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Universidad Autónoma Metropolitana UNIDADI148.206.53.84/tesiuami/UAMI10312.pdf · avatares de una...

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Universidad Autónoma Metropolitana UNIDAD IZTAPALAPA DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES Departamento de Filosofía COORDINACIÓN DE FILOSOFÍA Cultura e imaginarios políticos: un ensayo de análisis conceptual TESINA QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE LICENCIADO EN FILOSOFÍA PRESENTA: Alfredo Echegollen Guzmán ASESOR: DR. JESÚS RODRÍGUEZ ZEPEDA Marzo de 2003
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Universidad Autónoma MetropolitanaUNIDAD IZTAPALAPA

DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADESDepartamento de Filosofía

COORDINACIÓN DE FILOSOFÍA

Cultura e imaginarios políticos:un ensayo de análisis conceptual

TESINA QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE LICENCIADO EN FILOSOFÍAPRESENTA:

Alfredo Echegollen Guzmán

ASESOR: DR. JESÚS RODRÍGUEZ ZEPEDA

Marzo de 2003

Índice

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1

Capítulo I. CULTURA Y TEORÍAS DE LA CULTURA . . . . . . . . . . . . . . . . . .4

Cultura y teoría social: ¿regreso sin gloria? . . . . . . . . . . . . . . . . . . .4

El impasse de la teoría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8

Análisis cultural: la trama y la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15

Recapitulación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .33

Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

Capítulo II. LA TRANSFIGURACIÓN DEL DEBATE TEÓRICO:DE LA CULTURA POLÍTICA A LOS IMAGINARIOS POLÍTICOS . . . . . . . . .40

De la cultura cívica al imaginario político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .42

Imaginarios políticos en América Latina: claves y tramas . . . . . . . .54

Interrogantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .63

Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

Capítulo III. CULTURA E IMAGINARIO SOCIAL:ENTRE LA FILOSOFÍA DE LA CULTURA Y LA FILOSOFÍA POLÍTICA . . . . . 68

La cultura como objeto de reflexión filosófica:de lo simbólico a lo imaginario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .70

Lo imaginario social: instituido e instituyente . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

La invención de lo político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86

Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90

Epílogo: CULTURA POLÍTICA, IMAGINARIOS E ITINERARIOS . . . . . . . . . . .93

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

INTRODUCCIÓN

En el caso del trabajo de reflexión, quitar los andamiajesy limpiar los accesos al edificio, no solamente no aporta

nada al lector, sino que le quita algo esencial. Contrariamentea la obra de arte, no hay aquí edificio terminado y por

terminar; tanto como, o más que, los resultadosimporta el trabajo de reflexión, y es quizás eso

sobre todo lo que un autor puede hacer ver,si puede hacer ver algo. […] Pensar no es construir

catedrales o componer sinfonías.La sinfonía, si la hay, el lector debe crearla

en sus propios oídos.

CORNELIUS CASTORIADIS

El filosofar en torno a la política es ya desde hace mucho parte de los discursos

“consagrados” que constituyen el legado intelectual y espiritual de Occidente. Fuente de

inspiración a la vez que de debates eruditos, guía de la elaboración teórica de diversas

disciplinas al igual que pauta moral que orienta la deliberación pública en distintos ámbitos,

el discurso filosófico en torno a la política discurre hoy día en el ámbito académico, sobre

todo en nuestro país, acantonado en las modalidades y estilos que han ganado —algunos de

ellos a pulso— carta de ciudadanía en la República de las Ideas. La filosofía política es

entonces también parte de ese discurso normalizado —como le llamaba Francisco

Romero— y estabilizado que apuesta a su perennidad a base de la recurrencia.

Los ejes temáticos del filosofar político en el interior de nuestra academia aparecen

así como caminos predeterminados: desde la imprescindible lección de los clásicos

aparejada a la triple pregunta por la optima res publica, el fundamento de la legitimidad y

la obligación políticas, y la esencia de lo político, formuladas por Bobbio; hasta el análisis

conceptual y las reconstrucciones de orden lógico-semántico de las teorías sobre lo político

2

propugnado por las tendencias analíticas; pasando por la elaboración sistemática de

argumentos trascendentales y/o normativos sobre la justicia, la facticidad, y la validez en

sociedades “bien ordenadas” bajo los principios del Estado de derecho, y por los vértigos

argumentativos de las teorías contemporáneas sobre la democracia, que, queriéndolo o no,

han contribuido a la proliferación de adjetivos —procedimental, sustantiva, deliberativa,

radical, participativa, compleja, paritaria, y los etcéteras que se acumulen esta semana—

para una democracia cuyo ideal se nos planteaba no hace mucho como una “sin adjetivos”.

En este contexto de ideas y debate, no es muy común que un estudiante de filosofía

se plantee la tarea de iniciar una reconstrucción crítica de un concepto “comodín” que es

frecuentemente invocado en los ámbitos de la ciencia y la sociología políticas, de la

antropología y los estudios culturales, y en general de la discusión pública sobre los

avatares de una transición política que ha dado un fruto espectral, y que vuelve a poner

sobre la mesa el papel que los valores, las costumbres, las mentalidades y representaciones

colectivas, en suma, el rol que los imaginarios políticos juegan en los momentos de cambio

político: ya sea como factores desencadenantes o catalizadores, ya sea como lastre al

cambio, ya sea como mero trasfondo ideológico con escasa incidencia real en las estrategias

de los actores de carne y hueso y en la dinámica del contexto social de los cambios. Un

concepto tan cargado de ambigüedades y opacidades semánticas, polisémico y

problemático, tan envuelto en la polémica, parece muy lejos de los jardines epicúreos en los

que se debaten con parsimonia las sublimes y “grandes cuestiones” de la filosofía política.

Pero es mi convicción, y así trataré de mostrarlo, que justamente la discusión de un

concepto tan “mundano”, tan arraigado a las bizantinas y prosaicas —para muchos

filósofos— polémicas de las ciencias sociales, esas “hermanas pobres” de la filosofía,

puede acercarnos a un replanteamiento sobre el estatuto mismo de lo político, e incluso

3

orillarnos a replantear las relaciones entre la cultura, lo político y el filosofar en general, al

tiempo que nos permite apreciar un particular punto de inflexión y de “cruce de caminos”

entre áreas del filosofar que tradicionalmente se presentan y se enseñan como

compartimientos estancos. En efecto, estoy convencido que en el concepto de cultura

política la filosofía de las ciencias sociales, la filosofía política y la filosofía de la cultura

tienen un “nudo problemático” en el que se cifra una parte importante de su relevancia e

inteligibilidad como discursos filosóficos especializados, y que incluso el intentar un

mínimo esclarecimiento de las complejas relaciones entre la cultura, lo político y el

filosofar no deja incólume la concepción tradicional de la filosofía, y levanta de nuevo

interrogantes en cuanto a su naturaleza, métodos, haberes y saberes.

A fin de aproximarme a la discusión de estos tópicos, en lo que sigue abordaré, en el

primer capítulo de esta tesina, algunos de los hitos clave en la teorización sobre la cultura

en las ciencias sociales —especialmente en la sociología y la antropología—, a fin de

iluminar, desde un conjunto de consideraciones epistemológicas y críticas del filosofar en

torno a las ciencias sociales, la discusión desplegada en el segundo capítulo acerca del

concepto de cultura política, dejando para el tercer y último capítulo la recuperación del

horizonte propiamente filosófico de esta discusión, en la que se entrelazan las temáticas y

motivaciones de la filosofía política, la filosofía de las ciencias sociales, y la filosofía de la

cultura, al tiempo que se atisba un replanteamiento de la naturaleza misma del filosofar. No

me queda sino advertir, adhiriendo a la cita de Castoriadis que aparece como epígrafe, que

lo único que aspiro a mostrar aquí es precisamente el trabajo de la reflexión, en la cual se

juegan, sin embargo mi ser y circunstancia.

CAPÍTULO I.CULTURA Y TEORÍAS DE LA CULTURA

Las teorías son redes: sólo quien lance cogerá.NOVALIS

CULTURA Y TEORÍA SOCIAL: ¿REGRESO SIN GLORIA?

En diversos ámbitos de las ciencias sociales y las humanidades se puede constatar, desde

hace poco más de dos décadas, un fenómeno digno de atención: la cultura, como tema de

investigación y debate académico “está de regreso”. Tras un periodo de relativa ausencia y

“oscuridad”, que en el caso de las ciencias sociales en nuestro país abarca desde fines de la

década de los ’60 y casi toda la de los ’70, el interés por el abordaje y la discusión teórica

en torno a los fenómenos culturales ha experimentado un auténtico aggiornamento, dejando

atrás la tristemente célebre “condena del culturalismo”, que se articuló en torno a factores

como: el predominio de un marxismo dogmático y fuertemente esquemático en los medios

académico e intelectual del país, con el consecuente desprecio por las cuestiones

“superestructurales”; la fascinación —en el caso de la práctica antropológica, y en menor

medida en los estudios sociológicos— por el campesinado como sujeto privilegiado de

estudio y la expectativa mesiánica en su “potencial revolucionario”; y la repulsa, a veces

irracional y automática, que en los ámbitos de la ciencia y la sociología políticas (aunque

también en la antropología) se manifestaba contra el término “cultura”, habitualmente

asociado con el funcionalismo y el estructural-funcionalismo estadounidenses, todo ello en

una época marcada por la emergencia y la creciente fuerza de las teorías de la dependencia,

las teologías y filosofías de la liberación como manifestaciones “autóctonas y autónomas”

5

de un logos regional latinoamericano que, se decía, salía al fin de su marasmo y

“dependencia teórica” con respecto a la racionalidad discursiva hegemónica del mundo

europeo y anglosajón.1

En el ámbito más amplio de las ciencias sociales a nivel internacional, también se

dio tal fenómeno de reflujo en el interés y desarrollo del análisis cultural, que experimentó

un auténtico “movimiento de recuperación” que fue creciendo a lo largo de la década de los

’80, y que significó, parafraseando a Theda Skocpol, un “retorno de la cultura a un primer

plano”.2 Este “giro cultural” en las ciencias sociales, se explica, según Robert Wuthnow y

Michael Witten, con base en un complejo causal de cinco factores: a) el evidente aumento

del “malestar en la teoría”, o con el estado de la “ciencia normal” en la sociología y la

ciencia políticas; b) el interés suscitado desde los años sesenta en el análisis marxista —con

una fuerte presencia del pensamiento de Gramsci— en torno a las cuestiones relacionadas

con la ideología, la legitimidad, y la hegemonía; c) el “renacimiento” de las sociologías y

antropologías interpretativas y/o fenomenológicas, como respuesta al malestar teórico-

disciplinar mencionado anteriormente; d) la publicación de algunos trabajos especialmente

relevantes en torno a temáticas culturales; y e) no puede soslayarse —si bien no puede

sobredimensionarse— la (re)institucionalización de la sociología de la cultura en el mundo

académico anglosajón, concretamente el estadounidense.3

Tal retorno de la cultura, que aún cusa asombro e incluso molestia a no pocos

científicos sociales “ortodoxos”,4 hace aún más enigmáticas las causas de su ausencia, toda

vez que el estudio y análisis de la cultura ocupó un lugar destacado, e incluso un rol

“constituyente” en la emergencia y conformación tanto de la sociología como la de la

antropología. En efecto, los nombres y obras de los padres o “héroes” fundadores de estas

disciplinas —Weber, Durkheim, Tylor, Morgan, Frazer y Spencer, entre los más

6

destacados— parecen ser inseparables tanto de la preocupación por un estudio

comprehensivo y abarcante de las realidades sociales, como de los rasgos de identidad de

los discursos científicos de ambas disciplinas. Si bien no es mi objetivo profundizar en la

indagación de las causas de tal “desvarío”, cabe al menos retomar lo que apunta María Luz

Morán como elemento (parcialmente) explicativo de tal abandono de la cultura como tema

central de investigación, en el caso de la sociología: “[…] en un momento determinado,

como consecuencia fundamentalmente de la crítica a la sociología de la cultura de carácter

funcionalista, y en concreto, a la teoría ‘parsoniana’, la cultura se convirtió en una categoría

residual en el análisis sociológico”,5 y en el mismo sentido destaca la aseveración de

Richard Wilson, quien asegura que “todo el mundo sabe que [la cultura] es importante, pero

se utiliza únicamente como modo de llenar las lagunas que quedan después de un análisis

más duro”.6

De lo anterior se derivarían el descuido en las elaboraciones teóricas en torno a la

cultura, y el estado precario que al respecto denuncia en forma elocuente Margaret Archer:

[…] el análisis cultural está rezagado: a decir verdad, en general parece ser el pariente pobredel análisis estructural: a los efectos de la descripción, hay una notoria falta de “unidades”descriptivas culturales, y a los de explicación, la cultura oscila violentamente entre ser lavariable más independiente en algunas teorías a convertirse en la variable pasivadependiente de otras.[…] La conceptualización de la cultura es extraordinaria en dos aspectos: ha exhibido eldesarrollo analítico más débil entre todos los conceptos clave de la sociología y hadesempeñado el papel más alocadamente vacilante dentro de la teoría sociológica.7

De modo que el retorno de la cultura al primer plano del interés teórico en disciplinas como

la sociología —y ello se podría hacer extensivo sin mayor violencia a la ciencia política, y

en alguna medida a la antropología—8 al parecer representa el regreso a un campo en

ruinas; devastado por los efectos del rezago analítico y las violentas oscilaciones

metodológicas que lo han sacudido, y que han minado la plausibilidad de una construcción

7

teórica sólida anclada en consensos categoriales mínimos con base en los cuales se proceda

a un desarrollo temático y heurístico que aproxime siquiera al análisis cultural al estadio de

paradigma científico respetable.9 Paradójicamente, en este campo el único consenso tácito

que parece privar es en torno a los problemas teórico-conceptuales que persisten, entre los

que Morán destaca: a) no se cuenta con una definición común de cultura capaz de suscitar

el acuerdo de un número “significativo” de estudiosos, de modo que el concepto de cultura

sigue corriendo el riesgo de convertirse en un “cajón de sastre” en el que se amontonan, sin

orden ni concierto las entidades más disímbolas y contradictorias; b) sigue abierto el debate

en torno a la objetividad o subjetividad de la cultura, y sobre el grado en que esta última

sería “científicamente” tratable; c) gran parte de la literatura sociológica, politológica, y

antropológica se ha producido en el seno de un debate de carácter “estrictamente

filosófico”, cuya pertinencia y aplicabilidad empíricas dejan no obstante que desear; d)

persisten amplias y profundas dudas en torno al status de las ideas, los valores y otros

conceptos centrales para el análisis cultural; y e) existen muchas interrelaciones —por no

hablar de confusiones— en el interior de los estudios culturales entre estilos metodológicos

y presupuestos teóricos y metateóricos muy dispares.10

Tal estado de cosas, torna obviamente problemática, cualquier propuesta de

teorización en torno a la cultura desde cualquier disciplina que se quisiera acometer tal

empresa, y en particular, anticipa las dificultades que amenazan a cualquier ejercicio de

reconstrucción conceptual de la categoría de cultura política, que es el objeto de esta tesina.

No obstante, y lejos del afán de aproximarme siquiera a un tratamiento exhaustivo de la

problemática anteriormente perfilada, me parece posible ensayar parcialmente tal

reconstrucción a partir de la recuperación de algunos de los principales hitos del debate

teórico en torno al concepto de cultura en las ciencias sociales, con base en la cual sea

8

posible replantear la conceptualización de la cultura política en una dirección novedosa, y

tal vez fecunda; a la vez que dichas recuperación y reconstrucción permiten la

configuración de una problemática que rebasa el ámbito propio de la teorización en las

ciencias sociales y apunta necesariamente hacia una discusión más propia de la filosofía

política y la filosofía de la cultura, que tienen —al igual que la filosofía de las ciencias

sociales, desde cuya óptica se traza aquella incipiente recuperación del debate teórico en

torno a la cultura en general— en el concepto de cultura política un auténtico “cruce de

caminos”, que lamentablemente padece también del descuido por parte de la mayoría de los

cultivadores de dichas formas del filosofar. En el presente capítulo abordaré entonces la

mencionada recuperación de los principales ejes del debate teórico en torno al concepto de

cultura, con el fin de configurar un panorama teórico que sirva de contexto discursivo al

tratamiento más específico de la cultura política en el segundo capítulo, y con miras a

recuperar, en el tercer y último capítulo, la relevancia para la discusión filosófica de las

teorizaciones sobre la cultura en general, y sobre la cultura política en particular, que

privilegian la dimensión simbólica de la misma, esto es, el estatuto de lo imaginario.

EL IMPASSE DE LA TEORÍA

Durante mucho tiempo, parecía una verdad de Perogrullo afirmar que el ser humano es un

“ser cultural”, esto es, que lo que lo distingue de los demás animales evolucionados es

precisamente su capacidad para trascender sus cualidades y habilidades adaptativas, y

generar más bien los cambios que requiere para hacer de su entorno físico y biológico su

morada, su mundo. Esto es, se daba por sentado generalmente que la capacidad del ser

humano de adaptar el medio y las condiciones circundantes son lo que lo caracteriza y

eleva por encima de los demás seres vivos. Cuando ante esto se alegaba que también otros

9

animales tienen en alguna medida esa capacidad de adaptar su medio físico —desde abejas

y hormigas hasta castores y aves de distintos tipos, que bien pueden ser llamados animales

“constructores”—, se respondía que la diferencia radicaba en que mientras esos animales

desplegaban dichas capacidades como mera consecuencia del determinismo genético-

ambiental, los seres humanos, en cambio, despliegan las suyas en forma libre y consciente,

trascendiendo así el nivel de la existencia animal, y que además las formas y modalidades

que tal despliegue adquiere son tan variables como las diversas situaciones espacio-

temporales en que cada grupo humano ha interactuado con su medio natural para crear un

mundo propio, esto es, una cultura.

Esta idea ha tenido ilustres defensores a lo largo de la historia del pensamiento

occidental, entre ellos, el propio Marx, quien en un conocido pasaje de su obra capital

afirmaba:

Concebimos el trabajo bajo una forma que pertenece exclusivamente al hombre. Unaaraña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por laconstrucción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo quedistingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero hamoldeado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el procesode trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginacióndel obrero, o sea idealmente.11

A reserva de retomar posteriormente algunas de las aristas más sugerentes —por

polémicas— de este aserto de Marx, cabe destacar que pese a haber sido enunciado en 1867

se habría inscrito sin violencia en el debate antropológico anglosajón de la primera mitad

del siglo XX, cuando se discutía encendidamente acerca de la pertinencia de separar o no —

en el marco de una concepción antropológica de la cultura— el comportamiento de las

costumbres, técnicas, ideas y valores, las cuales podrían ser consideradas como pautas de

comportamiento presentes en cada individuo, y que se dan junto con el comportamiento;

10

esto es, no es el individuo quien construye estos planes, sino que ellos son parte de su

herencia social, de su cultura.12

Uno de los defensores del argumento de la cultura como diferentia specifica, el

ilustre filósofo neokantiano de la cultura Ernst Cassirer, añadía además que aquella

especificidad de la vida social y cultural humana se debía en buena medida a la presencia,

desarrollo e influencia determinante de elementos como el lenguaje articulado, esto es, el

lenguaje proposicional, que se distingue del lenguaje emotivo, del cual se pueden encontrar

abundantes analogías y paralelos en el mundo animal, ya que a través de esta clase de

lenguaje es posible expresar “la rabia, el terror, la desesperación, el disgusto, la solicitud, el

deseo, las ganas de jugar y la satisfacción”, pero carece de un elemento característico e

indispensable en todo lenguaje humano: “signos que posean una referencia objetiva o

sentido”, esto es, afirma Cassirer, “la diferencia entre el lenguaje proposicional y el

lenguaje emotivo representa la verdadera frontera entre el mundo humano y el animal”.13

Cabría considerar en este tenor, que el lenguaje constituyó tempranamente para los

hombres no sólo un medio de comunicación más eficaz y preciso que el que pudiera

desarrollar cualquier otra especie, sino que proveía además la base para la emergencia y

operacionalización de mecanismos de coordinación social de las acciones, sin los cuales el

desarrollo de elementos como la técnica —en tanto ampliación y potenciación funcional de

las capacidades naturales y adaptativas del ser humano a nivel social— habrían sido

imposibles, y, nos dicen, la historia de la humanidad y del planeta habría sido seguramente

otra, al quedar en la incógnita la emergencia y eventual consolidación del ser humano como

especie dominante.

De acuerdo con esta perspectiva, la institución social del lenguaje —y por ende los

mecanismos de coordinación social a los que da lugar— cifra su eficacia y poder

11

constructivo en el hecho de ser parte del dispositivo fundamental a través del cual las

colectividades humanas entablan sus relaciones de interacción con el entorno natural, que el

mismo Cassirer, siguiendo al biólogo alemán Johannes von Uexküll, denomina el “círculo

funcional”, que consiste en el eslabonamiento del “receptor por el cual una especie

biológica recibe los estímulos externos, con el efector por el cual reacciona ante los

mismos”, de modo que, nos dice el filósofo alemán, en el mundo humano encontramos una

característica “nueva” que parece constituir “la marca distintiva de la vida del hombre”, que

Cassirer visualiza así:

Su círculo funcional no sólo se ha ampliado cuantitativamente sino que ha sufrido tambiénun cambio cualitativo. El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un nuevo método paraadaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todaslas especies animales, hallamos en él como eslabón intermedio algo que podemos señalarcomo sistema “simbólico”. Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vidahumana. Comparado con los demás animales el hombre no sólo vive en una realidad másamplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad. (…) ya no vivesolamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, elarte y la religión constituyen partes de ese universo, forman los diversos hilos que tejen lared simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso enpensamiento y experiencia afina y refuerza esta red.14

De acuerdo con esto, el orden total de la cultura —el lenguaje, el mito, el arte, la religión—

pertenece entonces a, o mejor, constituye al universo simbólico, que se convierte así en el

ámbito propio de la vida humana, que no se reduce a su dimensión físico-natural, pero

llama además la atención el que Cassirer concibe la cultura, el universo simbólico, como un

orden general de la mediación de la experiencia humana:

El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad de un modo inmediato; no puede verla,como si dijéramos, cara a cara. En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido,conversa constantemente consigo mismo. Se ha envuelto en formas lingüísticas, enimágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede vero conocer nada sino a través de este medio artificial. Su situación es la misma en la esferateórica que en la práctica. Tampoco en ésta vive en un mundo de crudos hechos o a tenor desus necesidades y deseos inmediatos. Vive, más bien, en medio de emociones, esperanzas ytemores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños.15

12

A partir de estas consideraciones, Cassirer se siente autorizado para “corregir y ampliar la

definición clásica del hombre”, aquella que lo concibe como animal racional, y que pese a

los “esfuerzos” del irracionalismo moderno, nos dice el neokantiano, no ha perdido su

fuerza. El filósofo de Marburgo sigue considerando la racionalidad como un rasgo

inherente a todas las actividades humanas, ya que, insiste, si bien la mitología “no es una

masa bruta de supersticiones”, no es “puramente caótica”, pues posee una forma sistemática

o conceptual, por otra parte, reconoce que sería “imposible” caracterizar la estructura del

mito como racional. En el caso del lenguaje, por otra parte, Cassirer considera que si bien

éste “ha sido identificado a menudo con la razón o con la verdadera fuente de la razón”, tal

definición “no alcanza a cubrir todo el campo”, ya que primariamente el lenguaje no

expresa pensamientos o ideas, sino sentimientos y emociones; y en cuanto al ideal kantiano

de una religión dentro de los límites de la pura razón, Cassirer admite que se trata de “pura

abstracción”. Así, aquella definición del hombre como animal racional expresa más bien un

imperativo ético que una definición con contenido empírico, ya que “la razón es un término

verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su

riqueza y diversidad, pero todas esas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar

de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico”.16

Con lo planeado hasta este momento, alguien podría sugerir que nos podríamos

conformar con esta conceptualización de la cultura, estructurada con base en aspectos

constitutivos como: a) consta de pautas de comportamiento (costumbres, técnicas, ideas y

valores), antes que de comportamientos específicos, de los cuales se distinguen; b) dichas

pautas implican la “materialización” o actualización de elementos ideales, esto es,

imaginarios (de acuerdo con Marx), que al transmitirse (enseñarse, inculcarse) a los

individuos concretos constituyen su herencia social; c) la emergencia, consolidación,

13

permanencia, y eventual transformación o incluso desaparición de dichas pautas que

estructuran a cultura están cifradas en una relación funcional de interacción entre las

colectividades humanas y su entorno; d) dicha ampliación cualitativa del “círculo

funcional” de la vida humana trae aparejada la aparición de una instancia intermedia, que es

a la vez una “nueva dimensión de la realidad”: el sistema o universo simbólico, que se

convierte además en el orden general de la mediación de la experiencia.

