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V CONCURSO DE RELATOS BIBLIOTECA...

Date post: 15-Apr-2020
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Cuentos de la calle V CONCURSO DE RELATOS BIBLIOTECA ESCOLAR Cuadernos del Instituto, 8 I.E.S. CRISTO DEL SOCORRO Luanco, 2009
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Cuentos de la calle

V CONCURSO DE RELATOS BIBLIOTECA ESCOLAR

Cuadernos del Instituto, 8

I.E.S. CRISTO DEL SOCORRO

Luanco, 2009

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Portada: Alba Parrales Granda

Impresión y encuadernación: María José García Álvarez, María

José García Fernández y Óscar Fernández Olivera.

Gráficas: Reprografía IES “Cristo del Socorro”, Luanco

Edición no venal

Luanco, 2009

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Presentación

scribir en la calle, desde la calle, para la calle. No escribir en una celda, en un despacho, en la torre de marfil del observador insensible al tráfico, a

las manifestaciones, al bullicio de niños, vendedores, mercachifles de cualquier condición. Escribir a partir de la calle es recoger su sentido, sus sonidos, sus olores, sus sabores y también sus hedores, sus lacras, sus lamentos. Prender lo fugaz, lo que se escapa calle abajo (o calle arriba), los hilos perdidos de una trama que ya nadie atrapará, que se perderá para siempre en los sumideros del olvido. La calle. La cai. La caleya. L’avenida. El bulevar. Triaes por méndigos pero tamién por príncipes, con nomes de poetes o d’alcaldes o d’asesinos (sí, d’asesinos), trazaes con meimu y regla y cartabón o improvisaes a partir d’un camín o una rambla. Caleyones escuros. El Callejón del Gato donde don Ramón María del Valle-Inclán puso a prueba sus espejos, donde todos y todas nos reflejamos en un tráfico ordenado de personajes y donde, a fin de cuentas, pasamos las horas.

No siempre la calle ha sido lugar de encuentro de personajes literarios. Primero fueron los salones, los campos de batalla, los mares: eran otros tiempos. Con el siglo XIX, la calle entró a saco en las páginas de los libros: el vagabundeo, la flanerie, se convierte en tema literario con el triunfo social y estético de la burguesía europea: el viandante, el flaneur, nace como una imagen invertida del burgués sedentario y familiar, como una imagen, también, subversiva. Así lo vio Walter Benjamin:

La calle se convierte en habitación para el flaneur, que se

siente como en casa entre los frentes de los grandes edificios, así

E

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como el burgués entre las cuatro paredes de su casa. Los brillosos letreros en hierro esmaltado de los negocios son para él adornos de pared tan buenos o mejores que las pinturas al óleo en la sala del burgués; los muros son los pupitres sobre los que se apoya su libreta de apuntes; los kioscos de periódicos son sus bibliotecas y las terrazas de los cafés son balcones desde los que él, después de la jornada de trabajo, mira con desdén a su vida doméstica. El flaneur es un revolucionario: su pasear, su mirar, son

los del desprecio hacia la mercancía, los de la displicencia hacia un mundo, el burgués, dominado por la ambición y el afán de acumular dinero (esa forma extrema del estreñimiento que, según Lacan, es la avaricia). El flaneur, según Benjamin, posee una convicción política secreta: la certidumbre de que la vida sólo florece en los adoquines, no en la atmósfera endomingada del salón casero.

Cada vez más la calle echa sus anclas (volátiles) en la literatura. Los detectives de Hammett, los tenderos de Malamud, los “chicos de la calle” de Pasolini: burgueses caídos, conciencias de culpa, reflejos de la apatía moderna. Nuestros jóvenes narradores, nuestros jóvenes poetas (¿y por qué sólo los jóvenes? ¿No se pasan los viejos media vida en la calle? ¿Ya no nos sirve la experiencia acumulada del anciano?), crean (y hasta croan) en la calle, de la calle, para la calle. Así lo canta Pablo X. Suárez:

Col llocu vagamundiar del tiempu de vagar, siguís col mesmu enfotu n’atopar un día l’amor Sicasí, agora llueve, y el cruciar la cai ye un actu d’ausencia como otru cualquiera.

Es la misma mirada del viejo, eternamente joven, Cesare

Pavese, cuando anunciaba: Regresaremos a la calle, escrutando a los viandantes, y también nosotros seremos viandantes.

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Y es la misma mirada, pero no la misma calle. O acaso la misma calle con miradas diferentes. No ha cambiado mucho el mundo, aunque hoy tengamos segas, playstations y mil otros cachivaches con los que entretener el tedio. La verdad (como en Expediente X) sigue estando ahí fuera.

XANDRU FERNÁNDEZ

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1º ESO

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LA CALLE MALDITA

o me hables de esa calle ―me decía mi viejo abuelo–. No me preguntes por esa calle oscura y siniestra de noche, y alegre y clara de día;

aquella calle que tenía un callejón oscuro que nadie sabía a dónde iba, la misma calle en la que se oían gritos de dolor, esa calle en la que se veían gatos negros que te perseguían hasta despedazar tu ropa y, con un poco de suerte, te dejarían así.

―Abuelo, ¿y por qué pasa eso en esa calle de la que no quieres que te hable?

―Ay, niñita querida, eso te lo contaré cuando seas mayor.

Y así fue, hoy día 6 de Febrero de 1920 se lo iba a contar

a su nieta, una niña de 13 años rubia y de ojos azules que vivía en una casa simple y sencilla con un jardín en la parte de atrás, donde solía jugar a exploradores con Coco, su perro mastín (y quien, para su desgracia, solía ser el caballo en el que se montaba…). Jugaba a que encontraba una mansión abandonada con puertas chirriantes y cuadros que te miran y te ponen los pelos de punta. El abuelo iba a contarle la historia de la calle encantada.

―¿Estás preparada para oír la mayor historia de intriga y terror de todas? ―le decía su abuelo que, aunque parezca raro, ya estaba temblando solo de pensar en ello.

―Por supuesto, abuelo ―respondía su nieta, ansiosa de saber la historia.

N

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―¿Seguro que quieres oír la historia? ―le repetía insistente el abuelo, como si no quisiera contarla.

–Que sí, abuelo, que sí. –Bueno, pues ahí va: Todo empieza el 6 de febrero de

1860, el mismo día que hoy, cuando un niño pobre, de estatura media, caminaba por la calle de camino a su casa y, como llegaba tarde y su madre le castigaría fregando y barriendo durante unas semanas, decidió tomar un atajo que, aunque siniestro, le haría llegar puntual a la cita con su madre. Proseguía su camino nervioso por la llegada de la desviación hacia la derecha, a la que seguía una curva hasta el atajo. Después de subir la cuesta entraba en un agujero negro donde comenzaba el atajo, y ahí se vio, en un pasillo con casas viejas y sauces llorones a los que le caían las ramas como garras que te querían atrapar. Al fondo se veía una luz pálida y amarilla que le hacía quedarse más tranquilo; aun así se sentía observado por la espalda, se dio la vuelta con un gesto rápido y decidido, pero no vio nada excepto la misma luz de antes, pero dos veces. Por suerte para él un vecino se levantó de la cama, se asomó a la puerta y, al ver la situación, cerró la puerta de un portazo y se le cayó a la calle un candelabro de seis velas. El niño se acercó sigiloso y temeroso agarró el candelabro, y al ver lo que entonces se iluminó se quedó de piedra y lo soltó de la mano. Tras dudarlo unos segundos salió corriendo, pero inexplicablemente tropezó con una mano descompuesta que le agarró por el zapato. Haciendo un enorme esfuerzo consiguió mover algo, aunque solo fuera el zapato, que se le desprendió, pero inmediatamente y de la nada salieron manos y brazos corriendo hacia el niño, cogiéndole por todo lo que pudieran: brazos, manos, pelo, pies, piernas y demás. Así, el niño, gritando de terror o de dolor, no se sabía muy bien de qué era, fue arrastrado hacia un agujero como una cueva oscura y tenebrosa con dos ojos azules y llenos de venas. Una vez allí se oyeron unos gritos de dolor y otros de satisfacción y hambre.

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Se dice que los seres que agarraron al niño son el rastro de una leyenda mucho más antigua, y que, para continuar, debo contarte. Al principio del siglo XIX, aquí, en Luanco, había una jauría de lobos en el monte de Santa Ana. El jefe era un hombre-lobo al que le gustaba comer carne humana, y como no podía ir a la ciudad porque le matarían, decidió que atacaría en el punto más cercano al monte de Santa Ana, la calle La Cruz. Allí aguardaba en un desvío que según decían conducía al monte. Aquel que pasaba por allí al anochecer sería atrapado por sus súbditos lobos. Esto duró durante cuatro años, hasta que se murieron los lobos. Por suerte para el hombre-lobo, había enterrado los cadáveres descompuestos en el actual cementerio de Santa Ana. A continuación se le ocurrió una idea: desenterraría los cadáveres y durante el periodo de luna nueva, en el que este ser es humano, haría un conjuro de magia negra y despertaría a los cadáveres a los cuatro años... Al despertarlos, el hombre-lobo les ordenó que obedecieran todas sus peticiones, continuó de la misma manera que con sus súbditos, pero esta vez con trozos de cadáveres humanos, descompuestos algunos y otros, los más recientes, casi en descomposición. Y eso no es lo peor, lo peor es que dicen que la maldición sigue hasta nuestros días…

Y así, por fin, acabó de contar la historia el abuelo. ―Pues qué cosa, yo que creía que iba a ser más

terrorífica, abuelo ―le decía su nieta―. Pero yo no te creo. ―¡Pero niña, cómo que no da miedo, tenías que haberlo

oído en mi época...! ―Bueno, abuelo, con la historia se me ha hecho tarde,

será mejor que me vaya ya. ―Vale, querida. Y así se fue por la Avenida del Gallo. Y así se fue... sin darse cuenta de que se acercaba cada

vez más al final de su joven vida. Paso a paso llegó al desvío de la calle maldita y, muy tonta ella, sin haber hecho caso de lo que le dijo su abuelo se desvió hacia la calle y cuando se

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asomó vio aquella calle oscura como una cueva tenebrosa, como una casa abandonada en el monte en medio de la nada; pero ella se decía: “yo no le tengo miedo a nada ni a nadie”. Además, las leyendas ―pensaba mientras entraba en la calle maldita― son mentiras... ¿no? Ella, aunque no lo decía, estaba aterrada y, como le había dicho su abuelo hace tiempo “si tienes miedo, canta una canción”, la niña empezó a cantar: un elefante se balanceaba sobre la tela de una... Así empezó a andar, tragando saliva cada poco, sudando de los nervios, mirando hacia los lados sin parar, con un movimiento seco y cortante, y a su vez con cara de temor, nervios y sarcasmo, como si estuviera diciendo para sí misma: “no es nada o sí es algo”, convenciéndose de que “las leyendas son mentira y los hombres lobo también, ¿verdad?”. Diciendo esto la niña se calmó un poco, pero en ese momento sintió un cosquilleo que le subía por la pierna, ella tan tranquila fue a mirar y descubrió una mano cortada, sin brazo, sin cuerpo y (lo peor de todo) moviéndose y agarrándose a ella. En cuanto la niña se enteró cientos de manos, pies y demás partes del cuerpo fueron agarrándola y en un minuto la niña se vio cubierta por un montón de manos y pies y lo único que le dio tiempo a decir fue: “Las maldiciones son ciertas”.

Y así continúa la maldición hoy en día, o eso dicen, porque hay gente que comenta que la niña sobrevivió y mató al lobo dentro de su estómago y que sale todas las noches de luna llena en busca de otra maldición que solucionar.

Así acaba la leyenda de la calle maldita, supuestamente verdad o mentira. ¿Quién lo sabrá? En todo caso, cuidado con ir de noche por esa calle, porque, como ya sabéis, “las maldiciones son ciertas”.

DAVID RODRÍGUEZ IGLESIAS

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PAULA

uerida María:

Te escribo para comunicarte que, cuando leas esta carta, yo estaré muy lejos. Las razones no son un misterio para ti.

Ya sabes que todo comenzó en 1934. Eran malos tiempos en España. Había en cada lugar, en cada rincón, cada día, docenas de muertos por la revolución. Yo era un joven con mucha facilidad para resolver casos, por eso era inspector de policía. Antes de la revolución la vida era más tranquila en las calles de nuestro pueblo, Luanco: los niños jugaban, las mujeres paseaban y la mayoría de los hombres se dedicaban a la pesca. Todo el pueblo estaba alegre y contento, en pleno y constante movimiento, pero la Revolución lo cambió todo, la gente tenía miedo de encontrarse con los mineros.

Aunque todos los casos eran terribles, el que más me afectó sucedió en La Baragaña: había muerto una mujer, algo que no le pareció extraño a nadie porque había muchos muertos esos días. Pero sí lo era. La víctima era nuestra amiga, Paula, aquella chica alegre de la que me enamoré locamente. Habían pasado tres largos años desde que se fue contigo a Madrid, ambas habíais conseguido trabajo. En aquel momento no comprendí cómo pudisteis haceros amigas, un día se lo pregunté y me contestó: “os parecéis mucho”. La última vez que la vi fue en la estación de Oviedo, cuando fui a despediros; creo que en ese momento te odié, ella se iba contigo y yo me quedaba solo. Ya solo volvería a verla muerta.

Q

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Una mañana mi jefe me llamó a su despacho. Nada parecía extraño. Simplemente era un caso más. Debía trasladarme urgentemente a mi pueblo para investigar el asesinato de una mujer cuyo cuerpo había aparecido en una plaza. No se conocía la identidad de la víctima. El comisario consideró que yo era el inspector más indicado para resolver el caso, entre otras cosas porque era del pueblo y me resultaría más facil conseguir información. De camino a Luanco ojeé el informe. Unas fotos borrosas mostraban el cuerpo en un rincón de la Plaza de La Baragaña; había jugado en ella tantas veces que me parecía extraño que allí pudiera haber muerto alguien... El forense que examinó el cuerpo señaló que la víctima tendría entre 20 y 25 años, medía aproximadamente 1’60 m., era delgada, de ojos azules, y su cabello castaño claro.

Cuando me encontré frente al cuerpo supe que aquella mujer no era una mujer más, no era una desconocida.

No conseguí averiguar nada y todos parecían tener prisa por que todo se acabara cuanto antes, por lo que el caso se cerró pronto sin encontrarse un asesino, pero yo no podía dejar de investigar. Me obsesioné tanto que no dormía, no comía y faltaba a mi trabajo, llegué a tal punto que me despidieron de mi puesto. Todo mi mundo se derrumbaba, pero no me importaba haber perdido mi trabajo, así tendría más tiempo para investigar, porque lo que de verdad me importaba es que había perdido a Paula.

¿Qué hacía Paula aquí, en Luanco?, ¿por qué no me escribió para que supiera que había vuelto a casa?, ¿por qué se separó de ti?, ¿quién la mató? Estas eran las preguntas que recorrían mi mente cada minuto que pasaba.

De pronto pensé en ti. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Busqué tu dirección entre mis papeles, sabía que estaba en algún lugar, pero no la encontré. Finalmente decidí buscar en la guía de teléfonos de Madrid y allí figuraba el nombre de tu marido, de su nombre sí me acordaba. Ese mismo día cogí un tren hacia Madrid. De la estación tomé un taxi hasta tu

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casa. El portero del edificio me indicó el piso en el que vivías y mientras subía por las escaleras me pregunté cómo sería tu vida; no sabía nada de ti, salvo que te habías casado con un tipo importante, ni siquiera te contesté para decirte que no pensaba ir a la boda.

