DIAGONIZADONúmero 2 -La Plata, noviembre 2011
Son, además de grandes nombres, íconos, figuras policromáticas estampadas en remeras de calce suelto; son un poster en una pared, un cuadro enmarcado en un estudio profesional. Son
el nombre en una lapicera. Son una estampa. Pero son, también, el grafiti pintado con lágrimas. Son un rostro hecho carne, tejido con sangre en el corazón de sus fieles, hecho palabra y convicción. Son Él, Ella, Ellos, exaltados hasta lo insólito, llorados, gritados, temidos y adorados. Son ese particular conjunto de nombres y su
público ferviente los que han hecho de la Argentina el país que es y no otro.
Él
Ella
Ellos
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La historia de nuestro país se ha visto repleta de grandes personalidades
que transitaron tiempos y espacios disímiles, que fueron fundando un entra-
mado político, cultural y social en permanente cambio y ajuste, ruptura y rei-
nauguración constante: hombres y mujeres admirados y queridos, denostados
y maldecidos por el ciudadano argentino común, de todos los días, siempre
sensible de hasta la más pequeña transformación de la realidad y siempre
dispuesto a mostrar sus pasiones más intensas.
Atravesada por los relatos “endiosantes”, la Historia Argentina ha sido con-
tada a partir, no tanto de hechos, circunstancias, ideologías, generaciones que
llevaron a cambios de paradigmas, de modelos de país, sino desde la exalta-
ción todopoderosa de sus líderes más carismáticos y poderosos.
Historiadores, intelectuales y escritores también trabajaron con los gran-
des nombres, defendiéndolos muchas veces, acribillándolos con agudeza otras
tantas. Una biografía enardecida con odio y devoción como la de Facundo
Quiroga publicada en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento inaugurará el
proceso de la construcción de una figura como personaje que trascenderá,
desde las fauces de un texto, la historia que él mismo pudo haber impreso con
su existencia.
Relato febril, exaltado, evoca a la sombra de El Facundo para explicar,
refutar y criticar la Argentina que el caudillo había propuesto y transitado a
caballo y puñal. Quien lograra ser Presidente de la Nación en 1868 se sirve de
una vasta descripción de la idiosincrasia –para él empobrecida y enviciada-
del habitante argentino y expone en esta obra su proyecto de país y de ser
nacional. Sarmiento se sumerge en la vida del riojano desde su infancia para
recrear y demostrar su salvajismo pero también intentar comprenderse a sí
mismo como intelectual admirándolo en su capacidad de ser enaltecido como
un verdadero líder. . Atrás quedarán Rosas, Urquiza, Lavalle, Peñaloza y otros
ResponsablesLos caudillos, bajo la sombra ardiente del Facundo que ha partido con la pluma
del “Primer Maestro” el suelo de la Historia.
El paso de los años será inexorable y como ellos los grandes cambios, los
enormes barcos desde el continente viejo; se abrirán fábricas, se coserán uni-
formes de trabajo con el pecho radical, estampada la figura de Hipólito Yri-
goyen liderando desde el primer sufragio el camino de los trabajadores. Hasta
su temprano ocaso. Una vez más, las pasiones se muestran en su cresta para
enfriar luego y permanecer en el hielo de un recuerdo rojo.
Pero más tarde comenzará a escribirse una historia que empezará con un
Coronel que escuchará y tomará nota, firmará y discutirá. Hablará firme y
decidido, tanto que será encarcelado, y lo que algunos pretendieron fuera fi-
nal de la historia, será quizás un nudo indesatable que aún perdura en la me-
moria colectiva que nace y renace en cada nueva generación. Cada discurso
desde el balcón de Balcarce 50 llenará la Plaza de Mayo y esto será para un
Borges aterrado y altivo, una fiesta monstruosa donde una horda violenta de
“compañeros” peronistas, armados hasta los dientes, deseará llegar como sea,
un paso más cerca de Él. Y oírlo, escuchar la palabra del gran Monstruo.