Y en efecto, mucho de lo que se hace pasar hoy día por análisis cultural adhiere —

consciente o inconscientemente —a alguna conceptualización de la cultura más o menos

implícita, ya sea este híbrido de la teoría de las pautas culturales17 con una versión sui

generis del funcionalismo18 que enfatiza la centralidad de lo simbólico y lo imaginario, u

otra amalgama conceptual igual de difusa o incoherente, que pudo haber sido armada con la

misma “facilidad” y arbitrariedad con la que aquí se ha hecho. Dicho sea de paso, si bien

bastaron unas cuantas líneas de Marx y de Cassirer para “armar” un modelo conceptual de

la cultura para los fines más diversos, debo aclarar que, además de que tal operación es una

auténtica falta de respeto a dos autores serios y relevantes de la tradición intelectual de

Occidente, llega “demasiado rápido”, y por ende en forma por demás precaria e

inconveniente a un punto que parecería deseable: el énfasis en la dimensión simbólica de la

vida social y cultural del ser humano, que queda no obstante sin mayores anclajes ni

justificación teóricas, como flotando en una nebulosa de ambigüedad e indefinición.

Sin embargo, el ejercicio anterior me parece ilustrativo de lo fácil que es perderse y

enredarse en la “selva de los conceptos” que ha crecido, salvaje y pletórica, dentro de los

márgenes de la creación intelectual y la construcción del logos occidental cifrado en la

matriz cultural de las disciplinas académicas —desde la sociología, la antropología, la

historiografía y la ciencia política, hasta la propia filosofía— que hoy se debaten entre el

14

disenso, la perplejidad, la indiferencia, e incluso la “angustia cartesiana” en torno al

complejo temático y discursivo centrado en la cultura. Esta última imagen —la de la

angustia cartesiana— ha sido magistralmente retratada por Richard Bernstein como una

herencia trágica que la cultura intelectual de Occidente ha recibido del autor de las

Meditaciones:

[…] Descartes’ search for a foundation or Archimedean point is more than a device to solvemetaphysical and epistemological problems. It is the quest for some fixed point, somestable rock upon which we can secure our lives against the vicissitudes that constantlythreaten us. The specter that hovers in the background of this journey is not just radicalepistemological skepticism but the dread of madness and chaos where nothing is fixed,where we can neither touch bottom nor support ourselves in the surface. With a chillingclarity Descartes leads us with an apparent and ineluctable necessity to a grand andseductive Either/Or. Either there is some support for our being, a fixed foundation for ourknowledge, or we cannot escape the forces of darkness that envelop us with madness, withintellectual and moral chaos.19

De modo que, sin dejar de reconocer que detrás de las vicisitudes y extravíos teóricos y

epistemológicos de las ciencias sociales en general, y con respecto al concepto de cultura

en particular, late una angustia más profunda que nos confronta con la visión, acaso con la

experiencia radical del caos, y que ello es finalmente un resorte poderoso que bien puede

estar tras la motivación teórica, cabe no obstante intentar la reconfiguración de al menos

parte de la trama conceptual y la memoria argumental que en torno a la cultura han

construido las ciencias sociales,20 y ello no con la finalidad de obtener “La Teoría” de la

cultura correcta y “verdadera”; ni siquiera una teoría “mejor” que las demás, sino con el

afán de identificar y disponer de algunas herramientas metateóricas pertinentes y útiles para

iluminar la discusión del concepto de cultura política, así como la reflexión filosófica

referente a la cultura y lo imaginario en tanto orden simbólico constitutivo —instituido e

instituyente— de lo social. Cabe aclarar que aquella reconfiguración de parte de la trama

conceptual y la memoria argumental que constituyen la teorización sobre la cultura en las

15

ciencias sociales, es ya un ejercicio metateórico que se inscribe en el discurso de la filosofía

de las ciencias sociales, a partir del cual podemos concebir el quehacer teórico en dichas

ciencias, en primer término, como la confección de una trama o red —no un edificio,

estructura, o sistema— conceptual, dinámica, compleja, heterogénea, contradictoria e

inestable en la que por ende se impone más bien la captación y reconstrucción del sentido

que el mero análisis lógico-formal y algorítmico, y en la cual es fácil perderse; y en

segundo término, como la recolección, administración y preservación de una memoria

argumental, esto es, de los materiales, datos, e incluso fetiches que se han ido construyendo

en torno a los conceptos, así como de las interpretaciones y usos polémicos de los mismos a

lo largo de un desarrollo que reconoce continuidades y rupturas.21

ANÁLISIS CULTURAL: LA TRAMA Y LA MEMORIA

A fin de operar la referida recuperación de algunos hitos cruciales de la trama conceptual y

la memoria argumental referente a la cultura, partiré de un somero análisis de la

problemática epistemológica involucrada, así como de los rasgos definitorios del llamado

discurso científico sobre la cultura, tal como se ha desplegado a través de los aportes de una

constelación de estudiosos y teóricos provenientes fundamentalmente de la elaboración

teórica en la antropología y la sociología. Sin embargo, se impone una tarea previa, que

consiste en la enunciación de un conjunto mínimo de distinciones y especificaciones

terminológicas básicas, en virtud de que el uso y connotaciones de diversos términos clave

en este respecto tiende a ser muy laxo no sólo en los ámbitos empíricos de aquellas

disciplinas, sino incluso en las discusiones teóricas y metodológicas, lo cual ha contribuido

a esa imagen dudosa de crepúsculo conceptual en el que “todos los gatos son pardos”, que

ha caracterizado la discusión epistemológica en las ciencias sociales. Cabe reconocer que

16

esta situación bien puede haber estimulado también, al menos en parte, la patente

esterilidad y rezago que privó durante cerca de dos décadas en la discusión relativa en el

campo de la filosofía de las ciencias sociales, que tendió a desdeñar el potencial heurístico

y generador de nuevos horizontes de debate que emergía de la discusión metodológica y

epistemológica de las ciencias sociales, y desplazó su interés hacia la zona “más segura” y

“elegante” de la discusión de debates sustantivos (véase nota 25, infra).

Conceptos, paradigmas, modelos

Por principio de cuentas, y siguiendo a Gilberto Giménez, cabría señalar que si nos

atenemos a la “epistemología mínima” aún vigente en las ciencias sociales, entonces hablar

científicamente sobre la cultura significa elaborar un “discurso controlado y refutable”

sobre ella.22 Un primer paso en esta dirección implica algunas distinciones preliminares,

necesarias para la construcción de aquél discurso, la primera de ellas, en el ámbito

lexicológico de las teorías científicas, entre concepto y noción, entendiendo por concepto

un término cuyo contenido significativo pude definirse sin ambigüedad; mientras que las

nociones se caracterizan precisamente por su ambigüedad. Además, cabe considerar que los

conceptos son susceptibles de formalización y sistematización, pero las nociones son

“rebeldes” a dichos procesos. En este punto es pertinente la observación de Giménez en el

sentido de que esta distinción, bien fundada en principio, “es puramente tendencial”, ya que

hay que reconocer que en la fase inicial de formación de una nueva disciplina, la primera

sistematización suele comprender algunas nociones dotadas de cierta carga metafórica,

ricas en connotaciones y significados alusivos, y por ello aptas para orientar y sugerir

desarrollos heurísticos y empíricos ulteriores, y en ese sentido, cabría incluso sustituir la

distinción referida por una menos fuerte entre conceptos de exploración —que juegan un

17

rol similar al de las nociones en la génesis de una ciencia— y conceptos de formalización,

propiamente dichos, característicos de una fase posterior de sistematización científica.23

Por otra parte, y partiendo de que el primer concepto a elaborar es precisamente el

que define y delimita el objeto de estudio de la disciplina, lo cual es crucial a fin de

garantizar que el referente del discurso científico sea discernible, cabe distinguir diferentes

tipos de definición de conceptos, entre ellas: normativa, descriptiva, sustantiva y

funcional24, y que, salvo la definición normativa —que se considera por lo general

“inapropiada” para la tarea científica en general—, los otros tres tipos de definición se

consideran —y de hecho han sido usadas — formas válidas para circunscribir el ámbito de

los fenómenos culturales. A su vez, y sin entrar en el debate secular sobre la naturaleza de

las teorías científicas en general, y las de las ciencias sociales en particular,25 cabe señalar

que, generalmente, en las ciencias sociales no se emplean teorías en el sentido más usual,

esto es, como sistemas hipotético-deductivos susceptibles de falsación en el sentido

popperiano,26 sino más bien “paradigmas”, en el sentido en que los concibe Giménez:

“marcos de pensamiento u orientaciones teórico-metodológicas a propósito de los cuales

existe cierto acuerdo dentro de la comunidad científica”. De acuerdo con Raymond

Boudon, en disciplinas como la sociología y la antropología se utilizan distintos tipos de

tales paradigmas, como los analógicos (por ejemplo, la teoría de los juegos), los formales

(como el funcionalismo de Merton), y los conceptuales (como los pattern-variables de

Parsons), y todos ellos han sido usados en el análisis de la cultura, cuyo carácter científico,

nos dice Giménez, no se ve menoscabado por el recurso a los paradigmas “en desmedro de

las teorías hipotético-deductivas”.27

Tras las consideraciones referentes a los niveles del léxico (definiciones) y de la

construcción teórica (paradigmas), Giménez destaca que existe un nivel intermedio: el de

18

los modelos, estrechamente emparentados con los tipos ideales de Weber, o con las

“formas” de Simmel, y que constituyen esquemas simplificadores o descripciones

idealizadas de algún fenómeno social, y generalmente elaborados en el marco de un

paradigma determinado, y que pueden ser, al igual que los paradigmas, descriptivos o

explicativos; por ejemplo, la famosa “ley de las ventajas comparativas” de David Ricardo

en la economía clásica, o la axiomática de las preferencias del rational choice, son ambos

modelos simplificadores de segmentos específicos de la realidad económica presuntamente

abarcada por una teoría particular y no propiamente paradigmas; o bien, —para hablar de

casos más cercanos a nuestra temática— la famosa “teoría de la aculturación” en

antropología constituye en realidad un modelo explicativo, mientras que la concepción

parsoniana de la socialización como integración del sujeto (ego) a su grupo de pertenencia

(alter generalizado) es más bien un modelo descriptivo. Si bien algunos modelos pueden

ser matemáticamente formalizables, e incluso susceptibles de axiomatización, no es esa

posibilidad lo que los constituye como tales, y cabe tomar en cuenta que por lo general, son

los modelos —más bien que los paradigmas— los “portadores” de las hipótesis claves —

algunas de ellas “visibles”, otras “ocultas”— cuyo análisis, contrastación y/o verificación

será crucial para la evaluación de la cientificidad y poder heurístico de un paradigma

dado.28

El concepto de cultura: en los laberintos del discurso

A partir de una aplicación de los parámetros epistemológicos “mínimos” esbozados en la

sección anterior, específicamente a los discursos científicos de la antropología y la

sociología de la cultura, salta a la vista, en primer término, el estatuto poco riguroso de la

lexicología movilizada por estas disciplinas, ya que, si bien a lo largo de los años y las

19

obras se han cristalizado algunos términos relevantes (en virtud de su frecuente si bien

ambiguo uso) como: socialización , aculturación, código cultural, visión del mundo,

ideología, identidad, mentalidades, hábitos (no confundir con el habitus de Bourdieu),

símbolos, valores, normas, orientación valorativa, pautas de comportamiento, sincretismo,

hibridismo e hibridización, etcétera, la mayoría de estos términos tienen acepciones

polisémicas, e incluso confusas en las disciplinas mencionadas, y no pasan por tanto de ser

meras nociones, cuando más, algunas de ellas se aproximan a los mencionados conceptos

de exploración de Delattre.29 El propio término “cultura” tiene una historia cuyas

vicisitudes revelan que hay todo menos consenso en torno a su contenido o referente,30 esto

es, la trama conceptual y la memoria argumental en torno a la cultura en las disciplinas

mencionadas están atravesadas por el “conflicto de interpretaciones” —parafraseando a

Ricoeur—, por la dispersión semántica y el alejamiento radical de todo punto arquimediano

en torno al cual fincar un fundamento —ontológico y epistemológico— que garantice la

objetividad y rigor de aquellas ciencias.

Resulta sumamente instructivo, para los fines que persigo aquí —una mínima

reconstrucción conceptual de la cultura política— retomar una visión panorámica de la

fascinante historia del concepto de cultura, ya disponible en el aporte crucial de John B.

Thompson,31 cuyas líneas generales sigo a continuación. Al recorrer algunos de los

principales episodios del desarrollo del concepto de cultura, Thompson enfatiza algunas de

las principales líneas de su empleo y distingue entre cuatro sentidos básicos. El primero,

que este autor llama “concepción clásica” de la cultura, es el que era aparente en lo que

considera las “primeras” discusiones acerca de la cultura, en particular las que se dieron

entre filósofos e historiadores alemanes durante los siglos XVIII y XIX , cifradas en torno al

contraste polémico entre “cultura” y “civilización”. Posteriormente, y tras el nacimiento de

20

la antropología como ciencia en el siglo XIX, la concepción clásica cedió el paso a diversas

concepciones antropológicas de la cultura, de las cuales Thompson elige y distingue dos: la

“concepción descriptiva”, cuyo desarrollo la ha llevado a un callejón sin salida y un estado

de agotamiento teórico y heurístico, aquejada precisamente de aquella condición de “cajón

de sastre” mencionada anteriormente (p. 4, supra), y la “concepción simbólica”,

especialmente en la formulación que le ha dado Clifford Geertz, y cuya pertinencia para

desarrollar un “enfoque constructivo” para el estudio de los fenómenos culturales motiva a

Thompson a sopesar también sus debilidades y limitaciones, a partir de cuya crítica formula

entonces lo que él llama “concepción estructural” de la cultura, cuyos alcances e

implicaciones teóricas revisten particular relevancia para el tema central de esta tesina. A

continuación recupero en forma sintética el rico análisis del autor de Ideología y cultura

moderna con respecto al devenir del entramado conceptual y argumental de la cultura.

En cuanto a los primeros usos del término “cultura” en las lenguas europeas

modernas, Thompson nos recuerda que estos preservaron parte del sentido original del

vocablo, que significaba primordialmente el cultivo o cuidado de algo (cosechas, animales,

y otras actividades como las culinarias, las prácticas de salud, etcétera), y que a partir del

siglo XVI dicho sentido original se fue extendiendo poco a poco de la esfera de la labranza

al proceso de desarrollo humano: “pasó del cultivo de las cosechas al cultivo de la mente”:

Sin embargo, nos dice el autor, el uso del sustantivo independiente “cultura” para referirse a

un proceso general o al producto de dicho proceso, no se hizo común sino hasta fines del

siglo XVIII y principios del XIX, y como tal, dicho sustantivo apareció primero en francés e

inglés, mientras que fue en las postrimerías del siglo XVIII que el término francés se

incorporó al alemán, que al principio se escribía Cultur, y más tarde Kultur.32 Así, a

principios del siglo XIX, “cultura”, se usaba —sobre todo en francés e inglés— como

21

sinónimo de “civilización”, o en algunos casos en oposición a tal término, el cual derivaba

a su vez del latín civilis, que refería a lo concerniente a los ciudadanos, y que describía un

“proceso progresivo de desarrollo humano”, un “movimiento hacia el refinamiento y el

orden, así como un consecuente alejamiento de la barbarie y el salvajismo”. Es claro que

detrás de este “nuevo” sentido latía el espíritu de la Ilustración europea y su creencia

optimista en el progreso. Mientras que en inglés y francés se llegaron a traslapar los usos de

“cultura” y “civilización”, en alemán ambos términos se usaban con frecuencia en

oposición, de tal modo que Zivilisation adquirió una connotación negativa y Kultur una

positiva, asociándose la primera palabra con la cortesía y el refinamiento de los modales,

mientras que la segunda era utilizada sobre todo para referirse a los productos intelectuales,

artísticos y espirituales en los que se expresaban la individualidad y la creatividad de la

gente.

Alguien que examinó con detalle ese contraste germano entre Kultur y Zivilisation

fue el sociólogo alemán Norbert Elias,33 quien destacó la forma en que dicha oposición

reflejaba los posicionamientos polémicos de un sector de la intelligensia alemana que se

oponía, e incluso se mofaba del afán de imitación y de mimetización al refinamiento de los

modales cortesanos franceses por parte de la nobleza cortesana y los estratos superiores de

la burguesía, segmentos para los que el hablar en francés e imitar los modales y

refinamientos cortesanos galos eran símbolos de prestigio que además se convertían de

facto en mecanismos de diferenciación; mientras que, enfrentados a esas clases altas, los

intelectuales que hablaban en alemán y pertenecían principalmente a los círculos oficiales

cortesanos, y eventualmente a la nobleza terrateniente, concebían su propia actividad en

términos de sus logros intelectuales y artísticos, y también como estrategia de

diferenciación frente a los logros de las clases altas, a los que no tenían acceso, de modo

22

que, de acuerdo con Thompson, quien comenta este punto, “la intelligentsia alemana buscó

y encontró su realización y su orgullo en otra parte: en los ámbitos de la academia, la

ciencia, la filosofía y el arte, es decir, en el ámbito de la Kultur”.34

De este modo, cristalizó la llamada “concepción clásica” de la cultura, que dicho

autor define sucintamente así: “la cultura es el proceso de desarrollar y ennoblecer las

facultades humanas, proceso que se facilita por la asimilación de obras eruditas y

artísticas relacionadas con el carácter progresista de la era moderna”.35 Si bien se puede

apreciar que ciertos aspectos de la concepción clásica de la cultura —el énfasis en el cultivo

de los valores y las cualidades “superiores” del ser humano, su interés por las obras

intelectuales y artísticas, y su anclaje en el ideario de la Ilustración— siguen vigentes,

destaca el hecho de que la estrecha rigidez de dicha concepción es la fuente de sus

principales limitaciones, en especial su talante etnocéntrico y su optimismo ilustrado, que

se han traducido no pocas veces en una autoafirmación excluyente de la matriz cultural

europea y occidental. El hecho es que, nos dice John Thompson, “el concepto de cultura no

pudo soportar el peso de semejantes suposiciones durante mucho tiempo”, especialmente

cuando a finales del siglo XIX, la naciente ciencia de la antropología requirió incorporar

dicho concepto a sus tareas, lo cual exigió necesariamente despojarlo de su carga y

connotaciones etnocéntricas y adaptarlo a las labores de la descripción etnográfica, de

modo que “el estudio de la cultura trataba ahora menos del ennoblecimiento de la mente y

el espíritu en el corazón de Europa, y se interesaba más por descifrar las costumbres,

prácticas y creencias de aquellas sociedades que constituían el otro para Europa”.36

De este modo, y a partir de un proceso que hizo casi coextensivos el desarrollo de la

antropología —o al menos de una de sus ramas principales: el estudio comparativo de las

culturas— y la trayectoria del concepto de cultura, se fue consolidando la primera de las

23

concepciones antropológicas de la cultura que discute Thompson, la llamada por él

“concepción descriptiva”, y cuyo origen rastrea hasta los escritos de los historiadores

culturales del siglo XIX, como Gustav Klemm, quien estaba interesado en la descripción

etnográfica de las sociedades no europeas, y que en su obra en diez volúmenes, Cultur-

Geschichte der Menschheit (publicada entre 1843 y 1852), intentó un descripción

sistemática y amplia del “desarrollo humano” abarcando la costumbres, habilidades, artes,

herramientas, armas, prácticas religiosas, etcétera, de pueblos y tribus de todo el mundo. La

obra de Klemm era conocida por Edward B. Tylor, profesor de antropología de la

Universidad de Oxford, cuya obra más citada, Primitive Culture, se publicó en dos

volúmenes en 1871, en la que Tylor usaba de hecho los términos “cultura” y “civilización”

en forma intercambiable, y en cuyo primer capítulo presentó la definición de cultura que se

ha hecho ya clásica:

La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluyeel conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquieraotros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad. Lasituación de la cultura en las diversas sociedades de la especie humana, en la medida en quepuede ser investigada según principios generales, es un objeto apto para el estudio de lasleyes del pensamiento y la acción del hombre. Por una parte, la uniformidad que en tan granmedida caracteriza a la civilización debe atribuirse, en buena parte, a la acción uniforme decausas uniformes; mientras que por otra parte sus distintos grados deben considerarseetapas de desarrollo o evolución, siendo cada una el resultado de la historia anterior ycolaborando con sui aportación a la conformación de la historia del futuro. Estos volúmenestienen por objeto la investigación de estos dos grandes principios en diversas secciones dela etnografía, con especial atención a la civilización de las tribus inferiores en relación conlas naciones superiores.37

En esta definición encontramos los elementos clave de la concepción descriptiva de la

cultura, una de cuyas tareas primordiales consiste para Tylor en “disecar” aquellas

totalidades en sus componentes, clasificarlas y compararlas sistemáticamente, en forma

análoga al modo de proceder de un botánico o un zoólogo: “Igual que el catálogo de todas

las especies de plantas y animales representan la flora y la fauna, así los artículos ed la vida

24

general de un pueblo representan ese conjunto que denominamos cultura”.38 De lo anterior

se sigue que tras la concepción tyloriana figuran algunos supuestos, con base en los cuales

se opera, según Thompson, la cientifización del concepto de cultura, al constituir a esta

como el objeto de una investigación científica, sistemática, que atiende a las

manifestaciones “uniformes” de relaciones causales uniformes bajo un marco evolutivo,

que permite incluso al observador decidir en cuanto a la “superioridad” o “inferioridad” de

las culturas, de tal modo que dicha cientifización del concepto de cultura consiste en algo

más que un refinamiento epistemológico de dicho concepto, porque lo que en realidad

opera es la construcción de la alteridad como inferioridad.

