CARACTERÍSTICAS DE LA CULTURA
• Universalidad. Para que un rasgo se considere “cultural”, es necesario que sea compartido y aceptado por todos o por la mayoría de los miembros de una sociedad. Además cuando se afirma que la mayoría, pero no necesariamente todos los miembros de una sociedad, los comparten, debe señalarse que quienes no comparten determinados rasgos culturales por lo general no pueden expresarlos, con el riesgo de ser rechazados de manera abierta.
• Naturalidad. La cultura es un tema acerca del cual no se discute y se acepta como natural. Generalmente las personas ni siguieren conocen las razones por las cuales siguen sus normas, reglas o costumbres. En general, la persona sólo se da cuenta de que su forma de actuar no es completamente “natural” cuando se encuentra frente a miembros de otra cultura y observa comportamientos distintos de los suyos.
• Utilidad. Si bien el individuo no tiene una idea completamente clara de las razones de su comportamiento cultural, la cultura en sí es un medio para satisfacer mejor las necesidades de la sociedad. La razón más importante de la existencia de la cultura es la función que cumple como guía de comportamiento adecuado.
• Dinámica. Como la cultura cumple una función estrictamente práctica, cambia conforme cambian las razones que condicionaron su aparición, y cuando dejan de ser necesarias, se convierten en un estorbo para la satisfacción de las necesidades de una parte de la sociedad.
• Producto del aprendizaje. Como característica final de la cultura, cabe señalar que ésta no es innata, sino aprendida mediante la socialización, es decir, las personas no nacen con una cultura, sino que se culturizan en el medio donde se desarrollan.
La cultura no es estática, sino que evoluciona constantemente, integrando las viejas ideas con las nuevas. Un sistema cultural está integrado por tres áreas funcionales .
Ecología. Es la forma en la que un sistema se adapta a su hábitat. Esta área es definida por la tecnología utilizada para obtener y distribuir los recursos.
Estructura social. Constituye la manera en que se mantiene el orden de la vida social. Esta área incluye a los grupos domésticos y políticos que dominan en la cultura.
Ideología. Consiste en las características mentales de una población y su modo de relacionarse con su ambiente y grupos sociales. Esta área gira en torno a la creencia de que los integrantes de una sociedad poseen una perspectiva mundial común, es decir, comparten ciertas idas sobre los principios de orden y justicia. También comparten un ethos, el cual está integrado por una serie de principios estéticos y morales.
Aunque cada cultura es diferente, cuatro aspectos parecen ser los responsables de gran parte de estas diferencias .
Distancia del poder. Corresponde a la manera en que las relaciones interpersonales se forman cuando se perciben diferencias de poder.
Evitación de la incertidumbre. Es el grado en el cual las personas se sienten amenazadas por situaciones ambiguas y tienen creencias e instituciones que las ayudan a evitar esta incertidumbre.
Masculinidad/feminidad. Es el grado en el que los papeles sexuales están claramente definidos. Las sociedades tradicionales generalmente poseen reglas más estrictas sobre los comportamientos aceptables de hombres y mujeres, como quién es el responsable de ciertas tareas dentro de la unidad familiar.
Individualismo. Representa el grado en el que se valora el bienestar del individuo en contraposición a la conveniencia del grupo. Las culturas difieren en la importancia que otorgan al individualismo en comparación al colectivismo. En las culturas colectivistas, las personas subordinan sus metas personales a los objetivos de una comunidad. En contraste, los consumidores que pertenecen a culturas individualistas dan mayor importancia a las metas personales y los individuos cambian su pertenencia a un grupo cuando las exigencias de éste se vuelven demasiado costosas. Mientras que una sociedad colectivista destaca los valores como la autodisciplina y la aceptación de la posición en la vida, las personas que pertenecen a las culturas individualistas enfatizan el disfrute personal, la excitación, la igualdad y la
porque la cultura es rasgo distntivo del hombre
La cultura es el rasgo distintivo de lo humano. El hombre ha sido calificado como
animal constructor de cultura, la cultura, a su vez, se describe ... En primer
lugarporque no existe una cultura homogénea en nuestro tiempo hablándose de ...
Ejemplo
los hábitos alimentarios, las jerarquías ..
característica de lenguahe.
El origen del lenguaje humano: la capacidad de hombres y mujeres para comunicarse entre sí en inteligencia, lenguaje simbólico, a menudo abstracta y la escritura es un completo misterio para los evolucionistas.
Paleoantropólogos evolucionistas afirman que tienen ciertas evidencias débiles de la evolución humana física en los diversos fragmentos de las partes del esqueleto de homínido que se han excavado en África y en otros lugares. Pero no tienen prueba alguna sobre el origen del lenguaje, y el lenguaje es la entidad principal que separa al hombre de los monos y otros animales.
El Atlas de las Lenguas autoritario confirma este hecho y también el hecho de que los monos nunca se les puede enseñar a hablar.
El lenguaje es quizás la característica más importante que distingue a los seres humanos de otras especies animales. . . . Debido a la diferente estructura del aparato vocal en los seres humanos y los chimpancés, no es posible que los chimpancés a imitar los sonidos del lenguaje humano, por lo que se les ha enseñado a usar gestos o símbolos en lugar de los sonidos. . . pero nunca chimpancés alcanzar un nivel de complejidad lingüística más allá del nivel aproximado de un niño de dos años. 1
Del mismo modo, Lewis Thomas, el distinguido científico médico que fue director desde hace mucho tiempo y canciller de la SloanKetteringCancer Center de Manhattan ha afirmado que:
. . . lenguaje es tan incomprensible problema de que el lenguaje que usamos para discutir el asunto en sí es incomprensible devenir. 2
Un hombre reconocido universalmente como uno de los mejores lingüistas del mundo es el Dr. Noam Chomsky, profesor de lingüística en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Él mismo es un evolucionista en profunda realidad, incluso un ateo y marxista. Sin embargo, también reconoce la
imposibilidad actual de la contabilidad para el lenguaje de la evolución naturalista.
Defiicion del folclor ecuaoriano
Las creencias tradicionales, las prácticas, costumbres, historias, chistes, canciones (etc.) de un pueblo, transmitida
oralmente o de conducta de un individuo a otromás ...
Conocido como: vida popular, folklore
Ejemplos:
A diferencia de la literatura, el folklore de una sociedad rara vez está escrita o publicada,
excepto por los que recogen y estudiarlo.
Hispano americano
LA POLÍTICA COLONIAL HISPANA
GENERALIDADES. El proceso de conquista se vería proseguido por el de
una denominada «pacificación», que de hecho no era más que la sistemática
dominación de todo intento indígena por conservar sus formas de vida y
creencias originarias.
Ya desde los primeros tiempos de la conquista, la política española estuvo
encaminada a producir un cambio en las culturas autóctonas, sustituyendo
de sus normas por aquellos aspectos de la cultura española que la Iglesia y la
Corona consideraban como los modelos ideales a plasmar en aquellas tierras.
La ordenación colonial de la América española conocería un progresivo
desarrollo a lo largo de sus tres siglos de existencia formal, perfeccionando
unos sistemas dirigidos abiertamente a la obtención de beneficios para los
conquistadores, con el consiguiente detrimento para las poblaciones
sometidas. Los modos de dominación se manifestarán en todos los ámbitos,
desde el estrictamente político hasta el económico, pasando por el social, el
familiar, el religioso, etc.
Los intereses económicos españoles superarían cualquier otra motivación,
facilitando la tarea expoliadora, tanto de la fuerza de trabajo de los naturales
como de sus riquezas materiales. En este sentido el ejemplo más evidente
sería el mostrado por la institución de las encomiendas, de las que
hablaremos en otros apartados.
Otro de los fenómenos que con frecuencia se produjo fue el del abandono,
por parte de los indios, de sus propias comunidades, de forma temporal o
definitiva. En esto influyó la imposición generalizada del pago del tributo
tanto en moneda como en especies, ya que los encomenderos, con el fin de
obtener mayores beneficios, obligaron a los indios a trasladarse desde sus
poblaciones hacia los centros de producción, lo que provocó un continuo
movimiento poblacional y un acrecentado desarraigo.
El fenómeno del mestizaje se presenta, por el contrario, como el más
destacado logro positivo de la presencia peninsular en suelo americano. El
amplísimo conjunto de combinaciones establecidas entre la multitud de
razas presentes constituyó un magno hecho, configurador de la actual
realidad iberoamericana.
Desde 1534 se va configurando en los territorios que comprenderá el
Virreinato del Perú (1542) una sociedad inconexa y muy pronto escindida en
soldados sin otro oficio, empujados hacia una constante guerra de ocupación
sobre los territorios andinos, y una densa trama de oficiantes y prestamistas,
administradores de rentas, clérigos de ocasión y testaferros. La historia de
todos ellos, hasta 1569/1570 puede sintetizarse en una sucesión de trágicas
acotaciones: guerras civiles, revueltas sociales, etc.
Al Virreinato, imbuido de la necesidad de imponer la autoridad del
Emperador, llegó Blasco Núñez de Vela en mayo de 1544. Antes de que
pasaran dos años había estallado la rebelión de Gonzalo Pizarro,
comenzando la llamada «Guerra de Quito». En uno de sus episodios, la
batalla de Iñaquito, D. Blasco pereció degollado, quedando el Virreinato
totalmente inoperante. La «Rebelión de los Encomenderos» ha triunfado, y
no será sino hasta 1548, con Pedro de Lagasca, quien en la batalla de
Jaquijaguana (cerca del Cuzco) derrota a Gonzalo Pizarro, en que se restaura
el control de la Corona.
LA ADMINISTRACIÓN COLONIAL. Las Indias quedaron ligadas a Castilla a
través de dos organismos peninsulares, el Consejo Real y Supremo de las
Indias y la Casa de la Contratación. Fundamentalmente pueden distinguirse
tres etapas dentro de la formación del sistema organizativo indiano: una
primera, que abarcaría desde el Descubrimiento hasta la creación de las
primeras instituciones centrales; una segunda, período en el cual emergen
todas las entidades gubernativas; y una tercera, que se desarrolla a partir del
siglo XVIII.
En la Casa de Contratación debían guardarse «todas las mercaderías e
mantenimientos e todos los otros aparejos que fueren menester para
proveer todas las cosas necesarias para la contratación de las Indias e para
las otras islas e partes que nos mandaremos, e para enviar allá todo lo que
convenga de enviar e para en que se reciban todas las mercaderías e otras
cosas que de allá se enviaren a estos nuestros reinos». Asimismo, uno de los
aspectos que más interesó y preocupó a la Casa de Contratación fueron los
científicos y náuticos de las navegaciones a Indias, interesada en conocer
todos los detalles de los viajes y descubrimientos de ultramar.
El cometido más conflictivo de la Casa, sin embargo, fue la intervención en
temas judiciales. Hasta la instauración de las Audiencias indianas ejerció
jurisdicción sobre las tierras americanas y dispuso en temas administrativos,
cuya competencia cedería con posterioridad al Consejo de Indias, creado en
1524. El Consejo de Indias con su nacimiento viene a reconocer la esencial
importancia del gobierno de los territorios de ultramar dentro del Imperio.
Este tenía funciones meramente consultivas, y los acuerdos adpotados sobre
cualquier asunto eran elevados al rey en un documento denominado
consulta, en el margen del cual el soberano escribía su decisión final, que no
tenía que coincidir con la del Consejo, aunque esto no era lo normal.
Las atribuciones de este organismo eran amplísimas, entendiendo en todas
las materias concernientes a gobierno, justicia, guerra y hacienda,
disponiendo de una abundante información acerca de la problemática
americana de cada momento. En uso de sus facultades gubernativas, el
Consejo proponía al monarca las personas elegidas para ocupar los cargos de
virreyes, presidentes de Audiencias, gobernadores, oidores, fiscales y, en
general, todos los puestos significativos en América. De igual manera, en el
terreno eclesiástico, en virtud del Real Patronato otorgado por la Santa Sede
a los reyes de Castilla, presentaba ante el soberano a los individuos
designados para ocupar las distintas jerarquías eclesiásticas de Ultramar.
En el aspecto judicial, el Consejo era la última instancia que entendía en las
apelaciones contra las sentencias emitidas por las Audiencias indianas en
material civil, la Casa de Contratación y los consulados de mercaderes de
Indias; tenía plena competencia sobre los juicios de residencia, en la
organización de las visitas generales y en las causas de fuero eclesiástico.
En el terreno militar, intervenía en todos los temas relacionados con la
organización bélica y defensa de las colonias ultramarinas, expediciones de
conquista y cualquier aspecto relativo al plano castrense. De la misma
manera, hasta 1557 dispuso de jurisdicción en las cuestiones de la Hacienda
indiana, fiscalizando las distintas cajas reales y disponiendo de los recursos
generados por los nuevos territorios.
En el otro extremo de la organización administrativa se encontraban los
municipios, a través de los cuales los colonos españoles asentados en Indias
canalizaron sus deseos de participación en la organización y desarrollo de las
ciudades donde vivían. Junto a éstos existieron unos municipios indígenas,
cuyo origen hay que buscarlo en las pretensiones evangelizadoras y en el
intento de acostumbrar a los naturales al régimen de vida hispano ya que se
pensaba que la cristianización de los aborígenes, así como la divulgación de
las costumbres occidentales, podía ser más efectiva si se les concentraba en
unos lugares determinados.
Estos municipios estaban dirigidos por autoridades autóctonas que de esta
forma adquirían la experiencia necesaria para administrar a su propio pueblo
según el modo español, todo ello encuadrado dentro de la idea de la Corona
de establecer dos «repúblicas», la de los españoles y la de los indios.
El organismo administrativo/político que mejor representó el espíritu del
sistema español fue la Audiencia. Tuvo su origen en las Reales Audiencias y
Chancillerías de Valladolid y Granada, aunque con identidad propia, ya que
pese a su carácter de órgano colegiado de administración de justicia, no le
impidió ejercer también funciones de gobierno que en España nunca
ostentó.
