identidad colectiva, y que presentan generalmente una gran resistencia al cambio; meso, referentea las reglas básicas del juego en una comunidad política, y que son objeto de disputa y negociación limitadas; ymicro, que se ancla en las luchas políticas cotidianas, e incluye procesos concretos como alianzas, movilizaciones,elecciones, etcétera, y es además el “carril de alta velocidad” de la cultura política. La idea de un códigointersubjetivo de comunicación política en términos de la noción de medios generalizados de comunicación, latomo de N. Luhmann, Poder, UIA/Anthropos, Barcelona, 1995.2244 Véase J. Peschard, La cultura política..., op. cit., pp. 11-12.
8800
Imaginarios políticos, estructuración y comunicación
En virtud de lo anterior, me parece que se impone la necesidad de ampliar la noción de cultura
política en un sentido cualitativo, que haga justicia a la complejidad de los fenómenos que la
constituyen, y que evite los escollos del empirismo ingenuo en que ha caído la tradición de la
cultura cívica. Además, sólo mediante dicha ampliación me parece que es posible establecer una
vinculación teórica consistente y fructífera entre el ámbito conceptual de la cultura política y el de
la comunicación, cuya centralidad queda establecida por el reconocimiento de que, como apunta
Teresa Páramo, “las sociedades contemporáneas viven dentro de un proceso simbólico de
comunicación de una realidad ritualizada, proceso que produce, mantiene y transforma a las
sociedades de manera interminable. De hecho, toda sociedad existe sólo a través de la transmisión
y la comunicación, y simultáneamente existe en comunicación y en transmisión”.25
En este sentido, y a fin de hacerle justicia a la dimensión simbólico-comunicativa del ser
social, cabe recuperar el énfasis en la noción de imaginario colectivo, sobre todo en su raigambre
historiográfica, que a partir del enfoque en el estudio de las mentalidades, ha abierto un rico
campo de indagación no sólo a la historiografía, sino a las ciencias sociales en general, a las que el
concepto genérico de mentalidad les provee de una categoría analítica en la cual englobar las
representaciones simbólicas colectivas (conscientes o no) detentadas, transmitidas, preservadas y
elaboradas continuamente por diversos grupos sociales, y que orientan los comportamientos y
elecciones colectivas de los mismos. Cabe mencionar en este renglón un aporte fundamental al
mencionado campo, como es el de Georges Duby, quien con su obra Los tres órdenes o lo
imaginario del feudalismo, despliega un interesante esfuerzo por situar “las relaciones entre lo
material y lo mental en la evolución de las sociedades”,26 para lo cual analiza la confluencia de las
25 T. Páramo, “Avances teóricos en el estudio de las audiencias televisivas”, Polis 96, vol. 2, UAM Iztapalapa, 1998,pp. 253-254.2266 G. Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Barcelona, Petrel, 1980, p. 17. Otros textosfundamentales para la discusión metodológica en la historia de las mentalidades son: J. Le Goff, “Lasmentalidades. Una historia ambigua”, en J. Le Goff y P. Nora (coords.), Hacer la historia. Nuevos temas, vol. III,Barcelona, Laia, 1978, pp. 81-98; R. Chartier, “Historia intelectual e historia de las mentalidades. Trayectoria ypreguntas”, en R. Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación,Barcelona, Gedisa, 1992, pp. 13-44.
8811
formas de pensar y del lenguaje, los sistemas de valores, los dominios del mito, la epopeya, la
adulación, las ideologías y los sueños, tal como se manifiestan en asuntos tan diversos como las
costumbres matrimoniales, la arquitectura medieval, las creencias milenaristas, los ritos
caballerescos, las intelectualidades clerical y universitaria, los mitos y el bestiario medievales, la
vida cotidiana, etcétera. Una definición un tanto más precisa ha sido enunciada por Evelyn
Plantgean:
El campo de lo imaginario está constituido por el conjunto de representaciones que desbordan ellímite trazado por los testimonios de la experiencia y los encadenamientos deductivos que estosautorizan. Lo que significa que cada cultura, y por tanto cada sociedad e incluso cada nivel de lasociedad compleja tiene su imaginario (...) el límite entre lo real y lo imaginario se manifiestavariable, mientras que el territorio que atraviesa sigue siendo, por el contrario, siempre y por doquieridéntico, pues no es otro que el campo de la experiencia humana desde lo más colectivamente socialhasta lo más íntimamente personal.27
De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, el imaginario tiene como sustento y referente
último “el fondo mismo del ser social”, esto es, la experiencia humana, y por ende, en cuanto
categoría remite a la dimensión ontológica de lo social. Precisamente aquí incide la pertinencia de
una teorización que haga justicia a este nivel ontológico, y de cuenta del status constitutivo del
imaginario político en términos de lo que en el contexto del aporte teórico de Anthony Giddens ha
sido llamado una “ontología de potenciales”, cuya propuesta central se ubica en la llamada “teoría
de la estructuración”, y cuyas tesis centrales se pueden enunciar así:
1. El foco sustantivo de la teoría social no es la acción o la experiencia individual del actor (como
afirma el individualismo metodológico), ni tampoco la existencia y los requerimientos funcionales
o estructurales de una totalidad social (según el estructuralismo, el funcionalismo, o el marxismo),
sino las prácticas sociales, que subyacen en la raíz misma de los procesos constitutivos tanto de
individuos como de sociedades.