El militar se casará con una incipiente actriz y el cuento se novelizará. Entre
los vericuetos de un amor nacionalmente comentado y envidiado, se darán
escenas de solidaridad beneficiosa, maternidad de maestra, cariño a monto-
nes hasta desembocar en dramas y tragedias. Una muerte dolorosa y trans-
mitida en cadena nacional a un pueblo que hace un mar de lágrimas hasta
el lecho, enlutado en su garganta, retratado por David Viñas en un cuento.
Negros los faroles, negro el cielo, negros los listones y cada féretro simbólico en
cada recóndita ciudad. Se politizaba a una santa, o se santificaba a una líder.
Con el cuerpo secuestrado de “esa mujer” se abrieron capítulos oscuros, in-
cógnitas morbosas y aberraciones de un símbolo, en una historia que todavía
no había terminado. Rodolfo Walsh, con precisión periodística y habilidad lite-
raria, recrea un diálogo seco, desesperante, con un Coronel que conoce dónde
está Ella pero no lo dice, que camina por un fino hilo que separan el misterio
y la vergüenza.
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Las pintadas de cal escondían en su humedad reciente la ries-
gosa aventura de enfrentarse a la proscripción. Miles de hombres y
mujeres esperaban desde septiembre de 1955 que el General tomara
nuevamente el poder antes de navidad. El gran nombre del presiden-
te depuesto se censuraba desde insólitos decretos de facto. Su recuer-
do se conjugaba con las historias, los mitos, las fantasías y los hechos;
se mezclaban, se combinaban unos con otros y volvían a cambiar.
Algunos peronistas acérrimos, como Anselmo y Martín Iglesias y el
vasco Iturrain, planificaron un valiente ataque al centro de la Pla-
za de Armas para golpear donde duele a los militares destituyentes.
Abelardo Castillo relata en “Los muertos de Piedra Negra” esta aven-
tura a clamor de Viva Perón, y menciona otras como la del padre
de los Iglesias, asesinado por una descarga de un blindado destinada
a hacer volar el busto de Eva Perón, o la del hermano del medio,
también muerto por oponerse a una medida del nuevo gobierno.
Dieciocho años pasó el grito de Perón encerrado entre los dien-
tes de un pueblo que aguardaba, otro que lo aberraba y otro que
exponía su vida entera para que se escapara del silencio. Se mitifi-
caba todavía misterioso en cintas de cassette y palabras capicúas.
Con su vuelta, la algarabía y al instante el desconcierto. El mismo
hombre era varios; y en su nombre actuaban las más disímiles ideo-
logías. Con su cuadro, su estampa, con el llanto por su difunta esposa,
algunos tiraban para un lado y otros para el otro; y Él lo sabía, es
innegable. Se desataba el nudo de la historia, se deshilachaba rápida-
mente la cuerda de la unidad como por arte de un brujo calculador.
Luego moría. Y reinaba el desconcierto. Una primera dama vice-
presidenta tomaba el bastón de mando.Y como ratas, los “íntimos”
se veían libres para roer El apellido y actuar en su nombre. Y pelear.
Y desintegrar una base que muerto el constructor, se derrumbaba.
Perón Vuelve
Así llegaron un grupo de impresentables, que escribieron a fuerza de picana, puño y hogueras las letras y cuerpos de trabajadores, estudian-tes, periodistas, maestros y todo aquel que les pareciera rojo, peronista o simplemente atrevido por pensar. No les importaron ni los grandes hombres, ni los grandes títulos, ni las grandes dignidades. Ni siquiera tuvieron piedad por las más pequeñas, las recién nacidas. Corrompie-ron, violaron, acuchillaron la Historia con saña y se la robaron junto con la Justicia. Batallaron del lado de la muerte con un hipo de whisky.
Con la democracia retornaron los símbolos: patrios. La fies-ta de una elección libre sólo se vio manchada por el miedo laten-te al trauma, la violencia de un cajón incendiado, y la ausencia de un poder lo suficientemente fuerte para soportar los embates de un poderío militar todavía peligroso y una economía hecha pedazos.