Podemos distinguir tres tipos de Audiencias: las virreinales, situadas en la
capital del virreinato, y cuyo presidente era el propio virrey; las pretoriales, al
frente de las cuales estaba un presidente gobernador con total autonomía,
que comunicaba con el rey directamente a través del Consejo de Indias; y las
subordinadas, con un presidente letrado, que dependían del virrey o
gobernador más próximo en materia de gobierno, hacienda y guerra,
manteniendo la independencia en la administración de justicia.
Una Audiencia estaba compuesta por su presidente, un número variable
de oidores (generalmente cuatro), que fue cambiando según la complejidad
de los asuntos sometidos a su jurisdicción, un fiscal y una serie de
funcionarios menores (alguaciles, relatores, escribanos, etc.). Las Audiencias
debían informar en todo momento a la Corona de la situación general de sus
circunscripciones con vistas a determinar qué disposiciones podían emitirse
para mejorarla, qué funcionarios hacían falta o cuáles no cumplían su
cometido.
Durante la primera mitad del siglo XVI, en el área que nos ocupa, se
crearon las Audiencias de Lima (1543) y Santa Fe de Bogotá (1548), mientras
que hemos de esperar hasta 1563 para asistir a la fundación de la Real
Audiencia de Quito. Jurídicamente Hispanoamérica estuvo dividida en
Audiencias, siendo la de Quito la que compete a la totalidad de lo que hoy es
territorio ecuatoriano y parte del Sur de Colombia. Militarmente se
reprodujeron las circunscripciones de las Audiencias, con Presidencia en la
autoridad virreinal superpuesta, creando conflictos administrativos: el
presidente de la Audiencia de Santa Fe de Bogotá era capitán general en
Popayán, pero para levantar tropas en dicho territorio tenía que pedir
autorización a la Audiencia de Quito, la cual se la negaba a veces, teniendo
que mediar el Consejo de Indias.
El virreinato, al que nos hemos venido refiriendo, fue la institución indiana
de mayor rango, fundándose en 1535 para México y consolidado en 1542 al
fundarse el del Perú, marcando las dos grandes áreas de control de la
América hispana.
De esta manera, la organización institucional de la administración indiana
hispanoamericana sería la siguiente:
CORONA - VIRREINATO - GOBERNACIÓN - AUDIENCIA - CABILDO
contando con cinco poderes que fueron: gubernamental, militar, judicial,
hacendístico y religioso, intentando, a fin de no multiplicar innecesariamente
el personal de la administración, que un mismo funcionario cubriese varios
cargos.
Tras las huellas de los conquistadores llegaron a Indias los burócratas, que
en poco tiempo se hicieron dueños de ellas y las administraron tanto para el
Rey de España como para su propio provecho. Estos «golillas» -nombre
despectivo por los que los conocían los hombres de armas- , extraídos de los
sectores humildes españoles y formados en letras gracias a la merced real,
fueron los leales defensores de la monarquía, junto con el estamento
nobiliario, al que se confió la alta administración indiana.
En orden descendente, la administración general o territorial conllevaría
los siguientes cargos: Virrey; Capitulante-Gobernador y Adelantado, figuras
que desaparecerán según vayan extinguiéndose las gestas de conquista;
Gobernador Real, máximo responsable de la Audiencia; Visitadores;
Tesoreros; etc.
En el siguiente nivel se halla la administración local o de los Cabildos, en
donde existe una mayor diversidad de cargos y, según la importancia del
Concejo, un número variable de funcionarios ocupados de actividades
específicas dentro de cada uno de ellos. Así encontramos: Alcaldes Mayores
o Jueces Municipales, Concejales o Regidores, Alcaldes Ordinarios,
Concejales Ordinarios, Alféreces Reales, Depositarios Generales, Fieles
Ejecutores, Receptores de Penas, Alguaciles Mayores, Alcaldes de
Hermandades, Procuradores Generales, Escribanos, etc.
Todo el aparato burocrático y administrativo de indias, creado en la
Península, dependía de los correos, que debían cubrir la enorme distancia
existente entre los países metropolitanos y los reinos y provincias
americanas. Resultas de este complejo entramado burocrático que
conllevaba una gran lentitud en la toma de decisiones, al anquilosamiento de
la política de la Corona y a las presiones, políticas o guerreras, de potencias
extranjeras, la América colonial fue sufriendo un paulatino estrangulamiento
socio-económico.
Tras el Tratado de Utrech y el advenimiento de la dinastía borbónica a la
corona española (1713), el problema fundamental que se plantea es cómo
sacar tanto a la metrópoli (España) como a las colonias americanas de la
decadencia general en que había caído durante el reinado de los últimos
Austrias.
De acuerdo con lo expuesto en 1748 por Jorge Juan y Antonio de Ulloa en
su famosa obra Noticias Secretas de América, preparada durante la
expedición de La Condamine a Quito, el problema es la desconexión entre el
poder central y el de ultramar. Así, por ejemplo en Perú, centro tradicional
del poderío español en Sudamérica, todos los grupos e individuos situados en
puestos de autoridad -virreyes, oidores, corregidores, funcionarios del
tesoro, etc.- no acataban ninguna orden de Madrid si no les convenía.
La falta de respeto a la justicia y al orden, el abuso de poder, la apropiación
ilegal de bienes, el funcionamiento del soborno, la compra de cargos, la
corrupción generalizada en los distintos ámbitos del poder y la mala
administración fiscal, incluyendo la apropiación y cobro indebido de
impuestos, habían puesto estos territorios en una situación caótica.
Estos y otros problemas referentes a América se abordaron
fundamentalmente durante el reinado de Carlos III (1759-1788), quien
empezó por enviar visitadores a las colonias para proyectar toda una serie de
reformas estructurales destinadas a reforzar la autoridad de la Corona,
destacando entre ellas las referidas al comercio, que trataremos en otro
apartado.
Hasta cierto punto, la reforma comercial tenía también unos objetivos
estratégicos. En 1717, gran parte del virreinato del Perú se había separado de
éste para formar uno nuevo, el de Nueva Granada (Ecuador, Colombia y
Venezuela), gobernado desde Santa Fe de Bogotá. Al principio esta división
fue temporal, pero en 1739 se hizo permanente, encontrándose entre los
motivos del cambio la necesidad de tener más cerca del Caribe recursos
militares suficientes para defender al imperio de posibles ataques británicos.
De esta manera se potenció la acción defensiva de los territorios
americanos. Nueva Granada, que era más vulnerable que Perú a los ataques
extranjeros, contaba con unos 3.000 soldados repartidos entre Cartagena y
Panamá, con pequeños destacamentos en Santa Fe y Quito.
En Bogotá la burocracia colonial compensó la influencia de los militares,
mientras que en Quito y Guayaquil, ciudades más aisladas, el militarismo
arraigó a finales del siglo XVIII y floreció después de la independencia.
La reforma de todos los campos de la administración fue otra de las
empresas acometidas en estos momentos por Carlos III quien, con ayuda del
conde de Floridablanca, aplicó muchas de las reformas efectuadas en la
Península por Felipe V y Fernando VI. Con ello se consiguió erradicar el
fraude y la corrupción, produciéndose un incremento considerable de los
ingresos de la Hacienda, y reforzar la autoridad de la Corona, mejorando la
honradez de los administradores ante la población criolla e indígena, base
ciudadana colonial.
España acabó el siglo XVIII del mismo modo que lo había comenzado:
envuelta en un importante conflicto internacional que paralizó el
intercambio comercial con las posesiones americanas debido a un largo
bloqueo naval impuesto a sus puertos por Inglaterra.
Los puertos americanos, y en general todas las colonias, pudieron seguir
funcionando económicamente gracias al acceso de barcos de otras
nacionalidades. España recuperó el control sobre este comercio, pero poco a
poco tuvo que ir cediendo parte de su monopolio, autorizando en 1805 el
comercio neutral, que llegó a suponer en 1808 el 95% del comercio de
exportación e importación.
En estos momentos se están empezando a vivir los primeros movimientos
de liberación en el territorio sudamericano, aún débiles y sin muchos apoyos
sociales y económicos, como es el caso de F. de Miranda en el territorio
Venezolano. Sin embargo, el germen libertario ya estaba sembrado.
LA ADMINISTRACIÓN COLONIAL Y LA CIUDAD DE QUITO. Tras
sucesivas refundaciones, definitivamente la ciudad de Quito queda asentada,
en el territorio en el que hoy la conocemos, en el año 1534. Aquí comienza su
andadura, se ponen en funcionamiento los órganos administrativos (cabildo),
se lleva a cabo un primer trazado urbanístico y se reparten los solares.
El 14 de marzo de 1541, apenas siete años después de su fundación, en la
villa de Talavera (España), Carlos I concede a San Francisco de Quito el título
de Ciudad, gracias a sus méritos y a que ya reúne una serie de requisitos
formales y económicos para ser considerada como tal, ascendiendo en el
rango de las fundaciones españolas en Sudamérica.
Apenas había transcurrido un año de la concesión del título de Ciudad a
Quito, cuando un nuevo documento, fechado en Valladolid el 4 de marzo de
1542, determina que cada dos años se envíe al Rey, a través del Consejo de
Indias, una completa relación de personas idóneas para los distintos puestos
de la administración quiteña, dando como razón «que esa ciudad está
poblada de conquistadores y personas muy honradas e hijosdalgo que nos
han servido y sirven en todo lo que se ofrece».
Con la misma fecha se expide otro documento por el cual no se quite a
ningún encomendero, por razones de ausencia, los indios de su encomienda.
Se esgrime como razón Real los servicios de los conquistadores-
encomenderos a la Corona, motivo por el cual habían de abandonar la plaza
con cierta asiduidad. Se plantea que es mejor para los indígenas de una
encomienda que se mantengan en ella, aunque se ausente temporalmente el
encomendero, que anden cambiando continuamente de encomienda.
No menos trascendental para la vida quiteña fueron los Reales Despachos,
como la Real Cédula dada en Valladolid el 14 de agosto de 1543, que
facultaban a la administración para proveer a los monasterios de lo necesario
para el culto, así como el apoyo de la Corona para la construcción de
templos, como ocurriría en el caso del Monasterio-Templo de Santo
Domingo.
Producto de este favor Real es el famoso Convento de San Francisco de
Quito, en el que también intervino el hecho de que llegaran a la ciudad dos
franciscanos flamencos, amigos muy queridos del Emperador: Fray
JodocoRicke y Fray Pedro Gosseal, que junto con el castellano Fray Pedro
Rodeñas, tomaron a su cargo la construcción de este famosísimo templo.
El 8 de enero de 1545, contando con el poder otorgado por la Santa Sede
gracias al Real Patronato de las Indias y a instancias del Papa Pablo III que
expidió la Bula SuperspeculamilitantisEcclesiae, la Corona crea el Obispado
de Quito, dando un especial apoyo a la obra evangélica en estos territorios.
Según la Bula papal, la nueva Catedral debía erigirse bajo la advocación de la
Santa Virgen María y los Prelados debían titularse Obispos de San Francisco
de Quito, y otorgaba a la Corona el patronato sobre la Catedral de Quito, por
lo que podrían presentar a los sacerdotes idóneos para el obispado.
El Padre Garci Díaz Arias, del que desconocemos su fecha de nacimiento,
sacerdote de la diócesis de Toledo y natural de Consuegra, fue el primer
Obispo de Quito. Recibió su consagración en el Cuzco por el Padre Fray Juan
Solano, segundo Obispo de esta ciudad. A finales del mes de abril de 1562
muere en Quito tras haber llevado a cabo una oscura pero intensa labor,
siendo sustituido por el hasta ese momento Arcediano Pedro Rodríguez
Aguayo.
Asimismo, en sendas Reales Cédulas fechadas en Valladolid el 14 de
febrero de 1556, se otorgaban a la ciudad dos grandes beneficios: la posesión
de un Estandarte Real y el título de Muy Noble y Muy Leal, resultado del
apoyo de la ciudad a la causa de la Corona en su lucha contra las diversas,
aunque ligeras, sublevaciones indígenas y por el apoyo de la Gobernación
quiteña a Pedro La Gasca en su enfrentamiento con el insurrecto Gonzalo
Pizarro.
Con 3 de las 22 naves que contaba su flota, La Gasca parte desde Panamá
hasta la Gobernación de Quito, haciéndola su base de operaciones para
abortar la rebelión. Se asienta en el puerto de Manta, desde donde dirige sus
famosos memoriales, y controla una red de «espías» que resultan decisivos
para su victoria final. Además, la gobernación quiteña le suministró
provisiones y otros elementos que escaseaban y, por medio del Cabildo de
Quito, le expresó su total sometimiento y apoyo.
Desde la ejecución de Gonzalo Pizarro un Corregidor y Justicia Mayor y su
Cabildo gobernaban el territorio hasta que por exigencias de la Asamblea,
reunida en San Francisco de Quito, el rey Felipe II expidió una Real Cédula
por la cual se crea en la ciudad una Audiencia y Chancillería Real, lo que le
confería autonomía en los asuntos jurídicos, pero continuaba bajo la
administración general del virreinato del Perú. Actúa como primer presidente
de ella el Licenciado Hernando de Santillán, en un distrito que se extiende
hasta Paita, Piura, Cajamarca, Chachapoyas, Moyobamba y Motilones
exclusive por el Sur, y que comprende, por el Norte, Buenaventura, Pasto,
Popayán, Cali, Buga, Champanchica y Guarchicona.
Santillán inaugura, junto con la presidencia quiteña, los problemas
jurisdiccionales, así como la tendencia de estos cargos por conseguir la
autonomía para su región administrativa. Hubo casos verdaderamente
peregrinos como el nombramiento simultáneo de dos tenientes de
gobernador para pacificar y poblar la provincia de Esmeraldas, uno de ellos
nombrado por el presidente quiteño y otro por el limeño. Con todo, el Reino
fue saliendo adelante hasta que sobrevino la revolución de las alcabalas.