2. Las prácticas sociales son desempeñadas por agentes humanos reconocibles que detentan
“poderes causales”, y por ende no son meros productos de fuerzas sociales “ciegas”, ya que
2277 E. Plantgean, “La historia de lo imaginario”, en J. Le Goff, R. Chartier y J. Revel (coords.), La nueva historia,Bilbao, Mensajero, 1988, p. 302.
8822
tienen la capacidad de la auto-reflexión que ejercen en sus relaciones interactivas cotidianas con
otros agentes, así como una conciencia práctica, si bien “tácita” de sus circunstancias y
posibilidades de acción.
3. No obstante, estas prácticas no son fenómenos caprichosos o puramente voluntaristas, sino
forman pautas ordenadas y estables en el espacio y el tiempo, ya que son rutinizadas y recursivas;
i.e., al producir prácticas sociales, los actores se apoyan en “propiedades estructurales” (reglas y
recursos) que constituyen rasgos institucionales de las sociedades.
4. Las estructuras (sociales, políticas, etcétera) son entonces fenómenos “dependientes de la
acción”; son a la vez el medio y el resultado de un proceso de estructuración: la producción y
reproducción de prácticas sociales en el tiempo y el espacio; tal proceso implica, según Giddens,
una “doble hermenéutica”, i.e., el doble involucramiento de individuos e instituciones; de ahí su
afirmación (que parece de Perogrullo) “creamos a la sociedad al tiempo que somos creados por
ella”.28
Podemos afirmar, en virtud de lo anterior, que en tanto imaginario colectivo construido en
torno a los procesos y objetos políticos, la cultura política es también un proceso de
estructuración fundado en la operación conjunta de poderes causales de los actores, así como de
propiedades estructurales específicas del campo de lo político, por lo que su apreciación cabal
requiere de un doble proceso hermenéutico (dualidad agencia-estructura) que capte cómo es que
los actores crean el campo de lo político al tiempo que son creados por él. En este sentido, cabe
recordar aquella máxima de Marx en la que afirmaba que los seres humanos hacen su propia
historia, pero por lo general no les es dado elegir las circunstancias específicas en las que les toca
hacerla, ya que éstas les son transmitidas desde el pasado.29
2288 Véanse A. Giddens, Central Problems in Social Theory: Action, Structure and Contradiction in Social Analysis,Londres, Macmillan, 1979; The Constitution of Society: Outline of the Theory of Structuration, Cambridge, PolityPress; Social Theory and Modern Sociology, Cambridge, Polity Press, 1987, entre las principales obras deGiddens. La expresión “ontología de potenciales” es de I. J. Cohen y aparece en Teoría de la estructuración.Anthony Giddens y la constitución de la vida social, México, UAM, 1996, pp. 14-21. Para una discusión ampliasobre los diversos aspectos de la obra y los aportes teóricos de Giddens, véase J. Clark, C. Mogdil, S. Mogdil (eds.),Anthony Giddens. Consensus and Controversy, Londres, Falmer Press, 1990.2299 K. Marx, The Eigtheenth Brumaire of Louis Bonaparte, Nueva York, International, 1963, p. 15.
8833
Cultura política, habitus y medios de comunicación
La cultura política también se puede conceptualizar en términos de la categoría de habitus, forjada
por Pierre Bordieu, quien lo entiende como una especie de “gramática generativa” de las prácticas
sociales; algo así como una competencia cultural (análoga a la competencia lingüística planteada
por Chomsky), pero despojada de toda connotación esencialista o idealista, y pensada más bien
como producto de las condiciones sociales.30 El habitus se constituye entonces a partir de una
interiorización de las reglas sociales por parte de los individuos, que cristaliza en un conjunto de
disposiciones durables, orientadoras de la acción; en suma, se trata de “un sistema subjetivo pero
no individualizado de estructuras interiorizadas, que son esquemas de percepción, de concepción
y de acción”.31
El habitus consiste, así, en “creatividad gobernada por reglas”; no es un mero “programa”
inserto en las individualidades y operante aparte o a costa de los poderes causales de los sujetos.