Me abrió la puerta tu criada. Parecía que no tenía intenciones de dejarme entrar hasta que le dije que era tu hermano. Te esperé en una salita muy luminosa y acogedora y no tardaste en llegar más de cinco minutos. Nos saludamos como dos extraños, ni siquiera nos dimos un abrazo ni nos dijimos una palabra de cariño. Enseguida te dije las razones por las que me encontraba allí y tú pareciste sentir la muerte de Paula, pero no te sorprendiste. Te sentaste, noté que estabas muy nerviosa. Me contaste que hacía tiempo que no sabías nada de ella, que hacía más de un año que había vuelto a Asturias, que te había escrito alguna carta en la que te contaba cosas sin importancia sobre su vida y su trabajo, que a tu boda fue acompañada por el Señor X, que era alguien con quien salía hacía tiempo, que era íntimo amigo de tu marido y que fue el que los presentó, pero que no sabías más. Yo intuía que algo me ocultabas, pero habías contestado a todas mis preguntas, una por una, sin dudar, bueno, a todas excepto a una. ¿Quién la mató? Al hacértela palideciste, dudaste y por fin dijiste, casi echándote a llorar: “Habla con el señor X, él conoce al asesino, aunque creo que sería mejor que olvidases todo este asunto, porque esta gente es muy poderosa, pueden hacerte mucho daño y yo no quiero que sufras. Él seguramente intentará negar que la conocía, entonces enséñale esta foto. Ahora vete y no vuelvas”. Llevabas la foto en un bolso de tu falda, por lo que enseguida supe que sabías a qué se debía mi visita. Cogí la foto sin hacer preguntas y observé que en ella estaban Paula y dos hombres: uno era tu marido, lo supe por la foto de boda que había sobre una mesita, el otro debía ser el Señor X. Ambos parecían una pareja de enamorados y eso me dolía.

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Cogí el primer tren que me condujo de vuelta a Oviedo, el viaje se me hizo muy largo. Una vez en la ciudad, fui a la comisaría para ver si encontraba a un compañero que conocía al Señor X. Habían coincidido en varios casos, pues era un abogado muy conocido. Fuimos a tomar un café y al hablarle del caso y comentarle mis sospechas sobre la implicación del Señor X en la muerte de Paula, me advirtió que tuviera cuidado con él, que era muy peligroso.

Al salir del café me dirigí hacia la calle Uría donde tenía su despacho. Me sorprendí cuando me recibió inmediatamente, como si ya me estuviera esperando.

Me invitó a que me sentara, no lo hice, le dije las razones de mi visita y tal como dijiste, respondió que no la conocía y que no sabía nada sobre el caso. Coloqué la fotografía sobre su mesa y sin que yo lo esperase empezó a reírse a carcajadas. Después empezó a contarme que Paula había metido las narices donde nadie la llamaba. Había descubierto que él y otros “amigos” habían planeado poner una bomba en el Ayuntamiento, acusando de ello a los mineros. Cuando amenazó con descubrirlo todo, él intentó convencerla de que no dijera nada, pero ella huyó y se llevó unos papeles muy comprometedores. Encontrarla fue fácil, no tenía muchos sitios a los que ir, afortunadamente no había dado conmigo, que es lo que él más temía. Lo demás yo ya lo sabía. Las razones por las que me lo estaba contando eran que nunca podría demostrarlo y que si se me ocurría contar algo la siguiente en morir serías tú.

Estos dos años he intentado encontrar algo que les incriminara, también he descubierto que mis enemigos además de ser numerosos ocupan cargos muy importantes, por eso tengo que huir.

Quiero que sepas que estaré pendiente de ti aunque esté lejos, porque además de enemigos tengo buenos amigos que cuidarán de ti. No me puedo quedar, creo que eso también lo sabes.

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Cuídate y no to preocupes por nada, yo estaré bien. Te quiero.

Tu hermano.

MARINA LÓPEZ VILLARINO

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RECUERDOS DE LA CALLE MADRID

i historia empieza cuando yo tenía once años. Vivía en Luanco con mis padres y llevaba una vida normal. Todo cambió cuando un día mis

padres tuvieron un accidente de tráfico y murieron los dos. Se hicieron cargo de los funerales unos parientes que vinieron de Andalucía y que yo apenas recordaba. Les oí decir que ellos no iban a poder hacerse cargo de mí y que me llevarían a un internado. Eso me producía pánico y entonces lo preparé todo para huir.

Estuve tres días escondido y ellos, tal vez viéndose libres de mí, me dejaron y no se lo contaron a nadie. Los vecinos creyeron que me había ido con ellos, así que no me buscaron ni me echaron de menos.

Busqué un portal donde pasar las noches y lo encontré en la calle Madrid. Era una calle donde pasaban todos los días niños hacia la escuela y yo quería seguir viéndolos. Por el día vagabundeaba por el pueblo tratando de no llamar la atención. Pronto me di cuenta de que en esa misma calle había unos terrenos donde se encontraba una caseta abandonada. Aquello fue mi refugio durante mucho tiempo.

Mis ropas estaban harapientas y la gente ya no me hacía caso, ni me miraban. Me encontraba muy solo y triste, mi única alegría era ver a los niños ir al colegio. A mí siempre me gustó ir a la escuela, estudiar, y sobre todo leer lo que decían los libros y aprender cosas nuevas, pero ahora ya no podía hacerlo.

M

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Un día se acercó a la caseta un perro que parecía abandonado, se quedó conmigo y le llamé Escubi. Nos hacíamos compañía el uno al otro, y a veces nos abrazábamos dándonos ánimo. Escubi salía conmigo a buscar comida y me ayudaba mucho.

La calle Madrid era una calle muy animada, pues la noche de San Juan todos los vecinos hacían una gran hoguera que competía con la de La Ribera; la gente se divertía mucho y los niños animaban la noche. Al día siguiente de la hoguera, Escubi venía hacia mí con algo que no sabía qué era. Lo cogí y vi que era una jeringuilla. En ese momento pasó una señora que era una asistente social, me descubrió con la jeringuilla en la mano, pensó que yo la había utilizado y empezó a hablar conmigo; descubrió quién era yo, qué hacía y sobre todo dónde vivía. Decidieron llevarme a un orfanato y me enviaron a Madrid; todo fue muy rápido y cuando me di cuenta estaba con muchos niños, pequeños y mayores, de los cuales traté de hacerme amigo. Al principio fue duro, pero pronto empecé a encontrarme bien y a estudiar algo, a divertirme y a encontrar otro sentido a la vida.

Lo bueno fue que fui adoptado por una familia que podía pagarme unos estudios. Esta familia, ahora mis padres, eran buenos conmigo y me ayudaron en todo lo que pudieron, empecé a estudiar medicina y ahora con la carrera terminada estoy buscando un trabajo en Asturias y me gustaría que fuese en mi pueblo natal, Luanco, donde pasé mis mejores años de niño.

Me hablaron que en aquella calle Madrid abrieron hace poco un geriátrico y creo que me gustaría trabajar allí aunque solo fuese por mis recuerdos y ver los niños pasar...

Por cierto, la calle Madrid ahora es la principal entrada al pueblo y no se parece nada a la que yo recordaba.

DIEGO ARTIME MUÑIZ

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2º ESO

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YEN

en ya llevaba un mes en España, era un inmigrante de color venido de África. Yefry, el dueño de la patera en la que viajó, le había

engañado. Él le había dicho que en España había mucho empleo, que no había gente en el paro, que encontraría trabajo fácilmente... Y Yen se dio cuenta de que le había mentido, España estaba en una crisis económica, había mucha gente en el paro... y además su hermana había muerto durante el viaje, por lo cual estaba totalmente solo en un país que no conocía.

Vivía en la calle, entre cartones. Así transcurrieron aproximadamente dos meses, hasta que un día, mientras intentaba dormir, escuchó los gritos de una señora que pedía auxilio. Salió corriendo a socorrerla, a la anciana le intentaban robar el bolso y él la defendió. Ella, muy agradecida, escuchó su historia. La mujer, viendo la honradez del hombre, lo invitó a que fuera a vivir con ella, mientras estuviera en España. También le dijo que vivía sola y se sentiría muy contenta y más segura en casa si él viviera con ella, porque estaría más protegida y tendría alguien con quien hablar; él aceptó. Por cierto ―le dijo la mujer―, me llamo Mercedes.

Yen decidió ponerse a buscar trabajo, pero nadie se lo daba, y quien se lo daba o no le pagaba o le pagaba menos de cincuenta euros al mes. Por fin encontró un trabajo en una gasolinera.

Y

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Un día por la noche, mientras él trabajaba, vio desde el cristal de la gasolinera bajarse de un coche a cinco jóvenes, con bates de béisbol. El miedo recorría su cuerpo, los chicos se acercaban a él con los bates en movimiento. Uno de ellos le propinó un golpe en la cabeza que le dejó sin conocimiento.

Cuando despertó se encontraba en el hospital, le habían asestado una brutal paliza. La señora con la que vivía estaba allí, y le explicó que lo más seguro era que los chicos que le habían pegado fueran racistas, es decir, que no les gusta que haya gente de color en su país.

La dueña de la gasolinera despidió a Yen, porque los jóvenes, aparte de asestarle la brutal paliza a él, también robaron en la humilde gasolinera, y la mujer no quería que eso volviera a ocurrir. De igual modo pagó a Yen el tiempo que estuvo trabajando.

El hombre no aguantaba más, sabía que necesitaba el dinero para llevárselo a su familia pero ahora estaba desempleado e iba a vivir con miedo por si algún racista más le asestaba otra paliza o lo mataba... además, tenía muchas ganas de volver a reencontrarse con su familia.

Yen no estaba dispuesto a que su familia pasara más hambre por su culpa, porque si él moría, ¿quién llevaría el dinero a casa?

Habló con Mercedes sobre su decisión de volver a su país a llevar el dinero que había ganado. La mujer, con mucha generosidad, se ofreció a pagar ella misma el viaje de vuelta a su casa. Yen no sabía cómo agradecer a aquella señora lo que había hecho por él.

A la semana siguiente Yen se dirigió con Mercedes hacia el aeropuerto, la despedida fue emotiva dado que los dos se habían cogido un cariño mutuo. La señora le dio dinero para que por lo menos pudiera vivir su familia unos cuantos meses.

Al llegar a su casa su familia lo recibió con muchísima alegría, y le dijeron que no le iban a permitir marcharse otra

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vez, porque esos meses que estuvo fuera lo habían pasado muy mal por no saber si estaba bien.

La felicidad duró muy poco... Al mes de volver Yen de España, al llegar a casa, se encontró que estaba toda desmantelada, le habían robado el dinero que le había dado Mercedes y habían matado a su mujer. La policía dijo que lo más seguro era que su mujer se hubiera intentado resistir a que les robaran y por eso la mataron. Yen estaba solo y con sus tres hijos, sin dinero.... A los pocos días encontró en un bar un periódico que hablaba de las últimas noticias sobre España, pero una en especial le llamó mucho la atención:

Mercedes Martínez, una mujer de Sevilla de 66 años, muere en su

domicilio después de que un grupo de jóvenes le asestaran una brutal paliza.

También añadía: No se saben los porqués de ese suceso, pero los familiares de la anciana dicen que los asesinos quizá fueran un grupo neonazi conocidos ya en el barrio por su violencia desmesurada. Se estima que el motivo de la brutal agresión puede ser que hasta hace un mes acogía en su casa a un indigente, al que también habían agredido de gravedad meses antes.

La vida de Yen se había convertido en un verdadero

infierno, por su culpa habían matado a Mercedes... No tenía dinero, así que no podría pagar la casa, ni comprar comida...así que, sin pensar en sus hijos, acabó con su vida.

Y, aunque parezca mentira, algunas veces la realidad supera la ficción. Y quizá en estos momentos muchos adultos y niños mueren de desnutrición o de enfermedades, dado que en su país de origen no tienen dinero, no pueden comprar medicamentos ni, a veces, comida para sobrevivir.

TATIANA ARTIME ARTIME

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LA CALLE QUE QUERÍA SER IMPORTANTE

a calle Anselmo Vega era la más corta de Luanco. Tan solo incluía la estación de autobuses, una vieja casa de ladrillo y un bloque de pisos de

color naranja. Esto la hacía estar muy triste y muy acomplejada, ya que nadie la tomaba en serio, y las empresas de mensajería nunca conseguían localizarla, y se tenían que pasar media hora dando vueltas por los alrededores hasta saber dónde hacer los repartos.

Anselmo quería ser una calle de categoría, llena de coches, y luces, y ministerios y torres Eiffel; porque además era hija de calles importantes y aristocráticas, que habían estado entre lo más granado del callejero español. Pero un día construyeron un casino en una calle contigua a sus padres, que empezaron a aficionarse al juego y perdieron todo su dinero en la ruleta, y pronto estuvieron arruinados y llenos de deudas y tuvieron que relegarse a una posición más modesta.

Así pues, Anselmo no había podido tener el mismo nivel económico y social que sus padres, y no tenía ni coches, ni luces, ni ministerios ni torres Eiffel, para lo que además tenía que tener estudios de francés.

Un día, Anselmo decidió poner fin a esa frustrante situación. Para ello acudió a la calle Ortega y Gasset, que tenía fama de intelectual, con la intención de que le dijese un medio para subir de posición. La calle puso cara de estar muy concentrada, encendió su vieja pipa de intelectual, se tomó dos

L

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pastillas de café con leche y, después de complicados procesos mentales, le dijo a Anselmo lo que tenía que hacer:

―Usted lo que tiene que hacer es ponerse de nombre Gran Vía.

― ¿Solamente eso? ―Sí. ― Pero, ¿no será muy sencillo? ―Escuche, ¿es usted intelectual? ―Pues... No. ―Pues yo sí. Y si soy intelectual será por algo. Ortega tenía razón. Así que Anselmo, muy contento, se

cambió de nombre en el acto y se sentó en su puesto a esperar las consecuencias, que no tardaron en llegar. En efecto, las gentes del pueblo, en cuanto se enteraron de que la Gran Vía estaba en Luanco, se pusieron muy contentas, y empezaron a caminar por ella con la cabeza muy alta, llevando corbata y un pañuelo de seda en el bolsillo los hombres, y unos horribles sombreritos las mujeres.

Pero en verano, cuando los turistas de Madrid llegaron al pueblo y se enteraron de que había una calle llamada Gran Vía, comenzaron a reírse a carcajadas y a burlarse de la calle, porque solo tenía una estación de autobuses, una vieja casa de ladrillo y un bloque de pisos de color naranja, y en ella no había ni cines, ni teatros, ni boutiques, ni anuncios luminosos gigantes de tónica Schweppes como debe tener toda calle respetable. Los luanquinos se quedaron muy chafados a causa de todo esto, pero no estaban dispuestos a permitir que un montón de madrileños se riesen de sus calles, así que comenzaron a ampliar la Gran Vía para que fuese mejor que la de Madrid, que además era una cursi y una esnob.

Así, en poco tiempo, Anselmo se convirtió en una calle gorda y lustrosa repleta de cines, teatros, boutiques v anuncios luminosos gigantes de tónica Schweppes. Además, le construyeron cuatro ministerios y dos Bancos de España, y le pagaron un curso de francés para poder instalarle una torre

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Eiffel. Anselmo estaba radiante de felicidad, como si estuviera flotando en una nube. Ahora le trataban de Don, y le invitaban a copas en los bares, y le dejaban las mejores mesas de los restaurantes aunque no tuviera reserva, y siempre estaba rodeado de hermosas avenidas que le daban masajes en los pies. Y lo mejor de todo era que las empresas de mensajería le entregaban los repartos a la primera.

Pero las cosas pronto empezaron a cambiar. El resto de las calles estaban celosas, porque al lado de

Anselmo parecían callejones ridículos, de modo que acudieron ellas también a la calle Ortega y Gasset para ser más grandes y tener todas esas cosas que hacían tan bonito. Al poco, todas ellas se llamaban Gran Vía, y los luanquinos, que estaban todos orgullosos por vivir en el pueblo con más Grandes Vías de Europa, empezaron a construirles todo lo que tenía Anselmo, y además les instalaron museos, hoteles de lujo, catedrales, arcos de triunfo, Palacios de la Zarzuela, Parques del Retiro y hasta un Empire State. Anselmo no podía competir contra todo eso, y muy pronto se convirtió en la Gran Vía más pequeña de Luanco, incluso de Madrid, a la que le habían puesto un campo de golf y una Estatua de la Libertad. Así que el pobre se quedó igual de triste y acomplejado que antes; y encima, con tanta Gran Vía, las empresas de mensajería volvieron a no saber dónde hacer los repartos.

Lástima.

MIGUEL ALONSO LAVANDERO

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LA PLAZOLETA

e acuerdo en aquellos tiempos cuando uno es pequeño y no tiene ni idea de la vida; nos encontrábamos en la plazoleta unos amigos y

yo, era una tarde aburrida de sábado y, cómo no, había pelea en la discoteca.