A comienzos del siglo XVII la presidencia quiteña estaba ya bien delimitada
y comprendía la provincia de Quito, gobernaciones de Esmeraldas, Quijos Y
Yagursongo y los cuatro corregimientos de Guayaquil, Jaén, Loja y Cuenca,
amén de la parte meridional de la gobernación de Popayán. La autonomía
quiteña fue en realidad reflejo de su desarrollo económico. El aumento de la
población indígena permitió una buena base agropecuaria y el desarrollo de
la hacienda, así como la elaboración de textiles que se intercambiaban con el
Nuevo Reino de Granada y el Perú por oro y plata.
Verdaderamente Quito tuvo una situación geográfica privilegiada entre
estos dos grandes polos mineros. Por Real Cédula de 20 de agosto de 1739,
promulgada en 1740, la Audiencia de Quito deja de pertenecer al virreinato
del Perú para incorporarse al recién creado de Nueva Granada.
REVUELTAS Y REBELIONES EN EL ECUADOR COLONIAL. La conquista
española inicia el proceso de transformación de la colectividad indígena
dentro de una situación colonial, definida por la dominación que una
sociedad -la española- impone sobre otra -la indígena- , tanto en el plano
social como político o económico. Sin embargo, también se produce una
situación de choque de intereses entre distintos estamentos de la nueva
sociedad dirigente. Por un lado encontramos los intereses de la Corona y por
otra la de los conquistadores, posteriormente hacendados-encomenderos y
comerciantes, que defenderán tanto sus derechos adquiridos, como su
influencia social o posibilidades de crecimiento económico.
Desde el punto de vista geográfico, las sublevaciones indígenas de la
Audiencia de Quito jamás lograron alcanzar las enormes dimensiones que
consiguieron los movimientos subversivos en la zona meridional del Cuzco.
Las rebeliones quiteñas fueron levantamientos geográfica y temporalmente
limitados y, en su mayoría, abarcaron escasas comunidades. En ningún
momento lograron coordinar sus caudillos un movimiento subversivo que se
extendiera a lo largo del extenso territorio dependiente de la Audiencia.
La sublevación realizada en Otavalo, aunque fue la más extensa
geográficamente y varios de sus jefes tuvieron la consigna de avanzar hasta
Pasto para luego conquistar Quito y Guayaquil, no rebasó en la realidad los
límites de su corregimiento. Hacia el Norte alcanzaron la quebrada de Arcos,
considerada como frontera entre los partidos de Otavalo e Ibarra, y hacia el
Sur tomaron la población de Cayambe.
Algo semejante ocurre con las insurrecciones hispanas contra las
decisiones de la Corona, que se circunscriben a ámbitos reducidos aunque,
en este caso, están sirviendo de abono al germen independentista de una
sociedad indiana que empieza a ver la metrópoli peninsular, alejada tanto
física como mentalmente, como un impedimento para su desarrollo integral.
Tributos e impuestos son las principales motivaciones que encontramos en
los distintos movimientos insurgentes durante la colonia. En el caso de los
españoles por las sucesivas cargas económicas con las que la Corona intenta
obtener mayores beneficios que apoyasen la maltrecha economía del Estado.
En el caso de los indios hay que sumar la problemática del tributo no sólo
pecuniario, sino también el del trabajo personal, ya sea como encomendado
o como mitayo, lo que podía conllevar también desarraigo y aculturación.
Durante el siglo XVI encontramos sobre todo pequeños focos, bien de
resistencia o de insurgencia contra el nuevo poder establecido, como es el
caso, en 1550, de Quilca, Lita y Caguasqui, pueblos de la actual provincia de
Imbabura, que intentaron sacudirse el yugo colonial y dieron muerte a varios
españoles, entre ellos a sus encomenderos. Su pacificación parece que duró
algunos años y en ella intervinieron tropas indígenas bajo el mando de D.
Francisco Atahualpa, uno de los hijos del Inca.
Un elemento anecdótico lo supone el levantamiento, contra algunos
caciques esmeraldeños, de un grupo de negros náufragos de un barco
esclavista y que habían caído en manos de los señores naturales. Resulta
curioso que muy prontamente tenemos noticias de caciques negros en
Esmeraldas.
Gran repercusión tuvieron, dentro del mundo hispano, primeramente las
guerras civiles entre Pizarristas y Almagristas y posteriormente la sublevación
de Gonzalo Pizarro contra el poder de la Corona.
En 1592 una Real Cédula de Felipe II impuso la tasa de alcabalas por la que
se producía un aumento en los impuestos sobre la venta de alimentos,
tejidos y demás mercaderías.
La Cédula fue publicada por la Real Audiencia encontrándose con la
oposición del Cabildo de Quito que difundió el rumor de una instigación para
la creación de la tasa por parte del Gobernador. Esto hizo que la población se
amotinase, haciendo refugiarse al Presidente de la Audiencia en un
monasterio, mientras que los Oidores lo hicieron en el convento de San
Francisco, que fue sitiado.
Mientras tanto, el Cabildo lanzó un bando en el que amenazaba con pena
de muerte a quienes intentasen darles alimento o cualquier ayuda. Es lo que
se conoce con el nombre de «revolución de las alcabalas».
El pueblo eligió como su rey a un caballero apellidado Carrera, quien se
negó a aceptar la corona aduciendo que ello era una falta de lealtad y
respeto al legítimo soberano.
Ante su negativa su casa fue arrasada y él despojado de sus vestidos y
golpeado hasta dejado por muerto.
Tras diez meses de agitación y enfrentamientos con la autoridad se puso
fin a este levantamiento con la ejecución de 24 conspiradores y exponiendo
sus cabezas al público en jaulas de hierro.
A lo largo del XVII encontramos dos tipos de confrontaciones: las
numerosas que se desarrollaron en las zonas fronterizas de conquista
(regiones selváticas de la cuenca del Amazonas y del Litoral) y las protestas
de los indios del Altiplano contra las instituciones del régimen colonial, entre
las que destacan las encomiendas y la mita.
Es el siglo XVIII el que presenta el conjunto más numeroso y homogéneo
de movimientos subversivos indígenas, los que inaugurarán una tradición de
rebeldía, que rebasará hasta la era republicana. Especial significación tienen
los levantamientos provocados por las reformas administrativas llevadas a
cabo durante el reinado de Carlos III, rebeliones que estaban dirigidas contra
la aplicación del primer censo de la población y contra las modificaciones de
la política fiscal, las que en unión con las repercusiones del mercantilismo
agudizaron la decadencia económica en los territorios de la Audiencia de
Quito.
Así, entre otras, caben destacarse, como modelos de los distintos
problemas que se planteaban las siguientes:
- La rebelión de Pomallacta (1730), provocada por un intento de
usurpación de tierras, por parte española, ante un supuesto impago de
tributos.
- La del Asiento de Alausí (1760), que más que una sublevación formal
contra las instituciones coloniales se trata de un tumulto popular en defensa
de un indio frente al cura de Guasuntos.
- La de villa de Riobamba (1764) contra la mita de gañanía, tanto de los
indígenas de este territorio como de los que habían venido como forasteros.
Ésta parece ser una de las más organizadas ya que existía un plan
preconcebido, unos cabecillas de la rebelión e incluso unos supuestos
gobernantes que serían reconocidos tras la caída de los españoles.
- En San Miguel de Molleambato (1766), provocado por un adelantamiento
del pago del tributo personal y por el abuso de exigir una serie de servicios
personales, así como el abuso de las mujeres de la población por parte de los
recaudadores a cambio de extenderles los recibos justIficantes del pago de
estos tributos.
- En el Obraje de San Ildefonso (1768), que siendo propiedad de la
Compañía de Jesús, tras su expulsión pasó a manos de la Corona. Esta delegó
en un administrador, que aumentó las tareas y obligaciones de todo tipo de
los que allí vivían, siendo los beneficios de este trabajo extra para el
administrador y no para la comunidad o la Corona.
- En el Corregimiento de Otavalo (1777), quizás una de las sublevaciones
más importantes de las sufridas en los territorios de la Audiencia en todo el
período colonial. Tiene su origen en la orden dada por el Obispo de Quito a
todas las parroquias para que hiciesen un censo anual de los habitantes de su
territorio, en el que hubiese una referencia completa de nacimientos,
defunciones, tareas realizadas, desplazamientos, así como de cualquier
movimiento migratorio, haciendo constar tanto el origen como el destino de
éstos. Los indios pensaron que se trataba, como habían propagado ciertos
infundados rumores, del establecimiento de la aduana y que entonces «no
habría indio a quien no se le pusiese la marca», ejerciéndose un férreo
control sobre ellos, su libertad y su fuerza de trabajo.
La sublevación tiene su origen en Cotacachi y sus alrededores, llegando la
noticia a la capital del corregimiento, desde donde se mandó a un grupo de
españoles que fueron rechazados, e incluso mataron a uno, cerca de la
población levantada. Al día siguiente se inició la rebelión en la propia
Otavalo, uniéndose a la causa del supuesto establecimiento de la aduana los
abusos sufridos por los indios de los corregimientos, obligados a trabajar en
condiciones casi de esclavitud.
Como ya ha quedado dicho, pronto cobró una gran fuerza, por lo que se
comenzó a plantearse su expansión por nuevos territorios, llegando incluso
hasta el intento de conquista de Quito y Guayaquil. Sin embargo, en su
momento más álgido conquistó la población del Cayambe y llegó hasta la
zona fronteriza con Ibarra, donde los alzados sufrieron un gran revés en la
zona de la Quebrada de Arcos, es el conocido «encuentro de Agualongo».
Poco a poco se fueron controlando los distintos focos de insurrección y
para los ultimos días del año la rebelión había sido sofocada e incluso se
habían llevado a cabo los juicios por las acciones realizadas.
Muchos indígenas y mestizos murieron en esta revuelta y otros muchos
fueron castigados a penas de prisión o trabajos forzados. Todos los cabecillas
que fueron reconocidos, de cada una de las poblaciones levantadas, fueron
ejecutados.
Otros movimientos insurgentes representativos de la conflictividad del siglo
XVIII y que se irán sucediendo hasta ya entrado el XIX, desapareciendo con el
inicio de la lucha independentista, son: el levantamiento de Guano (1778),
por motivos similares a los de Otavalo; el de la Tenencia General de Ambato
(1780), motivado por las reformas económicas de Carlos III, con nuevos
impuestos de alcabalas, o sobre el monopolio de los Estancos; el de la
comarca de Alausí (1781), en donde entran en juego problemas de
competencias de los señores étnicos y la administración española; el del
pueblo de Chambo (1797), debido al incremento de la presión fiscal; y el de
Guamote y Columbe (1803), debido a problemas con la recaudación del
diezmo eclesiástico.
También durante el siglo XVIII se vivieron momentos de tensión entre la
Corona y los españoles de ultramar, reflejado tanto en pequeñas revueltas
como en grandes estallidos contra el poder central. Por un lado estaba el
problema de que la sociedad criolla reclamaba cada vez más su participación
en los asuntos de la alta administración de las Indias, cargos que
sistemáticamente eran ocupados por miembros de la nobleza venidos desde
España. Por otra parte estaba el del aumento de las distintas tasas tributarias
con el fin de sanear, a costa de las colonias, una maltrecha economía
herencia de los Austrias.
Entre las más conocidas de estas revueltas populares, debido al hecho de
que reunió en un mismo frente a españoles, criollos, mestizos, cholos e
indios, se encuentra la Revolución de los Estancos (1765). El virrey Pedro
Messía de la Cerda, viendo los posibles beneficios a obtener por el comercio
del aguardiente se decidió por controlarlo de una manera más exhaustiva,
poniéndolo en manos de funcionarios reales, en detrimento de la concesión
hecha hasta ese momento a particulares. De esta manera, al igual que había
hecho con otras muchas mercaderías, creó el Real Estanco de Aguardiente,
fijando no sólo los precios del mismo, sino también unos impuestos tanto
sobre su consumo como sobre su fabricación y comercialización.
La respuesta de la población no se hizo esperar y se produjo un
enfrentamiento con los funcionarios reales, al principio pacífico. Este choque
fue creciendo en intensidad saliendo a la luz otra serie de problemas y
rencillas entre los distintos grupos y estamentos.
El sentimiento nacionalista, provocado por una nefasta política de la
Corona, estaba gestándose. Todo ello desembocó en un verdadero
movimiento revolucionario, sofocado con grandes problemas por los
realistas y reprimido con una inaudita crueldad.
LOS NUEVOS MODELOS SOCIALES
GENERALIDADES. Tras las fases iniciales de descubrimiento y conquista, la
Corona española aborda la cuestión quizá más interesante dentro del
fenómeno del encuentro del Viejo Mundo con el Nuevo: el de la
colonización. La seguridad de la pertenencia de los territorios americanos a
España se garantizaba, entre otras medidas, con el envío de pobladores
hispanos que fundaran ciudades y que trasladaran sus pautas de vida,
organización y comportamiento a los nuevos territorios.
Estos colonos que emigrarán a América encontrarán en ella una población
autóctona con la cual habrán de convivir y, en algunos casos, se mezclarán.
Asimismo, al poco tiempo, un nuevo elemento racial hará acto de presencia,
nos estamos refiriendo a los negros africanos, que aunque presentes desde
las primeras expediciones de conquista, se convierten ahora en una
insustituible mano de obra esclava.
De los tres grupos, el indígena es el que mayor impacto sufre con el
encuentro; le sigue el colectivo negro que aunque se adapta a su nuevo
hábitat no puede olvidar, al menos en las primeras generaciones, la práctica
imposibilidad del regreso a su tierra de origen. Sólo al blanco europeo le
cabrá la posibilidad de elegir entre asentarse de una manera estable y
definitiva en Indias o retornar a la Península.
