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CASTILLA HEROICA, CASTILLA CULPABLE: CUESTIONES DEL
NACIONALISMO ESPAÑOL*.
Juan Sisinio Pérez Garzón, UCLM.
Fue sobre todo en las décadas bisagra del cambio del siglo XIX al XX,
cuando, al socaire del regeneracionismo y de la fuerte irrupción política del
catalanismo, se consumó la hipóstasis de Castilla con España y se expandió
esa unión como referente para interpretar el devenir de España como Estado-
nación, tanto en sus relaciones con el resto de la península ibérica como en su
protagonismo en el concierto internacional. Ortega y Gasset sintetizó de forma
rotunda esa perspectiva y ese sentir: "Castilla ha hecho a España y Castilla la
ha deshecho"1. Pero no sólo se pensaba así desde quienes se identificaban
con un nacionalismo español castellanocéntrico, sino también se lanzaba
idéntico mensaje desde los nacionalismos que se abrían paso en la política
estatal. Joan Maragall lo expresaba con las siguientes palabras, tan rotundas
como las de Ortega. "El espíritu castellano ha concluido su misión en España –
escribía el intelectual catalán- [fue el que] dirigió y personificó el
Renacimiento... [luego] vino el siglo XIX que hicieron el prestigio del
parlamentarismo y sus hombres, prolongaron la misión de la brillante y sonora
Castilla en España. Pero todo eso está muriendo y Castilla ha concluido su
misión. La nueva civilización es industrial, y Castilla no es industrial; el moderno
espíritu es analítico, y Castilla no es analítica; los progresos materiales
ind¹ucen el cosmopolitismo, y Castilla, metida en el centro de naturaleza
africana, sin vista al mar, es refractaria al cosmopolitismo europeo... Castilla ha
concluido su misión directora y ha de pasar su cetro a otras manos"2.
* Capítulo de libro publicado en P. Carasa, coord.., La memoria histórica de Castilla y León. Historiografía castellana en los siglos XIX y XX, Junta de Castilla y León, 2003, pp.330-351. 1 José Ortega y Gasset, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Revista de Occidente en Alianza editorial, 1998, p. 48. 2 Publicado en La Lectura, 1902. Es justo en este aspecto rescatar un sugerente y denso artículo escrito sobre el significado y las reacciones que se catalizan en torno al concepto de
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No es necesario reiterar la tesis que nos sirve de punto de partida, que
España se crea como nación en el siglo XIX y el historiador es artífice decisivo
en la configuración de ingredientes del nacionalismo español. Pero añadiría
otra, el historiador y teórico de la literatura, porque tan importante para
configurar un mercado nacional era la disolución de los obstáculos políticos y
sociales para la libre circulación de los individuos, como borrar la diversidad
lingüística y cultural para construir la homogeneidad nacional. Y en estos
aspectos, el idioma todavía hoy conserva su valor de referente nacional, de tal
modo que sería interminable la relación de hechos y medidas que desde el
Estado se despliegan a favor del castellano, cuando constitucionalmente habría
que plantearse que tan españolas son las lenguas catalana, vasca y gallega
como la castellana. Sin embargo, a estos idiomas se les recluye en manos
exclusivas de sus respectivos gobiernos autonómicos, como si sólo fuera
responsabilidad de éstos y como si el bilingüismo sólo fuera una obligación
para vascos, catalanes y gallegos, pero nunca para quienes hablamos y nos
expresamos en castellano. Subrayar semejante asimetría es de justicia para
comprender la situación de convivencia cultural que se produce en España y
para desentrañar cómo funciona todavía el nacionalismo español, por más que
a éste se le quieran atribuir supuestas debilidades o incapacidades para
españolizar a todos los ciudadanos, como si la única fórmula de tal
españolización consistiera en la castellanización cultural. De hecho, hoy se
podría confirmar que el nacionalismo español adquiere su expresión más
beligerante y excluyente en el aspecto lingüístico cultural, porque las máximas
instancias del Estado, sin atenerse a la pluralidad reconocida en la Constitución
de 1978, proclaman la cultura escrita en castellano como la exclusiva expresión
de lo español. Así, desde las instituciones de rango estatal se silencian
sistemáticamente las aportaciones culturales escritas en otros idiomas
españoles, y se concentran todas las energías en defender el castellano en los
ámbitos internacionales, con argumentos de mercado (los más de 300 millones
de hispanohablantes), mientras se descuida o se obvia el fomento de las otras
Castilla, el publicado por Julio Carabaña, "De Castilla como nación, región y desolado paisaje", Negaciones, 4 (1978), pp. 97-136
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lenguas, como si éstas fueran la exclusiva responsabilidad de los
correspondientes gobiernos autonómicos y nada más.
El hecho es que en España, sobre el territorio del Estado liberal
construido en el siglo XIX a partir de las herencias de una monarquía
transoceánica, se produjo la nacionalización del Estado en un largo proceso
que pretendía disolver los sentimientos de identidades previas en una única de
pertenencia política a una misma nación. Sin embargo, circunstancias y fuerzas
que no es el caso de explicar ahora, lograron mantener vivas identidades
culturales que a lo largo del siglo XX se expresaron como exigencias de
nacionalidad política, y eso es lo que ha desembocado en una realidad plural
de España que, incluso como Estado, tiene que reconocerse en distintas
culturas, por más que se propague y exhiba sólo el castellano como lo propio
de la identidad española. En cualquier caso, el nacionalismo español no se ha
articulado sólo como un conjunto de personas que se sienten como nación,
sino que se ha revestido de un elemento cognitivo diferenciador, el de
caracterizarse paradójicamente como algo no político para lograr así su
legitimidad por encima de las demás comunidades culturales existentes en
España. Sólo atribuyéndose ese carácter no político se presenta como
expresión cultural incuestionable, anterior al mismo Estado, que cumple ese
papel de legitimación histórica y que le permite cumplir funciones políticas y
simbólicas, como vemos hoy en los actos en los que el idioma castellano se
convierte en paradigma de la nación y en orgullo no sólo de las élites culturales
y políticas, sino también de la ciudadanía a la que se le desinforma del valor de
otras lenguas o se le propaga la idea de una supremacía lingüística
incuestionable. Los estudios sobre el papel del Estado en la creación de una
comunidad cultural son contundentes para todos los nacionalismos. Sin
embargo, no se aplican al caso español, cuando es igualmente se corrobora
que las ideas de unidad cultural y la función política de la unidad cultural no
calan entre la ciudadanía hasta que el Estado las extiende e inculca, por más
que sea frágil el sistema educativo, y que esa tarea hoy la prolongan los
medios de comunicación que despliegan una importante tarea de exaltación del
castellano como exclusivo idioma de España.
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En definitiva, en la castellanización del nacionalismo español se pueden
diferenciar dos niveles: el político, que ha hecho de la monarquía castellana
medieval y moderna el eje de la historia estatal, y el cultural, que ha fraguado
una unidad lingüística sobre el olvido o marginación de otros idiomas. Ambos,
estrechamente relacionados desde el mismo Estado, pero cada cual con
diferentes artífices intelectuales. Si el historiador elaboró, desde los cronistas
hasta los liberales del siglo XIX, la preeminencia de la corona de Castilla, han
sido sobre todo los estudiosos de la literatura del siglo XX los que han hecho
del castellano la expresión por antonomasia de la cultura española. Por otra
parte, tampoco se puede olvidar que, tanto en los siglos de la edad moderna
como en las décadas de la construcción del Estado liberal, se produjo una
proceso de normalización de las lenguas vernáculas en Cataluña, Euskadi y
Galicia por parte de clérigos y filólogos que cimentó unas redes públicas de
interacción regional, cuya reproducción en espacios públicos como las iglesias
y los intercambios mercantiles, o en los medios familiares, transformaron el
idioma en ideología catalizadora de un sentimiento de identidad interclasista.
Así, dentro de España, frente a los propósitos del Estado que implantaba el
castellano como único idioma oficial desde el siglo XVIII y sobre todo desde el
siglo XIX, se arraigaba y fortalecía el contraste entre un "nosotros", los que
hablamos de modo inteligible, y "ellos", los forasteros o inmigrantes a quienes
nadie entiende3.
Conocer, por tanto, esta perspectiva, también es necesario para
contextualizar las relaciones del castellano con los otros idiomas, y las
reacciones de los otros idiomas frente al castellano, en lugar de debates
estériles sobre la supuesta debilidad del Estado4. Por lo demás, las páginas
que siguen se ceñirán al análisis del proceso por el que se fraguó una
perspectiva histórica en la que la corona de Castilla y su idioma se identificaron
3 Un análisis completo de estas cuestiones en el reciente libro de José Luis de la Granja, Justo Beramendi y Pere Anguera, La España de los nacionalismos y las autonomías, Madrid, Síntesis, 2001. 4 Por eso, no responden a la realidad histórica y son totalmente refutables las palabras que el 23 de abril de 2001 pronunció el rey, Juan Carlos, en la entrega del premio Cervantes a F. Umbral, cuando afirmó rotundamente: “ Nunca fue la nuestra una lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano; fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyos por voluntad libérrima el idioma de Cervantes. Se sabe hoy que es a
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con lo español como su más genuina y exclusiva expresión y representación.
