CORRER
La experiencia total
Dr. George Sheehanprólogo de KENNY MOORE
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Introducciónde Kenny Moore
Correr. La experiencia total sigue teniendo la misma fuerza que
cuando George Sheehan lo escribió hace treinta y cinco
años. Ningún otro libro ha igualado la rigurosidad de su
lógica, su maestría literaria ni el valor de Sheehan al mostrarse a sí
mismo tal cual era durante el proceso de creación. Nadie ha abor-
dado el mundo de los corredores con tanta exhaustividad. ¿De
dónde procedió ese saber? De correr, de sentirse descontento por ser
un reputado cardiólogo y de ir convirtiéndose en el más duro de los
corredores, un especialista en la milla, preparado mediante matado-
res entrenamientos con intervalos y carreras brutales. A los cin-
cuenta, estableció el récord mundial de la milla en su categoría por
edad en 4:47 h. A los sesenta y un años, corrió el maratón en 3:01 h.
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Y el hecho definitorio fue que, sin importar la distancia, George
corría lo más duro y humanamente posible.
«No recuerdo una carrera que mi padre no acabara in extremis
−escribió su hijo George III−, fuera a rastras por el suelo o en brazos
de alguien.»
Sus experiencias como atleta eran tan convincentes que tuvo que
escribirlas. Sus columnas se equipararon con el nivel de exigencia
de sus carreras o lo superaron, tanto en las horas que le llevaba es-
cribirlas hasta sentirse satisfecho como en las profundidades a las
que buceaba. A través de sus artículos en Runner’s World, el doctor
George Sheehan se convirtió en instigador y divulgador del gran
auge del atletismo estadounidense durante las décadas de 1970 y
1980. Fue un portavoz de lo más entretenido que inspiró a miles de
personas.
En 1978, con sesenta años de edad y en la cima de su participa-
ción en maratones y de su capacidad intelectual, reunió diez años
de ensayos y escribió este sorprendente libro: en parte unas memo-
rias, en parte un tratado filosófico y en parte un manual médico,
pero sobre todo un medio para verter su corazón en las facetas más
profundas de la naturaleza humana.
George fue un amigo muy apreciado. Me congratulo de las cartas
que nos escribimos. Su vida literaria comenzó en un periódico local
donde escribió sobre los Juegos Olímpicos de México en 1968. Yo
también comencé el mismo año escribiendo sobre maratones para
el periódico de mi ciudad. Pronto me uní a Sports Illustrated donde
daba cuenta de las mejores carreras y los mejores corredores.
En su trabajo, George congregó un coro interdisciplinario de poe-
tas y filósofos, desde Aristóteles hasta William James, desde Blake y
Keats hasta Vince Lombardi, trasvasando el lenguaje más profundo
para plasmar con él la importancia del deporte. Yo fui estudiante
de Filosofía, pero nunca reparé en la importancia de José Ortega y
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Gasset hasta que Sheehan nos hizo partícipes de su comprensión del
modo en que creamos nuestra realidad. George consiguió que los
lectores serios reunieran o mejoraran su biblioteca personal.
Su mensaje, fruto de sus exhaustivas lecturas y puesto a prueba
con miles de kilómetros a la carrera, se resume en lo siguiente: «El
hombre ha sido creado para triunfar». Todos somos únicos y se nos
han concedido capacidades distintas a las de los demás. El éxito ra-
dica en descubrir tu ser auténtico, la persona que realmente eres, y
en convertirte en ella aprovechando todo ese potencial desaprove-
chado.
En el viaje que le llevó a descubrirse a sí mismo, George se per-
cató de que la función emana de la estructura, de que existe una
poderosa relación entre la constitución física y la personalidad. Ser
alto y delgado había hecho de él una persona introvertida y solita-
ria. Le encantó saber que el psicólogo y estudioso de la constitución
física William Sheldon había definido a las personas delgadas –ec-
tomorfas− como «imparciales, ambivalentes, reticentes, suspicaces,
cautas, complicadas y reflexivas». Personas a las que «las ideas les
resultan más interesantes que las personas. Y que reaccionan a la
presión con retraimiento».
Así era George, y ni siquiera hay motivo para avergonzarse. La
revelación interior le abrió una puerta. Durante años, George se ha-
bía dedicado a luchar contra su verdadero yo, pero fue corriendo
cuando descubrió que ese verdadero yo era su cómplice. «Mi cuer-
po me enseña lo que libremente puedo ser −escribió−. No me mues-
tra una frontera sino una posibilidad cumplida. Y me libera de un
pasado deprimente y de un futuro imposible». Y así tuvo vía libre
para ser un «individualista de huesos pequeños –esas fueron sus
palabras− nacido para volar y soñar».
Nunca olvidaré el poder de esas palabras, porque yo también
era un solitario de huesos pequeños, y me dio la conciencia de per-
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tenencia a una tribu fisiológica. Este libro fue esencial para que el
mundo y yo aceptáramos y colaboráramos con cualquier excentri-
cidad que nos hubiera impuesto el diseño de nuestros cuerpos. Y si
no en el atletismo, los seres humanos deben descubrir esa otra acti-
vidad física adecuada a su estructura y constitución. «El significado
de la vida, decía él, se encuentra donde sangre y carne susurran a
nuestra conciencia».
El mensaje de George es de pura emancipación. Sus palabras li-
beradoras seguramente cautivarán a quienes lo echaron de menos la
primera vez. Aquellos que sienten que sus vidas han sido secuestra-
das por el trabajo, la tecnología o las expectativas sociales. También
ellos pueden separarse del rebaño y correr libres.
A lo largo de su obra abunda esa incitación a sobrepasar nuestros
límites y descubrir, al igual que hizo su querido William James, que
«una vida agotadora sabe mejor». Porque el descubrimiento de la
naturaleza de uno mismo sólo es el principio. Un poco con él llega
el rigor, el desafío de lograr realmente el auténtico potencial.