En elaboraciones posteriores de esta concepción, si bien se moderaron parcialmente

los énfasis cientificistas y evolucionistas de la formulación tyloriana, también fueron

desplazados por otras preocupaciones, como en el caso de la concepción funcionalista de la

cultura de Bronislaw Malinowski, quien en un texto emblemático de los inicios de esta

corriente (1931) analiza los fenómenos culturales en términos de la satisfacción de las

necesidades humanas, y cuya formulación inicial del concepto de cultura no difiere en

principio de la de Tylor: “La cultura incluye los artefactos, bienes, procedimientos técnicos,

ideas, hábitos y valores heredados. La organización social no puede comprenderse

verdaderamente excepto como una parte de la cultura”,39 si bien afirma también que “la

cultura es una realidad sui generis y debe ser estudiada como tal”,40 y su énfasis

propiamente funcionalista se hace patente a partir de consideraciones como la siguiente:

El hombre, con objeto de vivir altera continuamente lo que le rodea. En todos los puntos decontacto con el mundo exterior, crea un medio ambiente secundario, artificial. […] Si elhombre tuviera que confiar exclusivamente en su equipamiento anatómico, pronto seríadestruido o perecería de hambre o a la intemperie. La defensa, la alimentación, eldesplazamiento por el espacio, todas las necesidades fisiológicas y espirituales sesatisfacen indirectamente por medio de artefactos, incluso en las formas más primitivas devida humana. El hombre de la naturaleza, el Natürmensch, no existe.41

25

En un texto posterior (1936), también muy difundido y escrito por Malinowski

precisamente para la divulgación, es aun más claro y directo, ya que afirma que de lo que se

trata es de:

[…] la explicación de los hechos antropológicos, a todos los niveles de desarrollo, por sufunción, por el papel que representan en el sistema integrado de la cultura, por la manera enque están vinculados en el interior del sistema y por la manera en que este sistema estáligado con el medio natural […] La visión funcionalista de la cultura insiste, pues, sobre elprincipio de que, en todo tipo de civilización, cada costumbre, cada objeto material, cadaidea y cada creencia cumple una función vital, tiene una tarea que realizar, representa unaparte indispensable en el seno de un todo que funciona (within a working whole).42

De acuerdo con Thompson, el punto de vista compartido por teóricos como Tylor y

Malinowski —que divergen claramente en otros aspectos y énfasis— es lo que vertebra la

“concepción descriptiva” de la cultura, que puede resumirse de la siguiente manera: “la

cultura de un grupo o sociedad es el conjunto de creencias, costumbres, ideas y valores, así

como los artefactos, objetos e instrumentos materiales, que adquieren los individuos como

miembros de ese grupo o esa sociedad”.43 Sin embargo, pese a esta visión común, los

teóricos que adhieren a la concepción descriptiva de la cultura manifiestan puntos de vista

divergentes acerca de cómo ha de proceder el estudio de la cultura, por ejemplo, si ha de

hacerlo bajo un marco evolutivo, o si se ha de privilegiar el análisis funcional, y hay que

señalar que las principales que entraña esta concepción de la cultura tienen más que ver con

estos presupuestos metodológicos asociados que con el concepto mismo, y como observa

Thompson, “si estas suposiciones se ponen en tela de juicio, entonces la concepción

descriptiva de la cultura pierde gran parte de su valor y utilidad, puesto que el punto

principal de esta concepción era definir una serie de fenómenos que se pudieran analizar de

manera científica y sistemática”. Además, sin una mayor especificación del método de

análisis cultural, esta concepción de la cultura corre el riesgo de quedarse “girando en el

26

vacío”, en virtud de las ambigüedades en cuanto a la extensión misma del concepto de

cultura, que al volverse coextensivo con la antropología misma, o más precisamente, con la

antropología cultural, “se torna vago en el mejor de los casos y redundante en el peor”.44

Es precisamente la preocupación por contrarrestar este riesgo la que motivó la

formulación de una concepción de cultura alternativa en la antropología, que es la

“concepción simbólica”, que parte del uso de los símbolos como rasgo distintivo de la vida

humana, y que radica en el hecho de que los seres humanos no sólo producen y reciben

expresiones lingüísticas significativas, sino que también dotan de significado a constructos

no lingüísticos, como acciones, eventos, y objetos (obras de arte, lugares sagrados,

instrumentos y utensilios litúrgicos o rituales, etcétera). Así, emerge dicha concepción de la

cultura, especialmente en la formulación que le ha dado Geertz:

El concepto de cultura que propugno […] es esencialmente un concepto semiótico.Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significaciónque él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de lacultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino unaciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación,interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie.45

Al desarrollar lo que entiende por “ciencia interpretativa”, que produce explicaciones

mediante la interpretación de expresiones sociales, Geertz enfatiza que lo que la define es

“cierto tipo de esfuerzo intelectual”, que siguiendo al filósofo de Oxford, Gilbert Ryle,

llama descripción densa, la cual consiste en interpretar interpretaciones, esto es, lo que el

etnógrafo llama “sus datos” son en realidad “interpretaciones de interpretaciones de otras

personas sobre lo que ellas y sus compatriotas piensan y sienten”, esto es, Geertz afirma

que de hecho la práctica etnográfica real conlleva una idea de la investigación

antropológica que se aparta de la visión tradicional de la misma que la concibe como una

“actividad de observación”, porque “ya desde el comienzo nos hallamos explicando y, lo

27

que es peor, explicando explicaciones”.46 De modo que el objeto de la etnografía, esto es, la

cultura, consiste en “una jerarquía estratificada de estructuras significativas atendiendo a las

cuales se producen, se perciben, y se interpretan” las acciones de los seres humanos, que se

convierten en algo similar a un texto, que debe ser “leído” y comprendido:

Lo que en realidad encara el etnógrafo […] es una multiplicidad de estructuras conceptualescomplejas, muchas de las cuales están superpuestas o enlazadas entre sí, estructuras que sonal mismo tiempo extrañas, irregulares, no explícitas, y a las cuales el etnógrafo debeingeniarse de alguna manera, para captarlas primero y para explicarlas después. […] Haceretnografía es como tratar de leer (en el sentido de “interpretar un texto”) un manuscritoextranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y decomentarios tendenciosos y además escrito, no en las grafías convencionales derepresentación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada.47

Para Geertz, las imágenes o metáforas adecuadas para comunicar los que es la cultura ya no

pasan por la otrora usual “importación” de categorías y figuras provenientes del discurso de

las ciencias naturales (física, biología); ya no se privilegian las analogías con figuras como

“sistema”, “máquina” u “organismo”, sino que las metáforas provienen ahora del ámbito de

las humanidades, y la cultura o la acción son figuradas como texto, documento, discurso, y

la tarea etnográfica se torna algo más parecido a la confección de una narración literaria,

tal como lo muestra la siguiente selección de textos:

• “la cultura, ese documento activo, es pues pública”;

• “los textos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura

interpretaciones de segundo y tercer orden. (Por definición, sólo un ‘nativo’ hace

interpretaciones de primer orden: se trata de su cultura). De manera que son

ficciones; […] en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’

[…] no necesariamente falsas o inefectivas”;

• “el etnógrafo ‘inscribe’ discursos sociales, los pone por escrito, los redacta”;

28

• “la descripción etnográfica presenta tres rasgos característicos: es interpretativa, lo

que interpreta es el flujo del discurso social y la interpretación consiste en rescatar

‘lo dicho’ en ese discurso de sus ocasiones perecederas y fijarlo en términos

susceptibles de consulta”.48

Cabe señalar que, así como la idea de la descripción densa le es sugerida a Geertz por

las reflexiones de un filósofo del lenguaje como Ryle, la doble idea de la acción y la cultura

como texto o discurso, y de su interpretación como inscripción, la toma de Paul Ricoeur, a

quien cita en torno a la pregunta por aquello que es “fijado” en la escritura, a lo que

Ricoeur responde: “no el hecho de hablar, sino lo ‘dicho’ en el hablar […] lo que

escribimos es el noema (el ‘pensamiento’, el ‘contenido’, la ‘intención’) del hablar. Se trata

de la significación del evento de habla, no del hecho como hecho”.49 En este punto, cabe

recuperar la valoración que hace Thompson de esta propuesta teórica, quien la considera “la

formulación más importante del concepto de cultura que ha surgido de la literatura

antropológica” en la medida en que ha reorientado el análisis cultural hacia el estudio del

significado y el simbolismo, y ha puesto de relieve la centralidad de la interpretación como

enfoque metodológico. No obstante, Thompson también sintetiza las principales críticas

que se le han hecho a la concepción geertziana de la cultura, de las que destaca tres: en

primer término, pese a que Geertz ha tratado de de formular una caracterización precisa del

concepto semiótico de cultura, de hecho usa el término “cultura” de maneras no sólo

diferentes, sino incluso divergentes,50 ya que en diferentes textos la concibe como:

• “una serie de dispositivos simbólicos para controlar la conducta, como una serie de

fuentes extrasomáticas de información, la cultura suministra el vínculo entre lo que

los hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser y lo que realmente llegan a

ser uno por uno” (1987b, p. 57);

29

• “un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en

símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas

por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su

conocimiento y sus actitudes frente a la vida” (1987c, p. 88);

• “Los esquemas culturales —religiosos, filosóficos, estéticos, científicos,

ideológicos— son ‘programas’; suministran un patrón o modelo para organizar

procesos sociales y psicológicos; así como los sistemas genéticos proveen un

correspondiente modelo de la organización de procesos orgánicos” (1987d, p. 189);

• Y de forma aun más explícita:

Sistemas de símbolos creados por el hombre, compartidos, convencionales, y, por cierto,aprendidos, suministran a los seres humanos un marco significativo dentro del cual puedenorientarse en sus relaciones recíprocas, en su relación con el mundo que los rodea y en surelación consigo mismos. Productos y a la vez factores de interacción social, dichossistemas son para el proceso de la vida social lo que el programa de una computadora espara sus operaciones, lo que el gen es para el desarrollo del organismo, lo que el plano espara la construcción del puente, lo que la partitura es para la sinfonía o, para elegir unaanalogía más modesta, lo que la receta es para hacer un pastel; de manera que el sistema desímbolos es la fuente de información que, hasta cierto grado mensurable, da forma,dirección, particularidad y sentido a un continuo flujo de actividad. (1987e, p. 215)

Ante tal proliferación de imágenes y símiles no se puede poner en duda la capacidad de

metaforización de Geertz, pero cabe preguntarse cómo conciliar analogías tan disímbolas

que van de lo cibernético y lo orgánico a lo musical y culinario, pasando por la ingeniería, e

incluso, cabe cuestionar bajo qué inverosímil fórmula epistémica se concilia la persistencia

de la imagen del sistema, pálidamente matizada por la figura del esquema, con las

metáforas de la acción social como texto y/o discurso. Precisamente esta cuestión se liga

con la segunda crítica que hace Thompson a la concepción de Geertz,51 y que radica en el

ambiguo uso que el antropólogo hace de la noción de texto, ya que, por una parte, sugiere

que la práctica etnográfica consiste en la producción de textos que “fijan” el discurso

30

social, pero esta analogía tomada de Ricoeur, no se apoya, según Thompson, en alguna

argumentación del propio filósofo que autorice a “extender” sus consideraciones sobre la

dialéctica entre discurso (acontecimiento) y sentido (lo “dicho” o enunciado: Aussage) a la

acción simbólica;52 mientras que, por otra parte, Thompson señala que Geertz sostiene que

el análisis cultural se relaciona con los textos en el sentido de que los patrones de

significado que aspira a captar el etnógrafo están en sí construidos como un texto, ante lo

cual John Thompson replica que si bien la analogía del texto es “un recurso metodológico

útil”, se puede demostrar que el enfoque de Ricoeur “implica una cosificación injustificable

de la acción y una abstracción engañosa de las circunstancias sociohistóricas en que se

producen, transmiten y reciben las acciones, los enunciados y, de hecho, los textos”.53

Por último, la tercera crítica que Thompson dirige a la concepción geertziana de

cultura, radica en el hecho de que dicho enfoque no presta suficiente atención a los

problemas del poder y el conflicto social, ya que los fenómenos culturales son vistos sobre

todo como constructos significativos, como formas simbólicas, que no obstante están

insertas en relaciones de poder y conflicto, esto es, los enunciados y acciones cotidianas, así

como los rituales, festividades, obras de arte —y claro está, los eventos políticos— se

producen siempre en circunstancias sociohistóricas particulares en virtud de la acción de

individuos y/o grupos específicos que aprovechan y movilizan ciertos recursos y que

detentan niveles específicos y diferenciados de poder y autoridad, de modo que los

fenómenos culturales pueden considerarse “como si expresaran relaciones de poder, como

si sirvieran en circunstancias específicas para mantenerlas o interrumpirlas, y como si

estuvieran sujetos a múltiples interpretaciones divergentes y conflictivas por parte de los

individuos que reciben y perciben dichos fenómenos en el curso de sus vidas diarias”.54

31

Con base en dichas consideraciones críticas, se opera entonces un desplazamiento

conceptual, desde la concepción simbólica, representada por Geertz, y que Thompson

sintetiza así: “la cultura es el patrón de significados incorporados a las formas simbólicas

—entre las que se incluyen acciones, enunciados y objetos significativos de diversos

tipos— en virtud de los cuales los individuos se comunican entre sí y comparten sus

experiencias, concepciones y creencias”,55 hacia la “concepción estructural” de la cultura,

que propone el propio Thompson, quien considera los fenómenos culturales como formas

simbólicas en contextos estructurados, y el análisis cultural como el estudio de la

constitución significativa y la contextualización social de las formas simbólicas, esto es, el

análisis de las formas simbólicas —las acciones, objetos y expresiones significativas de

diversos tipos— en relación con los contextos y procesos históricamente específicos y

estructurados socialmente dentro de los cuales, y por medio de los cuales, se producen,

transmiten y reciben tales formas simbólicas.56 De hecho, Thompson considera que esta

concepción estructural no es tanto una alternativa a la concepción simbólica sino “una

modificación de ella”, que enfatiza tanto el carácter simbólico de los fenómenos culturales

como el hecho de que tales fenómenos no se dan sino insertos en contextos sociales

estructurados.

En la ulterior elaboración de la concepción estructural de la cultura, Thompson

acomete la discusión de algunas de las características de las formas simbólicas, de las

cuales distingue cinco57:

a) el aspecto intencional, que radica en el hecho de que las formas simbólicas son

expresiones de un sujeto y para un sujeto (o sujetos), esto es, son producidas, construidas,

recibidas y empleadas por agentes capaces de desplegar acción —conducta teleológica

deliberada— que persigue objetivos o propósitos y buscas expresar por sí mismos lo que

32

“quieren decir” o se proponen mediante dichas formas. Cabe aclarar que el significado de

tales formas simbólicas ni se agota, ni coincide exhaustivamente con las intenciones de los

agentes productores-receptores de tales formas;

b) el aspecto convencional, que se refiere al hecho de que la producción,

construcción, empleo y recepción de las formas simbólicas, al igual que su interpretación

por parte de los sujetos que las reciben, son procesos que implican “típicamente” la

aplicación de reglas, códigos o convenciones de diversos tipos, de cuya existencia y

aplicación los sujetos no son necesariamente conscientes ni capaces de formularlas en

forma clara y explícita, sino que operan muchas veces como esquemas implícitos de orden

“práctico” —esto es, “no discursivo”—, como parte del “conocimiento tácito” con base en

el cual los individuos regulan su intercambio social cotidiano;

c) el aspecto estructural de las formas simbólicas radica en el hecho de que estas

son construcciones que presentan una forma articulada, esto es, se componen de elementos

que guardan entre sí determinadas relaciones, de acuerdo con algún patrón asociativo o de

agregación específico, en principio discernible, o al menos susceptible de reconstrucción;

d) el aspecto referencial implica que las formas simbólicas son construcciones que

“típicamente” representan algo, esto es, en general “dicen algo de algo”, y si bien adquieren

su especificidad referencial de diversas maneras, también se dan frecuentemente casos de

opacidad referencial, ambos extremos de un “espectro semántico” cuya constitución y

dinámica revisten un interés manifiesto para el análisis cultural; y

e) el aspecto contextual de las formas simbólicas, que a diferencia de los anteriores

aspectos destacados, que Thompson llama “rasgos estructurales internos”, se refiere al

hecho de que estas siempre se insertan en contextos y procesos sociohistóricos específicos

en cuyo interior se producen y reciben, y que están marcados necesariamente por el dato de

33

la diversidad, la pluralidad, y la asimetría, esto es, por el conflicto y el poder, los cuales se

estructuran entonces de acuerdo con una “lógica” propia, que trasciende las características

estructurales internas de las formas simbólicas a la vez que incide en ellas.

Cabe entonces ponderar lo considerado hasta aquí a la luz del objetivo planteado,

que se refería a una recuperación de los hitos fundamentales de la discusión teórica en torno

al concepto de cultura a fin de contar con un mínimo instrumental metateórico que

iluminara la discusión y el intento de reconstrucción conceptual de la categoría de cultura

política, y señalara algunas pistas para la discusión filosófico-política y filosófico-cultural

de ese “nudo” o nodo problemático de la trama del filosofar. Para ello, presento en forma

breve la siguiente

RECAPITULACIÓN

1. El muchas veces festinado “retorno” de la cultura al primer plano de la discusión teórica

ha significado al parecer un “regreso sin gloria”, a un campo intelectual en ruinas y

devastado por los efectos de la dispersión y el desacuerdo conceptual que por momentos

han minado el campo de las ciencias sociales haciendo de él una auténtica babel teórica,

lejos de haber superado la manida “crisis de paradigmas” que por otra parte ha sido

celebrada por esa claudicación cínica llamada posmodernismo. El estado —lamentable y

precario— de la dispersión conceptual en torno a la cultura sería así un elemento de prueba

patente de la mencionada crisis de los saberes y de la racionalidad, incapaz de rehacer el

“espejo” del conocimiento sobre lo social, e incapaz también de reconstruir el mosaico de

la realidad sociohistórica d los seres humanos.

2. Lanzados a la experiencia radical del vacío, a la angustia cartesiana, a la falta radical de

fundamentos para el conocimiento de lo social y de la cultura, cabe no obstante la apuesta

34

por algo así como un ejercicio “genealógico” tan modesto como honesto, que permita en lo

básico, la recuperación de la trama conceptual y la memoria argumental que se han

construido en la elaboración teórica sobre la cultura, a fin de contar con elementos críticos

con los cuales valorar los diversos aportes teóricos como elementos de una racionalidad

práctica, que se instale “más allá del objetivismo y el relativismo” y nos permita un

ejercicio hermenéutico purgado del cientificismo rampante y dogmático, y exorcizado del

escepticismo corrosivo y paralizante en el que parece oscilar el pensamiento actual, y que

facilite entonces la reconstrucción de nuestros haberes y saberes sobre lo social, sobre la

cultura y la cultura política en particular.

3. Sin pretender haber logrado cabalmente tal ejercicio genealógico, y lejos de haber

siquiera podido plantear y desarrollar todas sus aristas significativas, creo sin embargo que

a partir de aquella mínima recuperación crítica de la trama conceptual y la memoria

argumental en torno a la cultura, se imponen al menos dos intuiciones básicas que

necesariamente inciden en la consideración crítica del concepto de cultura política, a saber,

en primer término, que toda reconstrucción del concepto de cultura ha de privilegiar su

dimensión simbólica, so pena de colocarse automáticamente al margen de toda posibilidad

de construir un conocimiento válido sobre lo social; y en segundo lugar, que pese a lo

fecunda y relevante que es dicha recuperación de la dimensión simbólica de los fenómenos

culturales, y no obstante la centralidad y pertinencia de un abordaje hermenéutico al

respecto, la posibilidad de construir ese conocimiento válido sobre lo social quedará trunca

si no se considera como constitutiva de los fenómenos culturales su inserción e imbricación

en los contextos sociohistóricos en los que se producen y reciben las formas simbólicas que

articulan la cultura. Esto nos pone frente al dato fundante de la diversidad, la pluralidad, y

la asimetría característicos de tales contextos socialmente estructurados, esto es, frente a la

35

realidad del poder y la conflictividad, lo cual implica entonces que las formas simbólicas y

los mismos fenómenos culturales en que ellas se constituyen expresan relaciones de poder,

sirven en circunstancias específicas para mantenerlas o interrumpirlas, y están sujetos a

múltiples interpretaciones divergentes y conflictivas por parte de los individuos que reciben

y perciben dichos fenómenos en el curso de sus vidas diarias. Esto es, para decirlo

brevemente: la cultura es política o no es cultura.

NOTAS:

1 Véanse Krotz (1993a), pp. 14-18, y (1996a), pp. 12-14. En torno a las teorías de la dependencia, lafilosofía y las teologías de la liberación en América Latina la bibliografía acumulada a lo largo delas tres décadas anteriores es virtualmente inabarcable, pero para una mínima visión sinóptica alrespecto véanse Cerutti (1987), (1992) [1983], y (1997); Segundo (1970) y (1985); y Silva Gotay(1983) y (1986).

2 Skocpol (1985). La expresión de Skocpol se refiere al retorno del Estado como tema en la teoría yla investigación sociológica y politológica.

3 Wuthnow y Witten (1988). Véase Morán (1996/97), pp. 2-4. En cuanto a las sociologíasinterpretativas y/o fenomenológicas, cabe destacar que, si bien nunca desaparecieron totalmente delpanorama académico, sí experimentaron un movimiento de reflujo, especialmente el interés en laobra de Alfred Schutz (1972), (1974), y (1979); véase también Schutz y Luckmann (1988), yBernstein (1983a), cap. III, así como Joas (1990), y Heritage (1990) en torno al interaccionismosimbólico y la etnometodología. En lo referente a la antropología interpretativa y/o simbólica sonparticularmente importantes los trabajos de Clifford Geertz (1987), (1989), y (1994); y de VictorTurner (1974), (1980), (1985), (1987); Turner y Bruner (eds.) (1986).

4 Como científicos sociales “ortodoxos”, de acuerdo con la denominación de Richard Bernstein,identifico a aquellos que, aún hoy, conciben su disciplina “como algo que difiere en grado, y no enclase, de las ciencias naturales bien establecidas, y quienes están convencidos de que se lograrángrandes avances si se imitan, modifican y adaptan las técnicas que han resultado eficaces en nuestroentendimiento científico de la naturaleza”, Bernstein (1983a), p. 15.

5 Morán (1996/97), p. 3.

6 Wilson (1992), p. 3. Las cursivas son mías. En el caso de la antropología, la cultura nuncadesapareció del mapa de la discusión y el quehacer etnográficos, al contrario, el debate teórico llevópronto no a uno, sino a varios callejones sin salida y a una auténtica babel epistémica, en virtud dela proliferación sin control de definiciones, propuestas metodológicas y estrategias de investigacióndivergentes. Para una somera reconstrucción de esa historia véanse sobre todo Kahn (1975a), yBoon (1973), así como un vistazo rápido a parte de la discusión en Arizpe (1989), pp. 26-31.

36

7 Archer (1997), pp. 10-11 y 27.

8 Hay que ser cuidadosos, sin embargo, con respecto al caso de la antropología. Véase nota 6, supra.

9 Utilizo la noción kuhniana de paradigma consciente de sus ambigüedades conceptuales eimplicaciones polémicas, ya que, pese a todo, creo que refleja bien en varias de sus acepciones elestado actual de desarrollo del análisis cultural como disciplina intelectual. Para una perspectivasobre algunas de las polémicas que ha levantado a lo largo de los años el imprescindible clásico deKuhn (1980) [1962], véanse los trabajos recogidos en Lakatos y Musgrave (eds.) (1975), y Hacking(comp.) (1985), así como la evolución de las ideas del propio Kuhn respecto a las diversas aristas deesa polémica en Kuhn (1982), (1989) y (2002).

10 Morán, op. cit., pp. 5-6. Véase también Wuthnow (1987), sobre todo con respecto al último puntomencionado.

11 Marx (1983), p. 216. Cursivas del autor.

12 Esta idea de que la cultura es más bien abstracción que comportamiento sería compartida por loslegendarios antropólogos estadounidenses Alfred Kroeber y Clyde Kluckhon. Véanse Kroeber(1975) [1917] y Kroeber y Kluckhon (1952). Para una reconstrucción del debate antropológico enesa etapa véanse Kahn (1975a) y Boon (1973).

13 Cassirer (2001) [1944], pp. 53, 54. Cursivas del autor, que sigue en este punto los resultados yconclusiones de los estudios que Wolfgang Koheler realizó en la década de los ’20 del siglo anteriorsobre la psicología de los chimpancés.

14 Cassirer op. cit., p. 47. Cursivas del autor.

15 Ibíd., pp. 47-48. Cursivas mías.

16 Ibíd., pp. 48-49. Cursivas del autor.

17 Entre los principales representantes de la llamada teoría de las pautas culturales están el aúnconsiderado padre fundador de la antropología estadounidense, Franz Boas (1964), y una de susprincipales discípulas, Ruth Benedict (1934). La denominación “teoría de las pautas” fue acuñadapor Milton Singer (1968).

18 Entre los autores clásicos de la perspectiva funcionalista sobre la cultura se cuentan BronilslawMalinowski (1975) [1931] y (1944), A. R. Radcliffe-Brown (1952), y por supuesto, Talcott Parsons(1973). Con respecto al aporte de éste último véanse Mir (1995) y Nebbia (1995).

19 Bernstein (1983b), p. 18. Cursivas del autor.

20 Tomo estas expresiones —trama conceptual y memoria argumental— del antropólogo mexicanoRodrigo Díaz Cruz (1996) y (1997), cuyo uso de los términos me sugirió la idea de teorización quepropongo.

21 Véanse Díaz (1996), p. 15-19, y (1997), pp. 5-6.

37

22 Giménez (1994), p. 33. En la elaboración que trazo a continuación de estos elementos sigo decerca la propuesta de análisis epistemológico de este autor.

23 Ibíd., p. 34. La distinción entre conceptos de exploración y conceptos de formalización la tomaGiménez de Pierre Delattre, quien la expone en Système, fonction et évolution, Paris, Maloine-Doin,1971.

