Daño y responsabilidad en la web 2.0.
¿Estado del Derecho vs. Estado de Derecho?
Osvaldo R. Burgos
“Cada uno de nosotros, computadora mediante, es una base de datos siempre consultable de la
que a priori es posible hacer cualquier uso.”
Bárbara Cassin.
Googléame.
“La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del
respeto a la dignidad de la persona y un rasgo diferencial entre el estado de derecho
democrático y las formas políticas autoritarias y totalitarias.”
CSJN Argentina,
(en autos “Ponzetti de Balbín, Indalia c/ Editorial Atlántida y Comunidad Homosexual
Argentina. c/ Inspección Gral. De Justicia –este último, en disidencia-)
Sumario: I. Introducción: Eureka! Soy googleado (y googleo), luego existo. II. Aberyil o la
voluntad como impulso ocasional. III. Una mención a las reglas M’Nagnten. IV. El caso
Telecinco contra Youtube y los derechos adquiridos. V. Algunas precisiones sobre nuestra
postura VI. Los googleadores googleados y la presunción de publicidad (a modo de conclusión).
I. Introducción: Eureka! Soy googleado (y googleo), luego existo.
La computadora a la que Bárbara Cassin se refiere en la primera de las citas de nuestro
epígrafe, no es la vieja Personal Computer u ordenador, que como un dios primitivo,
mudo e incomprensible –tan ingenuo como soberbio, hoy lo sabemos- irrumpió en
nuestras casas a mediados de los años ochenta. Tampoco alude, esta frase, a las
computadoras portátiles –sean notebooks o netbooks- ni a los teléfonos, blackberrys,
agendas y otros artefactos varios de los que hoy, también, podemos prescindir sin dejar,
por ello, de ser bases de datos consultables.
Los dispositivos inteligentes pueden venir incorporados a los automóviles, a las
instalaciones de los inmuebles y de las calles, a los paquetes de los productos que
consumimos, a nuestros accesorios de vestimenta y- ¿por qué no?- en lo inmediato, tal
vez formen parte de la vestimenta misma.
No es para nada aventurado pensar incluso que, de manera inocua y subcutánea, puedan
insertarse en nuestro propio cuerpo; límite sagrado al que, sin embargo, jamás se pudo
evitar la tentación social de marcar con inscripciones y señales.
Ello claro está, acabaría por replantear qué es lo que entendemos exactamente por
humanidad –a quiénes, en todo caso, pretendemos alcanzar con nuestras disposiciones
jurídicas-, por discernimiento -aptitud que ya no podrá medirse por la capacidad
asociativa, la rapidez de respuesta, la memoria o las muestras de erudición, en cuanto
tales facultades serán igualmente posibles para todos, con una simple consulta al
dispositivo incorporado- por intención –dado que será imposible considerar, en su
totalidad, la miríada de consecuencias adjudicables a nuestros actos más insignificantes,
a partir del uso posterior de los datos que facilitamos con ellos- o por libertad.
La idea misma de voluntad libre, consustancial al sujeto de derecho, se halla en jaque y,
desde luego, su inevitable y pronta caída conceptual arrastrará a todo el sistema de
responsabilidad civil.
Siempre estamos solos, frente a un cambio de era: la rigurosidad de nuestras más
entrañables bibliotecas jurídicas se desvanece como si fueran escritos en la arena y es
urgente pensar más allá de nuestras propias estructuras de pensamiento.
Solo lo imposible –y es claramente imposible, para nosotros, pensar un sistema jurídico
sin recurrir a la noción de voluntad- se inscribe en los dominios de la urgencia. Ya
volveremos sobre esta afirmación (recordando que urgencia e imposibilidad son, por lo
demás, las características que Derrida adjudicaba, no azarosamente, al acto de justicia.)
Por el momento, nos estábamos refiriendo a Bárbara Cassin y a la computadora que, en
su cita, mediaba nuestra condición de base de datos siempre consultable.
Ella aludía, claro está, a los formidables sistemas informáticos disponibles para Google
y otros buscadores semejantes.
Objetos que, sin ser aún responsables del vaciamiento conceptual de nuestra noción de
voluntad libre –en cuanto no inciden directamente en nuestro comportamiento singular-
afectan notoriamente nuestras perspectivas espacio-temporales, nuestras pautas de
interrelación y nuestras más preciadas categorías ontológicas (la idea de verdad o de
valor, por ejemplo).
Es decir, en su afanosa búsqueda infructuosa del tiempo real –la humanidad, lo hemos
dicho antes de ahora, habitará mientras exista el tiempo diferido de la representación- y
de la completitud en la presentación de alternativas para cada opción; Google ha
cambiado irremediablemente la idea del nosotros.
Luego, el cambio en el yo que actúa u omite dentro de su huella, deviene irrefragable.
En nuestra singularidad, ya no somos quienes éramos.
La propia humanidad, en su carácter de universal inaprensible, prontamente tal vez deba
entenderse como algo muy diferente a lo que solía ser hasta Google y su irrupción
avasallante.
Nuestra condición de bases de datos a priori utilizables se haya mediada, entonces, por
objetos ajenos a nuestra determinación y – también a priori- a todas nuestras
posibilidades de injerencia.
A menos que podamos estructurar, para oponerle, un sistema más efectivo, organizado y
abarcador que el que Google ofrece; difícilmente podamos enfrentárnosle.
Somos una base de datos consultable más que cualquier otra cosa –en cuanto eso
significamos para la inmensa mayoría de la población, que desconoce los atributos de
nuestra singularidad- y no podemos dejar de serlo.
El diablo siempre es la excepción y acaba vencido1 en todos los relatos, dice Cassin al
graficar la actitud de quienes, eventualmente, se empeñen en ocultar los datos de su
rastro a la huella común que los buscadores de este tipo recorren continuamente.
Dada la respuesta en la ficción convencional de un tiempo real, medido desde las
posibilidades de apreciación humana y el reconocimiento, también ficticio, del afán de
completitud que se adjudica a su contenido; los resultados de la búsqueda acaban por
determinar aquello que fue lo buscado.