Éstos, en el seno de una sociedad diferenciada asumen posiciones (sociales) por vía de la posesión
y operación de principios de diferenciación (que Bordieu caracteriza con el concepto generalizado
de capital, ya sea económico, político, cultural-educativo, simbólico, etcétera), cuya dinámica
configura un campo social, un espacio social diferenciado y dinámico en cuyo interior los actores
sociales se agrupan de acuerdo con el tipo, volumen global y estructura del capital social que
detentan, esto es, según la distribución y peso relativo de cada tipo específico de capital.32
3300 Véase G. Giménez, “La teoría y el análisis de la cultura. Problemas teóricos y metodológicos” en J. A. González,J. Galindo Cáceres (coords.), Metodología y cultura, México, CONACULTA, 1994, pp. 47-54.3311 P. Bordieu, Le sens pratique, Paris, Minuit, 1980, p. 101.3322 Véase la elaboración de este planteamiento teórico en P. Bordieu, La distinción, Madrid, Taurus, 1991. Unaexposición más concisa y muy esclarecedora del mismo esquema se encuentra en P. Bordieu, Razones prácticas.Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1997, pp. 11-26.
8844
Lo anterior significa, de acuerdo con Bordieu, que a través de la noción de habitus es
posible “dar cuenta de la unidad de estilo que une las prácticas y los bienes de un agente singular
o una clase de agentes”. De manera más general:
El habitus es ese principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas yrelacionadas de una posición [social] en estilo de vida unitario, es decir, un conjunto unitario deelección de personas, de bienes y de prácticas... los habitus se diferencian, pero asimismo sondiferenciantes... Los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas... perotambién son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y de división,aficiones diferentes. Establecen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo... entre lo que esdistinguido y lo que es vulgar, etcétera, pero no son las mismas diferencias para unos y otros.33
Algo esencial con respecto a lo anterior, afirma Bordieu, es la posibilidad de que las
diferencias en las prácticas y en las opiniones expresadas por los agentes se perciban a través de
estas categorías sociales, de principios de visión y diferenciación, cuyas diferencias a su vez se
convierten en diferencias simbólicas, constituyendo así un auténtico lenguaje, cuya referencialidad
y significación se abre como un fecundo campo de análisis.34 De lo anterior se sigue que, en tanto
imaginario colectivo construido sobre los objetos de la política, el conjunto de las culturas
políticas vigentes en una sociedad determinada es también un conjunto de habitus políticos, que
configura el campo de la subjetividad política operante en esa sociedad, y da cuenta de la
contextura simbólica de los procesos estructurantes a partir de los cuales se construyen las
subjetividades y las identidades políticas en un espacio social dinámico y diferenciado.
Con base en lo anterior, me parece que es posible enfocar tanto las funciones sociales,
como el impacto de los medios de comunicación en nuestra sociedad a partir de categorías como
las de estructuración y habitus. Por principio de cuentas, y con respecto a las funciones sociales
de los medios de comunicación, cabe recordar que, en el caso concreto de la televisión, los
mensajes contenidos y transmitidos por ella tienden a articular las líneas principales del consenso
cultural establecido, además de enlazar a los individuos dentro del sistema de valores dominantes,
transmitiendo así entre los individuos un sentido de pertenencia cultural; asimismo, los textos
3333 Razones prácticas, op. cit., pp. 19-20.3344 Ibid.
8855
culturales en los que se articulan los mensajes preferenciales de los programas televisivos
constituyen un auténtico espejo de la realidad social. Sin embargo, destaca especialmente la
función de “exponer las inadecuaciones prácticas del propio sentido de la cultura”, que depende a
su vez de la función de espejo.35
Pero cabe señalar que los medios de comunicación, y concretamente la televisión, pueden
cumplir con dichas funciones en la medida en que se insertan como elementos clave de un proceso
de estructuración social, esto es, de producción y reproducción de prácticas sociales en el tiempo
y el espacio, de tal modo que la citada reproducción de las líneas centrales del consenso cultural
establecido está anclada en la rutinización y recursividad del conjunto de prácticas sociales
significativas y centrales en dichos medios. Así, la configuración del espejo de la realidad social en
el entramado simbólico de los textos culturales contenidos en los programas y mensajes
televisivos, es también un proceso reflexivo de estructuración, cuya fidelidad o infidelidad, esto
es, su capacidad para reflejar las inadecuaciones de la cultura y el sistema políticos dependerá
justamente de los principios de diferenciación operantes en los campos cultural y político, y
remitirá por ende a esa distribución desigual y heterogénea de dichos principios en forma de
capital (simbólico, político, e incluso, mediático), esto es, a un plano de confrontaciones y luchas
entre actores que se posicionan, negocian, se enfrentan, etcétera, en el ámbito mediático.