El deseo de la Corona de que pasasen a Indias personas capacitadas para
extraer los máximos recursos de los territorios descubiertos hizo que el
traslado de los colonos no fuera un movimiento espontáneo, sino fijado por
ley. Trataban los monarcas con ello de garantizar el paso a América de una
población de gran honradez, alejando a aventureros y buscadores de fortuna,
en la medida de lo posible.
La Casa de Contratación fue la encargada de vigilar y orientar la emigración
a ultramar, que precisaba de una licencia (expedida a partir de 1546 por el
Consejo de Indias) y la anotación en los libros correspondientes del nombre
de aquellos que decidían embarcarse rumbo al Nuevo Mundo. Aunque el
control no siempre funcionó con la misma severidad y los casos de fraude
sucedían con bastante frecuencia, el Estado mantuvo una preocupación
constante por la calidad de los viajeros que iban a integrar las nuevas villas y
ciudades americanas.
No existe un acuerdo general sobre los estratos sociales a los que
pertenecían los emigrantes a Indias. Hay quien afirma que la proporción de
gente hidalga fue bastante cuantiosa, mientras que otros plantean una
presencia de todos los estratos de la sociedad, aunque con claro predominio
de personas humildes, movidas por el íntimo deseo de mejorar de fortuna.
Las promesas de concesión de tierra, aperos de labranza, simientes y
animales, junto con la exoneración de tributos, ofrecidos por el Estado
impelieron a no pocos agricultores a emigrar. Igual podríamos apuntar para
artesanos, pequeños comerciantes, obreros y demás integrantes de
profesiones modestas.
Hemos obviado la presencia de los conquistadores por lo mucho que sobre
ellos se ha hablado. En este grupo encontramos también gentes de todos los
estratos de la sociedad, aunque es de destacar un grupo, el de los hijos no
primogénitos de miembros de la baja nobleza, que iban a buscar la fortuna
que la ley de herencia les había negado.
Bien pronto, la Corona comprendió que la estabilidad de los dominios
ultramarinos exigía la presencia allí de una población arraigada y sedentaria.
Nada mejor para ello que favorecer la emigración de familias completas.
De ahí la evolución de la legislación respecto del paso de mujeres y la
obligatoriedad de pasar con su cónyuge a los casados, como ordena Carlos I
en 1536 para los territorios de lo que será años más tarde el virreinato del
Perú.
El otro grupo que iba penetrando en el entramado social de lo que será la
colonia es el de los esclavos negros. En el período entre 1500 y 1599 se
expidieron licencias para la introducción de un total de 119.377 esclavos,
aunque se duda de que fuesen utilizadas en su totalidad. De hecho, el
investigador F. Bowser señala para Perú la presencia, en 1586, de unos
cuatro mil africanos.
Durante la primera mitad del siglo XVI la mayor parte de los africanos
llegados a América procedían de la costa occidental de África, de la región
situada entre los ríos Níger y Senegal. A medida que este comercio fue en
aumento la búsqueda de nuevas fuentes de obtención de esclavos sufrió un
desplazamiento constante hacia el Sur, a los golfos de Benin y Biafra, hasta
llegar a Angola, que acapararía el protagonismo principal a partir de 1575.
El tercer grupo de este nuevo tejido social es el compuesto por la
población aborigen de los nuevos territorios. Estos grupos pasaron de ser los
orgullosos señores naturales de los territorios a encontrarse en un estado de
sometimiento, cuando no de esclavitud, al hombre blanco.
Mucho se ha hablado de las causas del significativo descenso demográfico de
la población indígena, siendo posiblemente no una sino varias las causas que
se coaligaron para llegar a este triste resultado.
Las muertes de los nativos a causa de los enfrentamientos bélicos con los
españoles no supusieron, en términos relativos, unas pérdidas cuantiosas en
exceso debido, sobre todo, a que la conquista fue rápida y tras ella no
sobrevinieron guerras de la misma intensidad. La encomienda, la mita y el
trabajo en las minas también resultaron de una influencia a contrastar en el
desastre demográfico. Una mayor incidencia tuvieron otros factores como el
requisamiento de alimentos a los poblados nativos, el impacto psicológico de
su derrota y dominación por un pueblo extraño -la tristeza ante una
conquista irreversible-, la pérdida de sus elementos socioculturales
referenciales, la pérdida de interés por seguir viviendo, la abstinencia sexual,
etc., pudiendo describirse esta situación como de desgana vital.
Sin embargo, la causa principal del desplome poblacional fue la serie de
enfermedades y epidemias introducidas por los europeos en el Nuevo
Mundo, y para las cuales el organismo indígena carecía de las defensas
biológicas precisas. El cuasi aislamiento del continente americano había
dejado a sus naturales sin inmunidad frente a agentes patógenos externos
productores de la viruela, el sarampión o la gripe, cuya difusión en América
causó una pavorosa mortandad entre los aborígenes.
A la llegada de los españoles, el número de indígenas que habitaban el
ámbito del Imperio Inca (Bolivia, Ecuador y Perú) quedaría cifrado en unos
seis millones. Las fuentes historiográficas y etnohistóricas modernas han
calculado un descenso poblacional, para mediados del siglo XVII, entorno a
un valor de una cuarta parte, o lo que es lo mismo, de un millón y medio de
personas.
Hasta que se descubrió América, las sociedades habían tenido la piel de un
color, o a lo sumo de dos, figurando entonces uno de ellos como exótico. Lo
usual había sido que los grupos blancos o despigmentados por falta de
melanina vivieran en Europa, los negros o más pigmentados en Africa, y los
intermedios o mongólicos en Asia o en América.
Todo esto se alteró con la colonización de América, ya que su población de
origen mongólico hizo frente a una invasión de blancos mediterráneos que
trajeron esclavos negros para trabajar.
A mediados del siglo XVI América era ya un continente habitado por una
sociedad tricolor -la única que existía- y en la que además empezaban a
verse seres humanos de todos los colores posibles, ya que surgía una
generación mestiza (mezcla de blanco e indio) y otra mulata (blanco con
negro). No tardarían mucho en aparecer también los zambos (mezcla de
indio y negro). El Nuevo Mundo estaba ya poblado por la raza telúrica, como
diría Vasconcelos, porque en él se daban cita todas las variedades posibles de
la especie de los homo sapiens.
El asunto habría carecido de toda importancia de no ser porque el color de
la piel se relacionó, desgraciadamente y con prontitud, con la condición
social de los que la portaban, como si heredar unos u otros genes fuera un
mérito personal. Ser blanco significaba pertenecer a la sociedad dominante o
de «arriba», mientras que ser negro equivalía a ser esclavo o de «abajo». Ser
indio era estar abajo, pero un escalón más alto que los negros.
La cosa se complicó más con el mes-tizaje, pues permitió toda una gama
de tonalidades discriminatorias, con peldaños intermedios que regulaban el
acceso a los derechos, a los bienes y hasta el uso de la mano de obra. Si a
todo ello unimos la diferenciación social de clase que regía para los blancos
en España y que se traspasó íntegra a América, entremezclándose con el
nuevo conjunto racial, el grado de complejidad del entramado social de las
colonias era en extremo complejo y por lo tanto fácilmente sometido a todo
tipo de tensiones.
Aunque volveremos a desarrollar esta idea, simplificando el problema
podemos decir que el blanco tenía todo, o por lo menos acceso a todo; el
negro no tenía nada y los indígenas sólo podían acceder a ser libres dentro
del férreo control blanco.
El estamento indígena no podía soñar con acceder a cargos públicos ni el
negro con obtener su libertad, salvo muy excepcionalmente. Y así cada
estamento empezó a ambicionar lo que no podía alcanzar. Los criollos
querían ser iguales que los españoles, los mestizos querían ser grandes
terratenientes como los criollos, los indios querían ser pequeños propietarios
como los mestizos y los negros querían la mínima libertad que se había dado
a los indios. Nadie hizo nada por cambiar aquello durante siglos, y cuando al
final se «destapó la olla» de aquel caldo de cultivo humano, los de arriba se
sorprendieron de que unos pidieran igualdad, otros tierra y los más libertad.
Todo menos fraternidad.
En la época colonial, como hemos dicho, se llamaba mestizo al hijo de una
unión entre español e india. Si tal unión estaba bendecida por la Iglesia el
hijo pasaba a ser español. La unión de una española como un indio era
inimaginable. El mulato era siempre considerado fruto de una unión
extramatrimonial con esclava y por tanto de un origen que se calificaba como
«infamante». Las indias bautizadas podían ser buenas amantes y excelentes
esposas, pero sin agua bautismal ni lo uno ni lo otro. Los prejuicios religiosos,
y en realidad sociales, no tenían fundamento racial.
El fenómeno de la mezcla racial en Iberoamérica caracterizo a su sociedad
respecto de otras que fundaron los europeos en el Continente, ingleses y
holandeses principalmente, y se originó por el sistema de conquista y por la
falta de mujeres europeas. Este «mestizaje» fue extendiéndose rápidamente
durante el XVI, amparado siempre en el grupo blanco progenitor, llegando a
alcanzar a fines de siglo al 2 por ciento de la población.
La aparición de mestizos ilegítimos a mediados del XVI motivó la primera
legislación discriminatoria contra ellos. En 1549 se les prohibió tener indios
repartidos, disfrutar de encomiendas por sucesión y desempeñar oficios
públicos. En el siglo XVII los mestizos se despegaron totalmente de los
blancos y se configuraron como un grupo propio. Las razones que influyeron
en la nueva situación fueron, posiblemente, su aumento numérico y que las
uniones de españoles con indias fueran ya infrecuentes. La selectividad de la
mujer blanca para matrimoniar con varones de su propia etnia obligó a los
mestizos a buscar pareja dentro de su propio grupo, frecuentemente
mediante el matrimonio o a unirse con indias sin el menor vínculo legal.
Se les prohibió portar armas, ser caciques o protectores de indios,
escribanos, corregidores y alcaldes mayores, así como sentar plaza de
soldado, obtener grados universitarios y acceder a las órdenes sagradas,
salvo en el caso de ser hijos legítimos. El problema no habría sido grave de no
haber sido un grupo numeroso; de hecho se calcula que para 1650 los
mestizos en Iberoamérica sobrepasaban los 400.000, de los que 160.000 se
encontraban en Sudamérica.
Los conquistadores y sus hijos, la nobleza española, la alta nobleza
indígena, los altos funcionarios y el alto clero formaron la aristocracia
indiana. Como puede verse, el único sector exótico era la nobleza indígena,
que pronto quedó sin prestigio y con la única misión de mantener a sus
comunidades dentro del orden existente. Debajo de esta aristocracia venían
diversos estratos en los que se incluían los propietarios medios, los granjeros,
los oficiales mercaderes, los miembros de la administración provincial y local;
en el siguiente estrato encontraríamos los jornaleros, artesanos y pobres y,
por último estarían los miserables, los vagos, maleantes, prostitutas y, fuera
de esta clasificación, y totalmente desclasados, los esclavos negros.
Como ya apuntamos, América se encontraba administrativamente en
manos de los golillas, de origen humilde, defensores a ultranza de la
monarquía junto con el estamento nobiliario. Esta situación de control se
mantuvo inalterable hasta el siglo XVII, cuando entró en la burocracia
americana un nuevo grupo, el de los criollos, que se habían formado en las
universidades indianas.
La burocracia criolla entró en conflicto con la burocracia peninsular de
origen llano, pero no se atrevió a enfrentarse con la nobleza administrativa, a
la que trataba de emular. Esto evitó que se produjeran problemas
independentistas durante el XVII. Sin embargo el siglo XVIII, sobre todo
desde su segunda mitad, fue escenario de un asalto al poder por parte de
estos grupos y un mantenimiento a ultranza de los enviados de la Corona, lo
que llevó a una situación insostenible que desembocaría en el proceso
independentista.
ASPECTOS DEMOGRÁFICOS DEL ECUADOR COLONIAL. Particularmente
interesante es la demografía quiteña, objeto de muchas controversias. En
términos referenciales se admite que a mediados del siglo XVII la población
del Reino ascendía a unos 580.000 habitantes, divididos en 450.000
indígenas, 40.000 blancos, 60.000 negros, 20.000 mestizos y 10.000 mulatos.
La mayor discusión se centra en torno a la población india que al parecer
estuvo al margen de la tendencia general de decrecimiento que existía en
todo América por estas fechas, manifestando por el contrario un aumento
constante que apenas se quiebra al final de la centuria. Esto permitirá
disponer de una mano de obra tributaria muy abundante que se canalizó
hacia los sectores industrial, agrícola y ganadero, ya que el minero acusaba la
crisis general del período.
El crecimiento demográfico revalorizó las tierras ya que los españoles la
deseaban en tanto que tuvieran brazos para su explotación, determinando la
configuración de la hacienda y rompiendo con la mita la unidad existente
entre los distintos individuos que formaban las distintas comunidades,
organizadas sobre bases de parentesco.
LA ECONOMÍA COLONIAL
GENERALIDADES. El descubrimiento de América no sólo supuso el
conocimiento de unos nuevos territorios, sino que los recursos que de ellos
podían extraerse eran de capital importancia para sufragar al estado hispano.
Las necesidades económicas de la Corona, acuciantes dados los excesivos
gastos originados por la política internacional, la empresa americana y el
mantenimiento del aparato burocrático y militar, hicieron comprender
pronto a los reyes la necesidad de organizar convenientemente la Real
Hacienda Indiana.
Cada capital del virreinato y de provincia disponía de una oficina de
Hacienda y de una caja real, al frente de la cual estaban los funcionarios
llamados oficiales reales: un tesorero, un contador, un factor, un veedor y
también unos tenientes que sustituían a los titulares en caso de ausencia.