Esconderse de los buscadores es, entonces, apartarse del nosotros común, huir a la
montaña como Zarathustra, adoptar una pose de ermitaño, condicionada
referencialmente por los motivos de la huída, claro está.
Es decir: situarnos fuera del tiempo real, sitiarnos como una ausencia irrelevante en la
gracia de completitud que justifica la recurrencia permanente a los motores de búsqueda
por parte de todos los demás.
1 CASSIN, Bárbara; Googléame, página 87.
Semejante esfuerzo –que, para ser sostenible, no puede permitirse claudicar en ningún
momento de nuestra existencia, en ninguna de las acciones que ejecutamos o
permitimos en nuestro nombre- no logra exceder, sin embargo, los límites de lo
simbólico.
Siempre será perfectamente posible rastrear a quienes se empeñan en no ser rastreados,
a partir del rastro que necesariamente dejan sus actos de elusión: la búsqueda del
vocablo ermitaño en Google, arroja también, previsiblemente, un número
extremadamente alto de respuestas.
De este modo, coincidiendo con Cassin en que no podemos dejar de ser, en nuestra
singularidad y antes que nada, una base de datos consultable por cualquiera, puede ser
interesante tratar de pensar cómo debe entenderse, en este tiempo, el razonamiento de la
Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, en el famoso caso de la fotografía
del cadáver del legendario político Ricardo Balbín, del que surge la segunda de nuestras
citas epigráficas.
¿Continúa siendo la protección material del ámbito de privacidad, en estos tiempos,
uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la persona?
Si así fuera –y es difícil seguir sosteniendo esta posición, cuando hemos visto que las
posibilidades reales de proteger el ámbito privado a la mirada de los buscadores y al
conocimiento de sus usuarios tienden a cero, a medida que los algoritmos disminuyen el
tiempo de respuesta y se acercan al tiempo real concebible por nuestra perspectiva-,
¿Cuál es el contenido de ese ámbito de privacidad que debe protegerse materialmente?
Esto es, ¿Cuáles son los datos que, expuestos inoportunamente al conocimiento público
o abierto, contradicen el valor de respeto a la dignidad de la persona? ¿Es posible, en
definitiva, imponer la dignidad personal como valor, apelando a la coerción jurídica?
¿Qué hacer, en todo caso, con la “indignidad despreocupada” que, al modo del antiguo
dilema ético de las servidumbres voluntarias anima a quienes aspiran a exponerse a la
vista de todos, aún en sus conductas más nimias?
Por otro lado, además, si la protección material del ámbito de privacidad representaba, a
criterio de los Jueces de este fallo, un rasgo diferencial entre el estado de derecho
democrático y las formas políticas autoritarias y totalitarias, debiéramos preguntarnos
si la exposición desmesurada y abierta del conjunto de datos que somos, no nos obliga a
pensar, hoy –a la vez que nuevas formas de democracia y de totalitarismos- un nuevo
contenido para la vieja categoría del estado de derecho.
¿Vivimos, todavía, en un estado de derecho?
¿Por cuánto tiempo más podremos, válidamente, dar por sentada la existencia de un
orden jurídico coherente y precedente a las decisiones tomadas en su nombre, que
excluye la posibilidad del error y reclama, para sí, una vocación de completitud que no
resiste la menor comparación con la completitud en tiempo real de la que se ufanan los
motores de búsqueda?
El cogito cartesiano –parámetro racional y evolucionista, desde el que nuestro Derecho
positivo ha sido pensado- supone la afirmación de la identidad en un instante previo a
cualquier instancia de relación con los demás
Hoy, sin embargo, la comunicación es constitutiva de la propia identidad; somos
porque nos relacionamos.
Es decir, existimos como parte de un nosotros, en cuanto el conjunto de datos en que se
resume nuestra singularidad se ofrece a la manipulación, más o menos alegremente.
II. Aberyil o la voluntad como impulso ocasional.
La sobre-exposición multiplica también, y de forma muy clara, la expectativa de
dañosidad, la posibilidad de dañar y de ser dañados.
El viejo principio de neminem laedere, según ya abundaremos, deja su espacio al
alterum non laedere, aún en relaciones ocasionales que se exhiben ajenas a toda
vinculación contractual.
La red es siempre, un territorio individual. Las individualidades de la red, sin embargo,
resultan ser provisorias, anónimas, vacías de intencionalidad o al menos, provistas de
intencionalidades contradictorias.
La verdad es, en ella, una de las tantas posibilidades del error.
La voluntad del sujeto de derecho de hoy (o lo que queda de él, luego de googlear y ser
googleado, es decir, de ofrecer sus datos a disposición) es hueca y espasmódica,
irrumpe condicionada por la banalidad de lo espontáneo que lo priva de toda
representación, aún de las consecuencias más inmediatas y previsibles.
El reciente ejemplo de un caso de repercusión internacional, tal vez nos sirva para
graficar lo que queremos decir. Procedemos, entonces, a su relato:
Eden Aberyil es una ex soldado israelí que, en el año 2008, posó delante de los
prisioneros palestinos que debía vigilar, mostrándolos abatidos, esposados y con los
ojos vendados, sentados en el suelo contra una pared; mientras ella, de pie, con
metralleta y uniforme, intentaba enamorar a la cámara.
Según trascendió hace algunos meses, subió luego tales vistas fotográficas a un álbum
de facebook de acceso público, que creó –y al que tituló “El ejército, la mejor parte de
mi vida”- .
Como resulta habitual en esta red interactiva, tales fotografías motivaron comentarios de
sus amigos on line -del tipo ‘te ves más sexy que nunca’ y demás-.
A uno de estos comentarios, la misma Eden Aberyil respondió preguntándose si el
palestino delante del que posaba en una de las fotos –que la mostraba, a su criterio,
estéticamente favorecida- tendría facebook, a fin de etiquetarlo en la imagen que lo
incluía.
Ante la difusión de semejante actuar, en blogs y periódicos del mundo –y, seguramente,
ante las presiones del Ejército de su país, al que ya no pertenecía- la joven modificó el
acceso general a su álbum, disponiendo un acceso restringido a sus amigos aceptados.