En un cuadrito de cada estudio, de cada despacho, descansó la figura de Perón. Pacho O’ Donnell rescata en un prólogo menemista el fervor justicialista de un político que llegó a ser Presidente, dos veces. Reelecto y festejado. Patilludo como el primer gran caudillo y con la biblia pe-ronista señalada con una estampa que mostraba a Evita en el balcón.
Con un cuadrito coprotagonista en toda foto, se titula-ron en los diarios las medidas más malditas. Con su imagen a tin-ta negra y en colores se imprimieron las boletas más surrealistas.
Él, Ella, Ellos hacen, deshacen, se dicen y desdicen. Ni siquie-ra los dueños de sus propios nombres fueron coherentes consi-go mismos. La historia de un país que se construye con ladri-llos de barro, fundidos con trabajo, sudor y símbolos, llantos, decepciones y esperanzas, cada tanto percibe los cimbrona-zos de una pata floja, pero sigue en pie y armándose de nuevo.
Son una remera con sus caras estampadas, son una referencia en un discurso. Son una mirada al cielo y hacia adentro. Son tam-bién la mentira y la media verdad de un Dios que también se ha equivocado y que con el tiempo se ha hecho leyenda. Son el afi-che pegado sobre las dignidades anónimas. Y vuelto a pegar.
En un cuadrito
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Detrás del escritorio y el hombre hay una pared revestida de empapelado viejo y marrón madera
que alguna vez fue elegante. De un clavo casi imperceptible cuelga un cuadro, grande, con marco
de plata y vidrio astringentemente limpio que cubre la fotografía en blanco y negro y autografiada
de un hombre alto, que sonríe soberbio, saludando con una mano y empuñando un palo de golf con
la otra.
Sobre el escritorio, está abatido en sus codos el hombre. Acaricia nervioso su cabeza, engrasando
los pocos cabellos que le cuelgan a los extremos. Está agotado, oprimido. Tiene los pies suspendidos
en el aire y se balancean golpeando las patas del sillón vencido. Su saco gris permanece pegado a
su cuerpo gordo, su camisa está húmeda porque hace calor y no funciona el aire acondicionado. La
ventana está cerrada. El olor a habano endulza con su perfume el despacho y eso perturba más al
hombre: el Señor Cifras pasó por ahí la semana pasada, encendió el cigarro importado -de contra-
bando- y dijo sin rodeos:
-Estamos mal, Aníbal. Estamos mal.
Aníbal entonces, hizo números. Llamó a quien tenía que llamar hasta que todos
le cortaron el teléfono. Insistió. Envió e-mails. Pero nada. Se le cerraban las puer-
tas. Y el olor insoportable le contaminaba los pulmones.
Entra Sara, la secretaria, dando un portazo y despliega algunos
informes sobre el escritorio. Un portarretratos con la fotografía de
la hija del hombre cae al suelo y a nadie le importa. La mujer
se abalanza sobre la mesa y lo mira; se inclina sobre por sobre
su cabeza y abre los labios, toma aire y habla. Sus brazos se
tensan y la catarata verbal se acrecienta. Última vez, última
vez, repite y mueve las manos; toma algunos papeles, los hace
un bollo y los arroja contra todo lo que hay en el despacho.
Acierta a una lámpara, a otro portarretratos con otra foto
familiar en la que el hombre sonreía, a una escultura horri-
ble de plástico que le había regalado algún invitado, voltea
todo; golpea el escritorio con el puño y repite el discurso. Se-
ñala el cuadro y continúa vociferando. Lo señala y amena-
za con romperlo también. Aníbal siente un dolor en el pe-
cho cuando la mujer dice aquello pero no puede mirarla.
Aníbal cierra los ojos. Respira profunda-mente intentando intercambiar los olores. La fragancia de la colonia de Sara es espantosa pero la prefiere a la del habano del Señor Ci-fras. No dice nada. Sólo asiente y espera a que Sara se retire dando otro portazo y su perfume permanezca un rato más.