Cada oficial tenía su misión específica: el tesorero era el encargado de
recibir las cantidades pertinentes y de librar el dinero preciso para los gastos
por salarios u otros conceptos, enviando a España la parte correspondiente a
la Hacienda Real; el factor debía cuidar de los almacenes donde se
depositaban las mercancías, gestionando su venta o distribución más
conveniente para el erario; el contador llevaba los libros de contabilidad
donde especificaba las entradas y salidas de numerario; y el veedor tenía en
un primer momento la misión de controlar los recates, luego pasaría a
ocuparse de las fundiciones de oro y plata del mercado de los lingotes.
Entre los ingresos obtenidos por la Corona de sus posesiones ultramarinas
se encontraban los derivados de las regalías; éstas eran las minas, el oro
aluvial, las salinas, el palo brasil, las perlas, esmeraldas y otras piedras
preciosas, los tesoros indígenas, los bienes mostrencos (de dueño
desconocido) y vacantes (de personas fallecidas sin testar y sin herederos
legítimos), las tierras, aguas, montes y pastos no concedidos a particulares,
las rentas estancadas (naipes, papel sellado, tabaco, etc.), la provisión de
oficios públicos y el regio patronato.
Asimismo encontramos otro tipo de ingresos que provenían de los
diferentes impuestos establecidos en Indias: almojarifazgo; Quinto Real, cuya
máxima expresión estuvo en el quinto de minas; entradas y rescates;
diezmos, sobretodo el eclesiástico, por cuya percepción la corona estaba
obligada a dotar a las iglesias y a enviar a los religiosos precisos para
extender el Evangelio en América; licencias para la importación de esclavos,
tributo indígena, bula de Cruzada, etc.
El período de tiempo comprendido entre fines del siglo XV y principios del
siglo XVI supuso una etapa crucial y quizás inigualable en la historia del
occidente europeo. Las transformaciones producidas por la explotación del
Nuevo Mundo afectaron tan de lleno a España como al resto de Europa que
ya nada sería igual a antes.
La economía española sufrió un vuelco y supuso un respiro para unas arcas
agotadas por unas guerras, primero de reconquista y luego de
mantenimiento de los territorios, y por una ya corrupta red de intereses
particulares. Sin embargo, no fue solamente en este sentido en el que los
modelos socioeconómicos se vieron modificados. La llegada de nuevos
productos de América a España y viceversa, la abundancia de materias
primas, el acomodo a las nuevas características, etc., dieron la pauta para el
desarrollo de unos nuevos modelos económicos en las Indias.
Así, una vez acabada la «fiebre de los tesoros» con el fin de la conquista,
los nuevos pobladores hispanos volvieron sus intereses económicos hacia la
agricultura, la ganadería, la minería, la industria manufacturera de ciertas
materias primas y el comercio.
La política poblacionista de la Corona, con la organización de expediciones
de colonos, introduce en América unos cambios sustantivos que influyen en
la ganadería, en la agricultura, en la minería y también en las relaciones
laborales con los indígenas: el ganado caballar, vacuno y porcino cruzan el
océano para difundirse por todo el continente, hasta tal punto que en
algunos lugares su alta producción será la auténtica riqueza de la región
incluso hasta en nuestros días; se realizan verdaderos esfuerzos para adecuar
el trigo, el vino y el aceite a las nuevas tierras; se hacen nuevos
planteamientos en la extracción de minerales gracias a la superior tecnología
europea; y, sobre todo, se crea una serie de mecanismos para la organización
del trabajo indígena que marcarán no sólo la economía de este período, sino
también la posterior evolución sociocultural, política y económica de
Hispanoamérica. Nos estamos refiriendo a la encomienda y a la mita.
El sistema de encomienda significaba la distribución entre los
conquistadores de las fuerzas de trabajo de los indígenas de una serie
determinada de comunidades, aunque en la realidad se llegaba a estados de
explotación cercanos al de la esclavitud. Este repartimiento de indios, con la
obligación de servicios y tributos al hacendado/encomendero, aseguraba un
importante rendimiento económico. A cambio, el encomendero se
comprometía a dar a sus encomendados protección y un completo
adoctrinamiento moral y religioso.
Por la capitulación de Toledo se concedió a Pizarro, además de la autoridad
como Gobernador, la facultad de repartir solares y tierras, así como de
conceder encomiendas, porque sin ellas era pobre el aliciente que pudiera
ofrecerse a las huestes conquistadoras.
Según la vigencia de estas encomiendas podemos encontrar las de una
vida, dos vidas o de herencia. En el primer caso se están refiriendo a que una
vez fallecido el primer encomendero los indios serán vasallos libres de la
Corona y no tendrán que realizar trabajos más que para ellos y sus
comunidades (para poder pagar los muchos impuestos), se consideraba en la
teoría que era la más extendida; en el segundo se considera que este servicio
indígena se hará extensivo al encomendero y a su primera generación de
herederos quedando luego libres de este servicio, teóricamente se concedía
sólo en casos de grandes servicios a la Corona y en territorios de una gran
dificultad; y en tercer lugar, las de herencia, otorgadas muy restringidamente
por la Corona que marcaba número determinado de generaciones de
vigencia, que supuestamente no superaban las tres generaciones tras el
primer encomendero.
En la realidad tenemos constancia de la existencia de encomiendas
durante el siglo XVIII e incluso, esporádicamente una serie de ellas durante
los inicios del siglo XIX.
En el territorio de Quito, las vicisitudes por las que pasó esta institución
fueron semejantes y estuvieron en estrecha conexión con las del Perú. A las
fundaciones de la ciudad de Santiago y de la villa de San Francisco, con la
distribución consiguiente de solares y tierras, pronto se asociaron los
repartimientos de indios en encomienda, concretándose en 1540.
Aunque después de promulgadas las Leyes Nuevas (1542) desaparece el
derecho de utilizar indios encomendados como mano de obra, y en su lugar
se permite sólo recaudar para sí los tributos ordenados según la tasa, se
siguieron empleando los indios así repartidos en diferentes labores, entre
ellas en las minas. En las de Santa Bárbara, por ejemplo, trabajaban seis
meses al año cuadrillas compuestas por indios pertenecientes a las
encomiendas y señalados por turnos por el corregidor y el cabildo de Quito.
En una relación anónima de 1573 aparecen los nombres de más de 30
encomenderos radicados en Quito, entre los que se contaban los vecinos
más ricos, comerciantes y propietarios de casas, estancias, ganados, etc. En
Guayaquil, para las mismas fechas, residían 15 encomenderos, en Cuenca 5 ó
6, mientras que en Loja contaba con 25 vecinos de repartimiento, atraídos
quizás por las conquistas de Juan Salinas.
No sólo encontramos españoles entre los encomenderos; la adhesión a la
Corona por parte de algunos caciques y otros miembros de la alta nobleza
indígena fue recompensada con repartimientos de indios en encomienda,
como es el caso de D. Sancho Hacho, cacique mayor de Latacunga y algunos
descendientes de Atahualpa.
En los territorios de la Audiencia de Quito subsistieron encomiendas hasta
la segunda mitad del siglo XVIII. Mientras los restantes indios pagaban sus
tributos directamente a los funcionarios reales o arrendatarios, los
ecomendados lo hacían a sus señores, algunos de los cuales residían en la
Península.
Gran importancia tuvieron también los «yanacunas», institución incaica
adoptada por los españoles. En tiempos del incario estos yanacunas,
desvinculados de sus ayllus al ser forzados a desplazarse a otros territorios,
eran empleados en los servicios públicos o como domésticos del Inca o de los
altos miembros de la administración del imperio. Un considerable número de
ellos estaba destinado a la labranza tanto de los campos del Inca como de los
asignados a las divinidades. En lugar de alimentos y enseres necesarios para
la vida, se les adjudicaba un pedazo de tierra a fin de que su producto les
mantuviera.
En 1574 fue regulado por el virrey Toledo el yanacunaje, poniendo a
disposición de los colonizadores individuos dedicados al servicio doméstico y
como mano de obra para labores agrícolas.
Con la mengua del número de yanacunas, con la transformación de las
encomiendas de servicios personales en encomiendas de tributos y con el
desarrollo de los trabajos de minería, cobró mayor importancia la relación
servil que conocemos con el nombre de mita: trabajo forzado que
obligatoriamente debía prestar todo varón indígena comprendido entre los
18 y los 50 años de edad, por un período determinado y a cambio de un bajo
salario, en las minas, obras públicas, obrajes y al servicio de los
terratenientes que habían conseguido el privilegio de tener «mitayos» como
fuerza de trabajo para sus latifundios.
Con anterioridad a su definitiva organización en 1574, eran las autoridades
capitulares las encargadas de reglamentar los turnos y las labores en que
debían ser utilizados los mitayos. Parece que en Quito, con anterioridad a las
ordenanzas de Toledo, se les exigía especialmente la provisión de
combustible para los hogares españoles y pasto para sus caballos:
diariamente cada mitayo debía transportar a la ciudad una carga de leña y
otra de hierba. Duraban los turnos dos meses y acudían a ellos desde parajes
que distaban veinte leguas de la ciudad.
El modelo de trabajo con mitayos, puesto en funcionamiento en las minas
de Potosí, se intentó traspasar a Zaruma, convirtiéndola en un importante
foco minero. Para ello se trasladaron indígenas procedentes de las regiones
de Cuenca y Loja. Las posibilidades de las minas de Zaruma eran
incomparablemente menores a las de Potosí; de este modo la Audiencia de
Quito se transformó en una región subordinada a la distribución del trabajo y
producción aplicada a escala del virreinato. Sobre la base de esta
dependencia surgió el aparente desarrollo económico de las provincias
quiteñas, cuya producción se orientó a los ramos textiles y agropecuarios.
A estas labores se destinaron los mitayos en la Audiencia quiteña. Las
innumerables reclamaciones sobre malos tratos sufridos por los indios de las
industrias textiles obligaron a la Corona, a finales del XVII, a decretar la
extinción de los obrajes de comunidad y, en 1704, a abolir las mitas en los
obrajes.
Las crisis mineras peruanas y neogranadinas, a las que acompañó un gran
descenso de la población indígena en ambos territorios permitió a Quito
asentarse cono un territorio económicamente independiente y próspero, ya
que su mano de obra tributaria siguió aumentando y los tejidos que
elaboraba se adueñaron de los mercados marginales, consiguiendo a cambio
de ellos plata y oro que cimentaron su prosperidad.
LA PRODUCCIÓN AGROPECUARIA. Durante la primera mitad del XVI la
atracción por el oro y la plata hizo que no hubiese una gran dedicación a las
labores agropecuarias. Los españoles adecuaron sus gustos a una serie de
productos agrícolas y ganaderos lejanos de sus gustos, pero no hicieron un
especial hincapié en introducir los cultivos de plantas peninsulares. Es a
partir de 1540 cuando empiezan a recibirse noticias de cultivos de trigo, olivo
y otras sementeras peninsulares en los territorios conquistados.
La infraestructura agrícola de Iberoamérica era bastante buena, aunque no
óptima: contaba con una gran gama de plantas alimenticias, unos suelos de
rendimientos diversos, una climatología muy variada, etc., lo que permitía
casi todos los cultivos; por otro lado nos encontramos con una pluviosidad
muy abundante y que periódicamente ocasionaba catástrofes naturales y
unas pésimas vías de comunicación que le impidió alcanzar los mercados
exteriores.
La gama de plantas alimenticias fue verdaderamente extraordinaria, ya
que Iberoamérica reunió en su territorio toda la experiencia humana en la
domesticación de plantas alimenticias e industriales: las autóctonas y las
procedentes del mundo euro-asiático y africano.
Confluyeron así complejos sistemas alimenticios que se habían originado
en Mesoamérica y la zona Andina (17 por ciento de las especies que hoy se
cultivan en el mundo), con los creados en las cuencas de los ríos Nilo, Tigris,
Éufrates, Indo y Hoang-Ho. Las culturas del trigo, del arroz y del maíz se
encontraron en suelo americano y caminaron juntas desde entonces para
beneficio de toda la humanidad.
El proceso fue lento. Primero, los españoles fueron encontrando las
plantas alimenticias aborígenes, tales como la yuca, la calabaza, el frijol, el
maíz, el tomate, el cacao, la papa, la batata, las frutas (aguacate, piña,
papaya, curuba, guanábana, etc.); las estimulantes como el tabaco, la coca,
etc.; y las industriales como el maguey, el caucho, etc.
Luego trajeron las procedentes del Viejo Mundo, principalmente las
correspondientes a su dieta mediterránea como el trigo, la vid y el olivo, pero
también otras como la caña de azúcar, la cebada, el arroz, etc. Finalmente
iniciaron un proceso experimental de aclimatación extraordinariamente
laborioso. Trataron de averiguar no sólo si el trigo o la cebada se daban en
qué sitios, sino también si las mismas plantas americanas se podían traspasar
de unos a otros ecosistemas. Fue así como se introdujo la papa andina en
Norteamérica o el cacao mesoamericano en Sudamérica.
En las tierras calientes se cultivaron principalmente caña de azúcar, cacao,
yuca y banano; en las templadas, maíz y algodón; y en las frías, papa, trigo y
cebada. En zonas próximas a los Trópicos se cultivaron con éxito algunas
plantas mediterráneas, principalmente vid y olivo.
El trigo se aclimató bien en algunos territorios consiguiéndose hasta dos
cosechas anuales. En Sudamérica la producción más intensiva se consiguió en
los valles al Norte y Sur de Lima (hasta 500.000 fanegas), seguidos por el
altiplano de Cundinamarca, Quito y algunas regiones en Venezuela. Hay
datos de una primera cosecha de trigo en Quito muy tempranamente, en el
año 1534.
Ingenios azucareros encontramos en el valle del Cauca (actual Colombia,
perteneciente a la Audiencia de Quito), y en algunos valles bajos del
piedemonte andino.