24 Cabe destacar aquí que Giménez no menciona ni la definición operacional, muy usada en la físicay la química; ni la definición genética (que apela al origen o génesis de un concepto).

25 Fue una polémica que ocupó “los titulares” de la filosofía de las ciencias anglosajona desde ladécada de los ’60 hasta bien entrada la de los ’80. Véanse al respecto Olivé y Pérez Ransanz(comps.) (1989), y Rolleri (comp.) para una panorámica histórica del debate, y que antologanademás varios textos clásicos del mismo; una interesante perspectiva que entró en la polémica fue lade los llamados filósofos “estructuralistas” de la ciencia (que no tenían nada que ver con la corrientefrancesa de Saussure, Lèvy-Strauss, Lacan y Barthes, entre otros), que ponían en tela de juicio lallamada “concepción standard” de las teorías científicas que las concebía como sistemas deenunciados articulados en una estructura axiomático-deductiva, y semánticamente interpretados;mientras que los estructuralistas propusieron concebir las teorías como estructuras conjuntistas, quedemás de enunciados agregaban otro tipo de entidades (modelos, condiciones de “ligadura”,aplicaciones de la teoría, entre otras entidades no lingüísticas). Véanse al respecto Sneed (1971),que es la obra seminal del movimiento, Moulines (1982), Stegmüller (1981), y Balzer, Moulines ySneed (1987). De las escasas aplicaciones de este estilo de metateorización en las ciencias socialesdestaca la obra del filósofo de la ciencia mexicano Adolfo García de la Sienra (1991), para el casode la teoría del valor de Marx, que además aporta una axiomatización de la misma (1988). Cabeseñalar que tanto la filosofía de las ciencias sociales en general, como los desarrollos metateóricospropios de dichas disciplinas, casi han ignorado esta polémica, y han privilegiado la discusión detesis epistemológicas y ontológicas sustantivas (determinismo vs. voluntarismo, objetivismo vs.subjetivismo, individualismo vs. holismo, sujeto vs. estructura, micro-macro, etcétera). Véanse alrespecto la introducción de Anthony Giddens y Jonathan Turner a Giddens, Turner, et. al. (1991),Alexander (1982), (1989) y (1995), así como Ritzer (1991), (1994), especialmente el capítulo 11, yRitzer y Gindoff (1994).

26 Véanse Popper (1977) [1959], (1963) y (1979).

27 Giménez, op. cit., p. 35. Además este autor señala que en su enumeración de los tipos deparadigma usados en las ciencias sociales, Boudon omite los paradigmas hermenéuticos ointerpretativos, cuyo auge reciente resalta su importancia.

28 Ibíd., p. 36.

29 Ibíd., pp. 37-38.

30 Un dato que ilustra el vértigo de la indefinición conceptual padecido en este sentido por laantropología, lo constituyen las más de 160 definiciones distintas de cultura que reseñaron AlfredKroeber y Clyde Cluckhon en su ya clásico texto (1952).

31 Thompson (1993), capítulo 3: “El concepto de cultura”.

32 Ibíd., p.137ss.

38

33 Elias (1987) [1939], capítulo 1, véanse especialmente las pp. 61ss.

34 Thompson (1993), p. 138.

35 Ibíd., p. 139. Cursivas del autor.

36 Ibíd., p. 140. Cursivas del autor.

37 Tylor (1975) [1871], p. 29. Cursivas mías.

38 Ibíd., p. 34.

39 Malinowski (1975) [1931], p. 85.

40 Ibíd., p. 89.

41 Ibíd., pp. 85-86. Cursivas mías.

42 Malinowski (1936), pp. 132-133.

43 Thompson (1993), p. 143. Cursivas del autor.

44 Ídem.

45 Geertz (1987a), p. 20. De hecho, Geertz inicia este texto —que es reconocido como el manifestode Geertz y sus seguidores— afirmando que su trabajo etnográfico preconiza un concepto de cultura“teóricamente más vigoroso que el de E. B. Tylor […] pues el ‘todo sumamente complejo’ deTylor, cuya fecundidad nadie niega, me parece haber llegado al punto en el que oscurece más lascosas de lo que las revela” (pp. 19-20).

46 Ibíd., pp. 23-24.

47 Ibíd., p. 24.

48 Ibíd., pp. 24; 28; 31, y 32, respectivamente.

49 Ricoeur, apud. Geertz, op. cit., p. 31. Cursivas de Geertz. El pasaje citado por el antropólogo es elsiguiente: “La escritura puede rescatar la instancia del discurso porque lo que la escritura realmentefija no es el acontecimiento del habla sino lo ‘dicho’ del habla, esto es, la exteriorizaciónintencional constitutiva del binomio ‘acontecimiento-sentido’. Lo que escribimos, lo queinscribimos es el noema del acto de hablar, el sentido del acontecimiento de habla, no elacontecimiento como tal”, en Ricoeur (1995), p. 40. En cuanto al análisis de la acción como texto yal discurso de la acción en Ricoeur, véanse Ricoeur (1981), (2002a) y (2002b).

50 Thompson, op. cit., p. 146.

51 Ibíd., pp. 147-148.

39

52 Véanse no obstante los trabajos de Ricoeur citados en la nota 49 (supra), en los que elfenomenólogo-hermeneuta desarrolla precisamente esos argumentos.

53 Thompson, op. cit., p. 148.

54 Ibíd., p. 149.

55 Ibíd., p. 145. Cursivas de Thompson.

56 Ibíd., pp. 149-150.

57 Ibíd., pp. 152-161.

CAPÍTULO II.LA TRANSFIGURACIÓN DEL DEBATE TEÓRICO: DE LA CULTURA POLÍTICA A

LOS IMAGINARIOS POLÍTICOS

La cultura de una sociedad en una época dada es un sistema fluido de vasos comunicantes que

se irrigan e influyen entre ellos.Es imposible reducir ese conjunto de acciones

y reacciones a un determinismo estricto;también lo es negar la conexión de las partes

entre ellas y con el todo […] los hechos,las obras y aun las personalidades

se corresponden. Y más: riman.OCTAVIO PAZ

Los inicios de la investigación académica sobre la conformación y dinámica de las culturas

políticas latinoamericanas tienen ya cerca de cuatro décadas, sin embargo, cabría decir que aún

esperan sus mejores días. Esto lo afirmo sin demérito de la calidad y relevancia de una producción

teórica y empírica que continúa en aumento. A pesar del excelente nivel y rigor científico de

buena parte de esa producción, hay aún huecos sensibles en la tematización, problematización y

conceptualización, además de la articulación transdisciplinaria que exige a mi parecer el

abordaje de este crucial aspecto constituido por lo que Oscar Landi ha llamado la “trama cultural

de la política”, y que se caracteriza por “poner en su órbita a un conjunto muy grande de

fenómenos”, entre los que Landi enumera creencias, expectativas, discursos, ceremonias, rituales,

simbologías, gestos, memorias, y olvidos.1

En tiempos recientes, y a lo largo de toda la década de los noventa del recién terminado

siglo, el tema de la cultura política en América Latina se ha convertido en una especie de lugar

común. Casi no hay día en que en algún medio de comunicación masiva (impreso o electrónico)

un reportero, un comentarista o especialista emita una sesuda opinión sobre el actual estado de

cosas en el campo político nacional y/o regional que remita a, o explique hechos relevantes del

4411

quehacer político —desde la alternancia política hasta los endémicos fenómenos de corrupción

política que aquejan al país y la región, pasando por la emergencia de “nuevos” actores

políticos— invocando algún rasgo distintivo y determinante de “nuestra cultura política”. La

facilidad con que tal misteriosa entidad es invocada, la asombrosa variedad de propiedades y

funciones que se le hace desempeñar, y la total ligereza o (peor aún) franca ausencia de precisión

y rigor analítico con que se usa, hace de la cultura política de los latinoamericanos una auténtica

entelequia, ontológicamente inaprehensible, teóricamente infértil, cuando no sospechosamente

ideológica; una suerte de “coartada conceptual” que se usa para los más diversos fines.

Tal situación es aún más preocupante cuando tal imprecisión y falta de rigor se propagan

con relativa facilidad en la discusión académica, que se supondría el ámbito natural y obligado

para la clarificación, depuración y crítica de conceptos y categorías usados en el discurso político.

Lo cierto es que en el contexto de muchos debates teóricos y estratégicos sobre la transición

política, la reforma del Estado, la recomposición del sistema y el espacio políticos, la emergencia

de la sociedad civil y el papel de los “nuevos” movimientos sociales en los procesos de

democratización en la región (por mencionar sólo algunos rubros de discusión), la cultura política

sale a relucir frecuentemente como una especie de “comodín” conceptual que cumple variadas

funciones causales y explicativas, pero en cuya naturaleza e implicaciones teóricas de largo

alcance pocas veces se reflexiona o discute en profundidad.

No es mi intención “corregir” tal estado de cosas, sino —mucho más modestamente—

contribuir a la discusión teórica de algunos de los varios aspectos relevantes que el concepto de

cultura política reviste, que, en primer lugar, se beneficie del debate teórico y epistemológico

desplegado en el capítulo anterior, para, en segundo término, iluminar así su uso como categoría

descriptiva, explicativa, e incluso, evaluativa de fenómenos y procesos políticos efectivos con

4422

miras a dotar a dicho uso de un mínimo de rigor y eficiencia epistémica. La presente discusión

aspira también a configurar algunos elementos que me parecen ausentes (o pobremente

esbozados) en los principales abordajes teóricos sobre el tema, y cuya necesaria (me parece)

inclusión y articulación conceptual en el campo de la teorización sobre cultura política podría

contribuir a enriquecer sustancialmente ese campo.

En el presente capítulo, me concentraré en la conceptualización sobre cultura política que

sigue siendo (para bien y para mal) hegemónica en gran parte de los medios académicos en

México y América Latina, a saber, la proveniente de la escuela politológica estadounidense

representada por Gabriel Almond, Lucien Pye y Sidney Verba principalmente, tratando de enfocar

críticamente su aporte, destacando algunas de las principales deficiencias y limitaciones de que

adolece, y apuntando a un contraste conceptual fundado en la consideración de complejos

socioculturales “de larga duración”, operantes en la conformación de la realidad y la dinámica del

campo político-social latinoamericano, cuyo análisis y tratamiento pueden incluso delinear alguna

propuesta programática de investigación futura sobre las complejas relaciones entre política,

subjetividad y cultura en Nuestra América, y que además suscitan una serie de cuestiones teóricas

que rebasan el ámbito de la ciencia política, e incluso de las ciencias sociales mismas, y que

apuntan en la dirección de una discusión filosófica pendiente en torno al concepto de cultura

política y su articulación filosófica en el marco de la filosofía política y de la filosofía de la cultura.

Me propongo así abordar los elementos básicos de dicha discusión en el capítulo final de la

presente tesina.

DE LA CULTURA CÍVICA AL IMAGINARIO POLÍTICO

El interés por el estudio de la cultura política ha experimentado un auge desde mediados de la

década de los ochenta, tanto en el contexto de la investigación politológica comparada y de la

4433

sociología política, como en el ámbito más general de la teoría política. Entre las causas que

motivaron tal auge se pueden mencionar tres que me parecen determinantes:

En primer lugar, la ya bien conocida y documentada crisis de paradigmas teóricos y

explicativos en las ciencias sociales en general, que enfrentaba a teóricos e investigadores con las

insuficiencias, inconsistencias e inadecuaciones empíricas, heurísticas y explicativas de los

esquemas teóricos y empíricos que habían guiado hasta el momento la indagación sobre las

realidades y dinámicas sociales y políticas de las sociedades modernas, y que por lo general,

tendían a minimizar el papel de la cultura como variable determinante y como factor explicativo

de los comportamientos políticos individuales y colectivos en tales sociedades.

En segundo término, y como una suerte de “confirmación” fáctica de la crisis de los

“grandes relatos” en las ciencias sociales, la caída de los regímenes del otrora llamado “socialismo

real” en la ex Unión Soviética y Europa del Este, derrumbe por demás inesperado, por no decir

“inexplicable” en términos de las teorizaciones y enfoques ya consagrados que enfatizaban sobre

todo los aspectos estructurales y sistémicos en el estudio de tales regímenes, lo cual hizo resaltar

de nuevo el papel de las tradiciones, las creencias, los símbolos y, en general, la dimensión

subjetiva y cultural como factor decisivo en las transformaciones sociales y políticas a gran escala

experimentadas por los países involucrados.

En tercer lugar, los desarrollos teórico-metodológicos y empíricos registrados no sólo en

los ámbitos de la ciencia y la sociología políticas, sino también en los de la historiografía,

especialmente en el campo de la historia de las mentalidades y en la llamada “nueva historia

cultural”, de la antropología y los estudios culturales, y de la sociología de la cultura, que

aportaron nuevas herramientas metodológicas, nuevas estrategias de investigación y nuevos

enfoques sobre la naturaleza y dinámica de la cultura en general, y que, combinados con los dos

4444

factores mencionados anteriormente, ha facilitado el comentado “retorno” o “renacimiento” de la

cultura política como tema de investigación.2

La tradición de la cultura cívica

Como afirmé anteriormente, representa la tradición hegemónica, con respecto a la cual hay que

definirse. Se inicia con la publicación en 1963 de The Civic Culture. Political Attitudes and

Democracy in Five Nations,3 (en adelante CC) de Gabriel Almond y Sidney Verba, politólogos de

la Universidad de Stanford, herederos disidentes de la escuela estructural-funcionalista de

inspiración parsoniana, a la vez que críticos del determinismo materialista de orientación marxista,

y defensores convencidos de una metodología empírica “dura” que chocó frontalmente con el

mood emergente que cuestionaba severamente el positivismo y el individualismo como

orientaciones metodológicas.4 No obstante las reacciones y críticas que desde su aparición recibió

la obra de Almond y Verba, y que deben ser entendidas como parte de la reacción generalizada

contra el positivismo y el funcionalismo en las ciencias sociales, CC estableció la agenda central

para el debate teórico y empírico sobre cultura política de los pasados 40 años.

Almond y Verba, se reconocen deudores de la escuela de estudios psico-antropológicos de

la “cultura y personalidad” (o “enfoque psicocultural”),5 y definen la cultura política en términos

de las disposiciones psicológicas de los individuos, a saber, como “las actitudes hacia el sistema

político y sus diversas partes, y actitudes hacia el propio rol del individuo en el sistema”; tales

actitudes se fundan en tres orientaciones distintas: a) cognitivas; b) afectivas; y c) evaluativas, las

cuales se refieren respectivamente al conocimiento del individuo acerca del sistema, sus

sentimientos hacia él, y su juicio evaluativo sobre el mismo (CC, pp. 13-15). Es claro entonces

4455

que para los autores la cultura política debe contemplarse como un conjunto de estados

psicológicos individuales que pueden ser “revelados” por medio de encuestas y/o entrevistas.

Cabe notar que la teoría de la cultura política elaborada y desarrollada por Almond y

Verba define este concepto en cuatro direcciones: a) consiste en el conjunto de orientaciones

subjetivas hacia la política en una población nacional, o en un subconjunto de ella; b) sus

componentes son fundamentalmente psicológicos e individualizados (cognitivo, afectivo,

evaluativo) orientados hacia la política y los compromisos con valores políticos; c) el contenido

de la cultura política es el resultado de la socialización, educación, exposición a los medios de

comunicación desde la niñez, así como de experiencias con el desempeño gubernamental, social y

económico en la etapa adulta, y d) la cultura política afecta el desempeño y la estructura

gubernamental (incide en él, pero no lo determina). Las determinaciones causales entre cultura,

estructura y desempeño van en “ambas direcciones”.6

A partir de su definición, los autores tratan de establecer el rol específico de la cultura

política en los procesos políticos en general, y es aquí donde su análisis empieza a tornarse menos

preciso. Como mínimo, adoptan la perspectiva de que el sistema político de un país incluye su

cultura política, y que la estabilidad o el cambio sistémico está de algún modo ligado causalmente

a su cultura: “uno debe asumir que las actitudes que reportamos tienen alguna relación

significativa con la forma en que el sistema opera —con su estabilidad, eficacia y cosas así” (CC,

p. 74). De este modo, comenta John Street, la cultura política se concibe como una especie de

“híbrido” entre un catalizador y un fertilizante, ya que provee las condiciones tanto para el cambio

como para el sustento y permanencia del producto del cambio; o “más prosaicamente”, la cultura

política conforma el contexto o ambiente propio de la acción política.7

4466

Pero Almond y Verba no parecen contentarse con atribuir a la cultura política un rol más

bien pasivo. En la medida en que quieren hacer una distinción nítida entre cultura política y

sistema político, arguyen que “las culturas políticas pueden o no ser congruentes con la estructura

del sistema político” (CC, p. 21). Sin embargo, ambos términos clave (cultura y sistema), nos dice

Brian Barry,8 son usados en forma por demás vaga por nuestros autores, pero es posible detectar

dos ideas subyacentes. En primer lugar, los politólogos de Stanford quieren establecer las

condiciones de posibilidad para casos de compatibilidad entre las actitudes de la gente y sus

instituciones políticas. La segunda idea es que sólo un cierto tipo de cultura —la cultura cívica—

es apropiada para la democracia, o expresado de otro modo, diferentes culturas se “ajustan” (fit)

o “casan” (en grado diverso) con diferentes tipos de régimen político. En una democracia ideal la

compatibilidad entre sistema y cultura es completa: “la cultura cívica es una cultura política

participativa en la que cultura y estructura políticas son congruentes” (CC, p. 31). Lo importante

es que para los autores la condición de compatibilidad no puede ser asumida sin más, ya que ellos

pretenden establecer la cultura política como una variable independiente, que puede explicar la

forma en que la gente reacciona ante lo político (CC, p. 50).

Lo anterior desemboca en una de las preocupaciones “finales” de Almond y Verba, a

saber, la forma específica en que la cultura política adquiere sus efectos funcionales o

disfuncionales. La respuesta para ellos radica en la forma en que la cultura política enlaza o

eslabona (links) la “micropolítica con la macropolítica”, y forja así un puente “entre la conducta

de los individuos y el comportamiento de los sistemas” (CC, p. 32). Las actitudes relevantes de

los individuos pueden no ser explícitamente políticas, pero pueden ser localizadas entre “las

actitudes no políticas y las afiliaciones no políticas” de la sociedad civil (CC, p. 300).

4477

Cabe sin embargo destacar algunas de las principales críticas que el esquema teórico-

analítico de Almond y Verba ha recibido por parte de otros estudiosos. Arend Lijphart, por

ejemplo, concluye que los resultados de la investigación de CC son “más impresionistas que

sistemáticos”, además de que critica a los autores por “estirar” de tal modo el concepto mismo de

cultura para que abarque no sólo las orientaciones psicológicas individuales hacia entidades

políticas, sino “las relaciones sociales e interpersonales en general”. Esto introduce una vaguedad

innecesaria que se evitaría si se confina la noción de cultura política a lo explícitamente político.9

Por su parte, Carole Pateman acusa a los autores de poner escasa atención a la forma en que una

democracia ha de ser definida y cómo es que los valores que la gente afirma y expresa afectan el

sistema del que son parte.10 A su vez, Brian Barry comenta: “no obstante proveer un fascinante

caudal de información estadística sobre actitudes políticas, hay no obstante un muy pobre intento

de proveer evidencia sobre la relación entre esas actitudes y el funcionamiento de un sistema

político nacional real”.11 Para S. Welch, esta cuestión revela una tensión insoluble en el enfoque

de CC, ya que se quiere proporcionar un análisis comparativo de culturas políticas entre diversos

países (USA, Inglaterra, Italia, Alemania y México), para lo cual se requiere un cierto nivel de

generalización; y se quiere también ofrecer una explicación sociológica de las diversas culturas

políticas en el interior de cada país, para lo cual se necesita un análisis local detallado. Welch

argumenta convincentemente que ambas metas no pueden ser reconciliadas, y que además (por la

misma razón), el poder explicativo de la cultura política está bajo “constante amenaza”: “a mayor

grado de especificación de las diferencias culturales, es menos fácil separarlas de sus efectos

putativos”.12 De acuerdo con Street, estos problemas tienen que ver con la renuencia de Almond y

Verba a tratar las cuestiones de los orígenes, las formas y diseminación de las culturas políticas,

de tal modo que la noción de socialización política tiene que “realizar más trabajo del que

4488

razonablemente se puede esperar de ella”.13 Por último, cabe destacar una crítica definitiva de

Carole Pateman, quien en forma aguda señala que al hacer Almond y Verba de la cultura política

una “parte integral” del sistema político deben admitir que las actitudes que constituyen las

orientaciones políticas específicas de una cultura política existen únicamente en relación con un

conjunto específico de instituciones. Si esto es así, entonces es imposible que la cultura política

constituya una variable independiente.14 Este problema es endémico a la concepción misma de

cultura política de los autores, y se vuelve particularmente evidente cuando se intenta identificar y

establecer su poder explicativo.

En síntesis, las principales críticas al enfoque de los stanfordianos se resumen en:

a) La cultura política puede ser un reflejo del sistema político más que un determinante del

mismo;

b) la cultura cívica (que consiste en una mezcla de una cultura política participativa con

elementos de las culturas políticas parroquial y subordinada) fomenta la estabilidad política en

general y no sólo la de la democracia. Por tanto puede fungir como una “palanca” estabilizadora y

legitimadora, garante de la gobernabilidad en casi cualquier régimen político;

c) el esquema dedica muy poca o nula atención a las subculturas políticas, que pueden

“desviarse” o aún chocar frontalmente con la cultura política nacional dominante, y no pueden

soslayarse en la medida en que son factores del posible cambio político generalizado, y llegan a

poner en cuestión la idea misma de cultura nacional;

d) los autores no dan importancia a la cultura política de las élites, que en países en

“transición”, o procesos de liberalización política o “consolidación” democrática puede ser una

variable crucial.

4499

Por otro lado, cabe tomar en consideración las posibles ampliaciones que la noción misma

de cultura política puede admitir desde el tipo de perspectiva que se está considerando. Por

ejemplo, Jacqueline Peschard, en un intento más bien tímido y de “corto alcance” en términos de

conceptualización, parte, en primera instancia, de una definición muy general de cultura,

entendiendo por ésta “el conjunto de símbolos, normas, creencias, ideales, costumbres, mitos y

rituales que se transmite de generación en generación, otorgando identidad a los miembros de una

comunidad y que orienta, guía y da significado a sus distintos quehaceres sociales”.15

A su vez, la política es entendida genéricamente como “el ámbito relativo a la

organización del poder” (i.e. el ámbito de las decisiones vinculantes en una sociedad o grupo), de

donde se sigue que la cultura política se compone de los significados, valores, concepciones y

actitudes que se orientan hacia el ámbito específicamente político.16 En ese sentido, me parece

oportuno reconocer (analíticamente) al menos tres momentos constitutivos de la cultura política, a

saber: i) la internalización (o introyección) del sistema político en términos cognitivos, afectivos y

evaluativos por parte de los individuos, en tanto sujetos políticos (como sugerían Almond y

Verba); ii) la construcción de un imaginario colectivo en torno al fenómeno y la “cuestión” del

poder (y sus sucedáneos y/o “asociados”: influencia, autoridad, legitimidad, sujeción, obediencia,

resistencia, rebelión, etcétera); iii) la instauración de un código subjetivo (e intersubjetivo) de

comunicación política que estructura un campo de acción social relativamente autónomo cuyo

medio comunicacional generalizado y referente objetivo es el poder mismo (i.e. los actores se

reconocen y enfrentan como tales en la medida en que su acción se estructura y se vehicula en

términos de la referencia al poder).17

Vale también la pena tomar nota de cómo a partir de una noción “enriquecida” de cultura

política se hace posible distinguir este concepto de otras nociones que también se refieren a

5500

elementos subjetivos que orientan la interacción de los actores sociales en el campo de las

relaciones de poder, como el de ideología (política), ya que éste se refiere a una formulación

doctrinal con pretensiones de coherencia interna y validez universal abstracta que articula los

intereses y acción política de un grupo o segmento de la sociedad; mientras que el concepto de

cultura política apunta más bien hacia la dimensión nacional (cultura política del mexicano, del

francés, etcétera), que reconoce, no obstante, la existencia de subculturas políticas (de clases,

etnias, grupos de género, grupos religiosos, etcétera), que coexisten, en forma no necesariamente

“coherente”, en el interior de una cultura política nacional que configura un marco referencial

limitado, relativo y concreto. Nuestra categoría también se distingue del concepto de actitud

política, la cual es una variable intermedia entre una opinión y una conducta, y constituye una

respuesta a una situación dada, una disposición o “inclinación” a la acción organizada en función

de “coyunturas” (demandas inmediatas); mientras que la idea de cultura política alude a pautas de

acción consolidadas y arraigadas, menos expuestas al cambio coyuntural. Por último, la noción de

cultura política se distingue claramente del concepto más general (e incluso ambiguo) de

comportamiento político, el cual, se refiere a la conducta objetiva de los actores, que puede ser

considerada una expresión de la cultura política de los mismos.18

Imaginarios políticos y estructuración

En virtud de lo anterior, me parece que se impone la necesidad de ampliar la noción de cultura

política en un sentido cualitativo,19 que haga justicia a la complejidad de los fenómenos que la

constituyen, y que evite los escollos del empirismo ingenuo en que ha caído la tradición de la

cultura cívica.