Por si hiciera falta aclararlo, entendemos que su comentario citado a la fotografía en
cuestión -aludiendo a la intención momentánea de etiquetar a su prisionero y hacerle
llegar, entonces, las constancias de su costado sexy, que el hombre se había perdido por
tener los ojos vendados- no contenía el menor rasgo de ironía.
Aunque estemos orgullosos de nuestra función de cancerberos, los usuarios de la web
2.0 podemos considerar, válidamente, a nuestros propios prisioneros como amigos del
perfil social en el que ofrecemos nuestros datos.
Y aquí, otra vez, el planteo que esbozáramos en el punto precedente: el ser que googlea
no es el cogito cartesiano.
Sin embargo, uno y otro necesitan de un Derecho, no pueden pensarse sin él.
Aunque, claro está, no puede ser el mismo Derecho para ambos.
III. Una mención a las reglas M’Naghten.
Tomemos el ejemplo de Google.
Cuando utilizamos sus prestaciones, aceptamos la posibilidad más o menos implícita,
del error en el menú de opciones que nos ofrece –y he aquí una de las diferencias
sustanciales del sistema de los buscadores y proveedores de hosting 2.0 con el
pretendido sistema del ordenamiento normativo, fundado en la exclusión del error de
derecho como posibilidad- pero no toleraríamos la demora ni concebiríamos la omisión
de resultados conocidos, por razones de verificación o de legalidad.
No buscamos argumentaciones razonables sino resultados inmediatos: la interacción
con sujetos de este tipo perdería todo interés –y, entonces, ellos dejarían de existir como
sujetos- si su comportamiento debiera adecuarse a las pautas pensadas para regir los
modos tradicionales del negocio jurídico -siempre reglado desde su unicidad, como
característica típica, aún en los supuestos de posteriores evoluciones conceptuales que
permiten aprehender el fenómeno de la masificación o de las redes contractuales-.
Por otro lado, el cumplimiento de una hipotética responsabilidad civil de verificar el
contenido de la información que difunden –y llegado el caso, bien puede pensarse en
una tecnología que lo permita, sin resignar sustancialmente la percepción del tiempo
real- colisionaría de manera inevitable con los principios del Estado de derecho por los
que tal responsabilidad se torna exigible: las personas privadas que los prestadores son,
tornarían así en una especie de policías del lenguaje que, sin embargo, estarían
demasiado expuestos a la generación de una responsabilidad propia y adicional por los
conflictos probables en torno a sus criterios de inclusión o exclusión de informaciones
ajenas, en sus accesos.
¿Cómo pensar, entonces, la imputabilidad o el juicio de reproche, en un mundo de
tiempo real signado por la no representación de las consecuencias y la aceptación
nietzscheana de la verdad como una más de las formas posibles del error?
Tal vez ayude recordar ciertos ejemplos históricos, en los que los fundamentos de un
sistema tuvieron que contradecirse, para posibilitar la continuidad –y que, en cuanto así
pudo hacerse, demostraron no ser tan fundamentales-.
En ese sentido, la irrupción inconcebible de las llamadas reglas M’Naghten en el
derecho inglés, tal vez sea el más gráfico de todos los ejemplos.
Imposición de virtualidad teórica en el centro de un sistema fundado en la experiencia
pragmática, negación expresa del hecho que toman como fuente de creación; el
conocimiento sobre los particulares modos de su nacimiento podría asistirnos ante la
necesidad de conceptuar, adecuadamente, la problemática a la que hoy nos enfrentamos.
Conjunto de considerandos que los jueces ingleses debían transitar obligatoriamente,
para resolver sobre un pedido de inimputabilidad por demencia, hasta mediados del
siglo XX; las reglas M’Naghten constituyeron, al decir de Arthur Kostler, un
precedente sin precedente.
En su génesis extrasistémica, ellas exponen como ninguna otra norma de derecho, la
necesidad ocasional de todos los sistemas, de incurrir en actos negatorios a su propia
naturaleza fundamental a fin de garantizar la continuidad de su vigencia como
representación omnisciente.
Aunque probablemente extenso, el relato de Koestler sobre la insólita génesis de estas
reglas británicas, merece largamente ser citado en nuestra exposición.
Dice Koestler:
“M’Naghten no era un juez. Era un loco. Era un protestante del norte de Irlanda que vivía con
la idea fija de que Su Santidad el Papa, la Orden de los jesuitas y el líder del partido
conservador sir Robert Peel, conspiraban contra su vida. En esas condiciones adquirió una
pistola y un buen día de 1843 se ubicó en Downing Street con la intención de disparar sobre
Peel , a quien consideraba el Príncipe del Mal. No habiéndose inventado todavía, en aquella
época, la prensa ilustrada, M’Naghten no sabía como era Peel. Por esa razón, disparó por
error sobre Edgard Drummond, secretario de Peel, que se encontraba ahí.
Durante su proceso, ocho médicos atestiguaron (aún no se había inventado el término
psiquiatra), afirmando que a causa de su idea fija, M’Nagnten carecía de todo control sobre
sus actos. Cuando terminaron, el Lord Chief Justice Tendal detuvo prácticamente el proceso y
pidió al jurado que presentara un veredicto ‘No culpable por causa de demencia’. M’Naghten
fue enviado al asilo.
El proceso había dado lugar a numerosas discusiones, y los oráculos de entonces pensaban que
M’Naghten debía de ser ahorcado, para impedir seguramente que otros locos de la misma clase
creyeran que el Papa y sir Robert Peel conspiraban contra su vida. La Cámara de los Lores,
como de costumbre, siguió la opinión de los oráculos. Sus Señorías establecieron un
cuestionario concerniente a la responsabilidad penal de las personas atacadas de trastornos
mentales. El cuestionario fue enviado no al cuerpo médico, sino a los quince jueces que
presidían las cortes del reino.
Sus respuestas, tales como fueron dadas por catorce de esos quince jueces, constituyen las
‘reglas M’Naghten’. Sería más conveniente llamarlas ‘reglas anti M’Naghten’, puesto que
catorce jueces llegaron a la conclusión de que los médicos se habían equivocado en su
diagnóstico y que M’Naghten debía haber sido ahorcado. Esa feliz improvisación logró, como
algunos otros textos jurídicos, sobrevivir triunfalmente a las tempestades de un siglo, o más
precisamente, a ciento trece años.”2
2 KOESTLER, Arthur; Reflexiones sobre la horca, en KOESTLER, Arthur y CAMUS, Albert; La pena
de muerte, página 68
Con su idea fija de la completitud, los motores de búsqueda se instalan en el tiempo
real percibible y avanzan sobre la privacidad y la discreción de las personas. No
disparan un arma, pero pueden matar.