Por otra parte, y en la medida en que los medios de comunicación, y la televisión en
particular reproducen los estereotipos dominantes —genéricos, de belleza, de honestidad,
ciudadanía, etcétera—, son portadores, en principio del habitus de los grupos hegemónicos —en
tanto principios y esquemas clasificatorios— pero sujetos a una dinámica de redefinición y
resignificación cifrada en las capacidades subjetivas de los actores, en particular de los sujetos
que conforman las audiencias, que son todo menos receptores pasivos de mensajes que además
son polisémicos, y que pueden ser objeto de reapropiación por parte de espectadores-
participantes que además, han venido ganando espacios, y demandando cambios en la orientación
3355 Véanse al respecto: T. Páramo, “Nada personal: ¿hacia la apropiación de los espacios?”, México, UAMIztapalapa, mimeo, octubre, 1996; “Mirada de género en el aroma de las telenovelas”, Iztapalapa, año 19, núm. 45,enero-junio, 1999, pp. 261-263.
8866
y los contenidos de los programas, lo cual atestigua además importantes cambios, al menos
tendenciales, en los patrones dominantes de construcción de la identidad social.
En cuanto a lo anterior, ha habido en nuestro país ya algunos signos que podrían
considerarse esperanzadores,36 que sin embargo no acaban de constituirse como tendencias
consolidadas de cambio cultural en México, y cabe admitir que tras la conclusión de la transición
a la democracia en nuestro país,37 los medios de comunicación, en especial la televisión, esperan
aún su propia transición. Al respecto, y de cara al proceso electoral del presente año, que ha
vuelto a revivir tonos ya conocidos que pronostican, ahora sí, el advenimiento de la madre de
todas las batallas electorales, cabe ponderar lo afirmado por Mauricio Merino, quien al proyectar
los escenarios probables del próximo proceso electoral, enumera cuatro factores que hoy día
“militan contra ese bello escenario de la consolidación democrática”, el primero de los cuales
radica en el hecho de que “la agenda pública está gobernada, quizá como nunca antes, por los
medios de comunicación”,38 ya que hoy los avatares de la política no sólo se transmiten a través
de esos medios, sino que en realidad se construyen en ellos. En el caso de los noticieros, por
ejemplo, se ha señalado que constituyen el terreno sobre el cual las luchas culturales se debaten.39
Hoy día cualquier actor político sabe que estar fuera de los medios es vivir en el error; casi nadie
se atreve a ignorar o contrariar a los medios, porque el costo es la versión moderna del
ostracismo; y es que, como apunta Nuna vez más Merino, “salir de los medios equivale a
abandonar la arena donde se dirime y decide la vida política del país. Pero esa política no sabe del
largo plazo”:
3366 Para el caso de las telenovelas, véanse los trabajos de Teresa Páramo referidos en la cita anterior.3377 Una transición “votada”, más que pactada, pero transición al fin. Sus insuficiencias sólo sorprenden a quienestodavía hoy confunden transición con democratización, y se olvidan del delicado problema que entraña laoperación de la primera etapa postransicional: la instauración democrática. Al respecto, véase C. Cansino, Latransición mexicana. 1977-2000, México, Ediciones CEPCOM, 2000.38 M. Merino, “2003. Las elecciones sin encanto”, Arcana, núm. 20, diciembre 2002-enero 2003, p. 57. Los otrostres factores considerados por Merino son: el descrédiro de los partidos políticos, el desencanto con la democraciarealmente existente, y la “falta de acompañamiento” intelectual y de la sociedad civil a la transición a lademocracia.3399 Teresa Páramo, “Elecciones mexicanas en el año 2000: el papel estratégico de la televisión”, Sociológica, año16, núms. 45-46, enero-agosto de 2001, p. 311.