Mis amigos y yo fuimos al kiosco a comprarnos unas chucherías, volvimos a la plaza y como unos tontos nos sentamos en unas sillas y nos pusimos a ver la pelea, como si estuviéramos en el cine, pero gratis y en directo.

En breves momentos, la pelea se fue acercando a donde estábamos. Yo empecé a tener miedo. Cada vez era peor. Una botella nos cayó al lado, ya estábamos todos con mucho miedo, pero justo en ese momento vino la Guardia Civil, como siempre. Mis amigos y yo nos tranquilizamos, pero ya teníamos ganas de que llegase el próximo sábado, para ver otra pelea.

Como se puede observar, de ahí salió la mala fama de Luanco y de las peleas de la discoteca.

También era típico llegar al día siguiente a la plaza y verla llena de cristales por culpa de los cuales no podíamos jugar mucho porque nos caeríamos y nos haríamos una buena tajada; hay que decir que de ahí salió el nombre de la Plazoleta de Cristal.

Bueno, de la plazoleta no se pude contar mucho más, ya que todas las semanas era lo mismo.

MARCELO SÁINZ FERNÁNDEZ

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3º ESO

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LA CALLE DE LOS JUGUETES OLVIDADOS

l relato que voy a contar es ficción en una gran parte, pero tiene algo de cierto en cuanto a su contenido, aunque en un tiempo no muy lejano

era real y sus protagonistas formaron parte de la infancia de nuestros padres y sin duda de nuestros abuelos: los juguetes.

1ª PARTE

Javi estaba sentado con rostro aburrido y cansado de no hacer nada. Había estado dos horas jugando a la Play y ya le cansaban todos los juegos, los luchadores, los circuitos de coches y de motos y hasta el de tenis, que era su favorito.Ya le dolía la cabeza y los dedos los tenía medio dormidos de tanto apretar el mando. ¡Puf, qué aburrimiento, ya no sé a qué voy a jugar!... y entre bostezo y bostezo se quedó dormido y ahí fue donde empezó su aventura.

2ª PARTE

Javi, de repente, sintió en su mano un dedo frío y duro y cuando giró la cabeza para mirar qué era aquello, se quedó fascinado: un soldadito de plomo le sonreía y le tiraba de la mano para que se levantara: “ven conmigo y te enseñaré mi calle”. Javi no sabía qué hacer y el soldadito insistió: “¿Vienes o no?” y Javi, que se había quedado mudo del susto, asintió con la cabeza.

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3º PARTE Entraron en una calle en cuyas fachadas había colgando

viejas guirnaldas de colores ya apagados por el paso del tiempo, y en las macetas de las ventanas las flores ya se habían quedado secas dando a la calle una infinita tristeza.

“¿Qué es este lugar?”, preguntó Javi a su guía. “Esto no hace mucho tiempo era la calle de la alegría,

donde sus habitantes, los juguetes, no tenían más preocupación que la de esperar qué niño les elegía para irse a vivir con él a su casa”. A medida que avanzábamos se iba oyendo un tremendo vocerío: “¡un niño, un niño!”, gritaban nerviosos, y varios grupos de juguetes se iban uniendo a nosotros. Yo estaba alucinado, nunca había visto nada igual.

Sentado en el centro de la calle, un mono tocaba a la vez un tambor y unos platillos; se me quedó mirando y me dijo: “¿Tú no querrás llevarme contigo a tu casa, verdad?” y yo, titubeando, le contesté: “es que tu música es anticuada y yo ya tengo un MP4 donde escucho la música que me gusta”. Su mirada se quedó tan triste que no me pude resistir, así que le dije: “bueno, venga, sígueme”. Seguimos avanzando por la calle y de repente un caballito blanco de gastado cartón nos adelantó a gran velocidad relinchando con todas sus fuerzas y haciéndose el presumido para que yo me fijara en él: “¿Y a mí? ¿A mí no me vas a llevar contigo?”. Yo pensaba en mis amigos subidos en sus bicis y monopatines y yo en un caballo de cartón… era impensable, se reirían de mí, pero su mirada era tan esperanzadora que le dije: “bueno, venga, sígueme”. No ganaba para sustos: un coche de carrera con una gran llave en un lateral casi me atropella: “RAC, RAC , RAC, ¿qué te parece mi motor? ¿No suena precioso?”. “Sí, pero ¿qué es esa llave del lateral?”. “¿Esto? Es mi gasolina, giras de un lado a otro y eso se llama dar cuerda, con ella estoy andando hasta que se gasta. ¿Me llevas contigo?”. Yo pensaba en mi R29 de Fernando Alonso con palancas dirigibles, mando inalámbrico de batería, pensé “qué va, ¿dónde voy yo con este trasto de

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hojalata? Se reirán de mí”, pero su RAC, RAC era tan profesional que le dije: “bueno, venga, sígueme”.Ya tenía la boca seca y un poco de hambre y le dije a mi guía “¿no hay dónde comer algo?”. Me respondió: “vamos al tío vivo a ver si queda algo”. Guiado por el olor a caramelo, me dirigí a un puesto donde una muñeca de cartón de sonrosadas mejillas me dijo “¿Quieres una manzana con caramelo?”. Yo me rechupé los labios y contesté “¡Sí!”. Ella me ofreció una pero al hincarle el diente puf, se deshinchó, yo me quede frío. “¿Qué pasa?”, dije, “pues nada, que ahora los niños prefieren otro tipo de chucherías y a nosotras ya nadie nos quiere, ¿nos quieres llevar contigo?”. “Santo Cielo, ¿qué voy a hacer yo con estas pobres manzanas?”; pero su aroma era tan agradable que les dije “bueno, venga, seguidme”.

“Ay, soldadito, de tanto andar me estoy muriendo de sed”. Echó un rápido vistazo a su alrededor y me dijo: “ven, vamos a ese puesto de limonada”. Al fondo, tras un mostrador de rayas rojas y blancas, un delicado muñeco de sombrero de paja y chaleco de lunares me invitó a un vaso de limonada. La boca se me hacía agua, pero al ir a beberla “puaf, qué mal sabe, ¿qué me has dado?”, pregunté al joven muñeco. “Es limonada”, me respondió, “pero hace tanto tiempo que los niños no la piden que se ha quedado rancia”. “No me extraña”, pensé yo, “donde esté una fresca coca―cola que se quite todo”. Pero el muñeco, sin dudarlo, me dijo “¿Me llevas contigo?”. “¿Uno más?”, me dije; “qué importa, bueno, venga sígueme”.

Como a mitad de la calle varios muñecos jugaban al futbolín, daban voces, hacían gestos, se meneaban de izquierda a derecha, gritaban “¡Huy, por poco!”. Los golpes de las gomas pegando contra la madera les hacían ponerse nerviosos y gritar, reírse. La verdad que parecía que lo estaban pasando muy bien, uno de los muñecos al verme se giró y me dijo: “¿quieres jugar?, anda, llévanos contigo, lo pasaremos bien”. Parecía que al principio la idea me gustaba pero luego pensé

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“bah, para qué quiero un futbolín, tengo todos los juegos de fútbol para la DS y con ellos me divierto mucho”, pero los vi tan entusiasmados que les respondí: “bueno, venga, seguidme”.

Así fui recorriendo toda la calle con mi amigo el soldadito de plomo, recogiendo a todo juguete que me quisiera seguir.

4ª PARTE

De repente, me di cuenta del numeroso y ruidoso ejército de juguetes que llevaba tras de mí; le dije a mi amigo: “no me imagino lo que voy a hacer con todos estos viejos juguetes”. Él se encogió de hombros y mirándome me contestó “ya se te ocurrirá algo”. Seguimos caminando en silencio y al final de la calle le pregunté: “Y tú ¿no quieres venir conmigo? No he visto a ninguno de tu ejército por aquí”. “No, no, Javi, mis amigos los soldaditos de plomo tienen una gran aceptación y se siguen yendo a muchas casas a vivir en las vitrinas de los salones”. “¿Y tú?, ¿Cómo no te has ido con ellos?”. “Mira, no te has dado cuenta pero me falta una pierna, el fabricante se despistó y no rellenó bien el molde, suele pasar a veces y esa vez me tocó a mí, me tiraron a un cubo pero yo, haciendo un gran esfuerzo, conseguí escapar y me vine a vivir a esta calle”.

No pude evitar que una lágrima resbalara por mi mejilla. Pero él me dijo: “no, no, Javi, no estés triste por mí, yo soy muy feliz aquí, aquí todos me quieren, yo soy el vigilante de la calle de los juguetes olvidados”.

Nos dimos un fuerte apretón de dedos y nos despedimos.

Me senté junto a un árbol y me quedé dormido. Lo siguiente que recuerdo es la atronadora voz de mi

madre gritando: “¡Javi, ¿de dónde salieron todos estos juguetes nuevos?!”.

JAVIER RODRÍGUEZ GARCÍA

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NOSTALGIAS DEL PASADO

medida que me iba aproximando más y más a Luanco, no podía evitar cierta nostalgia. Desde el día en que me fui a Barcelona para trabajar en

la emisora, había vuelto a mi pueblo natal en apenas tres ocasiones.

Estaba sin duda muy cambiado. Desde la carretera por la que conducía, sólo se observaban torres y torres de ladrillo que me impedían ver el mar que antes se apreciaba sin dificultad alguna a mucha más distancia de la que me encontraba en esos momentos.

A mis cuarenta años, me encontraba en una situación de mi vida muy delicada. Tres meses atrás, debido a la reestructuración de plantilla de la emisora en la que llevaba trabajando algo más de diez años, tenía la carta de despido en mis manos. De todos modos, no me vendría mal un cambio de aires.

Mientras iba por la carretera procuraba no pensar y simplemente circular en línea recta. No me apetecía enfrentarme a la dura situación que la vida me estaba dando. Llegué a casa de Marina sobre las nueve de la noche. Me abrió la puerta como siempre, con una de esas sonrisas que tanto me animaban cuando éramos pequeñas. Teníamos mucho de qué hablar.

Ella me proponía lo siguiente: dirigir la revista local que iba a poner en marcha el ayuntamiento. Acepté por varias

A

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razones: añoraba mi pueblo, debía estabilizarme económicamente (al menos hasta encontrar otra alternativa), y tenía ganas de vivir una temporada de tranquilidad. La vida en la ciudad era muy estresante y estaba cansada del ambiente de egoísmo y superficialidad que se respiraba en la calle.

Al día siguiente decidí irme a darme un paseo por el pueblo y para mi sorpresa nada era como yo esperaba. Los parques, los edificios antiguos… Sabía que el pueblo estaría cambiado, lógicamente, pero no de ese modo. Había perdido todo su encanto. Las pequeñas tiendas habían sido sustituidas por grandes superficies, la antigua playa era ahora una cala privada del balneario que se había construido en el antiguo Palacio de La Pola, las antiguas casas con galerías que estaban a lo largo de todo el paseo de La Ribera habían sido reemplazadas por edificios de cinco plantas (por esa razón ya no se observaba el mar en la distancia), el antiguo instituto era ahora una mole de hormigón y la isla del Carmen estaba ahora rodeada de adosados que se hallaban construidos en el terreno que una vez formó parte del mar.

Pero mi mayor sorpresa me la llevé cuando llegué frente a la iglesia, o lo que quedaba de ella. En un cartel se decía que se estaba llevando a cabo el traslado de la iglesia piedra a piedra hacia Peroño, para construir en el solar un gran hotel de lujo a pie de playa. ¿Cómo se podía haber llegado a tal extremo de transformación?

Yo estaba perpleja, la natalidad del pueblo había descendido, la mayoría de la población era en realidad residentes del verano. Amapola, Mariti, Chona…Sus tiendas habían cerrado. No conocía a casi nadie. Había vuelto con la esperanza de ver a aquellos con los que compartí esos maravillosos años de mi vida, pero no fue eso lo que sucedió.

La mayoría de mis amigas vivían fuera, pues Luanco no ofrecía ahora muchas posibilidades de trabajo. El pueblo se estaba convirtiendo poco a poco en una ciudad dormitorio. No me gustaba nada lo que veía y no sabía si sería capaz de

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vivir una temporada en este lugar. Decidí que lo único que podía hacer era escribir sobre el Luanco de mi pasado.

Esas tardes en el reloj, en la playa, el helado de trufa y nata de los Helio que tanto me gustaba, los viernes en la biblioteca, esas expediciones del verano en las que nos íbamos por el dique hasta llegar a la playa de los cristales donde nos dábamos un chapuzón, el viejo instituto que aunque tenía goteras y su calefacción en la parte vieja no era muy eficiente, contenía muchos recuerdos. Misuri con sus patatitas y barquillos, esas tardes en Onda Peñes antes de marcharme a Barcelona en las que se me despertó el gusanillo por la radio…Podría seguir recordando cosas, pero hacerlo sólo conseguiría atormentarme. Las cosas habían cambiado y ya no había marcha atrás, pero ojalá nos hubiésemos dado cuenta antes para evitarlo.

De un modo u otro todos éramos culpables. Los que nos habíamos marchado y los que se habían quedado. Definitivamente pondría en marcha la revista y luego, con dolor, me marcharía en busca de un nuevo trabajo.

Miré el reloj, eran ya las dos y diez. Debía irme a casa para ayudar a preparar la comida a Marina. Decidí comenzar a caminar, pero algo me lo impidió. No sabía de qué se trataba, pero fuera lo que fuese sin duda era muy potente. Yo en vano intentaba mover mis piernas hacia delante para avanzar por el paseo de la playa, pero no podía. No había nadie detrás de mí ni en la calle. Empecé a ponerme histérica, quería irme. Dejé de sentirme como una adulta y comencé a llorar y a patalear como una cría. Sólo pensaba en irme a casa, en ver a mamá, a Marina…

De pronto mi cuerpo comenzó a balancearse y entonces desperté. Nacho estaba a mi lado. Debí de gritar mucho porque el pobre estaba muy asustado. Empezó a abrazarme y poco a poco me fui tranquilizando.

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Seguía en mi maravilloso apartamento de Barcelona, conservaba mi trabajo, pero no podía evitar cierta angustia. Me pegué una ducha de agua fría, seguía con el comecome de todo lo que había vivido en ese sueño. Tomé un taxi y me fui hacia la emisora, y antes de comenzar mi trabajo me fui hacia mi portátil y tecleé en Google: “Luanco”.

Encontré fotos del Luanco de mi infancia pero también de su estado actual. Al ver que la iglesia seguía en su sitio, de manera muy tonta, suspiré.

CLAUDIA FERNÁNDEZ ÁLVAREZ

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UN RECUERDO, UNA CALLE

iré a la calle por la ventana y vi un hombre tirado en el suelo. Tras un momento de confusión bajé corriendo las escaleras, abrí la

puerta principal y salí corriendo a ayudarle. El hombre estaba tumbado boca abajo y parecía estar inconsciente. Le di la vuelta con cuidado y pude observar que era casi un anciano, su pelo era, casi, de color gris. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, la calle estaba desierta. Con un suspiro volví a casa rápidamente y llené una jarra con agua fresca, regresé junto al tipo y le eché el agua en la cara. Él empezó a moverse y lentamente abrió los ojos. Me quedé un poco sorprendida porque tenía unos ojos muy peculiares, totalmente negros. Poco a poco fue volviendo en sí, y se fijó en mí. Pareció asustarse pero al momento su expresión cambió y dio paso a la confusión:

―¿Dónde estoy? ―preguntó. ―Está usted en Roma. ¿Qué le ha pasado? ―¿En Roma? ―Sí. ¿Cómo se llama? Yo soy Silvia. ―Eh… no, no lo sé… ―¿Qué es lo que no sabe? ―¡No!, no puedo recordar nada, ¿qué hago aquí? ―No lo sé, le acabo de encontrar tirado en el suelo.

Vamos, le ayudaré a levantarse y entraremos en mi casa donde puede entrar en calor y…

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―¡Espere! ―dijo casi gritando―. Recuerdo esta calle, pero algo cambiada, quizá hace años, pero ¿por qué no recuerdo más? Esta calle es la única cosa que reconozco, no sé quién soy, ni qué hago aquí, no sé nada, ¿qué voy a hacer? ―me dijo desesperado.