Como M’Naghten apostado en Downing Street, a veces se equivocan de destinatario.
Su comportamiento esencialmente imprevisible –si es que la imprevisibilidad puede ser
una esencia y no una conjunción contradictoria de accidentes- incluye -¿cómo no?- la
posibilidad de disparar sobre sí mismos: “google también está en Google” sostiene
Bárbara Cassin
La discusión sobre la configuración de su responsabilidad –y, en todo caso, sobre los
límites de su responsabilidad- es uno de los grandes temas del Derecho de nuestro
tiempo.
La base de datos que somos, no solo es a priori disponible sino también –y,
fundamentalmente a partir de su disposición en espacios de redes interactivas-
fácilmente manipulable.
Esta facilidad de manipulación impone una fractura en la construcción de sentido que
supone la pregunta sobre los alcances del riesgo asumido en la facilitación del acceso a
informaciones no autorizadas.
¿Son los motores de búsqueda responsables de la manipulación de los datos que
ofrecen? O ¿Son, en todo caso, responsables por la veracidad de aquello que difunden?
Claro está que la exigencia de responder por la veracidad de la información, en caso de
aceptarse, imposibilitaría la percepción de completitud –en cuanto omitiría aquellos
datos que, aún siendo veraces, no pudieron ser debidamente verificados- y el tiempo
real de las respuestas.
La cuestión planteada, debe enviarse así, hacia términos aún más drásticos:
¿Nace el deber de responder de estos sujetos por el mero hecho de brindar la
información sin autorización previa, independientemente de su veracidad o de su
utilización?
¿O, tal vez -amparados como M’Naghten por la evidencia de una idea fija que justifica
su misma existencia y les impide detenerse- no son responsables de nada?
Es decir,
¿Están los motores de búsqueda, condenados al deber de resarcimiento ineludible, por
aquello que hace a su propia existencia –el brindar información no autorizada- o se
sitúan, por ello mismo, al margen de todo el sistema de responsabilidad común?
Así formulado, este dilema presenta únicamente opciones negativas:
O estos intermediarios de la red desaparecen como tales, o prescinden del Estado de
Derecho -situándose fuera del ordenamiento jurídico y exponiendo la precariedad de la
ficción de sistematicidad que justifica su imperio y el hábito de cumplimiento de cada
una de sus prescripciones-, o lo vulneran ineludiblemente, de manera flagrante y
continua, por el ejercicio regular de la misma exigencia que el orden vulnerado les
impone –la facultad de censura previa sobre los contenidos-.
La única solución aceptable que el derecho comparado ha conseguido encontrar para
semejante encrucijada refiere, directamente al a priori que Bárbara Cassin instaura en
su postulación del epígrafe:
La autora se ocupa de señalar que el “cualquier uso” –y la fácil manipulación de la que
aquí hemos intentado hablar- de la base de datos siempre consultable que somos, solo
es posible a priori.
Es decir: la discrecionalidad en la difusión de los datos ajenos, por parte de estos
prestadores, no se halla limitada en principio a ninguna prescripción jurídica, es anterior
al régimen de derecho, aunque puede ser suspendida por él.
Tal es la interpretación lógica que surge del concepto de conocimiento efectivo que hace
nacer para estos sujetos, el deber de colaboración –en la cesación de aquella misma
conducta antijurídica que cometieron o posibilitaron- como primera imposición jurídica.
Esto es; dada su particular actividad y razón de existencia, estos sujetos solo llegan al
derecho a partir de la antijuridicidad manifiesta de la que son anoticiados, tienen
derecho a diferir el derecho hasta ser impuestos fehacientemente de su afectación,
pueden considerar al orden jurídico como una excepción en su deber hacer habitual.
Para que nazca el deber de buena fe del prestador de información resulta exigible, en
primera instancia, el cumplimiento del deber de buena fe del afectado por la
información proveída.
Es decir: el estado del Derecho supone, así, la formulación de un principio de
colaboración no equitativo ni simultáneo, sino sucesivo.
Este razonamiento, claro está, sitúa a los prestadores de la red 2.0 en un régimen propio,
de irresponsabilidad civil a priori por aquello que configura su actividad principal -es
decir, la difusión de la información publicada por terceros- que reconoce su origen en la
sección 230 de la Communications Decency Act (Ley de Decencia en las
comunicaciones) dictada en los Estados Unidos de América, en el año 1996 y que fuera
también establecido en el ámbito europeo, por medio de la directiva 2000/31/CE de
Comercio Electrónico, dictada el 8 de junio del año 2.000.
No se trata, sin embargo, de un régimen especial de responsabilidad; sino del sistema
que concentra la gran mayoría de las interrelaciones y que, con su característico afán de
perseguir lo imposible con urgencia, aspira naturalmente a concentrarlas a todas.
La pregunta, entonces, se impone inevitable:
¿Puede, el Estado de Derecho seguir funcionando, tal y como lo hemos conocido hasta
aquí, con la aceptación de irresponsabilidad prima fascie de ciertos sujetos –justamente
aquellos únicos con los que todos los demás interactúan- mediatizando su buena fe a
partir de la relatividad sobrevenida en la presunción de verdad y abdicando, desde
luego, de su ficción de sistema omnisciente?
¿Tolera nuestra perspectiva de vigencia de la ley, el reconocimiento de sujetos al
margen del plexo común de imposiciones jurídicas exigibles al resto?
Libertad, igualdad, fraternidad. ¿No debiéramos ser todos iguales a Google y sus
congéneres ante la ley –recibir en idéntico momento la primera cita del orden jurídico-
para seguir pensándonos como fraternalmente libres?