8877
La construcción inevitablemente pausada de las instituciones que le hacen falta a la democracia, elfraseo cuidadoso o los matices de la prudencia le producen bostezos al juego vertiginoso queimponen los medios. En este sentido, la política no sólo se vuelve espectáculo —pues siempre lo hasido—, sino auténtica urgencia de aparecer en la cartelera. Gana más quien pega mejor y ruge másfuerte.40
Cabe señalar que el otrora candidato “consentido” de la televisión, el político heterodoxo
que rompía moldes y prácticas durante su campaña, el mediático presidente Fox, al parecer se ha
ceñido a estas nuevas reglas “no escritas” de “llevarla bien” con los medios y no buscarse
problemas con ellos. Lo confirmarían dos ominosos hechos que además han adquirido tonos de
escándalo y que vuelven a poner en entredicho la transparencia de la relación entre el poder
político establecido y los medios de comunicación; me refiero al tristemente célebre “decretazo”
del 10 de octubre pasado, y al reciente affaire CNI Canal 40-TV Azteca, en los cuales al parecer se
patentiza la vigencia de la alianza estratégica entre el poder presidencial y los intereses privados
de las televisoras. El problema es que este decreto “envuelto para regalo”41 y la pasmosa inacción
del gobierno federal ante la inaudita desfachatez de TV Azteca de hacerse “justicia” por propia
mano en su querella con la televisora de Javier Moreno Valle42 no sólo mandan a la ciudadanía un
mensaje (in)equívoco y a todas luces contradictorio con la presunta voluntad de “cambio” de la
actual administración, sino que reinstalan el esquema perverso del contubernio entre gobierno y
televisoras como en los “años maravillosos” de la hegemonía priista. Una vez más, el impacto que
esto tiene en el ánimo popular, en las representaciones colectivas acerca de la relación entre
gobierno y medios, no se reduce a una confirmación del gatopardismo que permea aún nuestra
vida política —el cambio es que nada cambia—, sino que es la enésima invocación del cinismo
político: si quieres que la televisión te favorezca, hazte presidente. Tal vez por eso aumente la
irritación del inquilino de Los Pinos cuando los medios no se fijan “en las cosas buenas” que hace
4400 M. Merino, Ibíd.4411 Raúl Trejo Delarbre, “Un decreto envuelto para regalo”, Arcana, núm. 20, diciembre 2002-enero 2003, p. 50.Vèanse también al respecto las colaboraciones de Javier Esteinou, Jorge Javier Romero, y Jenaro Villamil, entreotros en Etcétera, núm. 25, noviembre de 2002.4422 Véase por ejemplo María Scherer Ibarra, María Luisa Vivas, “Canal 40: fin de un proyecto independiente”,Proceso, núm. 1365, 29 de diciembre de 2002, pp. 11- 13.
8888
el gobierno. Lo preocupante es que de esa actitud al célebre “no pago para que me peguen” de
López Portillo no hay mucha distancia.Cabe entonces preguntarse por la solidez del “pacto mediático” que, conscientemente o
no, se quiere lanzar para suplantar al fenecido “pacto social” que sustentaba la legitimidad del
antiguo régimen, y que ahora se quiere apuntalar a golpes de estrategia mercadológica y con los
ojos puestos en los índices de popularidad presidencial. Cabe afirmar que desde una Presidencia
mediática se intenta instaurar una nueva liturgia del poder. Hoy día se acepta casi como un
axioma que el ejercicio del poder político no se reduce a una técnica de la dominación, la
persuasión, o el consenso. Diversos estudiosos del fenómeno del poder y de la cultura política
insisten en la necesidad de ponerle suficiente atención a la dimensión simbólica de la política, sin
cuya consideración cualquier análisis es necesariamente incompleto; y peor aún, cualquier decisión
basada en tal análisis será segura y fatalmente errónea.
Una de las facetas privilegiadas para la observación y el análisis de esta dimensión
simbólica del ejercicio del poder político, la constituye el ámbito de los rituales políticos,43 que se
insertan en el entramado del sistema simbólico-ceremonial que opera como el “aparato de
hegemonía” característico del Estado contemporáneo, el cual es definido a veces —junto con la
política misma— como “hegemonía acorazada de coerción”. Lo anterior nos recuerda que el
Estado no se asienta a largo plazo sobre la coerción sino sobre el consenso.44 Este consenso se
busca generalmente por vía de los mecanismos establecidos de socialización de un orden en el que
prevalecen ciertos estándares de vida social; una concepción del mundo centralmente legitimada y
4433 Entendiendo en general por “ritual” una práctica formalizada, altamente rutinizada y previsible, que satisface, oque al menos no violenta, las expectativas de los actores involucrados. Véase al respecto Rodrigo Díaz Cruz,“Horizontes rituales”, en Iztapalapa UAM-Iztapalapa, año 16, núm. 39, enero-junio, 1996.4444 Véase Aquiles Chihu Amparán, “El procesualismo simbólico. Una propuesta de análisis en la cultura política”,en Polis 97. Horizontes contemporáneos y psicología social (Anuario del Departamento de Sociología), México,UAM-Iztapalapa, 1998.
8899
diseminada en lo público y lo privado, que moldea el espíritu del gusto, la moral, las costumbres,
los principios religiosos, políticos, éticos, e intelectuales de los diversos segmentos de la sociedad.
En el México contemporáneo, hemos asistido a la instauración y —desde el 2 de julio de
2000— la crisis de un modelo de consenso impulsado y mediado por el Estado mexicano, cuyo
sistema simbólico-ceremonial operó en torno de las tesis centrales de la otrora ideología del que
fue el partido hegemónico en la vida política nacional: el nacionalismo revolucionario del PRI. En
este entramado simbólico-ceremonial han de contarse rituales como los ejemplificados en diversas
fiestas cívicas (el grito de la Independencia, el natalicio de Juárez, el desfile del 20 de noviembre,
etcétera); en prácticas rituales —escritas o no— como el “tapadismo”, la “cargada”, el
“besamanos”, entre otras; las mismas campañas electorales; así como diversas prácticas asociadas
al protocolo gubernamental, en el cual la figura presidencial siempre jugó el papel preponderante.