La gran producción cacaotera del Sur de América se localiza en Guayaquil y
en diversas zonas de Venezuela, donde se llegaron a cultivar en grandes
extensiones territoriales y contando con mano de obra esclava y mitaya.
La principal demanda procedía de México y de España. El cacao
guayaquileño tropezó con dificultades comerciales ya que se temió que
sirviera de pretexto para importar fraudulentamente productos asiáticos al
Perú.
Quito, Tucumán, Cochabamba y algunos territorios norteños del Nuevo
Reino de Granada se encuentran entre los grandes productores de algodón
en esta parte de Iberoamérica, constituyendo, junto con la lana, la materia
prima usual de la industria obrajera.
La ganadería, por su parte, fue la gran aportación del Viejo al Nuevo
Mundo, donde apenas existía una especie animal domesticada por el
hombre, la llama. Había otros animales domésticos como los pavos o
guajolotes mexicanos y los cuyes andinos, pero no se extendieron por toda la
geografía de Iberoamérica, ni tuvieron carácter de explotación ganadera, y
muy pronto quedaron relegados frente a los animales traídos por los
europeos. Entre éstos encontramos: ganado mayor, vacuno y caballar;
ganado menor, porcino, ovino y caprino; y un cierto número de especies
volátiles propias. Incluso los indios se dedicaron a criar gallinas, dado su gran
rendimiento y su posibilidad de utilizarlo en su pago de tributos.
Consta, en documentación colonial, que Belalcázar introdujo el ganado
porcino en los territorios del reino de Quito, procedente de los animales que
tenían para el consumo de la tropa y que se había ido procreando durante su
estancia en Piura y posteriormente en San Francisco de Quito. Del mismo
modo, la tradición nos dice que fray JodocoRicke introdujo en Quito el cultivo
del trigo, que traído por él de Alemania, plantó frente al convento en
construcción de San Francisco.
La colonización desarrolló una modesta ganadería, que empezó a tener
verdadero interés económico a mediados del XVI, cuando se descubrieron las
minas de plata en sitios inhóspitos y creció el número de vecinos de los
centros urbanos.
El desarrollo de este mercado, y el espectacular crecimiento de las cabañas
en determinadas regiones, trajo consigo una gran abundancia de ganado
vacuno lo que provocó un abaratamiento del precio de la carne. Muchas
reses fueron sacrificadas tanto para subir el precio como para aprovechar
otras partes del animal: las pieles, que se enviaban a la Península; el sebo,
utilizado en usos industriales; y las astas. De esta manera, en muchas zonas,
los cueros del animal era el único bien negociable, lo que trajo consigo
grandes problemas a un desarrollo equilibrado de esta actividad.
Por otra parte, la dieta alimenticia de los indígenas cambió
sustancialmente, dado su tradicional componente agrario, con la
incorporación de las proteínas animales. Las condiciones de trabajo se vieron
también mejoradas con el empleo de las bestias de acarreo, en vez de usar
llamas, o su propia fuerza motriz, para el transporte de mercancías.
La mula se mostró como un elemento de gran importancia para el
transporte de mercaderías en muchos de los nuevos territorios. En la zona
andina grandes recuas de mulas transportaban mercancías entre los distintos
valles e incluso hacia la costa para su posterior traslado, vía marítima, a otros
territorios o incluso a España. De hecho, consta la utilización de este animal,
de una manera exhaustiva, en el difícil camino desde Guayaquil a Quito.
La región quiteña de Ambato se muestra como uno de los grandes centros
productores de ganadería ovina, calculándose que en el año 1696 había una
cabaña que rondaba las 60.000 cabezas de ganado, utilizado sobre todo para
la obtención de lana para los obrajes, aunque también nos consta su
utilización para abastecimiento cárnico.
Las unidades de producción agrícola representativas de la Colonia fueron
la hacienda y la plantación, con una producción mixta agrícola y ganadera,
orientada a suministrar alimentos para un centro urbano o minero próximo.
En el ya desaparecido reino de Quito se empleó el sistema de las deudas, en
el que el hacendado adelantaba los sueldos de varios meses a los peones, no
en dinero sino en bienes materiales que necesitaban, y que obtenían de las
«tiendas de raya» que había en la hacienda y donde se obligaba a comprar a
los trabajadores. De esta manera éstos siempre estaban en deuda con el
señor, asegurándose éste una mano de obra constante y barata.
LA INDUSTRIA. El sector industrial fue la actividad menos desarrollada de
las actividades económicas americanas, resultando un elemento decisivo el
retraso que se estaba produciendo en España en este mismo campo.
Además, el llamado «pacto colonial» exigía la protección de la fábrica
metropolitana en detrimento de la colonia, a fin de evitar competencias. De
hecho, los territorios ultramarinos debían suministrar las materias primas
que, transformadas en la Península, quedarían convertidas en productos
manufacturados para su venta en Indias.
Según estos planteamientos, la metrópoli suministraría todos los artículos
necesarios, pero como ello era inviable, sobre todo por la escasa
rentabilidad, fue preciso el establecimiento de ciertas ocupaciones
artesanales generadoras de multitud de oficios. A esto hay que unir la
tradicional enseñanza de oficios, transmitida a través de las distintas órdenes
religiosas, como parte de la formación social cristiana de los nuevos
conversos.
La aparición de estas actividades permitió el traslado a Indias de los
gremios, que regularon el acceso a la profesión y fijaron las limitaciones
pertinentes a los integrantes de las razas distintas de la blanca. A negros,
mulatos, mestizos, indios y al conjunto de mezclas les estuvo vedada la
equiparación con los españoles en la mayoría de las profesiones y la apertura
de talleres. Dispusieron, sin embargo, de mayores facilidades en el ejercicio
de actividades del tipo de curtiduría, albañilería o carpintería, e incluso
tallistas.
La incapacidad metropolitana de abastecer de tejidos a las colonias
favoreció la aparición de una industria de artículos textiles cuya actividad
logró niveles óptimos. En este sentido Quito fue una de las zonas con mayor
profusión de obrajes y un producto final de acabado excelente.
Por tanto, más que industria lo que existió realmente en Iberoamérica fue
un artesanado importante que, como en el caso de la agricultura y la
ganadería, fue favorecido por el Estado para proporcionar a los centros
urbanos aquellos artículos que Europa no podía suministrar fácilmente
debido a su bajo costo, que no amortizaba los fletes transatlánticos.
También existió un notable trabajo en relación con el procesado de
elementos agrícolas y ganaderos como es el caso de conservas azucaradas,
añiles, cigarros, bebidas alcohólicas, zapatos, bolsos de cuero, velas, cirios,
etc., así como una serie de obrajes de transformación industrial, que se limitó
a los citados obrajes, en donde se llevaban a cabo trabajos con lana y
algodón, manufacturándolo y fabricando telas y paños.
La región obrajera por excelencia, como ya hemos apuntado, fue Quito,
donde coincidieron la abundancia de materia prima -recordemos que ya
hemos apuntado que en Ambato pastaban unas 60.000 ovejas en 1696, a las
que habría que añadir otras considerables cabañas en Latacunga y
Riobamba- , con la mano de mano de obra, ya que la población de esta
Audiencia había ascendido desde los 80.000 habitantes en 1566 hasta los
425.000 en 1630. Sólo los ocho obrajes existentes en la provincia de Quito
producían 50.000 varas de paños y 2.000 de frazadas y otras telas en 1604.
Las telas quiteñas, que representaban un valor de 150.000 pesos anuales,
se llevaban al Perú, Chile, Nuevo Reino de Granada y hasta Centroamérica.
Gracias a éstas, Quito tuvo un circulante monetario notable, recordando al
que Venezuela obtenía por medio del cacao.
La industria naval fue otro de los sectores importantes de la economía
colonial. Ésta nació con la conquista, primero con la construcción de
pequeñas naves arte-sanales y, una vez conquistados los territorios
acometiendo empresas de mayor envergadura ante las necesidades de llevar
a cabo un gran número de expediciones de descubrimiento y conquista.
Desde mediados del siglo XVI se hicieron naves en casi todos los territorios,
destacando los astilleros de Panamá, La Habana, Nicoya, Realejo, Cartagena,
Maracaibo y Guayaquil. Se aprovechaban las excelentes maderas americanas
y se utilizaba buena técnica, si bien había que importar de Europa la jarcia y
algunos implementos.
En el puerto de Guayaquil se concentraban todos los recursos adecuados
para la construcción naval: capital comercial, buenas maderas, minas de
brea, mano de obra abundante y la necesidad de enviar el cacao a los
mercados peruano y mexicano. De hecho, entre 30 y 40 embarcaciones
dedicadas al comercio entre los distintos territorios coloniales, y algunos
otros que se dedicaban al comercio interpacífico salieron de los astilleros de
Guayaquil.
EL COMERCIO. La razón de ser del mantenimiento de los territorios
ultramarinos residía en el establecimiento de un activo comercio entre
ambas partes del océano y así poder cumplirse todos los términos del «pacto
colonial». El modelo de intercambio favorecía claramente a la Península,
cuya producción podía encontrar un fácil y amplio mercado en los nuevos
territorios.
Los deseos de la Corona de ejercer directamente el comercio con América
estuvieron vigentes durante todo el siglo XV y los inicios del XVI, cuando
empezaron a constatar la imposibilidad de mantener esta empresa, lo que
condujo a una regulación de actividades, dando acceso a la intervención de
particulares en determinados productos o monopolios, reservándose ella
otros supuestamente rentables, a los que ya hemos hecho referencia, como
las licencias y asientos de negros, azogue, sal, maipes, papel sellado, pólvora,
etc.
Los productos de mayor aceptación en América fueron el trigo, el vino y el
aceite entre los comestibles, junto con tejidos y paños, que daban rango y
status a sus poseedores, ya que dada su escasez alcanzaban precios
elevados, que mantuvieron sobre todo en aquellos lugares donde nunca se
consiguió su propia obtención, forzando en muchos casos su adquisición
ilegal.
El comercio marítimo tuvo una gran importancia, a veces mayor que el
terrestre. Este se organizó al principio con buques viejos comprados a las
flotas, pero pronto surgió una buena industria naval, como la ya citada de
Guayaquil. En el Pacífico la totalidad de la flota mercante era americana, y en
gran parte construida en los astilleros mexicanos y ecuatorianos.
De Guayaquil venía cacao y alquitrán, a cambio de clavazón, cordaje y
velas, necesarios para la industria naval de dicho puerto. Guayaquil distribuía
además madera y paños quiteños al Perú y trató de montar otro gran circuito
cacaotero con México, pero lo prohibió la Corona por temor a que
aumentara aún más la salida de plata peruana al oriente, vía Acapulco. Por su
parte El Callao, centro comercial del Pacífico Sur exportaba trigo, azúcar y
vino, entre otros productos, hacia el puerto de Guayaquil.
En el siglo XVIII aumentó considerablemente el comercio entre España y
América, y a partir de 1778, año de la proclamación del reglamento de
comercio libre, las exportaciones de España a América crecieron un 400 por
cien, mientras que las importaciones lo hacían en un 1.000 por cien,
disminuyendo la importancia relativa de los metales preciosos.
Los baluartes tradicionales de la estructura imperial, Nueva España y Perú,
y las zonas de importancia secundaria, tales como Quito y las provincias
interiores del Río de la Plata, pagaron su nueva prosperidad económica con
un ocaso relativo de sus industrias interiores a partir de 1778, aunque incluso
los sectores industrial y comercial se beneficiaron ligeramente de la
expansión económica general del último cuarto de siglo.
Aunque los hispanoamericanos estuvieron más o menos satisfechos con la
solución del comercio neutral, la Corona española pronto se dio cuenta de
que había cometido un gran error, en primer lugar, porque vio que los
norteamericanos no cumplían el requisito de llevar los productos coloniales a
puertos españoles; en segundo lugar, por la presión que ejercían sobre ella
los consulados de Cádiz y Barcelona para que retirase la concesión; por
último, porque también se estaba beneficiando del comercio «neutral»
Inglaterra, cuyos comerciantes traficaban con la América española desde sus
bases del Caribe, haciéndose pasar por norteamericanos o encubiertos por
expediciones balleneras que se dirigían al Atlántico Sur y al Pacífico.
La suspensión del comercio neutral en abril de 1799 fue aún más
perjudicial, ya que demostró claramente que España no sólo había perdido el
control comercial de sus posesiones americanas, sino que también tenía ya
poco poder político sobre ellas, ya que un gran número de puertos hicieron
caso omiso del decreto de suspensión. En 1801 tuvo que suavizar su postura,
pero esto no era más que una postura cara a la galería, las Indias estaban ya
perdidas para España.
LA MINERÍA. Como ya hemos apuntado con anterioridad, durante la
primera mitad del siglo XVI, Hispanoamérica y su metrópoli tuvieron una
interdependencia escasa. De hecho, España no compensó gastos con los
botines logrados por los conquistadores y la evangelización parecía ser la
única razón que justificaba la inversión realizada. Téngase en cuenta que
todo el oro y la plata llegados a España durante el período comprendido
entre 1503 y 1540 sólo alcanzó un valor de 3.360.000 pesos de a 450
maravedíes, lo que no daba ni un promedio anual de 91.000 pesos.
Todo esto cambió de pronto a mediados del siglo XVI cuando la Divina
Providencia recompensó los esfuerzos hechos por los monarcas españoles
«en favor de la evangelización de los indios paganos» donándoles excelentes
minas de plata. Los centros manufactureros de Europa, en su mayor parte
propiedad de «herejes», se pusieron al servicio de la Corona para
suministrarle sus productos a cambio de aquellos metales preciosos que
necesitaban con avidez, puesto que el oro del Sudán llegaba ya con
cuentagotas, y la poca plata que había se marchaba hacia el Oriente. Resultó
así que la plata extraída por los indios paganos fue a parar a los bolsillos de
los europeos herejes después de haber bautizado cristianamente por los
católicos españoles, que se limitaron en realidad a transportarla.