5511

En este sentido, cabe, en primer término, recuperar el énfasis en la noción de imaginario

colectivo, que inicialmente en su raigambre historiográfica, y a partir del enfoque en el estudio de

las mentalidades, ha abierto un rico campo de indagación no sólo a la historiografía, sino a las

ciencias sociales en general, a las que el concepto genérico de mentalidad les provee de una

categoría analítica en la cual englobar las representaciones simbólicas colectivas (conscientes o

no) detentadas, transmitidas, preservadas y elaboradas continuamente por diversos grupos

sociales, y que orientan los comportamientos y elecciones colectivas de los mismos. Cabe

mencionar en este renglón un aporte fundamental al mencionado campo, como es el de Georges

Duby, quien con su obra Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, despliega un

interesante esfuerzo por situar “las relaciones entre lo material y lo mental en la evolución de las

sociedades”,20 para lo cual analiza la confluencia de las formas de pensar y del lenguaje, los

sistemas de valores, los dominios del mito, la epopeya, la adulación, las ideologías y los sueños,

tal como se manifiestan en asuntos tan diversos como las costumbres matrimoniales, la

arquitectura medieval, las creencias milenaristas, los ritos caballerescos, las intelectualidades

clerical y universitaria, los mitos y el bestiario medievales, la vida cotidiana, etcétera. Una

definición un tanto más precisa ha sido enunciada por Evelyn Plantgean:

El campo de lo imaginario está constituido por el conjunto de representaciones que desbordan ellímite trazado por los testimonios de la experiencia y los encadenamientos deductivos que estosautorizan. Lo que significa que cada cultura, y por tanto cada sociedad e incluso cada nivel de lasociedad compleja tiene su imaginario (...) el límite entre lo real y lo imaginario se manifiestavariable, mientras que el territorio que atraviesa sigue siendo, por el contrario, siempre y pordoquier idéntico, pues no es otro que el campo de la experiencia humana desde lo máscolectivamente social hasta lo más íntimamente personal.21

De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, el imaginario tiene como sustento y referente último “el

fondo mismo del ser social”, esto es, la experiencia humana, y por ende, en cuanto categoría

remite a la dimensión ontológica de lo social.22 Precisamente aquí incide la pertinencia de una

5522

teorización que haga justicia a este nivel ontológico, y de cuenta del status constitutivo del

imaginario político en términos de lo que en el contexto del aporte teórico de Anthony Giddens ha

sido llamado una “ontología de potenciales”, cuya propuesta central se ubica en la llamada “teoría

de la estructuración”, y cuyas tesis centrales se pueden enunciar así:

1. El foco sustantivo de la teoría social no es la acción o la experiencia individual del actor

(como afirma el individualismo metodológico), ni tampoco la existencia y los requerimientos

funcionales o estructurales de una totalidad social (según el estructuralismo, el funcionalismo, o el

marxismo), sino las prácticas sociales, que subyacen en la raíz misma de los procesos

constitutivos tanto de individuos como de sociedades.

2. Las prácticas sociales son desempeñadas por agentes humanos reconocibles que

detentan “poderes causales”, y por ende no son meros productos de fuerzas sociales “ciegas”, ya

que tienen la capacidad de la auto-reflexión que ejercen en sus relaciones interactivas cotidianas

con otros agentes, así como una conciencia práctica, si bien “tácita” de sus circunstancias y

posibilidades de acción.

3. No obstante, estas prácticas no son fenómenos caprichosos o puramente voluntaristas,

sino forman pautas ordenadas y estables en el espacio y el tiempo, ya que son rutinizadas y

recursivas; i.e., al producir prácticas sociales, los actores se apoyan en “propiedades

estructurales” (reglas y recursos) que constituyen rasgos institucionales de las sociedades.

4. Las estructuras (sociales, políticas, etcétera) son entonces fenómenos “dependientes de

la acción”; son a la vez el medio y el resultado de un proceso de estructuración: la producción y

reproducción de prácticas sociales en el tiempo y el espacio; tal proceso implica, según Giddens,

una “doble hermenéutica”, i.e., la doble imbricación de individuos e instituciones; de ahí su

5533

afirmación (que parece de Perogrullo) “creamos a la sociedad al tiempo que somos creados por

ella”.23

Podemos afirmar, en virtud de lo anterior, que en tanto imaginario colectivo construido en

torno a los procesos y objetos políticos, la cultura política es también un proceso de

estructuración fundado en la operación conjunta de poderes causales de los actores, así como de

propiedades estructurales específicas del campo de lo político, por lo que su apreciación cabal

requiere de un doble proceso hermenéutico (dualidad agencia-estructura) que capte cómo es que

los actores crean el campo de lo político al tiempo que son creados por él. En este sentido, cabe

recordar aquella máxima de Marx en la que afirmaba que los seres humanos hacen su propia

historia, pero por lo general no les es dado elegir las circunstancias específicas en las que les toca

hacerla, ya que éstas les son transmitidas desde el pasado.24

Cultura política y habitus

La cultura política también se puede conceptualizar en términos de la categoría de habitus, forjada

por Pierre Bordieu, quien lo entiende como una especie de “gramática generativa” de las prácticas

sociales; algo así como una competencia cultural (análoga a la competencia lingüística planteada

por Chomsky), pero despojada de toda connotación esencialista o idealista, y pensada más bien

como producto de las condiciones sociales.25 El habitus se constituye entonces a partir de una

interiorización de las reglas sociales por parte de los individuos, que cristaliza en un conjunto de

disposiciones durables, orientadoras de la acción; en suma, se trata de “un sistema subjetivo pero

no individualizado de estructuras interiorizadas, que son esquemas de percepción, de concepción

y de acción”.26

5544

El habitus consiste, así, en “creatividad gobernada por reglas”; no es un mero “programa”

inserto en las individualidades y operante aparte o a costa de los poderes causales de los sujetos.

Éstos, en el seno de una sociedad diferenciada asumen posiciones (sociales) por vía de la posesión

y operación de principios de diferenciación (que Bordieu caracteriza con el concepto generalizado

de capital, ya sea económico, político, cultural-educativo, simbólico, etcétera), cuya dinámica

configura un campo social, un espacio social diferenciado y dinámico en cuyo interior los actores

sociales se agrupan de acuerdo con el tipo, volumen global y estructura del capital social que

detentan, esto es, según la distribución y peso relativo de cada tipo específico de capital.27

Lo anterior significa, de acuerdo con Bordieu, que a través de la noción de habitus es

posible “dar cuenta de la unidad de estilo que une las prácticas y los bienes de un agente singular

o una clase de agentes”. De manera más general:

El habitus es ese principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas yrelacionadas de una posición [social] en estilo de vida unitario, es decir, un conjunto unitario deelección de personas, de bienes y de prácticas... los habitus se diferencian, pero asimismo sondiferenciantes... Los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas... perotambién son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y dedivisión, aficiones diferentes. Establecen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo...entre lo que es distinguido y lo que es vulgar, etcétera, pero no son las mismas diferencias paraunos y otros.28

Algo esencial con respecto a lo anterior, afirma Bordieu, es la posibilidad de que las diferencias en

las prácticas y en las opiniones expresadas por los agentes se perciban a través de estas categorías

sociales, de principios de visión y diferenciación, cuyas diferencias a su vez se convierten en

diferencias simbólicas, constituyendo así un auténtico lenguaje, cuya referencialidad y

significación se abre como un fecundo campo de análisis.29 De lo anterior se sigue que, en tanto

imaginario colectivo construido sobre los objetos de la política, el conjunto de las culturas

políticas vigentes en una sociedad determinada es también un conjunto de habitus políticos, que

5555

configura el campo de la subjetividad política operante en esa sociedad, y da cuenta de la

contextura simbólica de los procesos estructurantes a partir de los cuales se construyen las

subjetividades y las identidades políticas en un espacio social dinámico y diferenciado.

IMAGINARIOS POLÍTICOS EN AMÉRICA LATINA: CLAVES Y TRAMAS

La discusión anterior no constituye un mero ejercicio abstracto, desvinculado de las realidades y

dinámicas constitutivas de las culturas políticas latinoamericanas, toda vez que el esquema teórico

y empírico que ha guiado predominantemente las investigaciones sobre el tema en Latinoamérica

es el de la tradición de la cultura cívica,30 ya sea implementado en forma “ortodoxa” o con

variantes “críticas”.

Un problema insalvable de la adopción acrítica del esquema en cuestión, se refiere al

marcado e irremediable determinismo cultural propio de la tradición de la que emana. En especial,

la concepción de la cultura como un factor de integración social que determinaría en forma casi

mecánica las vías y modalidades de la sociabilidad de los grupos sociales, y por ende sus patrones

de comportamiento político.31

En este tenor habría que entender las típicas y apresuradas evaluaciones que estudiosos

formados en la mencionada tradición formulan sobre la cultura (en singular) latinoamericana, que

de acuerdo con estas valoraciones constituye un insalvable obstáculo a la democratización de los

regímenes políticos en Nuestra América. De acuerdo con tal perspectiva, una democracia al

“estilo de los EEUU”, sería inalcanzable para los países de América Latina, ya que estos son

Católicos, corporativos, estratificados, autoritarios, jerárquicos, patrimonialistas, y semifeudalesen su núcleo. En gran medida inalcanzados por los grandes movimientos revolucionarios... lasnaciones Ibéricas y latinoamericanas permanecen encerradas en su patrón tradicional de valores einstituciones (...). El sustento de estos patrones e instituciones tradicionales ha permanecido enforma continua, seguramente modificado por las nuevas corrientes de la modernidad, pero nosubsumido y reemplazado por ellas.32

5566

En el mismo sentido hay que entender el aserto de Glen C. Dealy cuando afirma que los

latinoamericanos no entendemos el término “democracia” en el sentido “occidental convencional”,

esto es, como referente de pluralismo y representación políticos, e intereses en competencia, sino

como “monismo político o democracia monista, esto es, la centralización y el control de intereses

potencialmente competitivos... un intento de eliminar la competencia entre grupos”.33 Tal

monismo político sería entonces expresión de una unidad cultural monolítica e impermeable a los

procesos de modernización, y que determina fatalmente el destino de la región, ya que si “la

cultura” latinoamericana (supuestamente única, inmutable y sin fisuras) es tal como se pretende,

entonces no hay esperanza para los procesos de democratización en Nuestra América, y estamos

condenados al “eterno retorno” y la inestabilidad endémica de los regímenes políticos de nuestros

países.

Ante semejante panorama falazmente armado, cabe intentar —si bien de modo provisional

y sólo como ilustración de la relevancia de la discusión teórica desplegada— la re-tematización de

las culturas latinoamericanas en términos de la categoría de imaginario, y las culturas políticas de

la región en términos de procesos de estructuración, a fin de enfocar la producción y

reproducción de las prácticas sociales a través de las cuales se elaboran en nuestras sociedades

las representaciones colectivas de lo político, y en función de las cuales se ordenan los

comportamientos de individuos y grupos. Pero éstos no son una suerte de “autómatas” culturales,

que obedezcan fatal y ciegamente un “programa” cultural inserto en ellos como “código

genético”, ya que, en la medida en que se constituyen como sujetos, despliegan sus poderes

causales en el ámbito de la acción política, la cual, si bien enmarcada institucionalmente por las

reglas y recursos de los actores, no se reduce a la rutinización y la recursividad, toda vez que los

5577

actores políticos en América Latina han sido capaces de mostrar, en diversos momentos

históricos, una gran creatividad y sentido práctico en el terreno cultural y el del quehacer político.

En este sentido, quiero destacar, aunque sea esquemáticamente, tres procesos

socioculturales de “larga duración”, que lejos de constituir bloques fijos o capas inmóviles del

tejido simbólico y social de América Latina, constituyen elementos, creo yo, cruciales y dinámicos

de los complejos procesos de estructuración político-social, esto es de configuración del universo

de los habitus políticos en el continente. Dichos procesos son: en primer lugar, la formación de

sociedades fractales en Nuestra América; en segundo término, procesos de ciudadanización

imaginaria; y por último, la formación de tradiciones centralistas en América Latina.

Sociedades fractales y barroco

Ha sido sobre todo el historiador francés Serge Gruzinski en su indagación sobre la colonización

de lo imaginario y la arqueología de las estructuras mentales arraigadas en los países

latinoamericanos desde la era de la Colonia, quien ha contribuido a esclarecer un rasgo fundante

de la formación de identidades culturales en México y Nuestra América.34 Al respecto, la

experiencia histórica novohispana podría ser paradigmática de un proceso más general, y que

reúne una serie de rasgos y dinámicas que actualmente, bajo formas diversas organizan y articulan

el llamado universo posmoderno.

Ya desde 1521, México-Tenochtitlan no es más el umbilicus mundi de la tradición mexica,

sino el origo novi mundi; la traducción urbana de una formación social y cultural absolutamente

singular: una sociedad fractal, esto es, el producto de la yuxtaposición brutal de dos medios

profundamente perturbados: el de los invasores y el de los vencidos. La diversidad de los

componentes étnicos, religiosos y culturales, la elevada cuota de desarraigo presente en ambos

5588

bandos, y la dominación limitada de la autoridad central delegada, establecieron la preeminencia

de lo inestable, de la movilidad y de la improvisación, y multiplicaron fenómenos cuyo carácter

caótico, irregular, esto es, fractal, es innegable.35 Este carácter se instaló en medios en gestación,

en ámbitos sin ninguna tradición de coexistencia, de modo que las relaciones sociales y los roles

culturales estaban constantemente trastornados. En estos universos caóticos, si bien estaba

establecida una “norma” o costumbre (ibérica o mexica) sancionada real y simbólicamente, no era

extraño que los comportamientos individuales y colectivos escaparan frecuentemente a los

márgenes establecidos. Cabe entonces describir tal experiencia como una normalización de la

anomia, que permitía (como rasgo típicamente fractal) la reproducción de la diferencia en el

marco de la repetición y la rutina.

Algunas consecuencias destacables de la instauración de tal experiencia fractal son las

siguientes:

1. El predominio de una recepción fragmentada e intermitente entre las culturas

enfrentadas, con la pérdida y disolución (parcial o total) de los referentes originales de todos los

protagonistas de la conquista, que se vieron orillados a configurar por su cuenta y riesgo

itinerarios personales y grupales a base de urdir analogías arbitrarias, superficiales o casuales, y

obligados al ejercicio de la agilidad mental, perceptiva y combinatoria, para poder integrar los

fragmentos dispersos y disímbolos de cultura e identidad con los que contaban.36

2. El surgimiento de una sociedad barroca, en la que predominó el mestizaje de los seres y

las apariencias, la incesante creación de híbridos y objetos inclasificables, de soluciones caóticas y

situaciones efímeras; además, en esta sociedad que emerge de las formaciones sociales fractales, y

de las que conserva aún el status evanescente, hay un predominio de la imagen sobre el discurso;

imagen barroca milagrosa, que no era mera réplica de un modelo real, no funcionaba en la lógica

5599

de la mimesis y la reproducción, ya que era en sí milagrosa, instaurando entonces un código de

mimesis interferida, la imagen hacía presente la hiperrealidad de lo divino, convirtiéndose en un

vehículo de comunicación masiva, e instaurando un fértil mercado simbólico, cuyos consumidores

(indios, españoles, mestizos, negros, etcétera) fueron extraordinariamente activos, multiplicando

las formas de recepción y apropiación de las imágenes, y metamorfoseándolas al calor de sus

experiencias y necesidades cotidianas.37

3. La articulación sincrética del imaginario barroco anulaba de hecho la dicotomía entre

lo real y lo onírico, mezclando ficción y realidad en universos virtuales, cuya movilidad y

dinamismo son constitutivos de las contexturas y plexos de identidad y sentido que han

estructurado desde entonces el campo cultural en México y América Latina.38

4. Gruzinski afirma, no obstante, que el barroco novohispano no desembocó en la

modernidad, ya que la política ilustrada de los borbones sólo fue un “paréntesis neoclásico” en la

segunda mitad del siglo XVIII, y la Independencia tampoco rompió con la tradición barroca: tal

ruptura sólo se ha dado en el presente siglo, aunque sin las consecuencias de orden cultural que

cabría esperar:

Bajo el barniz del liberalismo, el positivismo y la laicidad, los imaginarios religiosos perduraron yexperimentaron nuevos cambios bajo la influencia de un clero que logró conservar muchainfluencia... La ausencia en México de una Revolución Industrial, de alfabetización ydemocratización al estilo europeo, dejó espacios vacíos que los antiguos imaginarios barrocossiguieron ocupando antes de ser parcialmente sustituidos por los universos creados por la imagencinematográfica y electrónica.39

Así, sugiere Gruzinski, el siglo XIX mexicano (y en no poca medida en América Latina) podría ser

pensado en el terreno cultural como un “paso sin transición” del barroco a la posmodernidad.

6600

Ciudadanización imaginaria

Otro proceso de larga duración que arraiga en nuestros países y se destaca sobre todo desde el

inicio de las luchas de Independencia, es el de la ciudadanización imaginaria, que para el caso de

México ha sido descrito en forma acuciosa por Fernando Escalante. En el siglo XIX las elites

políticas latinoamericanas se plantearon como proyecto la construcción de naciones que fueran

plenamente modernas, cabalmente insertadas en la órbita capitalista internacional. Sin embargo,

tuvieron que luchar no sólo en el terreno militar y jurídico-político contra el poder de las

corporaciones y estamentos de la sociedad tradicional de la Colonia (Iglesia católica, ejército,

notables, etcétera), sino que en el terreno cultural se toparon con un orden moral tradicional,

corporativista y premoderno; con un orden señorial, jerárquico, patrimonialista, racista y

centralizador del poder, y con una pesada herencia de caudillismo político, clientelismo y

prácticas de cooptación y control arbitrarios, que de hecho, tornaban casi imposible el sueño.40

Por otro lado, la modernización política y económica de estos países era impensable sin un

entramado institucional y jurídico que les diera sustento. A su vez, este orden institucional

requería de “sustancia” o materia prima, i.e., de ciudadanos que encarnaran y operativizaran los

valores, metas, prácticas y procedimientos institucionales. El gran problema era que tales

ciudadanos simplemente no existían, de modo que había que crearlos, y tal creación fue sobre

todo imaginaria, como elemento central de un “modelo cívico”, de una moral pública, en la cual

se definía lo público a partir de lo privado, y de un tipo humano específico: el ciudadano, la

contraparte imaginaria del abigarrado universo de las prácticas y los modos de operación política

realmente existentes:

(...) el proyecto explícito de toda la clase política decimonónica de crear ciudadanos, de darlegitimidad y eficacia a un Estado de derecho, democrático y liberal, estaba en abiertacontradicción con la necesidad de mantener el control político del territorio. Sin el apoyo de la

6611

moral cívica, el Estado que imaginaban era una quimera; sin el uso de los mecanismos informales—clientelistas, patrimoniales, corruptos— el control político era imposible. Donde no habíaciudadanos, actuar como si los hubiera suponía un riesgo inaceptable para la clase política.41

De modo que las élites liberales tuvieron que mediar entre la ausencia real de insumos políticos

vitales (ciudadanos, participación, consenso y legitimidad social construida “desde abajo”) y la

necesidad de control y estabilidad políticos, a fin de garantizar la viabilidad de sus proyectos de

nación y modernización, para lo cual tuvieron que recurrir a los viejos modos y prácticas

caudillistas y clientelares, que eran las únicas existentes y arraigadas en la trama social y

económica de las jóvenes naciones latinoamericanas decimonónicas. Pero esto no era mero

“pragmatismo” o “astucia de la razón”, sino que se enmarcaba en la lucha por la construcción de

un orden moral, de una estructura que no se reduce a meros preceptos, sino que orienta y articula

formas de organización de la vida social y campos enteros de afectividad, ordena asimismo las

representaciones, discursos y retóricas sobre lo público y sus formas legítimas de estructuración, y

en este renglón particular es que el modelo imaginario del ciudadano que encarna las virtudes

cívicas respondía funcionalmente a la doble necesidad de construcción de un orden político

moderno y del mantenimiento del control y la estabilidad; se hacía así, de la necesidad, virtud.42

La tradición centralista

Desde el siglo XVII, al calor de las reformas borbónicas, se da en Iberoamérica un fenómeno de

concentración de poder y recursos políticos en unas cuantas manos, dando lugar así a patrones

autoritarios de gobierno. Este proceso se funda, según Claudio Véliz, en cuatro “ausentes” y dos

“pilares” o pivotes, siendo los primeros:

1. La ausencia de una experiencia feudal en la tradición latinoamericana.

6622

2. La ausencia del fenómeno arraigado de la disidencia religiosa, con el resultante

centralismo latitudinario de la religión dominante (esto es, un centralismo religioso “amplio e

incluyente”).

3. La ausencia, a lo largo del tiempo, de “cualquier acontecimiento o circunstancia”

comparable con la Revolución Industrial europea.

4. La ausencia de los rasgos característicos de la “evolución ideológica, social y política”

asociados con la Revolución francesa, que han contribuido a la transformación radical del carácter

de la sociedad europea occidental desde hace siglo y medio.43

Si bien tal vez alguno de los puntos destacados mereciera algún matiz (en especial el

cuarto punto), y si bien los mencionados son factores históricos negativos, y se puede argüir que

son insuficientes para explicar el devenir y trayectorias de las configuraciones políticas

latinoamericanas, ya que la explicación histórica difícilmente puede fundarse en “ausencias” o

“huecos”, cabe no obstante señalar que Véliz apunta hacia dos “ejes” o rasgos que, mientras que

en la Europa noroccidental fueron inseparables de las consecuencias de la Revolución Industrial,

en América Latina tienen un origen y carácter inequívocamente “preindustrial”: en primer lugar,

una tradición burocrática de racionalización industrial, sobre la cual se ha instalado el centralismo

activo, que ha configurado los procesos de continuidad y de cambio, y en segundo término, una

cultura urbana preindustrial sui generis, al interior de la cual se ha formado y desarrollado un

vasto sector terciario, orgánicamente ligado a las instituciones y hábitos burocráticos.44

Tal complejo causal, explicaría entonces los patrones cíclicos de “liberalización”-

estancamiento y crisis-recentralización autoritaria que han caracterizado a las sociedades

latinoamericanas desde el siglo pasado, teniendo sin embargo un elemento “constante”: las

6633

burocracias centralistas, portadoras de un ethos autoritario y “caudillista”, pero también racional y

centralizador que instrumentalizó al propio Estado para sus fines:

Las burocracias centralistas de América Latina hicieron algo más que sobrevivir. Cuando durantela pausa liberal todos los principales grupos de presión estuvieron de acuerdo acerca de lanecesidad de desmantelar el aparato del estado y minimizar su papel, estas burocraciascentralistas fueron capaces, con notable éxito, de conservar su prestigio e influencia y deejercitarlos en beneficio de lo que consideraban los mejores intereses del estado que, a menudo,coincidían sin duda con los de su propio grupo. Cuando las revoluciones liberales del siglo XIXabrieron el camino a docenas de jefezuelos militares (la mayoría de ellos ávidos imitadores deNapoleón) que dieron circulación internacional a la palabra caudillo, fue la maquinariaimpersonal de la burocracia superviviente la que mantuvo funcionando a aquellos países demanera más o menos aceptable...45

De manera que el tan sobado papel “civilizador” que supuestamente habrían jugado los caudillos

latinoamericanos, esos “césares democráticos”, o “gendarmes necesarios” para la modernización

en Nuestra América,46 habría sido poco menos que imposible sin la existencia ya estructurada de

formas culturales características del ethos racionalizador y centralista sobreviviente, dúctil y

adaptable de las burocracias urbanas latinoamericanas. En la mirada de largo plazo, cabría

entonces replantear diversas cuestiones sobre, por ejemplo, el autoritarismo y el populismo en

América Latina, a la luz de esta constante adaptativa del ethos centralista.