―Tranquilícese, todo se arreglará ―le respondí yo un poco asustada, no me podía imaginar cómo sería tener solo un recuerdo, y encima una calle: si fuera su nombre, por lo menos…

El hombre se empezó a incorporar, y con mi ayuda se puso en pie. Paso a paso llegamos a casa y le senté en el sillón, ya que se negó a echarse en la cama. Me senté a su lado, y le miré: parecía cansado, y algo confuso; decía para sí:

―Conozco esta calle, me resulta familiar, pero no sé por qué ―añadió frustrado.

―Tranquilícese ―le repetí―, llamaré a un médico para que le venga a ver, no tardará mucho, es amigo mío. Nos dirá qué le pasa y luego veremos que hacer. Vamos a ver si lleva usted encima algún documento que nos diga quién es.

Entre los dos miramos los bolsillos de su cazadora, y de su chaqueta, pero no encontramos nada.

Me levanté y fui a la cocina, dejándole solo delante de la chimenea. “Menos mal que le había visto”, pensé, “podría estar ahí tirado un día entero, y con este frío, sin que nadie lo hubiese ayudado”.

Llamé a mi amigo David, mi médico. Le conté lo ocurrido, y él me dijo que no tardaría.

Volví con el hombre que estaba observando una foto que tenía en sus manos. Al entrar me miró y me tendió la foto.

―Mire, he encontrado esto en un pequeño bolsillo de mi chaqueta que no habíamos visto. Por detrás hay una fecha: 1983.

Eché un vistazo a la foto que me tendía, y me quedé petrificada cuando la reconocí: un hombre que llevaba a una niña en cuello, los dos se reían, parecían muy felices. Conocía

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esa imagen: era la foto que llevaba mirando treinta años, el único recuerdo que me quedaba de mi…

―No puede ser…―musité. ―¿Qué pasa? ―preguntó él. ―Éste es mi… mi… ―¿Su qué? Corrí hasta la estantería y de entre unos libros saqué una

foto, la misma foto. ―Es mi pa…padre. ―Esa niña… ¿Es usted? Y ese señor… Yo ya no le escuchaba, sólo le miraba fijamente; esos

ojos, esos extraños ojos negros, de los que mi madre siempre había hablado, ese pelo brillante que hacía tiempo era de color caoba, que con el paso de los años se había tornado gris… No habría pensado en él si no fuera por la foto que tenía delante, le reconocía como si me acordara de él.

―Sí, usted se llama Jaime Ortiz, y es mi padre. Pesé que no me creería, pero el parecido lo demostraba,

el hombre de la foto era él. Al principio parecía que se iba a desmayar, se quedó pálido, y cerró los ojos. Yo estaba tan asombrada como él. Ya había asumido que no le conocería nunca, porque se había ido de casa cuando yo tenía cuatro años. Pero mi madre siempre me había dicho que algún día volvería. Al morir mi madre perdí toda esperanza. Y ahora había vuelto, y ni se acordaba de mí, solo de la maldita calle. Todo era una locura.

De repente sonó el timbre, lo que nos hizo sobresaltarnos. Fui a abrir la puerta y me encontré con David, le invité a pasar con un gesto y le conduje hacia donde estaba el hombre.

David se sentó a su lado y empezó a preguntarle cosas, y a evaluarle. Al cabo de cinco minutos se levantó y fuimos a la cocina.

―Solo tiene una fuerte contusión en la cabeza, y la pérdida de memoria es algo poco común en estos casos, pero

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con ayuda lo recordará todo con algo de tiempo. Me lo llevaré al hospital y localizaré a su familia…

―No, se quedará aquí ―le contesté con firmeza. ―Se pondrá bien, y además, seguro que su familia está

preocupada. ―Ya, pero es que yo soy su familia, porque David, ese

hombre es…―dudé un momento antes de contárselo―: es mi padre.

Le expliqué todo, y me sentí mucho mejor. Él se quedó tan asombrado como yo.

―¿Estás segura? ¿Qué vas a hacer? ―Le cuidaré y le ayudaré a recordar. Gracias por tu

ayuda, pero necesito estar a solas con él y ayudarle a recordar. Por lo menos recuerda la calle.

―Sí, ese es un buen principio, pero Silvia, no le presiones, necesitará descansar y, sobre todo, tiempo. Llámame, si tienes algún problema.

Cuando se fue me dirigí a donde estaba mi padre. Tenía mejor aspecto, su rostro había recuperado el color. Me apoyé en la chimenea y empecé a contarle todo, mi historia, y una parte de la suya:

―Naciste en Madrid, España, el 24 de octubre de 1956. Tu madre se llamaba Isabel…

Le conté todo lo que sabía sobre él, y él poco a poco me fue contando lo que iba recordando de su vida en la que había viajado y vivido muchas aventuras que contaré en otra ocasión. Pero lo que más tardó en recordar fueron las razones por las que nos había dejado a mi madre y a mí hacía treinta años, y mi sorpresa fue enorme.

LARA NAVES ALEGRE

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PASEO DE LA FAMA

ra un día lluvioso y el cielo se encontraba cubierto por nubes oscuras, que cada poco tiempo se iluminaban a causa de los rayos que se

dibujaban en la oscuridad. Pero a pesar de la meteorología, yo me movía por las vacías calles de la ciudad tras salir de mis clases de refuerzo. Podría haber esperado a que amainara el temporal, pero tenía ganas de llegar a casa como fuera para jugar con mi videoconsola, por lo que decidí irme ya. Los libros pesaban y me incomodaban, ya que los llevaba bajo el hombro y no en la mochila, que se me había roto por jugar con ella. La situación era molesta, pero más lo fue cuando tras un fuerte dolor en la cabeza que no llegué a comprender del todo, me sentí caer al vacío en la más absoluta oscuridad. Grité, pero no me oí, sólo noté el contacto de mi espalda sobre el suelo, aunque no me dolió. Miré hacia el pavimento, formado por baldosas de piedra, de acera moderna y tierra, todo ello alternado. Asustado, me levanté cogiendo mis libros. Después de esto me relajé, me volví, y observé una calle con viviendas de diferentes épocas de la historia, desde casas de comerciantes romanos hasta edificios españoles del siglo XX. No había cielo, sino un alto techo de hormigón, paja y barro que impedía el paso de la luz, por lo que el lugar estaba iluminado por antorchas, velas, candiles y farolas. Miré hacia una y observé a su lado una placa con el nombre de la calle; “Paseo de la Fama”. Aquello me sorprendió, pero aún me vi más aturdido cuando al fin percibí que conocía a todos y cada

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uno de los viandantes de la calle. Justo en frente de mí, Galileo Galilei discutía con el papa Pablo V, quien había intentado vetar sus ideas. Después miré a mi derecha y di un salto hacia atrás, ya que el Che Guevara conversaba animadamente con Adam Smith, el fundador intelectual del capitalismo. Pero no terminó ahí la cosa, ya que un poco más alejados de mí Francisco de Quevedo y Camilo José Cela hablaban en tono fuerte aunque de manera muy animada, y tras ellos, Francisco Franco se encontraba sentado en un banco al lado de la Pasionaria. Me quedé transpuesto.

Un rato después, mientras soportaba el humo del puro del revolucionario cubano, sentí unos golpecillos en mi hombro. Me di la vuelta y observé a un hombre con una gabardina larga apretada por la cintura con una cinta; debajo de ella lucía un traje de un color parecido, casi café con leche, aunque sobre su cabeza destacaba un sombrero más oscuro. Con aire amable se dirigió a mí.

―Hola, bienvenido. Yo soy Hamphrey Bogart, y tú debes de ser algún deportista. ¡No!, eres actor, ¿verdad? ¿A que sí? ¡Oh!, y traes libros, por fin algo para entretenerse. ¿Un cigarrillo no tendrás, verdad?, aquí no se fabrican, la mayoría fuma puros, pero…

―Perdone. No sé ni dónde estoy, ni por qué, ni quién diablos son ustedes, porque el actor protagonista de Casablanca está muerto, igual que Quevedo, Cela, Galileo; por Dios, si al presidente Kennedy le pegaron un tiro...

―Ummm, no te lo han explicado, ¿verdad? Verás; estás muerto. Sí, sí, puedes ver y respirar y oírme, pero estás muerto, sólo que a cada difunto lo ponen en un sitio. A los famosos aquí y a los anónimos en la calle paralela ―Tras su rápida explicación tomó aire―. ¿Entonces, cigarrillos no…?

Estaba alucinado, aquello tenía que ser un sueño. “Ven, te enseñaré el lugar”, me dijo Bogart.

Momentos después me encontraba deambulando por la calle y cruzándome con personajes de todas las clases y

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épocas. Cristóbal Colón, el señor Disney, Francisco Umbral…Y seguía yo en mi ensimismamiento cuando mi anfitrión se dirigió a mí.

―Verás, te presento a un amigo mío muy especial. Es un novato, pero creo que os llevaréis muy bien. Se llama Mark Felt, pero lo conocerás por “Garganta Profunda”. Ahora tengo que irme, pero que sepas que ha sido un placer, de hecho creo que…digamos... que este es el principio de una gran amistad ―afirmó en tono divertido.

Mi nuevo amigo rió diciéndole adiós y luego se dirigió a mí.

―Hola, hijo. ¿Qué tal estás? Bueno, ¡qué pregunta tan absurda! Estás muerto ―ambos reímos―. Pero, ¿por qué estás aquí?, eres hijo de alguien importante, ¿verdad?

―No, señor, en realidad no sé por qué estoy aquí. ―No, yo tampoco, sólo provoqué la dimisión de Nixon.

Por cierto, me gustaría volver a verle ―de nuevo reímos―. Pues bien, aquí nos aburrimos mucho; si quieres, puedo rescatar mi gabardina de juventud y ayudarte con eso que te atormenta: el porqué de tu estancia eterna en el paraíso de los afamados.

Yo asentí asustado, aunque a la vez aliviado por la propuesta.

Acto seguido nos pusimos a caminar calle adelante saludando a quienes según Felt eran Enzo Ferrari y el presidente Washington. Luego llegamos a uno de los bancos modernos de la calle. Nos sentamos al lado de un completo desconocido para mí. Pronto, el hombre, delgado y sin pelo en la cabeza, nos miró, y con acento del Este de Europa le dijo a Felt “Lo malo de morir envenenado es que te pasas la eternidad con un extraño mareo, además de con tu aspecto enfermo y cansado de los últimos días”. Después, me miró a mí, y de nuevo al frente.

―Verás, Alexander, me gustaría presentarte a un amigo que necesita un favor, se llama…

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―El nombre de las personas es lo menos importante. ¿Qué necesita?

―Necesito saber por qué estoy aquí señor… ―Litvinenko. Es normal que no me conozcas, pero si te

digo las palabras “espía”,”ruso” y “polonio”, seguro que me sí. ―Claro, usted murió hace poco, envenenado por el

gobierno ruso. Supuestamente, claro. ―Tranquilo, sé cómo he muerto. Mañana ven a este

mismo banco e intentaré darte respuestas, que Felt te explique el empleo del tiempo aquí.

Y así lo hice. Un día después, que casi en su totalidad pasé recibiendo la explicación cronológica, me acerqué al asiento, donde esperé un rato a que llegara alguien. Al rato, un personaje delgado y moreno apareció a mi lado, como por arte de magia.

―Me llamo Orson, Orson Welles. Encantado ―me dijo hablando muy rápido―. Un amigo común nos ha citado aquí a los dos, pero no me andaré con rodeos, tú no tienes que estar aquí, así que te quedan dos opciones: marcharte o que te expulsen. Toma ―me tendió un sobre―, las noticias vuelan, sobre todo cuando pides ayuda a gente de “La Organización”, ya sabes, quien mueve todo esto.

Abrí el sobre y desdoblé el papel que contenía: Querido visitante: Nos dirigimos a usted con la intención de comunicarle la decisión

tomada por los miembros de “La Organización” con respecto a la noticia de su presencia en el“Paseo de la Fama”, presencia que consideramos ilegítima y fuera de lugar. De manera que sin más preámbulos le transmitiremos el fallo de la asamblea:

Usted regresará al mundo real justo a la misma situación en el

espacio y en el tiempo en la que ocurrió su desafortunado fallecimiento.

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A partir de ahí deberá continuar su vida con el único fin de convertirse en alguien con fama, a poder ser buena y merecida, pese a no ser estas dos condiciones indispensables. Por lo tanto, y con un saludo muy cordial, le enviaremos a donde ya sabe en unos breves segundos.

―Son así amigo, el error es suyo, pero ahora tú eres

quien tiene el papelón de tener que hacerse famoso ―me dijo Orson sin mirarme. Se levantó, me miró a los ojos y chasqueó los dedos.

Yo ya me sentía lleno de energía por el hecho de ser joven, pero el haber resucitado multiplicaba mi fuerza, y el estar mojado hasta los huesos no producía el efecto contrario. De nuevo estaba en las afueras de la ciudad, bajo la lluvia y con los libros colgados del brazo. Los tiré y miré al suelo, después al cielo; no vi nada particular, salvo la pasta creada por el papel mojado primero, y las gotas cayendo sobre mi cara después. No me importó mojarme y tampoco parecer ridículo, estaba absorto en mis pensamientos, en la necesidad de ser famoso para obtener un premio que no sabía si sería bueno y en la confusión de los momentos siguientes a estar muerto. Empecé a pensar, era lo único capaz de hacer en ese momento, después de todo lo que me había pasado. Reflexioné sobre si todo aquello había sido real o sólo un sueño, una alucinación producida tal vez por un golpe en la cabeza. Pero no era así, era demasiado real y mi ropa todavía estaba sucia por la llegada al paseo de la fama. Ahora tenía que conseguir hacerme famoso para llegar a ser lo que estaba en mi destino, me lo habían ordenado, y podría pasarme la eternidad conociendo a gentes famosas de todas las épocas, estaría en un lugar especial, diferente. Pero…no lo sería tanto si haber conseguido la fama por algo importante era irrelevante, tal y como decía mi carta. De todos modos pensé: “Esto es un reto, debo hacerlo y volver allí para…” En ese momento me di cuenta de que estaba bajo la lluvia, en medio de la calle pensando en mis cosas, tenía que irme. Pero de repente giré la

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cabeza y una luz blanca me deslumbró en la cara, tras lo cual recibí un duro golpe en mi costado: me sentí caer, como un tiempo antes cuando había ido a parar a la peculiar calle de los famosos. En esta ocasión el golpe contra el suelo fue brutal, el pavimento era de nuevo de piedra y hecho a retales con trozos de calle de otras épocas. Todo era igual, salvo porque en esta ocasión la calle estaba abarrotada de gente y yo no conocía a ninguno hasta que un hombre calvo y de aspecto cansado se dirigió hacia mí apoyado en un bastón plateado y me dijo: “Eres demasiado joven para morir, pero eres bienvenido igualmente”. Me quedé mirándolo. “Yo soy… un hombre a quien no conoce nadie, pero te aseguro que he aportado más al mundo de lo que ha hecho jamás cualquier otro”, añadió.

―Yo tampoco soy famoso, lo cual es una pena. ―Que no eres famoso ya lo sé, por eso estás en esta

calle y no en el “Paseo de la Fama”, pero hay otras cosas importantes que has hecho, estoy seguro, y también tengo claro que aquí estarás bien. No es la fama, el poder, ni el dinero algo tan importante, y mucho menos una vez fallecido uno. Por cierto, no era ninguna luz divina, me han dicho que era un autobús.

NICOLÁS GONZÁLEZ RODIL

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LA CALLE

ola, me llamo Juan Carlos y llevo seis años en la calle porque mi adicción al juego me ha llevado a perderlo todo.

Yo era un hombre de negocios y estaba casado, hasta que un día como otro cualquiera un amigo me invitó a jugar una partida de póker en su casa; la partida se jugaba a las 08:30 de la tarde, pero antes tenía unos asuntos que resolver.

Llegué a la casa de mi amigo diez minutos antes de la hora prevista y vi por una ventana que mi amigo y unas personas que no conocía de nada estaban charlando y tomando unas copas antes de empezar. Llamé a la puerta y el mayordomo me abrió.

Entré en la casa y esperé a que fuera a avisar a mi amigo; me dijo que le siguiera hasta la habitación donde se iba a realizar la partida. Subimos al segundo piso, llamó a una puerta y mi amigo salió a recibirme, nos saludamos y entramos en la habitación. Me sirvió una copa y nos pusimos a jugar y después de tres horas gané la partida, la única que ganaría hasta perderlo todo.