No entraremos, sin embargo, en los aspectos de ese nacionalismo cultural que
hoy se polariza en torno al idioma, pero sin duda el conocimiento del proceso
político de castellanización de la historia de España puede arrojar luz sobre el
modo en que enfoca la coexistencia, convivencia o dominio de unos idiomas
sobre otros en las distintas comunidades culturales de España5.
1.- Las ambiciones de los monarcas y su confusión con proyectos
de nación.
El fenómeno ocurrió con bastantes similitudes en todos los reinos
medievales de la cristiandad europea construidos sobre las estructuras
administrativas de un imperio romano en el que se asentaron los pueblos
godos y cuyas castas guerreras, tras las sucesivas consolidaciones políticas,
forjaron lazos de identificación con los territorios dominados. Desde esos siglos
altomedievales, las muy escasas élites intelectuales de clérigos cristianos
elaboraron en cada reino la legitimidad de cada monarquía a partir de la
correspondiente continuidad con las estructuras romanas y agregaron el origen
divino del poder para justificar incluso el parricidio contra supuestos traidores a
las encomiendas divinas. Eso ocurrió también en la monarquía visigoda, pero la
expansión de la dominación musulmana por la península ibérica diversificó
posteriormente el proceso de legitimación ideológica del poder de las diferentes
dinastías cristianas que emergieron frente el califato de Córdoba. La
peculiaridad de los reinos cristianos de la meseta peninsular consistió en
recurrir a los siglos visigodos para justificar sus avances y sobre todo para
legitimar el derecho a ocupar y distribuir las tierras6. Así ocurrió desde los
partir del siglo XIX cuando el castellano comienza verdaderamente su extraordinaria expansión, que no ha cesado de crecer”. (Ver EL PAIS, 24 de abril de 2001, p. 36). 5 En cualquier caso, las páginas que siguen, pronunciadas como conferencia en la Universidad de Valladolid, están endeudadas con los trabajos que he publicado sobre estas cuestiones: ver J. Sisinio Pérez Garzón, “El nacionalismo español en sus orígenes: factores de configuración”, Revista AYER, núm. 35, Marcial Pons, Madrid, 1999; “El debate nacional en España: ataduras y ataderos del romanticismo medievalizante”, Revista AYER, núm.36, Marcial Pons, Madrid,1999; y también en J. S. Pérez Garzón et alii, La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000. 6 Es justo recordar, para comprender este proceso, las obras imprescindibles de Abilio Barbero y Marcelo Vigil, Sobre los orígenes sociales de la Reconquista, Barcelona, Ariel, 1974; y La formación del feudalismo en la península ibérica, Barcelona, Crítica, 1978.
6
momentos originarios del reino astur-galaico-leonés hasta el reinado de Alfonso
X. Es más, con este rey, a la altura ya del siglo XIII es cuando se posterga el
latín en las crónicas y se escribe una historia en castellano, el idioma de esos
nobles que se estaban repartiendo las tierras ocupadas a los musulmanes y
sobre las que establecían sus señoríos, porque además, tal y como explicaban
los autores de las crónicas, se sentían con derecho a poseer la península
entera. Los afanes de dominio hegemónico sobre todas las tierras no se
escondían, y se encontraban precedentes en épocas godas o se remontaban a
siglos romanos o épocas míticas, si era necesario. Así se pasó de los
cronicones latinos a la general y universal historia escrita en castellano bajo el
mandato de Alfonso X, lógicamente calificado como “el Sabio”.
Ese proceso adquirió un despliegue inusitado en los siglos XIV y XV,
cuando una misma familia se aposentó en las dos coronas más importantes de
la península, cuando los Trastámaras, dinastía bastarda por más señas7, se
adueñó primero de la corona de Castilla y luego de la de Aragón hasta alcanzar
con el matrimonio de Isabel y Fernando el expansionismo que venía
preconizando la jerarquía eclesiástica que los apoyaba y que había expandido
la primera gran mitificación del reino godo. Es más, se justificaba no sólo la
aspiración de los Trastámara a reinar en toda la península, sino algo novedoso,
el derecho a expandirse fuera de la península para atribuirse tareas de
hegemonía en toda la cristiandad europea8. En cualquier caso, esas mismas
justificaciones expansionistas se desplegaban simultáneamente en los demás
reinos de la cristiandad europea. En el reino portugués, por ejemplo, sin ir más
lejos. Eran los siglos bajomedievales en que se formaron las familias dinásticas
europeas. Éstas se encontraban enfrascadas en una permanente disputa por
territorios y riquezas, y recurrían lo mismo a cruentas guerras que a pactos
matrimoniales. En semejante contexto europeo hay que entender el papel
desempeñado por sucesivas generaciones de servidores de los Trastámaras.
7 Así reza el título de la última obra de Julio Valdeón Baruque, Los Trastámaras. El triunfo de una dinastía bastarda, Madrid, Temas de Hoy, 2001. 8 Referencias imprescindibles son las obras de José Manuel Nieto Soria, Fundamentos ideológicos del poder real en Castilla (siglos XIII-XVI), Madrid, 1988, e Iglesia y génesis del estado moderno en Castilla (1369-1480), Madrid, 1993; y de Luis Suárez Fernández, Nobleza y monarquía. Puntos de vista sobre la historia castellana del siglo XV, 2ª edición, Valladolid, 1975.
7
Desde Alfonso García de Cartagena, Palencia o Pulgar, hasta el humanista
Antonio de Nebrija. La intelectualidad de la corte castellana adjudicó a la
dinastía de los Trastámaras no sólo el dominio de aquella remota y deslizante
demarcación de la Hispania romana, o de un reino godo que apenas había
logrado controlar toda la península, sino que además le insufló metas
imperialistas, y así los Trastámaras fueron presentados como los predestinados
para implantar la monarquía católica universal, los nuevos mesías del orbe
cristiano9. Fue coherente, por tanto, que los Austrias culminaran semejante
tarea, y no fue anecdótico que Felipe II lograra del papado la santificación de
un rebelde como el príncipe Hermenegildo, justo a los mil años de su muerte,
en 1582, transformando las causas de su muerte en martirio católico y
premonición del destino de una corona.
Sin que sea éste el lugar para desglosar tales argumentaciones, lo más
relevante no es tanto su contenido, sino que esas atribuciones se hicieron
moneda corriente y quedaron intactas ideológicamente en manos de las
sucesivas generaciones de intelectuales que escribieron al dictado de las
siguientes dinastías. Así, el papel hegemónico adjudicado a la corona
castellana quedó como referente incuestionable en las sucesivas historias de
reinados, lo recogió el padre Mariana en su magna historia, escrita en el
momento en que los Austrias habían logrado englobar el reino de Portugal, y se
prolongó el mismo argumento cuando los planes castellanizadores del conde-
duque de Olivares, hasta alcanzar la máxima concordancia con las decisiones
políticas en el siglo XVIII bajo los Borbones. Lo que fue justificación del afán
expansionista de una familia y de una dinastía, se transmitió como proyecto de
un pueblo, el castellano, al que además, desde Felipe II, se le identificó con el
catolicismo en un proyecto ideológico que evidentemente no traspasó las
reducidas barreras de las minorías cultas, protagonistas exclusivas de tal
proyecto ante el resto de las monarquías europeas. Lo significativo fue que
además persistió como referente incuestionable en las siguientes generaciones
de esas minorías intelectuales hasta introducirse en el corazón mismo de la
construcción del Estado liberal. Y eso mismo lo recogió luego la mayoría de los
9 Ver P. B. Tate, Ensayos sobre la historiografía peninsular del siglo XV, Madrid, Gredos, 1970.
8
historiadores liberales y románticos del siglo XIX. La inercia de unos
argumentos de autoridad, reproducidos entre una muy restringida élite cultural,
se transformó con el Estado liberal en soporte para articular un sentimiento de
nacionalidad española que, a través de la prensa, de la propaganda política y
de la escuela, se expandió ante todo entre las nuevas clases medias a lo largo
del siglo XIX hasta adquirir rango de expresión interclasista en el siglo XX.