Para mí, leer a George Sheehan fue y sigue siendo manifestar
la justicia de sus revelaciones. Leerle es, en esencia, definirse uno
mismo, ya sea por estar de acuerdo o por reiterar nuestra propia na-
turaleza. Por eso, cada vez que me adentro en las páginas de Correr.
La experiencia total, vuelvo a enfrentarme a mis propias limitaciones,
a mis metas no alcanzadas.
Y es que leer a George Sheehan es sentir que uno también se so-
mete al juicio final. «El corredor no está jugando −escribió−. Está en
plena lucha (contest, en inglés, palabra cuya raíz latina significa “dar
testimonio” o “ser espectador”). Por eso, cualquier cosa que no lo
implique todo no basta. Cuando corres adquieres un compromiso.
Estás dando testimonio de quién eres».
En mi opinión, todo esto evoca el espíritu de Steve Prefontaine.
Recuerdo una vez que nuestro entrenador Bill Bowerman y Prefon-
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taine debatieron sobre la obra de Sheehan en una sauna de Oregón,
mientras se pasaban un ejemplar empapado de Runner’s World.
Bowerman, que fue el introductor del footing en Estados Unidos
durante la década de 1960 y entrenador de muchos corredores de
una milla en 4 minutos, prefería que sus pupilos pecaran por falta
de entrenamiento a que se sometieran a una tensión metabólica-
mente destructiva. Prefontaine vivía y entrenaba para dejar atrás
a los demás. Lo recuerdo hablando con entusiasmo de cómo el su-
frimiento sin medida de George, su dolor y purificación se erigían
en el himno del corredor indomable. Por su parte, Bowerman, que
prefería llamar «malestar» al dolor y le quitaba importancia al su-
frimiento, estaba desconcertado por las impresionantes emociones
de Sheehan.
Esa emoción era la razón por la que George amaba al filósofo
William James, el cual creía que lo decisivo en nosotros no era la
inteligencia, la fuerza ni la riqueza. «La verdadera pregunta a la que
nos enfrentamos es qué esfuerzo estamos dispuestos a hacer –escri-
bió Sheehan−. James decía que por eso necesitamos el equivalente
moral a una guerra; para mí ese equivalente es el maratón. James
siempre defendió una vida de santidad, de pobreza o de deporte.
Siempre estuvo entre el atleta y el santo, al que veía como al atleta
de Dios».
La misma fe de George era tan poderosa que ese rigor debió de echar
para atrás a algunas personas. «Soy un animal teológico −afirmaba−.
La respuesta a mi existencia comprende a Dios». Aunque también era
existencialista cuando decía que «El sentido de la vida escapa a la ra-
zón. Se halla en la revelación que está en todos nosotros». Yo mismo
hallé su sentido al intentar cumplir mis designios sin una justificación
religiosa formal, sólo con la amplitud de miras de George.
George no se propuso exactamente ser un santo, pero sí sufrir y
redimirse por medio de sus esfuerzos. «El pecado radica en la inca-
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pacidad de alcanzar el potencial −escribió−. La culpa procede de la
vida no vivida».
Las contradicciones abundan en el mundo, y por eso también
abundan en la vida de George Sheehan. Afirmaba que nuestra ex-
presión máxima y más alta es la esencia del juego, el juego que
nace de nuestros corazones infantiles. No obstante, y paradójica-
mente, consiguió que los rigores del maratón se pareciesen al vía
crucis. El dolor era «penitencia» y la carrera «un purgatorio de
kilómetros y más kilómetros para alcanzar al final una paz que
escapa a la razón. Un momento en que hasta la muerte se torna
aceptable».
Se produce también una paradoja entre su odio a la frialdad del
espectador y en su amor por contemplar la perfección angélica de
los mejores jugadores de baloncesto.
Y, aunque a menudo afirma en su libro que era una persona re-
traída, con una personalidad ectomórfica, y que le gustaban bien
poco los actos sociales, me podría haber engañado. En todas las oca-
siones que le oí hablar ante audiencias entregadas en convenciones
de medicina y en simposios de atletismo, se mostró agudo, diverti-
do y dueño de la situación. Que nadie intente decirme que no estaba
experimentando un profundo éxtasis al conectar con los demás y
ser de utilidad.
George estaba completamente enfrascado en sus obras, cuales-
quiera que fuesen, y nunca quiso abandonar. En su último año, des-
pués de suspender el tratamiento de quimioterapia para el cáncer
de próstata y habiendo aceptado la proximidad de su muerte, co-
menzó a trabajar en un libro para compartir también sus ideas sobre
ese tema, todavía acuciado por la necesidad, por la necesidad del
maratoniano, la necesidad clásica del espíritu inquebrantable por
seguir adelante. «Se me ocurrirá algo que posiblemente ayude a la
gente –me dijo por entonces−. Quiero aportar algo más». Y vaya si
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lo hizo. Su último libro, Going the Distance: One Man’s Journey to the
End of His Life, se publicó en 1996.
En la actualidad, todos los corredores que conozco, de entre once
a ochenta años, desde las mamás agobiadas de los corredores olím-
picos, están tan distraídos con los teléfonos móviles, tan atrapados
por el trasiego diario, que este libro es más importante hoy en día
que cuando George lo publicó. Nos hemos apartado de esa forma de
correr que adoraba George y que enriquecía a sus discípulos, que le
veneraban como a un santo. Nos hemos alejado de una verdad tao
del atletismo, en la que uno se quita los auriculares de la cabeza, se
pregunta quién diablos es y cómo puede servir y «deja que lleguen
las respuestas», como decía George. Lee este libro y recuperemos
de nuevo esos tiempos. Tal vez incluso aprendas quién eres y cómo
puedes servir.
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1. VivirNingún atleta, santo o poeta −en lo que aquí concierne− se ha conformado con lo logrado ayer, pues ni siquiera le
vuelve a prestar atención. Su preocupación es el presente. ¿Por qué el común de los mortales debería ser
diferente?