Del mismo modo en que los Estados nacionales hacen reservar, para sí y dentro de su
jurisdicción, una presunción de solvencia –que fundamenta todo el derecho público, en
cuanto garantiza la continuidad estatal, más allá de los avatares económicos y
financieros sobrevinientes, que pueden exponer el carácter ficcional de tal presunción
pero no comprometen la existencia del Estado- estos otros sujetos contarían con una
dispensa de sujeción al ordenamiento vigente que les permite alegar su ingenuidad
irresponsable –es decir, su inimputabilidad- respecto a la información que difunden,
hasta el nacimiento del deber de colaboración.
Solo cuando la ingenuidad de los prestadores de la web 2.0 se transforma en
negligencia –y cómo veremos oportunamente, tal momento puede ser fijado siguiendo
diferentes interpretaciones- su actividad es alcanzada por algún tipo de imputación de
responsabilidad.
En el sentido en que Carl Smith definía al soberano –aquel que tiene derecho a
interrumpir el Derecho- los prestadores de la web 2.0 son soberanos en sí mismos,
ejercen una soberanía provisoria, válida hasta la primera llamada efectiva del
ordenamiento jurídico.
No se trata de la exigencia de la real malicia –que es el extremo a acreditar por quienes
pretenden atribuir responsabilidades a la prensa unidireccional, oral o escrita- sino de
inexistencia de configuración de la voluntad por ausencia de la intención (y según los
mismos prestadores suelen decir, remarcando el carácter automático de los
procedimientos que utilizan, también de discernimiento)
Recordando el relato sobre el comportamiento de la ex soldado Eden Aberyil en
facebook y la ausencia de presunción de verdad en el territorio de la red; parece claro
que todo cuanto hace al comportamiento de los internautas debiera regirse por idéntica
presunción de inimputabilidad hasta el efectivo anoticiamiento del daño.
Territorio de fundamentalismo estético; las redes interactivas se exhiben despojadas de
toda eticidad y prometen trans-formarse en espacios de catarsis compartidas, con otra
idea de valor -según ya dijimos- con otra valoración de la verdad.
Al fin, siendo la soberanía un concepto de origen divino; los caminos para llegar a ella
suelen presentarse inescrutables.
IV. El caso Telecinco contra Youtube y los derechos adquiridos.3
¿Cómo funciona el reconocimiento de esta soberanía provisoria frente a los derechos
adquiridos de propiedad intelectual, por ejemplo?
Consideremos un caso actual.
En 2008, el grupo empresario español Telecinco incoó una demanda contra Youtube,
por la violación de sus derechos de propiedad intelectual y la irrogación de cuantiosos
3 JUZGADO DE LO MERCANTIL Nº 7, Madrid, procedimiento ordinario 150/2008, sobre: otras
materias, demandante: GESTEVISION TELECINCO SA, TELECINCO CINEMA S.A.U., demandado:
YOUTUBE LLC.; SENTENCIA Nº 289/2010, DEL 20 DE SETIEMBRE DE 2010.
daños y perjuicios -a determinar en un procedimiento posterior- ocasionados por la
difusión de diversas grabaciones audiovisuales sobre las que ostenta titularidad, a través
del sitio web de la demandada.
Fundaba su pretensión de un resarcimiento previsiblemente millonario, en la tesis de
que “Youtube se presenta como un mero prestador de servicios de intermediación
cuando en realidad actúa como proveedor de contenidos. Para ello acude a un lenguaje
de tintes comunitarios, cediendo el protagonismo artificialmente a los usuarios,
camuflando su labor editorial mediante la presentación técnica y automática de los
procesos de selección etc… y todo ello con la finalidad de infringir los derechos de
propiedad intelectual que corresponden a terceros que no han otorgado su
consentimiento para la difusión de las grabaciones.”
Es interesante observar cómo, de estas manifestaciones de la accionante, surgen algunas
cuestiones notorias, limitantes de la responsabilidad atribuida a la accionada:
a) Si Youtube fuera un mero prestador de servicio de intermediación a los usuarios
de páginas web –es decir, si solo sirviera de plataforma para que terceros ajenos
a las partes en litigio difundan sus contenidos- no sería responsable por la
difusión no autorizada de datos de propiedad ajena, ordenada por terceros
utilizando su mediación. Así lo recepta, además, tanto el derecho positivo
español, como el comunitario.
b) La imputación de responsabilidad a la demandada solo es posible, entonces, si se
alega –y, consecuentemente, si consigue probarse- que Youtube se apropia de
los datos ajenos, interviniendo directa o indirectamente en su edición para
posibilitar, luego, su difusión de manera no autorizada (lo que, a juicio de la
presentante, se hallaría probado por la sección especial titulada videos
destacados, que evidenciaría una notoria manipulación de los datos en cuestión)
c) A juicio de Telecinco, Youtube habría inscripto en el entramado social un
fraude de proporciones gigantescas, montado con la deliberada intención de
infringir los derechos ajenos.
La demanda no prosperó, al menos en su primera Instancia –que es el estado de la
tramitación, a la fecha-.
Previsiblemente, la demandada se presentó como un “servicio de la sociedad de la
información por el que se facilita la prestación o utilización de otros servicios de la
sociedad de la información o –solo como una opción más- el acceso a la información”
amparada, entonces, por el requisito del conocimiento efectivo del que hemos hablado
aquí y descartó toda tarea de edición en la imposición del mote de video destacado a las
publicaciones subidas por terceros, explicando que la hipotética selección resulta,
simplemente, de un sistema de cuantificación automática de las vistas que cada
publicación recibe.
Ofreció, por último, el cumplimiento de su deber de retirar del acceso público los datos
afectados, una vez que Telecinco cumpliera con su propio deber de colaboración,
identificando individualmente los sitios en los que tal acceso es factible –requisito de
imposible cumplimiento, claro está-. Fundó este razonamiento, en que “es posible que
muchos de los videos que los usuarios han subido al sitio web de Youtube sean
fragmentos de información no protegidos por la Ley de propiedad intelectual, o meras
parodias de programas titularidad de Telecinco, que tampoco se encuentran
amparadas por esa protección.”
Uno de los últimos párrafos del pronunciamiento dictado en el litigio que así se
planteara, propone el reconocimiento del estado del Derecho y, en él, la necesidad de
prescindir de un Estado de Derecho fundado en el respeto de los derechos subjetivos
adquiridos.