Durante siglos se han acumulado argumentos para justificar el poder de
la corona castellana, transformada en hispánica por los Austrias y luego en
española por los Borbones. Esos mismos argumentos sirvieron en el siglo XIX
para implantar la continuidad histórica de algo tan revolucionario como era en
sí mismo el Estado liberal cuyo principio de soberanía nacional no sólo no se
quería presentar como la ruptura con el pasado sino que, por el contrario, se
exhibía como la prolongación natural de un mismo Estado que regeneraba y
rescataba las esencias propias de esa nación que en las Cortes de Cádiz se
definía por primera vez como España. De este modo, el Estado liberal y la
intelectualidad que lo cimentó, argumentó y razonó, asumió como propios
cuantos argumentos y hasta cuantas polémicas se habían amasado en torno al
poder de la monarquía que ahora se concebía como definitivamente unitaria y
española. Así, por ejemplo, cuando en los siglos XVI y XVII el poder
intercontinental de la monarquía católica hispánica fue cuestionado en el resto
de Europa, esa polémica, que no fue nunca de carácter ni de calibre nacional
(tal y como hoy se aplica este adjetivo a los asuntos políticos), se integró como
parte de la historia política e ideológica que, con una perspectiva nacionalista y
nacionalizadora, se elaboró sobre España a lo largo del siglo XIX. De hecho,
había sido una polémica en la que, por más que aparecían los adjetivos
geográficos de “español” y “españoles” aplicados a las tropas de los Austrias y
a sus decisiones políticas, lo que se estaba discutiendo era el poder de la
familia de los Habsburgos en Europa. Sobre todo, la política expansiva de una
monarquía calificada oficialmente como católica, como era la hispánica, que se
había hecho transoceánica con la conquista de América.
9
Por eso, por más que se comenzara a aplicar el adjetivo geográfico de
español a una dinastía y a sus tropas, y aunque aparezcan comentarios sobre
el carácter de un pueblo cuyas ínfulas de poder provocaba el rechazo en otros
pueblos o nationes, se trataba en realidad de escritos propagandísticos de
unas u otras dinastías. En definitiva, tanto la leyenda negra como la leyenda
rosa fueron expresión de una guerra ideológica y de propaganda entre las
casas dinásticas europeas; de ningún modo lo que hoy entendemos por
disputas nacionales o nacionalistas. La pugna en aquellos siglos se dirimía no
entre naciones sino entre príncipes católicos y protestantes, entre los poderes
reformistas modernizadores protoburgueses, instalados con sólido empuje en
los Países Bajos y en Inglaterra, por un lado, y por otro los poderes del
absolutismo católico representado por los Austrias. El contenido del debate,
conviene reiterarlo, no era nacionalista, sino que se aplicaban adjetivos
geográficos para señalizar los ámbitos de poder y los súbditos donde actuaban
las respectivas dinastías. Así hay que entender importantes contribuciones
culturales como, por ejemplo, el poema La Austriada de Juan Rufo, bien
revelador en su título, o las composiciones de Alonso de Ercilla , Cristóbal de
Virués, Fernando de Herrera, Argensola o del mismo Lope de Vega, en las que
se exaltaba directamente al rey Felipe II, o se ensalzaban y propagaban sus
victorias militares y sus conquistas. Es importante a este respecto recordar que
la obra Monarquía Hispánica de Campanella, tan usada para justificar la
existencia de una monarquía definible y perfilada como española, está
nítidamente definida por el dominico calabrés como "un monstruo con tres
cabezas: la de la esencia en Germania, la de la existencia en España y la del
valor en Italia", con lo cual difícilmente podemos seguir diciendo hoy que es un
tratado sobre nuestra España porque el concepto de poder tiene una estructura
geográfica radicalmente opuesta a nuestra actual perspectiva nacionalista de lo
español. Pero es más, Campanella, por si no se recuerda, tras su cautiverio de
27 años en prisiones napolitanas y tras recibir el apoyo de Urbano VIII, escribió
en 1632 el Diálogo político tra un Veneziano, Spagnolo e Franceses circa le
rumori passati di Francia para defender a la dinastía rival, al Borbón Luis XIII, y
para proclamar como potencia segura a Francia.
Con independencia del valor cultural de cada obra en concreto, no se
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puede olvidar el carácter propagandístico de unas creaciones intelectuales que
posteriormente se incluirían en la cadena de la historia de una cultura nacional
española, definida como tal en el siglo XIX con los parámetros del Estado-
nación y desde los sentimientos de exaltación romántica propios de ese siglo.
No es el momento de desglosar las características de tales escritos, de
exaltación o de denigración, aunque posteriormente se resuciten bastantes de
sus argumentos, de uno u otro signo, cuando en el siglo XIX se plantee la
polémica sobre el progreso de las ciencias en España, por ejemplo, o sobre el
atraso económico con respecto al norte protestante. También se recuperaron
en el siglo XIX parte de las críticas que, por otra parte, desde el interior de la
propia monarquía, se habían planteado cuando la crisis del siglo XVII, cuando
una pléyade de arbitristas fustigó el expolio tributario con el que los reyes
empobrecían a sus súbditos. Tampoco se trató de un debate específicamente
nacional, sino de la conciencia contra unos gastos bélicos ajenos totalmente a
los intereses de los vasallos de la dinastía.
Es cierto que los primeros atisbos de la conceptualización de la nación
se dieron con el Renacimiento y el Humanismo, cuando se codificaron en
Europa las lenguas con cuyo uso ya se enorgullecían las minorías cultas de la
población. Eran los años de expansión de la imprenta, por un lado, y de la
Reforma de Lutero, por otro, cuando se comenzó a anudar la relación lengua y
nación, aunque se trate de una trabazón entre élites y no de un sentimiento de
masas, porque, por otra parte, el latín permanecía como lengua dominante
tanto en gran parte de la cultura, en los tratados internacionales y, por
supuesto, en el culto católico. La identificación de la lengua con un origen o
nacimiento –esto es, con una nación- procedía ya de los siglos medievales,
pero en los siglos XVI y XVII nunca fue símbolo de pertenencia a un Estado o a
una monarquía. Fueron siglos muy importantes para fijar las lenguas y sus
correspondientes creaciones culturales, pero, en el caso español hasta el siglo
XVIII, con el establecimiento de la Academia, no aparecen los primeros
diccionarios y luego los periódicos, así como la expansión de las gramáticas.
Por lo demás, no todos los escritos fueron unánimes ni aquellas minorías
cultas abordaron con idénticas perspectivas las actuaciones del poder
11
monárquico. Fueron muy restringidas, pero plurales en sus planteamientos
dentro de la monarquía hispánica. Es justo recordar que no hubo unanimidad
en lo que refiere al tema de estas páginas, que, por ejemplo, los autores
castellanos de los siglos XV y XVI usaban el término de España para designar
la corona de Castilla o el conjunto de reinos peninsulares bajo el poder de los
reyes de Castilla, de modo que en las Crónicas de España o en las historias
publicadas en esos siglos no se refieren para nada a los sucesos de la corona
de Aragón anteriores a los Reyes Católicos. Por su parte, los cronistas
catalano-aragoneses del s. XVI otorgaron al término de España el sentido
humanista de sinónimo de la Hispania romana, abarcando así a Portugal, tanto
antes de su unión a la dinastía de los Austrias, en 1580, como después de su
separación en 1640, porque entre los autores catalanes se mantuvo tal
acepción que coincidía con la península ibérica, o que incluso alcanzaba bajo
la denominación de España otros territorios europeos, como el de Cerdeña y
Sicilia, pero no las Canarias, por ejemplo. Por eso, extrapolar a los autores de
los siglos XV al XVII el concepto que hoy tenemos de España es un
anacronismo político, por más que se eche mano de la etiqueta de "rey de
España" que desde él resto de Europa se aplicó a Fernando el Católico.
Sin que desglosemos ahora la realidad de una "monarquía pluriestatal",
por más que tuviera importantes organismos comunes, conviene subrayar que
de ningún modo se trataba de un Estado-nación español, porque baste
recordar que el derecho, ese factor decisivo en la constitución de un estructura
estatal, siempre se mantuvo diferenciado y así, la Nueva Recopilación que
aparece en 1567 y que se mantuvo vigente, con sucesivos incrementos, hasta
la Novísima de 1805, era para Castilla, mientras que en 1588 y 1589 se
editaban las Constitucions e altres drets de Catalunya, y en 1596 el Cedulario
de Encinas trataba de organizar las abundantísimas y contradictorias
disposiciones sobre el gobierno de las Indias. No obstante, sobre esa situación
política de coexistencia de reinos o estados dentro de una misma monarquía,
se sobrepuso la voluntad de la dinastía de mantener juntas sus posesiones,
con la lógica de un poder familiar que no podía dejarse arrebatar las conquistas
amasadas por sus antepasados. En esa voluntad monárquica, es cierto, hubo
una hegemonía de la corona castellana, tal y como se plasmó en el testamento
12
de Felipe II, cuyas palabras no dejaron lugar a la duda: "declaro expresamente
que es mi voluntad que los dichos reynos ayan siempre de andar unidos con
los de Castilla sin que jamás se puedan dividir ni apartar los unos de los
otros"10.