Si ganas, opinan los expertos, es porque juegas a tu ritmo. Si
pierdes, es porque no lo has conseguido. Es algo que saben
bien los aficionados al baloncesto. «Ejercemos presión –me dijo
un entrenador en una ocasión− no tanto para conseguir pérdidas de
balón, como para alterar el ritmo del contrario, para que se mueva y
no piense». La mayoría de los aficionados al baloncesto también tie-
nen claro.
Pero ¿cuántos de nosotros sabemos que sucede lo mismo a dia-
rio en nuestras vidas? ¿Cuántos somos conscientes de que estamos
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dejando que otro marque el ritmo de nuestras vidas, o que nos en-
frentamos al equivalente a la presión por toda la pista de los Boston
Celtics cuando nos levantamos por la mañana?
Todo comienza por el reloj. Este divisor mecánico del tiempo
controla nuestras acciones, nos impone una rutina y nos dice cuán-
do comer y dormir. El reloj hace que todas las horas duren eso, una
hora. No distingue entre la mañana y la tarde. Gracias a la electri-
cidad, distribuye minutos y segundos aparentemente iguales hasta
que en la tele echan The Late Show. Y luego, buenas noches.
El artista, sobre todo el poeta, siempre ha sabido que eso no es
así. Sabe que el tiempo se alarga y se acorta sin importar el minutero.
Sabe que nos guiamos por un latido distinto al de este metrónomo
de Greenwich. También sabe que durante el día se produce un flujo
y reflujo ajeno al reloj, pero no a nosotros. Y se da cuenta de que ese
ritmo, ese tempo, es algo peculiar a todas las personas, tan personal
e inmutable como las huellas digitales.
El artista lo sabe. Los científicos lo han demostrado. En Biological
Rhythms of Psychiatry and Medicine, Bertram S. Brown escribe: «El
ritmo es tan propio de nuestra estructura como la carne y los hue-
sos. La mayoría de nosotros apenas es consciente de que nuestra
energía, nuestro estado de ánimo, nuestro bienestar y nuestras ac-
tuaciones fluctúan a diario, y que hay variaciones más duraderas,
más sutiles a lo largo de las semanas, los meses, las estaciones, y el
año».
Hubo una época en que nos podíamos sentar a escuchar esos
ritmos, pero ahora apenas se escuchan sobre el rumor de los relojes
mecánicos que dominan la escuela, el trabajo y la sociedad. Ahora
tenemos que viajar a diario para ir al trabajo y tenemos la tele; tene-
mos fines de semana de tres días y horarios laborales de doce horas.
Migrañas de marzo y úlceras de abril, adictos de veintiún años y
cardiópatas de cuarenta y cinco.
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¿Alguien escucha su interior? Pero, entonces, quién escuchaba a
Sócrates: «Conócete a ti mismo»; o a Norbert Weiner: «Vivir de mane-
ra efectiva significa poseer la información adecuada»; o al filósofo ja-
ponés Suzuki: «Soy un artista de la vida, y mi obra de arte es mi vida».
Eso es lo que debemos hacer para enfrentarnos a la presión de los
Celtics todas las mañanas. Escuchar lo que nuestros cuerpos inten-
tan decirnos. Conocernos a nosotros mismos. Conseguir informa-
ción adecuada. Convertirnos en artistas. De lo contrario, será otro
quien controle el ritmo, el juego y el marcador.
Los Celtics están ahí y la presión también. Nos obligan a adaptar-
nos al trabajo y a las horas. Nos hacen adaptarnos a las exigencias.
Nos obligan a cambiar a su tempo, a marchar al ritmo de su tambor
y, mientras tanto, destruyen nuestro juego, nuestra forma de con-
vertirnos en lo que somos. Y asfixian lo que mejor sabemos hacer.
Nos han convertido en prisioneros de su tiempo artificial, de su
reloj mecánico. Y mientras tanto, planean la ironía final. Cuando nos
jubilemos, nos regalarán un reloj de pulsera.
«Vivir la vida –escribió Nikolai Berdyaev− con frecuencia es abu-
rrido, monótono y ordinario.» Nuestro mayor problema, afirmaba,
reside en hacer que sea intensa y creativa, capaz de lances espiri-
tuales.
Estoy de acuerdo. La vida, excepto para unos pocos afortuna-
dos, como los poetas, los niños, los atletas y los santos, suele ser un
rollo. Si pudiéramos elegir, la mayoría de nosotros renunciaría a la
realidad de hoy por el recuerdo del ayer o la fantasía de mañana.
Deseamos vivir en cualquier parte menos en el presente.
Lo veo en mí mismo. Empiezo el día con un programa de cosas
por hacer que me vuelve totalmente ajeno a lo que hago. Llego al
trabajo sin acordarme de lo que he desayunado y sin tener idea de
qué día es hoy. Estoy continuamente preocupado o pensando en el
futuro.
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Muchas personas hacen lo mismo pero a la inversa. Evitan la
realidad y viven en el pasado. La nostalgia es su forma de vida.
Para ellas, los buenos tiempos del pasado nunca podrán igualar-
se. Ni tan solo emularse, ya que esas personas pocas veces hacen
algo.
Pero para los que son activos de corazón, mente y cuerpo –los
niños y los poetas, los santos y los atletas− el tiempo siempre es
ahora. Viven eternamente en el presente. Y viven el presente con
intensidad, participación y compromiso. Así tiene que ser. Cuando
el atleta, por ejemplo, distrae su atención de la decisión que debe
que tomar en ese segundo y el siguiente, está llamado al fracaso. Si
fallase su concentración, si su mente sobrevolase hasta el siguiente
hoyo, la siguiente serie, o la siguiente entrada a la pista, quedaría
anulado. Para él sólo existe el ahora.
Y el santo, gracias a sus disquisiciones sobre el cielo y el más allá,
sabe que todos los lugares están aquí, que siempre es ahora, y que
todos los hombres existen en la persona que está delante de ti. Sabe
que debe elegir en todo momento y seguir eligiendo entre las infi-
nitas posibilidades de actuación y ser. No tiene tiempo para pensar
en el futuro.