Nada se adquiere definitivamente en la web, tampoco –y, tal vez menos que nada- los
derechos.
Si solo somos porque nos relacionamos; la propia singularidad –o, al menos, la
percepción de la propia singularidad- deviene compleja y mudable en tanto no responde
absolutamente a la propia intención.
La completitud y la perspectiva de tiempo real desalientan todo pensamiento organizado
en estructuras inmóviles –en cuanto requiere, primero, un sujeto siempre igual a sí
mismo que luego piensa y actúa-. Sin embargo, la percepción compartida de un sistema
vigente y anterior a todas las decisiones de ajusticiamiento tomadas en su nombre, sigue
resultando primordial -al menos para nosotros, generación epigónica de un modo con-
textual de pensar el mundo-.
Lo venimos diciendo cada vez que tenemos alguna oportunidad, para ello: el
ordenamiento jurídico es una necesidad de la noción de Justicia compartida por cada
sociedad -es Justo que haya un Derecho y es Justo, también, que ese Derecho se
cumpla- y debe ser pensado, en tiempos donde la complejidad de lo real desborda, a
partir de la presencia del daño como expectativa y no desde la vana pretensión
positivista de su erradicación hacia los difusos dominios de la antijuridicidad.
Aún desestructurado, el Estado de Derecho es ineludible como perspectiva; sea cual
fuere el estado del Derecho por el que deba expresarse. Volveremos sobre esta
afirmación.
Dada la importancia que asignamos a algunas de las consideraciones del juez madrileño,
culminaremos esta parte de nuestro trabajo transcribiéndolas textualmente, pese a su
extensión. Nos permitimos, sin embargo, puntualizar algunas anotaciones entre ellas.
Dice el sentenciante, que:
“No desconocemos que existe un ámbito de intersección plagado de tensión latente, entre los
titulares de los derechos de propiedad intelectual y los prestadores de servicios de
intermediación en la red, que alojan contenidos ajenos que, en ocasiones pueden violentar
aquellos derechos”.
Observamos aquí, como el juzgador afronta un problema mucho más general que el
planteado por la accionante, empeñada en demostrar el carácter de creador de
contenidos de su encartado -desechando su consideración como mero intermediario, a
fin de negarle la posibilidad de diferir el llamado del derecho-
Y continúa:
“Pero el epicentro de esa tensión no se localiza en las posibles fisuras de la normativa. Porque
la ley solo replica, como en un eco lejano, el sonido que se escucha al compás del ritmo de las
transformaciones sociales que acontecen en las capas profundas de la estructura económica.”
Anotamos: no solo en las capas profundas de las estructuras sociales se producen las
transformaciones, también acontecen en su epidermis. La web no está cambiando el
mundo; la web es parte de un mundo que ha cambiado y lo continúa haciendo
indeteniblemente –cambiando, incluso, los propios modos de la web- sin limitarse a una
alteración de las estructuras económicas y esperando, todavía, la formulación de un
nuevo lenguaje jurídico que se proponga abordarlo
Concluyendo que:
“Probablemente, hay mucho de retórica, de declamación epopéyica en las reiteradas
invocaciones de la demandada a ese principio socializado de la libertad de expresión y a la
pretendida función que en ese contexto afirma desempeñar. Lo cierto es que, más allá de esa
ditirámbica laudatoria, hay una evidencia que no podemos desconocer y que este
procedimiento ejemplifica paradigmáticamente y es, precisamente, el valor de la información,
que se ha convertido en la mercancía más valiosa de un mundo digitalizado. El reto de los
emprendedores en la nueva economía no consiste tanto en proteger los derechos adquiridos
como en crear valor en la difusión de esos contenidos porque la marcha de los tiempos
evidencia la esterilidad de toda frontera artificial.”
En nuestras palabras: se trata, antes que nada, de pensar cómo seguir después de un
daño, minimizando sus consecuencias.
Una sociedad de víctimas no es habitable y, ante la irrupción del cambio ontológico que
implica el advenimiento de la realidad virtualizada –sin fronteras visibles- la lógica
moderna de la voluntad libre expresada por derechos adquiridos en permanente pugna,
solo conseguirá que nos veamos –cada uno de nosotros-como víctimas.
Es decir: si nuestros esquemas de representación –y eso, en definitiva, es cualquier
sistema jurídico- no se adecuan al lenguaje de aquello que pretenden representar; la
disgregación o el totalitarismo son los únicos destinos posibles para nuestras civilizadas
sociedades occidentales.
V. Algunas precisiones sobre nuestra postura.
Tal vez sea necesario detenernos un momento –podemos hacerlo, en tanto escribimos
signados por la web, pero fuera de ella- sobre algunas de las implicancias necesarias de
la postura que intentamos sentar aquí:
1. El momento de la juridicidad
La aceptación del conocimiento efectivo como primera llamada del Derecho impone, en
su misma concepción, la necesidad de precisar cuándo debe considerarse que tal
conocimiento efectivo se ha producido.
Existen, a este respecto, distintas posiciones:
a- Tesis amplia.
Considera perfeccionado el conocimiento efectivo a partir del anoticiamiento realizado
por cualquier persona que se considere afectada por la difusión de datos a ella referidos.
Exige la asunción, además, de un deber de colaboración de la propia víctima, en cuanto
ésta debe identificar adecuadamente los portales en los que se halla la información que
la agravia y cuáles son los derechos que estima afectados por su difusión.
b- Tesis restringida.
Exige que la notificación sea realizada por algún órgano jurisdiccional que, en el
ejercicio regular de su competencia, ordene el retiro de los datos sensibles y/o la
adopción de las medidas necesarias para imposibilitar el acceso a los mismos.
c- Tesis intermedias.
1- Interpretación restringida de la tesis amplia que exige, además del deber de
colaboración, el seguimiento de los canales tradicionales, no informáticos, de
notificación (vgr. cartas documento) y desecha la virtualidad jurídica de la
denuncia realizada en el sitio del propio prestador.