INTERROGANTES

El debate apenas esbozado en este capítulo no parece facilitar el arribo fácil a conclusiones firmes

ni a sumarizaciones apresuradas. En vez de ello, y en forma tal vez esquemática, me parece en

cambio oportuno plantear las siguientes interrogantes:

1. Si bien aporta elementos valiosos, la tradición de la cultura cívica debe ser “deconstruida”,

dando paso a teorizaciones cualitativamente enriquecidas, de mayor flexibilidad y alcance

metodológico, y que hagan justicia a la complejidad de los fenómenos culturales en general, y en

América Latina en especial. En este sentido, la ampliación cualitativa de la noción de cultura

6644

política en términos de imaginarios políticos, procesos de estructuración y formación de una

diversidad de habitus políticos podría aportar nuevas líneas y estrategias de investigación, que

aquí han sido sólo sugeridas.

2. La presencia, permanencia y transformación de dinámicas y procesos socioculturales como los

descritos en México y América Latina, exige un abordaje multidisciplinario, creativo y ecléctico,

esto es, electivo, que permita dar cuenta de las especificidades político-culturales

nuestroamericanas, sin caer en tesis excepcionalistas, pero evitando también la rigidez

metodológica y la (a veces inadvertida) ingenuidad y el sesgo empirista de los estudios

comparativos. En este aspecto, quedan aún por dilucidar diversas cuestiones acerca de la

naturaleza, articulación, dinámica y consecuencias de largo alcance de la triada de factores

mencionados: ¿Cómo y en qué sentido los fenómenos —lamentablemente todavía vigentes— de

ciudadanización imaginaria y de centralización autoritaria responden aún a dinámicas fractales o

“barrocas”? ¿Hasta qué punto determinan las imágenes y discursos sobre lo político (autoridad,

sistema político, partidos, políticas públicas, esfera pública) el ahondamiento de la brecha entre

ciudadanos imaginarios y prácticas políticas reales, en la medida en que el campo político se

percibe como caótico y severo, como fractal y centralizado a la vez?

3. Tal vez habría que considerar, como hipótesis de trabajo, estos tres procesos (formaciones

sociales fractales, ciudadanización imaginaria, centralización burocrática) como ejes de un

proceso amplio de estructuración (producción y reproducción de prácticas sociales en el tiempo y

el espacio) que ha configurado los imaginarios políticos, esto es, las culturas políticas

heterogéneas y diversas que cotidianamente son elaboradas, portadas, renegociadas,

transformadas y consolidadas en forma de habitus políticos estructurados y estructurantes de/en

la vida política y social de Nuestra América.

6655

4. ¿Cómo recuperar la significación y eficacia conceptual de categorías como “imaginario”,

“poderes causales de los sujetos”, estructuración, habitus, en tanto categorías de alcance

ontológico para la filosofía política y la filosofía de la cultura? ¿Cómo pone en juego la dimensión

simbólica de lo social (i.e., lo imaginario) el estatuto específicamente político de la cultura, de

toda cultura? A partir de estas interrogantes parece atisbarse una —al menos para mí, hasta

ahora— insospechada imbricación entre ambos campos del discurso filosófico, tradicionalmente

presentados y enseñados como compartimientos estancos. En torno a esta incipiente sospecha se

intentará articular una intuición que oriente la discusión propiamente filosófica del siguiente y

último capítulo.

NOTAS

1 Véase Landi (1987), pp. 39-64.

2 Véanse al respecto Almond (1993) y (1995), Castillo y Patiño (coords.) (1997), Chihu (1998a) y(1998b), Eckstein (1988), Inglehart (1988) y (1990), Morán (1996/97) —así como todos los textosincluidos en el número monográfico de Zona Abierta para los cuales el texto de Morán funge comointroducción—, y Pye (1988), para el caso de la ciencia y la sociología políticas; en el terreno de lahistoria cultural destacan Burke (1987), (1994), y (2002), así como Burke (ed.) (1992); Chartier(1992), Ginzburg (1981), y Hunt (ed.) (1989); para el caso de la antropología y los estudios culturalespueden consultarse Arizpe (1989), Arizpe (ed.) (1997), García Canclini (1990), (1995) y GarcíaCanclini (comp.) (1995); Krotz (comp.) (1993), Krotz (coord.) (1995), Turner (1987), (1985), (1980),(1974), Turner y Bruner (eds.) (1986), y Alteridades (1993) (número monográfico con el tema“Antropología y Estudios Culturales”); y en el ámbito de la sociología de la cultura y la teoría culturalcabe destacan Alexander (2000) y (1988), Alexander y Seidman (eds.) (1990), Archer (1997), Chihu(coord.) (1995), Münch y Smelser (comps.) (1992), Shweder y LeVine (eds.) (1984), Thompson(1993), y Thompson, Ellis y Wildavsky (1990).

3 Princeton, NJ, Princeton University Press, 1963. Se citará de la reedición: (1989). A este trabajoseminal pronto siguió la también crucial investigación comparada recogida en Pye y Verba (1965).

4 Street (1993), p. 96.

55 CC, p. 11. Algunos de los autores representativos de dicha escuela son: Benedict (1934), Inkeles yLevinson (1954), Lasswell (1930), Lasswell (1946), Linton (1945), Mead (1951), y Pye (1962), todosellos precursores en una u otra forma del clásico de Almond y Verba.

6666

66 Almond, (1993), p. 165.

7 Street, op. cit., p. 98.

8 Barry (1978), pp. 49-50.

9 Lijphart (1980), pp. 38, 41.

10 Pateman (1980), pp. 67-68.

11 Barry, op. cit., p. 48.

12 Véase Welch (1993), p. 71.

13 Street, op. cit., p. 99.

14 Pateman, op. cit., pp. 66-67.

15 Peschard (1995), p. 9. Para presentaciones sintéticas sobre el debate reciente en torno a la definición,usos y funciones del concepto de cultura política en el ámbito de la ciencia política véanse: Gibbins(1989a), Torcal (1997), y Street (1993).

16 Peschard (1995), pp. 9-10.

17 Véase una perspectiva alternativa en Girvin (1989), en donde este autor desagrega la cultura políticaen tres niveles de análisis: macro, que se refiere a los símbolos, valores y creencias que definen unaidentidad colectiva, y que presentan generalmente una gran resistencia al cambio; meso, referente a lasreglas básicas del juego en una comunidad política, y que son objeto de disputa y negociación limitadas;y micro, que se ancla en las luchas políticas cotidianas, e incluye procesos concretos como alianzas,movilizaciones, elecciones, etcétera, y constituye además algo así como el “carril de alta velocidad” dela cultura política. La idea de un código intersubjetivo de comunicación política en términos de lanoción de medios generalizados de comunicación, la tomo de Niklas Luhmann (1995).

18 Véase Peschard, op. cit., pp. 11-12.

19 Esto es, no se trata de volverla más rica o compleja añadiéndole dimensiones o variables constitutivas,sino de “abrir” el concepto a partir de la inclusión de otros registros discursivos que destacan o postulanrasgos no considerados por la teorización clasica de dicho concepto.

20 Duby (1980), p. 17. Otros textos fundamentales para la discusión teórica y metodológica en lahistoria de las mentalidades son: Ariès (1988), Chartier (1992a), y Le Goff (1978).

21 Plantgean (1988), p. 302. Cursivas mías.

22 En el siguiente capítulo, al abordar el carácter propiamente filosófico de la categoría de lo imaginariovolveré sobre la dimensión ontológica de lo social, que en este punto queda solamente esbozada, ycircunscrita al ámbito de la teoría social.

6677

23 Véanse Giddens (1993), (1979), (1984), y (1987), entre las principales obras de este sociólogopertinentes a la temática mencionada. La expresión “ontología de potenciales” es de Ira Cohen y apareceen Cohen (1996), pp. 14-21. Para una discusión amplia sobre los diversos aspectos de la obra y losaportes teóricos de Giddens, véanse Clark, Mogdil, y Mogdil (eds.) (1990), y Held y Thompson (eds.)(1989).

24 Marx, (1963), p. 15.

25 Véase Giménez (1994), pp. 47-54.

26 Bordieu (1980), p. 101.

27 Véase la elaboración de este planteamiento teórico en Bordieu (1991). Una exposición más concisa ymuy esclarecedora del mismo esquema se encuentra en Bordieu (1997), pp. 11-26.

28 Bourdieu (1997), pp. 19-20.

29 Ibíd. Para una perspectiva crítica sobre el alcance teórico y heurístico de la categoría de habitus,véase Alexander (2001).

30 Véanse por ejemplo: Seglison (1997), Martínez (1997), J. A. Booth y M. A. Seglison (1993). Para elcaso de México, son representativos del apego a la tradición de Almond y Verba los trabajos delsociólogo mexicano Víctor Manuel Durand Ponte: Durand Ponte (1992), (1995) y (1997).

31 Para una crítica de esta concepción de la cultura, que atraviesa la tradición sociológica occidentaldesde Weber y Durkheim hasta Parsons y sus discípulos, véase Eder (1996/97). Véase también elimportante aporte que a partir de un enfoque morfológico realiza de Margaret Archer en (1997).

32 Wiarda (1974a), pp. 269-270.

33 G. C. Dealy, (1974), p. 73.

34 Véanse: Gruzinski (1991) y (1994).

35 Gruzinski (1994a), pp. 15-16. Véase también Gruzinski (1994b).

36 Gruzinski menciona como ejemplo de tal recepción y creatividad el arte kitsch indígena que sedesarrolla desde el siglo XVI. Véase Gruzinski (1991), pp. 41-59.

37 Gruzinski, (1994a), pp. 16-17.

38 Ibíd., pp. 19-20. Véase también Gruzinski (1994), en especial pp. 199-215.

39 Gruzinski, (1994a), p. 20.

40 Escalante Gonzalbo (1992), especialmente las pp. 55-74 y 75- 95.

41 Ibíd., p. 53.

6688

42 Escalante Gonzalbo, (1995).

43 Véliz (1984).

44 Ibíd., pp. 213-231.

45 Ibíd., p. 282.

46 Un texto clásico al respecto es el de Laureano Vallenilla Lanz (1990). Una excelente reconstruccióndel caudillismo latinoamericano se encuentra en Lynch (1993). La expresión “gendarme necesario” esde Vallenilla Lanz, y le da título a uno de los ensayos que componen el texto citado.

CAPÍTULO III.CULTURA E IMAGINARIO SOCIAL: ENTRE LA FILOSOFÍA DE LA CULTURA Y

LA FILOSOFÍA POLÍTICA

La investigación académica sobre la conformación y dinámica de las culturas políticas en México

y América Latina cumple en el presente 40 años, sin embargo, cabría decir que aún espera sus

mejores días. Esto cabe afirmarlo sin demérito de la calidad y relevancia de una producción

teórica y empírica que continúa en aumento. A pesar del excelente nivel y rigor científico de

buena parte de esa producción, hay aún huecos sensibles en la tematización, problematización y

conceptualización, además de la articulación transdisciplinaria que exige a mi parecer el

abordaje de este crucial aspecto constituido por la “trama cultural de la política”.1

En tiempos recientes, el tema de la cultura política en América Latina, y especialmente en

nuestro país, se ha convertido en una especie de lugar común. Casi no hay día en que en algún

medio de comunicación masiva (impreso o electrónico) un reportero, un comentarista o

especialista emita una sesuda opinión sobre el actual estado de cosas en el campo político nacional

y/o regional que remita a, o explique hechos relevantes del quehacer político invocando algún

rasgo distintivo y determinante de “nuestra cultura política”. La facilidad con que tal misteriosa

entidad es invocada, la asombrosa variedad de propiedades y funciones que se le hace

desempeñar, y la total ligereza o (peor aún) franca ausencia de precisión y rigor analítico con que

se usa, hace de la cultura política de los mexicanos una auténtica entelequia, ontológicamente

inaprehensible, teóricamente infértil, cuando no sospechosamente ideológica; una suerte de

“coartada conceptual” que se usa para los más diversos fines.

Tal situación es aún más preocupante cuando tal imprecisión y falta de rigor se propagan

con relativa facilidad en la discusión académica, que se supondría es el ámbito natural y obligado

para la clarificación, depuración y crítica de conceptos y categorías usados en el discurso político.

1 Véase O. Landi, “La trama cultural de la política”, en N. Lechner (comp.), Cultura política y democratización,Santiago de Chile, CLACSO/FLACSO/ICI, 1987, pp. 39-64.

6699

Lo cierto es que en el contexto de muchos debates teóricos y estratégicos sobre la transición

política, la consolidación de la democracia, la reforma del Estado, la recomposición del sistema y

el espacio políticos, el papel cada vez más activo y determinante que juegas los medios de

comunicación en la vida política nacional e internacional, la emergencia de la sociedad civil y el

papel de los “nuevos” movimientos sociales en los procesos de democratización en México y el

Subcontinente (por mencionar sólo algunos rubros de discusión), la cultura política sale a relucir

frecuentemente como una especie de “comodín” conceptual que cumple variadas funciones

causales y explicativas, pero en cuya naturaleza e implicaciones teóricas de largo alcance pocas

veces se reflexiona o discute en profundidad.

No es mi intención siquiera “corregir” tal estado de cosas, sino —mucho más

modestamente— contribuir a la discusión teórica de algunos de los varios aspectos relevantes que

el concepto de cultura política reviste, a fin de que, en primer lugar, su uso como categoría

descriptiva, explicativa, e incluso, evaluativa de fenómenos y procesos políticos efectivos alcance

un mínimo de rigor y eficiencia epistémica. La presente discusión aspira también a configurar

algunos elementos que me parecen ausentes (o pobremente esbozados) en los principales

abordajes teóricos sobre el tema, y cuya necesaria (me parece) inclusión y articulación conceptual

en el campo de la teorización sobre cultura política podría contribuir a enriquecer sustancialmente

ese campo, cuya relevancia académica y política es difícilmente soslayable. En esta ocasión, me

concentraré en la conceptualización sobre cultura política que sigue siendo (para bien y para mal)

hegemónica en gran parte de los medios académicos en América Latina, a saber, la proveniente de

la escuela politológica norteamericana representada por Gabriel Almond, Lucien Pye y Sidney

Verba principalmente, tratando de enfocar críticamente su aporte, destacando algunas de las

principales deficiencias y limitaciones de que adolece, señalando algunas rutas de posible

reconstrucción teórica que complemente y/o enriquezca tal perspectiva; y en especial apuntando a

una correlación explícita entre el campo de la cultura política y los medios de comunicación en

México, concretamente, la televisión, a través de la consideración de algunas de las que me

parecen las principales aristas críticas de tal relación.

7700

DE LA CULTURA CÍVICA AL IMAGINARIO POLÍTICO

El interés por el estudio de la cultura política ha experimentado un auge desde mediados de la

década de los ‘80, tanto en el contexto de la investigación politológica comparada y de la

sociología política, como en el ámbito más general de la teoría política. Entre las causas que

motivaron tal auge se pueden mencionar tres que me parecen determinantes:

En primer lugar, la ya bien conocida y documentada crisis de paradigmas teóricos y

explicativos en las ciencias sociales en general, que enfrentaba a teóricos e investigadores con las

insuficiencias, inconsistencias e inadecuaciones empíricas, heurísticas y explicativas de los

esquemas teóricos y empíricos que habían guiado hasta el momento la indagación sobre las

realidades y dinámicas sociales y políticas de las sociedades modernas, y que por lo general,

tendían a minimizar el papel de la cultura como variable determinante y como factor explicativo

de los comportamientos políticos individuales y colectivos en tales sociedades.

En segundo término, y como una suerte de “confirmación” fáctica de la crisis de los

“grandes relatos” en las ciencias sociales, la caída de los regímenes del otrora llamado “socialismo

real” en la ex Unión Soviética y Europa del Este, derrumbe por demás inesperado, por no decir

“inexplicable” en términos de las teorizaciones y enfoques ya consagrados que enfatizaban sobre

todo los aspectos estructurales y sistémicos en el estudio de tales regímenes, lo cual hizo resaltar

de nuevo el papel de las tradiciones, las creencias, los símbolos y, en general, la dimensión

subjetiva y cultural como factor decisivo en las transformaciones sociales y políticas a gran escala

experimentadas por los países involucrados.

En tercer lugar, los desarrollos teórico-metodológicos y empíricos registrados en los

ámbitos de la historiografía, especialmente en el campo de la historia de las mentalidades y en la

llamada “nueva historia cultural”, de la antropología y los estudios culturales, y de la sociología de

la cultura, que aportaron nuevas herramientas metodológicas, nuevas estrategias de investigación

y nuevos enfoques sobre la naturaleza y dinámica de la cultura en general, y que, combinados con

7711

los dos factores mencionados anteriormente, ha facilitado el comentado “retorno” o

“renacimiento” de la cultura política como tema de investigación.2

La tradición de la cultura cívica

Como afirmé al principio de este trabajo, representa la tradición hegemónica, con respecto a la

cual hay que definirse. Se inicia con la publicación en 1963 de The Civic Culture. Political

Attitudes and Democracy in Five Nations,3 (en adelante CC) de Gabriel Almond y Sidney Verba,

politólogos de la Universidad de Stanford, herederos disidentes de la escuela estructural-

funcionalista de inspiración parsoniana, a la vez que críticos del determinismo materialista de

orientación marxista, y defensores convencidos de una metodología empírica “dura” que chocó

frontalmente con el mood emergente que cuestionaba severamente el positivismo y el

individualismo como orientaciones metodológicas.4 No obstante las reacciones y críticas que

desde su aparición recibió la obra de Almond y Verba, y que deben ser entendidas como parte de

la reacción generalizada contra el positivismo y el funcionalismo en las ciencias sociales, CC

estableció la agenda central para el debate teórico y empírico sobre cultura política de los pasados

40 años.Almond y Verba definen la cultura política en términos de las disposiciones psicológicas

de los individuos, a saber, como “las actitudes hacia el sistema político y sus diversas partes, y

actitudes hacia el propio rol del individuo en el sistema”; tales actitudes se fundan en tres

orientaciones distintas: a) cognitivas; b) afectivas; y c) evaluativas, las cuales se refieren

respectivamente al conocimiento del individuo acerca del sistema, sus sentimientos hacia él, y su

2 Véanse al respecto G. Almond, “Foreword: The Return to Political Culture”, en L. Diamond (ed.), PoliticalCulture and Democracy in Developing Countries, Boulder, Lynne Rienner, 1993, pp. ix-xii; R. Inglehart, “TheRenaissance of Political Culture”, American Political Science Review, núm. 82, diciembre de 1988; M. L. Morán,“Sociedad, cultura y política: continuidad y novedad en el análisis cultural”, Zona Abierta, núms. 77/78, Madrid,1996/97, pp. 1-29; L. Hunt (ed.), The New Cultural History, Berkeley y Los Angeles, University of CaliforniaPress, 1989; E. Krotz (comp.), La cultura adjetivada. El concepto de “cultura” en la antropología mexicanaactual a través de sus adjetivaciones, México, UAM, 1993; Alteridades, año 3, núm. 5, México, UAM-I,Departamento de Antropología, 1993 (número monográfico con el tema “Antropología y Estudios Culturales”); A.Chihu (coord.), Sociología de la cultura, México, UAM-I, 1995.3 Princeton, NJ, Princeton University Press, 1963.

7722

juicio evaluativo sobre el mismo.5 Es claro entonces que para los autores la cultura política debe

contemplarse como un conjunto de estados psicológicos individuales que pueden ser “revelados”

por medio de encuestas y/o entrevistas.

Cabe notar que la teoría de la cultura política elaborada y desarrollada por Almond y

Verba define este concepto en cuatro direcciones: a) Consiste en el conjunto de orientaciones

subjetivas hacia la política en una población nacional, o en un subconjunto de ella, y en este punto

es clara la herencia parsoniana; b) sus componentes son fundamentalmente psicológicos e

individualizados (cognitivo, afectivo, evaluativo) orientados hacia la política y los compromisos

con valores políticos; c) el contenido de la cultura política es el resultado de la socialización,

educación, exposición a los medios de comunicación desde la niñez, así como de experiencias con

el desempeño gubernamental, social y económico en la etapa adulta, y d) la cultura política afecta

el desempeño y la estructura gubernamental (incide en él, pero no lo determina). Las

determinaciones causales entre cultura, estructura y desempeño van en “ambas direcciones”.6

En este renglón, cabe destacar que al menos dos de las dimensiones de la cultura política

mencionadas se relacionan directamente con aspectos centrales en el estudio del papel cultural de

los medios de comunicación. Me refiero tanto a la acotación del punto b), en el sentido de que los

componentes fundamentales del concepto de cultura política son esencialmente psicológicos e

individualizados (cognitivo, afectivo, evaluativo); como a la del punto c), que enfatiza que el

contenido de la cultura política es producto del proceso de socialización, de donde es posible

establecer una correlación entre el ámbito de la cultura política y el referente al proceso de

4 J. Street, “Political Culture from Civic Culture to Mass Culture”, British Journal of Political Science, núm. 24,1993, p. 96.5 CC, pp. 13-15.66 G. Almond, “El estudio de la cultura política”, Estudios Políticos, 4a. época, núm. 7, México, UNAM, FCPyS,abril-junio de 1995, p. 165.

7733

formación de la identidad social. En efecto, a partir de considerar que el concepto de identidad

social comprende tanto la historia personal —esto es, el conjunto de relaciones objetales más

significativas del individuo—, como la parte del auto-concepto del individuo que se deriva del

conocimiento de su pertenencia a varios grupos sociales, así como el significado emocional y

valorativo que implica tal pertenencia. En particular, la historia personal imprime una carga

afectiva —positiva o negativa— e influye así en buena parte en qué valores sociales y juegos de

conducta adopta el individuo, así como las categorías y estereotipos sociales con los que se

identifica. Por otra parte, las prácticas sociales, las leyes, la ideología dominante y, en forma

destacada, los medios masivos de comunicación figuran entre los elementos usados para difundir e

imponer los estereotipos sociales que conllevan subordinación.7 Además, la clasificación —de sí

mismo y de los otros— es parte integral del desarrollo socio-cognitivo, y el proceso de auto-

clasificación se da a través de la categorización social; la comparación social; y el reconocimiento

social, y es la interacción de estos elementos la que crea los rasgos socio-psicológicos que

caracterizan al grupo. Así, “es durante la socialización y el proceso de formación de la identidad

social que los individuos internalizan las formas de categorización social basadas en las creencias

sociales que son compartidas por el grupo social en cuestión, lo cual permite crear los elementos

necesarios para crear representaciones sociales”,8 entre los cuales destacan los estereotipos, que

de acuerdo con Henry Miller, son categorías preexistentes en una cultura, y son aprendidas en el

proceso de socialización. Al respecto, cabe retomar la consideración de Gordon Allport, quien

77 Véase T. Páramo, “Identidad social y estereotipos femeninos”, UAM Iztapalapa, mimeo, mayo de 2000, pp. 10-11.8 Ibíd., p. 11.