En las partidas siguientes fui apostando mi reloj de oro, los coches, el yate, el chalet de la playa y al final, después de haber jugado cinco partidas consecutivas sin haber ganado ninguna y haberlo perdido casi todo, decidí apostar las escrituras de mi casa, y también las perdí.

Mi mujer me pidió el divorcio y tuve que echarme a la calle. Paso mucho miedo y mucho frío, pero es lo que me queda si quiero sobrevivir.

RICARDO HERES ÁLVAREZ

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4º ESO

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BAJO MI TECHO DE ESTRELLAS

ive y deja vivir, pero ¿y si tu vida se basa en la muerte mental de los demás?, si no puedes vivir dejando vivir, no con el uso propiamente dicho

de la palabra, si no en referencia a la muerte mental, quitar el derecho de ataraxia y aponía a los demás y beneficiarte a cambio de su infelicidad. Cuando se vive en la calle, por desgracia, esta situación se convierte en un día a día inalterable. Robar, engañar, mentir, traicionar, e incluso asesinar, se convierte en algo necesario para mantenerte en pie y no caer en la mas inhóspita desesperación, pues aunque en la mayoría de las ocasiones la satisfacción propia no se basa en el sufrimiento de quienes te rodean, hay veces en que llenas tan extremadamente tu alma de odio que no eres capaz de ver más allá de lo que hay reflejado en tu espejo.

Cuando estás solo, completamente solo, no tienes a nadie, ni ninguna preocupación más que tu propio bien; cuando eres un maldito vagabundo y lo único que consideras tuyo es un carro del supermercado con una rueda rota. Esta es mi descripción, o al menos la de mi vida, nada más alejado de la realidad que estas míseras frases. Os preguntaréis cómo he llegado a esta situación, yo, hombre culto y con un excepcional vocabulario, lo que impresiona a todo aquel con el que me topo. Explicarme no es fácil, ya que llevo años sin escribir una sola palabra, pero quizá sea la única forma de redimirme ante todos los actos que he realizado desde aquel entonces.

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Hacía doce años que no pensaba en esto, y ahora, de repente, las imágenes salen disparadas a mi cerebro como si de un tráiler se tratase. Veintisiete años, pelo rizado y largo y una corbata marrón sobre mi cuello. Frente a mis ojos toda mi vida, mi hogar, mi mansión, lo recuerdo como si fuese ayer; portaba una maleta de cuero que solo transportaba fotos y algún que otro documento sin importancia. A mi derecha se encontraban dos hombres trajeados y con tal cara de maníacos sicóticos que si pudiese volver a aquel día no habría dudado en desfigurárselas ni un segundo. Esos psicópatas hijos de su grandísima mala madre me estaban robando la vida. Cada mueble, cada portarretratos, cada objeto de importancia que existía en mi hogar desaparecía de entre mis dedos para que esos grandísimos rufianes pudieran tener unas honorables vacaciones. Embargaban mi casa, mi chica me decía adiós sin un simple saludo de afecto. La muy lagarta solo se interesó desde el principio por mi monedero y mi cuenta corriente. ¡Por el amor de dios!, no tenía familia a la que acudir, ni trabajo en el cual encharcarme, debía treinta y dos millones y medio y no podía devolverlos aunque vendiera mi santísima alma al mismísimo diablo. Pensé en si cabía la posibilidad de que me partieran las piernas, pero no, ya habían destrozado mi vida, para qué molestarse si ya lo había perdido todo. Y allí me encontraba yo, observando cómo me derramaba gota a gota como la cera de las velas al desgastar su llama, mi vida al traste, y pese a mi mísera suerte mi sensatez no cesaba, seguía cuerdo y sin derramar apenas una gota del lagrimal. Me largué, no perdí tiempo en despedirme de mis criados. La verdad es que en tantos años de convivencia nunca llegué a entablar seria conversación con ellos, así que no tenía nada que decirles. Salí de mi morada intranquilo, tenía pensado hacer algo, no sabía el qué. Quizá debí pararme a pensarlo un segundo mientras tuve tiempo pero, por desgracia, no se puede rectificar el pasado.

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Llevaba horas caminando cuando me di cuenta de que no llegaría a ningún lado por mucho que anduviese. Me senté en el frío asfalto de la calle y miré hacia arriba. Quería saber lo que estaba sucediendo con mi vida, pero era inevitable, no sabía qué pensar ni qué recuerdo traer a la memoria. Pensé en si podía caber la mínima posibilidad de que estuviera viviendo un sueño, pero por desgracia no correría esa fortuna. Me di cuenta de que estaba solo, sin nadie que me consolara, yo, hombre libre que retomaba desde el principio su estancia en la tierra, no, la libertad pese a ser tan codiciada no era tan afable como la gente cree, sino odiosa. Apenas transcurridos cinco minutos se me acercó un hombre, un hombre de la calle, por supuesto, su aspecto le delataba. Me sonrió enseñando la mugre de sus amarillentos dientes, y me ofreció polen. No era la primera vez que consumía esas sustancias pero nunca por motivos de desesperación, quería evadirme del mundo y lo acepté. No me paré a pensar en los motivos que llevarían a ese hombre a regalarme algo tan caro, bueno, con todo lo que me fumé aquel día supongo que habría gastado bastante cantidad de dinero, pero, al final se lo devolvería con intereses. Más de lo que me podía permitir.

Me sentía mareado, sí, me evadía de la realidad pero solo por el simple hecho de que las ganas de vomitar que tenía superaban mi angustia por mis pérdidas. Esa mierda era eso precisamente, una mierda, era asqueroso y me convertía en algo que no me gustaba. Me observé en el reflejo de un escaparate y no me gustó nada lo que vi. Mi tez era amarilla, las cuencas de mis ojos negras, mi camisa estaba manchada de vómito y yo era, básicamente, deprimente. Pero necesitaba ser así, necesitaba algo más fuerte que me colocase de verdad. Sabía que si lo quería tenía que hacer algo que seguro no me gustaría nada. Entré en la tienda en la que me había estado viendo reflejado. Era una tienda de ropa para niños, algo inocente, pero necesitaba dinero. Por primera vez en la vida era de lo que más carecía. Apuesto y estoy seguro de que había

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otras opciones, con mi intelecto y mi talante seguro que podría haber retomado mi vida, pero en ese momento no estaba cuerdo para pensar en ello. En el establecimiento solo había una señora que rozaba la edad de la jubilación, y yo, agresivo, la amenacé con la simple arma de mi mano cerrada. Ya era tarde, y nadie recorría la manzana, la mujer asustada al ver a un hombre en tal estado, no tuvo más remedio que darme el escaso dinero de la caja. No había apenas doscientos euros pero era lo suficiente para empezar. Salí corriendo de allí, más que nunca, como si el diablo fuera tras de mí. Llegué a mi destino, era el lugar donde había estado hacía tan solo un par de horas. El hombre que tan amable me había ofrecido sus degustaciones ahora se encontraba tapado por unos simples cartones. Me acerqué a él y le pedí droga, lo que fuera que me evadiese. El indigente me observó durante unos segundos. No sé qué pretendía y a decir verdad tampoco me importaba, sonreía, esa imagen perduraría en mi cerebro para siempre. Nunca en toda mi apacible vida había visto un rostro similar, una expresión facial tan sumamente interesante. Si dicen que los ojos son el reflejo del alma, aquel hombre carecía de ella, estoy seguro. Me ofreció una pastilla a cambio de todo el botín que portaba y acepté sin pensarlo. Si esa basura me hacía soñar me daba exactamente igual el timo o un malestar próximo peor que en el que me encontraba. La ingerí a palo seco y eso que era de un tamaño considerable.

Ojalá pudiera contaros lo que vi aquella noche, pero por desgracia no la recuerdo nada nítida. Había sufrido grandes alucinaciones, lo sé porque al despertarme me encontré con mi camiseta a modo de turbante y la cara arañada por mis propias uñas. Si os digo la verdad, el resto de mi vida se convirtió en una rutina escandalosa. No tenía lugar alguno donde descansar más que la misma ciudad donde comía, dormía, trabajaba y en definitiva vivía… ¿Mi trabajo? Bueno, como nunca me gustó arrodillarme ante nadie pidiendo limosna, me dediqué a robar, normalmente dinero y si conseguía algún objeto de valor o iba

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directo a mi baúl de los recuerdos (un carrito destartalado del supermercado), o a mi único confidente y amigo entre comillas, por así decirlo, el hombre que me daba esas pastillas que me hacían surcar mi valioso techo de estrellas, la única persona a la que dirigía la palabra. Era mi dios particular ya que él no respondía a mis plegarias, o tenía el dinero o no había droga, lo sabía y no podía hacer nada. Nunca supe de dónde sacaba ese mísero ser aquella basura, desaparecía cuando se le antojaba y yo nunca me percataba de ello. La verdad, con todo el dinero que conseguía para él no sé cómo no era capaz de salir del arroyo, teniendo en cuenta que daba más pena y asco que yo. Siempre tan sucio, dudo que se hubiera lavado algún día en doce años. Repugnante, esa roña en sus dientes y esa cabeza tan rasurada lo asemejaban (con un gran parecido) a la caricatura de Golum, incluso en ocasiones lo he visto caminar con cierta similitud a este personaje. Supongo que sería porque mi amigo también consumía de aquellas mis preciadas pastillas.

La gota colmó el barril cuando un día, sentado en mi acera, se me acercó un crío. Debía de tener unos tres años, me sonrió. Siento aún lo que sentí en aquel momento. La inocencia y felicidad que aquel niño representaba me recordaba que yo también había sido ese niño. Todos fuimos aquel niño un día ¿verdad? Cuando no conoces lo que en realidad es la vida y crees que todo se puede conseguir con el paso del tiempo, me sentía tan bien. No había pasado apenas un minuto cuando un hombre y una mujer de mediana edad agarraron al niño atemorizados. Di a entender que eran sus padres y que habían extraviado a su hijo por un instante. Me disponía a soltar una frase típica de afecto hacia ellos cuando el hombre se me acercó, me sujetó por la camisa y replicó gritando, “¿le has tocado?, ¿le has tocado, maldito pervertido de mierda?”. Me quedé atónito ante la situación, ¿por qué había yo de haber tocado a esa pobre criatura?, ¿acaso me tachaban de pederasta? Es verdad que hacía que no estaba con

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una mujer una eternidad pero tampoco había caído tan bajo como para abusar de un niño. Su madre lo sujetaba y me miraba asqueada, su padre me soltó al darse cuenta de mi desconcierto. Me miré en el reflejo de un charco que se encontraba a mis pies. Aquel hombre no era yo, no era posible, no conseguía comprender cómo podía haber alcanzado tal situación.

No podía seguir luchando, no podía seguir drogándome para evadirme. Mi vida era una bazofia, no podía continuar, tenía que acabar con ella, tenía que acabar conmigo de una vez y para siempre, descansar en paz y yacer en una lápida para la eternidad. Aunque la verdad, no sabía qué sucedía con los cadáveres de los hombres de la calle. Seguramente acabaría enterrado de mala manera en cualquier cementerio para despojos. Daba igual, terminó, finito, fin de la partida, hasta nunca. Me postré en medio de la carretera y en menos de dos segundos un coche me llevó por delante.

Tranquilos, no os estoy escribiendo desde el más allá, por suerte o por desgracia no lo sé. Me desperté en un hospital público, estaba afeitado, aseado, reluciente. Al parecer llevaba en coma un par de meses. Larga vida a la Seguridad Social: era un hombre decente, como otro cualquiera. Me levanté con esfuerzo, y me acerqué al lavabo para mirarme en el espejo, ¿cómo sería mi rostro en la tercera etapa de mi vida? Tendría sobre cuarenta años, perdí la cuenta hace mucho, mi aspecto era normal, no hay más que describir, era el aspecto que puede tener cualquier hombre que te encuentras por la calle. La calle, “la calle ya no existe”, pensé, esa etapa estaba muerta y yo había renacido.

Poco a poco me fui reponiendo en aquel hospital. Conocí a un psicólogo que me recomendó escribir mis vivencias desde que acabé en la bancarrota. Y bueno, mañana me dan el alta. Una de las auxiliares de enfermería me ha conseguido un trabajo bien pagado de chófer a la puerta de un casino. ¿Quién sabe lo que me deparará el futuro? Gloria,

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desdicha, sea lo que sea no me pillará desprevenido. Y en este pequeño relato guardo mis vivencias, y mis errores, las piedras con las que no he de volver a tropezar. Me espera una etapa de reinserción social y de terapias de grupo para superar mi adicción a las pastillas. Será un principio duro para alcanzar un final feliz. Y este libro se cierra, posado en mi mesilla. Nunca olvidaré las largas noches de frío viviendo bajo mi techo de estrellas.

ISIDRO GARCÍA GARCÍA

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LA CALLE DE LA VIDA

En mi vida infeliz paso las horas, Mientras llega la muerte, Convirtiendo en dolores las tristes ironías de la suerte. RAMÓN DE CAMPOAMOR

n una ciudad muy normal había una calle muy corriente. Tenía un nombre no llamativo y no había nada que la pudiera distinguir de los

demás. En esa calle había un montón de edificios grises y nada originales en los cuales vivía la gente que frecuentemente se llama “todo el mundo” o “la población”.

La gente nunca cambiaba su horario de trabajo, siempre utilizaba el mismo bus de toda la vida, siempre comía las mismas cosas, se casaban unos vecinos con otros, tenían hijos regulares y no había nada extraordinario por ahí.

Todos ellos veían los mismas programas de la tele, escuchaban las mismas noticias, cuando viajaban en bus o en metro leían los mismos libros “populares” y escuchaban la misma música pop, rock o rap.

Eran felices en su vida, porque la tenían planificada para el futuro más lejano, incluso sabían en qué cofre les iban a enterrar, porque un amigo suyo que trabajaba en una compañía de seguros les dijo que era lo más guay que hay y ellos ya decidieron que será así.

Compraban las mismas cosas, como muebles de IKEA, ordenadores de Mediamarkt y comida de Carrefour. Tenían

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sus gustos personales, como el color de ropa o sabor del café, pero la mayoría de ellos elegía lo mismo que sus amigos.

Salían a ver las mismas películas en el mismo cine, iban a los mismos bares, cafés y restaurantes, celebraban las bodas, cumpleaños y otras fiestas de la misma manera.

Tenían las mismas ideas sobre cosas que ellos nunca habían visto o sobre cualquiera persona que no habían conocido personalmente. Creían que el gobierno siempre defendía sus intereses frente a esos países como Francia o Italia, creían que las rebajas o las ofertas especiales sirven para ahorrar, creían que todo lo que dicen en la tele es verdad y nunca habían dudado acerca de cualquier cosa. Lo tenían todo muy claro, muy fácil: vivo para disfrutar de todo lo que hay en el mundo, para disfrutar tengo que trabajar, la democracia es la única forma del gobierno posible, no hay que reflexionar sobre lo que hago porque soy el mejor y nunca cometo errores, los productos que como hacen que sea más fuerte, más resistente a las enfermedades, los juegos desarrollan mis músculos y los programas de la tele mejoran mi cerebro. Pero el lema más importante de su vida era el siguiente: “No debo pensar en el porqué de las cosas”. Y ellos, aun sin saberlo, lo hacían de una manera escrupulosa.

Un día normal un hombre común y corriente estaba mirando por la ventana de su habitación. Él lo hacía todos los días porque le gustaban las vistas y no tenía nada más que hacer porque estaba en paro. Nunca había visto nada interesante en la calle donde estaba situada su casa, pero observaba que la gente cruzaba la calle siempre cuando el semáforo estaba en verde y siempre por el paso de peatones. Él sabía que era lo normal y que si alguien se atreviese a cruzar la calle por cualquier parte no apropiada sería penalizado con una multa, aunque nunca vio a nadie cruzarla de una manera rara.

Pero, una vez que estaba sentado en su sillón favorito observando las nubes y las estelas de unos aviones que

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cortaban el cielo en triángulos equiláteros, se durmió e imaginó que se levantaba del sillón, iba al trabajo, volvía a su casa, dormía, comía, descansaba en el mismo sillón, volvía al trabajo y así hasta la muerte. Nunca despertó.