Tampoco el poeta. Debe vivir siempre alerta, siempre conscien-
te, siempre vigilante. Cuando lo hace bien, nos enseña a vivir con
mayor plenitud. «La percepción de la vida está en todas y cada una
de las líneas del poema −escribe James Dickey sobre La Odisea de
Kazantzakis–, de modo que el lector se da cuenta una y otra vez
de lo poco que él mismo ha deseado asentarse para vivir; de cuántas
cosas hay en la tierra, de cuán inexplicable, maravillosa e intermina-
ble es la creación».
Para ese hombre, la perfección pasada no es un estímulo. Ni tam-
poco lo es para el santo o el atleta. La característica pérdida de la
gracia nace de la contemplación de triunfos futuros. O, quizás, de
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2. DescubrirQuién soy yo no es ningún misterio. No es necesario
pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás
invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo
intimidad. Lo que soy está a la vista de todo el mundo.
De joven, yo sabía quién era pero intentaba convertirme en
otra persona. Nací para ser un solitario. Llegué a este mundo
con tendencia a automarginarme, con un deseo de soledad
y aversión a los gritos, a las puertas que se cierran con violencia y a
mis congéneres. Nací con miedo a que alguien me diera un puñe-
tazo en la nariz o, algo mucho peor, a que me abrazase.
Pero me negué a ser esa persona. Quería establecer lazos con la
gente. Quería ser parte del rebaño, de cualquiera que fuese. Cuando
eres tímido, inquieto y demasiado consciente de ti mismo, cuando eres
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delgadito, escuálido y tienes la mandíbula adelantada y una nariz que
ocupa casi un tercio de tu superficie corporal, lo que quieres son ami-
gos y relacionarte con los demás. Mi problema no era la individuali-
dad, sino la identidad. Era más individuo de lo que podía soportar y
quería identificarme con un grupo.
Pero no era el único a quien le pasaba esto. Toda la juventud se
rebela, pero lo hace por otros motivos. Pasa del cristianismo al co-
munismo. De los trajes de los hermanos Brooks a las camisetas y los
tejanos. De la carne con patatas a las dietas macrobióticas. Del pelo
muy corto a las melenas. Pero nadie transita solo por ese camino.
Nadie se enfrenta sin más a quién es.
Todos lo hemos vivido en mayor o menor grado. Nos negamos
a aceptar nuestro verdadero ser, tan dolorosamente evidente a los
demás jóvenes, y tan trágicamente oculto a los mayores. «Sólo hay
un varón perfecto y ufano en Estados Unidos −escribió Erving Goff-
man en Estigma− y está casado, es blanco, es urbanita, heterosexual
y del norte del país. Es padre, es protestante y tiene estudios univer-
sitarios, empleo a jornada completa, y un buen físico: alto y delgado
y con algún récord reciente en algún deporte».
Quien no cumpla alguna de esas virtudes, comenta Goffman, se
considerará de vez en cuando menospreciado, incompleto e inferior.
Me pasé las siguientes cuatro décadas sintiéndome menospreciado,
incompleto e inferior, combatiendo mi propia naturaleza, tratando de
ser alguien que no era. Ocultando mi verdadero ser bajo intentos
de cambio, ajustes y compensaciones. Negándome siempre a creer que
la persona que había rechazado inicialmente era mi verdadero ser. Y
todo eso mientras intentaba pasar por un miembro más de la sociedad.
Entonces descubrí el atletismo y comencé un largo camino de
retorno. Correr me liberó. Me liberó de la preocupación por lo que
los demás pensaran de mí. Me dispensó de las reglas y normas im-
puestas. Correr me permitió empezar de cero.
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Descubrir ● 17
Me fue quitando las prendas de un disfraz de actividades y pen-
samientos programados. Me imbuyó de nuevas prioridades sobre la
alimentación, los hábitos de sueño y sobre qué hacer con el tiempo
libre. Correr cambió mi actitud respecto al trabajo y el juego. Res-
pecto a las personas que me gustaban y a las que realmente gustaba.
Correr me permitió considerar mis veinticuatro horas diarias bajo
una nueva luz, y mi estilo de vida desde un punto de vista distinto,
desde dentro, no desde fuera.
Correr supuso un descubrimiento, una vuelta al pasado, una
prueba de que la vida recorre un ciclo completo y de que el niño
es el padre del hombre. Porque la persona que encontré, el ser que
descubrí, era la persona que fui en mi juventud. La persona que fui…
hipersensible al dolor, físico y psíquico; vamos, un cobarde con to-
das las letras. La persona que no quería que sus vecinos se pusieran
enfermos, pero que tampoco les deseaba lo mejor. Esa persona era
yo y siempre lo he sido.
Y esa persona, escribió el doctor William Sheldon en Las varie-
dades de la psique humana, era tan normal como cualquier otra. De
hecho, escribió Sheldon, la mayoría de las personas como yo actúan
de esa forma. La función sigue a la estructura, escribió, y existe
una relación entre la constitución física y la personalidad. Actuar
de cualquier otro modo sería ajeno a mi naturaleza. La psicología
constitucionalista fue la confirmación científica de lo que yo había
aprendido sobre mí mismo en las carreteras.
Pero ¿podría aportarme algo más? Profundicé en su Atlas del
hombre, y allí estaba yo: Somatotipo 235 (constitución mesomórfica),
el zorro entre los hombres. (Sheldon usaba un símbolo animal para
cada tipo corporal). El número 235 es la representación taquigráfica
de pequeño o delgado (2); cantidad moderada de músculo (3); y
predominio de piel, pelo, tejido nervioso y huesos finos (5). (Los
límites se hallan entre el uno y el siete).
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Igual que el zorro, al que Sheldon describía como endeble, es-
belto y rápido: un cazador muy veloz, con muchos recursos y re-
sistencia física. Si se le arrincona, se muestra desafiante y valiente,
por encima de su fuerza real, aunque normalmente es cauteloso y
reservado. Con un poco menos de músculo y agresividad, sería una
ardilla. Con un poco más, sería un lobo.