Llegados a este punto, el proceso de castellanización adquirió un nuevo
rumbo con los Borbones. Con esta dinastía se tomó la decisión política de
organizar todos los reinos con el criterio y bajo el dominio de la corona
castellana, porque consideraron como tierras conquistadas a cuantos se les
opusieron en la sucesión a los Austrias. Los tan citados y conocidos decretos
de Nueva Planta fueron rotundos al explicar que los reinos rebeldes no sólo
habían perdido sus derechos, sino que estaban sometidos al nuevo rey por “el
dominio absoluto” que le era propio a la monarquía a lo que se añadía ahora el
“justo derecho de conquista”. Por eso, si, tal y como se explicaba en el decreto,
“uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación
de leyes”, resultaba pertinente para el monarca, por tanto, “reducir todos mis
Reynos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y
tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla tan loables
y plausibles en todo el Universo”. Es más, el soberano reiteraba que “siendo mi
voluntad que éstos [reinos rebeldes] se reduzcan a las leyes de Castilla, y al
uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus
tribunales sin diferencia alguna en nada, pudiendo obtener por esta razón mis
fidelísimos vasallos los castellanos oficios y empleos en Aragón y Valencia”.11
No se analizará con detalle la política de castellanización desplegada
desde la corte borbónica a lo largo del siglo XVIII, porque desbordaría éstas
páginas. Es imprescindible en este aspecto recordar la obra de Ernest Lluch12,
10
Testamento de Felipe II, en la colección Testamentos de los reyes de la casa de Austria, ed. M. Fernández Alvarez, p. 23.
11 Entrecomillados sacados del texto del decreto de 29 de junio de 1707, promulgado por Felipe V para los reinos de Valencia y Aragón, reproducido en Francisco Tomás y Valiente, Manual de historia del derecho español, Madrid, Tecnos, 1986, 4ª ed., pp. 371-372.
12 Ernest Lluch, Las Españas vencidas del siglo XVIII. Claroscuros de la Ilustración, Barcelona, Crítica, 1999. Por lo que se refiere a las instrucciones secretas, dadas a los corregidores en 1717, para la aplicación en Cataluña del Decreto de Nueva Planta, se ordenaba literalmente:
13
para no olvidar que hubo un plan consciente de eliminación gradual del catalán,
por ejemplo, en la vida pública, desde el decreto de Nueva Planta que impuso
el castellano en la Real Audiencia de Barcelona, o las "Instrucciones secretas"
de 1718 exhumadas por J. Mercader en las que se conminaba a los
corregidores a imponer el castellano, hasta las numerosas prohibiciones
impartidas bajo Carlos III, prohibiendo el catalán en la escuela, en 1768, o en
1772 prohibiéndolo en los libros de contabilidad, o luego con Carlos IV
prohibiéndolo en las representaciones teatrales. Sin embargo, estas medidas
sólo lograron que las clases altas fueran bilingües, porque las clases populares,
al ser en su mayoría analfabetas, se mantuvieron en un monolingüismo que
tenemos que rescatar como dato sociocultural para comprender el
nacionalismo catalán que se articularía a lo largo del siglo XIX, tal y como han
puesto de relieve suficientes y documentados estudios13
Por otra parte, se produjo un hecho que no puede pasar desapercibido
para nuestra exposición. Que si el rey tenía la soberanía política por herencia y
conquista para imponer y derogar leyes en los reinos de la corona catalano-
aragonesa, la pauta explícita del absolutismo también se expresaba
manteniendo instituciones y fueros en otros reinos, como las Cortes de Navarra
y las Juntas vascas, por haberles sido fieles. Así, lo que hoy se podría
catalogar de hecho diferencial vasco-navarro emerge con fuerza política por
una decisión absolutista de la corona, porque si el resto de las Cortes de los
demás reinos fueron disueltas y se subsumieron en las de Castilla con rango
de estatales, sin embargo eso no se aplicó para Navarra y Vascongadas.
“Pondrá el mayor cuidado en introducir la lengua castellana, a cuyo fin dará las providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto sin que se note el cuidado”.
13 Baste traer a colación, para el caso de Cataluña,obras de referencia inexcusable como las de JosepTermes, Les arrels populars del catalanisme, Barcelona, Empúries, 1999; y del mismo, Història del catalanisme fins al 1923, Barcelona, Barcelona, 2.000; las de Pere Anguera, Els precedents del catalanisme, Catalanitat i anticentralisme, 1808-1868, Barcelona, Empúries, 2000; y también de J. Termes i Jordi Casassas, (dirs.).Equip CETC: El nacionalisme com a ideología, Barcelona, Barcelona, 1995; y de J. Albareda et alii, Del patriotisme al catalanisme. Societat i política (segles XVI-XIX), Vic, Eumo, 2001..
14
2.- El papel de los intelectuales: la literatura castellana como
expresión del alma española.
En este recorrido por los procesos que han desembocado en la
reducción de lo español a lo castellano, no sólo han sido factores políticos los
principales determinantes, sino que han desplegado igual o mayor fuerza si
cabe los factores y argumentos culturales protagonizados por unas élites que,
sobre todo desde el siglo XVIII, redujeron la pluralidad de lo que se calificó
como “pueblo español” a unos arquetipos que nos siguen condicionando
incluso en nuestro vocabulario cotidiano. En la elaboración de esos tópicos
hicieron aportaciones tan relevantes los autores extranjeros como los propios
españoles. Así, podríamos remontarnos a aquellos primeros viajeros, en su
mayoría italianos y diplomáticos, que en el s. XVI destacaron la aridez de las
tierras peninsulares y el escaso poblamiento en el interior, salvo en la periferia
marítima, o cuando los viajeros franceses en el siglo XVII agregaron
caracterizaciones como la belicosidad, el orgullo, la galantería y la indolencia.
Se extendió esa imagen en el siglo XVIII, cuando ya hubo viajeros franceses,
ingleses, alemanes e italianos como Casanova, pero sobre todo fue la
conjunción de racionalismo ilustrado y de romanticismo lo que desde finales del
siglo XVIII puso el acento en escudriñar caracteres psicológicos de un pueblo al
que unos –los ilustrados como Voltaire- consideraron fanático y atrasado, por la
persistencias, entre otros motivos, del tribunal de la inquisición, obstáculo para
el progreso, mientras que otros, como Herder y los hermanos Schlegel, teóricos
del romanticismo, encontraron en la literatura castellana la expresión del
espíritu nacional español.
Significativamente la figura del príncipe Carlos, el hijo de Felipe II, sirvió
a unos y otros para expresar tanto el alma de un pueblo rebelde como la lucha
contra la opresión. Así lo capitalizaron los dramas ingleses desde fines del siglo
XVII, también los italianos en el siglo XVIII hasta que en 1783 Schiller dio a luz
la obra que hizo clásica a la figura del príncipe castellano. Además, fueron
autores europeos los que sobre todo mantuvieron la valía de la obra de
Cervantes, a quien tanto admiraban Fichte y Humboldt. Otro tanto ocurría con
el romancero castellano. Por eso cabe atribuirles a los románticos europeos la
15
capacidad de haber extendido la perspectiva de la literatura castellana como la
señal de identidad de esa nación que se estaba constituyendo culturalmente
como española. De hecho, se puede catalogar como el primer gran debate
nacional el provocado en 1782 por Nicolás Masson de Marvilliers cuando, en la
nueva Encyclopedie Methodique, se preguntaba: "Que doit-on à l'Espagne?”, y
fue desde la misma Francia donde dio respuesta el botánico Cavanilles en
1784, le siguió Juan Pablo Forner en 1786 con una obra significativamente
titulada como Oración apologética por la España y su mérito literario, porque,
en efecto, se centraron excesivamente los méritos de la nación en las
creaciones literarias, lo que, a su vez, provocó críticas dentro de España con
una extensa polémica en la que participaron Samaniego, Iriarte, Masdeu y
García de la Huerta para perfilar los valores y aportaciones de lo que se definía
como cultura española14.
Es cierto que el debate tuvo más contenidos, se discutió el régimen
colonial y el modo en que había operado la corona hispana en América, se
rescataron aportaciones científicas o se depuraron y reeditaron textos clásicos.
En cualquier caso, ya en aquel entonces se discutieron los perfiles de una
nación y sobre todo los contenidos y caracteres de una supuesta alma cuya
máxima expresión se radicaba en las creaciones literarias. La polémica, por
supuesto, no rebasó los reducidos márgenes de una intelectualidad muy
escasa y además, eso hay que subrayarlo, muy vinculada en problemas e
inquietudes a la del resto de Europa. De ningún modo se puede valorar como
una polémica de amplio calado social, ni siquiera con ciertos ecos entre la
población, pero lo cierto es que lanzó unos argumentos de carácter
protonacional que sedimentaron culturalmente entre las minorías dirigentes.