ALEXANDER SEMENYCHEV

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A TRAVÉS DE LA VENTANA

l amor, ¿qué es el amor para las personas? Algunos dicen que el amor es el mayor de los dones pero ¿el amor puede estar ligado a la

soledad, el llanto y el sufrimiento? A vuestra pregunta: sí; la prueba está en una persona que experimentando esos sentimientos los escribe y relata en una hoja de papel. Han pasado muchos años desde que esas cartas se escribieron pero, por motivos que no revelaré hasta más tarde, esas cartas llegaron a mis manos; fue entonces cuando entré a participar en la vida de un joven de diecinueve años condenado a cadena perpetua por motivos que no descubrí hasta más adelante. Este chico, para apaciguar su soledad, escribía cartas a una persona que nunca le contestaba; entre todas las cartas que leí, para mí siempre destacó una:

Mayo de 1958 El día es hermoso, solo falta que los pájaros canten. Como todos

los días, me asomo a la ventana con la esperanza de verte pasar con ese vestido rojo y ver cómo luces tu melena negra resbalando en cascada por tu espalda los días de lluvia. ¿Qué fue de esos tiempos, Marina? Ya no son más que recuerdos que ululan en mi corazón y se pierden en el viento.

Los coches de caballos pasean frente a mi celda, los cascos resuenan sobre los viejos adoquines, las señoras hacen sus labores sin ningún tipo de preocupación ―no tienen prisa―, y los niños juegan con los diábolos por

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las calles mientras las niñas, desde uno de los bancos de un pequeño parque cercano a la plaza de La Libertad ―nombre curioso ¿verdad?―, ríen y se ruborizan. Nunca te lo dije, pero yo también te observaba, veía cómo el rubor de tus mejillas aumentaba cuando mirabas a los niños ricos jugar con esos juegos que yo nunca pude tener. Me pregunto por qué abandonaste aquellos lujos para venir conmigo. Sea lo que sea conseguiste que en mi mundo de pobreza abriera una ventana a un mundo de felicidad; te puedo asegurar que donde estoy eso no sobra. Muchas chicas que salen de este infierno lo primero que hacen es respirar hondo; lo segundo sonreír; “soy libre”, deben de pensar. Sé que algún día seré yo el que salga de esta celda y pensaré eso, pero mientras tanto lo único que me consuela es acordarme de ti y mirar a través de esta fría ventana y ver la vida que se me presenta ante los ojos.

Al leer estas líneas comencé entonces a profundizar en

el hombre que derrochaba tanto amor en aquellos párrafos. Meses después llegó a mis oídos que un chico llamado Marcos del Río había ingresado en prisión en 1958 por un atraco a mano armada a una joyería en Madrid. No se resistió a la policía, pero en aquellos años ese tipo de delitos significaba cadena perpetua.

Finalmente, a Marcos del Río lo liberaron en 1993 por buena conducta y tras haber confesado los motivos del robo. Ciñéndome a estos hechos, fui a su antigua prisión a pedir información sobre su domicilio. Nadie iba a negar a un miembro de la policía ese tipo de dato. Antes de marcharme de aquel horrible lugar quise ver con mis propios ojos la celda en la que Marcos del Río había vivido tantas emociones.

La celda era tal cual la había descrito en cartas anteriores. Por curiosidad me asomé a la ventana: la calle de adoquines se había convertido en una carretera; las mujeres seguían haciendo sus labores, pero los niños ya no podían jugar en esas calles y, aunque pudieran, preferirían el consuelo de un móvil o de una máquina de juegos; en lo referente al

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banco de las niñas, seguía en la calle, pero no se veían niñas; por ver, no se veía a nadie.

Mi investigación no iba tan bien como yo esperaba. La dirección que me había dado el carcelero era muy antigua y nadie vivía allí. Daba palos de ciego. Investigué durante días, los días se convirtieron en semanas y así sucesivamente. Dejé el caso de lado, tenía otras preferencias. Hasta que un día llegó mi esperanza, la suerte había cambiado de lado. Una mañana de julio de 2007 recibí una llamada del Ayuntamiento de Madrid comunicándome que Marcos del Río había renovado el carné de identidad. Yo estaba eufórica. La chica me proporcionó la dirección, le di las gracias con todo el entusiasmo del que fui capaz y colgué, cogí todas las cartas y salí corriendo de casa con la esperanza de encontrarlo allí.

Caminé durante media hora. En ese trayecto estuve

reflexionando las palabras que le diría. Tenía miedo de que pensara que era una cotilla o una admiradora; fuera lo que fuese estaba dispuesta a averiguarlo.

Al llegar a la calle me sorprendió la limpieza de las aceras y ver los jardines llenos de flores, era un espectáculo hermoso y lleno de vida. Divisé la casa de Marcos al final de la calle, me situé dubitativa frente a la puerta, una puerta vieja y sin barnizar, me armé de valor y llamé a la puerta. Escuché pasos y, de repente, una voz a mis espaldas dijo:

―Perdóneme, señorita, pero ¿me puede dejar pasar?―me di la vuelta; a mi espalda había un hombre de unos setenta años, alto, delgado, con el pelo cano y los ojos azules; tenía una expresión dulce y cansada y le cedí el paso. “Es él”, pensé.

―Perdone, señor, ¿es usted Marcos del Río? ―el hombre se dio la vuelta.

―Sí –estaba atónito y un poco preocupado. ―Perdón por no presentarme, soy la inspectora Conde,

me gustaría hablar con usted.

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―Adelante, inspectora, pase. Me condujo a un pequeño salón, se sentó e hice lo

mismo. No sabía qué hacer, los nervios afloraban en mi piel. ―Señor del Río, aunque sea inspectora, todos los

policías cometemos errores, en mi caso en vez de despedirme o directamente expulsarme decidieron que fuese a la cárcel de Carabanchel a coger documentos que posteriormente se iban a tirar. Tiré todos los documentos y recuerdos menos los suyos. Tengo que confesarle que leí las cartas. Lo siento, sé que no debía, pero quería que me contase el final de su historia.

Marcos se inclinó hacia delante. ―¿Cómo se llama usted, señorita? –preguntó. ―Carmen ―contesté. ―Bien, Carmen, le contaré mi historia, mi idilio, si lo

quiere llamar así; pero le ruego que no me interrumpa, a cierta edad la cabeza se atolondra y se pierde el hilo de las conversaciones. En fin, esta historia tendría que salir algún día a la luz:

“Corría el año 1957, yo era un joven muy apuesto; mi único defecto, ser pobre, yo no lo consideraba un defecto hasta que conocí a Marina.

Marina era la hija de un importante ministro, mientras que mi padre era un humilde panadero, y mi hermano Miguel era un limpiabotas bastante ligón con las chicas del barrio. En cambio, yo en ese sentido era más exquisito, para mí una chica tenía que quererme tanto o más de lo que yo la quería. El día que vi a Marina, la cabeza me dio vueltas, no creía en el amor a primera vista hasta que la conocí y me prometí que sería mi novia.

Y así fue. En marzo de 1957 yo estaba saliendo con la hija del ministro más importante de Madrid; nos queríamos, o eso pensaba yo. Era consciente de que no era perfecta, sabía que era muy caprichosa y que lo que pedía lo quería tener y yo le prometí que tendría el anillo más hermoso de toda España, y que se encontraba en la joyería Minerva. Entré a preguntar el

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precio, pero se salía por completo de mi presupuesto. Yo deseaba todo para Marina y esa noche me dispuse a atracar la joyería, pero no salió como esperaba y pasé treinta y cinco años en la pri sión de Carabanchel sin confesar el motivo del robo. En ese tiempo me dedicaba a escribir cartas a Marina. No me contestó a ninguna. Su padre mandaba a los carceleros guardar todas las cartas que le escribía a su hija; me enteré de que mi padre casi se suicida por lo ocurrido aquella noche, pero mi hermano le detuvo. A la muerte de mi padre, mi hermano Miguel se fue a vivir a París. Nunca supe nada de él desde entonces.

Cuando salí de la cárcel me propuse rehacer mi vida y aquí estoy, frente a usted, Carmen.

―¿Qué fue de Marina? ―un manto de melancolía recubrió la estancia.

―¿Quiere saberlo? ―me tendió una carta―. Quédeselas. Me despedí de él y salí por la puerta a paso ligero

agradeciéndole su colaboración. Al doblar la esquina corrí a casa y me puse a leer aquellos párrafos que sabía que no dirían nada bueno:

Abril de 1981 Marina: Hoy por fin ocurrió el milagro: a través de mi ventana te vi,

radiante por las calles, luciendo tu mejor sonrisa y cómo no, no podían faltar tus aires de grandeza; sé que jamás te voy a volver a ver. Desde mi ventana he experimentado tantas cosas, pero ninguna tan dolorosa como verte con otro hombre, tengo que admitir que él es más alto que yo, pero también tú tienes que admitir que él no te querrá tanto como yo. Estuve a punto de gritarte para que alzases la vista hacia mis barrotes, pero vi que llamabas “Marcos” a un niño y en pocos segundos cogías en brazos a un chiquillo de no más de cinco años. Lo que más me duele de esto es que te

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sigo queriendo y que solo tenía ojos para ti. Con el rostro lleno de lágrimas me fui agachando. Había visto suficiente, pero igual la suerte me quiso castigar y, por una remota casualidad, miré tus níveas manos, y en uno de los dedos descubrí que lucías un precioso anillo que muchos años atrás hizo que me condenaran por ello.

Sentí una punzada de dolor al leer aquellas profundas

palabras, el sentimiento y la inocencia de Marcos se había colado por las rendijas de su corazón igual que el sol se filtraba por las rejas de su celda, y estaba convencida de que lo que más le dolía a Marcos del Río de aquella retorcida historia era que aún la amaba.

SARA DÍAZ PINAR

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BACHILLERATO

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NUEVA CALLE, NUEVA VIDA

uerida mamá:

Ya estamos aquí. Tras un largo viaje hemos llegado bien

los dos. Nuestro nuevo piso no está muy bien situado, pero me gusta la calle en la que se encuentra, calle Estévez numero 24, 3º derecha. ¿Suena bien, verdad? Ahora mismo estoy sentada en la terraza que tiene el piso, da para el exterior; desde aquí puedo ver toda la calle, desde su comienzo hasta su fin, aunque he de reconocer que allá por el final no distingo las cosas como debería, puedo ver las grandes farolas y algún que otro letrero de tiendas, pero no percibo qué es lo que traen escritos. Justo enfrente tenemos una cafetería con ordenadores, ahora lo llaman cibercafé; desde ahí me conectaré todas las veces que pueda para hablar con papá y con Alberto; se llama El café de Ana, y por lo que me ha comentado nuestra casera, su dueña es muy amable. La hemos visto desde lejos, es una anciana que por lo que he oído lleva viviendo en esta calle sus casi ochenta años de vida, en ella ha tenido a sus cinco hijos, que son los que han modernizado la cafetería, esta calle la ha visto crecer y ella misma ha comentado que también la verá morir. Debajo tenemos un tienda de comestibles en la que ya he estado, es bastante amplia y su dueño nos ha tratado muy bien, parece ser que aquí ya todos saben nuestra historia; eso es lo malo de las antiguas calles, en las que ya se conoce todo el mundo y los habitantes de cada piso son hijos de hijos cuyos padres ya

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nacieron aquí. Mamá, me gustaría que vieras qué bonitas terrazas veo desde mi ventana, todas repletas de macetas con preciosas flores, y en la calle, por toda la calle, hay enormes tiestos con flores de todos los colores, hasta en las farolas hay flores. ¡Cclaro, es verdad, se me había olvidado! ¡Vivimos en una calle peatonal! Es genial, mamá, cuando salgo a comprar a la tienda de abajo no tengo que preocuparme de si pasan millones de coches a 100 kilómetros por hora, eso ahora ya no existe, ya no huelo el fatídico olor a gasolina que olía antes, ni tampoco entra por mi ventana el humo, ni siquiera oigo el rugir de los motores; el único sonido que percibo es el caminar de los transeúntes, los cantos de los pájaros que se posan en los balcones de las casas y en algunos momentos los gritos de Miguelito reclamando mi atención, pero eso es lo de menos. No sé, mamá, desde está ventana lo veo todo de color de rosa, es extraño y lo sé, pero tengo el presentimiento de que esta calle nos guarda una vida nueva para los dos, y no podemos desaprovecharla. Deberías ver ahora a Miguelito, está abajo, en la calle, con todos sus nuevos amigos, puedo ver a casi treinta niños jugando como antes, como en los viejos tiempos; son niños de todas las edades; me encantan todas esas niñas que están sentadas en la acera con sus muñecas, o las que juegan en medio de la carretera a la comba, los niños tienen montado en un trozo de carretera dos porterías con cubos de basura y están jugando a fútbol. Miguelito acaba de meter un gol, está mirando al cielo, y por lo que puedo percibir está pensando en ti mamá, yo lo sé… te recuerda todos y cada uno de los días del año, fue él quien me mandó que te escribiera esta carta; al principio no estaba segura, pero luego pensé que no era una mala idea, te lo mereces mamá, me encantaría que estuvieras con nosotros, que pudieras ver lo que yo estoy viendo ahora mismo, es digno de observar, tú no te cansarías nunca… No lo olvidaré, no olvidaré cuando Miguelito me dijo “mamá, a la abuela le encantaría este sitio, escríbele una carta, cuéntaselo todo tal y como lo vemos nosotros, no la recibirá, pero ella te

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lo agradecerá”. Te seguiré escribiendo para contarte lo que esta nueva calle nos depara, te lo contaré todo tal cual, parece que aquí cada persona tiene su propia historia, son años y años de diferentes vivencias aquí, en la calle Estévez, te las contaré todas, prometo no saltarme ninguna.

No te olvidan: tu nieto y tu hija. Carmen y Miguel

MARÍA MARTÍNEZ GUTIÉRREZ

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HISTORIA DE UNA CALLE

e vivido más que nadie, he visto cosas que ninguno imaginaríais, por mí han pasado gentes de todos los rincones del mundo, ricos, pobres,

jóvenes, enamorados, solitarios... Aún recuerdo, casi al inicio, las carretas pasando un día

tras otro por el pequeño camino que estaba la mayoría de los días embarrado y casi siempre cubierto de hierbas. Aquella mujer que se levantaba temprano y pisaba fuerte, tirando de los caballos para ir al mercado, los niños que pasaban descalzos de camino a la escuela, los hombres sudorosos tras una larga jornada de trabajo... Eran tiempos duros.

Con el avance de los años todo cambió. En mi memoria queda aún el recuerdo del día en que llegaron aquellos hombres, tomando medidas sin parar. En pocos años las casas comenzaron a rodearme, tan solo quedaban unos espacios por los que circularían tantas personas, tantas aventuras... El suelo de tierra fue sustituido por una masa pastosa y grisácea que después de horas estaba dura como la piedra. Los carros fueron sustituidos por máquinas llamadas automóviles. Emitían un extraño ruido pero se movían con gran elegancia sobre aquella superficie gris a la que llamarían carretera. También colocaron una plataforma a cada lado, un poco más alta y vistosa por la que caminaban las personas: las llamaron aceras. En ellas se erguían esbeltas columnas y en lo alto de

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estas unas luces alumbraban por las noches el camino a los transeúntes.

En un periodo, para mí corto, había pasado de ser un burdo camino de tierra a una espléndida calle rodeada de grandiosos edificios.

En mi vida no todo han sido alegrías. Un claro ejemplo fue el quiosco “La de Generosa” donde decenas de niños acudían para gastar sus ahorros en caramelos o en chucherías. Al principio estaba encantada pero más tarde, con la llegada de un caramelo viscoso llamado chicle, fue mi pesadilla; algo tan insignificante como eso, algo no más grande que una moneda, que cuando se le acababa el sabor se convertía en una masa y finalmente era arrojada por los niños al suelo, que tantos años había permanecido impoluto. El chicle se convertía en algo realmente horroroso, se pegaba, ensuciaba cada esquina y cada vez había más y más.

También he conocido la tristeza y la soledad. Llegó por la entrada de arriba: iba cargado con una mochila y su aspecto era un tanto desaliñado. Era tarde, las farolas ya se habían encendido. Parecía apenado: aquel hombre llevaba escrito en sus ojos la desgracia de una vida llena de pesares. Cogió unos cartones e intentó acomodarse. Bajo las estrellas, en una noche fría consiguió conciliar el sueño.