7744

aseguraba que ya a los cinco años un niño es capaz de entender que es miembro de varios grupos,

y ha internalizado los estereotipos propios de dichos grupos.9

De modo que los estereotipos son concomitantes al proceso de socialización, lo que

implica que el estereotipar está siempre presente en la identidad social de las personas. La

creación de estereotipos implica la generalización utilizada por un grupo (“nosotros”) acerca de

otro grupo (“ellos”), y de acuerdo con Richard Dyer puede ser considerada como un método de

caracterización unidimensional, esto es, “la construcción de un carácter total por medio de la

simple mención de tan solo una de las dimensiones de sus características”.10 Al respecto, Teresa

Páramo comenta que aprendemos los estereotipos preexistentes de nuestra familia, amigos,

vecinos, maestros, compañeros de escuela, etcétera, pero también pueden ser aprendidos y/o

reforzados a través de los medios de comunicación. En manos de los grupos dominantes —que

generalmente son los que detentan el control y el acceso privilegiado a los medios de

comunicación—, los estereotipos son creados e impuestos para mantener su hegemonía y dominio

sobre quienes consideran “inferiores” o subordinados, quienes además acaban internalizándolos,

esto es, los grupos que han sido estereotipados por los grupos en el poder han sido virtualmente

“colonizados” a través del uso de tales estereotipos.11

Ahora bien, partir de la definición de cultura política anteriormente comentada, Almond y

Verba tratan de establecer el rol específico de la cultura política en los procesos políticos en

general, y es aquí donde su análisis empieza a tornarse menos preciso. Como mínimo, adoptan la

perspectiva de que el sistema político de un país incluye su cultura política, y que la estabilidad o

99 H. Miller, Apud. T. Páramo, loc. cit; G. W. Alllport, The Nature of Prejudice, Reading, Mass., Addison-Wesley,1982, Apud. T. Páramo, loc. cit.1100 R. Dyer, “Rejecting Straigt Ideals: Gays in Film”, en S. Peter (Ed.), Jump Cut: Hollywood, Politics, andCounter Cinema, New York, NY, Praeger, 1985, Apud. T. Páramo, op. cit., p. 13.1111 Op. cit., pp. 13-14.

7755

el cambio sistémico está de algún modo ligado causalmente a su cultura: “uno debe asumir que las

actitudes que reportamos tienen alguna relación significativa con la forma en que el sistema opera

—con su estabilidad, eficacia y permanencia”.12 De este modo, comenta John Street, la cultura

política se concibe como una especie de “híbrido” entre un catalizador y un fertilizante, ya que

provee las condiciones tanto para el cambio como para el sustento y permanencia del producto del

cambio; o “más prosaicamente”, la cultura política conforma el contexto o ambiente propio de la

acción política.13

Pero Almond y Verba no parecen contentarse con atribuir a la cultura política un rol más

bien pasivo. En la medida en que quieren hacer una distinción nítida entre cultura política y

sistema político, arguyen que “las culturas políticas pueden o no ser congruentes con la estructura

del sistema político” (CC, p. 21). Sin embargo, ambos términos clave (cultura y sistema), nos dice

Brian Barry,14 son usados en forma por demás vaga por nuestros autores, pero es posible detectar

dos ideas subyacentes. En primer lugar, los politólogos de Stanford quieren establecer las

condiciones de posibilidad para casos de compatibilidad entre las actitudes de la gente y sus

instituciones políticas. La segunda idea es que sólo un cierto tipo de cultura —la cultura cívica—

es apropiada para la democracia, o expresado de otro modo, diferentes culturas se “ajustan” (en

grado diverso) a diferentes tipos de régimen político. En una democracia ideal la compatibilidad

entre sistema y cultura es completa: “la cultura cívica es una cultura política participativa en la

que cultura y estructura políticas son congruentes” (CC, p. 31). Lo importante es que para los

autores la condición de compatibilidad no puede ser asumida sin más, ya que ellos pretenden

1122 CC, p. 74.1133 J. Street, “Political Culture...”, op. cit., p. 98.1144 Sociologists, Economists and Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pp. 49-50.

7766

establecer la cultura política como una variable independiente, que puede explicar la forma en

que la gente reacciona ante lo político (CC, p. 50).

Lo anterior desemboca en una de las preocupaciones “finales” de Almond y Verba, a

saber, la forma específica en que la cultura política adquiere sus efectos funcionales o

disfuncionales. La respuesta para ellos radica en la forma en que la cultura política enlaza o

eslabona (links) la “micropolítica con la macropolítica”, y forja así un puente “entre la conducta

de los individuos y el comportamiento de los sistemas” (CC, p. 32). Las actitudes relevantes de

los individuos pueden no ser explícitamente políticas, pero pueden ser localizadas entre “las

actitudes no políticas y las afiliaciones no políticas” de la sociedad civil (CC, p. 300).

Cabe sin embargo destacar algunas de las principales críticas que el esquema teórico-

analítico de Almond y Verba ha recibido por parte de otros estudiosos. Arend Lijphart, por

ejemplo, concluye que los resultados de la investigación de CC son “más impresionistas que

sistemáticos”, además de que critica a los autores por “estirar” de tal modo el concepto mismo de

cultura para que abarque no sólo las orientaciones psicológicas individuales hacia entidades

políticas, sino “las relaciones sociales e interpersonales en general”. Esto introduce una vaguedad

innecesaria que se evitaría si se confina la noción de cultura política a lo explícitamente político.15

Por su parte, Carole Pateman acusa a los autores de poner escasa atención a la forma en que una

democracia ha de ser definida y cómo es que los valores que la gente afirma y expresa afectan el

sistema del que son parte.16 A su vez, Brian Barry comenta: “no obstante proveer un fascinante

caudal de información estadística sobre actitudes políticas, hay no obstante un muy pobre intento

de proveer evidencia sobre la relación entre esas actitudes y el funcionamiento de un sistema

político nacional real”.17 Para S. Welch, esta cuestión revela una tensión insoluble en el enfoque

de CC, ya que se quiere proporcionar un análisis comparativo de culturas políticas entre diversos

países (USA, Inglaterra, Italia, Alemania y México), para lo cual se requiere un cierto nivel de

1155 A. Lijphart. “The Structure of Inference”, en G. Almond y S. Verba (eds.), The Civic Culture Revisisted (CCR),Londres, Sage, 1989, pp. 38, 41.1166 “The Civic Culture: a Philosophical Critique”, en CCR, pp. 67-68.17 B. Barry, Sociologists..., op. cit., p. 48.

7777

generalización; y se quiere también ofrecer una explicación sociológica de las diversas culturas

políticas al interior de cada país, para lo cual se necesita un análisis local detallado. Welch

argumenta convincentemente que ambas metas no pueden ser reconciliadas, y que además (por la

misma razón), el poder explicativo de la cultura política está bajo “constante amenaza”: “a mayor

grado de especificación de las diferencias culturales, es menos fácil separarlas de sus efectos

putativos”.18 De acuerdo con Street, estos problemas tienen que ver con la renuencia de Almond

y Verba a tratar las cuestiones de los orígenes, las formas y diseminación de las culturas políticas,

de tal modo que la noción de socialización política tiene que “realizar más trabajo del que

razonablemente se puede esperar de ella”.19 Por último, cabe destacar una crítica definitiva de

Carole Pateman, quien en forma aguda señala que al hacer Almond y Verba de la cultura política

una “parte integral” del sistema político deben admitir que las actitudes que constituyen las

orientaciones políticas específicas de una cultura política existen únicamente en relación con un

conjunto específico de instituciones. Si esto es así, entonces es imposible que la cultura política

constituya una variable independiente.20 Este problema es endémico a la concepción misma de

cultura política de los autores, y se vuelve particularmente evidente cuando se intenta identificar y

establecer su poder explicativo.

En síntesis, las principales críticas al enfoque de los stanfordianos se resumen en:

a) La cultura política puede ser un reflejo del sistema político más que un determinante del

mismo;

b) la cultura cívica (que consiste en una mezcla de una cultura política participativa con elementos

de las culturas políticas parroquial y subordinada) fomenta la estabilidad política en general y no

sólo la de la democracia. Por tanto puede fungir como una “palanca” estabilizadora y

legitimadora, garante de la gobernabilidad;

c) el esquema dedica muy poca o nula atención a las subculturas políticas, que pueden “desviarse”

o aún chocar frontalmente con la cultura política nacional dominante, y no pueden soslayarse en la

1188 S. Welch. The Concept of Political Culture, Basingstoke, Hants, Macmillan, 1993, p. 71.1199 J. Street, “Political Culture...”, op. cit., p. 99.2200 C. Pateman, “The Civic Culture...”, op. cit., pp. 66-67.

7788

medida en que son factores del posible cambio político generalizado, y llegan a poner en cuestión

la idea misma de cultura nacional;

d) los autores no dan importancia a la cultura política de las élites, que en países en “transición”, o

procesos de liberalización política o “consolidación” democrática puede ser una variable crucial.

Por otro lado, cabe tomar en consideración las posibles ampliaciones que la noción misma

de cultura política puede admitir desde el tipo de perspectiva que se está considerando. Sólo a

guisa de ejemplo, Jacqueline Peschard parte, en primera instancia, de una definición muy general

de cultura, entendiendo por ésta

... el conjunto de símbolos, normas, creencias, ideales, costumbres, mitos y rituales que setransmite de generación en generación, otorgando identidad a los miembros de una comunidad yque orienta, guía y da significado a sus distintos quehaceres sociales.21

A su vez, la política es entendida como “el ámbito relativo a la organización del poder”

(i.e. el ámbito de las decisiones vinculantes en una sociedad o grupo), de donde se sigue que la

cultura política se compone de los significados, valores, concepciones y actitudes que se orientan

hacia el ámbito específicamente político.22 En ese sentido, cabe reconocer (analíticamente) al

menos tres momentos constitutivos de la cultura política, a saber: a) La internalización del

sistema político en términos cognitivos, afectivos y evaluativos (como sugerían Almond y Verba);

b) la construcción de un imaginario colectivo en torno al fenómeno y la “cuestión” del poder (y

sus sucedáneos y/o “asociados”: influencia, autoridad, legitimidad, sujeción, obediencia,

resistencia, rebelión, etcétera); c) la instauración de un código subjetivo (e intersubjetivo) de

comunicación política que estructura un campo de acción social relativamente autónomo cuyo

medio comunicacional generalizado y referente objetivo es el poder mismo (i.e. los actores se

2211 J. Peschard, La cultura política democrática, México, IFE, 1995 (Cuadernos de Divulgación de la CulturaDemocrática, 2), p. 9.2222 Ibíd., pp. 9-10.

7799

reconocen y enfrentan como tales en la medida en que su acción se estructura y se vehicula en

términos de la referencia al poder).23

Vale también la pena tomar nota de cómo la noción (“enriquecida”) de cultura política se

distingue de otros conceptos que también se refieren a elementos subjetivos que orientan la

interacción de los actores sociales en el campo de las relaciones de poder, como el de ideología

(política), ya que éste se refiere a una formulación doctrinal con pretensiones de coherencia

interna y validez universal abstracta que articula los intereses y acción política de un grupo o

segmento de la sociedad; mientras que el concepto de cultura política apunta más bien hacia la

dimensión nacional (cultura política del mexicano, del francés, etcétera), que reconoce, no

obstante, la existencia de subculturas políticas (de clases, etnias, grupos de género, grupos

religiosos, etcétera), que coexisten, en forma no necesariamente “coherente”, en el interior de una

cultura política nacional que configura un marco referencial limitado, relativo y concreto. Nuestra

categoría también se distingue del concepto de actitud política, la cual es una variable intermedia

entre una opinión y una conducta, y constituye una respuesta a una situación dada, una

disposición o “inclinación” a la acción organizada en función de “coyunturas” (demandas

inmediatas); mientras que la idea de cultura política alude a pautas de acción consolidadas y

arraigadas, menos expuestas al cambio coyuntural. Por último, la noción de cultura política se

distingue claramente del concepto de comportamiento político, el cual, se refiere a la conducta

objetiva de los actores, que puede ser considerada una expresión de la cultura política de los

mismos.24

23 Véase una perspectiva alternativa en B. Girvin, “Change and Continuity in Liberal Democratic PoliticalCulture”, en J. R. Gibbins (comp.), Contemporary Political Culture, Londres, Sage, pp. 31-51, en donde Girvindesagrega la cultura política en tres niveles de análisis: macro, que se refiere a los símbolos, valores y creenciasque definen una identidad colectiva, y que presentan generalmente una gran resistencia al cambio; meso, referentea las reglas básicas del juego en una comunidad política, y que son objeto de disputa y negociación limitadas; ymicro, que se ancla en las luchas políticas cotidianas, e incluye procesos concretos como alianzas, movilizaciones,elecciones, etcétera, y es además el “carril de alta velocidad” de la cultura política. La idea de un códigointersubjetivo de comunicación política en términos de la noción de medios generalizados de comunicación, latomo de N. Luhmann, Poder, UIA/Anthropos, Barcelona, 1995.2244 Véase J. Peschard, La cultura política..., op. cit., pp. 11-12.

8800

Imaginarios políticos, estructuración y comunicación

En virtud de lo anterior, me parece que se impone la necesidad de ampliar la noción de cultura

política en un sentido cualitativo, que haga justicia a la complejidad de los fenómenos que la

constituyen, y que evite los escollos del empirismo ingenuo en que ha caído la tradición de la

cultura cívica. Además, sólo mediante dicha ampliación me parece que es posible establecer una

vinculación teórica consistente y fructífera entre el ámbito conceptual de la cultura política y el de

la comunicación, cuya centralidad queda establecida por el reconocimiento de que, como apunta

Teresa Páramo, “las sociedades contemporáneas viven dentro de un proceso simbólico de

comunicación de una realidad ritualizada, proceso que produce, mantiene y transforma a las

sociedades de manera interminable. De hecho, toda sociedad existe sólo a través de la transmisión

y la comunicación, y simultáneamente existe en comunicación y en transmisión”.25

En este sentido, y a fin de hacerle justicia a la dimensión simbólico-comunicativa del ser

social, cabe recuperar el énfasis en la noción de imaginario colectivo, sobre todo en su raigambre

historiográfica, que a partir del enfoque en el estudio de las mentalidades, ha abierto un rico

campo de indagación no sólo a la historiografía, sino a las ciencias sociales en general, a las que el

concepto genérico de mentalidad les provee de una categoría analítica en la cual englobar las

representaciones simbólicas colectivas (conscientes o no) detentadas, transmitidas, preservadas y

elaboradas continuamente por diversos grupos sociales, y que orientan los comportamientos y

elecciones colectivas de los mismos. Cabe mencionar en este renglón un aporte fundamental al

mencionado campo, como es el de Georges Duby, quien con su obra Los tres órdenes o lo

imaginario del feudalismo, despliega un interesante esfuerzo por situar “las relaciones entre lo

material y lo mental en la evolución de las sociedades”,26 para lo cual analiza la confluencia de las

25 T. Páramo, “Avances teóricos en el estudio de las audiencias televisivas”, Polis 96, vol. 2, UAM Iztapalapa, 1998,pp. 253-254.2266 G. Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Barcelona, Petrel, 1980, p. 17. Otros textosfundamentales para la discusión metodológica en la historia de las mentalidades son: J. Le Goff, “Lasmentalidades. Una historia ambigua”, en J. Le Goff y P. Nora (coords.), Hacer la historia. Nuevos temas, vol. III,Barcelona, Laia, 1978, pp. 81-98; R. Chartier, “Historia intelectual e historia de las mentalidades. Trayectoria ypreguntas”, en R. Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación,Barcelona, Gedisa, 1992, pp. 13-44.

8811

formas de pensar y del lenguaje, los sistemas de valores, los dominios del mito, la epopeya, la

adulación, las ideologías y los sueños, tal como se manifiestan en asuntos tan diversos como las

costumbres matrimoniales, la arquitectura medieval, las creencias milenaristas, los ritos

caballerescos, las intelectualidades clerical y universitaria, los mitos y el bestiario medievales, la

vida cotidiana, etcétera. Una definición un tanto más precisa ha sido enunciada por Evelyn

Plantgean:

El campo de lo imaginario está constituido por el conjunto de representaciones que desbordan ellímite trazado por los testimonios de la experiencia y los encadenamientos deductivos que estosautorizan. Lo que significa que cada cultura, y por tanto cada sociedad e incluso cada nivel de lasociedad compleja tiene su imaginario (...) el límite entre lo real y lo imaginario se manifiestavariable, mientras que el territorio que atraviesa sigue siendo, por el contrario, siempre y por doquieridéntico, pues no es otro que el campo de la experiencia humana desde lo más colectivamente socialhasta lo más íntimamente personal.27

De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, el imaginario tiene como sustento y referente

último “el fondo mismo del ser social”, esto es, la experiencia humana, y por ende, en cuanto

categoría remite a la dimensión ontológica de lo social. Precisamente aquí incide la pertinencia de

una teorización que haga justicia a este nivel ontológico, y de cuenta del status constitutivo del

imaginario político en términos de lo que en el contexto del aporte teórico de Anthony Giddens ha

sido llamado una “ontología de potenciales”, cuya propuesta central se ubica en la llamada “teoría

de la estructuración”, y cuyas tesis centrales se pueden enunciar así:

1. El foco sustantivo de la teoría social no es la acción o la experiencia individual del actor (como

afirma el individualismo metodológico), ni tampoco la existencia y los requerimientos funcionales

o estructurales de una totalidad social (según el estructuralismo, el funcionalismo, o el marxismo),

sino las prácticas sociales, que subyacen en la raíz misma de los procesos constitutivos tanto de

individuos como de sociedades.

2. Las prácticas sociales son desempeñadas por agentes humanos reconocibles que detentan

“poderes causales”, y por ende no son meros productos de fuerzas sociales “ciegas”, ya que

2277 E. Plantgean, “La historia de lo imaginario”, en J. Le Goff, R. Chartier y J. Revel (coords.), La nueva historia,Bilbao, Mensajero, 1988, p. 302.

8822

tienen la capacidad de la auto-reflexión que ejercen en sus relaciones interactivas cotidianas con

otros agentes, así como una conciencia práctica, si bien “tácita” de sus circunstancias y

posibilidades de acción.

3. No obstante, estas prácticas no son fenómenos caprichosos o puramente voluntaristas, sino

forman pautas ordenadas y estables en el espacio y el tiempo, ya que son rutinizadas y recursivas;

i.e., al producir prácticas sociales, los actores se apoyan en “propiedades estructurales” (reglas y

recursos) que constituyen rasgos institucionales de las sociedades.

4. Las estructuras (sociales, políticas, etcétera) son entonces fenómenos “dependientes de la

acción”; son a la vez el medio y el resultado de un proceso de estructuración: la producción y

reproducción de prácticas sociales en el tiempo y el espacio; tal proceso implica, según Giddens,

una “doble hermenéutica”, i.e., el doble involucramiento de individuos e instituciones; de ahí su

afirmación (que parece de Perogrullo) “creamos a la sociedad al tiempo que somos creados por

ella”.28

Podemos afirmar, en virtud de lo anterior, que en tanto imaginario colectivo construido en

torno a los procesos y objetos políticos, la cultura política es también un proceso de

estructuración fundado en la operación conjunta de poderes causales de los actores, así como de

propiedades estructurales específicas del campo de lo político, por lo que su apreciación cabal

requiere de un doble proceso hermenéutico (dualidad agencia-estructura) que capte cómo es que

los actores crean el campo de lo político al tiempo que son creados por él. En este sentido, cabe

recordar aquella máxima de Marx en la que afirmaba que los seres humanos hacen su propia

historia, pero por lo general no les es dado elegir las circunstancias específicas en las que les toca

hacerla, ya que éstas les son transmitidas desde el pasado.29

2288 Véanse A. Giddens, Central Problems in Social Theory: Action, Structure and Contradiction in Social Analysis,Londres, Macmillan, 1979; The Constitution of Society: Outline of the Theory of Structuration, Cambridge, PolityPress; Social Theory and Modern Sociology, Cambridge, Polity Press, 1987, entre las principales obras deGiddens. La expresión “ontología de potenciales” es de I. J. Cohen y aparece en Teoría de la estructuración.Anthony Giddens y la constitución de la vida social, México, UAM, 1996, pp. 14-21. Para una discusión ampliasobre los diversos aspectos de la obra y los aportes teóricos de Giddens, véase J. Clark, C. Mogdil, S. Mogdil (eds.),Anthony Giddens. Consensus and Controversy, Londres, Falmer Press, 1990.2299 K. Marx, The Eigtheenth Brumaire of Louis Bonaparte, Nueva York, International, 1963, p. 15.

8833

Cultura política, habitus y medios de comunicación

La cultura política también se puede conceptualizar en términos de la categoría de habitus, forjada

por Pierre Bordieu, quien lo entiende como una especie de “gramática generativa” de las prácticas

sociales; algo así como una competencia cultural (análoga a la competencia lingüística planteada

por Chomsky), pero despojada de toda connotación esencialista o idealista, y pensada más bien

como producto de las condiciones sociales.30 El habitus se constituye entonces a partir de una

interiorización de las reglas sociales por parte de los individuos, que cristaliza en un conjunto de

disposiciones durables, orientadoras de la acción; en suma, se trata de “un sistema subjetivo pero

no individualizado de estructuras interiorizadas, que son esquemas de percepción, de concepción

y de acción”.31

El habitus consiste, así, en “creatividad gobernada por reglas”; no es un mero “programa”

inserto en las individualidades y operante aparte o a costa de los poderes causales de los sujetos.

Éstos, en el seno de una sociedad diferenciada asumen posiciones (sociales) por vía de la posesión

y operación de principios de diferenciación (que Bordieu caracteriza con el concepto generalizado

de capital, ya sea económico, político, cultural-educativo, simbólico, etcétera), cuya dinámica

configura un campo social, un espacio social diferenciado y dinámico en cuyo interior los actores

sociales se agrupan de acuerdo con el tipo, volumen global y estructura del capital social que

detentan, esto es, según la distribución y peso relativo de cada tipo específico de capital.32

3300 Véase G. Giménez, “La teoría y el análisis de la cultura. Problemas teóricos y metodológicos” en J. A. González,J. Galindo Cáceres (coords.), Metodología y cultura, México, CONACULTA, 1994, pp. 47-54.3311 P. Bordieu, Le sens pratique, Paris, Minuit, 1980, p. 101.3322 Véase la elaboración de este planteamiento teórico en P. Bordieu, La distinción, Madrid, Taurus, 1991. Unaexposición más concisa y muy esclarecedora del mismo esquema se encuentra en P. Bordieu, Razones prácticas.Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1997, pp. 11-26.

8844

Lo anterior significa, de acuerdo con Bordieu, que a través de la noción de habitus es

posible “dar cuenta de la unidad de estilo que une las prácticas y los bienes de un agente singular

o una clase de agentes”. De manera más general:

El habitus es ese principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas yrelacionadas de una posición [social] en estilo de vida unitario, es decir, un conjunto unitario deelección de personas, de bienes y de prácticas... los habitus se diferencian, pero asimismo sondiferenciantes... Los habitus son principios generadores de prácticas distintas y distintivas... perotambién son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y de división,aficiones diferentes. Establecen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo... entre lo que esdistinguido y lo que es vulgar, etcétera, pero no son las mismas diferencias para unos y otros.33

Algo esencial con respecto a lo anterior, afirma Bordieu, es la posibilidad de que las

diferencias en las prácticas y en las opiniones expresadas por los agentes se perciban a través de

estas categorías sociales, de principios de visión y diferenciación, cuyas diferencias a su vez se

convierten en diferencias simbólicas, constituyendo así un auténtico lenguaje, cuya referencialidad

y significación se abre como un fecundo campo de análisis.34 De lo anterior se sigue que, en tanto

imaginario colectivo construido sobre los objetos de la política, el conjunto de las culturas

políticas vigentes en una sociedad determinada es también un conjunto de habitus políticos, que

configura el campo de la subjetividad política operante en esa sociedad, y da cuenta de la

contextura simbólica de los procesos estructurantes a partir de los cuales se construyen las

subjetividades y las identidades políticas en un espacio social dinámico y diferenciado.

Con base en lo anterior, me parece que es posible enfocar tanto las funciones sociales,

como el impacto de los medios de comunicación en nuestra sociedad a partir de categorías como

las de estructuración y habitus. Por principio de cuentas, y con respecto a las funciones sociales

de los medios de comunicación, cabe recordar que, en el caso concreto de la televisión, los

mensajes contenidos y transmitidos por ella tienden a articular las líneas principales del consenso

cultural establecido, además de enlazar a los individuos dentro del sistema de valores dominantes,

transmitiendo así entre los individuos un sentido de pertenencia cultural; asimismo, los textos

3333 Razones prácticas, op. cit., pp. 19-20.3344 Ibid.

8855

culturales en los que se articulan los mensajes preferenciales de los programas televisivos

constituyen un auténtico espejo de la realidad social. Sin embargo, destaca especialmente la

función de “exponer las inadecuaciones prácticas del propio sentido de la cultura”, que depende a

su vez de la función de espejo.35

Pero cabe señalar que los medios de comunicación, y concretamente la televisión, pueden

cumplir con dichas funciones en la medida en que se insertan como elementos clave de un proceso

de estructuración social, esto es, de producción y reproducción de prácticas sociales en el tiempo

y el espacio, de tal modo que la citada reproducción de las líneas centrales del consenso cultural

establecido está anclada en la rutinización y recursividad del conjunto de prácticas sociales

significativas y centrales en dichos medios. Así, la configuración del espejo de la realidad social en

el entramado simbólico de los textos culturales contenidos en los programas y mensajes

televisivos, es también un proceso reflexivo de estructuración, cuya fidelidad o infidelidad, esto

es, su capacidad para reflejar las inadecuaciones de la cultura y el sistema políticos dependerá

justamente de los principios de diferenciación operantes en los campos cultural y político, y

remitirá por ende a esa distribución desigual y heterogénea de dichos principios en forma de

capital (simbólico, político, e incluso, mediático), esto es, a un plano de confrontaciones y luchas

entre actores que se posicionan, negocian, se enfrentan, etcétera, en el ámbito mediático.

Por otra parte, y en la medida en que los medios de comunicación, y la televisión en

particular reproducen los estereotipos dominantes —genéricos, de belleza, de honestidad,

ciudadanía, etcétera—, son portadores, en principio del habitus de los grupos hegemónicos —en

tanto principios y esquemas clasificatorios— pero sujetos a una dinámica de redefinición y

resignificación cifrada en las capacidades subjetivas de los actores, en particular de los sujetos

que conforman las audiencias, que son todo menos receptores pasivos de mensajes que además

son polisémicos, y que pueden ser objeto de reapropiación por parte de espectadores-

participantes que además, han venido ganando espacios, y demandando cambios en la orientación

3355 Véanse al respecto: T. Páramo, “Nada personal: ¿hacia la apropiación de los espacios?”, México, UAMIztapalapa, mimeo, octubre, 1996; “Mirada de género en el aroma de las telenovelas”, Iztapalapa, año 19, núm. 45,enero-junio, 1999, pp. 261-263.

8866

y los contenidos de los programas, lo cual atestigua además importantes cambios, al menos

tendenciales, en los patrones dominantes de construcción de la identidad social.

En cuanto a lo anterior, ha habido en nuestro país ya algunos signos que podrían

considerarse esperanzadores,36 que sin embargo no acaban de constituirse como tendencias

consolidadas de cambio cultural en México, y cabe admitir que tras la conclusión de la transición

a la democracia en nuestro país,37 los medios de comunicación, en especial la televisión, esperan

aún su propia transición. Al respecto, y de cara al proceso electoral del presente año, que ha

vuelto a revivir tonos ya conocidos que pronostican, ahora sí, el advenimiento de la madre de

todas las batallas electorales, cabe ponderar lo afirmado por Mauricio Merino, quien al proyectar

los escenarios probables del próximo proceso electoral, enumera cuatro factores que hoy día

“militan contra ese bello escenario de la consolidación democrática”, el primero de los cuales

radica en el hecho de que “la agenda pública está gobernada, quizá como nunca antes, por los

medios de comunicación”,38 ya que hoy los avatares de la política no sólo se transmiten a través

de esos medios, sino que en realidad se construyen en ellos. En el caso de los noticieros, por

ejemplo, se ha señalado que constituyen el terreno sobre el cual las luchas culturales se debaten.39

Hoy día cualquier actor político sabe que estar fuera de los medios es vivir en el error; casi nadie

se atreve a ignorar o contrariar a los medios, porque el costo es la versión moderna del

ostracismo; y es que, como apunta Nuna vez más Merino, “salir de los medios equivale a

abandonar la arena donde se dirime y decide la vida política del país. Pero esa política no sabe del

largo plazo”:

3366 Para el caso de las telenovelas, véanse los trabajos de Teresa Páramo referidos en la cita anterior.3377 Una transición “votada”, más que pactada, pero transición al fin. Sus insuficiencias sólo sorprenden a quienestodavía hoy confunden transición con democratización, y se olvidan del delicado problema que entraña laoperación de la primera etapa postransicional: la instauración democrática. Al respecto, véase C. Cansino, Latransición mexicana. 1977-2000, México, Ediciones CEPCOM, 2000.38 M. Merino, “2003. Las elecciones sin encanto”, Arcana, núm. 20, diciembre 2002-enero 2003, p. 57. Los otrostres factores considerados por Merino son: el descrédiro de los partidos políticos, el desencanto con la democraciarealmente existente, y la “falta de acompañamiento” intelectual y de la sociedad civil a la transición a lademocracia.3399 Teresa Páramo, “Elecciones mexicanas en el año 2000: el papel estratégico de la televisión”, Sociológica, año16, núms. 45-46, enero-agosto de 2001, p. 311.

8877

La construcción inevitablemente pausada de las instituciones que le hacen falta a la democracia, elfraseo cuidadoso o los matices de la prudencia le producen bostezos al juego vertiginoso queimponen los medios. En este sentido, la política no sólo se vuelve espectáculo —pues siempre lo hasido—, sino auténtica urgencia de aparecer en la cartelera. Gana más quien pega mejor y ruge másfuerte.40

Cabe señalar que el otrora candidato “consentido” de la televisión, el político heterodoxo

que rompía moldes y prácticas durante su campaña, el mediático presidente Fox, al parecer se ha

ceñido a estas nuevas reglas “no escritas” de “llevarla bien” con los medios y no buscarse

problemas con ellos. Lo confirmarían dos ominosos hechos que además han adquirido tonos de

escándalo y que vuelven a poner en entredicho la transparencia de la relación entre el poder

político establecido y los medios de comunicación; me refiero al tristemente célebre “decretazo”

del 10 de octubre pasado, y al reciente affaire CNI Canal 40-TV Azteca, en los cuales al parecer se

patentiza la vigencia de la alianza estratégica entre el poder presidencial y los intereses privados

de las televisoras. El problema es que este decreto “envuelto para regalo”41 y la pasmosa inacción

del gobierno federal ante la inaudita desfachatez de TV Azteca de hacerse “justicia” por propia

mano en su querella con la televisora de Javier Moreno Valle42 no sólo mandan a la ciudadanía un

mensaje (in)equívoco y a todas luces contradictorio con la presunta voluntad de “cambio” de la

actual administración, sino que reinstalan el esquema perverso del contubernio entre gobierno y

televisoras como en los “años maravillosos” de la hegemonía priista. Una vez más, el impacto que

esto tiene en el ánimo popular, en las representaciones colectivas acerca de la relación entre

gobierno y medios, no se reduce a una confirmación del gatopardismo que permea aún nuestra

vida política —el cambio es que nada cambia—, sino que es la enésima invocación del cinismo

político: si quieres que la televisión te favorezca, hazte presidente. Tal vez por eso aumente la

irritación del inquilino de Los Pinos cuando los medios no se fijan “en las cosas buenas” que hace

4400 M. Merino, Ibíd.4411 Raúl Trejo Delarbre, “Un decreto envuelto para regalo”, Arcana, núm. 20, diciembre 2002-enero 2003, p. 50.Vèanse también al respecto las colaboraciones de Javier Esteinou, Jorge Javier Romero, y Jenaro Villamil, entreotros en Etcétera, núm. 25, noviembre de 2002.4422 Véase por ejemplo María Scherer Ibarra, María Luisa Vivas, “Canal 40: fin de un proyecto independiente”,Proceso, núm. 1365, 29 de diciembre de 2002, pp. 11- 13.

8888

el gobierno. Lo preocupante es que de esa actitud al célebre “no pago para que me peguen” de

López Portillo no hay mucha distancia.Cabe entonces preguntarse por la solidez del “pacto mediático” que, conscientemente o

no, se quiere lanzar para suplantar al fenecido “pacto social” que sustentaba la legitimidad del

antiguo régimen, y que ahora se quiere apuntalar a golpes de estrategia mercadológica y con los

ojos puestos en los índices de popularidad presidencial. Cabe afirmar que desde una Presidencia

mediática se intenta instaurar una nueva liturgia del poder. Hoy día se acepta casi como un

axioma que el ejercicio del poder político no se reduce a una técnica de la dominación, la

persuasión, o el consenso. Diversos estudiosos del fenómeno del poder y de la cultura política

insisten en la necesidad de ponerle suficiente atención a la dimensión simbólica de la política, sin

cuya consideración cualquier análisis es necesariamente incompleto; y peor aún, cualquier decisión

basada en tal análisis será segura y fatalmente errónea.

Una de las facetas privilegiadas para la observación y el análisis de esta dimensión

simbólica del ejercicio del poder político, la constituye el ámbito de los rituales políticos,43 que se

insertan en el entramado del sistema simbólico-ceremonial que opera como el “aparato de

hegemonía” característico del Estado contemporáneo, el cual es definido a veces —junto con la

política misma— como “hegemonía acorazada de coerción”. Lo anterior nos recuerda que el

Estado no se asienta a largo plazo sobre la coerción sino sobre el consenso.44 Este consenso se

busca generalmente por vía de los mecanismos establecidos de socialización de un orden en el que

prevalecen ciertos estándares de vida social; una concepción del mundo centralmente legitimada y

4433 Entendiendo en general por “ritual” una práctica formalizada, altamente rutinizada y previsible, que satisface, oque al menos no violenta, las expectativas de los actores involucrados. Véase al respecto Rodrigo Díaz Cruz,“Horizontes rituales”, en Iztapalapa UAM-Iztapalapa, año 16, núm. 39, enero-junio, 1996.4444 Véase Aquiles Chihu Amparán, “El procesualismo simbólico. Una propuesta de análisis en la cultura política”,en Polis 97. Horizontes contemporáneos y psicología social (Anuario del Departamento de Sociología), México,UAM-Iztapalapa, 1998.

8899

diseminada en lo público y lo privado, que moldea el espíritu del gusto, la moral, las costumbres,

los principios religiosos, políticos, éticos, e intelectuales de los diversos segmentos de la sociedad.

En el México contemporáneo, hemos asistido a la instauración y —desde el 2 de julio de

2000— la crisis de un modelo de consenso impulsado y mediado por el Estado mexicano, cuyo

sistema simbólico-ceremonial operó en torno de las tesis centrales de la otrora ideología del que

fue el partido hegemónico en la vida política nacional: el nacionalismo revolucionario del PRI. En

este entramado simbólico-ceremonial han de contarse rituales como los ejemplificados en diversas

fiestas cívicas (el grito de la Independencia, el natalicio de Juárez, el desfile del 20 de noviembre,

etcétera); en prácticas rituales —escritas o no— como el “tapadismo”, la “cargada”, el

“besamanos”, entre otras; las mismas campañas electorales; así como diversas prácticas asociadas

al protocolo gubernamental, en el cual la figura presidencial siempre jugó el papel preponderante.

Como siguiendo aquella sabia premisa de don Jesús Reyes Heroles, quien afirmaba que en política

“la forma es fondo”, los regímenes priistas se dieron a la tarea de construir la conciencia e

identidad nacionales a base de una “sustitución de importaciones” de bienes simbólicos, tratando

de suplantar, por vía de la socialización política, los “antiguos” contenidos de la conciencia

nacional —católica, conservadora, premoderna, y corporativa— por los de una cultura

republicana, moderna y democrática.

Durante décadas (o sexenios, como quiera medirse), múltiples voces señalaron en diversos

tonos el “rotundo fracaso” del Estado mexicano en cuanto al logro de aquél consenso, que pese a

nunca haber llegado a ser absoluto, fue sin embargo estable y eficaz durante casi 40 años (hasta

1968), y se mantuvo vigente —con una creciente precariedad— por otros tres decenios. En la

actual coyuntura, y a la luz de la recién experimentada alternancia política, cabe preguntarse si

9900

estamos asistiendo realmente a la debacle de los antiguos rituales políticos y al nacimiento de unos

“nuevos”, signo además de una nueva y emergente “conciencia” nacional.

Al respecto, se pueden constatar al menos algunos indicios de una intencionalidad política

que desde la actual Presidencia de la República apuntarían en la dirección de tratar de promover,

legitimar e instaurar una serie de rituales políticos, orientados fundamentalmente a dos objetivos

entrelazados: la legitimación simbólica del ejercicio del poder presidencial, y la consolidación de

canales comunicativos estables y sólidos entre el presidente Fox y “las mexicanas y mexicanos”, o

sea, “el pueblo”. Alguien podría señalar, sin embargo, que un análisis somero de lo que parece ser

el “estilo personal de gobernar” que hemos visto desplegarse a lo largo de dos años, nos llevaría a

la “obligada” conclusión de que tal vez no haya habido un presidente mexicano —en la etapa

contemporánea— más “anti-ritual” que Fox, cuyo desparpajo y rusticidad lo tornan difícil de

ubicar en un ámbito otrora altamente ritualizado como el del poder presidencial. No obstante lo

anterior, me parece que hay algunos indicios de que Fox inició —o al menos lo intentó— al

principio de su mandato una etapa de “ruptura” deliberada con la ritualidad del Ancièn Regime, en

la que sin embargo pronto empezaron a despuntar algunos elementos de lo que podría (¿quiso?)

llegar a configurarse como el nuevo repertorio ritual del régimen foxista.

Algunos de los elementos de esa ruptura aparecieron claramente desde la toma de

posesión de Fox, el 1º de diciembre del 2000, día en que el hoy inquilino de Los Pinos resolvió

asistir a misa y recibir la comunión en la Basílica de Guadalupe, acto que se preveía “privadísimo”

—según su en tonces vocera, hoy cónyuge— , pero se transmitió por TV en cadena nacional,

causando además la airada reacción de los “juaristas” del tricolor, que quisieron hacerle pasar un

mal rato a Fox en su primer acto como presidente en funciones. Además, ese día Fox se

“autoinvitó” a desayunar tamales y atole con niños de la calle antes de la ceremonia en San

9911

Lázaro, en la cual, rompió con el protocolo al saludar primero a sus hijos que al “Honorable

Congreso de la Unión”, y al añadir a las palabras protocolarias de la toma de protesta una

mención a “los pobres” de México, en cuyo favor aseguró ejercer su función presidencial. Al

respecto cabe destacar que la imagen de un presidente “cristiano” y practicante, además de

“populachero” —versión foxista del populismo— que deliberadamente Fox buscó transmitir,

sobre todo en los espacios televisivos, apunta no sólo a una identificación “espontánea” del

“pueblo” católico con un mandatario —cuyo desempeño tendería a ser evaluado en términos del

supuesto: “si es un presidente católico, entonces es honesto”—, sino que busca una legitimación

ante actores y sectores específicos (la jerarquía eclesial, la derecha empresarial católica, por

ejemplo).

Por otra parte, en la entoinces cuestionada —y hoy día todavía cuestionable— política de

comunicación social del gobierno federal se detectan algunos elementos que entrañan rupturas y

continuidades con la ritualidad característica del régimen anterior. En primer término, la apuesta

de saturar mediáticamente los principales ejes de la acción gubernamental sin avanzar

significativamente en contenidos y propuestas sustantivas, con respecto a lo cual, el presidente

Fox y su equipo parecen no percibir aún —o tal vez desdeñan, por increíble que parezca— los

riesgos que entraña tal saturación, que pueden obstaculizar los aterrizajes de un proyecto de

gobierno que hasta ahora, sigue teniendo más de programático que de factible. En segundo lugar,

la imposición sin consenso de un modelo gerencial de comunicación, que privilegia la relación y

los roles de vendedor-cliente sobre los de funcionario estatal-ciudadano en materia de

comunicación social, en la cual, ante la imposibilidad de cambios de fondo, se opta por vender

esperanza. Y en tercer término, la ratificación de “usos y costumbres” en torno a aspectos clave

de la relación con los medios electrónicos, entre los que destaca la cuestión de los tiempos fiscales

9922

en dichos medios electrónicos, cuya cúpula corporativa —resabio del antiguo régimen—, la CIRT,

le ha “comido el mandado” más de una vez al Ejecutivo federal; además de la penosa querella

entre CNI Canal 40 y TV Azteca.

No es casual que ante los sentimientos cuasi apocalípticos que despertaron en no pocos

mexicanos la crisis y los estertores y crujidos del régimen priista hayan reavivado, en el terreno

simbólico, las esperanzas utópicas y los discursos soteriológicos —esto es, de salvación— sobre

los que hoy discurre —consciente o inconscientemente— buena parte del ejercicio gubernamental.

Hay que recordar, que después de todo, los ámbitos religioso y político no están divorciados, y su

separación —a todas luces benéfica y necesaria para la democracia— sólo resulta de la acción

consciente y responsable del gobierno, los actores políticos y religiosos, y sobre todo, de los

ciudadanos. Así, es conveniente tener en cuenta que el campo religioso es una instancia

administradora de creencia entre otras, y que dicho campo puede ser analizado desde una

perspectiva “más amplia”, incluyendo al Estado,45 y en general a los actores políticos como

instancias activas. Esto se confirma, me parece, en el también sonado episodio de la

reconfesionalización de la política escenificada por Fox en la reciente vista del papa Juan Pablo II.

Así, el caso de México, incluyendo al actual gobierno foxista, daría cuenta de la

configuración de una instancia hegemónica de gestión de las creencias, el Estado, cuya irrupción

histórica en el campo religioso mexicano habría apuntado en la dirección de aquella substitución y

la consecuente subordinación de lo religioso a lo “secular”: la llamada religión cívica del Estado,

cuyo perfil podría ahora empezar a girar en torno al eje paradigmático de lo que algunos

4455 Véase Pedro Carrasco, “Por una sociología religiosa del orden social: una tipología de la gestión de creencias enel medio secular”, en Cristianismo y Sociedad, núm. 109, 1991.

9933

calificarían como la “ideología” foxista: “Dios, patria y Coca-Cola”.46 Al calor de esta pretendida

construcción de la hegemonía y el consenso, podemos tal vez asistir a la “maravillosa”

changarrización de las conciencias.

4466 Véase Mark Pendergast, Dios, patria y Coca-Cola, Buenos Aires, Javier Vergara, 1993. Al respecto essugerente el tratamiento biográfico de la figura de Fox en Miguel Angel Granados Chapa, Fox & Co. Biografía noautorizada, México, Grijalbo, 2000.

EPÍLOGO:CULTURA POLÍTICA, IMAGINARIOS E ITINERARIOS

Pocas cosas más engañosas que las “conclusiones” de los trabajos escolares y académicos,

que crean la ilusión de que uno ha realmente abarcado un tema, y está entonces en

posibilidades de “concluir” o “cerrar” la discusión. Ello no es posible, por la naturaleza del

tema aquí abordado, y por la naturaleza misma de las cuestiones filosóficas, que se

caracterizan por esa cualidad de generar, a partir de la consideración de las preguntas,

nuevas y más preguntas. No aspiro a haber demostrado algo, ya que como afirmaba el

pasaje de Castoriadis citado en la Introducción de esta tesina, si algo se puede acaso

mostrar es el trabajo de la reflexión, y lo que he tratado de desplegar aquí ha sido

justamente eso: un incipiente trabajo de reflexión en torno a la cultura política y a las

vicisitudes teóricas que entraña a partir de una mínima consideración transdisciplinaria,

esto es, filosófica, de su campo temático.

Sin ánimo entonces de abarcar siquiera con una mirada sintética la complejidad y

vastedad del campo problemático apenas esbozado, caben sin embargo algunas reflexiones,

más programáticas de investigaciones futuras que concluyentes del ejercicio actual. Por

principio de cuentas, si la filosofía representa, desde el horizonte de la polis griega, parte

del nacimiento del proyecto de autonomía que Castoriadis registra y pondera, y que por

tanto coloca al pensamiento ante la experiencia del cuestionamiento radical de los

fundamentos, de la institución de lo social, y por lo tanto pone en vilo las cuestiones de la

verdad, del conocimiento, de lo bueno y de lo justo, entonces no puede ignorar —salvo que

ignore su propio estatuto en tanto creación cultural— el cuestionamiento de los principios y

las coordenadas que articulan la existencia social de los hombres con sus valores,

representaciones, costumbres y prácticas, orientadas desde los cánones de lo instituido, esto

94

es, no puede pasar de largo ante los fenómenos constitutivos de la cultura política, que en

tanto imaginario político y proceso de estructuración cultural (Giddens) anclado en la

producción, construcción, circulación y recepción de formas simbólicas (Thompson), es

también el campo de configuración de los distintos habitus políticos (Bourdieu) que tensan

la experiencia y la dinámica del campo de lo político.

En segundo término, y siguiendo a Lefort, dado que la construcción de los discursos

científicos sobre lo político se han anclado, como parte de la constelación del pensamiento

de la modernidad, en la delimitación del hecho político, considerado como hecho particular

y distinto de otros hechos sociales no políticos: económico, jurídico, estético, científico, o

“puramente social”, sin percatarse precisamente de que tal perspectiva presupone ya como

dada la referencia al espacio de lo social, cuya forma, esto es, su constitución y modo de

existencia, es ya política, se sigue que pensar lo político hoy día exige el esclarecimiento de

un principio o un conjunto de principios generadores de las relaciones que los hombres

mantienen entre sí y con el mundo, esto es, demanda el poner de manifiesto la puesta en

sentido y la puesta en escena en que consiste la conformación de lo social, la manera

específica en que lo político instituye lo social bajo una forma de sociedad, que es una

forma de coexistencia de los hombres, en la cual el polo simbólico del lugar del poder

juega un papel crucial en la posibilidad de que la sociedad se autoconozoca, se

autocontenga y autorrepresente. En este renglón es determinante el hecho de que la gran

mutación operada en la modernidad radica en que el lugar del poder deja de estar

encarnado, incorporado en el soberano, y de ahí que la democracia se caracterice porque en

ella el lugar del poder es un lugar vacío, de modo que se impide a los gobernantes

apropiarse de, incorporarse en el poder, y por vía del procedimiento de revisión periódica y

95

competencia regulada se opera entonces una institucionalización del conflicto y de la

incertidumbre, como rasgos característicos de la democracia.

Es precisamente la necesidad de volver a dotar a la política y su ejercicio de estos

nuevos contenidos, simbólicos antes que procedimentales, la que plasma la pertinencia de

una reconsideración, e incluso, una reconstrucción crítica del concepto de cultura política,

como dispositivo simbólico privilegiado a partir del cual sea posible restituir el sentido de

lo político, vaciado aparentemente de significado por el endiosamiento del mercado y la

racionalidad instrumental, y por los discursos cientificistas sobre lo político. Pero en este

punto salta a la vista que no sólo lo político ha sufrido tal vaciamiento de sentido, sino que

el campo conceptual y vital de la cultura misma, en tanto orden generalizado de la

mediación de la experiencia humana, ha sido devastado por la acción demoledora de una

racionalidad objetivista que, al ignorar la dimensión simbólica y la raigambre contextual y

sociohistórica de la cultura, la ha reducido al dominio de lo funcional, del comportamiento

aprendido y codificado en rígidas pautas, lo cual exige por lo tanto una tarea de

“desmontaje” crítico de la trama conceptual y la memoria argumental que las ciencias

sociales, reducidas al triste papel de hermanastras de la filosofía, han desplegado en torno a

la cultura, expropiándole, la mayoría de las veces, el potencial creativo, la cualidad de vis

formandi propia del imaginario radical, del imaginario instituyente de la sociedad, y

minando entonces el reconocimiento de un hecho crucial, que es el punto de partida —que

no de llegada— de toda reconsideración crítica de la cultura: la cultura, esto es, lo

imaginario, es política o no es cultura.

Este es justamente el nudo problemático que ata a los discursos filosóficos

especializados en lo político, la cultura y las ciencias sociales. Y es a partir de esta simple

constatación que se hace posible replantear el estatuto mismo de la filosofía, en tanto

96

discurso racional y reflexión de la cultura sobre sí misma, y en tanto paradigma y

testimonio de la creatividad cultural que habita al ser humano de todo pueblo, lengua, raza

y nación; herencia frágil y potente que despliega su vocación ahí donde se afirma el deseo y

la necesidad de ser autónomos, de ser libres de la ilusión de los fundamentos últimos,

conscientes de la vocación del pensar, que es vocación de búsqueda eterna.

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