Esas razones y sentimientos adquirieron nuevo relieve y mayor calibre social
cuando a partir de 1808 no sólo se levantaron las juntas ciudadanas contra las
tropas de Napoleón, sino que además se convocaron unas Cortes que
revolucionaron la vida política creando la soberanía nacional de España, nada
menos que con argumentos medievalizantes sobre unas Cortes que nunca
14 Una síntesis ajustada de esta polémica en Ricardo García Cárcel, La leyenda negra. Historia y opinión, Madrid, Alianza, 1992, donde se recoge además la bibliografía al respecto.
16
tuvieron ni los poderes ni las funciones que se arrogaron los diputados reunidos
en Cádiz.
En efecto, los intelectuales no sólo hicieron de la literatura castellana la
máxima expresión del alma española, sino que también hubo un sector, que se
puede personificar en Martínez Marina, que hizo de las instituciones políticas
de la corona de Castilla, como las Cortes, el referente para justificar las
innovaciones abordadas por los liberales. No todos pensaron de igual modo, y
Canga Arguelles, por ejemplo, consideró inútil remontarse a las Partidas y a la
edad media, mientras que también hubo otros intelectuales, como el
conquense León de Arroyal que lanzó la mitificación de la “admirable
Constitución de Aragón”. En cualquier caso, la misma comisión de las Cortes
gaditanas, encargada de la redacción constitucional, presentó su proyecto
como extraído de las "antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía",
citando como apoyos desde el Fuero Juzgo, el Fuero municipal de Toledo, una
costumbre de Ibiza, y sobre todo los Fueros de Aragón y Castilla. Es más, el
Discurso preliminar en el que se explicaba el carácter de la Constitución no
dejaba de ser en gran medida un paradójico envoltorio histórico de una total
ruptura con esa historia que presumía reencarnar y regenerar. Semejante
razonamiento que usaba la historia para justificar una realidad radicalmente
revolucionaria, se mandó editar como folleto independiente15, para extender la
idea de la coherencia de los principios democrático-liberales con el ser de la
nación española.
Por eso, cuando se elaboraron a mediados del siglo XIX las historias
generales de la nación española, una preocupación general consistió en perfilar
los factores de la unificación española. Es un asunto que ya se ha tratado en
15 Se trata del texto de A. Argüelles, Discurso Preliminar a la Constitución de 1812, Introducción de L. Sánchez Agesta, Madrid, 1981. También, sobre el entrelazamiento de la historia como soporte para la revolución, ver las obras de Miguel Artola, Los orígenes de la España contemporánea, Madrid, 2 vols., Instituto de Estudios Políticos, 1959; Santiago SUANCES, Tradición y liberalismo en Martínez Marina; y del mismo, Santiago VARELA SUANCES, La Teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico. Las Cortes de Cádiz, Madrid, CEC, 1983; y la de M. Artola, ed., Las Cortes de Cádiz, monográfico de AYER, Marcial Pons, 1991.
17
otro trabajo16. Sólo reiterar que fueron los historiadores los que se dedicaron
con más empeño a la tarea de ensamblar el pasado peninsular en una
coherencia de evolución estatal polarizada en torno al reino de Castilla. No
todos, por supuesto, porque hubo historiadores iberistas y foralistas,
regionalistas e incluso con tonos que hoy podríamos catalogar de catalanistas,
vasquistas o galleguistas17. En todos los casos Castilla y la evolución de su
corona se convertían en ejes explicativos de la historia de un Estado que, por
primera vez, a mediados del siglo XIX, se podía clasificar auténticamente como
central y centralista, unitario y homogeneizador. No viene al caso referirse
ahora a las consideraciones sobre la unidad de fe, soporte igualmente para
valorar los avances en la unidad nacional, sino destacar que, cuando los
historiadores liberales y románticos situaron el derecho como factor de unidad,
estaban operando como sus congéneres europeos que también desde finales
del siglo XVIII venían catalizando en torno a la legislación y al derecho el
proceso de articulación nacional, porque tales reflejaban el espíritu de un
pueblo a lo largo de los siglos. Se consideraba que el legislador interpretaba el
subconsciente de un alma nacional, y así, en el siglo de las codificaciones
liberales, paradójicamente se exaltó historiográficamente el Fuero Juzgo, como
también se elevó la monarquía al papel de protagonista de la unificación
nacional. Porque el liberalismo doctrinario, que fue el dominante en España,
identificó nada más y nada menos que al Estado con la corona, y de ese modo
la evidencia era clara, que había sido la corona de Castilla la que desde el siglo
XVI había protagonizado las decisiones más relevantes en la historia política.
Simultáneamente, en el mismo proceso de articulación intelectual del
nacionalismo español y de organización política de España como un Estado-
nación unitario y homogéneo, el romanticismo dio el definitivo impulso a la
fijación de los caracteres de una cultura que, aunque plural, se polarizó en la
mayoría de los autores en torno a la cultura escrita o expresada en castellano.
16 Ver P. Cirujano, T. Elorriaga y J. S. Pérez Garzón, historiografía y nacionalismo español, 1834-1868, Madrid, CSIC,1985, pp. 85-100, y 135-142. 17 Ibid., pp. 125-150. Es oportuno recordar a este respecto que un autor como Víctor Balaguer, en su Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón, 1860-1863 (5 vols.), escribió que "Castilla es España para los historiadores generales... escriben muy satisfechos la historia de Castilla creyendo escribir la de España. Es un grave error. España es un compuesto de diversas nacionalidades. Hoy son provincias las que, hace pocos siglos aún, eran reinos y naciones".
18
Es importante recordar que fueron las Cortes de Cádiz las que por primera vez
con carácter nacional establecieron la necesidad de emplear en los medios
universitarios la lengua castellana, definiéndola como “lengua nativa”, frente al
latín, que se había conservado como lengua de cultura. Además, debía ser
lengua obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria, aunque el latín se
incluía en la secundaria como elemento de distinción para las nuevas clases
medias y profesionales de la nación. El castellano se implantaba de modo
obligatorio para toda la ciudadanía española, y el latín se reservaba como
factor simbólico de diferenciación social para las élites del Estado18.
A partir de ese momento, y en un largo proceso cultural que todavía no
está perfectamente acabado en España, se produjeron situaciones de
competencia en ámbitos de uso entre lenguas. Al margen del latín como
distinción cultural, el castellano se convirtió definitivamente en lengua
política19. Era la lengua del Estado, y aunque había precedentes del siglo
XVIII, fue el sistema liberal el que le dio el carácter de lengua políticamente
nacional al ser la única y exclusiva en el sistema educativo que se generalizó
desde el siglo XIX, por más que el proceso de alfabetización fuese precario y
desigual20. Frente al castellano, sin embargo, se mantuvieron las lenguas
societarias de Cataluña, País Vasco y Galicia. No contaron nunca con el apoyo
de la estructura política estatal, y no es el objeto de este trabajo analizar las
causas de su conservación ni el modo en que se desplegó el castellano, ni
tampoco desglosar las evoluciones y rupturas en el uso de la lengua como
18 Para el proceso legislativo de implantación del sistema educativo con rango de sistema nacional español por parte del Estado libral, ver Antonio Viñao Frago, Política y eduación en los orígenes de la España contemporánea, Madrid, Siglo XXI,1982, cap. 4. 19 Es necesario recordar la política de la dinastía de los Borbones a lo largo del siglo XVIII. Además de los casos citados supra, cuando se decreta la Nueva Planta, esas medidas se reiteraron posteriormente. Así, cuandose volvió a insistir en decretar la enseñanza en castellano (art. VIII de real cédula del 23 de junio de 1768), que los sermones fuesen también en castellano, u otra cédula de Carlos III exigiendo que los libros de contabilidad de los comerciantes por mayor y menor fuesen en idioma castellano (1772), o con Carlos IV, que “en ningún Teatro de España se podrá representar, cantar, ni bailar piezas que no sean en idioma castellano” (11 de marzo de 1801), cit. en Francesc Ferrer i Gironès, La persecució política de la llengua catalana, Barcelona, Edicions 62, 1985, p. 60.
20 No sólo en el sistema educativo. Es necesario recordar que la Ley del Notariado, de 1862, en su artículo 25 ordenaba lo siguiente: “Los instrumentos públicos se redactarán en lengua castellana y se escribirán en letra clara, sin abreviaturas y sin blancos”. Ver F. Ferrer i Gironès, op. cit., p. 70
19
objeto de conflicto lingüístico, porque, en los tres casos citados, habría que
adentrarse en el tránsito del monolinguismo cultural de las capas populares a
un bilinguismo expandido por exigencias estatales, a partir sobre del segundo
tercio del siglo XIX.