Han vivido como si fuesen parte de mí, algunas personas que cada día me recorrían unas cuantas veces para llegar a la seguridad de su hogar; cuando se fueron noté el vacío que estas dejaban, pero no estaba triste porque sabía que siempre las recordaría, habían dejado su huella en mí.

Ha habido otros que con su imprudencia o su “mala sangre” me han tratado mal o han causado algún accidente, aunque por suerte casi siempre sin importancia. Por ejemplo aquel automóvil conducido por un hombre despistado que derribó una farola y provocó el derrumbamiento de uno de los toldos del “Restaurante de Amancio”; por suerte fueron daños

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menores. Algunos otros arrojan sus basuras sobre mí como si no viesen las papeleras, situadas en las aceras con ese fin.

Pero tengo que reconocer que también he pasado por muy buenos momentos.

Evoca mi memoria el pequeño bar llamado “La Figal”. En su inauguración todo estaba abarrotado, la gente salía alegre y sonrosada por los “culines” de sidra que el dueño ofrecía gratis en ese día tan importante; la fiesta fue sonada, me engalanaron con banderas y hubo baile al son de la gaita y el tambor. Fui la envidia de otras muchas calles. Los demás establecimientos tardaron poco en llegar: zapaterías, tiendas de ropa, restaurantes, joyerías...

Quisiera contaros algunas de las muchas cosas que han sucedido aquí y que con cariño mi memoria ha ido recogiendo a lo largo de los años.

Una vez un joven escritor, dando un paseo, se inspiró en mí para escribir la novela que le llevaría a lo más alto. En ella decía que una calle era el sitio en el que más tiempo pasamos a lo largo de nuestra vida: los niños juegan en ella, disfrutan en ella, pasean, después se enamoran, se divierten, ríen, lloran... Y yo he visto todo eso. ¡Qué razón tenía aquel joven escritor!

Hace apenas una década un descapotable blanco se paró frente a la casa de azulejos rojos y blancos situada justo a la izquierda y en el centro de la calle. Os parecerá salido de un cuento de hadas pero os puedo asegurar que ocurrió de verdad: del coche se bajó un hombre, llevaba un traje negro y una corbata a rayas, no sabía qué hacía aquí hasta que por el portal salió la mujer más hermosa que pisaría esta calle. Vestía un traje blanco y su pelo rubio caía sobre sus hombros. En ese momento descubrí lo que era el amor cuando, sin querer que se le notase, una lágrima se deslizó sobre la mejilla del hombre.

Otro acto memorable es el de las fiestas de mi pueblo, todo el mundo las espera con ansia y cuando llegan las calles rebosan de gente, se escucha el alboroto a todas horas del día incluso aunque algunos vecinos se quejen del ruido a altas

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horas de la mañana. Yo creo que es algo normal en fiestas; además, son mis días preferidos.

No podría acabar esta historia sin mencionar a las personas que cada día me acompañan. Quisiera nombrar a Rosario, esa panadera que llega cada día a las seis de la mañana para hacer con todo su cariño el pan que alimenta a la mitad del pueblo; ella piensa que su vida es igual a la de cualquier persona pero se equivoca, diariamente ofrece a cada hogar el pan que se servirá en sus comidas. A Manuela, Colás y Teodora que se sientan a la puerta a tomar el sol y son memoria viva de todo los que acontece a su alrededor, viejos gruñones en ocasiones y cariñosos abuelos en muchas otras. A Sagrario que tantas veces gritó “¡Sardines vives!” mientras empujaba su carro y cambiaba impresiones sobre el tiempo y la pesca con todos los vecinos. A Anacleto, el simpático policía municipal, siempre dispuesto a mediar en cualquier disputa y a ayudar a cualquiera que lo necesitase... También a toda esa gente que me mantiene y me acicala algunas veces para que pueda estar presentable, en festividades colocan luces de colores para que dé alegría a los que pasan por aquí...

Porque... ¿qué es una calle o, mejor, un conjunto de calles...? Conforman un pueblo. ¡Yo soy parte de esa gran familia! Seguiré aquí, viendo pasar el tiempo.

NERI SÁNCHEZ GONZÁLEZ-POLA

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RUMBO HACIA LA FELICIDAD

e llamo Andrés y tengo veinticinco años. Mi casa son las calles, los paisajes. No sigo un rumbo fijo, simplemente sigo el camino por el

que me llevan mis pasos. No siempre fue así. Es ya un vago recuerdo aquella

ostentosa vida que llevaba. La empresa de mi padre era como una fuente de dinero y yo, un niñato caprichoso que me daba la buena vida, un vividor. No me importaba nadie y la verdad es que yo tampoco le importaba a nadie, aunque nunca estuviese solo. En seguida caí en una vida llena de excesos. Todo era un caos. Y aquellos, “mis amigos”, no eran más que aves carroñeras. Llegué a mi límite, toqué las puertas de la muerte, y una vez allí, regresé para empezar de cero. Y aquí estoy, solo. En realidad no parece que haya tanta diferencia.

Me parece que debo de estar cercano a alguna ciudad. Hace unos días estuve en Pisa. ¿Estaré llegando a Roma? No lo sé. Oigo el lejano zumbido del ruido espeso que cubre las grandes aglomeraciones urbanas. No sé cuánto tiempo llevo caminando pero no me duelen los pies. Miro al cielo. Aunque ya es prácticamente de noche, puedo ver las nubes que anuncian una tormenta próxima. Esta semana no ha parado de llover. Es invierno. Ya veo los edificios. Un cartel me indica que acabo de llegar a Roma y hago una vista panorámica de la ciudad. Veo el Coliseo a lo lejos. Me dirigiré hacia allí, no tengo prisa. Las calles están vacías. Tras dejar atrás gran parte de la ciudad, en la que voy fijándome detenidamente, llego ante la majestuosa edificación histórica y alzo la vista para

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contemplarla. Vaya, están empezando a caer unas gotas que pueden significar el preludio de la gran tormenta que se avecina. Cada vez llueve más fuerte. Ya es muy tarde. Mañana buscaré alojamiento. Hoy dormiré en algún sitio a techo, sin más. Justo aquí al lado hay un portal. Me echo sobre la fría y dura escalinata de piedra. Tengo dinero para pagarme un hotel si quisiera, pero hoy ya he caminado suficiente. Cada vez oigo la lluvia más lejana.

― ¡Mi scusi! Qué susto. Abro los ojos con lentitud. ¡Vaya! Que mujer

tan hermosa. Es joven. Más o menos de mi edad. Tiene la tez morena y unos enormes ojos verdes. Sus labios son gruesos y sus cabellos negros, como el azabache, caen en cascada sobre su espalda. Lleva un vestido rojo de manga corta y está empapada a causa de la lluvia. Me mira con impaciencia.

― ¡Mi scusi! ―repite esta vez más alto. Salgo de mi ensimismamiento. Está intentando entrar en

casa y yo le estoy cortando el paso. ― ¡Ay, perdón! ―digo levantándome inmediatamente. ―Grazie ―dice con una sonrisa. Abre la puerta y puedo

ver que duda a la hora de cerrar. Finalmente dice en perfecto italiano:

―Pasa. ―¡Oh, no es necesario! ―siento cómo el rubor asciende

a mis mejillas. Parece entender mi idioma. Yo la entiendo. Recibí clase de varios idiomas.

―Pasa ―dijo de nuevo. Finalmente accedo. Subimos las escaleras hasta su casa. ―Ya estoy en casa, papá. ―¿Y quién es ese? ―dijo el hombre tripudo y ebrio

también en italiano en voz alta y señalándome. ―Estaba durmiendo en el portal y está diluviando. De repente, el hombre grita algo que no comprendo y

ambos se enzarzan en una acalorada discusión, de la que no logro entenderlo todo. La chica me señala la minúscula cocina

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y entro. Está claro que no estoy hecho para vivir en sociedad. No causo más que problemas. Se oye un golpe y después la chica entra llorando en silencio y me pone delante unos restos de risotto y un vaso de agua. Quiero decir algo, pero esto nunca fue mi fuerte.

―Tienes que irte después de cenar –dice con voz monocorde.

―Sí, claro... lo siento. Me responde con una triste sonrisa. ―Me llamo Andrés ―le digo. ―Yo Bianca. Hablamos un poco, y al acabar la cena me tiende las

llaves del sótano a escondidas de su padre, y le doy las gracias. Me sonríe dejando ver unos preciosos dientes blancos que contrastan con su piel morena.

Ya no puedo dormir pensando en Bianca. Tengo su mirada grabada a fuego en mi mente. Es más bella que cualquiera de las diosas y su voz es más dulce que la de las nereidas de los mares.

Ya amanece y me levanto. Veo a Bianca frente a la puerta con el desayuno. Le doy las gracias y le digo que voy a ver la ciudad. Me dice que tiene que hacer unos recados y que si quiero puede enseñarme la ciudad, ya que conoce bien las calles.

Vemos parte de la ciudad e insisto en invitarla a comer, pero no puede llegar tarde si no quiere que su padre la reprenda.

Ella se va y yo me busco un hotel. Hoy, de nuevo, Bianca me enseña las partes de la ciudad

que aún no he visto, como el maravilloso Foro Romano, y nos damos una larga caminata hasta la Piazza Navona. Hablamos mucho y hay una relación cada vez más estrecha entre nosotros. Día tras día, Bianca y yo recorremos las calles de Roma y tenemos largas conversaciones. Estoy realmente enamorado de ella y sorprendido de que por primera vez

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alguien me quiera por ser yo, aunque haya tenido que recorrer medio continente a pie para ello. Por primera vez me importa alguien realmente. Paso las noches en vela pensando que en algún momento las calles se acabarán y nuestros caminos se separarán. Siento dolor y también tristeza por lo cercano de ese momento.

Hoy me acerco por última vez a recoger a Bianca. Llego a su casa y oigo una retahíla de estruendos y golpes. Subo las escaleras corriendo. “¿Qué pasará?”. Bianca está tirada en el suelo hecha un ovillo mientras su padre la golpea. Siento que algo se desata en mi interior y me abalanzo sobre la figura sorprendida de aquel hombre. Cuando me levanto, me doy cuenta de que tengo el puño ensangrentado, y aquel hombre cubierto de sangre que hay frente a mí, me mira con desprecio y grita algo que no consigo entender, mientras da un sonoro portazo. Oigo a Bianca sollozar detrás de mí y la abrazo. Aún llorando dice:

―Alguno de los vecinos le ha dicho que nos ha visto juntos a diario... y me ha echado de casa... para siempre.

Una pequeña llama de esperanza se enciende en mi mente.

―Ven conmigo ―balbuceo. ― ¡¿Qué?! ―Ven conmigo ―digo esta vez más claramente. En unos segundos que me están pareciendo años, mira

al suelo y luego a mí. Su mirada se ilumina. ―Iré. Esto que siento debe ser felicidad. Una felicidad

inmensa. No puedo pedir nada más. Sigo mi viaje hacia ningún sitio, con la persona que más quiero, haciendo de cada ciudad, cada calle y cada paisaje de este mundo nuestro hogar.

ALBA PARRALES GRANDA

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SOL-MARÍA

espués del colegio, los niños tenían la costumbre de ir a merendar al parque Zapardel. Las madres se reunían en la cafetería de

enfrente y desde allí vigilaban el juego de sus hijos. Mientras comían el bocadillo, saltaban, corrían detrás de un balón, jugaban a esconderse, derrochaban vitalidad. El bullicio era la tónica de todas las tardes.

Sol era una niña llamativa, siempre vestida como un maniquí. Líder de su grupo de amigos, todos seguían sus órdenes. Organizaba los equipos para jugar, decidía quien quedaba fuera de la competición y si alguien protestaba, dejaba de ser su amigo. Era dominante y algo caprichosa.

En una esquina del parque, sentada en un banco, todas las tardes María contemplaba el juego de los niños y sus ojos se iluminaban cuando se fijaba en Sol, su desparpajo la divertía y sin conocerla la admiraba. Eran la antítesis. María no era muy agraciada, nadie se acercaba a ella, estaba siempre sola y el motivo era su aspecto físico, y en concreto su estatura, pues ella era enana.

Muchas tardes Sol y su grupo de amigos se aburrían con sus juegos y buscaban diversión haciendo burla a María y riéndose de ella. Las madres les llamaban la atención, pero seguían sin aceptarla en su grupo y ella continuaba sola en aquel banco observándolo todo.

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Pasaron algunos años y aquellos niños se convirtieron en adolescentes. Sol era una hermosa jovencita que traía de cabeza a más de uno y a María continuaban mirándola con pena, burla o desprecio.

Al llegar el verano, la cita obligada de la juventud era la playa. Jugar un partido de fútbol, nadar, pasear, tomar el sol, divertirse. Los días pasaban sin apenas enterarse.

Casi al final del verano, en una tarde gris, había muy poca gente en la playa y María contemplaba las olas que rompían en el acantilado. De pronto vio unos brazos apuntando al cielo que aparecían y desaparecían continuamente. Alguien se estaba ahogando, y sin pensarlo dos veces, salió corriendo y se zambulló en el mar. Luchó con las olas y cuando los socorristas llegaron casi había alcanzado la orilla con la chica que estaba en apuros, que no era otra que Sol. La reconoció y recordó su infancia y sus burlas, pero sin rencor. Había mucha gente alrededor, y silenciosamente se fue.

Una vez recuperada, Sol no podía dar crédito a lo que le estaban contando. Ella a punto de ahogarse y salvada por una enana, ¿qué pensarían sus amigos? Sería la protagonista de todos los chistes.

Al cabo de unos días el comentario de que la enana está enferma llega a oídos de Sol, y sin saber por qué, quiere saber su dirección. Le dicen que vive en la Calle Madrid y hacia allí se dirige. Cuando María la ve entrar no entiende lo que está pasando y se asusta. Sol le pide perdón por todo y le da las gracias por haberle salvado la vida. Le parece una persona muy bella y desde ese momento son inseparables.

Si queremos que todos seamos iguales, ¿Por qué tratamos a algunos de forma diferente? Esta enana le hizo ver a Sol que todos tenemos el mismo tamaño, que la diferencia está en nuestro interior.

NOELIA SUÁREZ GARCÍA

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CHRYSLER STREET

ker era un chico de diecisiete años que pasaba los días en su casa pensando en filosofía y en todas esas cosas que en algunas ocasiones solo te sirven para

volverte loco. No tenía absolutamente ningún amigo ni nadie quería acercarse a hablar con él. Sin embargo, él quería cambiar por completo su situación y, cosas de la vida, se le presentaba la oportunidad de cambiar de instituto. Por supuesto, no la dejó escapar y él y su familia se trasladaron a un pequeño pueblo de Cádiz. Allí podía empezar una nueva vida para dejar atrás su pobre existencia anterior.

Solo una semana le valió para ganarse a todo el mundo del instituto y conseguir un respeto que jamás habría soñado. Ahora ya no pensaba en filosofía ni en física, solo pensaba en aprovechar el tiempo al máximo.

Al cabo de unos meses había pasado de ser un cero a la izquierda a ser la persona más increíble de todo un pueblo y pronto se juntó con los más populares del lugar.

Iker pensaba que todo esto sería duradero y que tendría fiesta para rato y así fue durante bastantes meses. Llegó a ser muy popular en todo Cádiz, pero pronto se le presentaría un problema que antes a nadie parecía importar. Iker era negro. Siguió siendo popular y muy apreciado por mucha gente pero, sin embargo, empezó a conocer personas que le tenían un extremado odio.

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Iker seguía una vida normal sin sobresaltos, pero un día le llegó una invitación para una fiesta a la que podía invitar a todos los que conociera. A él le pareció una gran proposición ya que tenía ganas de participar en una fiesta de verdad.

En cuestión de días la invitación de la fiesta se propagó por todo el pueblo y parecía que una gran masa de gente se apuntaría al evento.

Llega el día de la fiesta y el triunfador de Iker está vestido de gala para la ocasión. Queda con unos amigos y con su hermano de veinte años para ir en coche a la fiesta. No llevan ni una hora de viaje y se encuentran con un grupo de personas bloqueando la carretera portando un cartel en el que se podía leer claramente: “Esto es Chrysler Street y no permitimos el paso a los negros, por una España limpia y libre.”