Así comenzó la gran interdependencia euro - iberoamericana, ya que
Europa necesitaba la plata, y en menor medida el oro, de las Indias, así como
su mercado para colocar sus manufacturas. Iberoamérica, la urbana, se
entiende, necesitaba las manufacturas europeas, sus utensilios y
herramientas, sus hombres y sus técnicas. América llevaba la peor parte de
aquel negocio en el que el propietario era Europa y ella sólo el socio
capitalista. España, mientras tanto, se vio reducida al ridículo papel de
intermediario.
Resulta así que, durante un siglo y medio (1550-1699), Hispanoamérica
envió legalmente a España -no olvidemos nunca este calificativo, pues la
entrada ilegal es imposible de cuantificar- un total aproximado de casi
doscientos mil millones de maravedíes.
Toda la explotación hispana de las Indias se realizaba a través del océano
Atlántico y dependía de algo tan frágil como unos navíos que transportaban
los metales preciosos en el viaje de ida, y rentabilizaban los fletes con viajes
de vuelta cargados de mercaderías tales como vino y aceite.
La excelencia del negocio, que no era tal, se volvió pronto contra España,
pues los riesgos del transporte, tales como tormentas y ataques de piratas,
aumentaron en proporción directa al número de navíos que transportaban el
metal. Se decidió entonces reagrupar los mercantes en objeto de auxiliarse
unos a otros, y finalmente, se les dio una escolta de buques de guerra para
que los protegiera del enemigo.
La gran riada de plata americana llegada a Europa provocó numerosos
fenómenos. El más conocido es el de la consolidación del capitalismo
comercial, que se encontraba en plena expansión desde comienzos del XVI y
necesitaba gran cantidad de circulante. Otro de ellos fue el desequilibrio en
el coeficiente bimetálico entre el oro y la plata. Durante la primera mitad del
XVI los europeos recibieron 58.430 kilos de oro y 86.518 de plata, quedando
fijada la proporción en 1:10; pero, al producirse los grandes envíos de plata
este nivel descendió hasta 1:17 en 1660, lo que supuso una caída del precio
de la plata en relación al patrón oro.
La Audiencia de Quito poseía, como su mayor centro productor minero, la
región de Zaruma, contando con grupos de mitayos de Cuenca y Loja,
aunque sin tener la importancia de las minas de Potosí, verdadero centro
neurálgico de la minería colonial en Sudamérica.
Dentro del modelo redistributivo ideado por la Corona para los distintos
territorios de sus colonias encontramos los Situados. Estos consistían en unos
envíos de dinero, más o menos periódicos, desde las regiones más ricas de
Hispanoamérica hacia las más pobres, sobre la consideración teórica de que
todos los territorios conformaban una estructura unitaria en la cual los reinos
prósperos debían ayudar a los pobres, pues éstos tenían funciones
específicas en la defensa del conjunto, por lo que debían recibir una
compensación económica. De esta forma los lugares donde no se producía
plata ni oro tenían también un circulante monetario que podía subvenir a su
desarrollo económico.
La plaza de Cartagena (Cartagena de Indias, Colombia) recibió un situado,
pagado en un principio por Lima, valorado en 66.836 pesos, hasta que se
ordenó que éste fuera subvencionado a partes iguales por Santa Fe de
Bogotá y Quito.
Como siempre, el más afectado por esta situación de la locura de los
metales preciosos fue el indígena. La proletarización de éste para las labores
mineras originó muchas protestas de religiosos y funcionarios, quienes
argumentaban que los indios eran libres y no podían ser compelidos a
trabajar. En respuesta a éstos se les decía, invariablemente, que de no ser así
se produciría la ruina de los reinos indianos, por lo que el sistema siguió
adelante. Lo único que se hizo fue dar leyes para regularizar una explotación
menos inhumana, si es que existe alguna. En todo caso es sabido que la
legislación fue ampliamente violada en todo el ámbito iberoamericano, por
lo que poco pudo resolver.
LA IGLESIA. Una Real Cédula del año 1509 recogía la postura de la Corona
española respecto al interés evangelizador como el principal deseo de los
monarcas, plasmado en la inquietud por la conversión de los nativos, a fin de
que «sus ánimas no se pierdan, para lo cual es menester que sean
informados de las cosas de nuestra santa fe católica». Por esta razón, desde
1526, la legislación ordenaba que en las expediciones de penetración fuera
siempre un religioso con el objeto de difundir la palabra de Dios entre los
pueblos aborígenes que encontrasen.
Una vez conquistados los territorios se empezaba a tejer el denso
entramado religioso, con los distintos órganos y centros de poder claramente
diferenciados y constituidos. Así, en 1546, el Papa Pablo III concede a Quito
el ser Sede Episcopal.
La provincia metropolitana de la que todas las Sedes dependían era Sevilla,
donde se dirimían los problemas religiosos planteados. Los inconvenientes
de la lejanía, la demora en el envío y resolución de pleitos, etc., aconsejaban
el establecimiento en América de Archidiócesis.
El mismo año en que Quito recibe su cargo de Sede (1546), se elegían a
Santo Domingo, México y Lima como las primeras Archidiócesis de
Hispanoamérica, quedando Quito, Cuzco, Popayán, Panamá y Nicaragua
inscritas bajo la jurisdicción de la de Lima.
El Regio Patronato creó 32 diócesis durante el siglo XVI en los lugares que
tenían mayor importancia política, de las que dos de ellas se localizaban en el
reino de Quito. Si bien en América coincidieron sacerdotes y frailes, la capital
misión evangelizadora encomendada a la Iglesia católica, y la abundancia de
indios a quienes cristianizar hizo que el número de curas fuera sensiblemente
inferior al de conventuales. Salvo contadas excepciones en las cuales
ejercieron actividad apostólica, los padres diocesanos emplearon su vocación
en el mantenimiento del culto entre los españoles emigrados a Indias.
La orden de San Francisco se expandió por todo América, penetrando en el
conquistado reino de Quito en 1538, mientras que los Dominicos se
asentaron en este territorio dos años después, en 1540. Los mercedarios, por
su parte, gracias a un privilegio de tiempos de Jaime I el Conquistador, que
les convertía en capellanes castrenses, están presentes en toda la gesta de la
Conquista, ya desde el segundo viaje de Colón. El Perú y Quito fueron
coetáneos de las expediciones dominadoras del incario.
Como norma general, y pese a la relación tan directa entre poder
eclesiástico y Corona, gran cantidad de frailes de las distintas órdenes se
mostraron muy críticos con la labor desarrollada en las relaciones entre los
conquistadores blancos y los conquistados indios, elevando gran cantidad de
protestas a sus respectivas jerarquías, quienes a su vez elevaban los
correspondientes informes a la Corona.
El deseo de potenciar la labor en defensa de los nativos hizo que se
levantasen verdaderas cruzadas en la corte. De resultas de ello se fueron
dando las distintas ordenanzas sobre el trato al indio. Sin embargo, las
incesantes protestas de las distintas órdenes, dados el nulo respeto a las
ordenanzas de los monarcas y los abusos perpetrados por los encomenderos,
condujeron a las Leyes Nuevas de 1542, de las que conviene destacar la
abolición de la esclavitud indígena, de la servidumbre personal y de las
naborías. Como ya hemos reflejado, esto provocó el levantamiento de
Gonzalo Pizarro ante el poder representado por el Virrey. Del mismo modo
nos consta el inútil esfuerzo de esta legislación puesto que de una manera u
otra la ley fue burlada y los trabajos impuestos al indio se mantuvieron
cuando no se aumentaron, como sucedió con el servicio de mita en las minas
y labrantíos.
Durante largo tiempo se planteó la hipótesis de que religiosos indígenas se
encargasen de la evangelización de sus congéneres, apoyados por los frailes
europeos. Sin embargo ni la Corona ni las autoridades religiosas permitieron
esta situación, negando el acceso a cargos importantes del clero a los
mestizos no legítimos, como sucedió en otros campos de la administración
civil.
La Iglesia se configuró poco a poco como un enorme poder económico en
las Indias, convirtiéndola en el primer gran propietario, tanto por cantidad de
tierras como por ingresos, al disponer de tres fuentes de ingresos: los
diezmos, que le permitían tener numerario en una sociedad descapitalizada
por los envíos de metales preciosos a la Península; la explotación de una
mano de obra casi gratuita, la indígena; y las donaciones de los fieles, ya que
muchos conquistadores, sin herederos reales o reconocidos, donaban sus
tierras a la Iglesia a fin de hacerse perdonar todas las tropelías llevadas a
cabo durante su etapa de conquista.
Así, además de las tierras, la Iglesia se hizo con la posesión de inmuebles,
bien comprados o bien heredados, para cuyo mantenimiento y ornato
colaboró activamente la Corona con parte de su Hacienda, tal y como se
acordaba en los acuerdos sobre el Regio Patronato de Indias entre la
Monarquía española y la Santa Sede.
La Corona se alarmó por esta situación y dictó algunas disposiciones
prohibiendo que los eclesiásticos adquiriesen bienes raíces en operaciones
ordinarias de compraventa, pero esto apenas mitigó el problema. A fines del
siglo XVI la Iglesia poseía la tercera parte de las tierras productivas del Perú y
la mitad de México, además de un inmenso patrimonio de casas y templos.
Hay que mencionar, no obstante, dos casos extraordinarios dentro de esta
dinámica de la Iglesia; los franciscanos y los jesuitas. Los primeros porque se
negaron a poseer tierras, ya que temían perder su condición de mendicantes.
Los segundos porque organizaron las suyas con verdadero espíritu de
empresa, de hecho sus haciendas tenían por lo común el máximo de
rentabilidad, y porque, además, crearon riqueza agrícola al establecerse a
menudo en territorios de frontera, donde había verdaderos baldíos que
transformaron en haciendas muy productivas.
Parte de los beneficios obtenidos en estas explotaciones revertía en las
mismas, otra parte era para la comunidad, aunque siempre bajo la tutoría
administrativa de los misioneros, y una tercera parte se dedicaba al ornato
de los templos de la Compañía. Así encontramos ejemplos de una
grandiosidad y prepotencia en sus templos, como es el caso de la iglesia de
los jesuitas en Quito, siendo desde fechas muy tempranas ampliamente
criticado e incluso utilizado como un argumento en su contra a la hora de
plantearse su expulsión.
Muchas de las técnicas empleadas por los religiosos en la catequesis de los
naturales corresponderían más al proceso cultural que al religioso. El
desconocimiento de las lenguas nativas obligó a los frailes a su aprendizaje
para una mejor exposición de los misterios de la fe; la confección de
catecismos y libros de doctrina impresos en los dialectos indígenas favoreció
no sólo la labor pastoral, sino la difusión de la imprenta.
La congregación de indios para impartir la instrucción religiosa se vio
complementada con las fundaciones de colegios y escuelas donde, además
de la enseñanza de las nuevas creencias, se les iniciaba en otras materias y se
les inculcaba un modo de comportamiento acorde con la civilización
occidental imperante.
LA CULTURA, LA ARQUITECTURA Y EL ARTE. La etapa de plenitud o
conformación cultural en Hispanoamérica no se inicia hasta la segunda mitad
del siglo XVI. El período precedente corresponde a unos años dominados, en
gran medida, por una serie de actividades entorpecedoras del desarrollo
cultural, como podían ser las expediciones de descubrimiento y conquista,
los titubeos en la fijación de asentamientos, los problemas de colonización
sobre unos territorios inmensos, la escasa emigración, la fundación de un
corto número de centros urbanos, etc.
A medida que estos problemas fueron superándose, la civilización
occidental comenzó a extenderse por las Indias de manera imparable,
configurando una actuación humana cuyos efectos han quedado entre las
páginas más memorables de la historia de la Humanidad.
No existió una cultura iberoamericana en los siglos XVI y XVII, pese a que
se hable usualmente de ella. Lo que de verdad existió fue una proliferación
cultural, resultado de la mezcla de la cultura dominante traída por los
españoles (con sus consiguientes subculturas regionales) con las infinitas que
había en América.
La cultura española encontró una mayor resistencia a la penetración en
aquellos territorios en los que habitaban unos reinos nativos sobresalientes,
como es el caso del reino de Quito, tanto por el influjo de la cultura inca,
relativamente poco asentada en gran parte de sus tierras, como por la de los
distintos señoríos étnicos preincaicos, cuyo poso cultural aún vivía a la
llegada de los españoles.
En cuanto al idioma, en América confluyeron el habla popular importada
por conquistadores y colonos y el idioma culto de los religiosos, quienes
tuvieron confiada la educación de los naturales, los criollos y la población
emigrante.
Mientras en ciertas manifestaciones artísticas se produjo el mestizaje de
formas, en la lengua no hay constancia de la creación de un idioma
aglutinador de ambas corrientes, la española y la nativa. El lenguaje
predominante fue aquel que viajó en las naves salidas de las costas ibéricas
con las mutaciones ya señaladas de la incorporación a cada uno de los
territorios conquistados de entonaciones y voces procedentes de las tierras
anteriormente descubiertas y colonizadas.
Los esfuerzos de la Corona en favor de la expansión del castellano fueron
ímprobos, con el envío a ultramar de cartillas y catones para la enseñanza,
ejemplares del Arte de la lengua, de Nebrija, y libros tendentes a alcanzar los
objetivos propuestos.
Una de las principales preocupaciones de los monarcas hispanos radicó en
el interés mostrado por la educación de los nativos, entendida ésta como el
vehículo ideal para su incorporación al modo de vida español y de
comprensión de las verdades de la fe cristiana. Al efecto autorizaron la
creación de escuelas y colegios de primera y segunda enseñanza, academias,
centros de Artes y Oficios y universidades.