Entonces, ¿quién es el 235? Como el zorro, es un animal solita-
rio y desafiante que establece sus propias leyes: «El 235 –escribió
Sheldon− es demasiado endeble para luchar directamente, está de-
masiado expuesto para aprovechar la estimulación excesiva de la
vida social ordinaria, pero posee una confianza y un conocimiento
subconsciente de que tiene una larga vida por delante».
Esto determina una forma de vida desafiante que con frecuencia
acaba en un hospital mental, aunque de vez en cuando surja de sus
filas algún salvador. Como Prometeo, a veces cuenta con fuerza y
resistencia suficientes para triunfar sobre el poder establecido.
No estoy totalmente seguro de ser un 235, aunque hay días en
que corro y sé que soy un zorro. Días en que siento al sabueso en mi
persecución, días en que apelo a todo cuanto es rápido para huir de
él entre una neblina de lágrimas y carcajadas. Eso ocurre cuando me
caza, aunque sé que no cobrará la pieza: sé que al final el sabueso
corre junto al zorro. No me cazará hasta que yo sepa lo que necesito
saber y haga lo que se supone que tengo que hacer.
No se necesita un ojo entrenado para distinguir a un maratoniano
de un apoyador de fútbol americano, ni para diferenciar a ambos de
una persona sedentaria que prefiera quedarse flotando en el agua y
charlando con sus compañeros. Cada uno tiene una constitución
física para una tarea concreta. El corredor de fondo –frágil, delgado
y de huesos finos− es capaz de desplazar su ligero cuerpo durante
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3. ComprenderYo soy el que soy y no puedo ser más que eso.«No me confundas con otro», dijo Nietzsche.
No me confundas con un espectador, un vecino o un amigo.Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy»,
hazme un favor: Déjame ir.
Cuando salgo a correr por la carretera soy un santo. Soy San
Francisco de Asís vestido con ropa minimalista y seráfica. Y
soy Gandhi, el joven estudiante de Derecho en Londres,
corriendo al trote diez o doce millas al día para luego ir a un restau-
rante barato a hincharme de pan. Soy Thoreau, el solitario, en busca
de la unión con el mundo circundante.
En la carretera, pobreza, castidad y obediencia emanan de forma
natural. Soy un pobre de espíritu que verá a Dios. Mi castidad es mi
firma del contrato con el verdadero Eros, que es el juego. Y Los diez
mandamientos son el modo en que funciona el mundo.
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Sin embargo, lejos de la carretera, todo eso cambia. Todo el que
haya vivido con un corredor de fondo lo sabe. Ven en él lo que di-
jeron de Moisés los consejeros del faraón. Mirando su retrato, dije-
ron: «Es un hombre cruel, codicioso, poco honrado y egoísta». El
faraón quedó perplejo y preguntó a Moisés, el cual respondió que
los expertos estaban en lo cierto. «De eso estoy hecho −dijo−. Luché
contra ello y así es como me convertí en lo que soy».
Por desgracia, yo estoy todavía lejos de esa victoria. Y, como la
mayoría de los corredores de fondo, tengo todas las malas cualida-
des de un santo sin sus cualidades redentoras. Siento lástima por la
familia y los amigos que tienen que preocuparse de nosotros.
«Preocuparse» es su trabajo, porque los corredores de fondo suelen
ser criaturas desvalidas que apenas saben cambiar una bombilla. Son
incapaces de valerse por sí mismas en un mundo competitivo y des-
de hace mucho han renunciado a intentarlo. Por su larga experiencia,
esperan que les hagan las cosas. Que les den de comer. Que les laven
la ropa, que les hagan los recados. Que atiendan a todos sus asuntos
para que puedan correr. Y que lo hagan con alegría de corazón.
Por eso, mi pobreza no es pobreza. Mis necesidades tal vez sean me-
nores, como las de San Francisco. Pero, a diferencia de él, lo poco que
necesito, lo necesito horrores. Lo poco que quiero, lo quiero sin mesura.
Mi desayuno es sencillo, pero debe ser perfecto. No cortes mi
madalena con un cuchillo o no te hablaré el resto del día. Mi ropa
puede ser regalada o estar tarada, pero, piérdela o déjala en la la-
vandería en el momento equivocado, y me habrás arruinado el día.
Y así sucede con todo: desde las zapatillas hasta el yogur, todo tiene
que estar correcto o el día se oscurece y se vuelve triste. Y no sólo
para mí, sino para todos los que me rodean.
Si de veras me parezco en algo a San Francisco de Asís, es en la
cuestión del dinero. Nunca tengo un duro. Págame la entrada. Atiende
a mi comida. Sólo en momentos de distracción hago el gesto de ir a
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Comprender ● 29
pagar con un cheque. Pocas veces a lo largo de los años me han pillado
con suficiente cambio para comprar un boleto de caridad.
Y si la pobreza sigue siendo una batalla, ¿qué pasa con la casti-
dad? Digamos que supera el grado de una lucha. Como otros miles
de irlandeses escuálidos de rostro chupado, he luchado contra mi
cuerpo desde la primera comunión, sabedor de que el cuerpo perte-
nece al diablo. Lee a Joyce, a O’Casey o incluso a Yeats, que escribió
en su diario que dejaba esas cosas escritas para que otros jóvenes no
se considerasen raritos.
Por tanto, lejos de las carreteras, la castidad procede de la forma
más elevada de miedo: el miedo a la condenación eterna. Otros, yo
no he sido el primero –escribió Housman− han deseado hacer más
daño del que se atreven». Sólo superada esa restricción se halla la
reconciliación del cuerpo, el alma y luego del verdadero Eros y el
amor de los amigos y, finalmente, el ágape en que dando recibimos.
Y, por último, ¿qué pasa con la obediencia? La disciplina al correr,
la disciplina en el entrenamiento surge con facilidad. La disciplina
en la vida real es otra cosa. La mente, la voluntad y la imaginación
no se controlan con la misma facilidad que las piernas, los muslos o
el pecho jadeante. Correr, claro está, ayuda. El arte de correr, como
escribió Eugene Herrigal refiriéndose al arte del tiro con arco, es una
contienda profunda e inalcanzable del corredor consigo mismo. Y
esa contienda debería conducir a la perfección.