Todos los ocupantes del coche se quedaron paralizados a excepción del hermano de Iker que no dudó en salir del coche para enfrentarse a los “libertadores de España”. Lanza una serie de gritos en los que reivindica la muerte de Franco y la situación de una España antifascista. Sin embargo, esto solo enfurece al grupo de nazis que le propinan una brutal paliza a la cual no logrará sobrevivir. Todos los ocupantes del coche huyen de la escena despavoridos. Sin embargo, Iker sigue en el asiento delantero del coche viendo cómo le pegan una paliza a su hermano. Un miembro del grupo de nazis lo saca bruscamente del coche y lo tira al suelo. Iker se levanta e intenta de forma infantil defenderse de los maltratos que está recibiendo. Al pobre chaval solo le queda una opción, aunque de esta se pueda arrepentir durante toda su vida. Sale corriendo de la situación dejando a su hermano malherido en la calle. Todos intentan alcanzarlo, pero nadie lo consigue.

Ya a solas, llama desesperado a una casa de la calle Chrysler y se encuentra con una amable mujer que se preocupa por el chico. Iker le cuenta todo lo sucedido y la mujer se

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queda horrorizada. Luego la mujer le propone quedarse en su casa para que al día siguiente pueda llevarlo a su pueblo.

Ya en la casa de Iker, se halla una imagen desoladora de los padres desesperados por la desaparición de su hijo mayor y por la agresión recibida por Iker. Por miedo huyen del pueblo y se instalan en una ciudad del centro.

Meses después, Iker se entera de que nadie asistió a gran fiesta planeada. Todos los que creía sus amigos le habían traicionado por envidia.

Iker consigue recuperarse y vive una vida de estudio y trabajo para el prójimo, para así intentar llenar el hueco que la pérdida de su hermano en Chrysler Street dejó en su corazón.

DAMIÁN RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ

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LA CALLE DEL TEATRO

a calle, abierta únicamente por uno de sus lados, tenía cinco edificios en su lado izquierdo, todos ellos medio derruidos, con cristales rotos y

puertas y vigas podridas, y cuatro en el derecho, tres de ellos en idéntico estado que los de enfrente y un pequeño almacén de estado menos lamentable que los otros en la esquina. Donde debería estar la salida de la calle se alzaba un edificio imponente hacía tiempo, ahora gris y marchito por el paso del tiempo, un teatro, que destacaba de las otras construcciones por su tamaño, con un farol de vela colgado al lado de la puerta, única iluminación de toda la calle. Nadie en el pueblo se acercaba a allí. Algunos sabían por qué y otros ni recordaban lo que había pasado allí, pero todos procuraban mantenerse lo más lejos posible.

Néstor estaba en ese momento echado en el suelo sobre un raída chaqueta mucho más grande que él que le servía como manta. Había salido el día anterior de su pueblo huyendo y por la noche llegó al pueblo vecino, vagando por él, hasta encontrar una calle vacía, sin salida, con un único farol como iluminación, donde pudo dormir sin ningún peligro. Pero no pudo dormir tan tranquilo como esperaba. A medianoche algo lo despertó: se trataba de un grupo de personas, no los veía muy bien, pero no parecían muy grandes. Nadie dijo nada hasta que uno de ellos susurró: “Ven”. Néstor

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no sabía si debía fiarse de ellos, no sabía quiénes eran, pero no perdía nada por probar.

El grupo condujo a Néstor hasta el final de la calle, donde por fin pudo ver sus rostros a la luz del farol. Se trataba de seis niños, cuatro chicas y dos chicos.

―¿Quiénes sois? ―¿Quién eres tú y qué haces aquí? Nadie entra en esta

calle... Néstor no entendía por qué decía eso, pero les dijo

como había llegado allí. ―Ah! Entonces, eres uno de los nuestros. De repente todos parecieron más amigables con él. Le

contaron a Néstor que eran unos niños que vivían en la calle, pero que habían encontrado refugio aquí, en el almacén de la esquina, que se buscaban la vida como podían en el pueblo y nadie los molestaba.

Néstor se acostumbró a vivir con ellos y poco a poco fue conociéndolos mejor. La mayor del grupo era Elena, la más sensata, se veía obligada a cuidar a los otros, la seguían Lucía y Cristina, ambas de quince años; luego iban los gemelos Antonio y Carlos, que eran los que traían la mayoría de las cosas que tenían en el almacén, robándolas; y por último la más joven, Elisa, que era hermana de Elena y Cristina. Los seis habían huido del mismo lugar buscando algo mejor y llegaron a la Calle del Teatro. La rutina siempre era la misma, él ayudaba a los gemelos a conseguir comida, ropa y otros objetos, mientras ellas intentaban ganar algo de dinero vendiendo cosas que se encontraban por la calle o mendigando. Pero un día decidieron hacer otra cosa: los gemelos habían conseguido traer comida a la casa, así que no fue necesario salir a mendigar y decidieron pasar esa tarde lluviosa de sábado divirtiéndose un poco. El plan consistía en colarse en el viejo teatro abandonado de la calle, pero no todos estuvieron de acuerdo. Ni Lucía ni Elena quisieron entrar, no creyeron que esa fuera una buena forma de pasar la tarde y

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además no era muy segura, por lo que tampoco permitieron que Elisa fuera con los demás.

Tras un grito de “gallinas”, Carlos, Antonio, Cristina y Néstor se acercaron a la puerta del teatro mientras Elena, Elisa y Lucía entraban en el almacén y cerraban la puerta. Al ver la gran mole de madera, con dos maderos clavados que impedían que la puerta se abriese, se amedrentaron y pensaron si no sería mejor hacer lo que hicieron las chicas, pero no, habían pensado pasar una tarde divertida y emocionante y la iban a tener.

Carlos tiró de uno de los maderos, que se soltó sin resistencia; la madera llevaba mucho tiempo allí sin ser cuidada y estaba bastante podrida. Después de arrancar los dos tablones, pudieron abrir la puerta. El recibidor era, hasta en ese estado, asombroso, nada en comparación con cualquier otro lugar del pueblo, nadie se podía permitir tener una alfombra y mucho menos esas lámparas. La sala era rectangular, con dos escaleras opuestas que llevaban al piso de arriba y una puerta central que llevaba a la sala de representaciones. Todo, aunque lleno de polvo, seguía siendo bonito a su manera, como recordando viejos tiempos cuando brillaría de limpieza y lujo (para la época). Los cuatro se quedaron anonadados, llevaban mucho tiempo viviendo en el almacén rodeados de trasto rotos cuando allí había de todo que nadie usaba. Luego, justo al lado de la puerta principal había un enorme cartel que anunciaba una obra: “La cuerda”.

Estaban mirando aquellos objetos, asombrosos para ellos, cuando oyeron una voz. Inmediatamente se quedaron callados y volvieron a escuchar otra, pero esta vez era una persona distinta la que hablaba.

―Pero, ¿no decíais que esto estaba abandonado? ―preguntó Néstor.

―Eso creíamos, de verdad... ¿Y ahora?

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Los cuatro pensaron qué hacer, pero no iban a acobardarse, querían pasar una tarde distinta y emocionante y la iban a tener.

Subieron las escaleras, que llevaban a un palco desde el que pudieron ver el escenario, y a los que había emitido esas voces. Dos hombres y una mujer estaban encima del escenario, al parecer representando una obra, para una sola mujer que estaba sentada en primera fila.

―No, no y no ―gritó la espectadora―, he dicho que quiero más pasión, Connie, estás sufriendo por amor, y tú, Christopher, dale más drama a los diálogos, David, tú vas bien. Seguid.

Connie, Christopher, David… ¿De qué les sonaban esos nombres?

―Los vimos en el cartel y la mujer debe de ser Irina, la que dirigía la obra, pero la fecha del cartel era de hace más de un año ―recordó Cristina.

―Pero, ¿qué hacen en el teatro? Esto lleva cerrado mucho tiempo ―dijo Carlos.

Pero entonces algo les hizo parar: David, uno de los actores, estaba subiendo por una escalera de mano, se colocó una cuerda preparada rodeando su cuello y se lanzó al aire. Los cuatro se quedaron atónitos, todo lo contrario que Irina, que se levantó y aplaudió enérgicamente a su actor ahorcado. “Están locos”, fue lo que se les pasó por la cabeza. De repente la actriz empezó a chillar:

―¡Oh dios!¿Me quitas lo único que me quedaba y quieres que siga aquí?

Acto seguido Connie cogió la daga colocada delante de ella y se la clavó en el pecho. Esta vez ya no pudieron aguantar y sin hacer ruido, los cuatro intentaron desandar todo el camino y salir de allí. Iban muy despacio por si acaso, y cuando estaban empezando a bajar las escaleras se oyó un disparo. “Parece que ya no queda ningún actor para hacer la obra...” dijo Antonio en un susurro. Entonces, aplausos, gritos

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y voces desenfrenadas salían de la sala. Irina estaba eufórica después de haber visto el final dramático y doloroso que quería.

―Rápido, hay que salir de aquí. Cuando estaban llegando a la puerta principal oyeron

pasos, parecía que Irina estaba abandonando la sala. ―No, no tenemos tiempo ―entonces Néstor vio una

pequeña puerta que había en una esquina―. Por ahí. Los cuatro corrieron hacia la puerta, la abrieron y se

metieron dentro. Todo estaba muy oscuro, no había ninguna ventana y no había ningún espacio de luz en toda la habitación. Néstor se quedó en la puerta acercando el oído para escuchar algo y oyó pasos que se acercaban peligrosamente a ellos. “Viene”. Entonces Néstor retrocedió y empujó, sin fijarse, a los demás que estaban detrás de él.

Un estruendo retumbó en todo el edificio. Alguien, no sabían todavía quién, había caído por las escaleras de lo que era, sin que ellos lo supieran, el sótano del teatro.

―¿Estáis todos bien? –preguntó Néstor. ―Aquí bien –dijo Cristina. ― Yo también, así que... ¡Oh no, Antonio! Lo que sospechaban se cumplió. Aunque no podían

verlo, sabían que Antonio yacía al final de las escaleras muerto a causa de la caída. Los tres bajaron las escaleras muy despacio, evitando caer, palpándolo todo con mucho cuidado. Cuando llegaron al final de las escaleras, notaron una forma extraña en el suelo, la tocaron y todavía estaba caliente, allí estaba el cuerpo, pero ni si quiera podían verlo.

Pero por poco tiempo. La puerta del sótano se abrió y pudo entrar algo de luz, los tres tuvieron el instinto de mirar hacia el cuerpo inerte de Antonio por última vez, antes de que se cerrara la puerta de nuevo y desapareciese la luz, por que sí, ellos ya lo sabían, aquel iba a ser su fin. Querían una tarde diferente y emocionante, y la tuvieron, no hay duda.

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La puerta se cerró y todos se abrazaron al cuerpo que yacía a su lado. Unos sonidos sordos, pasos, hacían resonar las tablas de la escalera a medida que la persona bajaba. Entonces, Néstor tuvo la valentía de abrir los ojos y mirar hacia las escaleras. Allí, calmadamente, Irina estaba bajando el corto tramo que le quedaba.

Entonces cerró Néstor los ojos fuertemente, por última vez, antes de irse junto a sus amigos para siempre, todo por tener esa tarde diferente y emocionante.

MARCO ANTONIO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ

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Fallo del jurado

CONCURSO DE RELATOS

En el V Concurso de Relatos convocado por la Biblioteca Escolar del I.E.S. Cristo del Socorro de Luanco, el jurado estuvo compuesto por CRISTINA ÁLVAREZ BLANCO, concejala del Ayuntamiento, NIEVES GARCÍA GARCÍA, miembro del AMPA, Mª JOSÉ GARCÍA ÁLVAREZ, personal laboral del Instituto y los profesores INMACULADA VICENTE DURÁN y JESÚS PRIETO FUENTES, quienes otorgaron los siguientes premios: Primer curso de Secundaria: “Paula”, de Marina López Villarino. Segundo curso de Secundaria: “La calle que quería ser importante”, de Miguel Alonso Lavandero. Tercer curso de Secundaria: “Paseo de la fama”, de Nicolás González Rodil. Cuarto curso de Secundaria: “Bajo mi techo de estrellas”, de Isidro García García. Primer curso de Bachillerato: “Historia de una calle”, de Neri Sánchez González-Pola y “Nueva calle, nueva vida”, de María Martínez Gutiérrez, ganadoras ex aequo. Segundo curso de Bachillerato: desierto.

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CONCURSO DE PORTADA

El dibujo que resultó elegido para la portada del libro de relatos del V concurso entre los veinte presentados fue el elaborado por la alumna de 1º de Bachillerato ALBA PARRALES GRANDA, quien obtuvo 116 votos de un total de 289 emitidos por los alumnos y alumnas del centro.

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Fotos de los ganadores

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Marina López Villarino (ganadora 1º ESO) y Miguel Alonso Lavandero (ganador 2º ESO)

Isidro García García (ganador 4º ESO)

y Nicolás González Rodil (ganador 3º ESO)

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De izquierda a derecha: María Martínez Gutiérrez, Neri Sánchez Gonzalez-Pola (ganadoras ex aequo de 1º Bachillerato) y Alba Parrales Granda

(ganadora del Concurso de Portadas)

Exposición de portadas en el pasillo de la Biblioteca para

su votación por el alumnado (marzo de 2009)

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Índice

Presentación , por Xandru Fernández............................................................................3

1º ESO LA CALLE MALDITA................................................................................................9

David Rodríguez Iglesias PAULA.....................................................................................................................13

Marina López Villarino (ganadora) RECUERDOS DE LA CALLE MADRID ..............................................................18

Diego Artime Muñiz

2º ESO YEN..........................................................................................................................23

Tatiana Artime Artime LA CALLE QUE QUERÍA SER IMPORTANTE ...................................................26

Miguel Alonso Lavandero (ganador) LA PLAZOLETA.....................................................................................................29

Marcelo Sáinz Fernández

3º ESO LA CALLE DE LOS JUGUETES OLVIDADOS....................................................33

Javier Rodríguez García NOSTALGIAS DEL PASADO ...............................................................................37

Claudia Fernández Álvarez UN RECUERDO, UNA CALLE .............................................................................41

Lara Naves Alegre PASEO DE LA FAMA.............................................................................................45

Nicolás González Rodil (ganador) LA CALLE................................................................................................................51

Ricardo Heres Álvarez

4º ESO BAJO MI TECHO DE ESTRELLAS .......................................................................55

Isidro García García (ganador) LA CALLE DE LA VIDA ........................................................................................62

Alexander Semenychev A TRAVÉS DE LA VENTANA ..............................................................................65

Sara Díaz Pinar

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BACHILLERATO

NUEVA CALLE, NUEVA VIDA............................................................................73 María Mart ínez Gutiérrez (ganadora ex aequo)

HISTORIA DE UNA CALLE..................................................................................76 Neri Sánchez González-Pola (ganadora ex aequo)

RUMBO HACIA LA FELICIDAD ..........................................................................80 Alba Parrales Granda

SOL-MARÍA............................................................................................................84 Noelia Suárez García

CHRYSLER STREET ..............................................................................................86 Damián Rodríguez Rodríguez

LA CALLE DEL TEATRO ......................................................................................89 Marco Antonio Rodríguez Rodríguez

Fallo del jurado..............................................................................................................95

Fotos de los ganadores................................................................................................98

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Títulos anteriores de la colección Cuadernos del Instituto

1. Cuadros de costumbres, con presentación de Carmen Mourenza Álvarez. 1998 (82 págs.)

2. Leyendas, con presentación de Florinda Artime. 2000

(279 págs.)

3. Cajón de sastre, con presentación de Carmen Mourenza Álvarez. 2003 (199 págs.)

4. Cuentos de Biblioteca. I Concurso de relatos de la Biblioteca

Escolar, con prólogo de Fernando Joaquín Gutiérrez. 2005 (259 págs.)

5. 50 años. II Concurso de relatos de la Biblioteca Escolar, con

prólogo de Fernando Joaquín Gutiérrez. 2006 (99 págs.)

6. El puzzle de la igualdad. III Concurso de Cuentos de la

Biblioteca Escolar, con presentación de Carmen Mourenza Álvarez. 2007 (149 págs.)

7. El cambio climático: ¿ciencia ficción? IV Concurso de cuentos de

la Biblioteca Escolar, con presentación de Ismael Piñera Tarque. 2008 (157 págs.)


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