Como siguiendo aquella sabia premisa de don Jesús Reyes Heroles, quien afirmaba que en política
“la forma es fondo”, los regímenes priistas se dieron a la tarea de construir la conciencia e
identidad nacionales a base de una “sustitución de importaciones” de bienes simbólicos, tratando
de suplantar, por vía de la socialización política, los “antiguos” contenidos de la conciencia
nacional —católica, conservadora, premoderna, y corporativa— por los de una cultura
republicana, moderna y democrática.
Durante décadas (o sexenios, como quiera medirse), múltiples voces señalaron en diversos
tonos el “rotundo fracaso” del Estado mexicano en cuanto al logro de aquél consenso, que pese a
nunca haber llegado a ser absoluto, fue sin embargo estable y eficaz durante casi 40 años (hasta
1968), y se mantuvo vigente —con una creciente precariedad— por otros tres decenios. En la
actual coyuntura, y a la luz de la recién experimentada alternancia política, cabe preguntarse si
9900
estamos asistiendo realmente a la debacle de los antiguos rituales políticos y al nacimiento de unos
“nuevos”, signo además de una nueva y emergente “conciencia” nacional.
Al respecto, se pueden constatar al menos algunos indicios de una intencionalidad política
que desde la actual Presidencia de la República apuntarían en la dirección de tratar de promover,
legitimar e instaurar una serie de rituales políticos, orientados fundamentalmente a dos objetivos
entrelazados: la legitimación simbólica del ejercicio del poder presidencial, y la consolidación de
canales comunicativos estables y sólidos entre el presidente Fox y “las mexicanas y mexicanos”, o
sea, “el pueblo”. Alguien podría señalar, sin embargo, que un análisis somero de lo que parece ser
el “estilo personal de gobernar” que hemos visto desplegarse a lo largo de dos años, nos llevaría a
la “obligada” conclusión de que tal vez no haya habido un presidente mexicano —en la etapa
contemporánea— más “anti-ritual” que Fox, cuyo desparpajo y rusticidad lo tornan difícil de
ubicar en un ámbito otrora altamente ritualizado como el del poder presidencial. No obstante lo
anterior, me parece que hay algunos indicios de que Fox inició —o al menos lo intentó— al
principio de su mandato una etapa de “ruptura” deliberada con la ritualidad del Ancièn Regime, en
la que sin embargo pronto empezaron a despuntar algunos elementos de lo que podría (¿quiso?)
llegar a configurarse como el nuevo repertorio ritual del régimen foxista.
Algunos de los elementos de esa ruptura aparecieron claramente desde la toma de
posesión de Fox, el 1º de diciembre del 2000, día en que el hoy inquilino de Los Pinos resolvió
asistir a misa y recibir la comunión en la Basílica de Guadalupe, acto que se preveía “privadísimo”
—según su en tonces vocera, hoy cónyuge— , pero se transmitió por TV en cadena nacional,
causando además la airada reacción de los “juaristas” del tricolor, que quisieron hacerle pasar un
mal rato a Fox en su primer acto como presidente en funciones. Además, ese día Fox se
“autoinvitó” a desayunar tamales y atole con niños de la calle antes de la ceremonia en San
9911
Lázaro, en la cual, rompió con el protocolo al saludar primero a sus hijos que al “Honorable
Congreso de la Unión”, y al añadir a las palabras protocolarias de la toma de protesta una
mención a “los pobres” de México, en cuyo favor aseguró ejercer su función presidencial. Al
respecto cabe destacar que la imagen de un presidente “cristiano” y practicante, además de
“populachero” —versión foxista del populismo— que deliberadamente Fox buscó transmitir,
sobre todo en los espacios televisivos, apunta no sólo a una identificación “espontánea” del
“pueblo” católico con un mandatario —cuyo desempeño tendería a ser evaluado en términos del
supuesto: “si es un presidente católico, entonces es honesto”—, sino que busca una legitimación
ante actores y sectores específicos (la jerarquía eclesial, la derecha empresarial católica, por
ejemplo).