Cuando era joven, sufría lo que mi tía llamaba «sordera de convenien-
cia». Y todavía la sufro. Tengo la habilidad de desconectarme de lo que
pasa a mi alrededor. Es normal en mí encerrarme en mí mismo y ser
cada vez más ajeno a lo que pasa a mi alrededor. Si estoy con un grupo
y no hablo, no des por supuesto que estoy escuchando. Estoy «lejos».
Me he ido a otro mundo. Lejos, en mi hábitat natural, en mi mente.
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Estar «lejos» es la verdadera libertad. Me escapo y voy donde
quiero estar, pienso lo que quiero pensar, creo lo que quiero crear.
Donde quiera que esté, quien quiera que yo sea, no importa. Lo más
molesto tal vez sea mantener la obra en cartel, pero soy intocable. Soy,
como dijo una vez Yeats, un niño en un rincón jugando con sus cubos.
Y «lejos» de hacer el idiota. Cuando estoy con gente, siempre
hablo por exceso o por defecto. Cosas que es mejor no decir, o cosas
estúpidas o de las que pronto me lamento. Si me cuesta diez horas
escribir un ensayo de seiscientas palabras, ¿cómo podría decir algo
disparatado que valiese la pena ver repetido?
Provengo de gente de mentalidad similar. Hombres como Kier-
kegaard, Emerson y Bertrand Russell, que pronto se consideraron
diferentes y, al principio, de manera desastrosa. «Era un mojigato
tímido y solitario», dice Russell. Tacaño y egoísta, cauteloso y frío,
así se describió Emerson a sí mismo. Kierkegaard hizo un análisis
muy parecido. «Las ideas −escribió− son mi única dicha, mientras
que los seres humanos son objeto de mi indiferencia».
Dichas personas, según Ortega, tienen pocos conocimientos so-
bre las mujeres, sobre el trabajo, el placer y la pasión. Llevan una
vida abstracta, dijo él, y pocas echan un bocado de auténtica carne
cruda a los dientes afilados de su intelecto.
La forma de escapar de esa existencia abstracta es abrirse, si no a
otras personas, por lo menos al cuerpo. Y es así como esos hombres
se convirtieron en grandes caminantes, gente que paraba poco en
casa. El diario de Emerson hace referencia a un paseo de sesenta
y cuatro kilómetros de Roxbury a Worcester, y Russell describió la
placentera relajación experimentada después de sus paseos de cua-
renta kilómetros.
Y es por eso, supongo, que corro y encuentro la vida auténtica.
«Primero sé un buen animal», dijo Emerson. Cuando corro soy un
animal, soy ese animal, el mejor animal posible, y hago aquello para
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Comprender ● 31
lo que estoy hecho. Me muevo con gracia, ritmo y seguridad, como
si hubiera poseído esos atributos toda mi vida.
Y es así como encuentro la dicha. Kierkegaard estaba equivocado
al respecto. No hay dicha en las ideas. La dicha llega en la cumbre
de una experiencia y siempre en forma de sorpresa. No se alcanza la
dicha a voluntad. Como máximo, va uno adonde ha experimentado
la dicha con anterioridad. Y eso casi siempre es en la carretera del
río, corriendo a un ritmo que podría mantener toda la vida y con la
mente liberada. Así soy durante esa alternancia de esfuerzo y relaja-
ción, de sístole y diástole. Y luego vivo esa fusión en la que todo es un
juego y en la que soy capaz de cualquier cosa. Y me vuelvo un niño.
No te sorprenderá que los pensadores crean que nuestro verdade-
ro viaje es de vuelta a la infancia. Un místico escribió que la perfec-
ción y el éxtasis radican en la transformación de la vida corporal en
un juego feliz. Norman Brown declaró que el hombre es una especie
animal que tiene el proyecto inmortal de recuperar la infancia.
Así, pues, no me disculparé por una actividad que me hace vol-
ver a ser un niño. Una actividad que me aparta de las mujeres, del
trabajo, del placer y la pasión. Una actividad con sentido propio.
Una actividad sin propósito.
Corro con alegría e, incluso después de correr, siento una plenitud
que perdura durante esa larga ducha caliente. Estoy «lejos», no en la
mente sino en mi cuerpo tibio, relajado, hormigueante y feliz, con las
sensaciones de correr todavía en piernas, brazos y pecho. Todavía estoy
disfrutando de quien fui y de lo que hice durante esa hora en la carretera.
Quizás algunos os preguntéis si una vida se puede experimentar
de manera tan completa en ausencia de otras personas. Yo mismo
me lo pregunto. Va en contra de todo lo que me han enseñado. Con-
tra todo lo que sirve para la preservación de nuestra cultura.
Pero soy el que soy y no puedo ser más que eso. «No me confundas
con otro», dijo Nietzsche. No me confundas con un espectador, un
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4. ComenzarSi crees que la vida te ha dejado de lado
o, peor aún, que estás viviendo la vida de otro,todavía puedes demostrar que los expertos se equivocan.
Los que creen que saben algo afirman que conceder una
segunda oportunidad a un hombre no cambiará el desastre
que fue su primera vida. A lo largo de los años dramaturgos
y novelistas nunca nos han brindado la esperanza de que volver a
vivir nuestras vidas supusiese alguna diferencia esa segunda vez.
Científicos y psicólogos parecen darles la razón. Incluso pensadores
tan distintos como Bucky Fuller y B. F. Skinner marchan de la mano
a este respecto. «No deberíamos intentar cambiar a la gente –escri-
bió Skinner−. Deberíamos cambiar el mundo en que vive la gente».
Es una idea que Fuller también expresaba con frecuencia.