Cuando la secretaria abandona el des-pacho, comienza él mismo a patear las po-cas cosas que quedaban de pie allí dentro. Transpira y sus cabellos resbalan de un lado a otro en su cabeza. En un vaivén, tira to-dos los papeles del escritorio al suelo, quita los cajones de sus lugares y también los lan-za lejos. Empuja el escritorio hacia una de las paredes laterales, cerca de un mueble donde solía guardar las bebidas. Patea el sillón que pierde una ruedita de una pata. Golpea el teléfono. El monitor de la computadora cae y un ruido seco contra la alfombra indica que ya no será útil.
Quedan ahora ellos dos solos. Uno frente al otro. Aníbal se deja caer en el suelo y toma sus rodillas con las manos, como un niño. Lo mira fijo. Donde debió haber estado el sol esa tarde de almuerzo en Pilar, esta maña-na hay un brillo que llega directamente de la ventana cerrada en el despacho de Aní-bal. Se iluminan los ojos oscuros del hombre del cuadro. Se pueden ver mejor sus dientes blanquísimos y sonrientes, y hasta podría de-cirse que el hierro 7 también centellea detrás del vidrio.
-No sé qué pasó. Necesito explicaciones- Aníbal habla suave y lentamente, tratando de controlar el llanto-. No entiendo.
Misma astilla
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Pasa su mano por su rostro, y baña su
frente en sudor. Se agita, la presión le juega
una mala pasada y comienza toser, por las
dudas, como se lo indicó el médico.
Hago todo. Todo al pie de la letra. Todo-
prosigue, agotado; pero parece recordar
algo y sonríe-. Hasta hablo como usted- lo
pronuncia exactamente igual: acentúa la
primera sílaba de cada palabra-, pero nada,
no encuentro respeto en ningún lado. Ella lo
tuvo más fácil, usted sabe. Una mujer…-se
cansa y espera para continuar-Una mujer es
distinta a uno. Yo ya no sé cómo hacer.
Una lágrima que puede ser de sudor, o
una lágrima de dolor se impregna en el puño
del saco cuando Aníbal lo acerca a su nariz.
Se percata de esto y aparta con violencia el
brazo de su cara. Mira el cuadro. Intentaría
una disculpa pero no la siente. Honestamen-
te, no la siente. Se lleva el brazo nuevamente
al rostro y lo enjuga secándose toda la cara.
Recuerda esa tarde. Habían almorzado
todos juntos, todo el partido reunido alre-
dedor de una larga mesa. Él, él con mayús-
cula, hablaba; ellos, minúsculos, escuchaban
en silencio, sin atreverse a tocar los cubiertos.
La comida se enfriaba. Era una prueba de
fuego. Más tarde Él jugó al golf y Atilio, el
fotógrafo del partido, inmortalizó el saludo
que ahora cuelga de la pared.
-No nos acompañan. Es el final del ciclo.
Le pediría disculpas, pero fue usted el que
mintió primero. Usted, con este saco. Con éste.
En un arrebato de furia se quita el traje, lo hace un bollo y lo lanza lejos contra el sillón, se rasga la camisa transpirada y la tira hacia el otro lado. Su pulso se acelera y tose. Vuelve a caer arrodillado al suelo, el piso tiembla.
El clavo cede. La tanza transparente se corta y estruendosamente cae el cuadro, con su marco de plata. Y el vidrio estalla. La fotografía comienza a doblarse sobre sí misma, como si hubiera estado conteniéndose por todo ese tiempo.
Aníbal mira la escena espantado. Una señal. Busca sus pantalones y una remera en un pequeño cajón revuelto. Mira la foto. Lee por última vez la firma. Se despide.
-Papá-dice por fin, y cierra la puerta de un portazo. La corriente sorprende a Sara que mira ano-nadada a su jefe, el hijo del padre, que camina decidido-. Adiós.
Afuera está caliente, pero se respira el placentero olor a pegamento ajeno. La campaña terminó.
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