A cada nueva fundación de una ciudad correspondía casi invariablemente
la erección de un centro escolar regido por religiosos; de igual manera, éstos
se encargaban de la enseñanza en tierras de misiones y en las comunidades
indígenas, compaginando su labor apostólica con la de instrucción de los
naturales.
Los franciscanos fundan en Quito, a imagen del Colegio Imperial de
Tlatelolco (México), un centro de enseñanza, básicamente para los hijos de
los señores naturales, en donde éstos se encontraban en régimen de
pensionado. No menor importancia tuvieron los centros de enseñanza
profesional, al comprobar los misioneros la gran habilidad de los indígenas
para determinadas actividades, especialmente las manuales detallistas y la
música. Por esta razón se funda, en 1552, el colegio de San Andrés, creado a
imagen del de San José de los Naturales (México). En San Andrés los nativos
aprendían técnicas de sastre, zapateros, pintores, bordadores, fundidores,
batihojas, etc.
Las enormes expectativas despertadas por el sistema educativo puesto en
marcha en América necesitaban de una continuidad en los estudios. En caso
contrario habría obligado a un desplazamiento a la Península, con los
consiguientes problemas económicos y personales, de aquellos que
pretendiesen proseguir la carrera estudiantil, de ahí que la inquietud en
torno a la creación de universidades en el Nuevo Mundo cuajó con prontitud.
Dos fueron los tipos de universidades que encontramos en ultramar, las
llamadas generales, oficiales o mayores y las conocidas como particulares,
privadas o menores.
La universidad indiana estuvo abierta en el XVI a los nativos (con
preferencia a los hijos de los caciques), mestizos y mulatos libres, aparte de
los criollos y peninsulares. Más tarde, la desconfianza hacia determinadas
mezclas de razas propiciaron las restricciones y la exigencia de legitimidad y
limpieza de sangre.
La Universidad de San Fulgencio fue la primera de estas características
fundada en el extinto reino de Quito. Posteriormente verían la luz las de San
Gregorio y Santo Tomás, todas ellas a imagen de las españolas de Alcalá de
Henares, Salamanca y Valladolid.
Gracias al interés demostrado tanto por la Corona como por las distintas
Órdenes en la creación de Universidades, América dispuso pronto de
filósofos, teólogos o jurisconsultos formados en sus propios centros.
Con el asentamiento de los núcleos urbanos, la expansión de la
colonización y el surgimiento de escuelas, colegios y universidades, las
bibliotecas comenzaron a proliferar y el gusto por la lectura fomentó la
importación de libros.
La Corona emitió una serie de disposiciones tendentes a prohibir la
divulgación en América de obras consideradas como poco modélicas,
opuestas a la labor misional de los religiosos o susceptibles de alterar las
costumbres de españoles y nativos, entre las que se encuentran los libros de
romances, de caballerías e historias profanas. La prohibición abarcaba
también a aquellas obras escritas en contra de la monarquía hispana, cuya
divulgación estaba reprobada en la propia Península.
Sin embargo los fraudes no faltaron y muy prontamente circulaban por el
territorio americano un sinfín de obras prohibidas, sobre todo de caballería,
destacando de entre ellas el «Amadís de Gaula».
La implantación de la imprenta en América nació como un complemento
de la evangelización, en primer lugar, y posteriormente para la edición en los
nuevos territorios de los volúmenes de gran aceptación popular. De este
modo, la gran aportación española al Nuevo Mundo, su cultura, permitió el
nacimiento en América y el conocimiento, tanto dentro como fuera de sus
fronteras, de una pléyade de literatos que ocupan un lugar destacadísimo en
los tratados al uso.
Perú, junto con el Ecuador, merecen un apartado especial en el
reconocimiento de la ingente relación de cronistas que glosaron su pasado,
su historia reciente, junto con su conquista y acomodo a los nuevos usos
españoles, dada la abundancia de escritos debido a autores como Cristóbal
de Mena, Pedro Pizarro, Diego Trujillo y Agustín de Zárate, entre otros. Es, sin
embargo, Pedro Cieza de León el escritor más afamado respecto a los
acontecimientos acaecidos en estos territorios.
El arte hispanoamericano refleja mejor que ninguna otra actividad la
influencia procedente de la Península. Los estilos artísticos gótico, plateresco
y mudéjar cruzaron el Atlántico y se instalaron en Indias con tal fuerza que el
primero de ellos prolongó su vida en ultramar años después de agotar su
existencia en Europa. De este modo, medievalismo y renacimiento se dieron
cita en América confiriendo a las creaciones arquitectónicas unas
características únicas.
Si a esto añadimos que la colaboración de los indígenas, buenos artífices,
en algunas de las obras otorgó a ciertos monumentos de una hibridización de
lo español con lo nativo, nos encontramos con una de las manifestaciones
más sorprendentes en la construcción y decoración de iglesias, conventos y
edificios civiles.
La tónica dominante en la primera mitad del XVI consistió en el envío a
ultramar de cuadrillas de alarifes que se desplazaron por los territorios
americanos contratados por distintas fábricas, dando como resultado una
cierta uniformidad, reflejada en construcciones situadas en sitios alejados
entre sí.
LAS EXPEDICIONES CIENTÍFICAS. Al inaugurarse el siglo XVIII se produjo
un cambio radical en todos los aspectos de la vida americana, pues los
Borbones abrieron su imperio a un número cada vez mayor de científicos,
exploradores y curiosos en general, tanto españoles como extranjeros,
siendo la mayoría de estos últimos franceses, que publicaron después los
relatos de sus expediciones. Sin embargo, a medida que avanza el siglo
viajaron también muchos alemanes y escandinavos, a los que la Corona
empleaba como consejeros técnicos y, en el caso del prusiano Alexander von
Humboldt, como científicos imparciales. Así, el siglo XVIII fue testigo de una
larga serie de importantes expediciones científicas.
En contraste con la resistencia a los ataques de piratas como Drake,
Dampier o Bouchard, la Corona acogió con beneplácito estas expediciones,
muchas de las cuales tuvieron al territorio ecuatoriano como principal
protagonista. Una de ellas fue organizada por la Academia Francesa de
Ciencias en 1735 para medir un grado del meridiano cerca del ecuador y
determinar así con más precisión la forma y medida de la Tierra. Con
péndulos y plomadas Charles Marie de La Condamine y Pierre Bouguer
comprobaron las medidas del arco y además verificaron el fundamento de
nuestro sistema métrico decimal. Con menos acierto consideraron el
Chimborazo, con sus 6.310 m, como el más alto del mundo. Asimismo, aparte
de explorar las ruinas de Ingapirca, organizó la primera expedición científica
en la Amazonia, que partió de Cuenca por la vía de Zaruma hasta el Marañón.
En la confluencia de éste con el Pastaza se le unió el científico ecuatoriano
Pedro Vicente Maldonado y juntos navegaron por el gran río.
La Condamine cartografió su viaje hasta Cayena, y gran parte de la
información resultante de esta expedición fue empleada por Denis Diderot
en la «Encyclopédie».
Acompañaron a la misión los marinos españoles Antonio de Ulloa y Jorge
Juan, encargados no sólo de una discreta vigilancia de los franceses, sino con
objetivos propios. Sus «Noticias Secretas de América», dirigidas al Rey,
abarcaban una visión crítica en lo político, social y económico del país. Ulloa
llevó además a España especímenes botánicos, zoológicos y minerales del
Ecuador, base del Gabinete de Historia Natural de Madrid, promovido por él
desde el año 1752 hasta su apertura en 1775.
Humboldt llegó a tierras ecuatorianas en 1802 y estableció una serie de
principios científicos aplicables tanto a la geografía física como a la
meteorología. Midió el descenso de la temperatura en función de la altitud;
cartografió las líneas isotermas; explicó la relación entre las plantas y las
condiciones físicas; y estudió el descenso de la fuerza magnética terrestre
desde los polos al ecuador. También demostró la conexión entre las fisuras
subterráneas de las rocas ígneas con la presencia de los volcanes en grupos
lineales. Su nombre lo llevan la corriente fría del Pacífico Sureste y una
especie de pingüinos.
Expediciones españolas notables se sucedieron durante la Ilustración, si
bien los primeros cronistas de Indias, además de historiadores, eran
etnógrafos, botánicos y zoólogos, al modo de la época.
Muy principal fue la del gaditano José Celestino Mutis, que trabajó en la
Nueva Granada, virreinato que comprendía al Reino de Quito en esos
momentos, realizando una importante serie de expediciones científicas
desde 1786 hasta un poco antes de la muerte de Mutis en 1808.
El aporte más directo de Mutis se relaciona con la chinchona o quina, único
remedio natural eficaz contra la mortal y extendida malaria, planta cuyas
diversas especies ecuatorianas estudió con la ayuda de fray Diego García.
El Arcano de la Quina es una de las obras fundamentales de Mutis, todavía
inédita. Aún se conserva en la antigua farmacia del Palacio Real de Madrid
paquetes con la corteza de quinas de la provincia de Loja.
No han perdido vigencia las investigaciones e ilustraciones de Ruiz y Pavón,
que describieron y bautizaron con el nombre de carludovicapalmata la
palmera de «paja toquilla». Dejaron para la posteridad una monumental
colección de láminas en la que colaboraron una serie de artistas
ecuatorianos, destacando Vicente Albán.
La expedición científica de Alejandro Malaspina (1789) tocó Guayaquil, de
cuyo puerto realizó una carta de navegación dentro del amplísimo estudio de
las rutas marítimas del Pacífico.
Malaspina juzgó críticamente la complejidad del Imperio Español y
recomendó, para evitar su desastre, formar cuatro reinos distintos, uno de
ellos el de Perú, con inclusión de lo que hoy es Ecuador, unidos por una
cabeza real, pero independientes económica y administrativamente. Su idea
no fue aceptada y estuvo en prisión algún tiempo.
Todavía a mediados del siglo XIX la Comisión Científica del Pacífico, bajo el
reinado de Isabel II, llevó a cabo trabajos de investigación, con el objetivo
adicional del reconocimiento de los nuevos estados independizados de
España. La escuadra al mando del general Pinzón llegó al puerto de
Guayaquil y lo estudió dentro de sus amplios objetivos náuticos en el
Pacífico.
Sin embargo, de todos los científicos que pasaron por este territorio,
Charles Darwin es el más recordado, quien visitó las islas Galápagos durante
cinco semanas en 1835. En estas islas, anexionadas al Ecuador tres años
antes, realizó muchas de las observaciones en las que fundamentó su
revolucionaria teoría sobre la evolución y mutación de las especies.
En la constitución de 1998
Historia del Ecuador
En 1944, una insurrección popular derrocó a Arroyo del Río y llevó a la presidencia a José María Velasco Ibarra, el cual ya había gobernado el país entre 1934 y 1935. En este segundo mandato, Velasco integró a conservadores, comunistas y socialistas en la llamada Alianza Democrática. Durante la II Guerra Mundial (1939-1945), Ecuador apoyó a los aliados contra las potencias del Eje Roma-Berlín-Tokio. En 1945, año en el que Ecuador se convirtió en uno de los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se promulgó una nueva Constitución, que estaría en vigor hasta 1967. Tras sus dos primeros mandatos (recuerda: 1934-1935 y 1944-1947), Velasco Ibarra ejerció nuevamente la presidencia en los periodos 1952-1956, 1960-1961 y 1968-1972. Durante este último, fue el primer presidente del país bajo la nueva Constitución, aprobada en 1967. En 1970, su gobierno pasó a ser dictatorial y, en 1972, fue derrocado. A continuación, tomó el poder el general Guillermo Rodríguez Lara, quien restauró la Constitución liberal de 1945. Nacionalizó el petróleo en 1974 (Ecuador era el segundo país exportador de petróleo de toda Sudamérica, solo superado por Venezuela). En 1976, un nuevo golpe militar llevó al poder a Alfredo Poveda Burbano, durante cuyo gobierno (1976-1979) se promulgó la Constitución de 1978.
Jaime Roldós Aguilera fue el primer presidente elegido tras la aprobación del nuevo texto constitucional. Desde entonces hasta 1997, las elecciones se desarrollaron normalmente, y los presidentes se sucedieron sin problemas. En 1995, durante la presidencia del conservador Sixto Durán Ballén, se reanudó el conflicto fronterizo con Perú; todo quedó pronto resuelto por medio de un acuerdo ratificado entre ambos países en 1998 y en 1999. En 1996, Abdalá Bucaram resultó elegido presidente con el apoyo de las clases más desfavorecidas del país. Sin embargo, tanto su impopular política como sus actuaciones en público (impropias de tan alto cargo) provocaron que el Congreso Nacional lo apartara de la presidencia, en febrero de 1997, por “incapacidad mental”. Tres meses después, un referéndum respaldó la destitución de Bucaram. El socialcristiano Jamil Mahuad, del partido Democracia Popular, fue elegido presidente en 1998. La crisis del país era enorme, tanto en lo político como en lo económico. Los proyectos de liberalización de la economía de Mahuad chocaron con la casi totalidad de las fuerzas políticas y sindicales, y se sucedieron las huelgas generales. Mahuad intentó que Ecuador adoptara el dólar estadounidense como moneda oficial. Millares de indígenas llegaron a Quito para exigir la dimisión de Mahuad. El levantamiento, promovido por la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) y apoyado por un sector del Ejército, obligó a dimitir a Mahuad. Los sublevados nombraron presidente al hasta entonces vicepresidente, el independiente Gustavo Noboa. Pero, finalmente, el Congreso aprobó que el dólar fuera la moneda oficial. En las elecciones de 2002, resultó vencedor uno de los militares que apoyó a los indígenas para derribar a Mahuad, el ex coronel Lucio Gutiérrez, al frente de una coalición de partidos de izquierdas e indigenistas. Sin embargo, durante su gobierno se produjeron nuevas crisis de gran importancia; Gutiérrez fue destituido por el Congreso en
2005, y la presidencia pasó a ser ejercida por el que era vicepresidente del país: Alfredo Palacio