ANA
Blanca Alvarez
La literatura se sitúa, de hecho, a continuación de las religiones, de la que es heredera». G. Bataille.
Si sobre «La Regenta» no pesase un alto grado de angustia y amenaza, si no se tratase de un a modo de ceremonia deseable para muchas mujeres y su lectura no tuviese algo de catarsis por poderes sobre el lector, nunca habría llegado a cumplir cien años de plena vigencia.
Ana es un fantasma que deambula desde · hace un siglo por entre calles estrechas, rozando apenas muros de viejas iglesias con ligeros toques de musgo húmedo y vacilante, grises y ¡1gobiantes como los fríos corazones de una pequeña ciudad provinciana; ¿dónde esconder tanto fuego abrasador?
Alargadas sombras acogotadas de tristeza tratan de aprisionar una belleza que exige exhibirse y recrearse, negativa de ser aceptada pequeña en la ciudad empequeñecida y morbosa. Por eso fue un símbolo: ella recoge la locura que anida en todos y se expande como niebla, la asimila, la sintomatiza; ella es el estigma necesario que justifica la buena salud general de Vetusta.
Ana vuelta sobre sí misma en una erótica redonda, de caracol, que se crece autoalimentándose, principio y fin de un círculo infinito en su finitud.
Ana, mito que reniega de su nebuloso cielo divino, se viste de calle y ensucia sus tobillos en una pequeña carrera hacia lo prohibido, hacia lo único real.
Inicia la andadura en un paso místico, el primero, el inexcusable en una sociedad cristiana. El santuario de los cristianos está lleno de mártires cuyo cuerpo es lacerado, torturado con brutalidad casi sensual; el cuerpo es el relato sin fin de los martirios. Se entorna en un incestuoso deseo, implorando los placeres de Santa Teresa, pero ¡ay!, Ana descubrió su piel y su osamenta antes que la imagen de un cristo impalpable y no pudo soslayar
· la necesidad de abrazos y de besos porque comodecía un cínico francés «L'amour n'est que lefrottement de deux épidermes».
Ana llega a saber lo que es el amor aún antes de probarlo -como la atormentada Emily Brontepero, a diferencia de miles de mujeres, desea confirmarlo. Disfraza su conocimiento de premoni-· ciones, vislumbra sus posibilidades a través de pesadillas. Avanza retrocediendo, como los buenos generales, sin abandonar nunca el campo de batalla.
Porque Ana es una maestra del erotismo; es instintivamente sabia, se autoembriaga previamente a una relación exterior, en la necesidad de agotar todas las fuerzas, exhausta y moribunda,
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cuentro con su cuerpo, con el suyo.
Se niega a ser ,parte del rebaño
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suelto benévolamente. Retoma el sentido dudoso que la religiosidad tenía en el mundo antiguo y se siente partícipe del sacrificio, desea incluso ser la ofrenda; se acerca al pecado sin alejarse de lo divino, tal vez pensando que «el pecado mismo no puede pasar como radicalmente ajeno a lo sagrado».
Estremecida ante el .horror del interdicto religioso, bordeándolo peligrosamente, sin huir del temor que le provoca.
El castigo que la circunda, el pecado, como un dragón invencible tentando de rapto a Ana-princesa, un temido monstruo, amado por lo mismo, una bella bestia por la cual está dispuesta a no saber ignorar incluso el mismo abismo sobre el que se abalanza -¡Felix culpa!
Tan morbosa en su candidez como las jóvenes vírgenes que se dejan engañar llorando.
Y en tanto consiga esa muerte que la reviva deja jirones ensangrentados sobre el pavimento de la ciudad.
Alguien susurra: Ana no puede pecar, ella misma es el pecado, ella es la transgresión que incita y transforma el incienso en sándalo voluptuoso. Todo será consecuentemente lógico en la esperanza de un sufrimiento expiatorio: esperará el castigo como se espera una caricia lángida y agradecida tras el amor. Ahí es donde se crece y redondea el placer de Ana.
Ana está tan cerca de la pobre Justinne que podría sustituirla, ambas hermosas y buenas, ambas devoradas por sangrientos monstruos de los que se sienten incapaces de huir, justificando su parálisis en un intento de remisión de sus almas.
Ana debiera morir, las lúcidas conciencias esperan su muerte para consolarse, como la otra Ana, rusa y trágica, como la pobre Emma, como la misma Nana de Balzac, disoluta y alegre, dejando complacidas y seguras a todas sus lectoras, esas que no osan rebelarse. Malgré tout, remonta el vuelo y se mantiene en el pecador reino de los vivos, en lugar de reinar sobre ellos como una esfinge.
Ella se había enamorado de una posibilidad, su enamoramiento fue un temblor, un invento de las propias posibilidades personificadas en cualquier don Alvaro. El es sustituible, la pasión por lo desconocido no. Su amante es un espejo interminable al que se asoma extasiada, la necesidad de verse reflejada es una monomanía, la única obsesión de la Regenta.
Como un lagarto que hubiese permanecido aletargado durante un breve invierno, Ana se reanima y desanda sus pasos, camina hacia el confesionario tratando de encontrar el punto inicial donde se perdió; la despierta un beso de sapo que reanuda sus sensaciones de asco.
La vida de Ana Ozores es una larga ceremonia, meticulosa y calculada, tal como los buenos erotómanos la recomiendan. Clarín nos la deja desnuda y a merced, iniciando un nuevo círculo.
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