Por otra parte, en la entoinces cuestionada —y hoy día todavía cuestionable— política de
comunicación social del gobierno federal se detectan algunos elementos que entrañan rupturas y
continuidades con la ritualidad característica del régimen anterior. En primer término, la apuesta
de saturar mediáticamente los principales ejes de la acción gubernamental sin avanzar
significativamente en contenidos y propuestas sustantivas, con respecto a lo cual, el presidente
Fox y su equipo parecen no percibir aún —o tal vez desdeñan, por increíble que parezca— los
riesgos que entraña tal saturación, que pueden obstaculizar los aterrizajes de un proyecto de
gobierno que hasta ahora, sigue teniendo más de programático que de factible. En segundo lugar,
la imposición sin consenso de un modelo gerencial de comunicación, que privilegia la relación y
los roles de vendedor-cliente sobre los de funcionario estatal-ciudadano en materia de
comunicación social, en la cual, ante la imposibilidad de cambios de fondo, se opta por vender
esperanza. Y en tercer término, la ratificación de “usos y costumbres” en torno a aspectos clave
de la relación con los medios electrónicos, entre los que destaca la cuestión de los tiempos fiscales
9922
en dichos medios electrónicos, cuya cúpula corporativa —resabio del antiguo régimen—, la CIRT,
le ha “comido el mandado” más de una vez al Ejecutivo federal; además de la penosa querella
entre CNI Canal 40 y TV Azteca.
No es casual que ante los sentimientos cuasi apocalípticos que despertaron en no pocos
mexicanos la crisis y los estertores y crujidos del régimen priista hayan reavivado, en el terreno
simbólico, las esperanzas utópicas y los discursos soteriológicos —esto es, de salvación— sobre
los que hoy discurre —consciente o inconscientemente— buena parte del ejercicio gubernamental.
Hay que recordar, que después de todo, los ámbitos religioso y político no están divorciados, y su
separación —a todas luces benéfica y necesaria para la democracia— sólo resulta de la acción
consciente y responsable del gobierno, los actores políticos y religiosos, y sobre todo, de los
ciudadanos. Así, es conveniente tener en cuenta que el campo religioso es una instancia
administradora de creencia entre otras, y que dicho campo puede ser analizado desde una
perspectiva “más amplia”, incluyendo al Estado,45 y en general a los actores políticos como
instancias activas. Esto se confirma, me parece, en el también sonado episodio de la
reconfesionalización de la política escenificada por Fox en la reciente vista del papa Juan Pablo II.
Así, el caso de México, incluyendo al actual gobierno foxista, daría cuenta de la
configuración de una instancia hegemónica de gestión de las creencias, el Estado, cuya irrupción
histórica en el campo religioso mexicano habría apuntado en la dirección de aquella substitución y
la consecuente subordinación de lo religioso a lo “secular”: la llamada religión cívica del Estado,
cuyo perfil podría ahora empezar a girar en torno al eje paradigmático de lo que algunos
4455 Véase Pedro Carrasco, “Por una sociología religiosa del orden social: una tipología de la gestión de creencias enel medio secular”, en Cristianismo y Sociedad, núm. 109, 1991.
9933
calificarían como la “ideología” foxista: “Dios, patria y Coca-Cola”.46 Al calor de esta pretendida
construcción de la hegemonía y el consenso, podemos tal vez asistir a la “maravillosa”
changarrización de las conciencias.
4466 Véase Mark Pendergast, Dios, patria y Coca-Cola, Buenos Aires, Javier Vergara, 1993. Al respecto essugerente el tratamiento biográfico de la figura de Fox en Miguel Angel Granados Chapa, Fox & Co. Biografía noautorizada, México, Grijalbo, 2000.
EPÍLOGO:CULTURA POLÍTICA, IMAGINARIOS E ITINERARIOS
Pocas cosas más engañosas que las “conclusiones” de los trabajos escolares y académicos,
que crean la ilusión de que uno ha realmente abarcado un tema, y está entonces en
posibilidades de “concluir” o “cerrar” la discusión. Ello no es posible, por la naturaleza del
tema aquí abordado, y por la naturaleza misma de las cuestiones filosóficas, que se
caracterizan por esa cualidad de generar, a partir de la consideración de las preguntas,
nuevas y más preguntas. No aspiro a haber demostrado algo, ya que como afirmaba el
pasaje de Castoriadis citado en la Introducción de esta tesina, si algo se puede acaso
mostrar es el trabajo de la reflexión, y lo que he tratado de desplegar aquí ha sido
justamente eso: un incipiente trabajo de reflexión en torno a la cultura política y a las
vicisitudes teóricas que entraña a partir de una mínima consideración transdisciplinaria,
esto es, filosófica, de su campo temático.
Sin ánimo entonces de abarcar siquiera con una mirada sintética la complejidad y
vastedad del campo problemático apenas esbozado, caben sin embargo algunas reflexiones,
más programáticas de investigaciones futuras que concluyentes del ejercicio actual. Por
principio de cuentas, si la filosofía representa, desde el horizonte de la polis griega, parte
del nacimiento del proyecto de autonomía que Castoriadis registra y pondera, y que por
tanto coloca al pensamiento ante la experiencia del cuestionamiento radical de los
fundamentos, de la institución de lo social, y por lo tanto pone en vilo las cuestiones de la
verdad, del conocimiento, de lo bueno y de lo justo, entonces no puede ignorar —salvo que
ignore su propio estatuto en tanto creación cultural— el cuestionamiento de los principios y
las coordenadas que articulan la existencia social de los hombres con sus valores,
representaciones, costumbres y prácticas, orientadas desde los cánones de lo instituido, esto
94
es, no puede pasar de largo ante los fenómenos constitutivos de la cultura política, que en
tanto imaginario político y proceso de estructuración cultural (Giddens) anclado en la
producción, construcción, circulación y recepción de formas simbólicas (Thompson), es
también el campo de configuración de los distintos habitus políticos (Bourdieu) que tensan
la experiencia y la dinámica del campo de lo político.
En segundo término, y siguiendo a Lefort, dado que la construcción de los discursos
científicos sobre lo político se han anclado, como parte de la constelación del pensamiento
de la modernidad, en la delimitación del hecho político, considerado como hecho particular
y distinto de otros hechos sociales no políticos: económico, jurídico, estético, científico, o
“puramente social”, sin percatarse precisamente de que tal perspectiva presupone ya como
dada la referencia al espacio de lo social, cuya forma, esto es, su constitución y modo de
existencia, es ya política, se sigue que pensar lo político hoy día exige el esclarecimiento de
un principio o un conjunto de principios generadores de las relaciones que los hombres
mantienen entre sí y con el mundo, esto es, demanda el poner de manifiesto la puesta en
sentido y la puesta en escena en que consiste la conformación de lo social, la manera
específica en que lo político instituye lo social bajo una forma de sociedad, que es una
forma de coexistencia de los hombres, en la cual el polo simbólico del lugar del poder
juega un papel crucial en la posibilidad de que la sociedad se autoconozoca, se
autocontenga y autorrepresente. En este renglón es determinante el hecho de que la gran
mutación operada en la modernidad radica en que el lugar del poder deja de estar
encarnado, incorporado en el soberano, y de ahí que la democracia se caracterice porque en
ella el lugar del poder es un lugar vacío, de modo que se impide a los gobernantes
apropiarse de, incorporarse en el poder, y por vía del procedimiento de revisión periódica y
95
competencia regulada se opera entonces una institucionalización del conflicto y de la
incertidumbre, como rasgos característicos de la democracia.
Es precisamente la necesidad de volver a dotar a la política y su ejercicio de estos
nuevos contenidos, simbólicos antes que procedimentales, la que plasma la pertinencia de
una reconsideración, e incluso, una reconstrucción crítica del concepto de cultura política,
como dispositivo simbólico privilegiado a partir del cual sea posible restituir el sentido de
lo político, vaciado aparentemente de significado por el endiosamiento del mercado y la
racionalidad instrumental, y por los discursos cientificistas sobre lo político. Pero en este
punto salta a la vista que no sólo lo político ha sufrido tal vaciamiento de sentido, sino que
el campo conceptual y vital de la cultura misma, en tanto orden generalizado de la
mediación de la experiencia humana, ha sido devastado por la acción demoledora de una
racionalidad objetivista que, al ignorar la dimensión simbólica y la raigambre contextual y
sociohistórica de la cultura, la ha reducido al dominio de lo funcional, del comportamiento
aprendido y codificado en rígidas pautas, lo cual exige por lo tanto una tarea de
“desmontaje” crítico de la trama conceptual y la memoria argumental que las ciencias
sociales, reducidas al triste papel de hermanastras de la filosofía, han desplegado en torno a
la cultura, expropiándole, la mayoría de las veces, el potencial creativo, la cualidad de vis
formandi propia del imaginario radical, del imaginario instituyente de la sociedad, y
minando entonces el reconocimiento de un hecho crucial, que es el punto de partida —que
no de llegada— de toda reconsideración crítica de la cultura: la cultura, esto es, lo
imaginario, es política o no es cultura.
Este es justamente el nudo problemático que ata a los discursos filosóficos
especializados en lo político, la cultura y las ciencias sociales. Y es a partir de esta simple
constatación que se hace posible replantear el estatuto mismo de la filosofía, en tanto
96
discurso racional y reflexión de la cultura sobre sí misma, y en tanto paradigma y
testimonio de la creatividad cultural que habita al ser humano de todo pueblo, lengua, raza
y nación; herencia frágil y potente que despliega su vocación ahí donde se afirma el deseo y
la necesidad de ser autónomos, de ser libres de la ilusión de los fundamentos últimos,
conscientes de la vocación del pensar, que es vocación de búsqueda eterna.
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