El hecho es que el Estado liberal, en sus primeros momentos, tuvo que
avanzar desde la oficialidad de una lengua institucional hasta alcanzar la
sustitución lingüística de las capas populares que no conocían el castellano. En
ese proceso, las leyes educativas, cuyo colofón se estableció en 1857 con la
ley del ministro Moyano, hicieron del idioma castellano un factor de
movilización cultural y política. Son aspectos poco divulgados y que conviene
subrayarlos. Es importante, por eso, recordar que la citada ley Moyano de
Instrucción Pública establecía en su artículo 88 que 'la Gramática y Ortografía
de la Academia Española serán texto obligatorio y único en la enseñanza
pública'. Y recordar también, por ejemplo, cómo en el caso catalán, a tenor de
las investigaciones de Pere Anguera, la ausencia progresiva del catalán de la
enseñanza, su marginación en usos públicos y su desprestigio como lengua de
cultura y la aceptación del castellano, fueron desencadenantes para la
concienciación y articulación de una catalanidad cultural y política21. En fechas
más tardías, por recordar el caso vasco, en 1894, el navarro Herminio de Olóriz
expresaría con rotundidad el conflicto: “¿Quiénes son los Profesores de
primeras letras –promovidos desde la Restauración por el Gobierno Central-
para imponer a los niños, fuera de las aulas, el uso de determinado idioma?
¿En virtud de qué ley, de qué derecho prohíbenles el habla de sus padres?”22.
En cualquier caso, no basta con situar en el Estado todas las decisiones
sobre el proceso de homogeneización cultural. Hubo factores de construcción
de la identidad española en torno al castellano como los desplegados por la
una intelectualidad, y esto no sólo fue cosa de unos intelectuales más o menos
conservadores, sino también de una sólida nómina de intelectuales
21 Pere ANGUERA, El Català al segle XIX. De llengua del poble a llengua nacional, Barcelona, Empúries, 1997, p. 97-112.
22 En la obra La cuestión foral, Tafalla, Txalaparta, 1994, p. 190, citado en José Ignacio Lacasta-Zabalza, España uniforme, Pamplona, Pamiela, 1998, p. 123.
20
demócratas. En este aspecto cabe insistir en que la generación de 1868,
protagonista de la primera experiencia democrática en España, fue la que
impulsó definitivamente la definición de la cultura nacional española a partir de
las creaciones culturales escritas en castellano. Los Giner de los Ríos, Pérez
Galdós, Juan Valera, Azcárate, Salmerón y ese sólido ámbito de influencia
krausopositivista en el medio académico, político y periodístico, no sólo
apuntaló el esencialismo cultural español, sino que fueron el eslabón sin el cual
no se comprende el posterior despliegue de las inquietudes y planteamientos
de los autores que hoy conociemos bajo los rótulos de las generaciones de
1898 y de 1914. Así, lo español, definido sobre todo por cuestiones y aspectos
culturales y psicológicas, se hizo sinónimo de una manera de ser, de un
carácter nacional que, forjado históricamente por Castilla y por la cultura
castellana, era el talismán explicativo para análisis tan variados y dispares,
aunque sugerentes y valiosos, como, por ejemplo, los literarios de Azorín,
Machado y Unamuno, los políticos de Ortega y Maeztu, los estéticos del mismo
Ortega, de Cossío y Gómez Moreno, o los científico-sociales de Altamira,
Azcárate, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz o Américo Castro... En todos
ellos estaba la idea de lo castellano como factor de expresión y también de
unificación de toda España. No fue casual, desde luego, que Unamuno hiciera
de don Quijote un icono de lo español, o que Azorín situara a Castilla en el eje
de la identidad colectiva de lo español. Por eso, desde la generación de 1868,
aunque se trataba de autores realistas y demócratas, asumieron el legado
romántico de establecer lo literario como expresión del alma nacional.
Por otra parte, tras la experiencia del sexenio democrático, el sistema
canovista no escatimó, desde 1874, recursos para reforzar las capacidades
interclasistas del concepto de España, y los ingredientes emocionales de
unificación y de movilización españolista. El entramado intelectual propiciado
por Cánovas y por las élites conservadoras de la Restauración alfonsina no
sólo buscaba antídotos contra lo acaecido en los seis años del sexenio
democrático (contra el impulso del federalismo, contra la implantación del
republicanismo y frente a las exigencias populares), sino que además tuvieron
que vérselas con formas rivales de identidad. En efecto, aunque habían
derrotado al republicanismo federal y al foralismo tradicionalista, desde 1880
21
adquirió un florecimiento inusitado el regionalismo, que culturalmente se
reforzaba por toda la península, pero que sobre todo evolucionaba hacia un
nacionalismo con pretensiones exclusivas en Cataluña, Galicia y Euskadi. Se
produjo así el tránsito definitivo del nacionalismo español a términos
predominantemente esencialistas, con planteamientos defensivos e incluso
excluyentes, y esto se desplegó desde distintos sectores intelectuales. Si los
liberales conservadores recurrieron a los argumentos que les aportaban los
integristas católicos, porque la militancia católica y clerical fue un soporte
decisivo del españolismo exclusivista, por otro lado también se produjo una
importante transformación sustancialista del nacionalismo español con la
paradójica aportación de la intelectualidad demócrata23.
Así, en las dos décadas de fines del siglo XIX y a principios del siglo XX,
se produjo la paradoja de que, en respuesta a las evoluciones nacionalistas de
las aspiraciones federales y de los tradicionalismos particularistas, el
nacionalismo español derivó hacia una definitiva mitificación de lo castellano
como levadura y eje de la construcción de España. Semejante proceso ocurrió
no sólo desde las filas que podríamos catalogar como españolistas, sino que
también se produjo desde los nacionalismos rivales, y desde los regionalismos,
pues éstos concentraron su mirada en Castilla como la culpable de las
respectivas situaciones culturales o políticas. Proliferó la imagen de una
Castilla heroica para unos, culpable para otros. La llamada generación del 98
concentró todas las argumentaciones al respecto. 24
23 Frente al providencialismo de los liberales moderados o conservadores que desde Lafuente hasta Cánovas sirve para avalar el destino unitario de España, los demócratas como Miguel Morayta, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid desde 1878, prolongaron la alternativa racionalista de la Ilustración, esto es, que “ni la Providencia lleva de la mano a la Humanidad, ni menos la dirige al acaso. La Historia -escribió el citado autor- es obra exclusivamente humana, donde no cabe ningún factor distinto del hombre. Y como el hombre es por naturaleza perfectible, la ley de la historia, que como ley se cumple inexorablemente, es el progreso”, en su Historia General de España desde los tiempos antehistóricos hasta nuestros días, Madrid, 3ª ed. en 1893, p. 13. Se trataba de una perspectiva que hacía de España una unidad incuestionable cuyos caracteres democráticos la empujaban desde la prehistoria caminaba hacia su perfección por senderos de racionalismo organizativo estatal y con los retos de la modernización social y económica, tal y como había ocurrido en las naciones europeas más avanzadas.
24 Ver al respecto Inman FOX, La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad nacional, Madrid, Cátedra, 1997.
22
3.- La definitiva mitificación de Castilla.
En efecto, llegados a este punto, es necesario recordar la rotundidad de
la perspectiva planteada nada menos que por el influyente Ortega y Gasset,
indudable liberal donde los haya, para quien “sólo cabezas castellanas tienen
órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral”25.
Por eso llegaba a la conclusión de que “la ‘España una’ nace así en la mente
de Castilla, no como una intuición de algo real -España no era, en realidad,
una-, sino como un ideal esquema de algo realizable, un proyecto incitador de
voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y de orientarlo, a
la manera que el blanco atrae la flecha y tiende el arco”26. Pero en semejante
planteamiento coincidían no sólo quienes apostaban por un nacionalismo
español fraguado desde Castilla, sino que además los argumentos rebotaban
en regionalistas y nacionalistas de Cataluña, Euskadi o Galicia para hacer de
Castilla la culpable tanto de los males generales como de los particulares de
cada región o nacionalidad. En todo caso, Castilla como referente inexcusable
para explicar la historia de España y para plantear el futuro de un Estado, fuese
unitario, federal o con aceptación del pluralismo exigido por los regionalistas.
Es oportuno recordar en este sentido que Valentí Almirall, intelectual
demócrata, procedente de las filas del republicanismo federal, cuando en 1886
publica la obra fundacional de Lo Catalanisme, no sólo rescata los distintos
renacimientos literarios que ensanchan la historia cultural de España, por
encima del exclusivismo castellanocéntrico, sino que le exige a Castilla,
concebida como barroca, aventurera y voluble, su unión con las capacidades
reflexivas y pragmáticas de “la raza catalana y aragonesa” para impulsar la
25 J. Ortega y Gasset, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Revista de Occidente en Alianza editorial, 1998, p. 39. 26 Ibid., p.40. Es cierto también que en el pensamiento de Ortega había una concepción de España que puede parecer pluralista, pero que no se presta a dudas sobre el motor castellano como catalizador del resto de los pueblos, y así escribía también que es “errónea idea presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. [...] la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte.” De nuevo, la conclusión recaía en Castilla, al añadir que “basta con que la fuerza central, escultora de la nación –Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia-, amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos” ( Ibid., pp. 30-31).
23
regeneración de España y situarla a la altura de “las naciones cultivadas"27. De
este modo, en la coyuntura del 98, cuando el regeneracionismo político se
plantea el modo de organizar la existencia nacional de España, es Castilla el
talismán de todo intelectual. Es conocido sobradamente cómo incluso Castilla
se transforma en referencia literaria en las obras de Machado, Azorín y sus
compañeros de generación, al igual que ocurriría con los autores encasillados
en la siguiente generación del 14, con Azaña y Ortega al frente.
Basten algunas referencias, como, por ejemplo, la idea que proyecta
Azorín sobre Cervantes como una combinación de idealismo y practicismo,
porque eso es lo que valora como esencia del "genio castellano"28. Esa misma
proyección se encuentra en historiadores como Rafael Altamira y Ramón
Menéndez Pidal, o en la obra de Manuel Bartolomé Cossío, cuya Historia de la
pintura española, publicada en 1885 fue el primer texto didáctico que estudió la
pintura española para descubrir lo genuinamente nacional, y eso lo descubrió
en El Greco, Ribera, Zurbarán, Velázquez y Murillo, los autores que mejor
habían expresado el “genio” de España. Por su parte, un pintor del 98 como
Zuloaga, divulgaba dentro y fuera de España una Castilla que aparecía en sus
cuadros como el símbolo de la decadencia nacional. Simultáneamente, la
intelectualidad catalana que se desenvolvía en la esfera de un nacionalismo
pujante políticamente, también diagnosticaba que los males de España
procedían de la primacía castellana, por haberse construido España sobre las
virtudes y los defectos castellanos. De ese modo, que Castilla fue el patrón
dentro del cual se había encajado al resto de España se convirtió en idea de
circulación corriente, y eso se encontraba por igual entre los galleguistas y
entre el incipiente nacionalismo vasco, así como en los diferentes
regionalismos.
En cualquier caso, sobre los aspectos políticos, culturales y nacionalistas
de aquellos intelectuales del 98 y del 14 se ha escrito lo suficiente y con tanto
27 Ver Juan Trías Vejarano, Almirall y los orígenes del catalanismo, Madrid, Siglo XXI, 1975. 28 Expuesto en el artículo El genio castellano, diario ABC, 16-enero de 1912, recogido en Lecturas españolas.
24
tino, que basta remitirnos a la correspondiente bibliografía29. Parece más
oportuno centrar estas páginas en recordar sobre todo la vertiente
historiográfica de ese nacionalismo español al que la amplia y excelente
nómina de intelectuales englobados en las citadas siglas del 98 y del 14,
progresistas y demócratas en su mayoría, trasegó a mito cultural. Fueron
quienes afianzaron la idea de España como una “realidad histórica”
incuestionable, como una realidad cuya existencia era irreversible y era capaz,
por tanto, del consenso nacionalista de opciones políticas encontradas. Que
esa idea sirviera políticamente para que otros tratasen de integrar a las masas
populares en una misma conciencia nacional, es asunto que ahora no se
analiza. En todo caso, es justo señalar que hubo diferencias muy notables
entre los planteamientos, por ejemplo, de un Altamira, de un Unamuno, de un
Costa o de un Menéndez Pelayo, al que lógicamente no se le puede obviar en
esta nómina, o entre Machado, Azorín, Maeztu, Ortega, Azaña, Menéndez
Pidal y Bosch Gimpera. Pero en todos ellos hubo un despliegue de
razonamientos que versaron sobre la articulación de España como nación, de
forma que aquellos ingredientes propuestos por la historiografía liberal y
romántica de las décadas centrales del siglo XIX, se transformaron ahora en
”realidades históricas”.
Se trataba de realidades incuestionables, datos históricos, hechos
comprobables. Todos ellos agrupados bajo el concepto de “civilización”. Con
tales fórmulas conceptuales –las de civilización y la de realidad histórica- se
mitificó el análisis del pasado para justificar no tanto el presente como las
aspiraciones de futuro que anidaban en los intelectuales del 98 y del 14.
Además, se recurrió a métodos y análisis científicos para explicar la existencia
de esa realidad histórica, de una civilización fraguada por un carácter o por una
29 Aunque una referencia bibliográfica justa debería ser más amplia, son libros imprescindibles, junto al citado supra de Inman Fox, los siguientes: J. C. MAINER, Modernismo y 98, en F. Rico, dir., Historia y crítica de la literatura española, t. VI, Barcelona, Crítica, 1980; J. C. MAINER, La Edad de Plata (1902-1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid, Cátedra, 1981; J. PORTOLÉS, Medio siglo de filología española (1896-1952). Positivismo e idealismo, Madrid, Cátedra, 1986; Diego NÚÑEZ, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, Júcar, 1976; Alfonso ORTÍ, “Estudio introductorio” a J. Costa, Oligarquía y caciquismo..., Madrid, Ed. Revista del Trabajo, 1976; M. TUÑÓN DE LARA, Medio siglo de cultura española, Madrid, Tecnos, 1970; Jon JUARISTI, Vestigios de Babel. Para una arqueología de los nacionalismos españoles, Madrid, Siglo XXI, 1992.
25
psicología del pueblo español, con una intrahistoria, o también para argumentar
sobre el papel de Castilla, sobre su inventiva espiritual o sobre sus
capacidades democráticas. En cada autor se subrayaron unos aspectos, pero
todos pretendieron darle el carácter de realidades asentadas en la historia, y
fue recurso generalizado el uso de términos y análisis revestidos del cientifismo
y del positivismo al uso30. Se debe a Rafael Altamira la introducción del
concepto de civilización para explicar la historia de España, un concepto que,
renovando el clásico término manejado desde Voltaire, permitía integrar
elementos de análisis procedentes del positivismo, el evolucionismo, la
psicología y la sociología. Fue el historiador que convirtió el concepto de
civilización española en paradigma historiográfico de la intelectualidad
progresista31.
En efecto, Altamira hizo de la civilización española todo un proyecto o
programa de investigación historiográfica que se plasmó en 1910 en el Centro
de Estudios Históricos. Pero además, en su obra colocó la meseta como eje del
poder, de la raza y psicología de un pueblo, al que agregó el interés
centralizador de la monarquía, para explicar la trayectoria nacional de España,
porque Altamira le otorgó a la cultura castellana la capacidad de asimilar a
cuantas culturas tocaba, fuese la clásica, la italiana, la mudéjar o la francesa.
Mitificó el genio castellano y eso estuvo subyacente en las tareas que
desarrolló el Centro de Estudios Históricos. Explícitamente este organismo fue
el primero que se creó en España para abordar el estudio del pasado con
métodos y procedimientos científicos, y desde su fundación desplegó un
30 Para comprender este momento intelectual y científico, ver las obras de J. López Morillas, El krausismo español, México, FCE, 1956; Francisco Villacorta, “Pensamiento social y crisis del sistema canovista, 1890-1898" en J. P. Fusi y A. Niño, eds, Vísperas del 98. Orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 237-256. Para la perspectiva de la historiografía en esas décadas ver la introducción de Pedro Ruiz Torres, ed., Discursos sobre la historia. Lecciones de apertura de curso en la Universidad de Valencia (1870-1937), València, Publicacions de la Universitat de València, 2000, donde se recogen los discursos de José Villó y Ruiz, Luis Gonsalvo y Paris, José Deleito y Piñuela, Rafael Altamira, André D. Tolédano, Juan de Contreras y el famoso de Pedro Bosch Gimpera, sobre España.
31 Sobre la relevancia y los contenidos de la importante obra y personalidad de este intelectual, ver Armando Alberola, ed., Estudios sobre Rafael Altamira, Diputación Provincial de Alicante, 1987, así como las propias obras de R. Altamira, La enseñanza de la historia, 1891, con Adiciones en 1898 [reeditada, Akal, 1996] y la de Filosofía de la Historia y teoría de la Civilización,1915.
26
programa científico coherentemente articulado en torno al concepto de
civilización española. Su objetivo fue investigar todos aquellos contenidos y
aspectos que se albergaban en dicho concepto de civilización, y por eso se
estudió e investigó tanto la lengua y literatura, el arte y el folclore, como el
derecho consuetudinario y las instituciones que expresaban la auténtica
realidad española, en cuya regeneración política estaban todos
comprometidos. Todos comprometidos, y en su mayoría desde planteamientos
democráticos. A los intelectuales del Centro de Estudios Históricos les
preocupaban tanto el atraso económico con respecto a Europa como la falta de
democracia y la incultura, y por eso trataron de armonizar las características y
permanencias tradicionales con las necesidades de renovación de una
herencia que tenía que situarse a la altura de las naciones más civilizadas.
Una vez más era la historia la disciplina que ofrecía mejores argumentos
para el nacionalismo. Fuese la historia de la literatura, del arte, de las
instituciones, del derecho o de la lengua. Se trataba, en efecto, del primer gran
proyecto de construir una historia nacional de España con rango científico y de
carácter interdisciplinar, porque el concepto de civilización así lo exigía, y por
eso se investigó con denuedo el idioma castellano y la primera literatura escrita
en castellano, porque era la lengua y la cultura por antonomasia de la
civilización española. Ahí estaban las mejores aportaciones del genio español a
la cultura universal. Todo ello enfocado desde la configuración mítica de
España como nación unitaria y como pueblo con una trayectoria vital común.
Se trataba, de todos modos, de un proceso concomitante con lo que estaba
ocurriendo en el resto de los nacionalismos europeos32, e incluso con lo que
se estaba fraguando dentro de la propia España en los casos de los
nacionalismos catalán, gallego y vasco. Los nacionalismos recurrieron en
estas décadas del cambio de siglo a las ideas científicas en boga, ya al
darwinismo social para justificar la supuesta primacía de un pueblo, ya al
32 Es imprescindible el análisis evolutivo e interpretativo de Eric J. HOBSBAWN, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991; del mismo y de Terence RANGER, L’invent de la tradició, Vic, Eumo ed., 1988; de Anthony SMITH, Las teorías del nacionalismo, Barcelona, Península, 1976, o La identidad nacional, Madrid,Trama, 1997, y Nacionalismo y Modernidad, Madrid, Istmo, 2000; Ernest GELLNER, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988, y Cultura, identidad y política, Barcelona, Gedisa, 1998.
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organicismo positivista para fundamentar la coherencia evolutiva de una
colectividad, e incluso también se recurrió a las filosofías irracionalistas del fin
de siglo, en especial al vitalismo, para explicar las entrañas espirituales de
cada pueblo o nación33. Así, tal y como hacían los demás nacionalismos por
estas fechas, también el español convirtió la lengua, la literatura, el arte, la
música, el folklore en las más sólidas y permanentes manifestaciones del alma
nacional. En esta dirección fue igualmente decisiva la posterior tarea
desplegada por la siguiente generación, la de 1927, que amplió notablemente
el concepto de cultura popular.
Por lo demás, es justo subrayar que no todo fue unanimidad en el Centro
de Estudios Históricos. Que convivieron la perspectiva castellanocéntrica de
Menéndez Pidal, por ejemplo, y la pluralista de Bosch Gimpera, heredera del
federalismo democrático de Pi y Margall. Por un lado, en ambos autores se
produjo una coincidencia en el análisis, y ambos concebían los pueblos como
seres vivos que evolucionaban desde un sustrato primitivo, determinado por el
medio físico y por las diversidades acumuladas por la historia de modo que
iban forjando a lo largo de los siglos una personalidad cuyas cualidades eran
inmutables en el tiempo. Era, sin duda, una herencia asumida de aquellos
historiadores liberales y románticos de mediados del siglo XIX que habían
diagnosticado el carácter del pueblo español desde la prehistoria hasta la
construcción del Estado-nación de las Cortes de Cádiz. Sin embargo, las
diferencias eran importantes. En Menéndez Pidal los españoles eran un “ser”
colectivo que permanecía fiel a una esencia vertebrada a partir de un centro
celtíbero, precedente del pueblo castellano que luego organizaría la nación y la
civilización española. A esa idea trataba de responder su proyecto de Historia
de España, editorialmente continuado hoy por Jover Zamora. Para Bosch
Gimpera, sin embargo, la “raíz de toda evolución ulterior” se encontraba justo
en la pluralidad y diversidad de lo que calificó como “España primitiva”, esos
siglos prehistóricos en que se había producido la “constitución natural de los
33 Es oportuno recordar la obra citada de J. Ortega y Gasset, España invertebrada..., como máximo exponente de ese vitalismo organicista cuando considera la nación como una “empresa incitadora” impulsada por élites selectas que articulen al resto de los miembros de esa sociedad.
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pueblos hispánicos” y que luego reaparecerían, cada uno con su peculiaridad,
de forma “perpetua”34.
Bosch Gimpera refutaba abiertamente el castellanocentrismo de Pidal.
Además el rector republicano se adscribía públicamente a las tesis de Azaña,
porque estaba comprometido como historiador en la tarea de reorganizar la
convivencia de los distintos pueblos y nacionalidades que se cobijaban bajo el
Estado democrático perfilado por la Constitución de 1931. Eso sí, ambos fueron
intelectuales totalmente alejados de sus coetáneos integristas, no sólo en el
compromiso político sino en la finalidad social de la historia porque nunca
pretendieron hacer de este saber la coartada para exterminar al contrario
ideológico, como hizo luego el integrismo católico cuando la dictadura de
Franco. Con diferentes perspectivas, ambos, Bosch Gimpera y Menéndez
Pidal, estaban implicados en la construcción de una España abierta,
modernizada y democrática -castellanocéntrica o no-, con los argumentos de la
historia de un pueblo que concibieron siempre como libre y plural.
Precisamente por eso quienes compartían esa visión de España fueron los
derrotados en 1939, y así, unos, desde el exilio exterior, y otros, desde el
silencio interior, sufrieron el paradójico desgarro de sentirse españoles
perseguidos por una dictadura que los acusaba de antiespañoles porque no
compartían el integrismo nacionalista del nuevo Estado.
Es justo, por tanto, recordar que la tragedia de la derrota de los
demócratas y el exilio provocado por la dictadura en 1939 supuso no sólo un
corte radical en la vida intelectual de España, sino que además provocó un
reforzamiento del sentimiento patriótico entre la brillante pléyade de
intelectuales exiliados como plataforma de lucha por las libertades. Hay que
aludir al menos a la prolongación, por parte de los demócratas exiliados, del
debate que sobre España se venía planteando desde la generación del 98. Los
intelectuales en el exilio no cejaron de desentrañar las causas de tan
34 Ver las ediciones de unos textos ya clásicos: R. Menéndez Pidal, Los españoles en la historia, Madrid, Espasa Calpe, 1991, con introducción de Diego Catalán; y de Pedro Bosch Gimpera, El problema de las Españas, Málaga, ed. Algazara, 1996, que incluye su España, texto de la lección inaugural del curso 1937-38 de la Universidad de Valencia, en plena guerra. Está editado también en P. Ruiz Torres, ed., Discursos sobre la historia..., obra citada supra.
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inesperada tragedia y tan desconcertante retroceso histórico, tal y como se
contemplaba desde la perspectiva de unos demócratas para quienes la historia
de la humanidad, y por tanto la de cualquier nación, como la española, era un
continuo progreso de las libertades. Los demócratas, los republicanos en su
conjunto, por saberse derrotados, quedaron literalmente traumatizados por esa
singularidad española que había desembocado en una cruenta guerra y en una
inesperada dictadura. Así, los Ramos Oliveira, Madariaga, Sánchez Albornoz o
Américo Castro, sin olvidar a los poetas y también a los partidos políticos y
sindicatos perseguidos y prohibidos, todos siguieron sintiendo España, y
derrocharon emoción y reflexión con la oculta esperanza de desentrañar la
clave para modernizar y democratizar esa España cuya bota militar los había
lanzado al exilio35.
35 Recordar tanto la obra de Salvador de Madariaga, España, como la Historia que desde el exilio elabora A. Ramos Oliveira, así como el debate entre los también exiliados C. Sánchez Albornoz -España, un enigma histórico- y Américo Castro -España en su historia. Cristianos, moros y judíos, de 1948; o el posterior Origen, ser y existir de los españoles, de 1959- que estaban en las antípodas del falangista Laín Entralgo, con su España como problema (1949), y la respuesta nacionalcatólica de R. Calvo Serer en España, sin problema (paradójico premio nacional de literatura en 1949). Por lo demás, para un esbozo de la recuperación historiográfica en los años sesenta, ver J. S. Pérez Garzón, “Sobre el esplendor y la pluralidad de la historiografía española”, en J. L. De La Granja, ed., Tuñón de Lara y la historiografía española, Madrid, Siglo XXI, 1999.