2- Interpretación amplia de la tesis restringida, que reconoce la facultad de
ordenar el cese de la difusión de determinados datos, no solamente a los órganos
jurisdiccionales sino también a los órganos administrativos con atribuciones
específicas sobre la materia.
Es interesante observar cómo –según hemos anticipado ya- aún la más amplia de las
tesis que receptan el conocimiento efectivo como primera de las imposiciones jurídicas
de los sujetos provisoriamente soberanos, no hace nacer su deber de colaboración sino
desde el cumplimiento de una exigencia previa de colaboración para con ellos, de
parte de las propias personas afectadas.
Las víctimas tienen en principio la palabra; la identificación del daño manifestado es -
en las interrelaciones de la web-, no la negación de lo que el Derecho dice, sino su
verbo primigenio.
2. La “naturaleza jurídica”.
Demandada por Telecinco; Youtube caracteriza su actividad como servicio de la
sociedad de la información por el que se facilita la prestación o utilización de otros
servicios de la sociedad de la información y demás.
No vamos a emitir opinión aquí acerca de si tal definición es válida y suficiente de la
razón de existencia de Youtube, solo queremos puntualizar que, en tanto las
singularidades se construyen en la interrelación, la figura tradicional de la esfera de
Interés que englobaba los derechos inalienables del individuo jurídico –cerrado en su
unicidad- ya no puede aplicarse como paradigma.
En este tiempo digital de singularidades interdependientes, los puntos de fuga
reemplazan a los puentes estructurales del pensamiento analógico, las lagunas de
regulación devienen en ciénagas inabordables y las identidades se construyen
expresándose en un sinfín de intereses –a veces contradictorios- que crece en progresión
geométrica a la dispersión de la finalidad última de sus conductas.
Nociones como naturaleza jurídica abdican, así, de todo sentido cuando la esencialidad
–que era, claro está, el presupuesto ineludible para una atribución de finalidad al
comportamiento de los entes unidimensionales y su aptitud para adquirir derechos y
contraer obligaciones- se revela, en nuestra complejidad de bases de datos
consultables, apenas como uno más de sus accidentes posibles.
3. El deber de no dañar, como noción de Justicia.
«Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Iuris praecepta sunt haec:
honeste vivere, alterum non laedere/ ( neminem laedere), suum cuique tribuere.»
Ulpiano
El segundo de los deberes de conducta que integran esta célebre afirmación suele, según
los trabajos y las ediciones, expresarse indistintamente como alterum non laedere o
neminem ladere.
Sin embargo, la diferenciación entre ambas construcciones de sentido resulta notoria e
insoslayable, frente al análisis de las interrelaciones de la web: no dañar al otro (alterum
non laedere) no es exactamente lo mismo que no dañar a nadie (neminem laedere).
El primero de los preceptos supone, al menos en nuestra lengua, la identificación, aun
eventual, de aquel que es, o será, el otro dañado.
La imposición de un deber de no dañar a nadie, por su parte, envía la cuestión hacia un
momento anterior.
En ella, el mandato se generaliza, así, en dos planos de significación notoriamente
diferenciados:
a) Ya no se dirige a otro u otros individuos en particular, sino a
todos los demás, considerados como un universal al que cada
singularidad debe responder, de manera interdependiente.
b) Ya no se dirige a una conducta prescindente de su aptitud
dañina y, por eso, reprochable; sino que refiere su
reprochabilidad directamente al resultado dañoso. Esto así, en
cuanto quien obra no puede tener presente el conjunto de
intereses de todos los demás, a quienes debe abstenerse de
dañar; pero sí le es exigible evitar toda acción u omisión de la
que, eventualmente, pudiera derivarse un daño a quien sea.
En estricta proposición; el requisito sui generis del conocimiento efectivo solo es posible
de sostener desde el entendimiento de este mandato como alterum non laedere o no
dañar al otro.
Un otro que, además, debe identificarse y cumplir, previo a todo trámite, con su propio
deber de colaboración que le impone la carga de identificar exactamente el sitio y el
contenido del daño que lo afecta, según ya hemos puntualizado.
4. Sistemas de responsabilidad.
La concurrencia de dos sistemas de responsabilidad, fundada en la existencia o no de un
contrato entre las partes, que pueda ser fuente de obligaciones de distinta calificación o
contenido, deviene insostenible en tiempos de la web 2.0.
La enorme dificultad que plantean las relaciones ocasionales mantenidas en este ámbito
para ser aprehendidas desde la órbita del régimen de responsabilidad extracontractual -
fundada en el principio entendido como neminem laedere- resulta harto evidente.
Googleadores y prestadores de la red –todos alternativamente goggleados, además-
asumen un deber de prevención referido directamente a las consecuencias gravosas y no
a la previsión del daño en sí.
5. El “riesgo creado” como proposición insostenible.
La generación del riesgo sobre los intereses legítimos de otras personas es, en la trama
de la web 2.0 - y en su actividad de intermediación- compleja, continua, permanente, de
crecimiento exponencial e imprevisible.
En cuanto la ficción de una sociedad estática que pudiera prescindir de la actividad
riesgosa introducida por el agente responsable no puede ya sostenerse y considerando,
además, que los riesgos se multiplican todo el tiempo –a veces, sin un creador
identificable-; mal puede subsumirse cualquier imputación de un deber de responder en
atención al parámetro unidimensional y silogístico del riesgo creado.
La responsabilidad objetiva de minimizar las consecuencias deviene, en las
interrelaciones de la web- del conocimiento del daño, no de la introducción de un riesgo
social en el propio beneficio.
6. El deber de colaboración.
Situémonos ahora, nuevamente, frente al caso específico de los prestadores o
intermediarios de la red.
Aceptando, en su actividad y razón de existencia, la imputación fundada en la
negligencia demostrable en el deber de no dañar a otro; consagrada que fuera la
facultad de diferir el Derecho o presunción de ingenuidad que les permite –como al
resto de los googleadores y googleados, según sostenemos aquí- situarse en una
posición indiferente al deber de no dañar a nadie, las preguntas que se imponen son:
¿Nace, realmente, un deber de colaboración subsecuente, al conocimiento efectivo del
hipotético daño ocasionado con la afectación de derechos de terceros –sea cual fuere el
momento en que tal conocimiento efectivo se entiende configurado-?