También hay personas, no cabe duda, que opinan lo contrario. La
gente relacionada con la fe, la esperanza y la caridad parece pensar
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que cualquier día es tan bueno como otro para cambiar la historia
personal. Los filósofos, desde que se lleva cuenta del tiempo, lo han
recomendado. Desde Píndaro hasta Emerson, nos han dicho que nos
convirtamos en lo que somos, que cumplamos nuestro propósito,
que elijamos nuestra propia realidad, nuestro propio camino para
ser personas. Lo que no nos dijeron era cómo hacerlo ni lo difícil que
sería. Cuando San Pablo anunció la transformación en el Hombre
Nuevo, nos recordó el ilimitado potencial del hombre, aunque las
vidas que llevamos nos recuerden constantemente los límites evi-
dentes de este potencial.
Claramente, la buena vida no es tan accesible como dicen los li-
bros. Y, sin embargo, no es por falta de ganas de intentarlo el que
hayamos fracasado. Iniciamos esa nueva vida casi con la misma fre-
cuencia con la que Mark Twain dejaba de fumar (miles de veces) y
casi con el mismo éxito.
¿Será mañana el primer día del resto de nuestras vidas? ¿Y esa
vida será completamente distinta del desastre que es hoy en día? La
respuesta, sin duda, tiene que ser sí, o todos esos grandes hombres
nos lo habrían dicho. Pero ¿cómo se consigue?
Lo primero que hay que hacer, a mi entender, es volver sobre
nuestros pasos. Retornar a ese período de la vida en que actuábamos
con todo el éxito del que un ser humano es capaz (aunque casi segura-
mente no fuimos conscientes de ello). Retornar a esos tiempos en que
el alma, tu ser, no era lo que poseías, ni tu estatus social ni tampoco la
opinión de otras personas, sino una totalidad compuesta por cuerpo,
mente y espíritu. Y esa totalidad interactúa libremente con el entorno.
En algún punto pasada la infancia, la integración del ser y la res-
puesta al universo comenzaron a disolverse. Cada vez asociábamos
más quiénes éramos con lo que teníamos, nos juzgábamos por las
opiniones de los demás, tomábamos nuestras decisiones siguiendo
las reglas de otros y vivíamos con sus valores. Por coincidencia o no,
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Comenzar ● 45
nuestra condición física comenzó a declinar. Habíamos alcanzado la
bifurcación en el camino. Y tomamos el camino trillado.
Uno que tomó el camino invadido por las malas hierbas y pocas
veces transitado fue Henry David Thoreau. El mundo sabe que Tho-
reau era un intelectual, un observador astuto, un rebelde opuesto a
los valores convencionales. A lo que no se ha dado suficiente impor-
tancia es a que era un atleta… y de los buenos. También era, des-
de luego, un gran excursionista. Eso le mantuvo en una condición
física estupenda. «Habito mi cuerpo −escribió− con extraordinaria
satisfacción, tanto su debilidad como su vigor». No sería exagerar
decir que las otras actividades de Thoreau obtuvieron su fuerza de
la vitalidad de su cuerpo. Ni que el ser que era Thoreau dependía
de ser todo lo físico posible. Ni que ninguna vida se puede vivir
plenamente sin vivirla por completo a nivel físico.
Si Thoreau estaba en lo cierto, la forma de descubrir quiénes so-
mos es por medio del cuerpo. La forma de recuperar la vida es vol-
ver al ser físico que fuimos antes de equivocar el camino: Ese ser en
sintonía que escuchaba con el tercer oído, que era consciente de la
cuarta dimensión y tenía un sexto sentido para detectar las fuerzas
que le rodeaban. Ese ser en sintonía que era sensible e intuitivo, y
percibía lo que ya no es evidente para nuestros cuerpos en proceso
de degeneración.
Puede sobrevenir en forma de sorpresa incluso para los líderes
de la condición física. Los programas para mejorar la condición
física se han basado desde hace mucho en el deseo de disfrutar de
una vida longeva, de prevenir ataques al corazón, de sentirnos bien
o de mejorar el físico. Nadie nos dijo que el cuerpo determinara
nuestras energías mentales y espirituales. Ni que con el nuevo cuer-
po pudiéramos vestirnos de esa nueva persona y edificar una nueva
vida, la vida para la que habíamos nacido, pero que perdimos con el
cuerpo del que disfrutamos en la juventud.
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Aunque el sentido común te diga que ya no volverás a tener vein-
tiocho años, también te dirá que casi todo el mundo puede alcanzar
niveles de vigor, fuerza y tolerancia física casi iguales a los de las
personas de veintiocho años. Si se da la buena fortuna de hallar una
actividad deportiva que le vaya bien, un hombre puede recuperar la
juventud y gozar de una segunda oportunidad para escuchar lo que
su ser completo consideraba importante en aquella época.
Si crees que la vida ha pasado a tu lado o, incluso peor, que estás
viviendo la vida de otro, todavía puedes demostrar que los expertos
estaban equivocados. Mañana puede ser el primer día del resto de
tu vida. Todo cuanto tienes que hacer es seguir a Thoreau. Habi-
tar tu cuerpo con gozo, con inefable satisfacción; tanto su debilidad
como su vigor.
Y es posible hacerlo sólo con volver sobre nuestros pasos hasta
aquel cruce de camino.
Si estás buscando respuestas a los grandes por qué de la creación,
tendrás que comenzar por esos pequeños cómo de la vida diaria. Si
estás buscando respuestas a las grandes preguntas sobre el alma, lo
mejor es que comiences con las pequeñas respuestas sobre tu cuerpo.
Si quieres convertirte en santo o metafísico, primero debes conver-
tirte en atleta.
Estudia las vidas de los que buscaron su propio sentido y el sig-
nificado del cosmos. O lee los libros de los santos que vivieron las
preguntas y esperaron las respuestas de allí en adelante. El denomi-
nador común de esas personas es el ascetismo, palabra que procede
del griego ascesis, que significa entrenamiento riguroso, autodisci-
plina y autocontrol.
El asceta no es un recluso excéntrico; es alguien que busca su
excelencia, sus propias leyes, la vida que debe vivir. Un ascetismo
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18. VerY en esos momentos hay luz, dicha
y entendimiento. Durante un tiempo, aunque breve,
no hay confusión. Me parece ver las cosas
cómo realmente son. Estoy en el Reino.
No hemos sido creados para ser espectadores. Ni tampoco
para ser testigos. No hemos nacido para ser comitivas. Tú y
yo no podemos ver la vida como quien asiste al teatro, com-
placidos o no por lo que observamos. Tú, al igual que yo, somos
productores −dramaturgos y actores− que crean y viven el drama
sobre el escenario. La vida hay que vivirla, representarla. La obra en
la que estamos es la nuestra.
Hay razones, por supuesto, para observar a los demás, para
aprender a hacer las cosas. Y para contemplar el cuerpo humano, o
su alma o intelecto en su perfección. Observamos a otros para apro-
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piarnos de sus destrezas, de su sabiduría, para que su fe sea la nues-
tra. De otro modo, moriríamos sin haber aprendido quién somos o
qué podemos conseguir. Y moriremos sin tener idea del significado
de todo esto.
Yo busco esas respuestas en la carretera. Aprovecho la vista, el
oído, el tacto, el olfato, el gusto y el intelecto, y corro con ellos. Y dejo
atrás todo cuanto poseo, olvidándome de lo que considero valioso,
de lo que me resulta querido. Desnudo, o casi desnudo, llego a un
nuevo mundo. Allí, en una carretera comarcal, desplazándome a casi
trece kilómetros por hora, descubro el universo entero, lo natural y
sobrenatural sobre lo cual especulan los sabios. Es una vida, un mun-
do, un universo que comienza más allá del sudor y el agotamiento.
El sudor me purifica. Mi propia agua me bautiza. Vuelvo a
moverme por un nuevo Edén. Soy el hombre caído y restablecido,
sin saber aún que volveré a caer. Por ahora, al menos, soy un niño
que juega, en casa, en un hogar hecho para mí. Me satura la bondad
del mundo, lleno de la visión, el sonido, el olor y la percepción de
la tierra por la que corro. Canto con el poeta Hopkins: «Soy lo que
hago, para esto vine».
Pero entonces llega la cuesta, y sé que estoy hecho para más. Y
al llegar a ser más, se me plantea el reto de elegir el sufrimiento, de
soportar el dolor, de aguantar los infortunios. Y durante esa trans-
formación, debo vivir los misterios del Pecado y el Libre albedrío y
la Gracia divina. Experimento todas estas cosas mientras dejo atrás
el bello e interminable tiempo de carrera por superficie llana para
arriesgarlo todo en el ascenso de la Loma.
Al principio, la suave pendiente me lleva solo. A ese nivel, la na-
turaleza es una ayuda. La misma naturaleza que, según Bucky Fu-
ller, está tan preparada para nosotros que, siempre que necesitamos
algo, descubrimos que se ha estado apilando desde el comienzo de
los tiempos.
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Ver ● 285
Sin embargo, la cuesta, gradualmente, exige más y más. He lle-
gado al límite de mi fisiología. Al final de lo posible. Ahora está
más allá de lo soportable. La tentación es decir «basta», pero no
cederé.
Estoy luchando con Dios. Luchando con las limitaciones que
Él me impuso. Luchando con el dolor. Luchando con la injusticia.
Luchando con todo lo malo que hay en mí y en el mundo. Y no voy
a rendirme. Conquistaré la Loma y la conquistaré solo.
De momentos como éste, Kazantzakis refiere una historia: Cuan-
do se le preguntó a Dios cuándo perdonaría a Lucifer, él replicó:
«Cuando él me perdone a mí». Kazantzakis, en Informe para el Greco,
hizo su propia Ascensión, dejando, como él dijo, «un rastro de gotas
de sangre». Y hallando en la crucifixión la fuerza para perseverar.
No puedo vivir la vida de este genio. Mi Loma no es sino una
estribación de su montaña; mi dolor, una sombra de su tormento, si
bien el misterio humano sigue ahí.
Y todavía me afano por llegar a esa cumbre imposible. Perdono
a Dios. Acepto el dolor. Supero la cuesta. Y durante la más breve
de las eternidades, soy hijo de Dios, hermano de Cristo, lleno del
Espíritu Santo.
El mundo pertenece a los que ríen y lloran. La risa es el principio de
la sabiduría, la primera prueba del sentido del humor divino. Los
que saben reír han aprendido el secreto de la vida. Han descubierto que
la vida es un juego maravilloso.
El llanto surge cuando vemos las cosas como son. Cuando nos
damos cuenta, junto con William Blake, de que todo lo que tiene
vida es sagrado. Cuando todo lo que vemos es infinito y formamos
parte de esa infinidad. Las lágrimas brotan cuando nos llena de
gozo esa visión. Cuando definitiva e irrevocablemente decimos sí
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ELOGIOS SOBRE
CORRERLa experiencia total
«Como “gurú” y “rey de los filósofos” del atletismo,
nos has mantenido informados y motivados para seguir tus
enseñanzas. Has sido una inspiración para todos nosotros.»
—PRESIDENTE BILL CLINTON
«Correr. La experiencia total. Cambió el mundo. Me encanta que este
libro legendario vuelva a circular, y espero que mejore la salud de
millones de personas.»
—DOCTOR KEN COOPER, FUNDADOR Y DIRECTOR,
COOPER AEROBICS INSTITUTE
«La mente de George siempre se nos ha adelantado. Más que
ningún otro, ha ampliado el propósito moral del atletismo, que no
era vivir más tiempo, sino vivir mejor, contar con más energía,
autoestima y claridad para todas las cosas importantes por hacer en
la vida.»
—ROBERT LIPSYTE, NEW YORK TIMES
«En Correr. La experiencia total. Sheehan restablece y nos recuerda el
potencial físico, mental y espiritual que todos poseemos. Nos hace
creer que todos podemos ser ganadores. Todos podemos aprender
de su lúcido análisis de la “experiencia total”.»
—JEFF GALLOWAY, AUTOR DE GALLOWAY ON RUNNING
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