¿Alcanza el deber de no dañar a otro debidamente identificado, impuesto a los
prestadores de la web 2.0 como primera llamada del ordenamiento común, la carga de
impedir que otros lo dañen, por su intermedio?
Entendemos que de la respuesta que vaya a darse a estos interrogantes, dependen
algunos factores condicionantes de nuestro modo de pensar el daño y su regulación, en
el futuro cercano.
a) La posición, hoy mayoritaria, que limita la responsabilidad de estos sujetos a
cesar en la difusión de los sitios debidamente identificados en su anoticiamiento
efectivo supone una respuesta negativa para ambas cuestiones. No puede
válidamente hablarse de un deber de colaboración, cuando los prestadores de la
red no asumen el deber de evitar la propagación de daños que, por su intermedio,
el mismo sujeto dañado podría estar sufriendo en sitios no denunciados por él, o
que pudiera sufrir en el futuro. Cuando impiden el acceso a los sitios
efectivamente denunciados, los prestadores de la red no colaboran con nadie más
que con ellos mismos, evitando la configuración de su negligencia.
b) La respuesta afirmativa a la primera de las cuestiones instauradas
precedentemente –sobre el eventual deber de colaboración nacido a partir del
conocimiento efectivo- y la negativa a la segunda de ellas –sobre la extensión
del deber de no dañar al deber de impedir que otro dañe- supone la obligación,
por parte de estos prestadores, de rastrear toda la información que pudiera
afectar al denunciante de un daño y eliminarla del acceso público. Es decir:
situándonos ahora, en el ejemplo ofrecido por las redes sociales más extendidas
(facebook, por ejemplo) la negligencia en el comportamiento del prestador
quedaría configurada solamente si no elimina el acceso público a los grupos,
cuentas, foros y otros sitios de información. La utilización de estas herramientas
para el intercambio privado, aún en la red (léase, acceso restringido o limitado,
que requiere algún tipo de invitación, contraseña o aceptación, para su ingreso)
permanece, según este criterio, al margen de toda responsabilidad jurídica.
c) Solo una respuesta afirmativa para ambos interrogantes (el nacimiento efectivo
de un deber de colaboración y la extensión del deber de no dañar hacia el deber
de impedir que otro dañe, recordemos) origina para los prestadores de la web
2.0 la carga de impedir, en todo el ámbito de la red (¿in aeternum?), la adopción
de conductas dañosas para la esfera de intereses personales de otros sujetos.
Va de suyo que la última de las posturas aquí detalladas supone la atribución para los
prestadores de una función de policías del lenguaje ejercida, no ya a modo de censura
previa, sino en razón de una denuncia constatable.
Su hipotético ejercicio debiera, por lo tanto, hallarse fundado en la más restrictiva de las
interpretaciones del conocimiento efectivo y su momento de configuración (aquella que
requería la orden judicial competente) además de incluir la fijación de un término
razonable para la expiración del mandato, según entendemos.
En cualquier otro caso la responsabilidad de estos sujetos se vería notoriamente
agravada por el uso discrecional de una atribución que invade notoriamente el ámbito de
intimidad de otro u otros sujetos –todos aquellos que interactuaron, interactúan o
podrían interactuar, en el futuro, con el denunciante del daño-
VI. Los googleadores googleados y la presunción de publicidad (a modo de
conclusión).
Siendo todos nosotros una base de datos consultable y en principio libremente
utilizable, nuestra exposición se presume; la intimidad del ámbito privado es,
justamente y hoy más que nunca, aquello que se decide privar a la disposición común.
El límite de la privacidad puede fijarse hoy en la expresión de voluntad traducida, en
términos de las redes sociales, como configuración del acceso; en la decisión sobre
autorizar o no, a los otros, a intervenir sobre el conjunto de datos que somos y que
cualquiera puede conocer.
Esta inversión de las presunciones de delimitación entre lo público y lo privado supone
la crisis de innumerables concepciones jurídicas; entre ellas, claro está, la de la
responsabilidad civil y sus fundamentos cuyas reglas individualistas, según sostiene
López Herrera, no darían respuesta (y, de acuerdo a lo que hemos intentado puntualizar
aquí, es claro que no las dan, en absoluto) a la realidad de los problemas que se
presentan a partir de la red mundial4.
Entre la imposibilidad de preservar para sí los propios datos y la urgencia de impedir su
manipulación dañosa –sea que, por su mediación, nos trans-formemos en víctimas o en
dañantes- el estado del derecho no puede justificar el apartamiento de la promesa de
Justicia en la que el Estado de Derecho se asienta.
Recordemos: es justo que haya un Derecho y es justo, además, que ese Derecho se
cumpla.
El deber de colaboración nacido del conocimiento efectivo supone la actualización del
alterum non laedere como principio de coexistencia que debe ser extendido a todas las
interrelaciones de la web –en tanto permanezcan en su ámbito y no la utilicen
simplemente como medio o herramienta- y no solo a la actividad de los prestadores.
Eden Aberyil, su prisionero palestino y Youtube, habitan todos, en sus imágenes y
comentarios disponibles y a disposición, un mismo territorio de fundamentalismo
estético, limitado exclusivamente por la manifestación ajena de voluntad y en el que la
ética no puede imponerse coercitivamente.
He aquí una respuesta más que aceptable a las preguntas que habíamos suspendido al
tratar la segunda de nuestras citas epigráficas –aquella referida a la publicación sin
consentimiento de una fotografía del cadáver del político Ricardo Balbín-, casi al
comienzo de estas líneas.
Nos parece suficiente, de todos modos: en el conocimiento jurídico de estos tiempos
complejos, como en la web, el relato ya no es lineal, las respuestas son siempre
provisorias y mal pueden pretender –soberbia o ingenuidad aparte- su valoración en
términos de verdad.
4 Cita del pronunciamiento de Primera Instancia en autos DA CUNHA, Virginia contra YAHOO DE
ARGENTINA SRL s/ Daños y Perjuicios, Juzgado Nacional en lo Civil nº 75 –fallo en sentido luego
revocado por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala D, hoy en trámite de ulterior instancia,
ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación.