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El monstruo en mí
Primera Edición: agosto 2012
Código: 978-540003863505-0004
Autor: José Ignacio Becerril Polo -Nachob-
Ilustración de portada: Tiboo (www.tiboo.es)
Prólogo: Juan Ángel Laguna Edroso
Maquetación y diseño: Kachi Edroso y Miguel Puente
Corrección de estilo: David Jasso y Juan Ángel Laguna Edroso
Edición: Saco de huesos
Paseo Fernando el Católico, 59. ED 5A
CP 50006 Zaragoza
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Monstruos y pronombres posesivos
¡He creado un monstruo! Este es el modo de empezar este prólogo, sin duda, pero la
frase ha de leerse con entusiasmo, no como si rondasen remordimientos o temores
por la cabeza de quien la ha escrito. Es más, si es posible, conviene añadir una risa
maníaca al final.
¡He creado un monstruo!, demonios, ¡he creado un monstruo! Porque, en cierto
modo, este libro que sostenéis entre vuestras manos es una creación mía. Indirecta,
pero mía.
Todo empezó con una calabaza y un relato. Sí, como si de una semilla
metafórica se tratase, la génesis de esta antología tenía que tener menos de 5000
palabras. No son pocas, pensará alguno... alguno que no sea Nachob, claro. Este es
el primer ingrediente secreto que ha hecho que este maquiavélico plan funcionara:
a Nachob le das una idea (ni siquiera hace falta que sea original; casi es mejor, de
hecho que no lo sea), apenas una chispa, y ya tienes un incendio. Pero no porque le
guste meter relleno en sus historias, sino porque estas son, en su mente, una
cadena en la que no paran de engarzarse eslabones: cada acción tiene sus
consecuencias, y estas pueden ser tan apasionantes como la idea primigenia; cada
personaje tiene un trasfondo, y cada trasfondo se imbrica con tantos otros. ¿Veis
cuántas combinaciones existen para crear un tapiz inextricable que se extiende
como una brea maligna?
Yo solo puse un tema. Y era muy genérico. Hablo, por si tenéis curiosidad, de
Calabazas en el Trastero: Tijeras.
Nachob puso varios miles de palabras más de la cuenta. Dio a luz Casa ocupada.
La primera versión doblaba ya el límite orientativo de la convocatoria, pero, aun
así, me preguntó si creía que podía entrar en la antología. Yo le dije que, si quería,
lo intentara, que ya decidirían los jueces, pero que sería mucho mejor que, en vez
de podarla, la dejara florecer y la convirtiera en una novela corta. Era una
proposición que no podría rechazar. No él. Y, obviamente, no la rechazo.
El resultado es, probablemente, la mejor historia de casas encantadas que haya
leído de un autor nacional. Es inquietante, siniestra, grotesca, excesiva y fascinante.
En sus habitaciones encontramos ternura, odio, asco, claustrofobia y, por supuesto,
terror. Las tijeras quedan sepultadas por una maldición primigenia y abisal
infinitamente más interesante que la idea de partida.
Como me encantan las novelas cortas, le sugerí que nos la mandara a Saco de
huesos para que, si mis socios estaban de acuerdo, la publicásemos en la línea A
sangre. Pero, por supuesto, las cosas no iban a ser tan sencillas. Nachob necesita dar
varios puntos de vista. Pedirle que presente una obra en solitario va en contra de
algo asentado profundamente en su interior (algo tentacular y viscoso que se
alimenta de los quebraderos de cabeza de quienes osan publicarle). Por ello
mentiría si dijera que me sorprendió cuando, meses después, me presentó la
versión “definitiva” de Casa ocupada acompañada de dos novelas cortas más: La
ciudad inhabitada y El hombre que soñaba con mariposas. No conocía ninguna de las
dos y me resultaron igualmente fascinantes. Quizás con la segunda tenía más
dudas en cuanto a temática, ya que bascula, poco a poco, hacia la ciencia ficción,
algo también muy propio del autor, pero me dije que, en efecto, creaban un buen
triángulo. Un libro con tres novelas cortas, además, resulta más sólido para
algunos lectores. Sin más, pasó al comité de lectura.
Y siguió mutando, y creciendo.
Pedro Escudero, el siguiente en leerlo, se mostró de inmediato entusiasmado y,
es innegable, contagiado del espíritu de Nachob. Quería publicarlo, sí, por
supuesto, pero también incluir una serie de relatos breves que ya conocía del autor
y que, según sus propias palabras, “permitirían al lector descubrir el auténtico
sabor Nachob”. Tenía miedo de que tres novelas cortas no mostrasen todos los
matices que es capaz de abordar este. De ahí viene la media docena de relatos que
articula las tres novelas cortas, que son buenas muestras del g énero fosco: historias
policíacas, de novela negra, de fantasía gore, de rituales arcanos, de melancólico
realismo... Un mosaico lleno de tonalidades de gris.
El monstruo seguía creciendo, ¡había alcanzado más de diez veces su tamaño
inicial recomendado!, y estaba dispuesto a meterse en mí.
Y yo, por supuesto, estaba encantado con la perspectiva.
He creado un monstruo. Antes era un tipo que soñaba con historias. Ahora hace
llorar a los lectores, les pone el corazón en un puño, les lía la cabeza con mundos
que no existen, les hace cuestionarse los cimientos del nuestro.
He creado un monstruo. Uno que cuenta historias. Y os aguarda al otro lado de
este prólogo.
Espero que lo disfrutéis tanto como nosotros.
Y, también, que la criatura tentacular que esconde en su interior me deje dormir
un par de días. O me invite a unas cervezas.
Juan Ángel Laguna Edroso
A Noe, Paula y Álvaro.
Vosotros sois mi felicidad
"Yo solo cuento historias:
la imaginación la tenéis que poner vosotros."
De sueños y monstruos
¿Cómo no supe verlo antes? ¿Cómo pude no darme cuenta? Los signos eran claros,
evidentes. Las señales estaban ahí mismo, ante mis ojos, mostrándome el camino,
desvelándome la terrible verdad. Cuánto se ha perdido por mi ceguera. Cuántos habrán
perecido por mi necedad. Qué espectros me atormentarán el resto de mis días por no haber
sido capaz de salvarlos de su cruel destino. No es, sin embargo, tiempo de lamentaciones ni
reproches. Cuando todo termine llegará el turno del arrepentimiento y la expiación, o tal
vez para entonces ya nada importe. Pero ahora, si no quiero que su número aumente, debo
actuar lo antes posible. No puedo permitirme un retraso más. No puedo flaquear, ni dudar
en estos momentos adversos. La decisión está tomada, y aunque hasta ahora me haya
negado a admitir la evidencia, no puedo seguir escondiéndome. Debo aceptar mi destino, y
cumplir mi sagrada tarea. Sin esperar ningún auxilio. Solo, en lucha abierta contra Él. Pero
el Señor me dará fuerzas. A su Gracia debo encomendarme. El tiempo del miedo y las
vacilaciones ha pasado. Aniquilaré a esa aberración de una vez por todas. Con la ayuda de
Dios, Nuestro Padre.
Cuando duerme parece tan inocente, tan indefenso. Su cara pierde toda tensión, y
el rictus de su boca que tanto le afea se relaja, dándole una apariencia cándida. Sus
músculos, siempre tan crispados por su dolencia, se aflojan por fin, y su
respiración se tranquiliza. Entonces regresan a mi mente imágenes casi olvidadas
de cuando era más pequeño, apenas un bebé, y me invade una gran ternura. En el
fondo sé que únicamente me tiene a mí y que, si yo faltara, estaría perdido. Nadie
se ocuparía de él, nadie lo protegería ni lo atendería como necesita. Nadie le daría
el cariño que solo una madre le puede dar. Nadie le curaría las heridas que se
produce al cerrar los puños con tanta fuerza, ni las llagas que le salen de pasar
tanto tiempo inmóvil. Nadie se preocuparía de peinarle ni arreglarle, ni de que
fuera correctamente vestido. Nadie lo llevaría de paseo a los lugares que le gustan,
ni le prepararía la fruta como prefiere. ¿Quién iba a soportar su cháchara incesante,
su parloteo difuso y sin sentido? ¿Quién le daría aunque solo fuera un tierno beso
que calmase su sueño lleno de pesadillas? No hay piedad en este mundo para los
que son como él. Únicamente me tiene a mí. Y, a veces, pienso que, en realidad, yo
también solo le tengo a él. Después de tantos años, no me queda nadie más. Ni
siquiera aquel cobarde que firma los cheques con los que subsistimos malamente
mes tras mes. Amigos y familiares han ido desapareciendo poco a poco,
amparándose hipócritas en banales excusas para que sus conciencias no se vieran
perturbadas. Mejor, porque así no he de soportar sus miradas de lástima, ni sus
gestos de compasión beatona. ¡Qué sabrán ellos del amor y del sacrificio! ¡Qué
sabrán de la devoción sin límites de una madre, de la abnegada entrega que
supone cuidar a un hijo, el fruto de tus propias entrañas! Aceptándole tal como es.
Sin juzgarlo. Aunque sea diferente. Aunque sea como él. No lo saben.
Probablemente ni siquiera les importa. Prefieren mirar para otro lado. Cuchichear
a nuestras espaldas cuando nos cruzamos por la calle o coincidimos en misa. En el
fondo sé que suspiran aliviados y agradecidos de no haber sido ellos los
maldecidos por la desgracia, y que se deleitan imaginando morbosamente cómo
puede ser nuestra existencia diaria. Puede que se atrevan incluso a pensar que algo
de culpa tendremos en nuestra desdicha. Chismosos y mezquinos. Miserables.
Mejor lejos de ellos. Mejor solos.
Siempre he sabido que el mundo es un lugar hostil y difícil, lleno de trampas y peligros. Y
lo peor es la gente que lo habita. Hombres y mujeres de oscuros sentimientos y peores ideas,
que ocultan tras sus cínicas sonrisas sus perversas intenciones. Siempre he sabido leer en
sus ojos lo que sus rostros ocultan, lo que sus bocas no dicen. He aprendido a ver su interior
lleno de odio, de cobardía, de egoísmo y vicio. Sé distinguir el pecado que pudre sus
entrañas.
Por eso he preferido mantenerme alejado de ellos, viviendo a mi manera, centrado en mis
pensamientos y en mis rutinas. He creado un muro a mi alrededor que deja al resto de la
humanidad fuera, salvo en lo más imprescindible. Sin embargo, no puedo por menos que
admitir que también existe en él el afecto, la ternura, la dulzura de una caricia. He tenido la
inmensa fortuna de poder disfrutar de ellos. Por eso no puedo permitir que el monstruo que
he descubierto vague libre por la tierra, destruyendo lo poco de digno y hermoso que hay en
ella. Debo, por tanto, salir de mi encierro, de mi cómodo destierro voluntario y enfrentarme
a él. Debo impedir que cometa más atrocidades.
Recuerdo cómo lo descubrí, mientras observaba por la ventana de mi habitación las calles
repletas de gente. Me gusta perder el tiempo ahí quieto, mirándoles. Me entretiene verlos
pulular como un rebaño, tropezando unos con otros en sus viles afanes. Y, de repente, lo vi.
Allí estaba Él, disimulado entre la multitud, como si fuera uno más. Sin que las personas
que lo rodeaban fueran capaces de reconocer su mirada de serpiente, su actitud de
depredador en busca de nuevas capturas. He de admitir que su disfraz era audaz e incluso
brillante para alguien con menos sensibilidad e intuición que la mía. De hecho, me
resultaba vagamente familiar, lo que demuestra sin duda que no era la primera vez que me
cruzaba con Él. Puede que hasta entonces hubiera sido objeto de su vil engaño tanto como
los demás. Por un momento llegó a girar su rostro hacia el lugar desde donde le vigilaba y
puede notar sus perversos ojos de bestia clavados en mí, atravesándome. Experimenté con
toda su intensidad el peso de la maldad que escondía su interior, y no pude por menos que
asustarme y retirarme inquieto de su campo de visión. Sentí como un escalofrío me recorría
de pies a cabeza. Cuando recuperé la calma y me atreví de nuevo a asomarme, comprobé con
horror que se movía en dirección a mi casa. Temí que hubiera descubierto que su pérfida
identidad había sido desenmascarada y que se acercara con intención de eliminar a tan
inoportuno e insospechado testigo, pero luego comprendí que simplemente estaba siguiendo
a una nueva y desventurada presa hasta mi propio portal. Supe entonces que Dios me había
dado la clarividencia suficiente para identificarlo con un motivo, con una misión. Aquel ser
inmundo iba a cometer su siguiente crimen en mi propio edificio, en mi entorno más
cercano, y yo era el único que lo podía evitar. Y para ello necesitaba Fe, y mucho valor. Pero
ese es el destino de los elegidos. De los mártires. Inmolarse por el bien de los demás. Por la
bendita voluntad de nuestro Señor. Esta noche el Maligno va en busca de sangre inocente,
y yo soy el escogido para impedírselo. La última esperanza de los Justos.
Entorno la puerta con cuidado para no despertarlo. No quiero cerrarla. Así podré
oírle si me llama. Hace calor esta noche. He dejado las ventanas abiertas para que
entre algo de aire. Aun así, me va a costar conciliar el sueño. Estoy inquieta, tengo
malos presagios. Hay algo extraño en el ambiente. Algo siniestro. Antes he tenido
la sensación de que me observaban, incluso me ha parecido que alguien me había
seguido hasta el portal. Hay vecinos muy raros en este edificio. Bah, deben de ser
aprensiones mías, de vieja chocha y cansada. Estoy demasiado nerviosa
últimamente. Me dirijo a la cocina a prepararme algo caliente que me reconforte.
Esta mañana he salido a comprar un poco de comida, pero este mes he tenido que
pagar la reparación de la caldera y apenas he podido traer lo más básico. Tendré
que tragarme mi orgullo y llamar al cobarde para pedirle que nos pase algo más de
dinero. Cada día todo está más caro, y apenas podemos con los gastos. Es lo que
peor llevo. Peor que cuando a mi pequeño le dan ataques, o la soledad de no poder
hablar casi con nadie. Peor que este maldito lumbago que me está matando. Los
años no pasan en balde. Y esta casa, tan húmeda y tan sombría. Tan antigua y
destartalada. Como yo. Ya no soy la que era antes. Pero no pensemos en cosas
tristes. No quiero deprimirme y que me entre de nuevo la angustia y las ganas de
llorar. Entonces sí que no seré capaz de pegar un ojo, y mañana por la mañana
tenemos que ir al ambulatorio, a buscar recetas. Tanta medicación, y parece que no
hace nada. Luego, cuando les preguntas a los doctores, todo son excusas y titubeos.
Y otros dos meses para que te den cita de nuevo. Lástima de pobreza. Siempre
dependiendo de todos y de todo. Resignación, me repite el padre Damián. Tanto
rezar, tanto confiar en Dios, y al final solo te queda eso: la resignación. Asco de
vida.
¿Qué ruido es ese? Suena como si hubiera alguien en la entrada. Seguramente
será un gato que se habrá colado, pero será mejor que mire. No sé, me está
entrando miedo. ¡Maldita soledad, te hace comportarte como una vieja chocha!
Pero… ¿quién?... ¡Dios mío! Hay alguien ahí, plantado en mitad del pasillo, en la
oscuridad, una silueta negra recortándose en las tinieblas. Parece enorme. Escucho
su respiración entrecortada y burbujeante. Busco a tientas el interruptor de la luz
con la postrera esperanza de que se desvanezca con la claridad como si fuera un
fantasma, pero cuando por fin la lámpara se enciende comprendo que estoy
perdida. Sus ojos. ¡Sus ojos! Son los de una fiera, los de un loco. Y cuando percibo
la forma en que sonríe y cómo la saliva le resbala por las comisuras de los labios, sé
que ya apenas me queda retrasar lo inevitable escapando hacia el fondo de la casa.
Quizás si logro refugiarme en el cuarto de baño y encerrarme, alguien escuche los
gritos y acuda en mi ayuda antes de que consiga derribar la puerta. O tal vez se
limiten a poner más alto el volumen del televisor. Por ahora, mi garganta seca
apenas es capaz de emitir un lánguido gemido antes de empezar a correr.
Acabo de pillarlo escabulléndose por ahí. Es mi oportunidad. Sé que si no actúo de
inmediato alguien lo pagará. Lo sigo con sigilo y enseguida me topo con Él. Está de espaldas
a mí, probablemente acechando a su próxima e incauta víctima. Siempre eligen a los más
débiles, a los más necesitados. Busco a mi alrededor algo con lo que hacerle frente, y
encuentro en un paragüero un bastón de paseo que aferro con todas mis fuerzas. Siento
cómo las piernas me tiemblan y las palmas me sudan. Su presencia hace que todo tenga un
aspecto irreal, tenebroso, malévolo. En la penumbra no puedo evitar tropezar con algo que
cae al suelo armando un buen estropicio. Esto me delata y la bestia se vuelve lentamente y
me encara. La luz se ha encendido y puedo observarla en toda su repugnante apariencia. Me
quedo inmóvil, aterrorizado. La visión es pavorosa. Ha dejado atrás su envoltura humana, y
ya se muestra sin ambages como lo que es, una alimaña del inframundo. Me observa
desdeñoso y una sonrisa irónica asoma en su espantoso rostro. Luego se gira de nuevo y me
ignora. No me considera rival para Él. Entonces experimento una nueva revelación, que me
corrobora que ciertamente soy un enviado de las Alturas. En mi interior surge con diáfana
nitidez una escalofriante certeza. Únicamente precisa una muerte más para completar el
ciclo de su inmunda resurrección. Solo debe devorar un alma más y su poder será
imparable. Y está tan cerca de ello que nada más le importa. Comprendo que he de reunir
todo mi coraje para impedírselo antes de que sea demasiado tarde. No debo detenerme ante
nada. Por el bien de ese desgraciado y por el de toda la Humanidad.
Pero cuando lo veo saltar como si fuera un lobo hacia delante, probablemente dispuesto a
dar cuenta de su última víctima, me atenaza el temor a no haber llegado a tiempo, y que no
quede esperanza. Grito de desesperación y me lanzó tras Él. Es ahora o nunca. No importa
si yo vivo o muero. Debo pararlo como sea antes de que mate a su inocente presa...
No he podido alcanzar el baño. Ha caído sobre mí y apenas puedo defenderme
de sus golpes, de sus mordiscos, de sus manos que me arañan con furia. ¿Es que
nadie va a ayudarme? Es inútil, estoy sola, como siempre. Sola con él, a su merced.
Noto sus dedos hundirse en mis ojos y, aunque quiero gritar, no puedo, porque ya
no tengo boca, ni nariz, ni pómulos. Mi pecho estalla en un mar de sangre, y siento
que la consciencia me abandona. Mi último pensamiento es para mi pequeño. ¿Qué
será de ti, mi amor? ¿Qué será de ti sin mí? ¿Quién se ocupara de ti, quién podrá
comprenderte? ¿Quién lo entenderá? Mi pequeño. Mi dulce e indefenso pequeño.
Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fuentefría
Historia Clínica 0345/11
13 de agosto de 2011
Paciente de 38 años, ingresa por orden judicial en plena crisis aguda de
esquizofrenia paranoide, con delirios mesiánicos. Al parecer, durante el brote ha
acabado con la vida de su propia madre. Ordeno su inmovilización mecánica y le
pauto la medicación señalada al margen, destinándolo a observación en la Unidad
de Agudos.
28 de agosto de 2011
Tras la administración del tratamiento los síntomas han remitido. Permanece
estable y orientado, con pensamiento coherente y sin problemas de adaptación. Le
doy de alta de la Unidad de Agudos con destino al Pabellón Uno.
5 de septiembre de 2011
El paciente no para de preguntar insistentemente por su madre. Quiere saber
por qué no viene a visitarlo. Obviamente, no recuerda nada. Le he citado para esta
misma tarde. Lo veré junto con el psicólogo. Creo que es hora de que sepa la
verdad.
7 de septiembre de 2011
He tenido que ingresarlo de nuevo en la Unidad de Agudos. Lleva dos días sin
parar de chillar. Ninguno de los calmantes que le hemos suministrado hasta ahora
ha resultado eficaz. Queda poco margen para un aumento de las dosis.
El Director-Gerente del Centro me ha pedido que haga algo, dado que su estado
está perturbando gravemente al resto de internados. ¿Cómo explicarle que sus
gritos no obedecen a ninguna patología clínica que pueda ser tratada con
fármacos?
Le doy de alta en el Protocolo de Prevención de Suicidios.
Y qué mayor locura que la de amar...
FIN
Nota del autor: En un primer momento pensé rematar el relato con la frase de los
grabados de Goya “El sueño de la Razón produce monstruos”. Luego decidí
cambiar la frase por la que consta ahora. Sin embargo, no quiero dejar de hacer y
compartir una reflexión que me surgió a raíz de este relato, y que es también el
origen de su título. Si el sueño de la razón produce monstruos, ¿qué es lo que
produce el sueño del corazón? ¿En qué nos convertimos cuando desterramos de
nuestra vida la compasión, la bondad, la humanidad más esencial...?
Tumbas en la ciudad
«El aire olía a tumba abierta y a heridas podridas (bien, bien, me gusta esta frase). Los
cuerpos yacían aquí y allá, en extrañas posturas, como si alguien los hubiera
dejado caer como muñecos rotos. Inmóviles y marchitos, esqueletos postrados
entre moscas y harapos, sus cráneos pelados reflejaban la escasa luz de un sol
macilento que se retiraba también del mundo de los vivos. Nada se movía en aquel
cementerio de carne caduca y huesos pelados.
¿Qué fue lo que les hizo despertar? ¿Qué extraña maldición se cernió sobre
aquel olvidado lugar para que sus pechos inertes exhalaran de nuevo un hálito de
polvo y cenizas? Tal vez el recuerdo de una maldición ancestral, tal vez el simple
roce de unas alas invisibles. Es difícil de saber. Lo único cierto es que de sus
putrefactas vísceras algo parecido a la vida, pero que no lo era, sino apenas una
pantomima cruel y desvaída de ella, surgió de nuevo. Sus agujereados cerebros,
sin recuerdos ni afanes, sin memoria ni esperanza, ordenaron de nuevo a sus
músculos atrofiados que se contrajeran, y casi al unísono sus cuerpos se alzaron
con un afán inusitado y desconocido. Los gusanos tendrían que esperar un poco
más para continuar el festín en sus entrañas.
¿Y qué les atraía tanto como para renunciar al descanso eterno y al abandono de
las miserias de este mundo? Semejaban una manada de grotescas alima ñas
arremolinándose con paso vacilante alrededor del objeto de sus deseos. Elevaron
sus manos secas y avanzaron emitiendo sonidos guturales y amorfos que
remedaban los días en que de sus gargantas podían salir palabras y frases (y puede
que incluso versos y canciones). Nada quedaba de aquellos tiempos pasados. Solo
sombras. Solo patéticas parodias de lo que una vez fueron seres humanos. Solo
ajados y descompuestos cadáveres que se resistían a aceptar su sino.
Frente a ellos, evocando cruelmente con su juventud y lozanía lo que ellos no
eran, una distraída muchacha de dorados cabellos leía viejos poemas mucho más
antiguos incluso que sus mohosos acosadores. Ella poseía la clave de su despertar,
de ese imprevisto renacer de carne yerma. Era como una luz que los atraía como
insectos; como una fuente de agua helada que hubiese brotado en el más abrasador
de los desiertos. Ya casi sus dedos descarnados llegaban a tocarla cuando
repentinamente se giró y los contempló aterrada. La visión de aquellos deformes
engendros le provocó un chillido histérico. Se llevó la mano al pecho y tras
recuperar el aliento por fin pudo exclamar:
—¡Dios, qué susto me habéis dado! ¿Qué hacéis aquí? Ya os he dicho que hasta
las nueve en punto no pienso daros el mando de la televisión. Y todavía faltan diez
minutos, así que volved a vuestros asientos y esperad un poco más. Tanta tele os
esta volviendo lelos. ¡Qué pesadez de viejos, por favor!
Y así, los ancianos internados en la residencia Nuevo Amanecer se dieron media
vuelta y regresaron a sus ajados sillones, contrariados y huraños, refunfuñando
contra la nueva enfermera del turno de tarde que les hac ía cumplir tan a rajatabla
las normas. Y eso que ese día se estrenaba La ruleta de la desgracia, el nuevo
programa estrella del canal Pamplino.
¡Sería cafre la tía...!»
Releyó el texto un par de veces. Todavía tenía que pulirlo, pero no había quedado
mal. No sería recordado por ese relato, pero cumpliría el encargo. Pasó el corrector
ortográfico y cambió algunas palabras. En otro momento que se sintiese con más
ánimo revisaría los malditos acentos. Cómo los odiaba. Repasó la pantalla y se
echó hacia atrás. Experimentó de nuevo esa desagradable sensación en el estómago
que lo acompañaba últimamente. Cogió el ratón y volvió a comprobar el correo
por quincuagésima vez. Abrió el mensaje de Marta:
«Me alegro de que por fin hayas aceptado que nos veamos en persona. Tengo
mucha curiosidad por conocerte y ver cómo eres físicamente, después de tanto
tiempo compartiendo ilusiones y fantasías por la red. Nos vemos en dos horas. Un
besín muy fuerte.»
Lo cerró y se levantó a estirar las piernas. Tras dar unos pasos indecisos se
detuvo acariciándose la barriga. Estaba claro que tenía sobrepeso, pero se resistía a
admitirlo y menos a tomar medidas. Como mucho, estaba pensando en adquirir
por catálogo uno de esos aparatos de gimnasia por electroestimulación que veía
anunciados en la tele. Aunque ahora, solo de pensarlo, le había entrado hambre.
Salió de la habitación y volvió con un sándwich de la nevera. Se sentó en su silla
anatómica y volvió a abrir el mensaje de Marta. Luego lo cerró y regreso al
procesador de textos donde escribió.
«Noticia de última hora. Una horda de zombis asesinos devoradores de cerebros
asalta la Convención Republicana y mueren todos de inanición.»
Se rió satisfecho de la idea. «Lo tengo que anotar y, si no se le ha ocurrido a
nadie antes, lo apunto como mío». Naturalmente tendría que corregirlo un
poquito, y la verdad es que quedaba un poco americanada (maldita influencia
yanqui), pero no le venía a la cabeza en esos momentos un símil parecido en
España que quedase tan bien. ¿La Conferencia Episcopal? ¿Un congreso de
feministas, o de algún partido político? ¿La casa de Gran Hermano? Bueno, ya lo
pensaría. Sonrió feliz con su chistecito y suspiró estentóreamente. Seguía
intranquilo. No podía evitarlo. Consultó la hora. Marta ya debía de estar en el
lugar de la cita. Suspiró y empezó a teclear de nuevo.
«La enfermera se quitó las zapatillas. A pesar de que se vendían como el no va más
de la comodidad, no lograban que no acabase con los pies destrozados después de
ocho horas de pie persiguiendo a aquellos endiablados octogenarios. Menudo
susto le habían dado esa noche. Pero por fin la jornada había acabado y volvía a
casa. A esas horas el autobús estaba medio vacío, y recorría las calles desiertas de
la capital como un féretro camino del cementerio.
En el fondo le daban pena. Allí encerrados, abandonados por sus familias,
dormitando en sus sillones sin nada más que hacer que aguardar su fin y sin más
ilusión que ver la televisión o mirar por la ventana. Deteriorándose cada día un
poquito más, pensando cada vez menos, dejándose llevar por la rutina, la desidia y
la apatía. Esperando la muerte, como si incluso esta se hubiese olvidado de ellos.
Vivos murientes. Sí, eso es lo que eran: vivos murientes.
Pero ella tenía sus propios problemas. Apenas le llegaba el sueldo para final de
mes y ahora, encima, tenía que hacer frente a la ortodoncia de la niña. Y, para
rematarlo, el pelanas de su marido le había pedido el divorcio. Tenía una querida.
Una niñata tan imbécil como lo era ella a su edad que había sucumbido como ella
hizo a sus melosas insinuaciones. En el fondo iba a ser una liberación, porque ese
inútil apenas le ayudaba en nada. Reflexionó que, pensándolo bien, si él se
marchaba, podría traer a sus padres a vivir a casa. Estaba harta de viajar de arriba
abajo para cuidarlos y, además, cada día estaban más chochos. Si al menos la
enfermedad no les hiciera ser tan ariscos. Odiaba sus gritos.
La enfermera echó un vistazo a su alrededor, escrutando al resto de ocupantes
del vehículo. Un agotado cuarentón con pinta de oficinista dormitaba en la parte
de atrás con la corbata desabrochada, una desgastada cartera en la mano y un
hilillo de baba colgando de su boca entreabierta. Dos asientos más allá, una mujer
mayor de imposible pelo rojo y remendado vestido trasnochado, musitaba y
hablaba sola en voz baja mientras se aferraba con fuerza a media docena bolsas de
plástico repletas de latas y papeles. Por último, en la parte de delante, un
muchacho de mirada bovina, con los pantalones casi por las rodillas, gorra con
visera y cargado de abalorios y chapas, se movía repetitivamente al ritmo de una
música que atronaba en los auriculares de sus orejas tanto que podía escucharse
con claridad desde donde ella estaba. Por un momento se sintió mal, perturbada.
Notó un ataque de ansiedad de origen desconocido trepando por el pecho. Se
agarró las manos tan fuerte que las uñas se quedaron marcadas en su piel. Trató de
sosegarse, inspirando hondo. No sabía por qué, pero de repente tenía miedo,
mucho miedo. A algo intangible, pero aterrador. No una amenaza inmediata y
peligrosa, sino algo más sutil, como un mal sueño revivido, una presencia que la
angustiaba impidiéndole respirar.
Cuando el autobús paró y un nuevo viajero subió, la enfermera empezó a llorar.
Una joven de color vestida con una estridente minifalda y una gabardina corta se
sentó enfrente de ella. Tenía un ojo morado y un brazo vendado, y sus ojos
reflejaban desesperanza y rabia. Al mirarla comprendió qué era lo que la asustaba
tanto, lo que le daba tanto pánico que apenas podía refrenar las ansias de gritar y
gritar hasta romperse la garganta.
No era al dolor o la enfermedad. No era al vacío de la muerte, de la no
existencia. Lo que le provocaba tan insoportable pavor, era... la propia vida.»
«Vivos murientes. Gente que está viva pero que se comporta como si ya estuvieran
muertos», rumió mientras abandonaba de nuevo su asiento frente al ordenador y
se dirigía a la ventana. En el trayecto comprobó que tenía tres llamadas perdidas
en el móvil y un nuevo mensaje. No lo leyó.
Contempló la calle a sus pies. Las farolas se acababan de encender y daban un
aspecto irreal y onírico a la calzada, como un desvaído y tétrico pasaje cercado por
los enormes edificios llenos de ventanas pulcramente ordenadas. Gracias a la luz
que emanaba o no de cada una de ellas podía saber quiénes se encontraban en esos
instantes en sus domicilios. Incluso si se fijaba, podía apreciar las figuras
difuminadas en sus habitaciones, viendo la televisión, cocinando, leyendo.
Algunos incluso hablando, aunque en múltiples casos no podía discernir bien si
solos o con alguien. Muchos, con el adusto y pálido rostro iluminado por la
pantalla de sus ordenadores. El corazón empezó a latirle fuertemente, y sintió que
el vientre se le ahuecaba dolorosamente. Como el personaje de su relato, también
experimentó una agria congoja apoderándose gradualmente de él. Paseó su mirada
por el macilento paisaje que se abría ante sus ojos, buscando algo que lo distrajera
de tan desagradable sensación.
A su izquierda distinguió a través de un enorme ventanal cómo un grupo de
ancianos era recriminado por una mujer vestida de uniforme blanco que sostenía
una especie de artefacto negro en la mano. Sin previo aviso, los viejos se levantaron
con una agilidad insospechada y, tras rodearla, empezaron a golpearla
irracionalmente. Se quedó paralizado, observando a aquellos despojos humanos,
en apariencia impedidos y achacosos, mientras dejaban escapar su locura homicida
y apaleaban con una brutalidad insospechada a la pobre cuidadora, que apenas
podía defenderse de su acoso. Observó sobrecogido cómo llegaban a arrojarla al
suelo y a lanzarse sobre ella dispuestos a devorarla como una jauría de animales
salvajes. Apartó asqueado la vista, huyendo de lo que no podía ser sino una
siniestra alucinación, cuando reparó en uno de ellos que, empapado en restos de
color carmesí, se levantaba ufano portando lo que parecía una extremidad
seccionada a mordiscos.
Se resistió a admitir lo que sus ojos veían, y posó ahora su atención en un
autobús que atravesaba la avenida donde estaba su edificio. A través de los
cristales del mismo distinguió a otra joven enfermera que viajaba apaciblemente en
su interior. Nada anormal, salvo que, de igual modo, de improviso, el resto de los
viajeros se incorporaron y la atacaron con similar ferocidad. La estamparon
violentamente contra el piso y allí la masacraron hasta quedar cubiertos de su
sangre. En su delirio, llegó a vislumbrar cómo sus ávidas bocas masticaban trozos
de carne arrancados a su víctima.
Sufrió una arcada y se agachó sujetándose el vientre, a punto de vomitar.
Cuando se recuperó, sudoroso y medio asfixiado, el autobús ya se había alejado y
el ventanal de la residencia de ancianos estaba cerrado por unas tupidas cortinas
que no dejaban ver el interior.
Decidió que la imaginación le había jugado una mala pasada, y que tanto
escribir sobre el tema le había afectado hasta el punto de hacerle desvariar. Sí, eso
debía ser, combinado con la pésima alimentación que últimamente llevaba, e
incluso con el propio sentimiento de culpabilidad que lo atenazaba por no haber
acudido a la cita con Marta. Miró de nuevo los grandes bloques que tenía a su
alrededor. Y retrocedió espantado. En cada abertura, en cada agujero que se abría
en sus fachadas, percibió la hierática silueta de una persona que de pie frente a ella
parecía observarlo desde la lejanía, como un reflejo multiplicado de sí mismo.
Comprendió. Dentro de cada uno de aquellos lúgubres cubículos, miles,
millones de cuerpos vacíos vegetaban día tras día. Incontables hombres y mujeres
agonizaban lenta e inexorablemente, encerrados entre sus muros, aislados, solos,
yermos. Algunos puede que en lo más profundo de sus entrañas incluso lo
intuyeran, pero eran incapaces de hacer nada. Ninguno se rebelaba de su infausto
destino de solitarios cadáveres en lánguida descomposición. Pero él no se
engañaba. Sabía que la ciudad estaba compuesta por un mar de sombríos nichos
donde sus habitantes se pudrían sin querer darse cuenta, huyendo de la realidad,
encerrándose voluntariamente en aquellos panteones para evitar asumir riesgos,
tomar decisiones, afrontar responsabilidades. Porque la vida no basta con tenerla:
hay que estrujarla, sacarle todo su jugo, disfrutarla hasta sus últimas
consecuencias. Si no, no es auténtica vida. Es solo vida muriente.
Eso lo sabía bien. Después de seis años sin ser capaz de abandonar ni un mísero
instante la claustrofóbica protección de las cuatro paredes del piso que compartía
con sus padres, sabía muy bien en qué se había convertido.
FIN
No habrá descanso en la muerte
Esto es lo malo en todo lo que sucede bajo el sol:
como es igual la suerte de todos,
el corazón de los hombres se llena de maldad,
la locura está dentro de ellos mientras viven,
y después, acaba entre los muertos.
ECLESIASTÉS 9:3
—Aida Wedo, Santa Madona de las dos Serpientes, intercede ante Eshu y el
olvidado Dambala Shango, y concede el poder a tu siervo para cumplir su indigna
voluntad.
El bokor bajó las manos y observó a la señora. No había ningún rastro de
emoción en su rostro. Su mirada permanecía vacía, perdida en el infinito. Parecía
ajena al ritual, a sus rezos e invocaciones, a los manejos de sus ayudantes, como si
todo aquello perteneciera a otro mundo, muy lejos de donde ella se encontraba en
ese momento. Escupió al suelo y volvió a centrarse en su labor. Quedaba mucho
por hacer...
Era una extraña ciudad. Llena de contrastes y peligros, pero también de oportunidades. Tal
vez allí conseguirían empezar una nueva vida, lejos del hambre, de la miseria, de la
enfermedad. Lejos de noches frías acurrucadas en la oscuridad tratando de evitar ser
descubiertas. Lejos de hombres sin conciencia ni escrúpulos que solo buscaban el placer y el
dinero. Hombres a los que provocar dolor les hacía reír como niños traviesos.
Por eso habían huido a allí. Para tener un nuevo comienzo. Aunque para ello tuviera que
haber hecho sacrificios inimaginables y renunciar a su propia alma. Aunque su cuerpo
estuviese ya tan marcado que ni lo sentía suyo. Cualquier cosa por la pequeña y dulce
María.
Y ahora ella jugaba en la calle donde se encontraba ese nuevo hogar, amontonando
piedras con las que construirse una casita bajo la atenta mirada de su madre, que sonreía
viendo su pelo negro ondear por la suave brisa llena de olores a flores y esperanza.
Se llenó la boca con un trago de ron y lo expulsó en una nube de gotas sobre el
cuerpo. El aire estaba impregnado de un acre olor a carne putrefacta que se
mezclaba con el humo de las teas empapadas en pez. Empezó a coser las heridas, a
suturar las tripas abiertas, las vísceras desparramadas, la piel cortada. Recompuso
como pudo aquel desastre. El Loa exigía que el receptáculo mantuviera al menos
una cierta apariencia humana. Aunque pareciera una muñeca rota, un destrozado
maniquí. El envase tenía que ser recompuesto para que el espíritu pudiera ser
invocado y no lo rechazara. Lo reclamaría siguiendo la antigua e infame liturgia
que heredó de sus maestros, para luego convencerlo de que volviera a ocupar el
aposento orgánico donde había habitado. Más tarde, cuando quisiera escapar de
allí al comprender que se trataba de un lugar execrable, este ya estaría sellado y ya
sería demasiado tarde para poder salir, por lo que permanecería prisionero en su
propio y reseco cadáver. El viejo hechicero no podía imaginarse un destino más
atroz. Únicamente la locura y la desesperación podría empujar a alguien a desear
algo así para otro ser. Por mucho que este significara para él.
Ella era la luz de su vida, la alegría de su corazón. Todo lo había hecho y sufrido por ella,
por sus ojos de miel, su larga melena azabache y su sonrisa ingenua. Desde que la dio a luz
hacía poco más de cuatro años, el infierno que hasta entonces había sido su miserable vida
cobró sentido en aquel pedacito de carne rosada que palpitaba entre sus brazos. Tuvo por fin
un motivo por el que luchar, por el que seguir adelante, por el que renunciar al alcohol y la
desdicha. Aunque la pobreza y la lujuria del padre no se lo puso fácil. Pero nunca es
problema el obstáculo si tras él brilla el sol.
Y ahora, sirviendo en una bonita mansión de amos rubios de ojos azules, venidos del otro
lado del océano, rodeada de bellos jardines y enormes perros que siempre estaban
correteando, por fin había encontrado un lugar de paz para las dos. Lo más parecido a un
hogar que jamás habían tenido, y casi ni soñado.
Ordenó que acercaran un pequeño chivo. Sus dos ayudantes se lo llevaron y lo
sujetaron mientras él retomaba de nuevo el ritual. Gritó y cantó las ancestrales
canciones que lo componían, mientras agitaba con una mano el cuchillo ceremonial
y con la otra el sonajero de semillas que despertaría lo dormido. La habitación
estaba inundada de sangre. Ya habían sacrificado siete animales, y todavía
inmolarían muchos más. Necesitaban rellenar con el viscoso líquido de nuevo el
cuerpo, de modo que sustituyera a la ya vertida. Incluso para él la fetidez era
demasiado nauseabunda, pero no interrumpiría el rito. Lo había pactado y sellado
con un juramento. El corazón muerto de la mujer nunca se lo permitiría. Maldijo el
día en que la conoció y aceptó su maldito dinero. De un tajo segó el cuello del
animal y más sangre se unió a la que los cubría como una segunda piel. Los
lastimosos balidos del moribundo cabritillo se unieron a las moscas y a su voz
gutural en el conjuro maligno.
Don Miguel conducía su nuevo coche a toda velocidad por la carretera de la costa. Había
estado esperando ese momento desde que lo compró por catálogo meses atrás, cautivado por
la fotografía de brillantes colores que lo mostraba junto a una belleza de larga cabellera
dorada. Era lo que siempre había deseado. Y ahora era suyo y quería mostrárselo a todo el
mundo. Se paseaba ufano con él, tratando de que todos le vieran y supieran quién era el
auténtico dueño y señor de aquellas tierras. Disfrutaba sintiendo cómo las miradas se
posaban sobre él y su vehículo. Miradas de envidia. Seguro que quien más enfermaría de
celos sería su eterno rival, el vizconde. Por eso estaba deseando enseñárselo. Aceleró aún
más, deseoso de llegar al Club y poder lucirlo ante todos aquellos fatuos y presuntuosos.
Mientras tanto, sonreía y apretaba el pedal con ansia. Tras de sí dejaba un rastro de negras
nubes y olor a gasolina que se elevaban como espectros que huyesen de los malos presagios.
Él apenas percibió una sombra fugaz y un sonido seco, como de una rama al troncharse
por el peso de sus hojas. Fue al escuchar el grito cuando se enteró de que algo había pasado.
Ahora necesitaba a la mujer. Era su inquebrantable deseo y su férrea resolución la
que obraría el milagro. Su firme voluntad la que convencería al dios de devolver
vida adonde ya solo quedaban huesos y restos podridos. La sujetó de las manos
con fuerza y la apremió para que repitiera sus palabras. Ella salió en ese momento
de su ensimismamiento anterior y se prestó con ferocidad a seguirlo en sus
manejos. Cantó con él, blasfemó e increpó a lo más sagrado y poderoso, decidida
hasta la demencia. Luego, cuando así se lo indicó, dirigió el cuchillo que llevaba en
las manos hacia sus propias muñecas y las abrió como frutas maduras. De recientes
cicatrices aún supurantes surgió de nuevo la savia que transmitiría su aliento a la
abominación que yacía a sus pies. Sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas. El
cielo era negro como el estómago del diablo.
Paró el deportivo y miró hacia atrás. Una mujer corría desesperada y gritando hacia un
pequeño bulto que yacía en el suelo, inmóvil. Comprendió. Se bajó del coche, pero no para
dirigirse adonde, desolada, la madre abrazaba el doliente cuerpo de su hija moribunda, sino
al parachoques del mismo. Lo examinó disgustado. Tenía una pequeña abolladura de la que
resbalaban algunos hilillos oscuros y viscosos. Los limpió contrariado. Siempre tenía que
pasar algo que fastidiara sus planes. Qué mala suerte tenía. Al girarse se encontró con el
rostro angustiado de la mujer. Sostenía en brazos a la niña, que temblaba agónica y gemía
débilmente. Su expresión en esos momentos no era de odio ni de resentimiento. Angustiada,
le pedía entre sollozos que la llevara con su hija al hospital. Con una mano trémula lo
agarro de la solapa y con voz quebrada suplicó que las trasladara donde un médico pudiera
salvar a la chiquilla. Se lo rogó mientras su ropa se empapaba de sangre y lágrimas.
La apartó asqueado. No tenía nada mejor que hacer que manchar su nuevo automóvil
con las vísceras de aquella indígena. Argumentó que tenía prisa, pues lo estaban esperando
unos amigos, y, haciendo caso omiso a sus amargas imprecaciones y lamentos, partió lo más
rápido posible para librarse de aquella desgraciada, no sin antes dejar tras de sí un rastro de
billetes que estimó suficientes para compensar el desafortunado incidente. Cuando llegó al
club, la cara que el infeliz de su rival puso al ver su flamante y reciente adquisición le hizo
olvidarlo todo, como una anécdota que ni siquiera llegó a ser contada en la cena a la que
acudió después.
No vio cómo, mientras su coche abandonaba aquel lugar donde el destino se había
llevado a un ser inocente a su cielo de ángeles, una madre levantaba el puño y maldecía al
asesino de su hija con mil horribles muertes.
Cuando don Miguel abrió los ojos percibió la oscuridad como una tela de araña
que se disolvía ante él. Se sentía vacío, yermo. Tenía el cuerpo entumecido, rígido,
atenazado con un frío que le calaba hasta los huesos. Trató de moverse pero solo
consiguió que intensas punzadas de dolor le recorrieran de arriba abajo todos sus
músculos. Nunca había experimentado sensaciones tan angustiosas y afligidas.
Como si le royesen el alma. Se notaba indefenso y abandonado, prisionero en una
infame pesadilla de horror y desgracia. No recordaba dónde estaba, ni cómo había
llegado hasta allí. Lo último que recordaba era que estaba acostado en su cama,
convaleciente de una extraña enfermedad que los médicos no sabían diagnosticar
y, menos, remediar. Desesperado miró a su alrededor en busca de alguna
explicación de su deplorable estado, y fue entonces cuando distinguió en la
penumbra a aquel repulsivo anciano con la cara pintada, delgado como un
esqueleto, y a aquella mujer que con ojos enloquecidos lo contemplaba exaltada. Le
era vagamente familiar, aunque no conseguía aclarar su mente lo suficiente como
para recordar quién era y dónde la había visto antes. La vio aproximarse hacia él
enarbolando un oxidado cuchillo. Aterrorizado, quiso incorporarse, pero se hallaba
reciamente amarrado a una especie de mesa. El viejo se retiró agotado mientras la
agonía comenzaba de nuevo. Los gritos llenaron la noche como murciélagos
asustados.
Pasados diez minutos la mujer se detuvo. No quedaba ni un ápice de vida en
aquella masa sanguinolenta. Llamó al bokor. Todavía quedaban muchas muertes
para cumplir su juramento y dar por finalizada su venganza.
Este se acercó pesadamente, levantó sus curtidas manos y recitó el sagrado
salmo de invocación a los Loas; no podía ni recordar cuántas veces lo había
repetido ya en aquella noche interminable:
—Aida Wedo, Santa Madona de las dos Serpientes, intercede ante Eshu y el
olvidado Dambala Shango, y concede el poder a tu siervo para cumplir su indigna
voluntad.
FIN
Ni el infierno querrá tu alma
Soy un grito en el bosque...
Una llamada de auxilio que se pierde entre el viento.
Soy dolor y miedo, saliva y deseo. Sueños de vidas rotas que se vierten sin
consuelo.
Soy golpes secos que ocultan lamentos. Gemidos entre dedos de hierro. Otoño
maldito de odio y sufrimiento.
Y mientras los árboles derraman secas lágrimas que vuelan y huyen de aquel
infierno, soy el fruto podrido de una muerte que acude con amargo desaliento.
Soy la mala conciencia de un policía.
Notó cómo todas las miradas se clavaban en él. Miradas de lástima, de
conmiseración. Conocía bien la causa. Se había convertido en un quemado, un pollo
frito. Siempre dando vueltas sobre lo mismo, sin poder evitarlo, achicharrándose
cada vez un poco más en su propio jugo tumefacto. Pollo frito. Dícese del policía
completamente obsesionado con un caso, hasta el punto de descuidar cualquier
otro aspecto de su vida o de su trabajo. Dedicado noche y día a tratar de resolverlo,
hasta volverse incapaz de pensar u ocuparse de otra cosa. En la inmensa mayoría
de las ocasiones, acababa fracasando y destruyéndose personal, laboral y
familiarmente en el camino. Bueno, él todavía no lo había perdido todo. Aún le
quedaba María. La dulce y devota María, que seguía esperándolo cada noche con
un plato caliente en la mesa y una suave sonrisa en el rostro. Su recuerdo le
permitió liberarse por unos momentos de sus preocupaciones. Regresó a su
memoria la imagen del modo en que la encontraba muchas veces al regresar a casa,
sentada en el mirador, curioseando imperturbable la calle desde su butaca orejera,
mientras zurcía una y otra vez viejos calcetines. Cuánto había envejecido en los
últimos años. Su cara se había plagado de arrugas, y unas profundas ojeras
entristecían sus hermosos ojos claros. Y es que por mucho que lo intentemos no se
pueden remendar las costuras del alma. Tanta soledad, tanta frustración... ¿Cuánto
tiempo más aguantaría esa maldita situación?
Avanzó con pesadez hasta el claro donde los de la cient ífica examinaban el
cadáver. Ni siquiera tuvo que agacharse para comprender que se trataba de una
nueva víctima que añadir a la lista de su eterna y escurridiza presa. ¿Cuántas ya?
Ocho. Demasiadas. Ya la primera lo fue, hace cuatro años, cuando la encontraron
desnuda y llena de heridas y marcas bajo aquel puente. Cómo olvidarla. Aquel
cuerpo menudo, tan blanco y delicado, tirado en medio del barro. Roto y
desmadejado, todavía aferrado a un deshilachado muñeco de tela, como si no
quisiera perder ese último jirón de inocencia que le quedaba.
En una ciudad pequeña como la suya aquello supuso una auténtica convulsión.
Acosado por la prensa y sus superiores, prometió encontrar inmediatamente al
autor de aquella atrocidad y hacerle pagar por todo el mal que había cometido.
Además había algo personal en ello. Sí, estaba dispuesto a acabar con aquel
monstruo. Al precio que fuera.
Aunque de eso hacía tanto tiempo. Un tiempo que pesaba como una losa sobre
su pecho.
Uno de los investigadores se levantó y, acercándose a él, empezó a describirle
los pormenores del escenario. Le escuchó impasible, como si aquel asunto no fuera
con él. En el fondo ya conocía de sobras lo que iba a contarle. Su mente podía
divagar y abstraerse de ese mundo de colores ocres y olor a humedad y
podredumbre, pues ya había vivido esa misma situación otras veces. Estrangulada,
torturada, mancillada. Nadie vio ni oyó nada. Lugar deshabitado, apartado y
discreto. Uno de esos parajes perdidos en las afueras, por donde nadie pasa nunca
o casi nunca. Un rincón invisible, donde poder arrastrar una dulce flor al averno
sin que nadie pudiese escuchar sus desesperadas llamadas de socorro. En el que
sus chillidos pidiendo ayuda se confundieran con el rumor del cercano r ío. Más de
lo mismo. Otra vez. Únicamente cambiaba el rostro de la niña. Y cada uno se
incrustaba más que el anterior en su retina, confundiéndose con el de otra
pequeña, muy parecida, que murió hace mucho más tiempo y en circunstancias
muy distintas, pero que era tan pura, tan delicada, tan inocente como las otras.
Con la excusa de inspeccionar los alrededores se alejó del tumulto de personas
que rodeaban el pequeño cuerpo. Taciturno, arrastraba los pies entre la hojarasca,
más tratando de evadirse de sus negros pensamientos que en busca realmente
alguna pista o indicio improbable. Sabía que en breve tendría que enfrentarse con
la mirada perdida y afligida de los infortunados padres de aquella criatura, y no se
veía con fuerzas para pasar de nuevo ese mal trago. Les hablaría respetuoso,
transmitiéndoles sus condolencias, los supuestos avances en la investigación, los
inevitables pormenores escabrosos del suceso. Pero nada les serviría de consuelo,
nada evitaría que sus corazones se resquebrajasen en mil pedazos. Los ojos de
aquellos pobres desgraciados se clavarían de nuevo en sus entrañas, haciéndole
sentir culpable, exigiéndole una mentira que no tenía. No lo expresarían en voz
alta, pero en el fondo de sus corazones empezaría a anidar el agrio pensamiento de
que si él hubiera hecho bien su trabajo, su hija seguiría viva. ¿Acaso no era él el
encargado de la investigación, el responsable de que ese monstruo siguiera
campando a sus anchas y destrozando vidas y almas? ¡A quién echar la culpa si no!
Porque era necesario encontrar un culpable, un chivo expiatorio, alguien a quien
odiar y poder traspasar todo ese dolor insoportable en forma de recriminación y
reproches. Y lo peor es que no podía dejar de martirizarse cuestionando si tal vez
no llevaban razón.
Su evidente y continuo fracaso lo estaba llevando al borde de la desesperación.
Abatido, se preguntaba una y otra vez si había hecho todo lo posible, si no había
olvidado algún detalle importante o pasado por alto alguna prueba decisiva. El
remordimiento y la responsabilidad lo estaban ahogando. No le dejaba descansar,
evadirse, hacer otras cosas. Era demasiado peso, demasiado castigo para un ser
humano. Por qué él. Por qué. No podría aguantar mucho tiempo más toda esa
presión. Estaba tan afectado que ya apenas dormía, refunfuñaba huraño todo el
tiempo y estallaba ante cualquier contratiempo. Quemado por dentro y por fuera
como un pollo frito. Sí, era un buen mote para lo que le estaba pasando. Dio una
patada al suelo. «Maldito cabrón hijo de puta», pensó llevado por la rabia. «Mi
vida se está yendo a la mierda por tu culpa. Y ni siquiera sé nada de ti.»
Un inesperado objeto brillante a sus pies llamó su atención. Se arrodilló y lo
recogió con un bolígrafo. Una medallita de comunión. Llena de manchas rojas, tal
vez sangre de la víctima. Apenas podía contener la excitación. Era la primera pista
en mucho tiempo. Podría ser incluso el primer paso para salir de ese abismo en el
que se encontraba, el cordel que lo llevaría al cuello del auténtico criminal y lo
liberaría de su insoportable carga. Temeroso incluso de ilusionarse en vano, la
examinó con cuidado. Había algo en ella, algo... Sus ojos se abrieron estupefactos al
leer la inscripción y comprender. Casi se desplomó de la impresión, y sus manos
empezaron a temblar sin que fuera capaz de controlarlas. Tanto tiempo... tanto
dolor. Sintió una náusea en el estómago que estuvo a punto de derrumbarlo, y
tuvo que apoyarse para que el mareo no lo venciera. Escuchó pasos a su espalda y
la proximidad de otros seres humanos le hizo sobreponerse. Con un rápido
movimiento la guardó en su bolsillo. Venían a buscarlo. La prensa ya se había
enterado. La bestia exigía su ración de carnaza.
Horas más tarde, encerrado en su despacho, releía por quinta vez los resultados
de la analítica que había ordenado hacer con carácter de urgencia. Confirmaban
que la sustancia que manchaba la joya era efectivamente sangre de la última
víctima. En su mente cientos de piezas, antes dispersas y sin sentido, iban
encajando unas con otras, dando luz por fin al caso. Una luz aterradora. Se frotó
los ojos, miró desolado a su alrededor y sacó su arma del cajón del escritorio. La
comprobó, taciturno, y la introdujo en su cartuchera. Cogió su abrigo y salió. No
quedaba mucho por decidir, ni muchas salidas a lo inevitable. Conoc ía al dueño de
la pequeña alhaja. Y sabía dónde podría encontrarlo...
Soy todos los pecados del mundo.
La oscuridad cubre su rostro. Apenas unas volutas de humo revelan su presencia.
Permanece quieto, sereno, expectante. A sus pies, un despojo que alguna vez fue
humano lo observa aterrado. Sabe a qué ha venido, y que no hay esperanza para él.
De rodillas, suda y gimotea, incapaz siquiera de emitir una suplica coherente.
Una voz sale de las sombras. Una voz profunda y seca, como el chasquido de un
gatillo.
—Es jodido estar muerto. Se acabaron las ilusiones, los sueños, las esperanzas.
Un brillo fugaz delata la existencia de una pistola en su mano. No parece tener
prisa. A su alrededor, solo hay cubos de basura y desperdicios. No habrá testigos.
La ciudad no tiene ojos en las alcantarillas.
—Se acabaron las mañanas, los coches, las canciones, los paseos por el parque. Ya no
habrá más hamburguesas, flores ni fiestas. Se terminaron el sol, los besos, los domingos de
fútbol. Las risas de los niños. El abrazo de una madre… No queda nada.
Ajeno a los temblores y a la orina que moja los pantalones de su presa, el
siniestro orador prosigue imperturbable con su reflexión, entre susurros,
deleitándose con cada palabra que se clava en los oídos de aquel miserable como
estacas de hielo. Un gato maúlla lastimosamente al fondo del callejón.
—Y ni siquiera entonces llega la paz.
Sobre un cajón cercano reposa una jeringuilla con el chute de heroína que aquel
cadáver viviente estaba preparándose. Comprende entonces que sus patéticos
espasmos no obedecen solo al miedo. Su tono suena aún más frío y despiadado al
continuar.
—Pero lo más jodido de estar muerto... es no saberlo.
Un rostro cubierto de cicatrices surge de las tinieblas donde hasta ahora
permanecía oculto. No hay ninguna expresión en él, como si estuviese tallado en
piedra. Su mirada gris se fija en los ojos arrasados en llanto del drogadicto.
—Dicen que si mueres con mono, tu espíritu vaga por toda la eternidad buscando un
pico que lo libere. Un chute imposible, porque ya no tienes cuerpo ni venas donde metértelo.
Siempre con sed, siempre con hambre. Devorado por el ansia. Sin encontrar nunca la paz.
No puedo imaginarme una condena peor.
La forma oscura de una pistola apunta a la frente pringosa de aquel desgraciado
que, mientras escucha el leve clic del percutor, babeando bilis aún gimotea una
última y desesperada suplica:
—Por favor, papá…
La luna oculta estremecida su cara entre nubes grises para no presenciar el
impío acto, cuyo eco resuena como una maldición entre las sucias paredes de los
suburbios. Y cuando el silencio regresa a ellas como un espectro maldito,
comprende que aún queda mucho por expiar en esa noche perversa. Aún quedan
palabras que deben ser pronunciadas antes de que todo acabe.
—No te preocupes, hijo mío, esta vez no te dejaré solo.
Soy una bala disparada a tu cerebro.
Soy un proyectil de nueve milímetros de diámetro que escapa furioso envuelto en
humo y restos de pólvora del cañón de una H&K USP.
Soy ocho gramos de plomo envueltos en latón, que recorre a trescientos sesenta
metros por segundo los escasos centímetros que me separan de tu cabeza.
Soy explosión ensordecedora, fogonazo que alumbra inquieto en la oscuridad.
El último sonido que escucharás en tu vida.
Soy fuego quemándote la piel, perforando el hueso frontal de tu cráneo,
achatándose con el impacto y entrando devastador en tu encéfalo.
Soy el ángel exterminador de tu conciencia, el barquero imperturbable que te
conducirá hacia el Estigio, el negro cuervo que anuncia tu derrota, pero también tu
victoria, tu última victoria.
Porque yo soy la redención de todas las faltas. Soy… el olvido.
Soy las lágrimas de una madre.
María observa por la ventana. Julián se retrasa. Como siempre. Pero ella ya sabe lo
que es estar casada con un policía. Uno no puede vivir y trabajar entre la
inmundicia y que eso no lo afecte. Las miserias ajenas son como la pez: se acaban
pegando a uno y arrastrándolo hasta el pozo de depravación que las genera.
Aun así sospecha que este último caso le está afectando especialmente. Apenas
le ha contado nada, nunca lo hace, pero ella lo nota. Son muchos años juntos. Él
trata de ser amable, de disimular, pero ella sabe que algo le come por dentro, le
pudre las entrañas más que en otras ocasiones. Lo oye farfullar entre dientes frente
a la televisión, hablar en sueños, gruñir ante cualquier contratiempo. Incluso el
otro día creyó percibir sollozos en el cuarto de baño. Cuando le preguntó, él la
miró con un inmenso cansancio y no le quiso responder. Pero escuchó como antes
de salir de casa, camino del trabajo, se susurraba a sí mismo un terrible juramento:
«Voy a atraparte, cabrón. Te cogeré y te meteré un tiro por todo lo que has hecho.
Por todo lo que me has hecho». Ella se asustó al verlo tan fuera de sí, pero no supo
qué hacer, ni qué decir.
Y es que, con los años, una deja de luchar y asume que la vida que le ha tocado
vivir es la que es. Le gustaría ser capaz de rebelarse y pelear, pero ya no tiene
fuerzas. Le gustaría incluso odiar, echar la culpa a alguien de su infortunio, pero ni
siquiera le queda ese agrio consuelo. Su sufrimiento lo desplaza todo. El tiempo
hace que las heridas pasen a formar parte de uno mismo como si fueran un brazo o
una pierna. Se incrustan en el alma, como la soledad o la pena.
Se levanta y comprueba que la sopa sigue caliente. Después regresa al salón,
donde toma de una estantería la ajada foto de una niña de largos cabellos rubios
que, cogida de la mano de su hermano, sonríe y señala con su pequeño dedo a la
cámara. El hermano, más huraño, agarra responsable sus dos carteras, dispuesto a
acompañarla al colegio. Sus ojos se humedecen con los recuerdos. Le gustaría
poder eludirlos, evitarlos, pero siguen ahí, agazapados, dispuestos a arañarle el
alma al menor descuido.
Pero aparecen de nuevo, lobos sedientos de amargura y desdicha. Vuelven las
imágenes de aquel aciago día, cuando tras comer con unos amigos regresaban a
casa y se preocuparon al ver en la entrada de su portal a los servicios de
emergencia. Corrieron llenos de malos presagios, y una vez allí sus peores temores
se confirmaron como un mazazo inmisericorde. Su pequeña, su niñita del alma, se
había precipitado jugando desde la terraza y ahora yacía muerta, flor de sangre y
vísceras, en mitad de la calle. Su hermano mayor, a cuyo cuidado la habían dejado,
permanecía anonadado en brazos de unos vecinos, con el rostro aterido,
contemplando abrumado la escena, incapaz de reaccionar y asimilar aún lo que
había pasado.
Tal vez debiera haber evitado lo que ocurrió a continuación, pero en esos
momentos únicamente tenía ojos para su hija muerta y su corazón desgarrado, y se
desplomó incapaz de soportar la atroz realidad. Apenas pudo distinguir entre las
brumas de su dolor cómo su marido se dirigía como un poseso hacia su
primogénito y, zarandeándolo, le empezaba a increpar y acusar de lo sucedido.
Con el tiempo comprendió que solo era un pobre ser humano enfrentado a la
mayor tragedia posible, y que aquella fue la única forma que encontró para poder
hacer frente a tanta aflicción. Ahora sabe que lo hizo porque para él encontrar un
culpable era el único y desesperado alivio ante la imposibilidad de asumir la
magnitud de la pérdida. Aunque este fuera su otro hijo. Aunque con ello le
rompiera por dentro para siempre. Aunque fuera a costa de que ya nada volviera a
ser lo mismo, nunca.
Aún recuerda la mirada hueca del pequeño mientras escuchaba las despiadadas
e injustas recriminaciones de su padre. Sostenía en su mano la medallita de su
hermana muerta. La que quedó en su mano cuando trató de evitar que cayera al
vacío. La que a partir de ese momento su padre le obligó a llevar colgada como un
estigma en su pecho, mientras iniciaba una espiral interminable de degradación y
autodestrucción ante la fría impasibilidad de este y la impotencia desolada de su
madre.
¿Quién dice que los hijos no heredan los pecados de los padres?
La madre acaricia el retrato de sus niños perdidos, y no consigue evitar que de
nuevo amargas lágrimas resbalen por sus mejillas.
Julián se retrasa.
FIN
Ocho esferas plateadas
Oscuridad, y mi rostro reflejado en ocho esferas plateadas.
Permanezco observándolas un buen rato, sin que ningún pensamiento acierte a
pasar por mi mente. Esa imagen concentra toda mi atención, como si no existiera
nada más en el mundo salvo ella. Mi cara multiplicada y deformada en las esferas.
Mis facciones expandidas y desfiguradas en mil estampas distintas, ora con los ojos
dilatados hasta el paroxismo, ora con la nariz descomunal o la mandíbula de un
hipopótamo. Casi es divertido, un juego de espejos de feria. Pero con el tiempo
vuelve la conciencia y surge como un pequeño grillo la idea de que no sé dónde
estoy y que tal vez eso debería preocuparme. Aún es un pensamiento lejano, casi
inexistente. Nada que pueda compararse con ese soberbio espectáculo de
reconstrucción barroca y caprichosa de mis rasgos.
Pasa el tiempo y me doy cuenta de que mi rostro está alarmantemente pálido,
rígido. Estoy cubierto por una especie de baba blanca llena de hilos o cordones,
como si me hubieran arrojado alguna especie de mejunje apestoso y pringoso que
se hubiese solidificado a mi alrededor. Sí, definitivamente debería estar
preocupado, pero mi capacidad para razonar sigue siendo muy reducida. El
pesado sueño del que parezco haber despertado se resiste a abandonarme, a
devolverme el control de mi cuerpo y mi mente.
Paulatinamente se van añadiendo nuevas sensaciones. Vuelvo a percibir mi
cuerpo y, poco a poco, lo que era una absoluta falta de sensibilidad se va
convirtiendo en incomodidad, tirantez y, por fin, dolor. Trato de moverme y
descubro que estoy atado o sujeto por algo que me impide revolverme. Es como si
me hubiesen cubierto de arriba abajo con cinta aislante. Con esfuerzo consigo
menear un poco los dedos de mis manos; estos van recuperando su tacto y puedo
deslizarlos por mi pernera. Pero poco más.
Sin embargo, no me importa demasiado. Por algún extraño motivo no alcanzo
aún a considerar como relevante o digno de atención lo qué pueden significar o
qué consecuencias pueden tener estos descubrimientos. Me conformo
bobaliconamente con recuperar poco a poco la capacidad de sentir, oler, oír, ver.
Huele mal, a lugar cerrado y excremento antiguo, con un toque dulzón que no
reconozco aunque me inquieta mucho, de un modo casi atávico.
Apenas se oye una especie de burbujeo sibilante, un murmullo apagado cuyo
origen no detecto.
Y solo soy capaz de ver mi demacrado rostro reflejado en ocho esferas
plateadas.
El dolor aumenta y con ello se acelera la recuperación de mi entendimiento.
Ahora ya me percibo preso, inmovilizado, y lo que eso significa me produce una
perturbadora sensación de consternación. Luego la ausencia de recuerdos provoca
que me sienta aturdido y confundido y, por tanto, inseguro y más asustado.
Indago a mi alrededor tratando de encontrar alguna explicación o alguna imagen
que me devuelva a algún espacio conocido, pero únicamente distingo sombras,
luminiscencia apagada proveniente de huecos del techo que filtran una malsana
luz. Intuyo que debo de estar en una especie de cueva. ¿Y las esferas?
Ahora que estoy algo restablecido puedo centrar mi vista y examinarlas mejor.
Son de diferentes tamaños y están alineadas de forma simétrica y unidas entre sí.
Hay algo entre ellas, algo que no logro distinguir aunque están muy cerca de mí.
Me esfuerzo y consigo desentrañar el misterio. Parecen cables, o cerdas, o... pelos.
Son pelos.
Entonces todo encaja y creo enloquecer.
El burbujeo que abruma mis oídos proviene de la parte inferior de las esferas, en
la que ahora fijo mi atención y donde descubro unas enormes mandíbulas de
imposibles dientes que dos apéndices lanudos se encargan de limpiar una y otra
vez. Y tras ellas una gigantesca cabeza que es solo el principio de un demencial
abdomen cuyo volumen es tan grande que me oculta todo lo que hay tras él.
Entro en shock y empiezo a agitarme al comprender ante qué me encuentro. A
pesar de estar entumecido consigo sacudirme de arriba debajo de un modo
convulso. Pronto una especie de cuñas surgidas de no sé dónde me sujetan para
evitar que siga meneándome y las esferas desaparecen por debajo de mi campo de
visión. Noto un pinchazo en el vientre. Tras unos segundos, todo se vuelve negro y
desaparece el miedo.
Vuelvo a despertarme con la misma indolencia que la vez anterior. Ahora no
hay esferas observándome. Estoy aterido, resacoso, incapaz de hilvanar
pensamientos coherentes. Escruto a mi alrededor y ahora sí que puedo ver mejor el
lugar donde me encuentro. Es una gruta, un hoyo excavado en la roca, de formas
redondas y tamaño suficiente para albergar un garaje. No está vacío. Me rodean
sombras difusas, de contornos desdibujados. A apenas unos metros delante de mí
percibo la figura deforme de una especie de capullo que cuelga del techo por unas
hebras. Parece un saco de dormir que hubiesen rodeado de tétricas vendas y luego
pegado con melaza. A medida que mis ojos se aclimatan mejor a la oscuridad,
distingo en su parte superior lo que parece una cabeza humana. Hay alguien
dentro de esa cosa. Parece inconsciente, o aletargado, como yo. No llego a sentir
miedo, sigo muy mareado y aturdido. Y debería, porque esa cabeza tiene un rostro
y conozco ese rostro. Es... Se llama Marta. Marta está dentro de esa demencial
envoltura. Marta es... mi hermana pequeña. Mi dulce e inocente hermana pequeña.
Empiezo a comprender que yo debo encontrarme en la misma situación, que lo
que me impide moverme y me aprisiona es esa misma sustancia gelatinosa que la
recubre a ella. Hago esfuerzos por conservar la calma y, tal vez ayudado por lo que
sea que aquel ser me ha inyectado, no me dejo llevar por la histeria como la vez
anterior y soy capaz de elaborar un modo lógico de proceder. O al menos lo único
que se me ocurre que puedo hacer. Debo comunicarme con ella. Debo hacer acopio
de toda mi voluntad y conseguir llamar su atención.
Al principio los músculos de mi boca no me obedecen, siguen dormidos. Pero
poco a poco soy capaz de emitir algún leve gruñido, luego un quejoso gemido y,
por fin, una sílaba ininteligible. Persevero y consigo mascullar un apagado
“¡Marta!”, que se pierde entre los ecos de las paredes. Repito la intentona y ahora
mi voz suena más alta y clara. Una vez más y otra, hasta que me parece advertir en
la penumbra que el bulto al que me dirijo se ha sacudido levemente. Eso me da
ánimos para seguir intentándolo, hasta que compruebo con júbilo que Marta
parece moverse dentro de su pegajosa prisión. Al menos ahora sé que no está
muerta.
Sin embargo, al fijarme reparo que tras ella una silueta se perfila recortada en la
oscuridad. Unos ojos malignos y múltiples aparecen sobre ella. Parecen
observarme. A su alrededor surgen unas patas largas y afiladas que se posan sobre
su cuerpo y lo sujetan. Aquella cosa la tiene bien amarrada y ya no sé si el
movimiento que percibía provenía de la propia Marta o era provocado en realidad
por el monstruo que ahora la estrecha con sus garfios. Pero rezo y ruego a Dios que
no esté consciente cuando contemplo lo que a continuación sucede. Aquel ser
aberrante e imposible abre sus brillantes fauces y sin inmutarse le asesta un
enorme bocado en el cráneo. Tras un segundo de resistencia este cede con un
crujido seco y se parte, dejando al aire la masa pastosa de su cerebro. Luego aquel
engendro empieza a comer lentamente, sin prisas, recogiéndolo con sus apéndices
bucales, sin dejar un momento de mirarme. Es como si le hiciera gracia verme
despierto y aterrorizado mientras devora plácidamente los sesos de mi desdichada
hermana. Y yo no puedo gritar ni patalear, porque el miedo me tiene atenazado y
apenas puedo mirar cómo la cara de la bondadosa Marta es engullida a dentelladas
por aquella cosa. Solo deseo que las convulsiones que la agitan sean espontáneas y
no derivadas del sufrimiento. Que no haya estado despierta mientras todo ocurría.
Incapaz de girar la vista, asisto impotente durante un tiempo interminable a la
cena de aquel monstruo, hasta que lo que antes había sido una joven llena de vida
e ilusiones queda reducida a simples huesos roídos. El sonido de sus mandíbulas
al masticar y arrancar pedazos de carne se clava en mí y me lleva al borde del
delirio. Ni siquiera soy capaz de darme cuenta de que yo puedo ser el siguiente y
que en mi caso estoy plenamente consciente.
Por fortuna aquella cosa se retira, satisfecho su voraz e infame apetito, y yo
quedo a solas con los despojos de su banquete. Sobrepasado por el horror que
estoy viviendo, apenas puedo reaccionar. Las lágrimas acuden a mi rostro y me
siento responsable por no haber sabido cuidar mejor de ella. Por no haber podido
evitar su atroz final. Pienso estúpidamente en cómo podré explicárselo a nuestros
padres, sin reparar en que puede que nunca tenga oportunidad de hacerlo y que lo
más probable es que mi destino sea tan o más terrible que el suyo. Escucho
entonces un sonido cercano, no muy intenso, pero perfecta mente audible.
Sobrecogedoramente familiar. Me estremezco al darme cuenta de lo que es.
Alguien, cerca de mí, también está llorando.
Balanceándome soy capaz de voltearme lo suficiente para distinguir a apenas
unos pasos de mí otro bulto tembloroso, otro capullo viscoso de cuyo interior
emanan esos lamentos desolados. No hay rostro que sobresalga, pero por el
abundante cabello que se cuela por uno de sus extremos puedo intuir de quien se
trata. Es una melena larga, rubia, suave como la seda, que he acariciado cientos de
veces. Con la que he jugado y enredado mis dedos mientras hacía el amor y
alcanzaba el éxtasis. Ana. Mi Ana. Mi pecho se rompe ante el descubrimiento y,
por fin, empiezo a recordar. A mi mente llegan imágenes vagas de una excursión al
norte en compañía de mi novia, mi hermana y otro amigo. De una enorme
tormenta que nos sorprende en plena montaña y nos obliga a refugiarnos en una
especie de caverna, donde nos cobijamos despreocupados mientras fumamos algo
de maría y esperamos que escampe. De cómo reímos desaforadamente durante
horas mientras nos decidimos probar algo de una pasta alucinógena que se había
traído un colega la semana anterior de un viaje a Sudamérica, hasta que tras unas
horas sin parar de llover el techo se desmorona sobre nosotros y una riada nos
arrastra a su laberíntico interior. Luego los recuerdos se difuminan, se hacen
imprecisos y sombríos. Gritos, huidas en la oscuridad, un golpe seco con una
piedra que me hace perder el sentido. Antes de que pueda continuar y acabar de
aclarar mis ideas, otra de aquellas criaturas hace su aparición y mi mente se
embota ante la aterradora certidumbre de que ha llegado mi turno. Es más
pequeña que las anteriores, de abdomen más alargado pero patas mucho más finas
y afiladas. Llega hasta mí pero me sobrepasa, tal vez atraída por el sonido que sale
del otro capullo. Sube sobre él y al hacerlo los sollozos se transforman en gritos de
pavor. Impotente me agito tratando de liberarme de mi viscosa prisión, pero todo
es inútil.
Estupefacto, contemplo cómo tras examinar el bulto con aquellas extremidades
infectas, de repente una especie de lanza surge de la boca del engendro y se clava
como una flecha en el interior del capullo. Ana grita de dolor, pero atrapada como
está no puede hacer nada mientras una y otra vez el largo aguijón atraviesa la
envoltura y se hunde en ella. Al poco, como si su afán sádico hubiera sido
satisfecho, el ser abandona su actividad y sale de mi campo de visión por el fondo
de la cueva. Miro el receptáculo donde está Ana y advierto que aún sigue viva,
pues tiembla y se queja lastimosamente por las heridas recibidas. Al cabo de un
rato se calla y rezo porque haya perdido el conocimiento y se alivie así su
espantoso sufrimiento.
Noto que algo me sujeta. Chillo de terror pensando que ahora sí me ha llegado
ineludiblemente mi turno. Pero en vez de una monstruosa y peluda pata siento el
tibio contacto de una trémula mano que me tapa la boca y, en vez del rostro
informe del monstruo, frente a mí aparece otro más conocido: el de Juan. El viejo y
querido Juan. Mi camarada del alma. El compañero de tantas correrías. El
hijodeputa que nos convenció para ir de excursión. Siempre metiéndome en líos
con sus tonterías. Río de mi propia necedad al considerar que este pobre
desgraciado que tiembla aterrorizado pueda ser responsable o artífice en modo
alguno de esta pesadilla. La mente humana busca salidas absurdas para poder
soportar la locura. O puede que ya sea tarde y haya ca ído definitivamente en ella.
Me hace señas para que me tranquilice. Está ojeroso, cadavérico. Repito su nombre
aferrándome a su presencia como mi única tabla de salvación y él empieza a
hablarme mientras trata de liberarme de la sustancia que me mantiene sujeto. Con
una pequeña navaja que lleva consigue soltarme, a pesar de que el pánico hace que
yo me mueva demasiado y entorpezca sus esfuerzos. Por fin las fibras que me
sujetan al techo ceden y me desplomo sobre el duro suelo de esta antesala del
infierno.
Allí tumbado Juan me ayuda a quitarme toda aquella baba de encima. Cuando
lo logramos, trato de incorporarme y, al hacerlo, pierdo el equilibrio y me
desplomo. Creo que todavía no estoy recuperado del todo de la toxina que me
mantenía amodorrado, pero al volver a intentarlo y caerme de nuevo comprendo
que hay algo más. El gesto demudado y compungido de mi amigo lo confirma.
Sigo la estela de su mirada y grito al comprobar que me falta la pierna derecha,
desde la rodilla. Aquellas cosas se han tomado un tentempié conmigo y yo,
narcotizado, no me he percatado de ello hasta ese momento. Al tratar de sujetarme
gimo, pues veo que mi mano izquierda es apenas un amasijo de carne del que
cuelgan dos dedos desgarrados. El terror me domina y caigo al suelo, mientras
siento cómo el dolor de mis heridas deviene brutal ya que la terrible revelación
hace que se diluyan mucho más rápido los efectos narcotizantes del veneno que
circula por mis venas.
Inexplicablemente, dada la brutal amputación, la hemorragia es mínima. Por si
acaso Juan me aplica torniquetes en el muslo y el brazo. Lueg o me sacude para
pedirme calma, pues si no nos damos prisa no conseguiremos escapar de aquel
infame lugar. Recupero la poca cordura que me queda y, apoyándome en él, me
levanto con dificultad. Le señalo el lugar donde yace Ana y nos arrastramos hasta
allí para tratar de liberarla también. Temo por su vida, pero prefiero no pensar en
ello. Prefiero no pensar en nada.
El capullo que la mantiene prisionera es más consistente que el nuestro. Su
forma me llama la atención. Es más plana y de una redondez casi perfecta. No
alcanzo a comprender qué postura ha podido adoptar allí metida. Al tocar su
superficie esta cede blandamente, como si estuviese rellena de agua. Juan clava su
navaja y rasga la membrana. Un líquido denso salta hacia nosotros y nos empapa.
Su olor es nauseabundo y al contacto con nuestra piel nos quema. Por el agujero
una especie de brebaje humeante y pestilente se derrama y, tras él, surge lo que
queda de una mano requemada y carcomida. Juan grita desesperado y con otro
tajo acaba de romper la cápsula. Lo tengo que apartar para que los ácidos que la
rellenan no lo abrasen. Tosiendo y con los ojos supurando por el vapor cáustico,
contemplamos lo que queda de la desdichada Ana: apenas un esqueleto disuelto
envuelto en jirones de carne aquí y allá. Comprendo que lo que aquel engendro
hacía era inyectar sus propios jugos gástricos para disolverla y poder luego
absorber sus restos. Como en los documentales de la tele. Solo que no estábamos
en casa quejándonos de nuestros padres y buscando el mando para cambiar de
canal. A nuestros pies rueda la calavera a medio podrir de mi pobre chica, que
desde el suelo parece mirarnos macilenta. No quiero imaginarme el atroz
padecimiento de la pobre muchacha. Como antes, no quiero imaginarme nada. Es
lo único que puede evitar que acabe desquiciado del todo.
Sin embargo, no puedo evitar volver a experimentar esa sensación de
culpabilidad y pena, pues descubro que mi último recuerdo de ella es triste.
Discutimos por una de esas nimiedades sin importancia de las que luego tanto te
arrepientes. Siempre quería que fuera todo perfecto y se esforzaba para que yo
hiciera siempre las cosas a su manera. Y yo a veces estaba demasiado harto o
cansado para llegar a todo lo que quería, y me agobiaba. Ahora no sé qué haré sin
ella.
Pero la macabra visión de sus huesos pelados me devuelve a la realidad y ahora
reparamos con más claridad que nunca en que no podemos demorarnos si no
queremos compartir un destino tan espantoso. Apoyado en Juan empezamos a
recorrer la repugnante madriguera en busca de una salida. Yo ando a la pata coja,
pero el miedo me da alas. Por fortuna no topamos con más seres de aquellos y
poco a poco nos alejamos de aquel depósito de muerte y horror. Al llegar a la
superficie y notar el limpio y frío aire del cielo abierto, el ánimo de mi amigo
mejora y, mientras nos precipitamos a la relativa seguridad del bosque que nos
rodea, me cuenta entre jadeos su historia. Se ha despertado hac ía unas horas en
aquella tenebrosa oscuridad pero, a diferencia de nosotros, no estaba envuelto en
ningún engrudo adhesivo, sino abandonado a su suerte en mitad de un cubículo
escarbado en la tierra. Tras recuperarse y valorar su estado, y comprobar con alivio
que aún conservaba su equipamiento, había empezado a explorar el subterráneo
hasta que nos había hallado. El impacto había sido brutal, pero gracias a Dios en
vez de largarse por donde había venido pudo controlarse y ayudarme. Por
desgracia no había llegado a tiempo de hacer lo mismo con Marta y Ana. Le miro
con tristeza, pues dudo que hubiera podido enfrentarse con aquellas obscenas
aberraciones armado con aquel diminuto cuchillo. Aunque suene cruel decirlo,
para mí había sido proverbial que llegase en ese momento y no antes; de este modo
ha evitado tener que oponerse en desigual lucha con aquellos engendros, que
hubieran acabado con él. Y, al mismo tiempo, con mi única esperanza de escapar.
Con la luz del atardecer la realidad parece menos terrible y a medida que nos
alejamos la calma regresa a nosotros. Aun así tenemos que llegar pronto a un lugar
seguro donde puedan atender mis mutilaciones. Encuentro una rama con la
consistencia y forma adecuadas para que me sirva de muleta y me permita avanzar
más deprisa.
No sabemos el tiempo que llevamos caminando, pero empezamos a apreciar los
primeros síntomas de agotamiento y aún no vemos un lugar que parezca habitado
o al menos tocado por la mano del hombre. Nos sentamos, pues nos cuesta
respirar. A pesar de todo no podemos evitar experimentar una reconfortante
sensación de alivio. Seguimos vivos después de haber resistido aquel horror. Y eso
nos hace estar casi eufóricos. Juan se recuesta contra un árbol, saca un cigarrillo y
empieza a fumar, mientras yo rezo por hallar pronto una carretera o un camino
que nos conduzca a donde puedan echar un vistazo a mis heridas. Examinadas con
más luz, comprendo porqué no me he desangrando. Los muñones están
ennegrecidos, como cauterizados. A aquellas cosas les gusta comer presas frescas
y, de algún modo, son capaces de segregar sustancias que queman los cortes e
impiden que la sangre fluya por ellos. Así pueden mantener a sus víctimas más
tiempo vivas, para devorarlas poco a poco, pedazo a pedazo. Malditas bestias.
Juan sufre un acceso de tos muy fuerte. Tose tanto que me asusto, pues empieza
a faltarle el aire. Se sujeta el pecho y me mira; no consigue que el pertinaz ataque
cese. Contemplo cómo las venas de su cuello y su cara se inflan mientras cae de
rodillas, asfixiándose y gimiendo de dolor. No comprendo qué pasa, así que trato
inútilmente de sujetarlo. Él me escruta desesperado mientras le empiezan a sangrar
la nariz y las orejas. No entiendo qué puede estar ocurriéndole y me siento
impotente ante su angustia. Desencajado, se derrumba, encogido, hasta que dando
un golpe seco se pone rígido y empieza a sufrir espasmos. Pone los ojos en blanco
y empieza a hincharse, como si tuviese alguna aguda reacción alérgica.
No sé cómo ayudarle. Desconozco si padece algún tipo de trastorno o
enfermedad, si es epiléptico o tiene alguna intolerancia biológica. Solo se me
ocurre agarrarlo para impedir que con las convulsiones acabe golpeándose.
Entonces, al examinarlo más de cerca, comprendo.
Primero son unas minúsculas figuras que se agitan en su garganta entreabierta.
Luego, el movimiento aumenta y las primeras empiezan a salir, dispersándose
rápidamente. Cientos, miles de arañitas, negras como la pez, surgen de su boca, de
su nariz, de todo su cuerpo. Su piel se cubre por completo de movedizos bultos
que acaban reventando en sanguinolentas pústulas para dar paso a otras tantas,
que igual que sus compañeras escapan de sus consumidas entrañas. Sus brazos, su
cara, su pecho se convierten en masas rojas y deformes en las que se agita un
hervidero de patitas que escarban y pugnan por salir al exterior. Lo contemplo
horrorizado, pues sigue vivo y se agita agónicamente, hasta que su propios globos
oculares saltan de sus órbitas para dejar paso a arañas de mayor tamaño y más
peludas que las anteriores, las cuales, en vez de escabullirse, se quedan sobre su
rostro marchito observándome desafiantes.
No aguanto más. Me marcho de allí tropezando y cayendo sin parar, tratando
de alejarme de aquella visión insoportable. Mi pobre amigo me ha salvado sin
saber que fatídicamente él ya estaba condenado, que solo era un nido viviente de
aquellas repugnantes alimañas. Exasperado, fuera de mí, deambulo durante horas
por ese siniestro bosque. Me pierdo en su espesura, regresando en mi delirio una y
otra vez al claro donde yace lo poco que queda de él. Como en un juego cruel del
destino, mi errático vagar me lleva irremisiblemente de vuelta a aquel infierno,
como si quisiera recordarme que no existe escapatoria posible salvo la locura. Noto
cómo mi cuerpo arde por la fiebre y como mis ojos empiezan a jugarme malas
pasadas al enredarse con las sombras y provocarme terribles alucinaciones. Creo
intuir una presencia que me persigue y exasperado escapo sin orden y concierto,
volviendo al punto de partida hasta que en mi loca huida acabo tropezando y
desplomándome sobre sus restos carcomidos. No comprendo cómo no pierdo el
juicio de una vez. Golpeo su cadáver sobrepasado por el terror y pido a Dios que
me lleve de una vez, incapaz de aguantar tanto horror.
Pero cuando bajo mi rostro congestionado por el llanto, un nuevo motivo de
desesperación se une a la pesadilla vivida. Porque lo que tengo ante mí no es el
cadáver consumido y devorado por mil pequeñas mandíbulas que hasta ahora
creía, sino un cuerpo inerme pero intacto, cuyo único síntoma de hallarse sin vida
es su rigidez y la sangre que cubre su cabeza y se expande en un charco medio seco
alrededor de ella. No hay arañas ni carne desgarrada. Solo un muchacho golpeado
hasta la muerte. Retrocedo espantado, notando cómo toda mi piel se inflama por la
calentura. Trato de comprender qué nuevo horror es este. Examino mi cuerpo y lo
encuentro indemne, sin rastros de mordidas ni amputaciones. De repente, envuelto
entre los velos de la demencia, una idea devastadora aflora en mi perturbada
mente. Imágenes que en mi debilidad no consigo formar me llevan a pensar que tal
vez no haya habido monstruos, solo locura, enajenación provocada por el consumo
de esos malditos alucinógenos con los que en nuestra soberbia juvenil pretendimos
experimentar. Tal vez no deba buscar bestias fuera de mí.
Recuerdo el sentimiento de agobio y resentimiento que me ha inundado todo
este tiempo, cuando me sentía atrapado en una red de obligaciones y
conveniencias, sujeto a los deseos y caprichos de los que me rodeaban, familia,
novia, amigos. Cómo me ahogaba en ese mundo de deberes impuestos, de
opresión, de sumisión a los intereses de otros, como un pequeño insecto en la tela
de una araña. Me hago un ovillo incapaz de admitir esa posibilidad que me
convierte en el asesino impío de quienes más amaba, pero, también, de quienes
más me tiranizaban. No, no es posible. Yo no habría podido nunca…
Yo no soy un monstruo. Yo no soy el monstruo.
Mi cabeza parece a punto de estallar cuando desolado contemplo de nuevo el
cuerpo de mi amigo y lo que ahora ven mis ojos son huesos quebrados y vísceras
desparramadas en una voraz orgía depredadora. Gimo al comprobar cuán escasa
cordura queda en mi interior. Puede que haya sido simplemente un engaño más de
aquellas maléficas montañas y sus desalmados pobladores, sustentado en mi
ofuscación y el sentimiento de culpabilidad de haber sobrevivido. Sí, eso debe ser,
cualquier otra explicación es inasumible, inaceptable, inconcebible. Casi agradezco
que el mal salga de mi interior y otra vez vuelva a tener ocho patas y ocho ojos con
los que amenazarme. Una pequeña araña trepa hasta el pelado cráneo y agita sus
extremidades en un movimiento que de algún modo se asemeja a una risa
siniestra. Y, escuchándola, comprendo que jamás volveré a distinguir la realidad y
la fantasía, atrapado para siempre en los delirios de un perturbado. Porque, ¿cuál
es la verdad y cuál la mentira? ¿Mi oculta ansia de acabar con ellos, o que haya
sido yo efectivamente quien lo haya hecho con mis propias manos? Tal vez
aquellos monstruos solo han querido mostrarme lo cercano que estoy de ellos y de
su iniquidad.
El agotamiento y la tensión me vencen. Dejo que las tinieblas del sueño me
invadan y arrastren mi pobre espíritu a avernos interiores no mucho peores que los
que me rodean en la vigilia.
A la mañana siguiente despierto aterido sobre unas rocas, sobre una ladera
elevada. El sol baña con su luz dorada el bosque que se extiende a mis pies. Estoy
exhausto, desfallecido. Por algún extraño motivo sigo vivo. O puede que más bien
deba decir que me han consentido en prolongar mi agonía, tal vez por diversión o
por motivaciones todavía más terribles que su propia existencia. Aun así, me
cuesta reunir fuerzas suficientes para levantarme y continuar. Puede que
únicamente me quede abandonarme y dejar pasar el tiempo hasta que llegue mi
hora. Pero, en estos momentos de desaliento y agonía, descubro en mi interior una
energía inesperada que proviene de un deseo que bulle y prevalece ante el miedo y
el dolor. Quiero vivir, ¡vivir! Por encima de todo y de todos. Al precio que sea. Me
dan igual mis amigos, mi familia. Solo quiero vivir. Me incorporo y con el poco
aliento que me resta aúllo mi rabia y mi desesperación, y ofrezco mi alma a cambio
de un día más, de una hora más, de un mísero instante más. Luego me desplomo
llorando impotente, mientras los cerros que me rodean me devuelven un eco vac ío
y frío de mi lamento.
O, acaso, no tan vacío.
Siento un picor en mi espalda. Primero leve, como un escozor producido por
alguna urticaria. Luego más penetrante, como si me clavaran algo. Temo haber
sido yo también infectado por una plaga de larvas que me devoraran en escasos
segundos y sollozo viendo acercarse el fin, que ahora se me antoja la única forma
de alcanzar esa liberación que tanto ansío. Pero no. Es algo más intenso y está
concentrado en un punto concreto de mi cuerpo. Trato desesperado de rascarme,
de llegar hasta ese punto de mi epidermis donde el dolor resulta inaguantable y,
entonces, sucede. Mi carne se abre, mi piel se raja como una tela y de mi propio
espinazo surgen, enormes y repulsivas, ocho extremidades largas y peludas que se
estiran desperezándose. La grieta aumenta hasta que me parte en dos y de mi
interior brota un abultado abdomen en forma de saco. Mi cabeza estalla en mil
pedazos para dar paso a otra cubierta de bruñidos ojos, con grandes mandíbulas,
palpos y dos pares de antenas con las que huelo el aire que me rodea. Bueno, no es
exactamente oler, porque no hay palabra en el lenguaj e humano que defina lo que
yo percibo en estos momentos. Aunque tampoco el lenguaje humano tiene ya
importancia para mí, renacido en un nuevo ente, magnífico, superior, mejor
adaptado a sobrevivir. Y, entonces, comprendo.
Me han aceptado. Se acabo ser víctima. Se acabo ser presa. Ahora, yo soy el
depredador.
Despiadado. Poderoso. Libre.
Infinitamente libre.
Y con hambre, mucha hambre.
Viajo en el tren de regreso a la ciudad, dejando atrás las ancestrales montañas
primigenias cuyo poder ha obrado en mí la maravillosa metamorfosis. Míseros
humanos, ajenos a mi auténtica naturaleza, me rodean mientras se agitan y
revuelven en sus intrascendentes cuitas. No se reconocen en lo que son, meras
viandas con las que saciar el apetito de un ser superior. Casi no puedo evitar
babear al contemplar sus torsos blandos e hinchados, llenos de jugosas y calientes
vísceras. Pero debo reprimirme, todavía no ha llegado el momento.
Acudo a los lavabos del vagón para refrescarme y tratar de olvidar lo apetitosos
que me resultan. Aprovecho para apagar la luz y estirar mis miembros un poco,
anquilosados por la necesidad de mantenerme oculto bajo mi antigua piel de
hombre. Sonrío al contemplar la imagen que me devuelve el espejo.
Oscuridad, y mi rostro reflejado en ocho esferas plateadas.
FIN
Dicen que soñamos con aquello que más nos atemoriza, que más miedo nos da. Yo odio las
arañas, las odio a muerte. Por eso mis pesadillas tienen ocho patas.
Todo está hecho
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?
San Mateo
Pájaros volando alrededor de un campanario medio derruido. Palomas, vencejos,
gorriones. Tal vez alguna golondrina. El cielo es oscuro, sombrío, está cubierto de
nubes grises que anuncian tormenta. La electricidad lo impregna todo. Un halc ón
acecha desde las alturas. Su pico y sus garras están cubiertas de sangre. Espera,
vigila. Siente hambre, un ansia incontrolada y voraz.
Comprende que él es ese halcón, poderoso, desalmado.
Dispuesto a alimentarse una vez más, por encima de la piedad o la compasión.
Simplemente tiene que decidir cuál será su siguiente presa, y darle caza. Pero algo
va mal. Tiene tanta sangre en el pico que se atraganta, no consigue tomar aire.
Apenas puede respirar. El rojo fluido, espeso y caliente, inunda sus pulmones, y
hace que su pecho se contraiga desesperado, impotente, reclamando un ox ígeno
que no llega. Sobre él, el plomizo cielo se dobla sobre sí mismo en un gigantesco
remolino negro, pleno de violencia y destrucción. Quiere gritar, liberarse de ese
tapón que desgarra su garganta y lo asfixia. Comienza a llover. Su cuerpo se
convulsiona dolorosamente ante la falta de aire que alimente sus músculos. Sus
alas se colapsan y ya no pueden sustentarlo por más tiempo. Empieza a caer,
acompañando a las copiosas y gruesas gotas hacia un impávido suelo que se acerca
veloz para recibir su quebrado cuerpo. Atraviesa la bandada que unos instantes
antes eran sus inminentes víctimas, y al hacerlo nota cómo cientos de ojos se clavan
en él. Pero no son ojos de ave los que lo miran llenos de odio y desprecio mientras
asisten a su inminente fin. Son ojos humanos. Crueles e inmisericordes ojos
humanos, que entre la bruma de su agonía cree reconocer, aunque poco a poco su
alrededor se difumina y todo parece tan lejano, tan insignificante...
Tose, y el estertor le hace despertar, sobresaltado. Todo ha sido una pesadilla.
Una extraña e inquietante pesadilla. Pero cuando mira a su alrededor, comprende
que no se trataba solo de un mal sueño, sino del amargo presagio de algo que ha
distorsionado para siempre la placidez de su existencia. Sacude la cabeza tratando
de recuperar completamente el conocimiento y, entonces, toma consciencia del
dolor.
Se da cuenta de que no está acostado en su lecho, en la cálida seguridad de su
cuarto, sino sentado y esposado a una silla, y que sus tendones se quejan por el
padecimiento que la forzada postura le está produciendo. Tiene las manos
entumecidas y los hombros lastimados. No sabe cuánto tiempo lleva allí, pero
intuye que debe de ser bastante, pues experimenta por todas sus extremidades ese
cosquilleo apremiante que se produce cuando la sangre lleva rato sin discurrir
bien. Trata de tensar los músculos de los brazos para favorecer la circulación. Abre
y cierra sus manos y mueve las piernas. Tras unos segundos de esfuerzo se
encuentra algo más aliviado: el cosquilleo ha desaparecido y se ve con fuerzas para
tratar de averiguar qué ha pasado. Mira a su alrededor e inicia una inspección más
detallada del lugar dónde se encuentra.
Es un cuarto grande, casi sin mobiliario, apenas dos sillas, a una de las cuales
está atado, y una mesa metálica entre ambas. Las paredes son blancas y están
forradas de material aislante, tal vez para evitar que se oiga nada de fuera, tal vez
para impedir que desde el exterior se pueda escuchar lo que allí suceda. Todo
tiene, sin embargo, cierto aspecto vetusto, destartalado, como si llevara tiempo sin
usarse, o nadie tuviese una especial preocupación por mantenerlo adecentado. Por
último repara en el elemento que completa lo que ya sin duda identifica como la
tópica sala de interrogatorios de una comisaría cualquiera: en la pared de enfrente
se abre un gran cristal en el que se ve reflejado, y tras el cuál sin duda le deben
estar observando en esos momentos.
Se contempla en el espejo. No tiene mala pinta, dada su situación. Incluso se
permite el lujo de sonreír, cada vez más satisfecho de su apariencia. La ropa
desaliñada, el pelo sucio y encrespado, la barba de dos días y su expresión lobuna
le dan un halo de ferocidad. Su aspecto no es el de una víctima, piensa encantado,
sino el de una bestia salvaje y peligrosa. Seguro de que su expresión complacida
debe de estar desconcertando a sus vigilantes, amplía aún más la anchura de su
incongruente gesto.
Recapitula tratando de ordenar sus ideas. Es obvio que ya lo han atrapado. Bien,
era lo previsto. Desde que unos días atrás se había percatado de que lo estaban
siguiendo, había empezado a cavilar sobre que tal vez fuera el momento más
adecuado para pasar etapa. Ya eran muchos años los que llevaba en su peculiar
oficio, y la verdad era que llevarlo en secreto con la discreción inherente a su
actividad le estaba empezando a pesar como un lastre innecesario. De qué servía
ser el mejor si no podía lucirse, mostrar a la humanidad su ingente obra. Pronto
llegó a la conclusión de que había llegado la hora de revelarse al mundo y relatarlo
todo, con pelos y señales. Eso sí, si al fin iba a dejarse atrapar, lo haría de un modo
que fuera consecuente con su soberbia trayectoria. Y, como no era un idiota,
también tendría que pensar no solo en el futuro próximo, sino en más adelante,
cuando pasara la sorpresa y la alarma inicial.
Más recuperado, trata de recordar los pormenores de su detención. No tiene
conciencia clara de cómo pasó en realidad: su último recuerdo es estar
tranquilamente apoltronado en el salón de su casa, tomando un refrigerio y
esperando a que la policía se decidiera a actuar. Posiblemente usaron alguna
argucia para aturdirlo y facilitar su arresto. Tal vez incluso utilizaran alg ún tipo de
arma paralizante, como un taser de los que había visto en televisión. Siempre había
deseado adquirir uno, aunque se había tenido que conformar con aproximaciones
caseras, muy solventes, eso sí. Supone que no quisieron asumir riesgos dada la
naturaleza extremadamente peligrosa de su detenido.
Vuelve a sonreír. Le hubiera gustado ver sus rostros cuando se toparon con el
regalo de bienvenida que había urdido. Las prisas no le habían dejado esmerarse
tanto como habría deseado con el recibimiento, pues no quería arriesgarse a ser
atrapado antes de tenerlo medianamente preparado, pero seguro que no lo
olvidarían nunca y que más de uno necesitaría mucha ayuda psicológica para
superarlo. Un estupendo remate de su macabra carrera, y un perfecto inicio para
su incipiente leyenda. Aunque ahora, pasada la escalofriante impresión inicial,
probablemente se sientan muy satisfechos y se feliciten ufanos tras haber
conseguido apresarlo. Los imagina elucubrando sobre las medallas y
condecoraciones que su captura les va a suponer. Y es que él es importante. Mucho
más importante de lo que se figuran. Cuando empiece a hablar se van a quedar
estupefactos. Y no va a tener problema en soltarlo todo, hasta el final. Ya hacía
tiempo que tenía ganas de hacerlo. Bueno, el caso es que por fin ha sucedido lo que
había presagiado, y ahora tocaba jugar a algo distinto. Lástima que la cabeza le
duela tanto. Quiere estar en plenas facultades para el combate dialéctico que sin
duda avecina.
La puerta de la habitación se abre y por fin alguien entra. Es un hombre y viene
solo. Tendrá unos cincuenta años mal llevados. Traje gris de grandes almacenes,
corbata mal conjuntada y peor anudada, zapatos sucios y baratos. Porta una
pequeña carpeta rebosante de papeles y un vaso donde se disuelve una de esas
pastillas efervescentes. Se siente algo decepcionado. Esperaba ver entrar una turba
de uniformados y elegantes agentes de la Unidad Central de Investigación,
ansiosos por apuntarse el tanto de su confesión, y en cambio ha aparecido ese
patán que parece un funcionario de bajo nivel a punto de jubilarse. Incluso parece
cansado y molesto, como si estuviese disgustado por tener que interrogarle. Como
si aquello fuera una simple y aburrida rutina. Eso lo irrita. Quién había sido tan
imbécil como para mandar a aquel bellaco a ser el primero en hablar con él. No
tiene ni su nivel ni su categoría. No está a la altura de una celebridad como él.
¿Pero quién se piensan que es? ¿Acaso un mindundi del tres al cuarto? Decide que
no va a abrir la boca a menos que le envíen a quien esté a su altura. No ese
arrugado y seboso viejales mal afeitado y peor vestido. Contempla con desprecio
sus manos huesudas, sus uñas sucias, las ojeras que le llegan hasta el suelo. Escupe
al suelo para manifestar su indignación y repulsa.
Ante su gesto el visitante apenas se detiene un pequeño instante, mira impasible
primero a él y luego al pequeño charco de saliva, y prosigue como si no hubiese
pasado nada. Se sienta, abre lánguidamente la carpeta, esparce los folios que
contiene por la superficie de la mesa y, cogiendo un bolígrafo, le pregunta mientras
garabatea en uno de ellos:
—Bueno, empecemos. ¿Me puede decir su nombre y apellidos?
El inspector bajó del enorme coche negro y se dirigió a la entrada del jardín. Varios
policías de uniforme lo tuvieron que escoltar y abrirle paso, pues se había formado
tal muchedumbre que apenas quedaba espacio para circular en aquella estrecha
calle. Además, el perímetro de seguridad que habían acordonado alrededor del
cadáver limitaba aún más el espacio. Daba la sensación de que más que para
impedir a la gente pasar, se habían colocado aquellas cintas para permitir una
mejor visión del mismo. Una turba de vecinos y curiosos se arremolinaban
morbosos para contemplar aquel cuerpo colgado de la verja con la cabeza
atravesada por uno de sus remates puntiagudos. Lo primero que le vino a la mente
es que parecía un simple muñeco, una marioneta rota que alguien había colgado
allí como una siniestra advertencia o una tétrica broma. Pero luego, uno advertía la
sangre que lo salpicaba todo en derredor y que aún resbalaba lentamente por la
reja de hierro forjado sobre la que estaba clavado.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó. Un abstraído joven con bata y pinta de
profesor loco, que tomaba fotografías sin parar, y que enseguida reconoció como
uno de los chiflados de la Científica, le contestó sin interrumpir su frenética
actividad.
—Lo descubrieron esta mañana dos vecinos: habían salido a hacer footing a
primera hora y se encontraron de golpe con el pastel. Pero por la temperatura del
cuerpo y la rigidez de sus miembros, yo creo que lleva muerto desde antes de que
amaneciera. En cuanto a la causa de la muerte, parece obvia. Tiene el cráneo
perforado por la barra de hierro. Por la sangre que hay alrededor, diría que estaba
vivo cuando lo colgaron. El corazón todavía le bombeaba. Seguro que es un ajuste
de cuentas de las mafias del este. ¿Qué se apuesta?
Ni se molestó en responderle. Llevaba tantos años en el Cuerpo que había
dejado de hacer conjeturas precipitadas antes de tener toda la información.
Siempre había sorpresas, por lo que la mayor de todas sería que esta vez no las
hubiese. Sintió un pinchazo premonitorio en el vientre. Rogó porque su estómago
le diera un poco de tregua ese día. Intuía que iba a ser largo.
—¿Ha telefoneado ya la jueza para avisar a qué hora llegará? Estamos llamando
mucho la atención, y eso que aún no ha aparecido la prensa. Hay que bajarlo lo
antes posible.
—Pues si esto le preocupa, espere a ver lo que le aguarda dentro de la casa.
Tiene que ser alucinante. Dos agentes han tenido que ser atendidos con una crisis
nerviosa después de entrar en ella, y tendría que ver la cara del resto. A mí no me
han dejado pasar. Claro, ¡como solo soy el chico de los recados! Oiga, si no le
importa, ¿por qué no dice que me dejen acompañarle? ¡Aquello debe de ser la
leche!
El inspector le dirigió una mirada de fastidio. No solo por su frivolidad y el
obsceno morbo que revelaba, sino porque sabía que aquel bicho raro que le estaba
poniendo al corriente podía ser de lo más excéntrico que tenía en la brigada, pero
desde luego no era un exagerado. Podía fiarse de sus palabras y de su malsana
curiosidad. Y él con las tripas reventadas, que no le entraba nada desde la última
sesión y apenas podía aguantar las náuseas. Como para enfrentarse con una
escabechina de ese calibre.
En fin, más valía apechugar pronto con lo que hubiese, así que se tomó un par
de pastillas para calmar sus retortijones y se metió en la casa.
Era uno de esos chalets de esas zonas residenciales que pululan alrededor de la
capital, a punto de ser absorbidos por el incesante crecimiento de la metrópoli y en
los que conviven gente pudiente y viejas fortunas venidas a menos. Un lugar
tranquilo y pacífico, donde no solían pasar cosas así. Reparó que el jardín estaba
algo descuidado, pero no demasiado, como si sus propietarios hubieran salido de
viaje hacía unas semanas y no lo hubiesen dejado a cargo de nadie. El mismo
semblante presentaba el resto de la vivienda, que sin embargo no parec ía en
absoluto abandonada. Desde luego alguien vivía allí, aunque no mostrase un
especial cuidado en su mantenimiento.
Nada más traspasar el umbral advirtió el hedor. Casi imperceptible y
probablemente irrelevante para cualquiera que no tuviese su experiencia. Pero él
ya había visto muchos crímenes, visitado muchos escenarios macabros y
examinado muchos cadáveres como para no reconocerlo. Era un tufo pastoso y
dulzón, tenue por ahora, aunque no dudaba de que empeoraría pronto. El familiar
e inolvidable olor a muerte.
—Pero qué estupidez es esa. Ustedes ya saben mi nombre y quién soy. Si no, no me
hubieran arrestado. ¿O es para que conste en el atestado? Pues se lo curran y lo
anotan, que yo no pienso abrir la boca. ¿O es que se creen que soy tonto?
El hombre del traje barato se le queda mirando indiferente. Tiene la actitud de
un oficinista a quien cinco minutos antes de la salida le han ordenado realizar una
ingrata tarea que le obligara a alargar inesperadamente la jornada de trabajo; pero,
como ya está acostumbrado a que le pase, no se siente disgustado. Ni siquiera
molesto. Solo cansado y aburrido. Esto lo irrita aún más. Como si él fuera
únicamente rutina.
—Porque si yo fuera tonto me hubieran atrapado mucho antes, ¿verdad? Y
mucha gente seguiría todavía viva —cree haber captado por un segundo la
atención de su interrogador al hacer esta afirmación, y decide continuar en esa
dirección—. Si fuera un estúpido como ustedes, no llevaría más de treinta años
libre como un pájaro, asesinando gente a troche y moche y disfrutando como un
loco con ello. Pues que lo sepan: no me han atrapado, he sido yo el que me he
dejado atrapar. ¿No se han dado cuenta de que los estaba esperando?
Acompaña este último comentario con una risita sardónica que le hace por fin
recuperar la sensación de que tiene el control. Qué le importa quién sea el pelele
que tiene delante. Él es el protagonista del drama, el personaje central de la
tragedia, el indiscutible rey de aquella pantomima absurda.
—Así que disfruta matando —le pregunta lacónicamente el hombre mientras se
echa hacia atrás en su silla, dejando de prestar atención a los papeles que hay sobre
la mesa. El prisionero percibe ufano que ese tema sí parece motivar a su captor y se
prepara para darle una lección que no olvidará jamás.
—¿Que si disfruto? —responde mientras le arroja a la cara una risotada cruel—.
Digamos que es lo único interesante que se puede hacer en esta vida insulsa. Un
bocado exclusivo destinado a dioses y elegidos. Ustedes, personas vulgares y
anodinas, vagan por el mundo arrastrando una existencia gris y mediocre; cuando
se quieren dar cuenta están amarrados a la cochambrosa cama de un olvidado asilo
haciéndose sus necesidades encima. Yo, en cambio, he saboreado los placeres más
exclusivos que se puedan imaginar. Me he deleitado con los goces más prohibidos
hasta quedar por completo saciado. Yo he visto, he probado y he hecho cosas que
ni en sus más locas fantasías podría siquiera acercarse a sospechar. Matar solo es la
guinda final, el colofón inevitable, aunque he de reconocer que es de lo más
divertido y gratificante. Pero, claro, eso es algo que su estrecha y trivial mente no
podría llegar a entender nunca.
—Lo que no entiendo es por qué se muestra tan contento. Todo eso se acabó
para usted. Ha perdido.
—¿Perdido? ¿Cree de verdad que yo he perdido? Llevo desde mi más temprana
juventud cometiendo violaciones, mutilaciones y asesinatos pavorosos. He
acabado con la vida de cientos de personas de las formas más atroces e impías
imaginables. He transgredido todas las leyes humanas y divinas. No hay pecado
que no haya cometido, frontera que no haya traspasado. Y ahora que ya soy un
hombre mayor es cuando me detienen. No, son ustedes los que llevan decenas de
años perdiendo. Y yo he ganado una vida rica en sensaciones y emociones.
Digamos que, en realidad, ya llegaba la hora de retirarme y descansar. En mi
opinión, el partido ha acabado: ustedes uno, yo… mil. ¡Je, je! ¿Entiende? ¡MIL!
Era una casa grande, y se notaba que su propietario era o hab ía sido bastante
adinerado. Las paredes estaban cubiertas de cuadros que daban la sensación de ser
originales, y no meras réplicas, y por doquier había esculturas y muebles de esos
que la gente como él únicamente podía ver en los escaparates del centro y en las
series de televisión. Entró en el imponente salón de la casa, que estaba organizado
en torno a una magnífica chimenea rebosante de cenizas todavía humeantes. Una
primera inspección ocular de estas le reveló que provenían de un gran número de
papeles y documentos quemados, que alguien se había tomado la molestia de
destruir a conciencia. Luego, el fuego se había acabado apagando solo al dejar de
ser alimentado. Frente a la chimenea, un enorme sillón de cuero. Inclinado sobre él
distinguió a su subinspector adjunto, que había llegado antes que él e iniciado los
primeros pasos de la investigación; con expresión ceñuda comentaba algo con otro
de los chicos de la Científica. Al verle le indicó con un gesto que se acercara. Pronto
descubrió qué era lo que tanto los atareaba. Sentado en aquel asiento yac ía otro
cadáver. Tenía la cabeza reventada y restos de sangre y vísceras manchaban la cara
tapicería a su alrededor. Notó otra punzada en las tripas y no pudo evitar que se le
escapara un gesto de dolor y disgusto.
Su subordinado, un joven universitario muy espabilado que había demostrado
una envidiable capacidad solo comparable con su ambición, se percató y trató de
animarle con un comentario amable:
—Enseguida te acostumbras al olor. Póngase esta crema bajo la nariz y lo notará
menos. Es nueva, me la han pasado los del Anatómico. —Tras ver que el inspector
seguía sus indicaciones, empezó con su profesionalidad habitual la relación de lo
descubierto hasta ese momento—. Ya ha visto el primer cuerpo ahí fuera, colgado
sobre la verja. Todavía no lo hemos identificado, así que lo hemos llamado por
ahora sujeto A. Tampoco tenemos muy claro quién es este, así que, siguiendo la
pauta, sujeto B. Puede ser el dueño de la casa, pero aún no lo hemos confirmado.
Lo único que podemos conjeturar por el momento es que ha muerto de un disparo
en la cabeza, en principio parece que realizado por él mismo, o al menos así se
pretende que lo creamos. Sin embargo, hay tantas cosas extrañas en este caso que
no me atrevo a aventurar nada definitivo. Todavía empuña la pistola, pero cuando
le enseñe lo que hemos encontrado, comprenderá mis reservas.
El inspector miró el arma, que todavía aferraba la mano derecha del fallecido,
con el dedo en el gatillo, y el vaso de whisky que aún conservaba en la izquierda.
Tal vez por deformación profesional no pudo dejar de fijarse en ellas. Estaban
llenas de cicatrices y heridas, algunas recientes, como si en los últimos meses
hubiera estado realizando algún tipo de actividad física especialmente dañosa.
Suspiró desalentado. «Un tío empalado en la valla exterior y otro dentro con un
tiro en la boca», recapacitó en silencio. «Qué cosa más rara. Un crimen pasional, un
ajuste de cuentas. De momento puede ser cualquier cosa. Y parece que todavía hay
más.»
Como si hubiera escuchado sus pensamientos el subinspector se levantó y le
pidió que lo acompañara fuera de la habitación. Mientras salía reinició su
exposición.
—Cuando llegamos la puerta del salón estaba cerrada por dentro, pero alguien
había forzado la de la entrada. Así que empezamos a registrar la casa para ver si se
había producido un robo, y al llegar a la despensa nos encontramos con esto. Un
buen trabajo. Si no estuviese abierta, probablemente no lo habríamos hallado
nunca.
Lo había llevado a la cocina, en la que en uno de los laterales se abría una puerta
que daba a un pequeño cuarto lleno de estanterías ocupadas por todo tipo de latas
y productos alimenticios. Sin embargo, la pared del fondo estaba desplazada y
mostraba tras ella una especie de trampilla que en circunstancias normales
permanecería disimulada y que daba a unas escaleras que descendían a lo que
debía de ser un sótano. Un subterráneo escondido, en todo caso, bien oculto en
aquella inofensiva estancia.
Se asomó al agujero y tuvo que refrenar una arcada. La pestilencia que inundaba
de un modo sutil toda la casa parecía provenir de allí, y ni con la crema que le
habían dejado se paliaba. Por la cara que ponían los guardias que custodiaban el
lugar, lo que ahí abajo los esperaba tenía que ser extremadamente desagradable.
«Mierda de trabajo», se dijo a sí mismo antes de descender tras el subinspector.
A pesar de la rabia que pone en sus palabras, la mirada del hombre le sigue
pareciendo vacía, como si estuviera hablando de algo que ni lo incumbiera ni fuera
con él. Lo observa más detenidamente. Tiene el rostro arrugado, curtido por el
tiempo y las preocupaciones. Su voz es ronca, profunda, desgastada. Pero, con
todo, nadie puede ser tan inmutable, tan inconmovible. Es antinatural, a pesar de
la experiencia o entrenamiento que se posea. En ese momento su mente se ilumina
y comprende que esa apatía no puede ser sino fingida. Un mero truco policial.
Decide entonces sacar la artillería pesada.
—Pero repito que no es la muerte en sí lo mejor. Cuando los despachas ya se
acaba todo y solo queda limpiar y recoger. Lo principal, lo que realmente es
fascinante y cautivador, es todo lo que pasa antes. ¡Oh, si! Es ese poder que
experimentas cuando tienes un ser en exclusiva para ti, por completo a tu merced.
Cuando sabes que puedes hacer lo que quieras con él, y que él también lo sabe.
Cuando ajeno a sus suplicas confirmas por fin sus peores temores y empiezas
lentamente a provocarle el mayor sufrimiento que pueda concebir. Poco a poco, sin
prisas, regodeándote en descubrir qué es lo que le causa más daño, lo que le da
más pánico. Cuando lo destrozas física y emocionalmente, y ves en sus ojos el
miedo, la angustia, la desesperación. Entonces sabes que eres un dios, un artista
omnipotente capaz de crear nuevas y más delirantes cotas de depravación y
brutalidad.
Nada, no consigue arrancarle ni una mueca. Permanece con la misma mirada
hueca, anodina, de ternero degollado. Como si estuviese presenciando un aburrido
reportaje sobre insectos africanos. Enfurecido y contrariado, se pregunta quién se
cree que es aquel tipejo para mostrar tal apatía e indiferencia cuando le está
narrando el espantoso padecimiento de decenas de seres humanos, su obra
maestra, el soberbio trabajo de toda su vida. Decidido, se promete a sí mismo
conseguir acabar con aquella máscara. Se iba a enterar aquel besugo sin alma de
quién era él. Tuerce el ceño y deforma todo lo que puede sus rasgos con la que
considera la peor y más cruel de sus sonrisas antes de continuar.
—¿Sabe?, al principio los mataba enseguida. Era inexperto, inseguro.
Experimentaba el típico temor de principiante de que algo no saliese bien. Además
me subyugaba la fuerza de ese momento de inmolación, de exterminio, de
supremo mal. Creía que eso era la consumación de lo que hacía. Luego comprobé
que una agria insatisfacción me invadía cuando acababa. Era como si me quedara a
medias: tanta preparación no tenía un premio adecuado. Caía frustrado sin
comprender dónde estaba mi error. Fue una época en la que traté de compensar mi
desengaño aumentado el ritmo de mis asesinatos. Hasta que tuve una de mis
revelaciones. Mientras acuchillaba, ya aburrido, el cuerpo tumefacto de mi última
adquisición, comprendí de repente que el auténtico goce no se estaba produciendo
en ese momento, sino que lo había obtenido en todos los previos. En todo ese
tiempo desde que mi presa comprendía su situación hasta que, angustiada, llegaba
a expirar. Y fue a partir de ese instante cuando empecé a ejercitarme en aquello en
lo que soy sin duda el mayor de los genios que han existido. Aquello que me hace
diferente, único, el más grande. Fue entonces cuando empecé a dedicarme con toda
mi prodigiosa capacidad a descubrir cómo estirar esa agonía hasta el paroxismo.
Practiqué días enteros torturando y atormentando a mis víctimas, prolongando sus
sufrimientos, parando cuando veía que se me iban y haciendo que se recuperasen
de nuevo lo suficiente como para poder comenzar otra vez. Hasta que el
aburrimiento me invadía y decidía que había llegado el momento de buscar un
nuevo juguete.
—¿Días?
—¿He dicho días? Quería decir semanas. Meses. Je, je, me ha costado toda una
vida de dedicación perfeccionar la técnica. Pero su ineficacia, sí, su ineficacia a la
hora de atraparme me ha dado tiempo más que de sobra como para superar todas
mis expectativas. No me he privado de nada. De nada. No hay nada que ya me
quede por hacer. Ninguna atrocidad que no haya cometido. Ninguna tortura que
no haya practicado. ¿Sabe dónde empecé a inspirarme? Con las novelas y las
películas. Es increíble lo que se les puede llegar a ocurrir a esos escritores y
guionistas. Están aún más perturbados que yo. Siempre que anunciaban una nueva
película de psicópatas o veía una obra sobre crímenes, la devoraba con fruición y
apuntaba todo lo que aprendía con intención de poder aplicarlo luego. Aunque la
realidad nunca era como en ellas. Mucho de lo que se cuenta o se relata no acaba
de funcionar bien, o no tiene los efectos que se prevén. Depende de muchos
factores, hay muchísimas cuestiones inesperadas. De hecho, hasta que no pruebas
no lo puedes confirmar de verdad. Y luego está la gente. Cada persona es distinta.
Hay algunos que se mueren enseguida y, en cambio, hay otros que aguantan
barbaridades aferrándose como gatos a la vida.
No sabe bien si con esto último ha conseguido impactarle o no. La cara del
interrogador no es tan apática e inexpresiva como antes, pero tampoco muestra
una especial sensibilidad a lo que le está narrando, o no reacciona al menos como
esperaba. «Es un curioso sujeto, muy curioso», reflexiona, vislumbrando que tal
vez no sea tan torpe e insulso como pensaba en un principio. Lo ve apoyar sus
codos sobre la mesa y nota cómo por primera vez se le queda mirando fijamente.
Su voz ahora parece más cavernosa, áspera.
—¿Y las libretas?
—Ah, las han encontrado. —Este nuevo giro le hace sonreír y recuperar su
arrogancia inicial. No esperaba que fuera tan pronto, pero ya había previsto este
hecho—. Pues entonces sabrá a qué me refiero. Son mis apuntes, el sumario de
todo lo que he aprendido todos estos años sobre el sufrimiento humano. Cómo
causarlo, cómo multiplicarlo hasta más allá de lo concebible. Cómo convertirlo en
un refinado arte. Se sorprenderán de lo que soy capaz de hacer con un simple
folio…He compendiado, sistematizado y ejemplificado toda la sabiduría sobre el
tormento que he practicado hasta sus últimas consecuencias. Todo está allí. Todo.
Con ejemplos, fotos, dibujos y comentarios. No tengo por qué ser modesto. Esas
libretas son el tratado definitivo sobre el horror. La enciclopedia definitiva del mal.
El libro más aterrador y maldito que se haya existido jamás. Je, je, je, hasta el
mismo demonio palidecería leyéndolo.
Dijo estas últimas palabras casi gritando, enfebrecido por su mesiánica
disertación. No cabía duda de que se sentía orgulloso de su obra. Sin embargo,
toda esa arrogancia no parecía hacer mella en su oyente, que se limitó a contestarle
imperturbable.
—Sí, ya he podido visitar el lugar donde llevaba a cabo esas...
experimentaciones.
—Ah, veo que ya conoce mi pequeño refugio secreto, mi peculiar sancta
sanctórum. Espero que sepan apreciarlo en lo que vale: han sido años de
dedicación y mucho talento derrochado. Seguro que se han llevado alguna
sorpresa, ¿eh? Ya les dije que los esperaba. ¡Je, je, ese chalet se va a volver famoso,
ya lo verá! Incluso, cuando acabe de contar todo con pelos y señales, puede que lo
conviertan en un lugar de peregrinación y culto. Entre lo que hay ahí y mis
memorias, voy a ser más rico de lo pueda siquiera soñar. Sí, voy a poder pagarme
los mejores abogados del mundo, y aún me quedara, para cuando salga del
manicomio, dinero suficiente para proporcionarme una confortable vejez. Y es que,
en el fondo, la gente es en su interior tan morbosa y depravada como yo, pero,
claro, solo unos pocos elegidos tenemos el valor suficiente para dar el siguiente y
definitivo paso hacia la gloria...
¿Qué era todo aquello? ¿Qué clase de ser inhumano podía haber ideado un lugar
así? Aquellas salas llenas de artilugios y herrumbre eran la pesadilla de un loco.
No, peor aún, de un concilio de locos. No podía creer que nadie fuera capaz de
concentrar tanta demencia. Aquel era un rincón del infierno, un pasaje a la maldad,
al terror, a la infamia. No había palabras para describirlo. No había corazón ni
alma que pudiera soportarlo.
Lo más pavoroso era comprobar que todo estaba usado. Que no era un simple
museo del horror, ni la loca obsesión de un perturbado coleccionista de réplicas o
artificios. Todo estaba cubierto de restos orgánicos, palpitantes, casi aún calientes.
Todo transmitía dolor, muerte, desesperación. Aquel era un taller, un laboratorio
empírico del martirio. El ponzoñoso hogar del más desalmando de los monstruos.
El trabajo de años de ignominia, de crueldad, de enajenación.
Y era enorme, parecía no acabar nunca. Pasaron de una pieza a otra sin que su
capacidad de sobresalto disminuyera. Aquello empeoraba cada vez más.
Empezaron a ver despojos humanos, trozos aquí y allá, vestigios de las atrocidades
cometidas. En una de las salas se toparon con varios montones de tierra, como
improvisadas tumbas, de un tamaño tan escaso que le heló la sangre. Sin embargo,
le llamó la atención la pulcritud y esmero que se habían tomado en dar sepultura a
quienes las ocupaban, en oposición a la brutalidad que demostraba el resto de lo
que presenciaban. Sus piernas empezaban a fallar y un mareo sofocante
comenzaba a aquejarlo. Le costaba respirar. Incluso sus ojos se nublaban como si
quisieran dejar de ver toda aquella podredumbre.
—Sé cómo se siente. A mí me ha pasado exactamente lo mismo —escuchó la voz
de su guía por aquel pasadizo del averno. Hablaba en voz baja, como si hacerlo
alto pudiera perturbar los fantasmas que allí habitaban—. Nunca había visto…
Nunca había imaginado nada así. Sin embargo, cuando se recupere quiero
enseñarle dos cosas. Una de ellas no la habíamos apreciado hasta hace poco, y es
muy curiosa. La otra… La otra tendrá que verla por sí mismo.
Ve cómo el hombre extrae de un bolsillo de su traje gris una de sus libretas. Se
siente satisfecho. Siempre había esperado que su arresto conllevase una gran
expectación, una auténtica conmoción en la sociedad. No era para menos, desde
luego. Por un momento había temido que todavía no se hubieran percatado de la
extrema relevancia de su prisionero. Pero al verle sacar aquel librito anillado
comprende que están al tanto de la trascendencia de su figura. Que comprenden
que están haciendo historia. Tal vez del lado más oscuro de la condición humana,
pero historia al fin y al cabo.
Una foto cae de entre sus páginas sobre la mesa, boca arriba. Se fija en ella. Una
chiquilla de rubios cabellos, con un sombrero de paja lleno de flores, que monta
una bicicleta rosa. Una imagen bucólica y entrañable. La había tomado mientras
paseaba con su furgoneta en busca de nuevas víctimas. El interrogador la recoge y
se queda observándola unos segundos. Se le ocurre entonces que tal vez sea buena
idea aportar algunos datos sobre ella, para acabar así de convencerlo de la
veracidad de sus afirmaciones y arrancarle de una vez esa pasividad fingida.
—Recuerdo a esa pequeña. Fue ya hace algunos años, cuando empecé a ensayar
con niños. Son mucho más resistentes que los adultos, ¿sabe? A pesar de su
aparente fragilidad, son duros como piedras y aguantan como lobos. No como los
bebés, ¿verdad?, los bebés son otra cosa —ríe complacido por su broma, y mira de
nuevo la imagen de la niña, tratando de rememorar algún detalle morboso sobre
ella—. Precisamente esa fue de las que más tiempo resistió. Creo que está todo bien
anotado allí; soy muy escrupuloso al respecto. Y es que aprendí mucho con ella.
Fue, desde luego, una adquisición muy valiosa.
Se queda atónito. Por fin ha conseguido que su interrogador reaccione. Por fin.
Una lágrima, solitaria y brillante, resbala por su agrietada mejilla. Está a punto de
echar una carcajada de felicidad cuando su instinto le dice que algo no va bien.
Algo no cuadra. Aquel hombre acaricia la foto de una forma extraña. Hay algo
inexplicable, anómalo en todo aquello. Ya no le gusta ni disfruta con la entrevista.
Cree que ha llegado la hora de parar esa pantomima, y pedir un abogado. Se han
acabado las contemplaciones. Es hora de empezar a preparar el alegato de
trastorno mental que, previsor, ha estado planificando todos estos años,
recopilando informes médicos y psiquiátricos que probarían sin lugar a duda que
es un enfermo y que su grave deterioro psíquico ha sido el único y auténtico
causante de todo. Quedará así eximido de toda responsabilidad penal, lo que le
librará de la prisión y hará que le recluyan en un mucho más benevolente sanatorio
para enajenados, del que, de acuerdo con la legislación vigente, más tarde o más
temprano conseguirá salir. No, ya ha hablado demasiado y le inquieta la actitud de
ese extraño individuo. Eleva la voz un poco más de lo que le hubiera gustado para
reclamarlo, sintiendo que quizás haya notado el nerviosismo que se ha apoderado
de él.
—¡Quiero un abogado!
Sonríe, en el fondo lo tiene donde quiere. Seguro que está deseando golpearle,
pero no puede. No, es él quién tiene todos los ases de la baraja.
—Dígale a sus superiores que no diré una sola palabra más hasta que tenga un
abogado. —Su cara se contrae en una mueca diabólica cuando añade—: La Justicia
me ampara.
El hombre deja de mirar la foto y clava en él los dos ojos más fríos y grises que le
hayan mirado en su vida. Sin embargo le son extrañamente familiares. Trata de
recordar dónde los ha podido ver antes, hace poco. Tal vez en su sueño, en los de
las aves que volaban alrededor de aquella torre de iglesia... No, no, esos lo
contemplaban caer con rabia y rencor. Esta mirada es distinta. Sí, también estaba
en su sueño, pero no era la de los pájaros. Era la que veía en el cielo, en forma de
tormenta, de huracán enardecido, de ciclón desatado con furia infinita. La mirada
de un dios ancestral e implacable.
—Lo primero es que todo lo que está viendo aquí está inutilizado, roto. Podemos
intuir que se trata de instrumentos de tortura, algunos muy sofisticados, pero
alguien se ha tomado tiempo y trabajo en hacerlos inservibles para su infame
propósito. Es algo insólito que un psicópata decida hacer algo así con lo que no
deja de ser, en definitiva, su material de trabajo.
El inspector alargó la mano y cogió una especie de espátula que reposaba sobre
un banco a su lado. Efectivamente estaba doblada y le faltaba un trozo, aunque
estaba claro por los restos que había sido usada para un oscuro propósito. La arrojó
lejos de sí como si quemara. Se frotó la mano con el abrigo tratando de limpiarse
una inexistente pero repugnante mancha. Notó cómo su estómago empezaba a
licuarse dentro de su tripa y echó mano de la medicación antes de que el vómito le
subiera por la garganta.
—Lo segundo nos espera en esa habitación. Se trata al parecer de la última
víctima del caso, y... es… está… Bueno, mejor que lo vea por sí mismo.
Entró en la última sala con aprensión, notando el hedor que lo impregnaba todo.
Estaba oscuro. Cuando se acostumbró a la penumbra, lo vio tumbado sobre una
especie de camilla. Era un bulto deforme, pequeño, del que colgaban indolentes
jirones de ropa. Al acercarse, se dio cuenta que no era tela lo que colgaba de él, sino
su propia piel desprendida con esmero y pericia. Lo que creía que eran las
perneras de un pantalón y las mangas de una camisa, eran en realidad sus brazos y
piernas, a los que alguien con paciencia e inicua técnica había extirpado los huesos
y vuelto a coser los cortes. Un examen más detenido mostraba heridas y
laceraciones imposibles, mutilaciones cuidadosamente cauterizadas,
deformaciones conseguidas de modos atroces. Aquello solo tenía una leve
reminiscencia humana. Parecía más un amasijo de vísceras y órganos separados y
vueltos a juntar con la pericia de un cirujano y la inexperiencia de un niño
perverso. No pudo ni quiso quedarse mirando más rato aquella cosa. Nada de lo
que había visto en su ya dilatada carrera lo había preparado para algo así.
Escuchó la voz del subinspector llamándolo. Estaba examinando las hojas y
papeles que colgaban de un corcho en la pared. Hab ía un calendario en el que
alguien había tachado los días uno por uno con una cruz roja, como anotando el
tiempo que quedaba para algo, o que duraba una determinada actividad. Se
estremeció. El calendario estaba lleno desde principio de año, y sobre la mesa que
había frente a él, yacía un calendario similar del año anterior, con iguales
tachaduras. Un folio con algo escrito a mano que reposaba sobre ellos captó su
atención.
Lo cogió. Notó su pulso temblar y su pelo erizarse con un escalofrío mientras
leía aquellas palabras garabateadas con trémula mano sobre aquel papel
manchado con algo más que sangre.
Hoy he acabado, por fin. No puedo recordar cuantos meses llevó aquí encerrado con él.
Ni me importa. He dejado ya de pensar, de razonar, de sentir. Me he convertido en una
simple máquina que ejecuta con precisión y sin sentimientos todo lo que hay en sus diarios.
Sí, parecía imposible, pero lo he hecho. He reproducido una por una todas las torturas que
aplicó a sus víctimas, hasta donde podía ver su vida peligrar. Le he pagado con su misma
moneda, devolviéndole todo el sufrimiento que ha causado a los demás. Todo. Literalmente.
Aunque yo también he pagado por esta justicia primordial un precio muy alto. He tenido
que dejar por el camino mis sentimientos, mis emociones, mi propia alma. Para atraparlo he
traspasado todos los límites profesionales y morales que rigen el mundo de los hombres.
Para ejecutar la condena, he ido más allá de la cordura, de la crueldad, de mi propia
condición de ser humano. Pero ya no hay vuelta atrás. He vengado a mi pequeña y a todos
los demás. Únicamente lamento no haber llegado antes para evitar su última atrocidad.
Dios tenga en su gloria a esos pobres inocentes. Ahora, solo me queda descansar. Inutilizaré
las aberraciones que he empleado todo este tiempo, y quemaré en la chimenea sus malditas
libretas. Luego, cerraré los ojos y buscaré la paz que él me quitó. Todo está hecho.
El inspector empezó a intuir qué había ocurrido allí. Poco a poco fue atando
cabos y comprendió que habrían tardado meses en descubrir aquella carnicería si
no llega a ser por el pobre diablo que colgaba allí fuera. Probablemente un ladrón
de poca monta atraído por el lujo de aquella residencia y la falta de seguridad que
parecía tener. Un desdichado que registrando la casa se había topado con aquel
horror y había escapado, despavorido, con tan mala fortuna de tropezar y caer
sobre las lanzas que adornaban la verja por la que trataba de huir
apresuradamente. Como si todo el mal que había habitado en aquella abominable
casa pesara como una maldición sobre ella y alcanzara a cualquiera que se acercara
lo suficiente.
Tuvo que apoyarse para poder continuar de pie. No pudo siquiera imaginar la
resolución de aquel hombre, su renuncia en pos de la venganza más feroz…
La luz de la habitación se encendió. Por fin un agente había localizado el
interruptor. Un estremecedor gemido surgido de lo más profundo del averno los
sobrecogió. Se giraron pálidos y desencajados.
Aquella cosa sobre la camilla seguía viva.
FIN
La ciudad inhabitada
¡Morir... dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar!
Hamlet, William Shakespeare
Primera parte
1
Ajustó el volumen de su reproductor mp3. La música de Queen atronó en sus
oídos aislándolo del exterior y, por extraño que pudiera parecer, ayudándolo a
concentrarse mejor en el desafío que tenía por delante. Frente a él, a unos
doscientos metros, cinco compactas filas de coches esperaban con los motores
rugiendo a que el semáforo se pusiera en verde. Era hora punta, los conductores
tenían prisa y no estaban dispuestos a perder ni un segundo en llegar a casa, y
menos a arriesgarse a acabar atrapados en el previsible atasco del viernes. En
cuanto la señal se lo autorizara, pisarían a fondo el pedal y saldrían disparados a
toda velocidad hacia donde él se encontraba.
Sacudió los brazos y movió la cabeza a ambos lados, para desentumecer el
cuello. Debía tener todos sus sentidos al cien por cien si no quería fracasar. Sus
músculos debían responder al instante, sus reflejos debían estar a punto. Cuando la
canción alcanzaba su clímax contempló cómo la primera hilera de vehículos partía
hacia él a plena aceleración, seguida de la segunda, la tercera... Y él en medio de la
carretera, en mitad de su trayectoria, tenso como un gato, sin inmutarse ante la
avalancha de metal y caucho que se le aproximaba atronadora como una retorcida
estampida. Pronto los coches adquirieron mayor velocidad y empezaron los
primeros cambios de carril, con los que buscaban adelantar apenas un escaso
margen. Aquella caterva de oficinistas y funcionarios de clase media se
comportaban como si estuviesen en un coliseo, compitiendo por ahorrarse unos
metros y situarse por delante de sus contrarios. Cuando llegaron a su altura, nadie
respetaba ya los carriles ni las mínimas normas de prudencia.
Pero él estaba preparado. Seguro de que lo ignorarían y que no harían nada por
tratar de esquivarlo, se situó en medio de los dos primeros coches que alcanzaron
su posición, los cuales pasaron uno a cada lado sin mayor problema. Eso había
sido lo más sencillo, pero ahora tenía que moverse con rapidez si no quería ser
arrollado por los siguientes. Con la adrenalina disparada esquivó con agilidad una
furgoneta que se abalanzaba sobre él por la derecha y, acto seguido, retrocedió
para dejar paso a un monovolumen en cuyo trayecto se hab ía colocado. Un nuevo
salto hacia atrás evitó que el retrovisor de un todoterreno azul le reventara la
cabeza, y enseguida tuvo que arrojarse al suelo para dejar que un pequeño camión
de reparto le pasara por encima ante la imposibilidad de esquivarlo de otro modo.
Por ahora iba consiguiendo eludir la fatídica colisión, pero todavía quedaban
muchos peligros que sortear. Nada más superar al camión, tuvo que rodar sobre sí
mismo para evitar un deportivo rojo que, como si fuera un inquieto ratoncillo, no
paraba de cambiar continuamente de carril. Tumbado en el suelo no aguantaría
mucho, así que haciendo acopio de sus fuerzas se incorporó a toda velocidad justo
a tiempo para esquivar el parachoques de un pequeño utilitario verde a cuyo
flemático conductor pudo ver muy de cerca. Pero no hab ía tiempo que perder
porque ya el siguiente vehículo se precipitaba sobre él. Esta vez optó por girarse
lateralmente y dejarlo a su derecha, rezando para que el vehículo que le sucedía no
pretendiese hacer lo mismo. Un nuevo brinco le permitió continuar un poco más,
pero con tan mala suerte que perdió el equilibrio y cayó de rodillas justo delante de
una ambulancia que, con las luces apagadas, debía de regresar de un servicio. Alzó
la cabeza solo para poder distinguir la cara aburrida de su conductor, quien sin
parar de mascar chicle no parpadeó siquiera mientras se precipitaba sobre él. Una
nueva canción empezó a sonar a todo volumen en sus auriculares mientras por
instinto levantaba sus brazos en un gesto espontáneo e inútil de defensa.
2
Gotas de sudor perlaban sus cuerpos desnudos y azorados. Él los observaba oculto
en la penumbra, sentado en una butaca al fondo del dormitorio, desde donde tenía
una visión privilegiada de su intenso juego amoroso. No quería perderse ningún
detalle. Ellos, por su parte, no ponían limitación alguna a sus efusivas maniobras,
jugando una y otra vez a cambiar de postura, demostrando un aguante, una
agilidad y una fuerza realmente envidiables. Parecía como si fuera un combate en
el que cada uno pugnara por producir mayor y más perverso goce a su oponente.
Ella se movía como una pantera, ronroneando a veces y otras gimiendo y
suplicando a su pareja que no se detuviese. Él ejercía de gladiador romano: la
poseía con fuerza, casi con rabia, consumando el acto sexual como si fuera un
sacrificio ritual o una pelea a muerte, usándola como una muñeca a la que giraba y
doblaba a placer. Pero tan rudos gestos no amedrentaban a la que parecía su
contrincante, sino que la hacían más receptiva y más solícita: cada vez lo requería
con mayor energía. Observándolos, al ver sus lúbricos manejos y sus libidinosas
maniobras, comprendía que aunque él parecía dominar la situación con su
brutalidad y violencia, en el fondo era ella quien movía los hilos, quien hacía del
placer su único anhelo y de su compañero un mero instrumento para su gozo.
No dejaron ninguna parte de sus cuerpos por disfrutar con lascivia. Cada
abertura fue horadada en profundidad, cada centímetro de piel lamido con
fruición y denuedo y cada posición, por extraña y antinatural que pudiera parecer,
adoptada sin respiro con la habilidad de unos incontinentes acróbatas. No hubo
pausas tras los orgasmos, ni respiro o descanso tras cada envite, como si detenerse
fuera sinónimo de morir, o no pudieran, supieran o quisieran hacerlo. Los suspiros
se tornaron gritos, los gritos aullidos y estos risas obscenas y nuevos comienzos.
Las palabras solo existían para requerir más fogosidad, para exigir impúdicamente
mayor entrega.
Él los observaba con atención, totalmente absorto por la intensidad del
encuentro, sin pudor, sin pestañear siquiera, como si su mirada formase parte
fundamental de ese juego sexual. Sudaba con ellos, se agitaba con ellos, jadeaba
con ellos. Todo su ser parecía proyectado a través de sus ojos hacia el fuego y la
pasión que presenciaba, uno más en aquel húmedo desenfreno sin límites ni
respiro. Su mano se agitaba en su entrepierna, acompasando su r ítmico
movimiento a los de ellos, encargándose de sumarse a su placer en la distancia.
De repente ella, tras el último éxtasis conseguido, aprovechó su temporal
posición a horcajadas sobre su pareja para incorporarse manteniendo la
penetración a que era sometida como si ella fuera un jinete y él su exhausta
montura. Al girar la cabeza echó su pelo a un lado y se encaró con su oculto y
mudo espectador. En su empapado rostro, aún sofocado por el reciente orgasmo,
pleno de satisfacción, se dibujó una perversa sonrisa, desafiante, salvaje, que
contenía todo el deseo del mundo, toda la pasión animal de la que un ser humano
es capaz. Y ante la infinita lascivia de la misma y la indómita mirada de gata en
celo que clavó sobre él, este ya no pudo contenerse por más tiempo y dejó que su
miembro estallara e inundara de viscoso fluido sus dedos.
3
Le gustaba sentarse en ese banco y observar a los niños jugar. El parque, a esas
horas de la mañana, estaba lleno de vida y de luz, y los rayos del sol calentaban
tanto el cuerpo por fuera como el alma por dentro. La brisa corr ía fresca, traía
aromas ocultos y ancestrales, y la vegetación se agitaba con ella como si saludara el
milagro de la existencia. El murmullo de las hojas se mezclaba con los gritos
excitados de los pequeños que, sintiéndose seguros rodeados de sus padres,
corrían de un lado para otro afanados en decenas de tareas inocentes e inútiles,
pero que les hacían explotar cada dos por tres en limpias carcajadas.
Él los contemplaba y sonreía a su vez, contagiado por su entusiasmo y su
ingenuidad. Miraba al pelirrojo de pantalones cortos, empeñado en llenar de arena
un cubo para luego girarlo sobre el suelo y comprobar una vez más que sin la
humedad precisa su frágil construcción se desmoronaba sin remedio. Dos niñas,
un poco más allá, se intercambiaban sus muñecas y jugaban a desnudarlas y
vestirlas de nuevo con las ropas canjeadas, investigando desconocidas y
sorprendentes combinaciones. Otros dos infantes miraban con espanto y
admiración cómo un tercero cumplía su bravuconería de subir a lo más alto del
columpio, escalando por la red de cuerdas. Este, dispuesto a no caer en el bochorno
de echarse atrás, ascendía casi temblando por ellas, a sabiendas de que estaba en
territorio de los mayores y que ese desafío quedaba algo por encima de sus
posibilidades. Aun así conseguía su propósito y sobreexcitado gritaba desde arriba
su nueva condición de rey del mundo. Otra cosa sería bajar, pero eso, en esos
momentos, no le importaba en absoluto.
Y había muchos más aquella hora en aquel lugar, todos pletóricos de vida, de
alegría, de emociones tan puras que casi se podían acariciar y que eran para su
corazón desolado como un cálido aliento que lo aliviaba y le hacía olvidar la
auténtica realidad.
Un soplo de viento más fuerte que los demás le puso alerta. Un escalofrío le
recorrió de arriba abajo la médula espinal. Apesadumbrado y lleno de malos
presagios miró al norte, de donde provenía aquel extraño fenómeno. Al poco
comprobó que la nube de polvo y humo se elevaba por encima de las copas de los
árboles cercanos para caer vertiginosamente sobre el feliz grupo, el cual no
reaccionó ante tan repentino ataque. En segundos, todas sus figuras se diluyeron
en la agitada niebla que se formó alrededor, y apenas un minuto más tarde nada
quedaba de ellos en aquel jardín. Ni siquiera el eco de sus risas. Apenas la sombra
de sus pisadas. El sol desapareció y todo quedó bañado por aquella extraña
luminiscencia espectral, que difuminaba los colores y las formas, como si el mundo
se hubiera desteñido con una lluvia de ácido.
4
Allí estaba ella, como cada mañana a esa hora. Vestida con un jersey de punto y
una bufanda de vivos colores, abrazando con gesto coqueto la carpeta en la que
llevaba sus apuntes. Su pelo largo, oscuro y lleno de brillos, ca ía apenas recogido
por una horquilla por su espalda y sus pálidas mejillas reflejaban la baja
temperatura del ambiente. Como en un ritual que se repetía cada día, la veía
observar distraída un punto inexistente delante de ella, hasta que el ruido de una
motocicleta la sobresaltaba y parecía retornar al mundo de los vivos desde lo más
profundo de su ensimismamiento, como si recordara súbitamente dónde estaba y
por qué. Entonces hacía ese gesto tan suyo y que tanto le gustaba, ese mohín entre
disgusto y picardía, arrugando su naricita respingona, y exhalaba un suspiro que
se elevaba en forma de vapor hacia el cielo. Luego se quedaba observando con
fastidio la calle a su izquierda, a la espera de un transporte que nunca llegaba.
En ese momento sus compañeros en la parada parecían contagiarse de su
impaciencia y empezaban a rezongar inquietos por la tardanza del vehículo;
alguno llegaba a emitir algún bufido disconforme. Pero ella enseguida recuperaba
su sosiego y alegría natural, volvía a concentrarse en su dulce vida interior, y de
nuevo su mirada se perdía en mil mundos infinitos y dichosos.
Mientras la contemplaba, se preguntaba en qué estaría pensando en esos
instantes tan etéreos. Tenía que ser sin duda algo precioso, porque la cara se le
iluminaba, y parecía radiante, tranquila. Cuando la oía entonar entre susurros la
melodía que tan bien conocía, comprendía que era feliz. Que a pesar del frío, de la
espera y la pérdida de tiempo, ella estaba bien: irradiaba bienestar, paz interior, esa
calma que solo los que han encontrado su lugar en el mundo parecen tener. Y en
aquel momento deseaba con todas sus fuerzas poder salir de su anonimato,
adelantarse hasta donde ella estaba y presentarse, tomar su mano, acariciarla, rozar
con la yema de los dedos su pelo azabache, tan limpio, tan bonito. Pero no se
atrevía. Sabía que aquello sería como romper un hechizo, un encantamiento
mágico cuyas consecuencias era incapaz de prever, pero que lo asustaban
sobremanera.
Entonces ella bajaba de la acera, aprovechando la ausencia de circulación, y se
adelantaba unos metros, como si algo o alguien hubiera captado su atención.
Miraba al fondo de la avenida, con ojos extraños, y permanecía durante unos
segundos quieta, expectante, ajena a todo. Hasta que al fin elevaba lentamente un
brazo hacia delante, con la palma hacia arriba, como si se dirigiera a alguien
invisible, como si quisiera tocar o coger algo que no existiera sa lvo para ella. Un
gesto dirigido a la nada al que acompañaba una solitaria y furtiva lágrima que se
desplomaba por su mejilla sin que él fuera capaz de comprender ni de hacer nada
por evitarlo.
Segunda parte
1
Se levantó del suelo y se sacudió las rodillas, tratando de quitarse unas manchas
inexistentes:
—Esta vez casi lo logras.
Levantó la vista y contempló al hombre que le había hablado, que desde la acera
lo observaba taciturno. Llevaba un pantalón y un chaquetón negros de pana y se
tapaba la cabeza con un gorro de lana, similar a los que llevan los pescadores de
alta mar.
—Sí, bueno, me ha fallado la ambulancia, como siempre. Tengo que probar otro
sistema o ensayar otro recorrido porque de esta forma no hay manera. Mañana en
vez de esquivar el Land Rover por la derecha lo intentaré por la izquierda, a ver
qué pasa.
Permanecieron en silencio, sin prisa por continuar. A lo lejos, los vehículos que
acababan de invadir la avenida desaparecían envueltos en una nube de humo y
polvo. Cuando por fin estuvo preparado, empezaron a caminar calle abajo, uno al
lado del otro. El hombre de negro era más bajito y cojeaba ostensiblemente,
mientras que el temerario que había tratado de esquivar la avalancha mecánica era
alto y espigado, más joven, y llevaba un jersey de cuadros algo anticuado. Con la
complicidad que da una eternidad pasada juntos y un destino compartido, apenas
necesitaban mirarse para saber lo que el otro sentía y pensaba. Siguieron un buen
rato sin abrir la boca, reconfortados por su mutua compañía, pero a la vez notando
que esta no era suficiente para aliviar su interna pesadumbre.
—La próxima vez lo conseguirás —aseveró el hombre de negro sin dejar de
caminar y sin mirarlo siquiera.
—Seguro —respondió con igual parsimonia e indiferencia el joven del jersey a
cuadros.
Anduvieron juntos durante más de media hora, durante la cual no se cruzaron
con nadie. La ciudad parecía abandonada, desierta, como un pueblo fantasma de
las viejas películas del Oeste, solo que mucho más grande. Sin embargo, todo
parecía en su sitio; como si antes de irse, sus antiguos habitantes se hubieran
preocupado particularmente de dejarlo todo ordenado, limpio, preparado ante un
previsible regreso. Como, si en vez de desaparecer, hubieran acordado marcharse
todos juntos de vacaciones.
Llegaron a su destino, un enorme edificio de quince plantas que albergaba unos
grandes almacenes y cuya altura destacaba sobre los demás de la zona. Se
introdujeron en él y subieron por las escaleras hasta el último piso, que estaba
ocupado por una cafetería con enormes ventanales que ofrecían una esplendida
vista del resto de la ciudad.
Siguiendo una rutina bien aprendida, atrancaron las grandes puertas de la
cafetería y pusieron en marcha el generador de gasoil que les proporcionaría luz y
electricidad durante la noche. Nunca se habían encontrado con nadie desde que
comenzó aquella extraña situación, pero aun así se sentían más seguros con
aquellas puertas bien cerradas.
Luego, siguiendo la costumbre, se prepararon la cena y se dispusieron a tomarla
en la mejor ubicación del local, justo en la esquina, donde el panorama era
formidable.
—Antes, conseguir una mesa en este restaurante era prácticamente imposible, y
ahora lo tenemos enterito para nosotros dos solos —susurró con un deje
melancólico el hombre de negro.
No esperó respuesta a su comentario ni la obtuvo, y siguieron comiendo
tranquilamente sin dejar de observar cómo la noche y sus tinieblas parecían
devorar los edificios de la ciudad, poco a poco, diluyéndolos entre sombras. Aquí y
allá fueron apareciendo luces, ventanas iluminadas, edificios emblemáticos de la
ciudad alumbrados con potentes focos. No les causó ninguna sorpresa. Era un
fenómeno habitual. Al principio creyeron que se trataba de otros supervivientes,
pero al investigar comprendieron que eran lugares con generadores propios de
emergencia que saltaban automáticamente con la llegada de la oscuridad. Milagros
de la moderna domótica. Con el tiempo, irían desapareciendo. Los conectados a la
red de emergencia tardarían más.
Les parecía llevar años en esa situación, cuando apenas llevaban algunos días.
Tras finalizar la cena, el hombre de negro se encendió una pipa y se quedaron un
rato mirando las estrellas, que refulgían ante la ausencia de la habitual
contaminación lumínica y de una luna que las diluyese. Sus largas patillas y su
perilla le daban aspecto de viejo lobo de mar.
Fue él mismo quien rompió el silencio:
—He estado recapitulando sobre lo que puede haber pasado.
—¡Ya estás otra vez! ¡Qué carajo importará ya! —le respondió el joven, algo
contrariado—. Le hemos dado demasiadas vueltas. No podemos saberlo y a lo
mejor no lo descubrimos nunca. Simplemente despertamos en aquella perdida sala
del sótano del hospital, y no había nadie. En ningún sitio. Por mucho que
buscamos y recorrimos. Estábamos tú y yo solitos, como ahora, y ya está. Cuanto
antes lo asumamos, mejor. No quiero atormentarme más. Estoy cansado de dar
vueltas, de esperar, de ilusionarme. Únicamente quiero estar tranquilo y pasar lo
que nos quede lo mejor posible.
—Pero si perdemos la esperanza lo perderemos todo —repuso quejoso el
hombre de negro—. Debemos continuar investigando, reflexionando,
preguntándonos hasta encontrar respuestas. Tal vez no para hallarlas en realidad,
sino únicamente para no acabar volviéndonos locos. Solo el anhelo de recuperar la
libertad mantiene cuerdos a los presos. En esta inquebrantable cárcel, nosotros
también debemos luchar por aferrarnos a la esperanza por muy lejana o
inverosímil que parezca. Si no, si no...
El joven se giró para mirarlo en aquella penumbra, donde apenas distinguía su
silueta, y aunque en su fuero interno no confiaba en encontrar nada nuevo que
cambiase su situación, no quiso negarle ese leve hilo de ilusión al que era su única
compañía en aquella pesadilla.
—¡Qué pesado eres! Vale, probemos una vez más ¿Qué es lo que has pensado
ahora?
—Gracias, de verdad, necesitamos esto, aunque no lo entiendas todavía.
Empecemos recapitulando todas las teorías que hemos elaborado para explicar lo
que ha podido pasar: un virus que haya provocado la evacuación masiva de la
ciudad, una invasión extraterrestre que los haya aniquilado a todos, o al menos
llevado a otra parte, la explosión de algún tipo de dispositivo que haya borrado
toda presencia humana dejando en cambio intactos edificios y plantas...
—Y de la que nosotros nos hemos librado al hallarnos en ese preciso instante en
lo más profundo de un edificio, dentro de un bloque macizo de plomo y hormigón,
mientras nos realizaban pruebas radiológicas...
—Sí, aunque resulta muy sospechoso que nadie estuviese en ese mismo instante
en un lugar que fuera al menos tan seguro, y por tanto no haya más supervivientes.
No sé, un búnker, un túnel o la caja fuerte de un banco...
—No, si imaginación no nos falta, desde luego.
—Además está ese fenómeno de las presencias...
—¡Bueee! Eso sí que es lo más extraño de todo, lo más inexplicable. Porque
puedo entender que, por alguna desconocida razón, todo haya desaparecido, pero
¿qué puñetas son esa especie de reproducciones tridimensionales de momentos
dispersos de la vida de la ciudad que han quedado aquí y allá, repitiéndose día
tras día como una vieja película, una y otra vez? Aquí de repente a las doce se
reproduce lo que pasó Dios sabe cuándo en esa calle, con coches esperando el
semáforo y luego saliendo disparados como si tuviesen un lugar al que ir, para
diez minutos más tarde desaparecer como si fueran un holograma perfecto pero
que solo dura ese tiempo. Un holograma en el que te puedes zambullir y examinar
desde todos los ángulos, pero que no puedes llegar a tocar, que únicamente son
imágenes que atraviesas como si fueran de humo, como si estuvieras en planos
distintos.
—Bueno, tú al menos les has buscado una utilidad, aunque sea para jugar a
esquivarlos sin arriesgar la vida. El caso es que los que forman parte de esos
fenómenos no nos ven, como si no existiéramos, pero, en cambio, nosotros a ellos
sí. Ellos nos ignoran y nosotros tampoco podemos comunicarnos. Pueden que
únicamente sean meras imágenes, películas, simples retazos de algo que fue y se
resiste a ir. Apariciones compartidas.
—Lo que es cierto es que quedan un montón, dispersos aquí y allá. No sé, es
todo tan raro...
Se quedaron de nuevo en silencio. En realidad ya habían tenido esta
conversación otras veces, o al menos una muy parecida, y les quedaba cierta
sensación de déjà vú. Como si ellos fueran también una de esas anomalías que se
repetían como pequeños sketches de su vida pasada. O tal vez lo fueran para los
protagonistas de las mismas.
—Deberías dejar de pensar tanto en ello. Hacer como yo, buscar algo con qué
entretenerte para sobrellevar la situación de la mejor manera posible. ¿Qué otra
cosa podemos hacer?
—No puedo. Necesito comprender. Saber dónde estamos, qué ha ocurrido. Y
por qué.
—Hemos hablado muchas veces sobre esto. No tenemos respuestas, no hay
soluciones. Y puede que nunca las encontremos.
—Aun así no puedo dejar de intentarlo. Mientras tú juegas con esas malditas
alucinaciones, yo doy vueltas a la ciudad, buscando otros supervivientes, o algún
dato o información que nos aporte algo de luz. No hay comunicaciones, nada
funciona, y, sin embargo, todo parece estar bien, en su sitio. No hay da ños ni
destrozos tampoco. ¿No comprendes? No hubo pánico, avalanchas, histeria
colectiva. Lo que pasó fue de tal naturaleza que dejó todo en orden, como... si se
hubieran ido plácidamente de viaje.
—Y ahora vendrás con tu teoría teológica. No te pongas otra vez trascendental.
No ha venido ningún ángel del Cielo ni ningún marcianito bienintencionado a
llevarse a toda la humanidad a un lugar mejor. La gente no se habría marchado tan
en orden, ni nos habría dejado abandonados como ropa vieja. Menudo Dios
entonces... Además están esas parodias reiterativas. Incluso estoy seguro de que
más de uno hubiera preferido quedarse, prometieran lo que prometieran. Los seres
humanos somos así de inconformistas. Estrellas errantes que no pueden estar
quietas ni en el Paraíso.
—No estoy tan seguro de eso. A lo mejor no hubo tiempo ni posibilidad de
rechazar su invitación. No sé, como una gigantesca fuerza, una bola de energía que
atravesara la Tierra como un enorme cometa y arrastrará a sus habitantes a su
paso...
—Muy bonito, pero la verdad es que no podemos saberlo. Y puede que nunca lo
hagamos. Todo esto únicamente sirve para deprimirme y que me vuelvan las
migrañas.
—Lo siento, no es esa mi intención. Pero si dejamos de pensar, ¿qué otra cosa
nos queda...?
Volvieron a quedarse silenciosos, tratando de alejar los malos presagios y el
desasosiego que siempre, al llegar a ese punto, les producía la cíclica conversación
que mantenían.
—Mira, la luz del Teatro Central ha desaparecido. ¿O es el Teatro Lope? ¡Qué
memoria más mala tengo últimamente! Todo se me desdibuja, se me desvanece,
como si yo también quisiera diluirme en el olvido. En fin, se le ha debido de acabar
el gasoil a su generador auxiliar. ¡Qué pena! Me gustaba la sensación que
producían sus enormes estatuas de ángeles iluminadas por la noche.
—Todo se va a ir apagando poco a poco. Hasta que nosotros mismos no seamos
más que sombras.
El joven bufó ante la actitud pesimista de su compañero. Era lo que le faltaba, en
esas circunstancias. Pero también sabía que era lo único que tenía, lo único que le
quedaba de esa humanidad a la que pertenecía y que parecía haberlos
abandonado, como extravagantes náufragos a la inversa, atrapados no en una isla,
sino en el resto del mundo. Un mundo sin rejas, pero que representaba la mayor de
las prisiones.
—Y si no le hubiera pasado nada al mundo. Y si fuéramos nosotros los que
hemos cambiado, los que nos hemos convertido en fantasmas, en relegados
espectros, mientras en algún lugar ahí fuera todo sigue igual: los hombres, las
mujeres, los coches, los bares... todo.
—Pero entonces qué hago yo aquí muerto contigo. Ni siquiera te conocía hasta
que despertamos en aquel oscuro sótano. Además tú ni siquiera eres de la ciudad,
ni recuerdas qué carajo haces aquí. Más conjeturas sin solución. ¡Mierda, a ver si te
enteras: que ni lo sé, ni me importa!
El hombre siguió mascullando sus tétricos pensamientos, ajeno a las objeciones
de su compañero.
—Ánimas condenadas en un infierno solitario, fuera de todo y de todos.
Prisioneros de esta dimensión gris, desvaída, a la que exclusivamente llegan tristes
ecos de la vida real y llena de color que se oculta en sus rendijas, en sus grietas
escondidas. Fuera del mundo, o tal vez, solo fuera del tiempo. Un segundo fuera,
una décima incluso, lo suficiente para que todo lo humano, lo vivo, lo hermoso,
haya dejado de existir.
—¡Cállate o te atizaré! ¡No te aguanto más! Me da igual, te repito. Si dices una
sola palabra más, si hablas de experimentos fallidos, dimensiones paralelas,
círculos del infierno o lo que sea, te voy a dar una paliza, te voy a echar fuera.
Prefiero estar solo que contigo y tus lóbregos pensamientos. ¡Déjame en paz!
El joven se levantó y, dándole la espalda, enfadado, se dirigió al fondo de la
sala, donde habían instalado unos colchones que les servían de lecho. Estaba
realmente disgustado y no paró de refunfuñar insultos.
El hombre, con los ojos acuosos, le dirigió una entristecida mirada y permaneció
callado, observando la tenebrosa ciudad a sus pies. Una pequeña lágrima recorrió
su mejilla llena de arrugas. Fue entonces cuando un movimiento lejano lo
sobresaltó. Algo se movía en los alrededores de la Plaza Mayor. Se incorporó,
exaltado, y agarrando sus prismáticos trató de averiguar de qué se trataba, pero
estaba demasiado lejos. Parecía una especie de remolino, como un enjambre de
moscas, o pájaros, o Dios sabe qué. En realidad, solo sombras recortándose difusas
en la distancia. Puede que únicamente humo, o polvo arrastrado por el viento.
Nada, nada de nuevo. Un espejismo más de aquel maldito lugar. En todo caso,
mañana se acercaría por ahí, aunque solo fuera por curiosidad.
Se limpió la humedad de su rostro y permaneció un buen rato sin apartar la
vista del cielo estrellado, mientras percib ía cómo su corazón se secaba poco a poco,
vacío de esperanza, de ilusión, de futuro.
2
La mujer se movía más y más aprisa mientras, ávida de placer, arañaba el pecho de
su amante, exigiéndole más, torciendo la boca en una mueca de abandono y
éxtasis. Pero el joven, sentado en su butaca, ya no la acompañaba en sus tórridos
movimientos como hacía habitualmente. La escena ya no lo excitaba, ya no era el
refugio de su libido, el argumento de sus lascivas fantasías. Aquellas dos sombras
que cíclicamente hacían el amor con igual pasión y desenfreno día tras día, a la
misma hora, repitiendo los mismos gestos, las mismas posturas, reproduciendo
sistemáticamente la misma función pornográfica, al milímetro, alcanzado los
mismos orgasmos cada vez, incansables, imperturbables, ya no conseguían
despertar su lujuria ni distraer su pensamiento.
Desde que explorando la zona en busca de más de esos retazos se topara con
este obsceno hallazgo en el dormitorio de unos vecinos, se había convertido en un
asiduo del pervertido espectáculo, y le había sabido sacar partido. Aunque sabía
que las lascivas miradas que parecía lanzarle ella no iban dirigidas a su persona,
sino al espejo que había detrás de donde hábilmente se situaba, le gustaba
imaginar que él era el auténtico destinatario de las mismas, el morboso espectador
que provocaba su pasión y su arrebato, exhibicionista y pervertida. Aunque le
bastaba moverse levemente para romper el encantamiento y descubrir que aquella
lúbrica mirada no lo seguía y que en realidad él no pertenecía a aquella pequeña
fiesta erótica. Pero, para qué servía la imaginación sino para recuperar durante al
menos unos instantes la sensación de volver a pertenecer al añorado pasado, en el
que se podía interactuar con otras personas, ser uno más. Además, ¿qué otra cosa
le quedaba?
Sin embargo, ese día no había tocamientos propios, ni miradas concupiscentes,
ni intenciones libidinosas. Ese día el mundo era aún más triste y solitario, más
sombrío y amargo. En la oscuridad no podía refrenar el llanto mientras estrujaba
con su mano derecha la nota que había encontrado esa mañana al despertar. Una
nota de la única persona que podía habérsela dejado. Del que hasta ese entonces
constituía toda su compañía, toda la relación real que le quedaba.
La había leído hasta que le escocieron sus ojos. Había memorizado aquellas
palabras que se habían clavado como dagas en su corazón. Era una carta de
despedida, la más amarga y cruel del mundo, la más penosa que pudo darse en
toda la historia. El adiós del penúltimo hombre vivo al último que, probablemente,
quedaba ya. El postrer saludo que dedicaba la mitad de la población a la otra
mitad. La sentencia más cruda que un ser humano podía recibir. La comunicación
de la cruel pena a la que había sido injusta e irrevocablemente condenado: la
soledad. La total y descarnada soledad absoluta.
No necesitaba volver a leerla para que cada una de sus palabras se repitiera
como un doloroso eco en su cabeza.
«Martín: lo siento, no puedo más. He intentado sobreponerme, ser como tú, adaptarme,
pero no aguanto más. No puedo soportar este simulacro de existencia, esta agonía en vida.
Y menos desde que ayer...
Prefiero no decir nada, no contarte más. No te pido perdón porque tampoco importa.
Sigue aferrándote a lo que queda. Más tarde o más temprano tú también comprenderás. Si
decides seguirme, tal vez nos encontremos en otro lugar, que sin duda será mejor que este.
Mientras tanto, solo puedo advertirte. Huye de los zumbidos. Si quieres seguir vivo,
aunque eso cada vez carezca de más sentido, aléjate de ellos. Nada más. No espero que me
entiendas. Y ojalá no lo tuvieras que hacer nunca. Adiós.»
Aquel adiós, el último que jamás se volvería a escuchar sobre la faz de la tierra,
se le hundía en el alma como si fuera fuego. Había encontrado aquel papel bajo un
cenicero sobre el que se posaba una pipa aún humeante frente a una ventana
abierta. No tuvo que mirar hacia abajo para comprender cuál había sido el destino
de su compañero. Su último amigo.
No quería pensar, ni imaginar cuánto había perdido estrellado contra la acera.
La sensación de pesar era tan intensa y demoledora que tuvo que salir de aquella
habitación, dejando atrás a aquellos etéreos amantes. Al atravesar la puerta,
percibió la sonrisa de la mujer por el rabillo del ojo. Le pareció que esta vez no
expresaba lujuria ni placer desenfrenado, sino una cruel mueca de sarcasmo, una
ruin y mordaz burla. En la calle decidió coger su motocicleta y salir a pasear. Una
vuelta a toda velocidad por las avenidas desiertas lo calmaría.
Con toda una ciudad a su disposición, sus distracciones no se limitaban
únicamente a aprovechar aquellos jirones de existencias pasadas. Disponía de
todos los recursos y entretenimientos que la vida moderna ofrec ía en las grandes
urbes. Con solo suministrarle el combustible o la energía necesaria, podía ir al cine,
distraerse con videojuegos, practicar el deporte que quisiera (siempre que no fuera
necesario un adversario o equipo) o acudir a cualquier lugar sin necesidad de
pagar precio alguno. Hasta podía permitirse el lujo de deteriorar valiosísimas
obras de arte en los museos, quemar montañas de billetes o conducir los vehículos
que quisiera. Y en este caso se había aficionado a las grandes motos, las cuales
antes le estaban vedadas por su limitada capacidad económica.
Bastaba con romper un escaparate, llenar el depósito y salir velozmente a
recorrer sin límites las calles. No habría semáforos ni policías que le impidiesen
circular por dónde quisiera y cómo quisiera. Y ahora necesitaba desfogarse y
liberar esa tensión. Necesitaba la adrenalina del viento en su rostro y del ruido
ensordecedor de un motor sobrerrevolucionado. Así que agarró aquella
descomunal y deslumbrante máquina de cilindrada imposible y empezó a rodar
como un loco por calles y avenidas.
Tras atravesar la ciudad de punta a punta, encaró un largo túnel que conectaba
una de las entradas al centro. Otro de esos reductos de luz que a ún quedaban aquí
y allá. No sabía por cuanto tiempo, pero la iluminación interna todavía se
mantenía y, dada la importancia de la infraestructura, aportaba una claridad
espectacular. Creía recordar que, poco antes de que todo pasara, hab ía leído en
algún lugar que el suministro de emergencia de la ciudad se garantizaba por una
moderna central nuclear al norte de la provincia, e imaginaba que, si esta
funcionaba automáticamente, duraría muchísimo tiempo... si antes no estallaba
todo, claro. En todo caso, qué importaba. Las luces estaban dadas, el túnel era
ancho y moderno, y él quería correr, correr y dejar todo atrás.
Se lanzó por su boca y empezó a cruzarlo notando cómo las luces de los laterales
se iban poco a poco fundiendo en un único haz blanco. A esa velocidad el agujero
se abombaba hasta hacerse casi triangular, creando un curioso efecto óptico, y por
un momento pareció que entraba en un mundo onírico, maravilloso, muy apartado
del mundo real del que pretendía evadirse.
Fue entonces cuando lo vio.
Primero le llamaron la atención unos borrones difusos a lo lejos. Pero, a esa
velocidad, lo que apenas eran unas manchas pronto se convirtieron en una
presencia física contundente. Tuvo que frenar con todas sus fuerzas al darse cuenta
de que aquella cosa estaba en medio del túnel, taponándolo. A pesar de su pericia,
la frenada fue tan intensa que las ruedas acabaron patinando, perdió el control del
manillar y se precipitó con la moto al suelo, donde continuó dando volteretas
llevado por la inercia. Gracias a Dios llevaba ropa de abrigo que amortiguó los
golpes y el rozamiento mientras se deslizaba por el asfalto hacia el insólito objeto
que había provocado su caída. Cuando por fin se detuvo, la sorpresa y el miedo le
hicieron ignorar el dolor de las magulladuras e incorporarse rápidamente. Había
llegado por la inercia a apenas unos metros de aquella barrera fatídica.
La miró atónito. Obturando la abertura del túnel, saliendo de las paredes y el
techo y hundiéndose en su suelo, lo que parecían unas enormes y aberrantes raíces
se extendían sin orden ni concierto, ocupando todo el espacio. Sin embargo,
aquella especie de apéndices no parecía tener naturaleza vegetal. Mostraban una
consistencia amorfa, casi viscosa, aunque estaban llenos de bulbos, excrecencias y
fibras. Además, estaba su color. Completamente negro, tan oscuro como la pez, tan
intenso que parecía repeler la luz. No quiso acercarse más. Tenía algo por seguro:
eso no estaba allí hacía apenas unas horas. Fuera lo que fuera, hab ía crecido de
aquella manera tan monstruosa a un ritmo vertiginoso. Y su aspecto orgánico
resultaba repugnante.
Rezó para que la moto, que yacía a una docena de pasos de él, todavía
funcionase. Quería alejarse de aquella cosa lo antes posible. Le transmit ía una
sensación de turbación, de iniquidad casi física. Le daba miedo, mucho miedo. No,
aquellos rizomas carnosos no parecían de este mundo.
Tras un par de intentos fallidos el vehículo por fin arrancó y pudo escapar de
aquel desagradable descubrimiento. Salió por el lado del túnel por el que minutos
antes había penetrado y se detuvo a indagar por la superficie de dónde podrían
provenir aquellas extrañas deformidades. La salida en la que se encontraba estaba
lejos del lugar donde el encuentro se había producido, y además varios edificios se
interponían impidiéndole apreciarlo bien, pero le parecía que por encima de ellos
un siniestro contorno negro se elevaba ligeramente. Y sobre aquel bulto
descomunal creyó percibir una especie de nube de cambiantes formas. Fue la
primera vez que escuchó el zumbido. Lejano e inquietante. Provenía de aquel
objeto, o cosa, o lo que fuera. Recordó la advertencia de su desventurado
compañero y escapó en dirección contraria como alma que lleva el diablo.
Ya había tenido demasiadas emociones en aquel aciago día.
3
Sentado sobre el banco desde el que día tras día disfrutaba de la visión de aquellos
niños jugando inocentes y felices, Martín trataba de contener la marea de
inquietudes que lo embargaba. Desde que descubriera aquella masa de viscosas
raíces en el túnel y vislumbrara su procedencia por encima de los edificios, no
había conseguido descansar. El perturbador zumbido que escuchó en su momento
persistía obstinadamente en su cabeza, lo que le producía un creciente dolor que
las medicinas que había cogido en una farmacia no conseguían aliviar.
Por eso había acudido a aquel rincón de paz, en busca de algo de sosiego. La
verdad es que, a pesar de que el momento en que el fenómeno por fin terminaba y
las figuras se diluían entre sombras siempre le producía cierta nostalgia, era una de
sus visiones preferidas y necesitaba distraerse, recuperar viejas rutinas y olvidar
así la opresiva y fatídica presencia de aquella cosa en el centro de la ciudad.
De hecho, calculó que no debía de encontrarse muy lejos de donde se hallaba
ahora, apenas a unas manzanas. Casi podía intuirla, tras los edificios. No cabía
duda de que la aparición de aquel ente, o ser, o lo que fuera, tenía relación directa
con lo que había pasado en el mundo. Probablemente sería la respuesta a todas sus
angustiosas dudas. La verdad que con tanto ahínco había buscado su
desventurado compañero y que acabó por destruirlo, como en las viejas novelas
que tanto le gustaban. Faltaban aún dos horas para que la anomalía del parque
tuviera lugar y pensó que tal vez debiera reunir valor y acercarse a investigar qué
era en realidad aquella aberración. Se lo debía a sí mismo y a su último amigo.
Además, no podía vivir eternamente de espaldas a ella, ignorándola, y más tarde o
más temprano tendría que afrontarla. Era inevitable.
Así que reunió el poco valor que le quedaba y se encaminó hacia el lugar donde
según sus cálculos reposaba el engendro. Lo encontró mucho antes de lo que
esperaba, al traspasar la primera fila de edificios. Imponente, bulbosa, tan oscura
que no reflejaba ni la luz del sol, de un tamaño tan descomunal que sobrepasaba en
altura los más altos edificios. Tan inmensa que ya cubría lo que antes era un barrio
entero de la ciudad. Una ameba gigantesca e inalterable, de cuya base surgían
centenares de apéndices y raíces que se hundían por doquier en el asfalto y el
hormigón.
El perturbador zumbido se hizo más intenso, y estuvo tentado de darse media
vuelta y huir como cuando lo descubrió, pero se controló. De nada servía huir de
algo así. Además era mucho mayor que la última vez, lo que solo podía significar
que a cada instante que pasaba crecía más y más.
Consciente de que estos podían ser los últimos instantes de su vida, se aproximó
lentamente a aquella masa amorfa. Esta no pareció reaccionar ante su presencia. A
tan corta distancia, apreció cómo figuraba palpitar levemente, como si en su
interior se produjera alguna especie de latido, un leve espasmo acompasado que le
daba un aspecto aún más orgánico, como si realmente fuera un ser vivo, una bestia
inconcebible y obscena.
Se detuvo a medio metro de ella, sudoroso, con las piernas temblorosas y el
corazón en vilo, pero dispuesto a averiguar todo lo que pudiera. Examinó su
superficie rugosa, áspera, que de lejos parecía lisa, pero que vista más de cerca
estaba plagada de bultos y arrugas. Como la piel llena de repugnantes verrugas de
un inmenso y deforme sapo.
Permaneció unos minutos inmóvil, a la espera de algún tipo de acontecimiento:
unas fauces que aparecieran de la nada para fagocitarlo, una enorme protuberancia
que se desplomara sobre él y lo aplastara, un... algo. Cuando comprobó que nada
de esto ocurría, llegó a la conclusión de que en realidad él era tan minúsculo
comparado con aquella blasfemia que bien podía ser ignorado como un insecto o
una mota de polvo. Y a medida que la inicial sensación de temor iba cediendo, en
su interior empezó a tomar forma un profundo sentimiento que surgía abrasador
de su atormentada alma.
Aquel ente era con toda probabilidad el culpable de su situación, de su soledad,
del fin de su mundo. El causante de todas sus desdichas, incluido su recalcitrante
dolor de cabeza. Y de la muerte de su único compañero y amigo, que sin duda se
suicidó llevado por la desesperación al descubrirla. La rabia superó a su temor
inicial, dominándolo. Se sintió tan desdichado que se vio arrastrado por ella hasta
atreverse a hacer algo de lo que nunca se hubiera imaginado capaz. Fuera de sí,
comenzó a dar patadas y puñetazos a aquella repulsiva corteza, mientras gritaba:
—¡Hijo de puta, devuélveme mi vida! ¡Mis amigos, mi familia! ¡Devuélveme a la
gente! Monstruo repugnante. Devuélveme todo lo que me has quitado. Te odio,
asesino. ¡Ojalá te pudras en el infierno!
Así siguió un buen rato sin que sus golpes obtuvieran la más mínima
repercusión. Agotado y dolorido, se dejó caer de rodillas, incapaz de contener
lágrimas de desolación e impotencia. Fue entonces cuando se percató de que en la
dura piel de aquel ser se estaba produciendo una pequeña metamorfosis a escasos
centímetros de donde él se encontraba.
A su derecha, a apenas poco más de un metro del suelo, la deforme superficie
oscura estaba cambiando, abriéndose poco a poco y formando una pequeña
abertura como de unos quince centímetros de diámetro. Se separaba como si fuera
una aberrante vagina, dejando paso a algo que pugnaba por salir o escapar de su
interior. Era como un bulbo dando a luz lo que parecía una pelota, o un objeto
redondo, tan negro como todo en aquella cosa.
Se acercó con precaución, dubitativo, pero incapaz de resistirse a averiguar qué
estaba pasando, y observó cómo una extraña excrescencia era escupida poco a
poco del interior de las entrañas de la enorme masa. Tuvo la tentación de huir
inmediatamente de allí, pues intuía que se trataba de algo maléfico y perverso,
pero no podía evitar sentirse fascinado por aquella bola llena de rugosidades que
asomaba cada vez más. No pudo refrenar un grito de sorpresa cuando estas
empezaron a definirse y se transformaron en un tosco rostro, que al poco quedó
definitivamente convertido en una cara, con todos sus rasgos. Pero no era una cara
cualquiera, sino una que reproducía fielmente el delicado semblante de un oscuro
bebe, un pequeño infante de hinchados carrillos y despejada frente.
Ante aquella visión sintió renacer en su interior el más letal terror, y este se
tornó en pánico cuando los ojos de semejante aberración se abrieron mostrando
unas pupilas aún más negras si era posible que su propia progenitora. Y cuando la
boca del infame infante se abrió para emitir un espeluznante chillido al tiempo que
mostraba una espantosa dentadura dotada de innaturales y puntiagudos colmillos,
el pavor le hizo girarse y empezar a correr con todas sus fuerzas lejos de aquel
espanto, no sin que antes percibiera cómo por toda la superficie del engendro
surgían nuevos rostros que unían sus obscenos gritos al primero. Poco después,
como si de un siniestro parto múltiple se tratara, decenas de atroces querubines
negros como la pez eran escupidos a su vez e iniciaban el vuelo como si fueran un
enjambre de abominables insectos con forma de angelotes.
Huyó todo lo rápido que le permitían sus piernas mientras intuía que detrás de
él se iba formando una horripilante bandada de aquellos seres con forma
semihumana y alma depredadora que, emitiendo unos sonidos horripilantes, se
lanzaba en su persecución.
Tratando de darles esquinazo, serpenteó por las calles mientras notaba su
presencia cada vez más cercana, hasta que fue a parar al parque en el que había
tenido la desafortunada idea de examinar la pérfida entidad, y en el que ya se
estaba desarrollando la repetitiva y entrañable imagen que tanto le gustaba. Lo
atravesó sin que las figuras que componían el espejismo le prestaran la más
mínima atención, concentradas en repetir su ritual diario. Allí estaba el niño del
cubo de arena, las niñas que jugaban con sus muñecas y el chavalín henchido de
orgullo en lo alto del columpio. Los dejó atrás en su huida, pero un extraño
murmullo le hizo girar levemente la cabeza y entrever que algo hab ía sucedido con
sus perseguidores. Cuando comprendió lo que pasaba no pudo evitar detenerse
sobrecogido para enfrentarse a la visión más espantosa y dantesca que podía haber
siquiera imaginado en la peor de sus pesadillas.
Aquellos extraños pajarracos, que parecían una mutación o perversa simbiosis
de angelito y arpía, habían renunciado a continuar con su persecución y se
lanzaban ahora sedientos a devorar salvajemente los personajes que componían
aquel cuadro tridimensional de paz y sosiego. Y, al contrario que él, sí que
parecían tener acceso físico a los niños, aunque estos apenas se inmutaron cuando
sufrieron su feroz ataque. Con sus colmillos y sus desaforadas fauces daban
descomunales dentelladas a los chiquillos que jugaban en el parque, arrancándoles
brazos, piernas, cabezas. Despedazando sus tiernos cuerpecitos, que estallaban en
sanguinolentas burbujas como si en efecto fueran seres vivos y no el reflejo de
situaciones ya pasadas. Estos continuaban como absurdos autómatas empeñados
en reproducir sus tareas cotidianas, mientras eran reducidos sin piedad a meros
despojos por aquellas alimañas infernales. Miembros amputados se agitaban en el
suelo mientras sus restos mutilados seguían sonriendo de una manera perturbada.
La visión de sus pequeños cráneos rotos y succionados y de sus vientres abiertos y
eviscerados fue más de lo que pudo soportar y escapó de allí tan rápido como
pudo. Aprovechando aquella momentánea y cruenta distracción, consiguió dejar
atrás a aquellas infames bestias en su impío festín.
Cuando ya estaba muy lejos de allí y el zumbido no era más que un ligero
rumor que se perdía entre los edificios, se introdujo en un portal y se desplomó,
incapaz de aguantar por más tiempo la tensión. Y en la penumbra de aquel frágil
refugio se hizo un ovillo y empezó a llorar, maldiciendo el mero hecho de seguir
vivo para presenciar semejante horror.
4
Desde entonces deambuló perdido y aterrorizado por toda la ciudad, tratando de
escabullirse de aquellos seres. Cambiaba de lugar constantemente, y temblaba
asustado a cada mínimo ruido que escuchaba. El dolor de su cabeza, provocado
por el nerviosismo y aquel zumbido que salía del engendro y que ya era
perceptible por toda la ciudad, le resultaba insoportable y nada de lo que tomaba
le procuraba el más mínimo alivio. En su continuo peregrinar descubrió que
aquellas cosas habían acabado con la mayoría de las anomalías que antes le habían
servido de entretenimiento y distracción, dejando en su lugar una ciudad gris y
cenicienta que cada día parecía más difusa y lóbrega, como si ella misma estuviese
borrándose. Incluso el cielo había dejado de ser azul, y ahora se asemejaba a una
sucia cubierta ocre y marrón, llena de manchas de humedad y podredumbre.
Mientras tanto, aquella aberración crecía más y más: ocupaba ya el lugar de
decenas de manzanas, y no dejaba de producir miles de diminutos demonios que
en bandadas sobrevolaban la ciudad, como aves carroñeras en busca de presas.
Desde sus escondites había podido advertir cómo la mayoría de ellas partían en
dirección a otros lugares, e imaginó que, poco a poco, aquella cosa y sus
esperpénticos retoños estaban devastando el mundo y acabando con sus
habitantes.
Pensó que por fin había encontrado la explicación de lo que había pasado, y que
no por simple era menos terrible: aquella entidad surgida del espacio, o de un loco
experimento, o del mismo infierno abierto el día del Juicio Final, había aniquilado
la vida en su ciudad y, paulatinamente, la de toda la Tierra. Un ser más allá del
tiempo y el espacio, capaz de fagocitar no solo a los seres vivos, sino también su
pasado y su futuro, dejando aquí y allá rastros dispersos del banquete, restos de
recuerdos de lo que fueron o lo que hubieran podido ser, como migajas de una
comida que caen del plato y no llegan a ser engullidas, testigos desperdigados del
gran convite. El fin no solo del mundo que era, sino del que hab ía sido y del que
habría podido ser.
Él y su desdichado compañero escaparon del primer ataque por encontrarse en
un lugar al parecer inaccesible, y tropezaron posteriormente con los mudos
testigos de lo sucedido, pero sin saber ni comprender el cómo ni el porqué. La vieja
historia con la que tanto tiempo ha jugado el ser humano como entretenimiento se
había convertido en realidad. Un despiadado monstruo estaba devorando la
Tierra. Y ese descubrimiento, esa verdad tantas veces buscada y siempre reacia, se
le antojaba ahora tan vana como pueril. ¿De qué le servía conocerla, si nada tenía
remedio? Incluso su fútil resistencia ante lo inevitable no dejaba de ser un
contrasentido. ¿Para qué esconderse, por qué alargar más ese tiempo prestado y no
unirse como su amigo al destino de su especie? Él mismo no era más que una
irregularidad, una extravagancia del azar que pronto sería corregida.
Pero, por algún motivo, no podía evitar querer aferrarse a aquella existencia
vacía y llena de horror, aunque no tuviera esperanza ni escapatoria posible.
Hubiese sido fácil entregarse a los voraces colmillos de sus cazadores o alcanzar el
olvido colgado de una cuerda. Pero había decidido que, aunque solo fuera un
hilillo de vida lo que lo mantuviese, no sacrificaría su alma. No podía. No quería.
Durase el tiempo que durase aquel simulacro de existencia. Aunque ello supusiera
subsistir como una rata asustada en las alcantarillas de la ciudad. De alg ún modo,
intuía que aún quedaba algo por hacer, aunque no sabía ni podría imaginar qué
podía tener ya la más mínima importancia en aquel mundo de pesadilla.
Si al menos su cabeza no pareciese estar a punto de estallar.
En esas deplorables condiciones continuó recorriendo las desiertas calles, que se
mostraban carentes de todo signo de vida, que parecían haberse teñido de colores
apagados como si la muerte se reflejara por sus paredes. En su estado se le
antojaban cada vez más parecidas, y había llegado a perderse en ellas, incapaz de
orientarse en su otrora adorada ciudad. Cada vez le resultaba más difícil
concentrarse, hilar sus pensamientos, y poco a poco su comportamiento obedecía
más al mero instinto de supervivencia que al raciocinio de un ser humano. Se
desplazaba como un zombi, apenas animado cuando el sonido de un aleteo lejano
le hacía saltar de miedo y buscar refugio.
Hasta que una mañana, o una tarde, porque ya era incapaz de distinguir el paso
del tiempo, y hasta el aire parecía haberse contagiado de aquella suciedad pegajosa
que todo lo impregnaba, en su patético deambular se topó con una de aquellas
imágenes de otro tiempo que antes visitaba con asiduidad. Tal vez la única que
aún quedaba a salvo del voraz apetito de aquellas bestias y, sin duda, la que más
profundamente lo había conmovido.
Frente a él, llena de color y vida, aunque fuera ficticia, se hallaba la parada del
autobús donde varias personas, ajenas al infierno en que se había convertido el
planeta, esperaban impasibles la llegada de un vehículo que jamás aparecería.
Sabía que nada de lo que veía era verdad, pero medio enloquecido por el terror y
la debilidad de una huida permanente, aquello se le antojaba un oasis en medio del
averno.
Se aproximó tambaleante y demacrado. Como una paradoja grotesca, era él
quien parecía un espectro frente a aquellas figuras definidas y activas. Y en medio
de ellas, la joven del jersey y la bufanda. Lozana, más bella aún de como la
recordaba, jugueteando, coqueta, con su pelo. Tan hermosa, tan viva, tan repleta de
luz. Su corazón seco pareció llenarse de calor de nuevo. Nunca la había visto tan
cercana, tan familiar. Era como sí...
—S-sara —musitó entre lágrimas.
Sí, sabía quién era: se llamaba Sara y la amaba desde hacía años. Vivían juntos y
habían compartido muchos sueños y proyectos en común. ¿Cómo había podido
olvidarse de ella? ¿Cómo no había sido capaz de reconocerla antes? Era su
compañera, su pareja. La persona que más quería en el mundo. Su mente se
inundó de decenas de recuerdos compartidos, y al dolor del miedo se unió el dolor
de la pérdida, del cruel conocimiento de que todo lo que había tenido y amado
había sido destruido, arrasado, enterrado y nunca lo recuperaría.
Apenas podía mantenerse en pie ante la revelación que acababa de sufrir.
Quería acercarse, tratar de tocarla, rescatarla de su prisión de hielo. Convertir
aquella sombra en la vida que una vez fue, pero sabía que era inútil. Solo era un
fantasma. Un torturador recuerdo.
Entonces escuchó a su espalda el temido gorgoteo y supo que también había
llegado el fin para aquella última imagen y, con ella, para todo lo que había
conocido y querido. Pronto las alimañas aparecerían y acabarían a mordiscos con
lo único que le quedaba de su vida anterior, aunque fuera apenas un jirón de
viento.
Se dio cuenta de que no podía permitir que aquellas cosas acabasen sin más con
Sara, su Sara, o lo que fuera que fuese aquello que impaciente miraba su reloj,
intranquila por llegar tarde a un lugar que ya no exist ía. No, no habría huida esta
vez. Tal vez no tuviese sentido, tal vez fuera inútil, pero ¿de qué sirve nada en
realidad? ¿Acaso somos algo más de lo que hacemos en cada momento? Y, en ese
momento, su sitio estaba al lado de Sara. De aquella Sara que se rascaba la nariz
por el frío y se colocaba un mechón rebelde del pelo con un gesto tan familiar que
le arrancó una tierna sonrisa en medio de la desesperación.
Nunca le había dicho cuánto la quería. Lo feliz que había sido a su lado. Era de
lo único que ahora se arrepentía. Ojalá pudiera de algún modo habérselo hecho
saber. Ojalá no hubiera sido siempre tan adusto. Y ahora era tarde. Demasiado.
Aun así estaba decidido. De un carro de la limpieza abandonado agarró una pala y
la empuñó con fuerza, dispuesto a defender aquel último bastión de humanidad
del hambre impía de los demonios. No tenía la más mínima oportunidad, pero
tampoco la quería. Simplemente era lo que tenía que hacer. Defendería a Sara de
los monstruos. Sería su modo de decirle todo aquello que no supo decir en su
momento.
Encaró la calle por donde el bullicio de sus gruñidos indicaba que aparecerían.
Por primera vez en mucho tiempo no tenía miedo. Se sentía tranquilo. Había
tomado una decisión, la última, y estaba bien. Un leve sonido a su espalda le hizo
girarse. Al hacerlo, pudo ver anonadado cómo la figura de Sara bajaba de la acera
y se acercaba a él. Había asistido a ese mismo proceder en anteriores ocasiones sin
comprender a qué obedecía su insólita conducta. Pero, ahora, desde la posición en
la que se encontraba, parecía que se dirigía hacia él. Daba la sensación de que
efectivamente lo miraba, que lo veía realmente y que se aproximaba directamente a
él, como si por algún extraño sortilegio el embrujo se hubiese roto y nuevamente
coincidieran en el mismo tiempo y el mismo lugar y no fueran meras sombras el
uno para el otro.
Cuando ya se encontraba a un paso de él, sus ojos se fijaron en los suyos con
una intensidad abrasadora, y su mano se elevó hasta tocarle la mejilla. Y él sintió
físicamente ese leve contacto, lo sintió como si fuera la cosa más real de aquel
mundo de locos. Estaban juntos, otra vez. Por última vez.
—Te quiero —dijo él.
—Te quiero —respondió ella.
La oscura bandada viró en el aire como un torbellino y se precipitó sobre ellos.
Epílogo
—Ha fallecido —confirmó el médico consultando el monitor.
—Lo sé —respondió Sara sin dejar de acariciarle la mejilla—. Se ha ido en paz.
—Es increíble que haya resistido tanto tiempo —añadió el doctor, tratando tal
vez de consolarla ante el esperado pero no por ello menos doloroso desenlace—.
Con un tumor de ese tamaño en el cerebro, y la metástasis extendiéndose por todo
el cuerpo, ha sido un auténtico milagro que pudiera sobrevivir tanto.
Ella levantó la cabeza y le dirigió una mirada distante, como si su vista se
dirigiera a un lugar más allá de donde se encontraba físicamente. Se quedó
sobrecogido ante la entereza de aquella joven, ante su serena forma de afrontar la
muerte de su pareja. La había visto pasar a su lado día tras día desde que entró en
aquel extraño estado de coma entre el sueño y la vigilia, sabedora de que no había
esperanza, pero empeñada en acompañarlo en sus últimos momentos. Recordaba
cómo le leía cada noche capítulos de su novela predilecta, Moby Dick, con esa
portada que representaba al capitán Ahab con pipa y chaquetón oscuro. Según le
había confesado, aquel era el personaje favorito de su compañero, el héroe que le
hubiera gustado conocer. Admiraba su voluntad inquebrantable por perseguir su
sueño, atrapar su quimera, su capacidad para no rendirse en su obsesiva
búsqueda, ya fuera de la venganza, de la verdad o de cualquier otro afán.
También recordaba cómo él parecía escucharla desde su catatónico estado,
llegando incluso a veces a abrir sin más los ojos y fijar la mirada en el desgastado
techo. El hospital era antiguo y, a pesar de las recientes reformas que lo trataban de
mantener al día, aún se apreciaban manchas de humedad aquí y allá. Incluso
conservaba algunos detalles de su pasado victoriano, como los angelotes en la
decoración de los estucados, algo ennegrecidos por el paso del tiempo.
Se preguntó qué pasó por la atormentada mente de aquel muchacho todos
aquellos días en que permaneció en esa situación, a medio camino entre la vida y la
muerte, mientras su cerebro era consumido por aquel cáncer atroz. La suave voz
de la chica lo sacó de su ensimismamiento.
—Puede que le quedara aún algo por decirme... —susurró mientras, con un
dulce beso, recogía una solitaria y brillante lágrima que resbalaba por la cara de su
amado.
FIN
Casa ocupada
Es... de la materia con que se forjan los sueños.Sam Spade, El halcón maltés
No he encontrado ningún objeto afilado que pueda servir para mis propósitos. He
registrado las habitaciones a las que tengo acceso y no hay nada que sirva para
cortar. Tampoco me atrevo a romper un cristal, pues no creo que fuese lo
suficientemente afilado como para serme útil y, por otro lado, intuyo que ella
enseguida se enteraría, y sería peor. Me llamaría, Dios sabe con qué intenciones.
Puede que incluso tratara de besarme. He pensado que tal vez en la cocina podría
haber algo, pero ese es el territorio de Mamá y no se me ocurriría ni acercarme.
Tampoco llego a las habitaciones de la entrada ni quiero pedir ayuda a los demás.
¿A quién? Únicamente Héctor conserva una mínima capacidad para conversar y
relacionarse de un modo civilizado, y hacerlo con él cada vez se parece más a un
monólogo. No sabe hablar más que de sus juguetes. Imagino que es su manera de
evadirse de esta perturbada realidad. Como yo con los libros. Y con el jardín.
La casa es antigua, muy antigua. Una de las primeras mansiones que se
construyeron en la ciudad, cuando esta dejó de ser un pueblo de aventureros y ya
pudo tener alcalde y comité de buenas costumbres. Lo he leído en la pila de viejos
periódicos, amarillentos ya por el paso del tiempo, que encontré bajo unas maderas
en la habitación de Héctor. Así me he podido enterar de muchas cosas. Gracias a
eso, a los libros y a la radio de los vecinos.
He encontrado referencias de hace más de dos siglos, y he averiguado que desde
un principio no fue un lugar normal. Era como si atrajese la desgracia y el
infortunio. Al parecer, la primera familia que la habitó fue una de las de más
abolengo de la zona, y no es extraño porque en aquel entonces el barrio era de los
mejores. Incluso hoy se puede ver que las casas son grandes, restos de las enormes
residencias originales de suntuosos jardines con los que los nuevos ricos trataban
de competir entre sí y demostrar que su fortuna era superior. Estos debían de tener
mucho dinero. Eligieron el mejor emplazamiento y elevaron tres plantas enormes
de buena madera de roble, con enormes ventanales y el mejor mobiliario que se
podía comprar en aquella época. Incluso trajeron muchas especies de plantas
exóticas para acondicionar el formidable jardín que prometía ser la envidia del
barrio. Lástima que algo se truncara dentro de la cabeza del primogénito y, una
mañana, después de vestirse para ir a misa, cogiera un hacha y acabara con sus
padres, sus cuatro hermanas y las dos criadas que habitaban en el ático. A él nunca
lo encontraron, pero hallaron sus ropas y el hacha ensangrentada en el sótano, con
lo que algunos sospechan que, presa de la locura, se lleg ó a arrojar él mismo a la
enorme caldera con la que se calentaba la casa en aquella época.
Hoy he vuelto a verla. Jugaba en el porche de su casa con una muñeca a la que
vestía y desvestía sin cesar. Debe de tener unos cuatro años, y es rubia como el sol,
con dulces tirabuzones que le caen en dos trenzas a cada lado de la cabeza. Sus
padres la visten con hermosos vestidos blancos, sin importarles si los ensucia con
sus diversiones. Imagino que la ven tan preciosa que no llevarla siempre de punta
en blanco les debe de parecer un sacrilegio. La vieja ama la vigila desde una
mecedora, aunque muchas veces acaba dormitando con el balanceo y la pequeña
aprovecha para hacer excursiones por los alrededores. En ocasiones se acerca a la
valla que la separa de nosotros, pero hasta hoy nunca la ha traspasado. Puede que
la abundante vegetación del abandonado jardín la disuada, o quizá sea el aspecto
siniestro que con los años y la falta de cuidados ha ido adquiriendo la casa. Daría
cualquier cosa por poder hablar con ella. Cualquier cosa.
Esa primera tragedia fue tan comentada en la ciudad y se hicieron públicos tantos
detalles macabros y escabrosos que pronto la propiedad adquirió fama de maldita.
Sin embargo, algunas décadas después, una nueva época de prosperidad y su
magnífica situación propiciaron que no faltara quien desdeñara supersticiones y
supuestos maleficios, y aprovechase el bajo precio que la rumorolog ía local había
obligado a poner a sus eventuales propietarios. Una nueva familia, de origen
irlandés, se instaló en ella, dispuesta a borrar con pintura y telas de colores
cualquier reminiscencia del atroz suceso. Instaló luz eléctrica, gas y el resto de
comodidades modernas. Y durante unos meses pareció que sí iban a conseguirlo.
Pero una mañana de domingo, como la vez anterior, el padre apareció cubierto de
sangre en la puerta de la mansión, avanzó tambaleante unos pasos en dirección a
la calle, provocando el consiguiente alboroto entre las parejas que paseaban por
ella, y se desplomó sobre la verja de entrada, cuyas puntas le atravesaron el pecho.
Dos hechos similares y consecutivos es más de lo que necesita la imaginería
popular para otorgar el título de embrujada a una casa, y más cuando en este
segundo caso los hechos se invirtieron y los que no fueron hallados fueron los
demás miembros de la familia y el servicio doméstico. En total ocho personas que
desaparecieron sin dejar rastro. Tres de ellos, niños de corta edad. Por lo que pude
leer en las noticias de la época, los herederos simplemente tapiaron puertas y
ventanas, seguros de que nadie querría comprar una propiedad con ese historial, y
los vecinos se acostumbraron a que entre sus luminosas residencias llenas de vida,
como un garbanzo negro, se elevase oscura y siniestra aquella casa abandonada.
No es de extrañar que nosotros acabásemos en ella, después de todo.
He estado hablando con Héctor de la niña. Él seguía ordenando y reordenando
una y otra vez las piezas de su colección, de un modo casi compulsivo, y no
parecía siquiera escucharme. Me pregunto cuántos años tendrá. Es difícil saberlo
con tantas cicatrices y eccemas, pero por las arrugas de los ojos deduzco que debe
ser ya viejo, muy viejo. Y eso significa que tío John y Mamá lo son aún más. Me
daría pena que un día muriese y acabase en el sótano porque, ahora que Perla ya
no está, es la única persona de toda la casa con la que me relaciono de alguna
manera. Además es el único que se ha ocupado de mí y hasta me enseñó a hablar y
a leer. Pero creo que con el paso de los años se ha ido deteriorando cada vez más y
su mente ya no debe de funcionar bien del todo. Ahora apenas sale de su mutismo
para refunfuñar palabras ininteligibles. O cuando Víctor le quita alguna de sus
cosas para hacerle rabiar y el pobre lo persigue por toda la habitación intentando
recuperarla inútilmente. De poco le sirve, porque Víctor se cuelga del techo y lo
mira complacido mientras destroza poco a poco el objeto robado ante la
impotencia del pobre Héctor.
La mansión siguió cerrada muchos años, y no solo conservó su tétrica fama, sino
que fue acrecentándola con la atribución de todas las desapariciones extrañas que
sucedían en la ciudad. Cada vez más deslustrada, su enorme tamaño y su
construcción en madera incrementaba esa sensación malévola con los continuos
crujidos, ruidos extraños e incluso voces que dejaba escapar. La gente más
razonable lo atribuía al cansancio de los materiales, a su uso por vagabundos o
como guarida ocasional de maleantes y, cuando la naturaleza especialmente
perturbadora de los sonidos no ofrecía mejor salida, al viento que atravesaba sus
desvencijadas puertas y ventanas.
Hasta que aparecimos nosotros. Yo era más pequeño, pero recuerdo cuando el
tío John nos desembaló y pudimos recorrer aquella enorme casa, mucho mayor
que la covacha donde antes vivíamos. Todos estábamos excitados, y yo más
cuando descubrí que descolgándome por la ventana del cuarto de baño podía
llegar casi hasta la valla de la casa de al lado. Podía salir al aire libre. Al exterior.
Por primera vez en mi vida pude tocar árboles, plantas, hierba. Por primera vez
pude contemplar las estrellas, y el sol y las nubes, directamente y no a través de un
minúsculo boquete. Eso sí, tuve mucho cuidado de que ni Mamá ni el tío John se
enteraran. No quería recibir más besos ni arrumacos de los necesarios.
Echo de menos a Perla. No es que fuera muy habladora, de hecho creo que salvo
aquellos extraños gruñidos guturales nunca le escuché decir nada, pero tenía la
cara tan dulce y suave que daba gusto mirarla cuando se quedaba quieta. Entonces
le podía contar todo lo que se me ocurría, lo que leía en los libros y otras cosas que
me inventaba, y ella permanecía allí, sin moverse, con sus ojos negros sin pupilas,
como si fuera una muñeca de porcelana en vez de una niña. Tal vez eso es lo que
en realidad era para mí. Una polichinela con el que poder fingir compañía. Mejor
que un amigo invisible. Luego, a la hora de comer, era como todos. Además, había
heredado la boca de Mamá. Cada vez que la veía bostezar, o lo que fuera esa
mueca tan habitual en ella, se me congelaba el alma. Nunca me acostumbraré a ese
agujero execrable que llaman boca. Otra vez, en la que la vi especialmente bonita y
tranquila, sin pensarlo alargué la mano y le acaricié la mejilla, y ella me lanzó una
dentellada que me arrancó un trozo del brazo. Aun así me dio mucha pena cuando
murió. Recuerdo el día, hace ya casi un año. Mamá nos llamó y me arrastró con los
demás a su presencia. Tío John había traído comida y los otros ya estaban
devorándola con ansia. La propia Perla, a quien solo veía algo activa en esos
momentos (estoy convencido de que en su cabeza no hab ía nada más que los
reflejos básicos más primarios y que, en realidad, no me escuchaba, sino que
permanecía con esa expresión ausente porque era incapaz siquiera de pensar o
razonar), se había lanzado como loca en busca de un pedazo. Víctor, Héctor y
Hugo estaban dando cuenta también de sus respectivas partes. Yo me había
retrasado, enfrascado en el cierre del capítulo de un libro que estaba leyendo, así
que me di cuenta de que tenía que darme prisa porque cuando Mamá empezase no
dejaría nada para los demás. Además debía de estar con hambre, porque hacía casi
una semana que tío John no había traído nada. De repente nos llegó el escalofriante
burbujeo y el rumor sordo que precede a la aparición de Mamá, y rápidamente nos
apartamos para dejarle paso. Pero Perla estaba distra ída, ensimismada masticando
un trozo de carne, y no se percató de que Mamá aparecía detrás de ella. Al
principio temí que sencillamente la ignorara y acabara por aplastarla, pero, para mi
sorpresa, Mamá tomó una actitud indulgente y trató de apartarla con una de sus
manos. Por desgracia, cogió a Perla de improviso y esta se debió asustar, porque
reaccionó de modo instintivo y le mordió. Mamá le propinó entonces un fuerte
revés que la arrojó con violencia contra la pared, contra la cual se golpeó muy
fuerte; sonó un crujido muy raro y quedó luego tendida en el suelo, inmóvil.
Ninguno nos movimos ni hicimos nada. No es bueno contrariar a Mamá. Cuando
por fin terminó de alimentarse y se retiró, el resto se lanzó hacia las escasas sobras
que había dejado, pero yo fui a ver cómo se encontraba mi pequeña hermanita. El
impacto había sido tan brutal que tenía la cabeza vuelta del revés. La levanté y me
la llevé a una esquina. En mis brazos parecía una marioneta sin hilos. Traté de
enderezar su cuello, pero caía laxo en cualquier dirección. Tenía en su carita blanca
una expresión serena, como si fuera una princesa de cuento dormida. No sab ía qué
hacer y seguí tratando de reanimarla suavemente, hablándole con dulzura. La tuve
abrazada casi dos horas, hasta que el tío John se acercó, me la arrancó de las
manos, abrió la puerta del sótano y la arrojó dentro como si fuera una bolsa de
basura.
Nuestra llegada no gustó a casi nadie. Ni a los vecinos, ni a los antiguos habitantes
de la casa. Los primeros miraban recelosos al tío John, único miembro de la familia
al que podían ver entrar y salir, con su gabán negro y su enorme sombrero
cubriéndole siempre la cara. Pero como no podían hacer nada y en realidad pocos
cambios se produjeron respecto a cuando estaba deshabitada, pronto optaron por
ignorarnos. El patio seguía tan abandonado y el edificio tan decrépito como
siempre, así que para ellos era como si no existiéramos. No necesitaban mantener
ninguna relación con nosotros y prefirieron mirar para otro lado. Otra cosa fue
para nuestros predecesores que, al verse invadidos, quisieron asustarnos primero,
y eliminarnos después. Pero pronto se dieron cuenta de que no éramos como los
anteriores visitantes que habían tenido, muchos de los cuales ahora los
acompañaban, y buscaron refugio en los pisos superiores. Mamá no puede subir
por las escaleras, nosotros no tenemos ningún interés en ellos y para el tío John
carece de relevancia lo que allí suceda mientras Mamá esté bien atendida. Creo que
la vieja dama se adueñó del ático y el resto corretea por la primera planta. Yo los
oigo muchas veces llamarme y hasta tiran juguetes por los peldaños para atraerme,
pero no saben que, aunque quisiera, no podría alejarme tanto de Mamá. Entonces
refunfuñan entre las sombras y gimen y se arrastran haciendo ruidos espantosos.
Imagino que echan de menos cuando eran los únicos dueños de la casa y podían
jugar con los desdichados que por cualquier motivo se acercaban a ella. A los cr íos
se los ve especialmente furiosos, privados de ese maligno entretenimiento,
incapaces de dar rienda suelta a todo el odio y la amargura que acumulan con los
años. Con el tiempo he llegado a pensar que nuestra aparición no fue simple
casualidad. El mal atrae al mal, y nosotros simplemente fuimos los últimos en
llegar a aquella morada perversa y, por ahora, los más fuertes.
Cuando descubrí que podía bajar al jardín me llevé la mayor alegría de mi penosa
existencia. Y comprobar que casi alcanzaba la valla de la casa de al lado y que
desde aquel maravilloso mirador podía observar a la familia que allí vivía fue
como si mi vida empezara de nuevo. Podía incluso escuchar su radio, con lo que
mi mundo dejó de ser tan pequeño y oscuro como hasta entonces. Podría haberme
pasado días enteros en aquel maravilloso emplazamiento, contemplándolos, pero
debía volver de vez en cuando para evitar que se supiera lo que podía hacer y
Mamá acabase prohibiéndomelo o incluso decidiera, además, que necesitaba algún
beso para corregir mi indisciplina. A Héctor no me importó confesárselo, sabía que
no me traicionaría, y Perla era imposible que me delatara, dado que no tenía nada
dentro de aquella preciosa cabecita de muñeca. Hugo era demasiado tonto y bestial
como para que le importara nada, así que solo me quedaba tío John, Mamá y
Víctor. Sabía que Víctor acabaría por descubrirme, siempre reptando por los
rincones, buscando bichos para comer, cometiendo iniquidades, por lo que llegué
con él a un pacto. Si no decía nada, le traería pequeños animales que encontrase
por allí, para que se divirtiera torturándolos o desmembrándolos. Al principio no
parecía muy convencido, pero cuando le entregué un pequeño cachorro que había
conseguido atrapar en mi última salida, accedió complacido ante la perspectiva de
poder satisfacer sus instintos sádicos con algo más que insectos o escurridizas
ratas. El problema se reducía entonces a tío John y Mamá. Pero dado que el
primero, cuando no estaba fuera, permanecía sentado como un pasmarote en una
silla de la entrada, quieto durante horas hasta que, de algún modo que nunca pude
averiguar, Mamá, como si fuera un autómata, lo mandaba de nuevo a algún
encargo; y Mamá, salvo durante las comidas, prefería quedarse en su oscuridad
con sus pesadas digestiones, me bastaba con volver cada media hora para
asegurarme de que todo seguía igual antes de salir de nuevo a mi reducido pero
anhelado universo privado. Así conocí a la pequeña y supe lo que era de verdad la
belleza y la dulzura.
Mamá volvió a parir el otro día. Pero, como las veces anteriores, el recién nacido
apenas sobrevivió unos minutos. Lo escupió lleno de babas y sangre, hecho un
guiñapo tan amorfo que al principio dudamos que no fueran meros excrementos.
Pero al poco, dando un espantoso chillido, se estiró y empezó a arrastrarse entre
gruñidos, huyendo instintivamente de ella. Recorrió a duras penas unos metros,
levantó lo que debía de ser su cabeza, chilló de dolor y se desplomó muerto. Luego
Mamá lo arrastró de nuevo hasta ella y lo hizo desaparecer, como si nunca hubiera
existido. Solo pude verlo unos instantes, pero bastó para comprobar que era
horrible: estaba lleno de heridas, bultos y apéndices. Desde que tuvo a Perla, la
cual, aunque muerta por dentro, al menos por fuera tenía apariencia humana y un
rostro perfecto, nuestros nuevos hermanos han sido cada vez más deformes y
espantosos. Una vez tuvo uno que apenas era una bolsa fofa y traslúcida llena de
palpitantes órganos, con unos ojos enormes que nos miraban llenos de horror y
desconcierto. Imagino que para aquellos desdichados seres cada segundo de vida
era de dolor y sufrimiento, de enloquecedora confusión. Por eso me alegro cuando
mueren. En el fondo son familia. Unos acaban de nuevo en Mamá, otros los tira tío
John al sótano. Siempre me he preguntado con quién los concibe Mamá.
Estoy nervioso perdido. Ha sido increíble, maravilloso. Estaba en mi escondite,
ensimismado observando cómo el padre limpiaba aquel enorme coche rojo que se
ha comprado, cuando de repente una dulce voz a mi espalda me ha sobresaltado.
«Hola», me ha dicho, «¿quién eres tú?» Casi me da uno de esos infartos. Me he
girado asustado y me he encontrado de frente con la niña que, abrazada a su
muñeca y como si fuera lo más normal del mundo, me miraba intrigada. Había
cruzado la valla aprovechando que su ama estaba dormida y su padre distraído, y
me había descubierto. Por un momento dudé entre huir o, incluso, romperle el
cuello y llevársela como botín a Mamá, que es lo que hubieran hecho los demás.
Pero yo no soy como ellos y, además, aquellos preciosos ojos azules me tenían
hechizado por completo. Como estaba totalmente atorado y no le contestaba, ella
insistió: «¿Cómo te llamas?» Yo seguía contemplándola, incapaz aún de reaccionar,
cuando escuché la voz del ama que, tras despertarse, la buscaba inquieta. «Estoy
aquí, jugando con un niño», le respondió en su inocencia. Un niño. Yo, a sus ojos,
era un niño. Bueno, la verdad es que tampoco era mucho más alto que ella, aunque
sí muy distinto. Si hubiera sido mayor o menos ingenua habría salido corriendo
aterrada por mi aspecto. Pero era tan inocente y dulce que simplemente me
consideraba un admisible compañero de juegos. En todo caso, el ama ya se
acercaba, riñéndole por haber salido de su campo de visión y más todavía por
atravesar la verja de aquel lugar prohibido, así que opté por escabullirme para
evitar ser descubierto. Pero, antes de desaparecer entre la maleza, lo pensé mejor,
me di la vuelta y le dije: «Me llamo Aarón, pero no le puedes decir a nadie que me
has visto». Al poco, desde la seguridad de mi ventana, pude volver a observarla
mientras la cuidadora la reprendía sin que ella se viese mínimamente afectada por
las recriminaciones: miraba curiosa y satisfecha con su nuevo secreto hacia donde
yo estaba. Me sonrió, y yo incluso me atreví a saludarle con la mano. Jamás me he
sentido así. Tal vez, después de todo, por fin pueda tener una amiga.
Una vez me acerqué al tío John, pensando que después de tanto tiempo quieto,
sentado en la entrada, sin moverse ni un ápice, debía de estar dormido o algo así.
La verdad es que, a pesar de mis recelos iniciales, apenas parecía detectar mi
presencia y no se inmutó lo más mínimo cuando me aproximé para examinarlo con
detalle. Si lo miras desde una distancia prudencial, tío John parece una persona
normal. Vestido de negro, con un viejo y anticuado traje oscuro y un gabán que le
tapa casi por completo. Lleva un sombrero que nunca se quita y solo se le ve el
brazo izquierdo, con su mano enguantada. Creo que no tiene derecho, o que en
lugar de un brazo tiene otra cosa más blanda y deforme. También ese lado de su
rostro permanece oculto por un cabello largo y lacio, casi pegado a la piel. El lado
izquierdo de la cara, el trozo que se puede ver, es anguloso, cenizo, y si te acercas
lo suficiente lo ves lleno de arrugas y cicatrices. No tiene expresividad, como si
fuera una máscara, o una segunda piel. Tío John es el único que entra y sale de la
casa y quien se ocupa de mantenerla en condiciones y traernos la comida. Cuando
estuve lo suficientemente cerca comprobé que era cierto lo que decían las personas
que a veces lo acompañaban cuando volvía. Olía espantosamente. No me atreví a
tocarlo, aunque creo que si lo hubiera hecho, tampoco hubiera reaccionado lo más
mínimo. Supongo que es como un pelele, una marioneta sin hilos que únicamente
se pone en marcha cuando Mamá se lo dice. Tras un rato me aburrí de
inspeccionarlo y me dediqué a revolver entre el cúmulo de ropa y enseres que se
amontonan a la entrada de la primera habitación. Hay abrigos, bolsos, mochilas,
maletas y todo tipo de ropa, pues abandona allí las pertenencias de sus eventuales
acompañantes, dado que estos no las necesitarán más. Apenas las registra más que
para proveerse del dinero con el que se sirve para atraer a otros nuevos
desgraciados. No son más que rastros de viejas prostitutas, desahuciados,
vagabundos o famélicos toxicómanos que son los únicos que acceden a acudir con
él a la casa; a veces, algún jovencito o jovencita que se ha fugado de casa y que está
tan desesperado como para acabar aceptando la ayuda de t ío John. Pero para mí
constituyen, desde entonces, un pequeño tesoro donde puedo satisfacer mi
curiosidad. Y puede que, algún día, encuentre en ellos lo que tanto ansío. Por
ahora, me conformo con echar algún cigarrillo de vez en cuando, imitando los
gestos que veo en los viandantes que pasan raudos por delante de la mansión.
Desde aquel primer encuentro con la pequeña, deseé y temí, a partes iguales, que
se produjera el segundo. Por un lado anhelaba comunicarme con aquel maravilloso
ser y, por otro, me amedrentaban las consecuencias que aquella perturbación podía
suponer en nuestra cerrada existencia. Pero la curiosidad y la ilusión pudieron más
y regresé al lugar donde se había producido nuestro primer encuentro. Llevaba un
regalo, por si por un milagro volvía a encontrarme con ella. Un pequeño peluche
algo deshilachado que encontré en una de las bolsas acumuladas en el recibidor.
No quise traer uno de los juguetes que dejan caer los niños de la planta de arriba
porque, aunque cuando los ves por primera vez te parecen normales, cuando los
coges resultan viscosos y ves que están cubiertos de secreciones y sangre. El caso es
que, tras algún tiempo de angustiosa espera, nuevamente el soniquete de su
musical voz hizo que mi corazón diera un bote. «¡Has vuelto, Aarón!», me dijo con
alegría infantil. Yo quedé unos segundos estupefacto, incapaz de reaccionar ante
una visión que me parecía llena de luz, y al poco me atreví a levantar mi brazo y
ofrecerle mi presente. Lo recibió con una sonrisa que nunca olvidaré. «¡Qué
bonito!», me dijo casi riendo, «es precioso, muchas gracias, Aarón». Cada vez que
pronunciaba mi nombre era como si el cielo se abriese y lloviesen pétalos de rosa.
«Toma, te dejo jugar con mi muñeca», y me la tendió mientras se sentaba a mi lado
dispuesta a pasar un rato agradable con su nuevo e insospechado amigo.
Aparte de los desdichados que tío John atrae con su dinero y sus promesas,
recibimos muy escasas visitas en la casa. Su fama de maldita aleja a vecinos y
visitantes. Los vendedores pasan de largo y nadie parece preocuparse por lo que
ocurra en ella. Pero hace poco vino un operario de la compañía de gas, en ausencia
de tío John. Aunque tenemos agua y luz, el gas hace tiempo que dej ó de funcionar.
Como la instalación está en el sótano y ninguno de nosotros queremos bajar allí, en
invierno nos calentamos usando una vieja calefacción de queroseno que tío John
enciende con bidones que él mismo trae. Tiene gracia: el agua sale marrón y fétida,
y la potencia eléctrica apenas da para una docena de viejas bombillas mortecinas,
pero como pagamos las facturas nadie se preocupa. Eso sí, dejamos de consumir
gas y enseguida mandan a un infeliz a averiguar qué sucede.
El hombre, con su gorra y su mono azul, llamó a la puerta, y en vez de darse
media vuelta y salir de allí despavorido como hubiera hecho cualquier otro, aplicó
su oreja a la madera de la puerta. Debió de escuchar algo que llamó su atención,
porque revisó si estaba cerrada y, al comprobar que no, la abrió y penetró en la
oscuridad. Preguntó si había alguien en casa, pero solo le contestaron rumores de
entre las tinieblas. Escondido en el quicio de mi habitación yo lo podía ver y
también escuchar cómo Hugo resoplaba goloso desde el fondo del pasillo. En su
mente animal aquella visita no solo era una amenaza, sino también la posibilidad
de conseguir un suculento manjar que echar a su repugnante bocaza. El hombre
siguió tanteando en la penumbra, sin dejar de inquirir por algún ocupante, tal vez
intrigado por los distintos ruidos que escuchaba aquí y allá a pesar del evidente
abandono de la casa. Sobre él, Víctor se movía como una araña, dispuesto a
participar en el festín si Hugo se decidía a atacar. Y todos deseábamos que al
menos Mamá no despertara, porque en ese caso no queríamos ni imaginarnos qué
podía pasar. Yo ya notaba cómo los músculos de Hugo se tensaban para saltar
sobre él, a la espera de que el pobre tipo se diera la vuelta para marcharse ante la
falta de respuesta a sus requerimientos, cuando los habitantes del primer piso
hicieron su aparición.
Escuché cómo lo llamaban con aquella voz peculiar suya, semejante a lánguidos
susurros en el viento. «Estamos aquí... arriba... suba... suba... estamos aquí». El
hombre escrutó un momento la negrura del primer piso y las sombras que se
movían por él, indeciso a la hora de acudir a tan extraña y desasosegante llamada.
Pero esta tenía algo de hipnótica y parecía que no podía sustraerse a su influjo.
«Suba... necesitamos su ayuda... mi marido... mis hijos… por favor... suba». Aquel
desdichado, que durante todo este tiempo no se hab ía quitado ni la gorra ni
soltado su cartera ni su pequeña caja de herramientas, inseguro, pero incapaz de
rechazar tan acongojada petición de auxilio, empezó a subir lentamente la vieja
escalera, peldaño a peldaño. Esta parecía responder a cada nuevo paso con un
crujido lastimoso y agorero. Vi que la enorme figura de Hugo volvía a desaparecer
en el fondo del pasillo y noté cómo Víctor se revolvía de rabia ante la pérdida de su
botín. Yo, en cambio, no podía dejar de mirar su caja de herramientas. Si la soltase,
si la dejase caer o yo tuviese valor para salir y arrancársela antes de que subiera...
Pero no me atreví, y él simplemente se diluyó entre las tinieblas del primer piso.
No escuchamos nada más, ni supimos más de él, aunque Víctor, durante un
tiempo, estuvo llevando su gorra, que sacó de Dios sabe dónde.
La niña y yo somos ahora grandes compañeros. Siempre que puede y da esquinazo
a su ama, viene a nuestro rincón secreto y trae muñecas y cuentos para que
juguemos juntos. Yo a veces le leo las historias que vienen en ellos, pero muchas
otras prefiero inventármelas. Me encanta cómo me mira ensimismada mientras le
cuento relatos imposibles de princesas y caballeros. Y ella, siempre siempre, es la
princesa que sale victoriosa de todos los peligros y fatigas. A veces parece que las
situaciones en las que meto a los protagonistas de mis narraciones son demasiado
enrevesadas o peligrosas para poder tener final feliz, pero me las arreglo para que
en el último momento todo se resuelva venturosamente. Y disfruto como nunca
creí que podría hacerlo al ver cómo su rostro se ilumina cuando al final todo sale
bien y ella ríe como la chiquilla que es. En esos momentos yo también soy el ser
más feliz del Universo. Me deja que le acaricie el pelo y hasta me canta las
canciones que se sabe. Y entonces deseo más que nunca poder encontrar aquello
que me permita no tener que separarme de ella jamás.
La desaparición de aquel operario nos ha traído más problemas de los que en
principio pensamos. No se trataba de un marginado o un desecho de la sociedad
del que no se ha sabido nada más, sino de un honrado padre de familia que había
acudido a trabajar y no había regresado. Revisaron la ruta que llevaba su última
jornada y dos policías acudieron a nuestra casa a investigar. Cuando llegaron sí
que estaba tío John, que les abrió la puerta y los invitó a pasar. Eran dos tipos
grandes, uno de uniforme y el otro con traje y corbata. Se los notaba suspicaces y
desconcertados ante lo que se habían encontrado en aquella lóbrega morada.
Desconfiaban de tío John y se notaba que estaban deseando salir de allí y regresar
con refuerzos para registrar a fondo un lugar a todas luces sospechoso y siniestro.
Fue la primera vez que escuché la voz de tío John, que yo pueda recordar. Era
profunda, sibilante, como si procediera de su pecho y no de su rostro y, en vez de
producida por una garganta humana, lo fuera por el roce de decenas de tendones o
apéndices. Les dio algunas explicaciones que no les acabaron de convencer, y
luego los invitó a pasar más adentro. Note cómo un escalofrío me recorría de arriba
abajo cuando escuché dónde los llevaba. En el sótano encontrarían la respuesta a
sus preguntas, les dijo. Pero nadie iba nunca al sótano. Su puerta solo se abría para
deshacernos de los restos de nuestras comidas, o de nuestros hermanos fallecidos.
Y aunque se suponía que no podía haber nada en él, por la noche se podían oír
pavorosos sonidos, ruidos extraños que aterraban incluso a los habitantes de
arriba. Yo, en ocasiones, había escuchado cómo algo o alguien arañaba la puerta
por dentro, y había visto cómo estaba de deteriorada por su parte interior por Dios
sabe qué clase de garras o lo que fuera. El tío John había tenido que reforzarla y,
aun así, yo no me atrevía ni siquiera a acercarme a ella. Cuando los vi ir en esa
dirección, supe que jamás volverían. Ni siquiera entendía cómo podían acceder a
acompañarlo ignorando todas aquellas aberrantes señales de peligro. Más tarde
comprendí que la presencia de Mamá dentro de la casa condicionaba voluntades y
consciencias, y que aquellos desgraciados tenían sus sentidos embotados por su
influencia. Era la única explicación para que seres humanos conscientes y libres
consintieran en adentrarse en semejante abismo de vileza. Desaparecieron uno tras
otro por aquellas escaleras de madera, hasta que el tío John cerró la puerta a sus
espaldas y regresó hierático a su silla en la entrada. Durante unos minutos se
oyeron gritos que helaban el alma, e incluso algunos disparos, y luego el silencio
volvió a adueñarse de la casa. Cuando al día siguiente tío John abrió la puerta del
sótano, encontró agarrado al pomo de la puerta lo que quedaba del polic ía que iba
de paisano. Tenía el rostro deformado en una horrible mueca de terror y le faltaba
el cuerpo desde el pecho para abajo. Lo iba a arrojar de nuevo al fondo del sótano,
pero Héctor estuvo rápido y consiguió arrebatárselo y llevárselo a su habitación.
Ahora forma parte de su colección, colgado de una de las paredes como si fuera un
muñeco. Hacía tiempo que no conseguía un trofeo así.
La muerte de los dos policías me ha hecho darme cuenta de que debo darme prisa
si no quiero perder mi única oportunidad. Probablemente un hecho así atraerá la
atención de mucha gente, con lo que seguro que Mamá ya está pensando en que
abandonemos de nuevo esta casa y nos mudemos a otro lugar más seguro. De
hecho, la comida ha empezado a menguar, tío John apenas sale ya y la casa está
inundada del repulsivo hedor que se produce cuando Mamá quiere adelgazar para
que sea más fácil transportarla. Esto me beneficia, porque suele estar menos atenta
y muchas veces parece aletargarse ajena a todo. Se me ha ocurrido que la mejor
manera de plantear mi problema a la niña es mediante los cuentos y he empezado
a introducir en ellos como elemento central la búsqueda de una espada o arma por
parte del príncipe para poder liberar a la princesa. Poco a poco la estoy
convenciendo de la necesidad de conseguir algún objeto cortante con el que poder
hacer frente a los peligros y aventuras que juntos vamos a emprender. Nuestro
pequeño mundo de fantasía está en peligro y nosotros debemos ser los valerosos
héroes que lo pongan a salvo. En esos momentos observo sus enormes y azules
ojos clavados en mí, con la seguridad y confianza que le da su tierna edad, y
mantengo la esperanza de que todo va a ir bien.
Anoche, cuando regresé a casa, me encontré con el terrible descubrimiento de que
Héctor había muerto. Lo encontré recostado sobre su mesa de trabajo, con sus
utensilios desparramados, como si se hubiese quedado dormido. Solo un leve
movimiento en su vientre contrastaba con la indolencia y flaccidez del resto de sus
miembros. Cuando lo toqué para tratar de despertarlo y comprobar su estado, cayó
ante mí como un saco de patatas y vi con horror de dónde provenía aquel siseo y
los temblores en su estómago. Frente a mí, con los hocicos llenos de sangre y
vísceras, el pequeño Víctor me miraba disgustado al verse descubierto mientras
devoraba las entrañas de su propio hermano. La ausencia de alimentos de los
últimos días lo había llevado a tratar de saciarse con el cadáver del pobre Héctor, y
ahora carroñeaba con sus deformes y infames manos dentro de él. Al verse
descubierto me gruñó, huraño, y se escabulló rápidamente con su cuerpo de
gusano por una grieta de la pared. Yo me quedé a solas con el cadáver del único
ser que hasta la aparición de la niña había sido mi amigo y confidente. Recordé con
pesar cómo solo unos días antes parecía más recuperado, con ganas de hablar, y
me contaba cosas de los viejos tiempos, en los que sus manos eran todavía hábiles
y tenía una colección impresionante. Rememoraba alguno de sus éxitos, cuando,
además, en la granja tenía más material con el que trabajar. Viajantes,
autoestopistas y excursionistas perdidos daban para alimentar a la familia y
sobraban para sus experimentos. Como el hombre que bailaba, a quien cosió
manos por todo el cuerpo que, cuando aplicaba electricidad, se agitaban ante la
mirada agónica y enajenada de su portador. O la parejita, como llamaba a la
aberración que creó al unir dos cuerpos con dos cabezas, tres brazos y dos piernas.
Ambos llegaron a sobrevivir en ese estado varios días, hasta que el hombre murió.
Pero la mujer aguantó bastante más, a pesar de tener que soportar el hedor a
putrefacción del cadáver que tenía adherido. Ahora, con la artritis, apenas
conseguía muñecos sin vida, monigotes disecados que nada tenían que ver con sus
antiguos logros. Lamentaba mucho haber tenido que dejarlos cuando nos
mudamos. Se sentía decrépito, apagado. Traté de consolarlo y advertí que
agradecía mis palabras. No sentía resentimiento hacia Mamá o los demás, a pesar
de haber sido siempre algo ninguneado. «No como tú. Siempre has sido el favorito
de Mamá. Por eso no ha querido separarse de ti». A mí eso nunca me había
parecido un privilegio, pero noté que de nuevo la cabeza se le iba y no quise
contradecirle. Ya había dejado de resistir, se había abandonado a la muerte. En
esos momentos, frente a sus restos, deseé más que nunca escapar de aquel infierno.
Fue entonces cuando escuché la voz de la niña en la entrada.
Corrí desesperado a la puerta de la habitación. La candorosa criatura
permanecía a los pies de la escalera, mirando insegura hacia lo alto, como si
dudase de si hacer caso de las voces que la reclamaban desde arriba. Respiré
aliviado al comprobar que había llegado a tiempo y que tío John estaba, por
fortuna, ausente. Antes de que pusiera el primer pie sobre el escalón la sujeté e
impedí que continuara subiendo. Los niños de la primera planta protestaron con
furibundos y agudos chillidos ante la pérdida de tan apetitosa y dulce presa, pero
los ignoré y aparté de ellos a mi pequeña amiga, que al verme iluminó su cara con
una confiada sonrisa que alejaba todos sus recelos y temores. Algo brillaba en sus
manos, pero antes de que pudiera ver de qué se trataba, un infame gruñido
proveniente del fondo del pasillo me puso de nuevo alerta. En la oscuridad
distinguí el informe contorno de Hugo, y noté cómo sus dos ojos rojos de animal se
clavaban en nosotros. Segundos más tarde, aquella bestia empezó a correr hacia
nosotros rugiendo, dispuesta a saciar el hambre de varios días con la tierna carne
de la chiquilla.
Hugo es mucho más grande y fuerte que yo, y tiene poderosas garras y dientes
afilados. Pero no podía permitir que acabase con la pequeña. La niña gritó al ver
aproximarse a aquella bestia y retrocedió unos pasos asustada. Yo me aparté del
trayecto de mi salvaje hermano y, agarrando el pesado carillón que adornaba la
mitad del pasillo, vestigio olvidado de pasadas glorias de aquella casa, lo empujé
en una maniobra desesperada que pretendía interceptarlo. La suerte me sonrió
porque cayó justo sobre él, atrapándolo un momento bajo su peso. Aquel objeto no
era por sí solo obstáculo suficiente para detenerlo, pero me dio el tiempo necesario
para agarrar una pesada pieza de bronce abandonada en la entrada y saltar sobre
él para golpearle una y otra vez en la cabeza. Le di con toda mi rabia hasta que
dejó de moverse y su cráneo se hubo convertido en una masa sanguinolenta que
me empapaba de arriba abajo. Resuelto aquel peligro, fijé mi atención en la niña
que, estupefacta y aterrada, contemplaba el cuerpo derribado de aquel engendro.
Comprendí enseguida que si permanecía allí no podría protegerla mucho tiempo
y, como los héroes de mis cuentos, resolví que su vida era más importante que la
miserable existencia que yo podría llegar a tener. Le grité que huyese, que escapase
de allí y me olvidara, que pensara que todo había sido un sueño y no regresara
jamás. Ella me miró aturdida un momento y, alarmada por mis gritos, se giró y
empezó a correr en dirección a la puerta.
Entonces me puse a analizar la situación. Acababa de matar a Hugo, el perrito
faldero de Mamá, y en cuanto esta lo descubriese nada me libraría de sus besos.
Empecé a estudiar los pasos a seguir cuando el suave roce de una mano sobre mi
hombro me sobresaltó. Me di la vuelta estremecido por un contacto que jamás
había sentido y vi frente a mí la dulce cara de la niña, que me miraba decidida. No
supe qué decir. Ella alargó sus manitas para hacerme entrega de lo que portaba en
ellas. Era el preciado objeto que le había pedido en mis historias y el motivo por el
que había acudido a aquel lugar de pesadilla. Resplandeciente, emitiendo destellos
que parecían iluminar mágicamente nuestros rostros, me dio unas enormes y
puntiagudas tijeras de cocina que acababa de coger del cajón de los cubiertos de su
casa. Yo miré aquel presente maravilloso con lágrimas en los ojos, incapaz de
asumir que el ansiado momento había llegado. La miré agradecido, sin saber qué
decir, y ella, de repente, se acercó y posó sus labios levemente en mi mejilla. Fue un
instante, un simple segundo en el que experimenté toda la ternura de la que la vida
me había privado, y noté cómo la parte humana que habitaba en mí reflotaba llena
de fuerza y vigor. Porque ¿qué posibilidades tenía un monstruo como yo de
cruzarse con un auténtico ángel como ella? Era un milagro. Un irrepetible milagro.
Luego, la pequeña se giró y salió corriendo hacia la puerta, desde donde me dirigió
una última mirada.
Aterrado reparé en cómo por detrás de ella surgía una amenazadora sombra.
Tío John regresaba, y se iban a cruzar en la entrada. Mi corazón dio un vuelco a
punto de estallar y salté tratando de avisarle y protegerla, pero no hizo falta. Como
si de un milagro se tratara, ella pasó a su lado sin que él advirtiera su presencia en
absoluto. Tío John retornaba con una enorme garrafa de queroseno, que tra ía para
abastecernos los próximos días, en los que entraba el invierno. Y como si su mente
podrida e infame fuera incapaz de percibir más allá de la carroña y la miseria, no
vio a aquel blanco y luminoso ser que escapaba por el porche hasta la calle y más
allá, por la acera, a la seguridad de su hogar. Ajeno a todo lo que no fuera su
cometido, tío John abandonó su carga y salió de nuevo para traer más suministros.
Seguro de que acababa de asistir a un maravilloso prodigio, pronto recordé cuál
era mi situación y me dispuse a tomar medidas. Tenía en mis manos lo que más
había deseado en el mundo, y ahora tenía que ser rápido si no quería fracasar tan
cerca del triunfo. Primero tenía que librarme del cadáver de Hugo. No estaba
seguro de que la ceguera o despiste de tío John se mantuviera por mucho tiempo y
menos con respecto a un hecho así, y eso era precisamente lo que yo necesitaba.
Gracias a Dios tengo los brazos fuertes, qué remedio, y pude apartar el viejo reloj
de encima del cuerpo y arrastrar este hasta la puerta del sótano, en cuyo interior
pretendía deshacerme de la prueba de mi delito cuanto antes. Abrí la cerradura y
me tapé la nariz ante el hedor que surgía de aquel pozo infecto, en el que entre
otros nauseabundos matices se apreciaba un fuerte olor a gas. Imaginé que una de
las balas que dispararon los agentes debía de haber roto alguna de las
conducciones, pero no me detuve a comprobarlo: no tenía un minuto que perder.
La luz de la macilenta bombilla apenas iluminaba los primeros escalones de la
desgastada escalera que descendía a aquel ponzoñoso lugar. Resuelto a acabar
cuanto antes con aquel asunto y poder dedicarme a lo que tanto hab ía esperado
todos esos años, hice acopio de todas mis energías y arrojé el cuerpo, que se
desplomó y rodó hasta desaparecer. Al momento se escuchó un pavoroso sonido
como de agua revolviéndose, al que al poco siguió una especie de burbujeo
orgánico que me convenció de que debía cerrar la puerta lo antes posible. Pero
antes de que pudiera hacerlo eché para mi desventura un último vistazo al interior
y lo que vi me dejó helado: a los pies de la escalera, mirándome con sus ojos
infinitamente negros, Perla me observaba con su rostro de muñeca de porcelana.
Su carita redonda y brillante destacaba entre la profunda oscuridad que la rodeaba.
Pero Perla llevaba meses muerta, y aunque no lo hubiese estado en el momento de
ser arrojada allí, no hubiera podido sobrevivir en esas condiciones.
Me quedé paralizado, incapaz de moverme, observando aquel rostro tan
familiar y a la vez tan imposible. Entonces hizo algo que me convenció de que
aquella cosa, fuera lo que fuera, no era mi hermana pequeña. Sus facciones de
pronto se transformaron en una perversa sonrisa. Perla nunca había sonreído. Ese
hecho hizo que despertara de mi marasmo justo a tiempo de apartarme y atrancar
la puerta un mínimo segundo antes de que esa cosa saltara sobre mí con un rugido
espantoso. La escuché golpear la madera, rabiosa y frustrada, emitiendo sonidos
que no eran de este mundo ni del otro, sino de uno más antiguo y tenebroso. Pero
no podía dejar que aquello me superase cuando estaba a punto de conseguir mi
anhelado sueño de libertad.
Eliminadas las pruebas de mi falta, me dirigí de nuevo a mi habitación,
portando mi valioso regalo. Al pasar por la entrada vi formas difusas e informes,
que de algún modo perverso e inicuo semejaban chiquillos con trajes
decimonónicos que descendían tímidamente por las escaleras, aún recelosos y
prudentes. Las desalmadas criaturas de arriba se habían dado cuenta de que algo
estaba pasando y exploraban atrevidas la ansiada posibilidad de recuperar sus
antiguas posesiones. Las ignoré y me refugié entre mis conocidas cuatro paredes
llenas de viejos diarios y libros carcomidos para examinar con emoción mi tesoro.
Aquellas tijeras brillaban como si realmente fueran un arma mágica de leyenda.
No quería esperar más; las así con fuerza y me dispuse a emplearlas. Me tomé aún
un segundo más para saborear ese instante tan deseado. Fue entonces cuando lo vi,
agazapado en una esquina, con su mirada mezquina y sórdida. Víctor observaba
mis movimientos con el ceño fruncido y al verse sorprendido escapó emitiendo un
chirriante sonido que se me antojó una risa siniestra. Me había descubierto, sabía
mis intenciones y probablemente en ese momento corría para revelárselas a Mamá.
Solo el hecho de que esta estuviese concentrada en prepararse para el próximo
traslado podía justificar que todavía no se hubiese percatado de nada. Pero con el
aviso de Víctor todo estaba perdido. Tenía que darme prisa. Así que bajé la tijera
hasta mi estomago y empecé a seccionar la masa de tendones, venas y conductos
que me unía a ella. Si no conseguía cortar el cordón umbilical que desde que nací
me mantenía prisionero junto al ser en cuyas entrañas había sido concebido, a esta
le bastaría tirar de él, como en anteriores ocasiones, para llevarme ante su
espantosa presencia, probablemente por última vez en mi aciaga vida.
Con los años, aquel trozo de carne se había vuelto duro como una corteza, pero
mantenía una ductilidad orgánica y multitud de arterias que al ser cercenadas
empezaron a sangrar profusamente. Desde que asesté el primer tajo experimenté la
sensación de que alguien gritaba a lo lejos, como si aquella cosa que me mantenía
amarrado a mi progenitora fuera en realidad un ser vivo e independiente que se
quejara ante la mutilación a la que estaba siendo sometido. Luego percibí que a ese
primer grito atávico se unía otro más agudo y monstruoso. Mi madre estaba
despierta por fin y chillaba de rabia y dolor. Yo, en cambio, cuanto más de aquel
asqueroso apéndice iba extirpando, más notaba cómo mi mente y mi cuerpo se
sentían mejor, más libres, menos aturdidos. Noté de repente que algo tiraba de mí,
arrastrándome. Aquel cordón era todavía lo bastante fuerte como para remolcarme
ante la presencia de Mamá. Me aferré con todas mis fuerzas al marco de la puerta
con una mano, mientras con la otra trataba de seguir cortando hasta superar la
dureza de aquella soga que me atraía hacia mi fin. Creí que me iba a arrancar el
hombro o romperse el quicio de la rabia con que me impelía, cuando de repente
sentí un agudo dolor en la mano con la que me sujetaba; mi ruin hermano Víctor
me mordía tratando de complacer a Mamá y precipitar mi fin. No podía
defenderme, aunque le lancé un par de pinchazos con las tijeras que él esquivó sin
problemas, así que decidí soportar el dolor como pudiera y concentrarme en seguir
cortando aquella amalgama de carne y músculos podridos. Mamá chillaba tan
fuerte que parecía que iba a derribar la casa.
Por fin, arrancándome parte de la carne del estómago, aquella especie de
maléfica víbora que me sujetaba saltó y desapareció dando botes por la entrada de
la cocina. Liberado al fin, caí pesadamente al suelo. Al incorporarme traté sin éxito
de acabar de una vez por todas con Víctor, pero este era demasiado rápido y
pronto se escondió en un lugar seguro, sabedor de que no era rival para mí en
lucha abierta. Opté por ignorarlo. Si quería tener alguna oportunidad, no podía
perder tiempo en revanchas inútiles. Me dirigí rápidamente a la puerta de la casa,
dispuesto a escapar de allí y no volver nunca más. No sabía qué sería de mí fuera
del cobijo de mi peculiar familia, pero prefería la incertidumbre de un futuro
precario que continuar en aquel lugar impío.
En la entrada me topé de bruces con tío John, que había regresado y aún portaba
un par de latas de combustible en su mano útil. Taponaba mi salida y parecía
dispuesto a hacerme pagar cara mi traición. Yo aún tenía en mi poder las tijeras y
no estaba dispuesto a rendirme tan fácilmente ahora que estaba tan cerca de la
victoria. Así que, dando un feroz grito, me lancé hacia él, que hizo lo propio
soltando su carga.
Tal vez si hubiera tenido piernas en vez de tener que andar con los brazos el
resultado hubiese sido otro, pero acabé aplastado por la altura superior de mi tío,
que sujetó con su mano mi muñeca para impedirme clavarle mi improvisada arma.
Dimos vueltas enfrascados en la pelea, y en la refriega perdió su sombrero y su
gabán, con lo que quedó al descubierto su auténtica naturaleza. Aquel repulsivo
ser que yo llamaba tío tenía la mitad izquierda de su cuerpo quemada y surcada de
horribles cicatrices, pero al menos mantenía una forma humana. La derecha estaba
compuesta por una amalgama de tentáculos que se retorcían como serpientes o
gusanos que me mordían mientras trataban de inmovilizarme. Probablemente ese
hubiera sido mi fin si, de repente, el cuerpo de mi tío no hubiese salido disparado
hacia arriba, dejándome dolorido pero libre en el suelo. Al recuperarme y ver lo
que sucedía, comprobé cómo aquella cosa se agitaba y luchaba contra los antiguos
habitantes de la casa, los cuales, viendo que podían sacar provecho de aquella
pelea intestina, habían decidido intervenir y acabar de una vez con aquellos
indeseados invasores que los habían relegado a los pisos superiores de sus
antiguos dominios. Agitaban satisfechos lo poco que quedaba de mi malhadado
hermano Víctor, cuyas correrías y maldades habían terminado definitivamente, y
pretendían hacer lo mismo con el tío John. Sin embargo, este resultó mucho más
difícil de digerir de lo que ellos pensaban. Se agitaba y luchaba implacable contra
aquellas ánimas del averno que comprendían tarde que hay monstruos con
capacidad para herir y lastimar incluso a los que ya están muertos.
No pensaba quedarme a averiguar quién ganaría la aberrante batalla ni qué iba
a pasar a continuación, así que empecé a arrastrarme hasta la entrada, que ahora
parecía por fin libre de obstáculos. Fue entonces cuando comprendí que los
chillidos de Mamá estaban mucho más cercanos de lo que parecía. En el fragor de
la pelea no me había dado cuenta, pero Mamá había salido de la cocina y se había
arrastrado hasta donde estábamos. En su camino, y dado su volumen, había roto
puertas y paredes, y se había llevado por delante cuanto la molestaba, pero me
había conseguido alcanzar. Agarrándome con sus muchas manos y mirándome
con sus muchos ojos, que aparecían aquí y allá en su viscoso e informe cuerpo, me
golpeó hasta dejarme casi sin sentido y, haciendo surgir cientos de colmillos en
una de sus aberturas, empezó a besarme, destrozando mi carne como si fuera un
jugoso tentempié. Ya había perdido mis piernas y toda la parte derecha de la cara,
ojo incluido, en anteriores demostraciones obscenas de su espantoso afecto y sus
terribles caricias, pero ahora sabía que no se detendría hasta que me devorase por
completo. Traté de defenderme clavándole las tijeras en cada abertura o
protuberancia que tenía a mi alcance, pero enseguida surgían otras nuevas y más
terribles, hasta que de un aguijonazo me obligó a soltar mi precaria arma, que cayó
a unos metros de donde estábamos.
Me supe entonces perdido y me abandoné al dolor que sus mil dientes me
producían, al borde del desmayo. En esos momentos la esencia que compart ía con
Mamá, su presencia que me fagocitaba y me convertía en parte de su ser, me hizo
participar con ella de emociones y recuerdos. Entré en comunión con su alma
ancestral. Vi a través de sus múltiples ojos y saboreé, a través de sus decenas de
bocas, años, siglos de degeneración y putrefacción, de depravación y
envilecimiento, a medida que iba perdiendo la condición humana que una vez
tuvo y se transformaba en aquella cosa que pronto podría reclamar su trono en el
Averno. Fui espectador de cómo su interior y su exterior mutaban en lo imposible,
en el horror más inimaginable, mientras su mente perturbada perdía toda
racionalidad y capacidad de albergar sentimientos o emociones. Éramos hijos de
sus pecados, concebidos de ella misma y de los restos de cualquier cosa que
hubiera comido y se estuviese descomponiendo en su interior. Híbridos
demenciales y grotescos de humanos y bestias. Arañas, gusanos, ratas o alimañas.
Monstruos inverosímiles, deformes y múltiples, unos con más suerte en el reparto
de órganos y vísceras, otros, simplemente, de absurda e imposible existencia. Me
pregunté con horror cuál había sido el pecado de aquella grotesca criatura
condenada por toda la eternidad a parir monstruosidades y no poder separarse de
ellas, vinculadas por la propia carne a su espantosa existencia y, como un velo
borroso que se resistía a caer, llegaron hasta mí imágenes atroces de un inocente
bebé que dormía en su cuna y de una madre pálida y ojerosa que se le acercaba
lentamente con mirada extraviada mientras agitaba unas bruñidas tijeras entre sus
manos temblorosas y huesudas. Las lágrimas recorrieron mi rugosa mejilla cuando
lo comprendí. El más vil y execrable de los crímenes. La mayor de las ofensas
contra los dioses y la vida. El pecado contranatura. No quise seguir mirando en el
interior de aquella madre aborrecible que ahora perpetuaba su horror devorando a
otro de sus retoños, y quise evadir mi mente en aquellos últimos instantes de mi
existencia. Y, como en un sueño, dejé que acudieran a ella el recuerdo de aquel
tierno gesto que la niña tuvo, cuando pegó sin escrúpulos ni miedo sus delicados
labios a mi cara, y pensé que en realidad mi muerte no era tan mala ni mi vida tan
inútil si al menos había podido probar la intensa ternura que encerraba un
auténtico beso. Cerré los ojos y pensé en ángeles de rubios cabellos.
La casa crujió de un modo espeluznante y tembló de arriba abajo. Mamá se
quedó quieta, tratando de entender qué estaba pasando. Un nuevo crujido la puso
sobre aviso de que algo iba mal, pero ya era tarde y no pudo hacer nada cuando el
suelo de madera, desgastado por los años y el abandono, no pudo resistir su peso y
se desplomó arrastrándola hacia abajo. Fue tan inesperado que me soltó de su
amarre y salí despedido hacia la entrada, donde caí sobre el montón de ropa de los
desgraciados que nos servían de alimento, librándome de hundirme con ella en el
agujero que se había abierto y que la sepultó en el sótano.
Estaba malherido y sangraba por todas partes, así que no hice amago de
escapar, seguro de que no me quedaba mucho tiempo de vida en esas condiciones.
Al menos, me alegré pensando que había conseguido asistir al final de mi
aberrante progenitora. Me tumbé dispuesto a esperar que la misericordiosa muerte
me llevara a su seno cuando el atroz sonido de las mil voces de Mamá me alertó de
que no había acabado todo. Del enorme boquete que se abría ante mí vi surgir
decenas de apéndices y bulbosas extremidades que se agarraban desesperadas allá
dónde podían en un intento por extraer el enorme cuerpo de aquel engendro del
pozo donde se había sumido. Distinguí largas protuberancias con ojos y su rostro
malhadado, que aparecía de nuevo ante mí con la satisfacción pintada en sus
rasgos al conseguir escapar de este último giro del destino. Maldije la fuerza y
resistencia de aquel ser del que yo provenía y temí por un momento que aquello
no fuera más que una simple anécdota en su infame existencia cuando, de repente,
sus chillidos de esfuerzo se tornaron en aullidos de dolor, y su resurgir se detuvo.
Algo la sujetaba desde abajo y tiraba de ella pugnando por introducirla de nuevo
bajo tierra. Algo tan poderoso y vil que se atrevía incluso a enfrentarse con ella.
Intuí de algún modo que se trataba de la maldad primigenia que habitaba en las
profundidades de aquella tierra, cuya propia iniquidad nos había atraído probable
e insospechadamente a aquel ruin lugar, y que se había alimentado de nuestro mal
como nosotros del suyo, hasta ser tan fuerte como para emerger del infierno sobre
el que algún incauto había construido aquella desventurada mansión.
Un brillo a unos metros de mí apartó mi atención de la titánica y feroz lucha a la
que asistía. Distinguí entre las sombras las tijeras que me habían liberado y en ese
momento comprendí que yo también tenía que cumplir mi papel en aquella
absurda tragedia. Supe que la casa, harta de soportar ignominias y maldades, de
algún modo me pedía que pusiera punto final a su infame historia y me mostraba
el modo de hacerlo. Así que rebusqué a mi alrededor en bolsos y chaquetas hasta
que encontré lo que buscaba. Qué suerte que a los parias les guste tanto fumar.
Encendí la pila de ropa por varios sitios y sus llamas iluminaron el escenario
perverso en el que nos hallábamos. Sin embargo, su visión, a pesar de que
espantaba a los espectadores de arriba, apenas causó alguna reacción en Mamá,
que seguía peleando con lo que fuera aquella cosa que la consumía desde abajo.
No era un gran fuego, y probablemente no le costaría mucho apagarlo. Algunos
apéndices se aprestaron a ello con indolencia. Pero todavía tenía otro as en mi
manga. Me deslicé como pude hasta las tijeras, dejando tras de mí un rastro de
sangre y tripas. Las apresé con fuerza y las mostré a uno de los muchos rostros que
surgían de Mamá a la luz de la improvisada hoguera. La visión de aquel objeto,
similar al que protagonizó el infame acto que dio origen a su condenación y
nuestra pesadilla, provocó en ella una mezcla de rabia y repulsión. Sonreí al
comprender cómo de este modo el círculo se cerraba, y las dejé caer con fuerza
sobre la latas de queroseno que tío John había acumulado en la entrada. Unos hilos
plateados saltaron de su interior buscando ávidos el aire que nos rodeaba y, al
encontrarse con la tímida fogata, retornaron convertidos en largas lenguas de
fuego. Hubo una gran deflagración y la madera seca y el gas que escapaba del
interior del sótano hicieron el resto. Ardimos como una inmensa pira funeraria,
durante todo un día y una noche, sin que los bomberos pudieran hacer nada ante
el ansia desaforada de aquel insólito incendio. Tan intenso y purificador como las
propias llamas del Averno.
Ahora únicamente quedamos inofensivos espíritus. El mal ha regresado al
abismo para seguir purgando sus pecados y los demás apenas somos débiles y
sutiles reminiscencias de lo que un día fuimos. Tan etéreas que apenas existimos,
ni podemos hacer ya daño a nadie. Solo flotar indolentes alrededor de las personas
y apoyar nuestros labios dichosos en la mejilla de una linda niña de ojos azules que
acuna suavemente una muñeca sin piernas mientras le canta una dulce canción.
FIN
El hombre que soñaba con mariposas
El futuro nunca será como lo imaginamos porque, con solo soñarlo, ya lo hemos cambiado.
Aquel editor no podía parar de reírse, mientras se le saltaban las lágrimas y
señalaba a Arturo con el dedo. Este lo observaba algo indeciso, incapaz de calibrar
por sí mismo si lo que había dicho era tan gracioso como para generar semejante
respuesta, si aquel hombre tenía una naturaleza tan socarrona y extrovertida que le
hacía reaccionar de un modo tan desaforado, o si únicamente exageraba con el afán
de agradar y hacerle sentir bien para así ganarse su confianza. A lo mejor era
verdad que era tan ingenioso, a tenor de la congestión que presentaba aquel sujeto,
incapaz de refrenar la carcajada a cada frase que decía. Sin embargo, la morena que
lo acompañaba, presentada momentos antes como la posible ilustradora de su
obra, no parecía contagiada de su hilaridad, sino que se limitaba a sonreír de esa
manera pícara que los hombres son incapaces de interpretar, y a mirarlo fijamente,
de un modo tan ambiguo como sus posibles intenciones. Arturo consideró,
concediéndose algo de indulgencia consigo mismo, que la inteligencia resultaba
sexy, y que él estaba haciendo gala en esos momentos de una brillante
conversación. En todo caso, aquella mujer tenía algo especial. No es que fuera
especialmente guapa, pero por algún motivo oculto en su subconsciente le
resultaba muy atractiva. Tal vez esa forma de juguetear con su pelo… Pero no
quería distraerse con veleidades románticas cuando estaba tan cerca de ver su gran
sueño cumplido.
Por fin lo había conseguido. Su primera novela iba a ser publicada. Y no
precisamente de un modo modesto, como solía ser habitual en los principiantes
como él, sino por uno de los mayores grupos editoriales y con una espectacular y
cuidada promoción. Atrás quedaron, sumidas en la niebla del olvido, las horas
robadas al reposo escribiendo decenas de relatos y cuentos, la frustración de
multitud de aciagos certámenes y concursos sin suerte, salpicada con alguna muy
esporádica alegría, los círculos de escritorcillos aficionados que se procuraban
mutuo consuelo ante un azaroso porvenir, concediéndose mayores elogios de los
que en realidad merecían, y la íntima y amarga sensación de que nada de lo que
hacía servía para nada y que solo constituía una pérdida de un tiempo precioso
que estaba sustrayendo a cosas más importantes como su doctorado en Biología,
sus amigos o la familia (la cual mantenía consternada por las quimeras literarias de
un joven tan brillante y con un futuro tan prometedor).
Lo más chocante es que fuera precisamente su último trabajo el que le hubiera
abierto las puertas del éxito, dado que era el que consideraba menos personal y
elaborado. No hacía ni un mes que lo había escrito, sumido además en un estado
creativo intenso y turbulento en extremo. Siempre había tenido una imaginación
algo loca y unos sueños plagados de fantasías, pero aquella obra salió de su mente
como un río desbocado, arrasándolo todo, como si tuviese vida propia y urgencia
por ser puesta sobre papel. Fue una opresiva experiencia que lo dej ó extenuado
física e intelectualmente, y lo condujo en los últimos días a un estado
enfervorizado, donde el poco dormir y la pasión con que lo vivió llegaron a jugarle
malas pasadas. Un período de extrañas pesadillas, de visiones desquiciadas, de
pérdidas inconscientes del concepto de lo que era real y no. Una vez, mientras
tecleaba con frenesí en su ordenador, llegó a ver, de un modo pavorosamente
claro, cómo una enorme mariposa atravesaba la habitación y se posaba majestuosa
sobre la pantalla, indiferente a su presencia. Aquella alucinación se mantuvo
durante algunos minutos, en los que se quedó paralizado observándola. Incluso
ahora podía recordarla con todos sus detalles. Algunos escalofriantes, como su
abdomen traslúcido en cuyo interior parecía agitarse algo, o que las alas fueran de
un tamaño tan desmesurado que parecieran extenderse casi hasta el infinito, como
si los límites físicos del cuarto se hubieran evaporado. Demasiado café y
demasiadas fantasías en su cerebro habían acabado casi por desquiciarlo. A veces
su exuberante inventiva, que era su mejor arma como autor de cuentos de ciencia
ficción, también le gastaba malas jugadas.
Pero ahora todo ese esfuerzo y padecimiento adquiría sentido. Por fin alguien
había respondido a sus cartas y peticiones, ¡y de qué forma! Una invitación, en la
que le habían dado expectativas impensables unos días antes, para comer con un
importante editor en un lujoso restaurante. Casi no podía creer su suerte. Además
parecía haber caído en gracia a aquel tipejo sonriente y gomoso, que distaba
mucho de la imagen que tenía de lo que era un editor al uso. Pero, claro, en
definitiva aquello era un negocio y los empresarios al fin y al cabo son todos
iguales.
Luego estaba aquella mujer que lo acompañaba y que parecía encandilada con
sus palabras. Nunca se había considerado un tipo divertido, ni tan ocurrente, pero
parecía que la felicidad había dado vuelo a su lengua y estaba resultando tan
elocuente como sus anfitriones pretendían que era. Vio cómo ella esbozaba en su
bloc de dibujo una especie de oso de peluche azul, muy gracioso y dulce, con una
enorme nariz. «Dan ganas de mordérsela —apuntó jovial señalándolo—. Puede
que se trate de una nariz mágica y que, al darle un bocado, desaparezcan todos los
problemas». Ella le sonrió de una manera que inundó su corazón de algo cálido y
reconfortante, como nunca había experimentado antes. Le devolvió un guiño
afectuoso, con una insospechada seguridad para su habitual timidez,
probablemente provocada por el exceso de vino consumido y los continuos
halagos que le dirigían. Fuera por lo que fuese, el caso es que cuanto más la
miraba, más preciosa le parecía, y no cabía duda de que él también le había
causado buena impresión. Su rostro le parecía ahora tan perfecto como todo en esa
noche. Aquellos inmensos ojos verdes, henchidos de promesas. Aquella piel blanca
y luminosa, salpicada de esporádicas y diminutas pecas. Aquella insinuante boca,
con aquellos labios sugerentes y encendidos.
Y aquellas enormes cicatrices que le cruzaban la cara de atrás adelante.
Sobrecogido por la inesperada y terrible imagen, Arturo dio un respingo y se
incorporó de golpe, tirando varios vasos y cubiertos al suelo. Sus compañeros de
mesa lo observaron inquietos, sin comprender su desmedida reacción. Él los miró
pálido, con los ojos desorbitados, temblando. Tras unos instantes de angustia,
aquel rostro deformado desapareció y la cara de la muchacha volvió a ser normal,
tan hermosa como era antes de aquella alucinación. No quedó rastro de aquellas
excrecencias carnosas que momentos antes la habían desfigurado grotescamente.
Había sido una visión, un mero delirio. Tal vez un efecto óptico de la luz. Dedujo
que quizás no estaba por completo recuperado de su febril estado creativo del mes
anterior. Sí, eso había sido, un simple espejismo provocado por su debilidad y la
abundancia de alcohol ingerido. Y, sin embargo, lo hab ía visto tan clara, tan
vivamente, que le estaba costando volver a recuperar la calma.
Más sosegado, volvió a sentarse, ante la mirada sorprendida del editor, que no
sabía si interpretar aquello como una broma o excentricidad de su nueva promesa,
y de la ilustradora, que ya no parecía tan convencida de su atractivo. No podía
tampoco dejar de examinar fijamente el rostro de esta, esperando temeroso que en
cualquier momento volvieran a aparecer aquellas horribles marcas. Trató de
recobrar el control de sus emociones respirando profundamente. Todo parecía
haber pasado y no era cuestión de que por un simple percance se diera al traste con
una ilusión tanto tiempo perseguida.
Así que compuso una forzada sonrisa que intentó que fuera lo más
tranquilizadora posible, adujo una excusa sobre una supuesta avispa, lo que fue
admitido con cierto gesto de repugnancia por parte de ambos, y retomó la
conversación con el empeño de olvidar y hacer olvidar el incidente.
Pero cuando apenas habían transcurrido unos minutos en los que habían
empezado a debatir sobre el futuro de la literatura fantástica española, tema
recurrente donde los haya entre la gente del mundillo, nuevamente algo
excepcional volvió a sumirlo en la mayor de las confusiones. El fondo del salón
donde se encontraban, que estaba decorado con innumerables objetos que,
siguiendo la última moda, trataban de dar un aire bohemio y decadente al local,
comenzó poco a poco a diluirse, a difuminarse, sin que ninguno de los presentes
salvo él diera muestras de advertir dicho efecto. Pronto cuadros, fotograf ías y
parafernalia al uso fueron sustituidos por una sórdida pared de aspecto sucio y
ceniciento, que supuraba extraños fluidos de consistencia viscosa y color verdoso,
como la sala de máquinas de un vetusto carguero. La visión fue ampliándose
paulatinamente, engullendo en su rotundidad mesas y clientes que desaparecían
tras aquel sombrío muro. Este además parecía a cada momento más próximo: iba
acercándose poco a poco hasta que se detuvo a tan solo unos metros de él,
convirtiendo el salón del restaurante en un pequeño e inmundo habitáculo.
Sus contertulios, indiferentes a esa dislocación, seguían debatiendo
animadamente sobre mercado y oferta, mientras él apenas se atrevía a moverse al
percibir cómo la realidad perceptible se desplomaba lánguida ante sus ojos.
Cuando una extraña forma que apenas pudo llegar a entrever empezó a atravesar
aquella ruinosa pared agitando sus múltiples patitas, no pudo contenerse más y
emitió un grito sordo, pero lo bastante alto como para que el resto de los
comensales interrumpiesen sus conversaciones y se girasen a mirarlo.
De nuevo se sintió escrutado por sus compañeros de mesa que, ante su
inexplicable conducta, ya no podían dar por válida la excusa previa y empezaban a
sospechar que algo extraño le ocurría. Su mente racional trató de apartar la visión
que estaba teniendo por imposible y le mandó un contundente mensaje que le
ordenaba refrenarse y disimular, pasara lo que pasara. Se estaba jugando mucho
en aquellos momentos, probablemente los más importantes de su vida, como para
estropearlo todo por unos desvaríos estúpidos e imposibles. Así que agitó la
cabeza y apuró la copa, cerrando con fuerza los ojos y tratando de calmarse de
nuevo. Cuando los abrió, todo parecía haber vuelto a la normalidad. Solo que ya
no lo miraban como a un inteligente y brillante conversador, sino como a un
enfermo mental al que habían dado de alta demasiado pronto.
Pidió disculpas y se levantó, sudoroso, en dirección al cuarto de baño, sintiendo
aún cómo le temblaban las piernas. Notó las miradas de conmiseración de los
presentes, que habían asistido a sus dos extravagantes reacciones anteriores. Por el
rabillo del ojo se percató de cómo sus acompañantes suspiraban y cuchicheaban
entre sí, probablemente sobre la penosa decepción que habían sufrido ambos,
pensando que al fin habían encontrado a alguien con imaginación y talento que
además se comportaba de un modo normal, y no a un estrafalario personajillo algo
desequilibrado, como parecía la norma habitual entre aquellos autores de género.
Pero lo que había visto y experimentado no eran simples efectos ópticos que
pudieran ser asumidos de un modo sosegado y plausible, por mucho que lo
intentase. Las visiones habían sido extremadamente convincentes. Incluso hasta
cierto punto más nítidas y precisas que el propio mundo real: le habían producido
la misma impresión que cuando se ponía las lentillas por la mañana y todo a su
alrededor adquiría mayor color y definición. Además la segunda se había
mantenido no un fugaz instante como la primera, sino que había permanecido fija
y consistente delante de él hasta que el miedo exacerbado provocado por aquella
cosa apenas vislumbrada que escalaba el muro le había obligado a cerrar los ojos y
tratar de contenerse. Fuera lo que fuera aquello, ahora tenía claro que no podía
negar que había pasado, ni que la explicación no era ni la bebida o ni el cansancio.
Algo preocupante le estaba sucediendo. No quería ni plantearlo, pero la palabra
demencia surgía en su interior como una amenaza tangible y demoledora.
Entró en el lavabo, agradeciendo que estuviera vacío, se contempló un momento
en el espejo, donde se vio excesivamente pálido y desmejorado, y abrió el grifo del
agua fría dispuesto a darse un buen remojón que lo despejara. Notó cómo la
gelidez del líquido le devolvía algo de calma, y continuó refrescándose y
aplicándose agua en la nuca un buen rato. Se repitió una y otra vez a sí mismo que
debía controlarse y aferrarse a la cordura que le pudiera quedar para luchar contra
aquellos desvaríos.
Cuando terminó y se incorporó comprendió que la pesadilla no había hecho
más que comenzar. Frente a él no distinguió espejo alguno reflejando los servicios
de restaurante, sino nuevamente el rostro macilento cruzado de cicatrices que
antes se le había aparecido en la mesa. Esta vez la visión no se desvaneció al
momento, sino que se mantuvo el tiempo suficiente para darse cuenta, aterrado, de
que no era la cara de la joven ilustradora que los acompañaba en la mesa, sino un
rostro desconocido, también joven y bello, pero de una persona distinta. Tenía los
ojos cerrados y expresión ausente, y era tan blanco que se podían apreciar las
venas azules bajo la delicada piel. Y, partiendo de su nuca y atravesando toda la
cabeza hacia delante hasta converger sobre la parte central de la cara, ocho
enormes cicatrices, cuatro a cada lado, horribles bultos de carne simétricos que se
hinchaban de un modo repulsivo, como si alguien hubiera introducido largas y
estrechas varillas por debajo de la piel sin que esta hubiera llegado a rasgarse.
Paralizado por tan atroz imagen, no podía apartar la mirada de aquella cosa, sin
que por ello dejara de percatarse que tras ella ya no había lavabos, ni azulejos, ni
nada de lo que lo rodeaba minutos antes, sino aquella superficie viscosa y
purulenta que antes había visto aparecer al fondo del salón. Notó que algo se
movía a su espalda, pero estaba tan agarrotado por el miedo que fue incapaz de
girarse. A continuación escuchó un leve siseo que provenía de detrás de la mujer
con aquellas horribles marcas, la cual seguía inconsciente. Sobrecogido, advirtió
que sobre aquel cráneo pelado surgían primero unas antenitas que se agitaron y, a
continuación, la cabecilla oscura y peluda de lo que parecía un gigantesco insecto
con grandes ojos multifacetados, el cual se asomó por encima de ella y lo observó
con curiosidad.
No pudo aguantar más la tensión y perdió el conocimiento. Cuando volvió a
despertarse, se encontró de nuevo sentado en la mesa del restaurante. El editor le
hablaba sobre la campaña de promoción que pensaba hacer de su libro y la
ilustradora lo miraba de la misma incitante forma que antes de padecer las
alucinaciones. Atónito, comprobó inquieto que lo que aquel sujeto le estaba
contando era lo mismo que hacía un cuarto de hora. Las palabras, los gestos, todo
se repetía de nuevo, como si hubiese retrocedido en el tiempo y nada de lo que
había pasado en los últimos minutos hubiera llegado a ocurrir realmente. La
sensación de déjà vú se unió a la imposibilidad de su mente de desechar lo que
había visto como meras figuraciones y estuvo a punto de vomitar. Se disculpó
como pudo y se incorporó para marcharse, pero los otros comensales parecieron
ignorarlo. De hecho, seguían hablando como si él no se hubiese levantado, como si
continuase en aquella silla vacía. Incluso el editor estalló de nuevo en sonoras
risotadas en respuesta a un comentario jocoso que no hab ía llegado a hacer. El
pánico se apoderó de él. Comprobó que, a su alrededor, el resto del mundo
actuaba como si permaneciera en aquella mesa hablando con sus contertulios y no
comportándose como un trastornado en mitad de la sala. Retrocedió, aturdido, y
tropezó con el camarero, al que tiró la bandeja al suelo con todo lo que portaba. Sin
embargo, tampoco nadie pareció inmutarse a pesar del estropicio causado y
continuaron con sus animadas charlas como si no hubiera pasado nada. Incluso el
propio camarero, tras quedarse unos momentos inmóvil como un pasmarote, se
esfumo al poco para volver a aparecer unos metros más adelante como si tal cosa.
Los ojos de Arturo casi se salieron de sus órbitas cuando advirtió con horror que
seguía portando en sus manos la bandeja derribada, cuyos restos habían
desaparecido del suelo donde yacían desparramados un segundo antes y ahora,
perfectamente reconstruidos, seguían su camino hacia la mesa a donde iban
destinados.
Fuera de sí, trató de escapar de aquel salón que ahora le parecía un gran teatro
donde unos enloquecidos actores representaban la misma función una y otra vez
sin que su presencia fuera apreciada ni tenida en cuenta, como si de un espectro o
un fantasma se tratara. En su precipitación derribó mesas y sillas, se desplomó
sobre un par de comensales, pero al poco todo volvía a su estado anterior, todo
rastro de su intervención borrado y reparado. Enloquecido, buscó la puerta de
salida y la abrió en un intento desesperado por huir de aquella pesadilla. Pero tras
ella, en vez de la calle, se encontró con el mismo salón que intentaba abandonar,
como si en vez de salir estuviese entrando otra vez en él. Miró a su espalda y luego
al frente, y confirmó para su espanto que, en efecto, era así. Uno y otro lado
ofrecían la misma perturbadora visión. Se repetían iguales personas, conductas,
conversaciones. Incapaz de asumir lo que pasaba retrocedió de aquella funesta
ilusión y entró de nuevo en el salón. Tratando de provocar algún cambio en aquel
demencial universo, comenzó a empujar a todo con el que se cruzaba, procurando
causar el mayor alboroto posible. Llegó a parar y golpear con furia a otro de los
camareros, y hasta lo arrojó por encima de una mesa, pero nada de lo que
intentaba persistía en el tiempo: enseguida todo recuperaba la normalidad, cual
película que se rebobinara una y otra vez sin que él pudiera hacer nada por
evitarlo.
Trató entonces de escabullirse por otra puerta adyacente, para descubrir que se
reproducía el mismo fenómeno que en la principal. Vagó exasperado de un lugar a
otro, y no tardó en comprobar que ahora la visión, que parecía deteriorarse poco a
poco, ya no continuaba, sino que parecía haberse detenido en un lapso de tiempo
de apenas unos segundos tras el cual todo volvía a empezar de nuevo. El camarero
servía una y otra vez la misma copa. Un gordo trajeado se atragantaba
continuamente ante el estupor de su no menos fornida esposa. El elegante
caballero que presidía una larga mesa se levantaba y pedía silencio para poder
hablar. Ya no estaba atrapado en una existencia que lo ignoraba: ahora parecía
prisionero dentro de un video estropeado que repetía sin cesar las mismas
imágenes. Por fin, accedió al cuarto de baño, única de las salidas que no lo
devolvía al punto de partida. Se encerró allí, aturdido, sin dejar de temblar. Perder
de vista aquel salón de sombras chinescas le devolvió un poco de calma. Allí, a
solas, pudo imaginarse por un momento que todo había sido un sueño perverso,
una pesadilla infame que ya había pasado.
Escrutó la puerta con miedo, temeroso de abrirla y descubrir que nada hab ía
cambiado. Al menos allí dentro todo parecía normal. Abrió el grifo para refrescarse
y tratar de recuperar el control, pero el agua que salió del mismo se detuvo como
una foto fija antes de tocar la loza. Retrocedió espantado. Aquello iba a peor. Fue
entonces cuando se percató de que la misma realidad parecía fundirse de nuevo a
su alrededor. Las paredes, los espejos y lavabos, las puertas de los excusados, todo
perdía brillo, consistencia, como si fuera una pintura que estuviera diluyéndose
por el calor. Y tras ella, otra realidad, otro mundo mucho más nítido y definido
comenzó a aflorar, revelándose con la rotundidad de un despertar agónico. De
nuevo aparecieron los muros que antes había vislumbrado, llenos de herrumbre y
desconchones, y, a la vez, de una consistencia húmeda, pringosa. A su alrededor
empezaron a manifestarse, fantasmagóricos pero abrumadoramente concretos,
nuevos semblantes con similares cicatrices a las que había visto, que colgaban
alineados unos al lado de otros. Y, con ellos, sus cuerpos, desnudos y cubiertos de
excrecencias espesas como lianas viscosas o pegajosas enredaderas. Dos largas filas
de hombres y mujeres colgados, inermes, demacrados, sujetos por cuerdas, o
tentáculos, o lo que fueran aquellas cosas glutinosas que caían de un techo
invisible en la oscuridad. Pudo ver que la mayoría llevaban pegados por todos
lados alguna especie de amebas o sanguijuelas, parásitos que parecían
aprovecharse de su incapacidad para defenderse en aquel estado de inconsciencia.
Pronto dedujo que, en realidad, él no era sino uno más de aquellos dolientes
cadáveres. Notó un gran dolor en la cabeza, como si le fuera a estallar. Y cuando
este desapareció, con él se fueron los últimos rastros de aquella existencia pasada
donde creía ser un escritor al que iban a publicar su primera novela y al que habían
citado en un restaurante con su nuevo editor y una hermosa joven que le sonreía
entre pícara y coqueta.
Con la claridad de una cortina que cae o de la densa niebla de la mañana que se
disuelve con la luz del sol, su verdadera condición le fue revelada. No era sino un
desecho humano rodeado de otros desechos en aquella especie de cruce entre
matadero abandonado y pantano putrefacto. Pero, a diferencia del resto de los
despojos que colgaban indolentes a su lado, por alguna extraña razón que no podía
intuir, él estaba absolutamente despierto y consciente de cuanto pasaba a su
alrededor. El tremendo dolor de cabeza que había experimentado aún lo mantenía
algo aturdido, pero podía darse cuenta con la claridad de un atormentado
despertar que aquella, y no otra, era la auténtica realidad. Se revolvió levemente,
tratando de girarse y poder observar mejor lo que lo rodeaba. En lo primero que
pudo fijar su atención, dada su proximidad, fue en la persona que pendía a su
derecha. Su rostro era el que se le había aparecido hacía apenas una hora como
fatídica premonición del comienzo de aquella pesadilla. Parecía encontrarse en
estado aletargado, catatónico, como el resto. Se trataba de una mujer muy joven, de
rasgos suaves, limpios, salvo por aquellas espantosas cicatrices que la deformaban.
Su cuerpo se bamboleaba apático, colgado como si fuera un embutido o una pieza
de carne en una titánica y monstruosa despensa. Su mente rechazó esa imagen por
aterradora, aunque dadas las circunstancias no podía representarse otra cosa.
Cuando el movimiento pendular hizo que la mujer se girase, descubrió el origen de
aquellas cicatrices y de nuevo se sintió invadido por una oleada de espanto. Cada
nuevo descubrimiento en aquel maléfico lugar ponía a prueba su juicio.
En la parte posterior de la cabeza de aquella infeliz, ocupando toda su nuca, el
cuello y parte del cráneo, una especie de gigantesca y repelente garrapata se le
aferraba como un repugnante parásito. Comprendió que las cicatrices que
cruzaban su rostro, y que tanto le habían impactado, no eran sino las largas y
delgadas extremidades de aquel demencial insecto que se hab ían introducido por
debajo de la piel de su víctima para sujetarse mejor a ella. Quiso gritar y alejarse de
aquel monstruo, pero solo consiguió agitarse en vano y hacer su movimiento
oscilante más intenso. Tras ese primer momento de inútil pánico, reunió valor para
volverse a fijar en aquellos organismos y comprobar que no solo parecían
sólidamente unidos a sus infortunados anfitriones, sino que de su lomo abierto
partían a su vez tubos o tendones que desaparecían en la negrura del techo, el cual,
además, daba la impresión de estar bastante alto. En cambio, bajo ellos, a apenas
medio metro, se vislumbraba una capa de agua de aspecto nauseabundo en cuyo
interior pronto distinguió movimientos sinuosos y formas cambiantes que sugerían
aterradores seres cuya mera visión sería suficiente para acabar de enloquecer a
cualquiera. Observó también cómo, de vez en cuando, algunas de las decenas de
babosas que colgaban de cada cuerpo se dejaban caer en el agua, tal vez ya
saciadas, mientras emergían otras nuevas que, de un salto, se agarraban como
lapas a aquellos desdichados en lo que parecía un turno infame, pero ordenado, de
nutrirse. Incluso percibió cómo algún tipo de tortuosas serpientes o repelentes
tentáculos escalaban aquí y allá hasta alcanzar los cuerpos colgados, y los
manipulaban con intenciones que ni siquiera se atrevía a sospechar y menos
indagar. Por varios puntos escapaba una especie de vapor o vaho, que indicaba
que aquel agua estaba caliente, lo que mantenía la sala muy húmeda e impregnaba
todo de un pestilente olor sulfuroso. Poco a poco fue asumiendo las inconcebibles
y espantosas circunstancias en las que se hallaba y procuró sobreponerse y tratar
de buscar alguna salida a aquella desquiciada situación.
Mientra trataba de conseguirlo, un sombrío pensamiento lo estremeció. Si él era
uno más de aquellos despojos, eso implicaba que… Alzó sus manos hasta su rostro
y nada más palparse tuvo que retirarlas abrumado por la confirmación de sus
temores. Pero de nada servía dar la espalda a la realidad, por terrible que esta
fuera, así que levantó las manos de nuevo y confirmó con sus dedos lo que había
sospechado: su propia cara estaba surcada por las mismas terribles cicatrices, y eso
únicamente podía significar una cosa: él también tenía uno de esos engendros
pegado a su cogote. Tardó aún varios minutos en reunir el valor suficiente para
dirigir sus manos hacia atrás y tantearlo. Lo investigó despacio, con cuidado,
temiendo a cada instante recibir un furioso picotazo de aquel ente. No le cupo la
menor duda. Él no era sino otro de aquellos infelices humanos fagocitados por
Dios sabe qué criaturas salidas del mismo averno. Incapaz de aguantar por más
tiempo la tensión rompió a llorar. Hacía unas horas se creía en la cima del mundo
y ahora había descubierto que no era más que el desayuno de una cucaracha. Pero
pronto recobró el ánimo al comprender que de nada servía lamentarse. Volvió a
dirigir sus manos a aquel ser y lo palpó tratando de recoger la mayor información
posible. Era de tacto fláccido y acuoso, tal como esperaba. No reaccionaba en modo
alguno a sus toqueteos. Parecía mayor que el que tenían los demás, pero no podía
asegurar que aquello no fuera una simple apreciación subjetiva debida a la
distancia. De su dorso emanaban los mismos tubos que había visto en el resto
perdiéndose en las alturas. Sin embargo, él se hallaba sujeto por lianas, raíces o
enredaderas no demasiado apretadas, de las que tampoco parecía muy difícil
zafarse.
Aún estuvo cierto tiempo valorando las diferentes posibilidades que tenía, para
acabar concluyendo que en realidad solo había una salida posible. Debía
aprovechar su imprevisto estado de consciencia para librarse de aquel bicho que
llevaba pegado y tratar de salir de allí, antes de que lo descubriesen o de que tal
vez el propio bicho despertase o se recuperase. Quizás escalando por las lianas, o
dejándose caer en aquella agua de aspecto oleaginoso, aunque ninguna de las
opciones le resultaba en absoluto apetecible. Por otro lado, no sab ía hasta qué
punto aquel ser estaba unido a sí mismo y a su sistema neuronal, por lo que quizás
al tratar de arrancárselo acababa matándose o causándose un daño irreversible en
el cerebro. No obstante, tampoco podía quedarse ahí colgado eternamente, a la
espera de ser descubierto y sometido de nuevo a inconcebibles manipulaciones.
Por un instante, se sintió el protagonista de una de sus historias de fantasía.
Mientras sopesaba las distintas posibilidades y procuraba reunir el valor
suficiente, exploró el resto de su cuerpo en busca de nuevas y desagradables
sorpresas. No lo reconocía, parecía más delgado, pero no hasta resultar esquelético,
sino más bien extremadamente fibroso, como un atleta de fondo. En conjunto no se
sentía especialmente mal, aunque era probable que estuviese muy debilitado por
su situación. Al inspeccionar su abdomen descubrió con repulsión que él también
tenía aferradas a su carne varias de aquellas negras sanguijuelas que pululaban por
allí y que brincaban sin cesar del agua hasta ellos y de ellos a la infecta agua. Se
agitó turbado por el hallazgo, pero decidió no tratar siquiera de quitárselas,
temeroso de la reacción de aquellos repugnantes seres, que no solo podían inocular
algún tipo de toxina si se sentían atacados, sino que, dado su desmesurado
tamaño, debían de poseer bocas capaces de desgarrar su estómago y rajarlo como
un melón. Así que se resignó a llevarlos colgados encima y los consideró como un
nueva penuria a sumar en aquel infierno. Ese pensamiento lo convulsionó. ¿Y si de
verdad aquello fuera el Infierno? ¿Y si lo que ocurría en realidad era que había
fallecido sin que tuviese conciencia de ello, y estuviera allí purgando sus pecados?
Tal vez esa mañana no frenó a tiempo cuando el camión se saltó el stop, como
había creído. O cruzó mal la calle para llegar al restaurante, sin darse cuenta. O
puede incluso que en esos momentos yaciera enterrado bajo toneladas de
escombros por un motivo que en verdad no importaba. Desechó ese pensamiento.
Las personas que colgaban a su alrededor no parec ían sentir ni padecer y, en
realidad, él tampoco soportaba malestares físicos de los que se pudiese deducir
que estaba siendo castigado. En realidad no estaba sufriendo dolor alguno, más
allá del escalofriante horror que había experimentado al serle desvelada la
aterradora verdad sobre su auténtica existencia. No, no había nada de trascendente
en aquello. Solo parásitos comedores de hombres y sus víctimas. Y él quería de
dejar de ser una de ellas.
Llevó sus manos a la nuca y, tras contar hasta tres para reunir el valor suficiente,
tiró con fuerza hacia atrás de aquel bicho. Notó cómo algo en su interior se movía,
como si el ser tuviera infinidad de terminaciones dentro. No podía saber a qué
profundidad, por lo que era probable que si se lo arrancaba, con él saliera parte de
su cerebro. Se detuvo, dubitativo. ¿Qué hacer? ¿De qué le servía escapar si
quedaba lobotomizado, o con lesiones irreversibles? Tras unos minutos de
incertidumbre, comprendió que no quedaba otra salida sino arriesgarse. Algo en
su interior le dijo que continuase, que era mejor morir que permanecer así y que,
probablemente, su estado de consciencia debía de ser una anomalía, visto el estado
letárgico del resto, y, por tanto, susceptible de ser detectada y corregida por
quienes fuera que controlasen a aquellos seres. Porque alguien o algo había tenido
que construir aquel extraño recinto, llevarlos hasta allí y colocarlos en ese estado.
Esta idea le hizo recobrar el ánimo y la determinación y de nuevo puso todo su
empeño en tratar de extraerse aquella cosa de la cabeza, pasara lo que pasase.
Se agitó, luchó, tiró y empujó todo lo que pudo, hasta conseguir que se moviera
levemente. No obtuvo la más mínima reacción en aquel ser, que no trató de
aferrarse más ni se movió lo más mínimo. Tal vez estuviera muerto, o enfermo,
pero no mostraba ninguna reacción a sus intentos de quitárselo. Él, por su parte,
tampoco experimentó un excesivo daño, y eso que vio caer algunas gotas de sangre
sobre su hombro. Puede que para poder penetrar físicamente en su cráneo, aquella
cosa empleara algún tipo de sustancia anestésica que desde luego ahora lo
beneficiaba. Aunque, claro, podía también estar extirpándose los sesos a lo vivo sin
saberlo. Demasiadas dudas y miedos. No podía dejarse llevar de nuevo por la
vacilación y decidió llegar hasta el final.
Empezó a agitarse y moverse con todas sus fuerzas, tratando de arrancarse
aquello como fuera. Mientras lo hacía no percibió molestias físicas, pero su cerebro
reaccionó de manera extraña. Aquella cosa debía de tener bajo su control todos sus
sentidos porque, como si fuera una explosión caótica, sucesivamente y de un modo
frenético, estos se vieron invadidos por una aglomeración de sabores, olores,
sonidos. Explosiones de colores y formas se desplegaron ante él y, al poco, era tal
la acumulación de sensaciones que experimentaba a la vez en una confusión
delirante que, aturdido, no pudo continuar tirando y acabó sumergido en aquel
magma sensorial interminable que lo arrastraba y le impedía pensar con
normalidad. Era como si lo estuviese viendo todo a la vez, comiendo todo a la vez,
escuchando todo a la vez.
Y en aquel estado hubiera permanecido indefinidamente si en su agitación por
tratar de arrancarse aquella cosa no se hubiese desliado de las sujeciones que lo
mantenían suspendido y estas, cediendo a su peso, lo hubieran dejado caer hasta el
agua que había a sus pies: la gravedad había concluido la separación que él había
iniciado.
Se despertó medio sumergido en aquella charca en cuanto el torbellino sensorial
desapareció. Por fortuna no era demasiado profunda: le llegaba solo por debajo del
muslo. Dio gracias al cielo por haber recuperado la consciencia antes de ahogarse y
trató de dominarse y examinar con calma su nueva situación. Estaba de pie en
mitad de aquella sala, con aquel líquido putrefacto por encima de sus rodillas,
rodeado de cuerpos colgados y no quería ni imaginar qué más. Delante de él
pendía inane, goteando sangre, aquel bicho inenarrable que antes le succionaba el
cerebro, inmóvil, con las patas que le habían servido de sujeción retorcidas como
las de una araña muerta. Por la parte interior de la barriga de aquella cosa se abría
una especie de aberrante boca vertical, de la que surg ían innumerables apéndices
fláccidos. Dedujo que momentos antes los debía de haber tenido incrustados en su
encéfalo y su espina dorsal. Instintivamente echó su mano a la nuca, sospechando
que, tal como estaba diseñada aquella cosa, era probable que tuviese el cráneo
abierto y supurando por decenas de heridas. El contacto con algo frío y viscoso le
hizo retirarla asustado. Comprendió que su cabeza, con aquellas laceraciones,
debía constituir un bocado exquisito para aquellas repugnantes babosas que
pululaban por allí, y de las cuales ahora estaba cubierto, ávidas de succionar sus
fluidos internos. No le debía de quedar demasiado tiempo de vida en aquel estado
antes de que lo devorasen. Recordó también las formas sinuosas que había visto
moverse entre aquel brebaje ponzoñoso y estuvo tentado de abandonar, dejarse
caer y morir de una vez.
Sin embargo, conservaba la capacidad de pensar, de sentir, de ser él, y consideró
que debía aferrarse a cualquier posibilidad de supervivencia por pequeña que
fuera. Tal vez las babosas le diesen tiempo suficiente, antes de succionarle toda la
sangre, para escapar de allí y encontrar un método de librarse de ellas. Y, de todos
modos, ¿qué otra opción tenía? No le quedaba mucho que perder.
Empezó a avanzar por aquella cloaca de pesadilla, rezando para que a aquellas
cosas que notaba moverse entre sus piernas o deslizarse a escasos centímetros de él
no les diera por atacarlo y frustrar definitivamente cualquier esperanza. Tuvo que
detenerse un par de veces para dejar pasar seres informes de tama ño descomunal
que se arrastraban por aquel légamo, algunos parecidos a serpientes, pero otros
con innumerables patitas articuladas que les daban la apariencia de monstruosos
ciempiés. Sin embargo, todos parecieron ignorarlo, así que pudo llegar hasta una
de las paredes laterales, en cuyo centro se abría una oquedad redonda tan grande
como para que cupiera un ser humano puesto de pie. Lamentablemente estaba
demasiado alta como para que pudiera llegar sin ayuda.
Miró a su alrededor buscando algo con lo que poder auxiliarse. Se dio cuenta de
que, a pesar de su situación y de su delgadez, físicamente no se encontraba mal.
Interpretó que no debía de llevar mucho tiempo en aquel estado, dado que en otro
caso sus músculos se encontrarían atrofiados y ahora apenas podría moverse. Eso
lo alentó, porque significaba que, si llevaba poco tiempo, debía haber otro lugar en
el que el hubiese estado previamente y, por tanto, al que regresar, aunque por
ahora sus últimos recuerdos se refiriesen a la entrevista con el presunto editor de
su libro. No quiso perder tiempo en disquisiciones vanas, no al menos mientras
mantuviese tantos bichejos sobre él, y decidió que la mejor manera de subir era
saltar hasta uno de los cuerpos que colgaban justo al lado del agujero, trepar por él
y balancearlo hasta poder alcanzar la salida. En un primer instante tuvo algún
reparo por tratar de una manera tan instrumental el cuerpo de uno de sus
semejantes, pero pronto desechó cualquier escrúpulo moral ante las
extraordinarias circunstancias que estaba viviendo.
Empezó a acercarse a uno, un hombre bastante alto al que podría acceder con
facilidad, cuando de repente un burbujeo justo debajo de él le hizo detenerse. Algo
bullía dentro del agua. Algo grande.
Apenas le dio tiempo de apartarse antes de que aquella cosa surgiera, abriera su
enorme boca y se tragase al infeliz que le iba a servir de escala. En principio le
pareció un enorme gusano, aunque al observarlo mejor vio que se asemejaba más
bien a alguna especie de bulbo gigantesco, cubierto de raicillas y tendones, que se
cerró sobre el cuerpo y se quedó allí quieto, alrededor de su presa, iniciando tal vez
un proceso digestivo que podría llevarle horas. Aquella súbita y demoledora
aparición le dio bríos suficientes para darse media vuelta, brincar sobre la mujer
que constituía su segunda opción, escalar por ella obviando cualquier remilgo o
miramiento y utilizarla de columpio para alcanzar la abertura que parec ía la única
escapatoria de aquel espeluznante lugar. Ni siquiera le importó que con el trajín la
mujer perdiera su sujeción y se desplomase en el agua, aún con su parásito
aferrado a la nuca. Tenía demasiado miedo, y ni tan siquiera esperó para ver cómo,
enseguida, y a diferencia de lo que había pasado en su caso, un montón de
tentáculos brotaban del agua y la rodeaban afanosos para devolverla a su posición
original.
Con la premura que da el terror, recorrió aquel extraño pasillo apenas iluminado
por algunas luces dispersas a intervalos extrañamente irregulares. Parecían
encenderse, o más bien concentrarse por dónde él pasaba, como si tuvieran la
facultad de detectarlo y desplazarse hacia dónde se encontraba. Cuando ya estaba
a lo que consideró una distancia prudencial y segura de la cámara, se detuvo un
momento para tomar aliento y aprovechó para examinar aquellas insólitas
luminarias. No cabía duda: se deslizaban por la cueva, que se había hecho
progresivamente más ancha, como si tuvieran vida propia. Al acercase a una de
ellas comprobó que, en efecto, así era. No se trataba de bombillas, halógenos u otro
tipo de iluminación artificial. Como todo en aquel lugar, tenía un origen orgánico,
animal. No eran otra cosa más que descomunales luciérnagas que hacían
resplandecer su abultada panza. Sin embargo, no parecían agresivas, sino más bien
concentradas en desempeñar diligentemente su labor de alumbrar el lugar por
dónde transitaba. Recapacitando, no quiso siquiera imaginar de dónde podía
provenir entonces el fulgor que como una neblina envolvía la sala de la que
acababa de escapar. No cabía duda de que se enfrentaba a alguna especie de
civilización de insectos o, al menos, de entidades muy similares a ellos…
Las consecuencias de aquella deducción eran demasiado perturbadoras y
prefería no darle más vueltas. Bastante tenía con todas aquellas sanguijuelas
pegadas a su cuerpo en medio de la madriguera de unos monstruos salidos de la
peor pesadilla de un perturbado.
Siguió avanzando y descubrió metros más adelante una bifurcación que le hizo
detenerse unos instantes, dubitativo. Pero el eco inconfundible de decenas de
pasos desplazándose por uno de ellos le hizo refugiarse rápidamente en el otro.
Algo venía hacia él, y no estaba dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. Se ocultó
como pudo en la penumbra de una cavidad pequeña, que al parecer había sido
construida con intención de servir de respiradero, y esperó, con la vista fija en el
túnel de donde provenían aquellos extraños ruidos, dispuesto a contemplar un
nuevo y aberrante poblador de aquel pavoroso lugar.
No se equivocaba, pues de la negra oscuridad del túnel surgieron una docena de
pequeños insectos con aspecto arácnido de diferentes formas y tamaños, entre los
cuales descubrió dos semejantes al que había conseguido arrancarse hacía poco.
Pero lo peor quedaba por llegar: andando por el techo, gigantesco y repulsivo,
surgió el ser más escalofriante de cuantos había podido ver hasta el momento.
Medio gusano, medio hormiga, arrastraba su enorme y fofo vientre sujetándose
mediante innumerables y delgadas extremidades. Su parte delantera era una
descomunal cabeza llena de ojos distribuidos asimétricamente, bajo los cuales se
movían con vida propia decenas de palpos y protuberancias acabadas en una
especie de tenacillas. Avanzaba lentamente, y era tan grande y largo que estuvo un
buen rato pasando por encima de él. Y cuando acabó de hacerlo, el horror
continuó. En la parte posterior de su abdomen, que estaba relleno de viscosos
fluidos que se agitaban a cada movimiento, pudo distinguir, a través de su
traslúcida epidermis, una forma temiblemente familiar. Allí dentro, sumergido en
algún tipo de jugos digestivos, flotaba lo que -no cabía duda- era un cuerpo
humano, o lo que debía de quedar de él tras la corrosión a la que estaría sometido.
En cuanto superó al grupo de pequeños arácnidos con los que se había cruzado,
aquella criatura aceleró su velocidad de un modo increíble, y desapareció como
una sombra por uno de los corredores.
Tuvo que reprimir un grito para no delatarse. Seguramente aquel informe ser
era un representante de sus captores, y, por lo que parec ía, los seres humanos
debían constituir su aborrecible alimento. Refrenó las arcadas que aquella visión y
la revelación que suponía le provocaron y se derrumbó sobre el suelo, incapaz de
aguantar por más tiempo la impresión de tan macabro descubrimiento. Se echó a
llorar. ¡Cómo soportar aquella pesadilla! ¡Cómo asumir aquel infierno! Era más de
lo que un pobre ser humano como él podía aguantar. Sin embargo, aquellas
lágrimas irrefrenables tuvieron sobre él un efecto sedante y le ayudaron a recobrar
la calma. Volvió a examinarse. Observó sus manos a la luz de aquellas candelas
vivientes. No se correspondían con las de un joven. Aunque fuertes y nervudas,
desde luego no eran las delicadas manos de un estudiante. Pero sus recuerdos más
recientes se limitaban a cuando era un infeliz veinteañero aficionado a la escritura
y a punto de terminar su tesis doctoral. ¿Dónde estaba el resto? Su cuerpo
presentaba marcas, huellas de antiguas heridas o intervenciones que él no
recordaba haber tenido. Con pesar, especuló con que a eso se dedicasen en aquel
lugar de espanto: a vaciar la memoria y los recuerdos de sus cautivos. Como una
inquietante sala de interrogatorios donde no fuera necesaria la tortura, pues los
datos se extraían directa y despiadadamente de la propia mente del sujeto, que los
perdía para siempre.
Puede que la Tierra estuviese en guerra con aquella especie horrible y él fuera
un prisionero más, capturado durante alguna cruenta batalla, aunque ya todo eso
lo hubiese olvidado sin remedio. Sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal, y
se arrebujó abrazado a sus rodillas. Su intelecto no podía parar de elucubrar cada
vez más horripilantes y deprimentes teorías sobre todo lo que veía. Siempre había
sido una persona positiva, confiada en las posibilidades del hombre para llevar a
buen puerto su destino, al contrario que el resto de su generación, más dada al
fatalismo y al desánimo. Sus cuentos solían acabar bien, lo que no le suministraba
excesivos éxitos en un mundo abocado al pesimismo. Sin embargo, el tiempo había
dado a sus opositores la razón. Se sintió un ingenuo con sus cuentos felices y sus
historias sobre un futuro lleno de luz. La realidad era la peor opción que podía
haber sospechado: un mundo plagado de monstruos horripilantes. Se llevó las
manos al rostro y no pudo reprimir el llanto. Las lágrimas acudieron a sus ojos
liberando de nuevo todo el miedo y toda la tensión acumulada. Se sintió el ser más
desgraciado del Universo, solo, abandonado, rodeado de espanto. Así estuvo
algún rato, antes de que el cansancio acabara por vencerlo. No sab ía cuánto tiempo
llevaba despierto, pero debía de ser mucho y, además, tantas emociones lo habían
dejado agotado. Sin poder resistirse, se dejó arrastrar por un profundo sueño.
Cuando despertó continuaba en el mismo lugar, acurrucado en el fondo de un
hoyo. Todavía algo confuso, miró a su alrededor y, al recordar, se incorporó
sobresaltado. Por un segundo había soñado que todo aquello únicamente había
sido un mal sueño, pero no, seguía allí, en mitad de un agujero infecto en un
mundo de gusanos. Al menos, no lo habían descubierto. Y eso que dos de aquellas
extrañas luciérnagas que alumbraban el pasillo se habían situado sobre él. Tras
asegurarse de que no había nadie a su alrededor, decidió continuar su búsqueda
de una salida por donde escapar de aquel nido de alimañas. Porque, ¿qué otra cosa
podía hacer, sino seguir adelante y tratar de sobrevivir?
Al incorporarse reparó en que algo que llevaba encima caía al suelo. Al
comprobar de qué se trataba, descubrió que las babosas que antes cubrían su
cuerpo yacían a sus pies, inmóviles. Las tocó levemente y advirtió que parecían
muertas. Se examinó el resto el cuerpo y comprobó que, en efecto, se había librado
de ellas, incluso de las de la cabeza. Además, para su fortuna, la acción
cauterizadora de las mismas había sellado sus heridas y, aunque tenía unas buenas
cicatrices, ya no sangraba. Fue un respiro entre tanta pesadumbre ver que al menos
en ese sentido el peligro había pasado y que, con todo, la voracidad de aquellos
bichos había servido para algo. Concluyó, a falta de una respuesta mejor, que la
sequedad del ambiente, en contraposición con la humedad de la sala que constituía
su hábitat natural, era la causa que había acabado con ellas. Escupió sobre sus
cadáveres y empezó a avanzar por el conducto con toda la precaución que pudo.
Decidió abandonar los túneles más grandes, temeroso de volver a encontrarse con
aquellos seres monstruosos, y aprovechó que el tamaño de los respiraderos era lo
bastante grande como para permitirle avanzar con facilidad.
Durante las horas siguientes exploró aquella madriguera, que resultó ser mucho
más grande de lo que imaginaba, aunque, por suerte, no estaba muy poblada.
Mientras lo hacía, cada nuevo lugar que encontraba era más sorprendente y
aterrador que el anterior. Vio muchas salas llenas de capullos, o huevos,
probablemente destinados a la reproducción de aquellos seres. Invernaderos
donde se criaban extrañas plantas, musgos grasientos y hongos descomunales,
cuya naturaleza, destino o utilidad desconocía. Almacenes repletos de todo tipo de
sustancias y artilugios, cuyo sentido se le escapaba como casi todo en aquel
paradójico mundo. Se topó con más de aquellos extraños seres, a los que apenas
era capaz de ver sino como una sombra fugaz, de lo rápido que se movían. Sin
embargo, cuando por algún motivo ralentizaban la marcha, podía comprobar con
repugnancia que siempre sus enormes estómagos se hallaban digiriendo a un
infeliz ser humano, a veces ya partido en pedazos. Gracias a Dios, pronto adquirió
la suficiente habilidad para predecir su llegada por el burbujeante y asqueroso
sonido que los precedía, lo que le permitía esconderse, precavido, en los muchos
recovecos de aquella estructura.
Tres sitios de los que descubrió en su deambular le impactaron sobremanera. En
uno de ellos encontró centenares de capullos transparentes, como un enorme jardín
de bulbos llenos de líquido. Y, en cada uno de ellos, un pequeño humano recién
nacido que, dormido, flotaba en su interior con el cordón umbilical unido a la
planta. Parecía ser la versión vegetal de un criadero o una granja de hombres.
Junto con ellos, en aquellos recipientes orgánicos, flotaban otros seres más
pequeños, como largas lombrices que culebreaban de un lado para otro y se
introducían por la boca o la nariz en el interior de aquellos pobres bebés para
volver a salir por otra cavidad. En otros, una especie de lapas circulares se
adherían a diversas zonas de su cuerpo, e incluso distinguió alguna de las babosas
que tan bien conocía, aunque en tamaño más reducido. Algunos de ellos, que ya se
encontraban en su última fase de gestación, eran trasladados por pequeñas
cucarachas, similares a las que veía recorrer los pasillos, y que seguro eran los
elementos destinados a las cuestiones de intendencia de aquella colmena
perfectamente organizada, hasta el fondo de la nave donde, de una repulsiva
cavidad circular, una versión más pequeña de los parásitos cerebrales caía en el
agua y se aferraba a la nuca del pequeño. Tras salir de allí, el hombre sintió una
profunda pena por el funesto destino que su especie había acabado teniendo. Tanta
soberbia y tanto orgullo para terminar convertidos en pasto de insectos.
Unas horas más tarde descubrió, tras arrastrarse por los conductos de
ventilación, una cavidad cubierta por innumerables telas de araña. El sonido que
llegaba desde la otra parte le despertó la suficiente curiosidad para vencer su
repulsión inicial y, separando las telillas, que se aferraban a sus manos como velos
pegajosos, mirar el interior. Allí presenció un espectáculo dantesco que, de nuevo,
superó sus límites de aversión y lo llevó al borde de la náusea. Se trataba de una
gran sala, cubierta por completo de esas telarañas sobre las que una especie de
enormes limacos reptaban de un lado a otro, sumando capa tras capa de repulsiva
baba. En el interior se extendían divididos en celdillas octogonales perfectamente
alineadas innumerables lechos de musgo, sobre los que yac ían los restos dolientes
de seres humanos sometidos a espantosas laceraciones y heridas. A muchos les
faltaban extremidades y en sus muñones se afanaban, sedientas, cientos de
sanguijuelas y otros extraños seres de aspecto carnoso aún más repugnantes.
También había cuerpos cubiertos de lapas de todo tipo, similares a las que había
visto en la sala de los bebés, que temblaban levemente mientras continuaban con
su execrable actividad. Otros eran abiertos por las afiladas extremidades de ara ñas
aún más repulsivas que las anteriores, que hurgaban con avidez en su interior.
También los había que reposaban recubiertos de baba blanca o envueltos en
capullos en cuyo interior veía agitarse con ansiedad repulsivas larvas. Sin
descanso, nuevos humanos eran depositados en aquellos montículos vegetales y
atacados enseguida por multitud de aquellos infames parásitos. No quiso
conjeturar qué tipo de aberrantes experimentaciones se estaban llevando a cabo
allí. O puede que se tratase, en definitiva, de algo mucho más prosaico y aterrador:
la versión alienígena de un comedor o restaurante. De hecho, también pudo
apreciar cómo varios cuerpos eran nuevamente introducidos en sedosas
envolturas, en lo que juzgó como un pavoroso símil insectil de las bolsas de sobras.
Se retiró sobrecogido sin querer ver más y continuó avanzando.
Aún le quedaba llegar a un tercer lugar que, por algún motivo inconsciente, lo
impresionó más que el resto. Acababa de tener un desagradable encuentro con dos
descomunales orugas que, como él, parecían usar los conductos para desplazarse,
y que, por suerte, en vez de atacarlo y destrozarlo con sus gigantescas mandíbulas
se limitaron a deslizarse físicamente sobre él, desdeñándolo como si careciera de
interés para ellas, cuando llegó hasta una enorme estancia llena de actividad, cuya
sola visión lo dejó anonadado, incapaz de reaccionar durante un buen rato.
Era uno de los recintos más grandes, y en su centro se abría un agujero
gigantesco excavado en la roca del que surgían decenas de tentáculos que se
movían en todas direcciones con frenética agilidad. No llegó siquiera a plantearse
qué tipo de entelequia ocultaba aquella sima, porque quedó hipnotizado por el uso
que esta hacía de sus innumerables apéndices: cada uno de ellos estaba rematado
por un ser humano, que colgaba sujeto por la nuca. Pero, a diferencia de los que
había visto hasta ahora, estos parecían despiertos, movían sus brazos y
manipulaban con ellos la multitud de artefactos y aparatos que abarrotaban la sala,
alrededor del origen de todas aquellas extremidades. El ser los desplazaba de un
lugar a otro, en una ajetreada y en apariencia caótica labor, como si los utilizara
como meros instrumentos para manejar la maquinaria que lo rodeaba.
Continuamente entraban insectos de todo tipo y condición, que se relacionaban
con ellos, e incluso vio varios de aquellos descomunales que tanto lo habían
asustado la primera vez, y que, con total tranquilidad, se acercaban a alguno de los
seres humanos que pendían de los largos apéndices, lo agarraban y lo introducían
por entero en su interior a través de su boca, sin ni siquiera tomarse la molestia de
matarlos o despedazarlos previamente. Los hombres y mujeres que así eran
devorados no oponían la más mínima resistencia y acababan en el estómago de
aquellos bichos, flotando indolentes en su gelatina intestinal. Comprendió que
aquel debía de ser un centro de supervisión y control de la colmena, donde la
especie humana había quedado reducida a mera herramienta, cuando no como
simple ágape.
De nuevo el asco y el miedo se apoderaron de él, amenazando su ya endeble
cordura, así que huyó de aquellas infames visiones para refugiarse en los solitarios
pasillos de aquel cosmos aberrante. Tras la impresión inicial, consiguió volver a
sosegarse, y cayó otra vez en un sopor plagado de angustiosos sueños. Al
despertarse, experimentó, por primera vez en todo aquel tiempo, la sensación de
hambre. Todavía no había encontrado la salida ni indicio de ella, pero comprendió
que era hora de asumir de una vez su condición de prófugo y, en tanto en cuanto
conseguía encontrar la vía de escape, procurarse lo necesario para continuar
subsistiendo. Decidió regresar a donde estaban los almacenes e invernaderos,
dispuesto a averiguar si algo de lo que allí se encontraba le podía ser útil o, al
menos, comestible. A pesar de todos los horrores a los que hab ía asistido, la
determinación de sobrevivir fuera como fuera, pasara lo que pasara, se afianzó en
su interior.
De vuelta a una de las estancias que servían de almacén, descubrió que aquellos
seres estaban muy especializados, y que su manera de hacer frente a sus
necesidades era mediante la adaptación de sus propios cuerpos a las distintas
tareas, por lo que no contaban con demasiados objetos o utensilios que le pudieran
ser de utilidad. Al menos pudo encontrar rollos de lo que parec ían diversos tipos
de telilla o venda, con los que procedió a confeccionarse un rudimentario
taparrabos con el que cubrir su desnudez. No es que hiciera fr ío ni lo necesitase en
aquel ambiente húmedo y caluroso, pero le hizo sentir un poco más humano y
menos bestia esa superflua muestra de pudor. Con raíces que surgían de aquellas
paredes terrosas, que en su primera visión confundió con la herrumbre de viejos
metales, se pertrechó con una rústica maza con la que poder defenderse si
finalmente era descubierto, aunque se temía que poco iba a poder hacer contra
semejantes alimañas. La actividad le hizo sentirse mejor, y esos detalles, nimios
desde un punto de vista lógico, lo ayudaron a recuperar la confianza. Se vio a sí
mismo como un Robinson Crusoe en una isla habitada por indescriptibles
monstruos, pero decidido a vencer cualquier obstáculo con su coraje e inteligencia.
Sin embargo, aún quedaba por resolver el tema de la comida, y su vientre la
reclamaba con una urgencia desconocida hasta entonces.
Observó que muchos de aquellos bicharracos parecían acudir periódicamente a
complementar su dieta con las plantas y hongos de los numerosos invernaderos
que poblaban el lugar. Decidió atreverse a probar suerte con alguno de ellos. No
tenía muchas opciones para averiguar si eran tóxicos o no, así que optó por
desechar los de peor aspecto y aquellos cuyo olor o sabor al masticarlos levemente
fuera desagradable. Descubrió una especie de frutas muy parecidas a las
manzanas, pero de interior más blando, y una clase de champiñones grandes que
bastaron para saciar en un primer instante su apetito. De hecho, más tarde
encontró moras y unas vainas con guisantes que no lo disgustaron en absoluto.
Una vez cubiertas las necesidades básicas, se recostó bajo unas hojas enormes de
algo parecido a un descomunal seto para descansar tras un segundo día de
intensas emociones. Necesitaba reflexionar sobre cuál debía ser el siguiente paso.
Naturalmente debía seguir explorando aquel extraño mundo hasta encontrar una
salida o al menos una explicación de lo que estaba pasando. Pero hacerlo en
soledad le estaba resultando cada vez más penoso. Empezó a madurar en su mente
la posibilidad de rescatar a otros de su estado de inconsciencia, aniquilando al ser
que les chupaba la vida y los recuerdos. Liberándolos, en definitiva. Se vio a sí
mismo por un momento como una especie de elegido, defensor de su raza
condenada, al estilo de las novelas que tanto lo agradaban, pero, pronto, la cruda
realidad se impuso y se conformó con conseguir encontrar a alguien con quien
poder hablar y compartir aquella mísera e incierta existencia que el presente le
deparaba. Entre dos todo resultaría más sencillo, sobrellevarían mejor lo que
pudiera acontecer, y no recaería sobre sus hombros toda la responsabilidad de las
decisiones a tomar.
Recordó el lugar de donde escapó la primera vez y el rostro pálido cruzado de
cicatrices que fue su primera visión en aquel mundo perverso. Si fijaba la atención
únicamente en sus rasgos humanos, prescindiendo de las marcas, estos resultaban
sin duda jóvenes y armoniosos. Aquella mujer tenía que ser bella una vez liberada
de su parásito. Además, de algún modo, se sentía unido a ella. Había sido el
heraldo de su despertar. Y tal vez debía pagárselo siendo la primera a la que trajese
de vuelta a la auténtica realidad. En el fondo, ya había tomado la decisión desde
un punto de vista egoísta, valorando únicamente sus propias necesidades de
compañía. Femenina, puestos a elegir. Todo el resto de reflexiones que se hacía
solo trataban de justificarlo. Poco le importó que el lugar donde iba a traerla fuera
una madriguera aterradora de gusanos y arañas. El miedo necesita compañía y no
admite bondades. Además, se dijo, cualquier cosa era mejor que la lobotomización
que sin duda estaría sufriendo, según indicaban todos los indicios que por ahora
tenía.
Así que se aprovisionó de una piedra plana lo bastante afilada como para servir
de improvisado cuchillo, diversas lianas como cuerdas con las que poder bajar y
subir al suelo cubierto de agua desde la entrada, y se encaminó a la sala donde
apenas un par de días antes se había despertado a aquella aberrante realidad. Todo
le parecía ahora tan lejano en el tiempo… Incluso su vida anterior, en otro mundo
tan ajeno a sus circunstancias actuales empezaba a tomar un cariz onírico, como si
no hubiera tenido lugar nunca y fueran simplemente los rescoldos casi apagados
de un antiguo sueño, un bonito y casi olvidado sueño.
Una vez allí, descubrió que la sala estaba cubierta de un intrincado ramaje de
raíces y enredaderas, por lo que no le resultó muy difícil trepar por ellas sin tener
que descender al agua donde formas imposibles seguían agitándose, acceder a
donde se encontraba su objetivo, cortar las lianas y los tubos que la sujetaban y su
especie de garrapata mental, y luego llevarla de nuevo hasta el túnel de salida.
Comprobó que seguía respirando y, cogiéndola en brazos, se dispuso a trasladarla
hasta lo que consideraba un sitio seguro, lejos de la zona más transitada. Antes de
partir echó un último vistazo a aquel lugar y se sobrecogió al contemplar todavía
colgado, como una descomunal y deforme araña muerta, al insecto del cual había
pendido unas horas antes. Desde luego era distinto al resto, más grande y con el
abdomen más hinchado. Además tenía un color violeta vivo, surcado de rayas
doradas que brillaban en aquella penumbra. Seguía inmóvil, y, por algún extraño
mecanismo mental, experimentó un contradictorio sentimiento respecto a él. Tal
vez el haberlo llevado incrustado en su cerebro largo tiempo le había hecho crear
algún tipo de vínculo emocional, alguna especie de síndrome de Estocolmo o
dependencia neuronal. No podía evitar sentir lástima, incluso… lo echaba de
menos. Como a un viejo compañero de viaje. Sacudió la cabeza para ahuyentar ese
oscuro pensamiento. Le repugnaba la sola idea de poder llegar a tener cualquier
tipo de lazo afectivo con algo así. Se alejó de allí reflexionando sobre la posibilidad
de que los seres humanos no solo fueran el alimento de aquellos engendros del
demonio, sino que estos hubieran encontrado también el modo de romper su
voluntad y su libre albedrío para convertirlos en una raza de esclavos.
No tuvo mayor problema para llegar al lugar resguardado que había preparado.
En el fondo, todo lo que allí acontecía tenía cierto cariz de rutina y la mayor parte
de los bichos estaba tan especializada en sus quehaceres cotidianos que, por regla
general, iban a lo suyo y se limitaban a ignorarlo. Por ejemplo, las luciérnagas
parecían acostumbradas a acercarse a todo lo que se moviera para procurarles luz
pero sin preocuparse por quiénes o qué fueran.
En un par de horas había conseguido completar su misión y la tenía tumbada,
aún inconsciente, delante de él. Contempló su cuerpo desnudo, perfecto, pero no
quiso tratar de quitarle las sanguijuelas que aún llevaba colgadas. Imaginó que, al
igual de las suyas, acabarían muriendo con el tiempo, alejadas de la humedad del
lecho de agua estancada o lo que fuera aquello que constituía su medio natural. El
problema lo tenía con el bichejo que la joven tenía aferrado a la cabeza. Este seguía
vivo, al contrario que el suyo, y, de hecho, lo observaba con su pequeña cabecita de
ojos polifacéticos desproporcionadamente grandes, moviendo las antenas entre
curioso y, ¿por qué no?, inquieto. Ahora era él el cazador, el depredador poderoso,
y aquel ser estaba a su merced. O al menos eso creía.
No tenía ninguna duda de que tenía que acabar con él, pero no sabía hasta qué
punto aquello afectaría a la joven. Aun así su determinación primera prevaleció y
decidió que tenía que arriesgarse, pues si él había sobrevivido, probablemente ella
también lo haría. Además, razonó, para acabar de convencerse, que de qué servía
una vida en esas condiciones, pasto de parásitos y a punto de ser idiotizado.
¿Quién decía que el paso siguiente a la sala donde arrancaban los recuerdos no era
aquella que semejaba una gran fonda de especialidades culinarias humanas?
Decidió también que el mejor modo de librarla del parásito sería aplastando o
cortando de un tajo con la piedra afilada su testa, lo suficientemente rápido para
que no le diera tiempo a reaccionar.
La giró sobre un lateral, preparó cuidadosamente el ángulo y, sin pensarlo dos
veces, descargó un tremendo golpe sobre el ser, con todas sus fuerzas. Acertó de
pleno sobre el segmento que hacía de cuello y la cabecilla de ojos facetados rodó a
un metro de él.
Entonces, el resto del cuerpo del bicho se contrajo con un espasmo seco, como
un último estertor, que duró apenas unos segundos, para relajarse de nuevo a
continuación. Por parte de la muchacha no hubo mayor reacción y, satisfecho, el
hombre arrojó la piedra a un lado y aferró el caparazón dispuesto a tirar de él y
separarlo de la cabeza de esta. Había preparado unos apósitos de musgo para
aplicarlos a las heridas abiertas, con lo que esperaba cortar la hemorragia y evitar
que se desangrara.
Estiró con ímpetu del insecto y vio con asombro que le estaba resultando más
fácil de lo que esperaba separarlo poco a poco de la nuca. Observó que las patas ya
no sujetaban la cabeza, y que la escasa resistencia que encontraba se debía a los
múltiples hilillos o tentaculillos que partían del torso interior del mismo y se
adentraban en la parte posterior de la cabeza, desde la parte del cogote hasta las
vértebras de debajo de sus omóplatos. La joven seguía profundamente dormida y,
por un momento, temió que en su agonía aquel bicharraco hubiese acabado con la
vida de su anfitriona. Prefirió apartar esos negros presagios y concentrarse en
acabar de arrancarlo de una vez por todas.
Al final, como quien extiende al límite una goma elástica, los últimos apéndices
salieron disparados del interior del cerebro y el hombre se quedó con el caparazón
en la mano. Se incorporó presto, desechando los restos del bicho, y se puso a
examinar el estado de la chica. De las múltiples heriditas que como puntitos se
apreciaban en su piel empezaron a manar hilillos de sangre que trató de controlar
aplicando el musgo que tenía preparado. La vendó lo mejor que supo con tiras de
tela, pero no conseguía cortar del todo las hemorragias. Empezó a preocuparse
cuando, asombrado, advirtió que algunas de las sanguijuelas que llevaba
adheridas, atraídas quizás por la presencia de la sangre, se desplazaban prestas y
cubrían las heridas. Recordó que en su caso su actuación no solo no le había
perjudicado, sino incluso ayudado, así que optó por dejarlas hacer, seguro de que
no tardarían en morir. Comprobó que ella seguía respirando y, tras acomodarla
como pudo, se sentó frente a ella, agotado e inseguro.
Mientras se había dejado llevar por la actividad no se había llegado a plantear si
lo que estaba haciendo era correcto o no. Había tomado una decisión que afectaba
a otra persona basándose en su propio interés por superar la soledad y no en el
beneficio que esta podría obtener. Ahora que había conseguido su propósito le
habían entrado las dudas. En el mejor de los casos, si no le hab ía producido un
daño mental irreparable, ¿qué pensaría ella cuando despertarse en aquel lugar
infecto? ¿Qué trauma podría haberle provocado al desconectarla y despegarla de
repente del mundo imaginario en el que vivía para aparecer en este? Él al menos
había tenido fugaces visiones que le habían prevenido y preparado para lo que iba
a pasar, aunque el proceso hubiera resultado una amarga odisea. Pero ella lo
habría vivido de un modo mucho más desgarrador emocionalmente, sin anuncios
previos. Podía haber pasado de estar rememorando con todo lujo de detalles un
viaje en coche con su familia o sus amigos a despertarse de repente en una cueva
siniestra y lóbrega, frente a un hombre medio desnudo que la observaba con ansia.
Ya no tenía tan claro que estuviese haciendo las cosas bien. No hab ía vuelta atrás,
pero se sentía culpable por haber sido algo irreflexivo y no haber meditado mejor
sus acciones.
Un gemido apagado lo sacó de su ensimismamiento. Ella parecía despertar.
Seguía viva y, al parecer, con sus capacidades íntegras. La vio incorporarse con
dificultad apoyando una mano en el suelo, sin levantar la cabeza, con la otra en su
mejilla, como si quisiera quitarse la modorra, y, al poco, mirar a su alrededor,
extrañada y confundida. No quiso acercarse por no asustarla aún más de lo que
debía de estar, y empezó a rezar a un dios desconocido y olvidado hasta ese
momento, rogando por que todo hubiera ido bien.
Al poco, ella giró la cabeza, lo descubrió y se lo quedó mirando impasible, sin
mostrar ningún tipo de emoción en su rostro, ni siquiera una mínima sorpresa por
cuanto la rodeaba. Por un momento el hombre temió haberle provocado algún tipo
de daño cerebral irreversible. Ella dejó de observarlo y comenzó a inspeccionar el
resto del lugar, con aparente indiferencia, como si aquello fuera lo más normal del
mundo. Quizás, en el caso de ella, no recordase nada anterior, y ese fuera su
nacimiento a la vida.
Trató de hablarle, de comunicarse con ella, pero por mucho que lo intentó
apenas consiguió que le prestara la más mínima atención. Parecía concentrada en
verlo todo, como si fuera una niña pequeña que despertase llena de curiosidad.
Desolado ante los desastrosos resultados de su acción, el hombre se volvió a sentar,
conteniendo un leve sollozo, mientras observaba aquella mente que parec ía vacía
de pensamientos. Tal vez hubiese llegado tarde y ya la tuviera borrada, como si
fuera un recién nacido, o un bebé de escasos meses. Abrazó sus rodillas y hundió
su rostro entre los brazos en un intento por recuperar la serenidad. Pensó que
había cometido un grave error. Todo aquello lo superaba. Una dulce voz, en un
idioma que creía que jamás volvería a escuchar, lo sobresaltó. Se dirigía a él y le
preguntaba:
—¿Eres tú, papá?
Pensó que aquel era el sonido más maravilloso que había escuchado nunca. Ella
estaba bien. Aturdida y tal vez confusa, pero era capaz de pensar y de hablar, y, tal
vez, con el tiempo, se centraría y recuperaría la normalidad. No demoró más la
contestación por no perturbarla aún más.
—No, no soy tu padre. Me llamo Arturo, y estoy muy, pero que muy contento
de que estés bien.
Ella clavó sus ojos en él, como si no hubiera comprendido sus palabras. Tenía
una expresión hueca, y la mirada perdida, pero prefirió atribuirlo al shock sufrido.
Tal vez necesitara un poco más de tranquilidad. Permanecieron unos minutos
callados, observándose mutuamente, y al poco ella insistió.
—Papá, me siento algo extraña. He tenido unos sueños muy raros.
Trató de apaciguarla. Tal vez debía darle un poco más de tiempo antes de
revelarle la terrible verdad. Se acercó con los brazos extendidos.
—No te preocupes, ya ha pasado todo.
No se atrevió ni a tocarla, considerando que continuaba aún confusa. De pronto,
la joven se puso rígida, adoptó un gesto serio y se le quedó mirando fijamente:
—¿Qué haces en mi cuarto, papá?
El tono de su voz había adquirido una dureza inesperada, y a la vez advirtió
cómo su cuerpo se tensaba como si estuviera a punto de saltar. Intentó calmarla.
—No, cariño, yo no soy tu padre. Verás, es difícil de explicar, estás aún muy
aturdida, pero...
—Te dije que no volvieras nunca más a mi habitación. Te lo advertí, y no me has
hecho caso.
Arturo se quedó atónito ante aquella insospechada reacción. Parecía creer que
estaban en otro momento y lugar, y que él era otra persona, como si se hubiese
quedado atrapada en ese momento, acaso el último que experimentara en el
mundo artificial que el parásito le había provocado. Al menos eso parecía.
Suspiró desolado. Aquello era un desastre. No quedaba otro remedio: tenía que
conseguir hacerle ver la auténtica realidad, así que se decidió a poner una mano
sobre su hombro. Notó que tenía los músculos tirantes como si estuviera a punto
de estallar.
—Te dije lo que haría si volvías...
—Escucha...
Ella, mientras le recriminaba con esas palabras, buscó con la vista a su alrededor
hasta que encontró la piedra que había servido para eliminar al parásito y,
aferrándola con rabia, la empuñó y se abalanzó sobre el estupefacto Arturo, que
apenas consiguió evitar aquella primera embestida empujándola a un lado.
—Por favor, espera: te lo puedo explicar.
Pero ella ya no era un ser racional sino una fiera dominada por la ira que volvió
a atacarle con todas su fuerzas, tratando de golpearlo con la afilada piedra
mientras chillaba de un modo histérico.
Él siguió esquivando sus golpes mientras procuraba infructuosamente
sosegarla, hasta que la mala fortuna hizo que tropezara y cayera de espaldas
indefenso a sus pies. La contempló desde el suelo, desnuda, con la cara
desencajada y los ojos desorbitados de una desequilibrada, asiendo con ambas
manos la piedra que sin duda pensaba hundir en su pecho.
—¡Te mataré, cerdo! —exclamó mientras se lanzaba iracunda contra él;
impotente, alzó los brazos dispuesto a soportar el doloroso impacto de aquella
improvisada arma.
Sin embargo, nada pasó. Tras unos segundos interminables de angustiosa
espera, por fin se decidió a abrir los ojos y, estupefacto, contempló cómo uno de
aquellos informes seres que devoraban seres humanos enteros había surgido del
pasillo y la sujetaba con sus múltiples tenacillas y zarcillos delanteros. Un pequeño
aguijón surgió entre ellos, se hundió en su cuello y le inoculó alguna sustancia que
hizo que al poco cayera inconsciente. Luego, sin más, la criatura abrió su enorme
bocaza y la introdujo dentro de sí.
Se sintió perdido y quiso gritar, pero estaba tan asustado que no salió sonido
alguno de su garganta. No dudó ni un instante que su destino era ser el segundo
plato de aquella aberración. Pero, para su sorpresa, esta se retiró, despacio, como si
le hubiera bastado el festín que se había dado con la muchacha y lo dejase a él para
más tarde. Desapareció tan silenciosamente como había aparecido, dejando a
Arturo tumbado en el suelo, temblando de miedo.
No fue capaz siquiera de levantarse; permaneció con la mirada fija en la oscuridad
del conducto por donde había desaparecido aquella cosa. Todo esto era más de lo
que se sentía capaz de soportar. Entonces una sombra se recortó sobre la penumbra
de la cueva y él volvió a chillar pensando que el ser se lo había pensado mejor y
regresaba para acabar de rematar su almuerzo de aquel día.
Pero lo que apareció frente a él no fue una repugnante alimaña salida de la
mente enferma de un borracho loco, sino la silueta de un ser humano que fue
perfilándose hasta que resultó perfectamente visible, a escasos metros de distancia.
No cabía duda: era un hombre como él. Parecía muy mayor y vestía una túnica
blanca. Lo miraba entre indulgente y amable. Levantó su mano pidiendo calma y
sonrió tratando de reconfortarlo, como él había hecho antes con la muchacha.
—Tranquilo, tranquilo. No pasa nada. Escúchame. Todo está bien. A ella la
llevan de vuelta a la sala de recuperación, y nadie va a hacerle daño. Ni a ti
tampoco.
Tenía una voz afable, bien entonada, e insólitamente familiar. Por raro que
pareciera, esa figura y esas palabras consiguieron calmarlo. Le transmitían una
confianza que no tenía motivo lógico tras lo que había vivido y sufrido. Aun así
notó cómo su cuerpo se relajaba, y cómo su mente se abría a las afirmaciones de
aquel extraño.
—He venido en cuanto me han avisado. Ha sido todo un penoso accidente, pero
ya ha pasado, y enseguida estarás bien.
—¿Quién... qué... quién eres tú?
—¿No me reconoces, Arturo? En aquel entonces era tu mejor amigo, y me
gustaría decir que lo he seguido siendo durante todo este tiempo.
La mente de Arturo empezó a funcionar a toda velocidad. No lo conseguía aún,
pero de algún modo comprendía que lo que decía aquel sujeto era cierto. En su
mente empezaron a caer algunas barreras, entre ellas la aprensión que aquel lugar
le producía, y, gracias a Dios, la identidad de su interlocutor.
—Eres... Juan. Juan. Somos amigos… desde la infancia. Y ahora… entonces…
Estudiamos juntos. Te pasé unos apuntes ayer… No. No es posible. Eres un
fantasma, un espectro venido para atormentarme.
—Tranquilo, mírame: soy yo, lo sabes. Déjame que te ayude. Espera y confía.
Soy yo, soy yo. Juan. Ya ha pasado todo.
—Pero… Estás mucho más viejo. Tus ojos... son los de un anciano.
—Bueno, tú tampoco eres ya un jovencito. Mírate.
A su lado una especie de larva con alas generó con su boca una gota de casi
medio metro que actuó como espejo. Arturo se sorprendió por dos motivos: en
primer lugar porque, a pesar de lo extraño de aquel nuevo ser, ahora lo asustaba
en mucha menor medida, como si la presencia de aquel individuo que se
presentaba como su colega de la infancia hubiera dado otro cariz menos terrible a
todo lo que le rodeaba; en segundo lugar, porque la imagen que aquel improvisado
espejo le devolvía era la de un hombre ya mayor, bien conservado, enjuto pero
robusto, muy distinta a la que almacenaba en su mente. Sin embargo, era él, no
cabía duda; con más arrugas, pero él.
—No nos conservamos mal en todo caso, compañero... para tener más de
doscientos años.
Aquello fue un mazazo para Arturo, cuya memoria pugnaba por acabar de
despertarse. Surgían en ella algunas imágenes dispersas y caóticas, que desde
luego no pertenecían ni podían pertenecer a su vida anterior, cuando era un
aspirante a escritor en una ciudad de provincias. Pero nada con consistencia
suficiente para poder dar sentido a todo aquello. Temía preguntarse qué estaba
pasando.
—Vamos, acompáñame —dijo el hombre mientras le tendía la mano—.
Salgamos fuera. Un poco de aire fresco te vendrá bien y te ayudará a acabar de
comprender qué ha ocurrido. Tengo muchas cosas que explicarte y, aunque tu
cerebro aún no, sé que tu corazón ya comprende que no tiene nada que temer.
Arturo se sintió confiado y, si aquello era una argucia de sus captores, no se
sentía con fuerzas para resistirse. Creía a aquel tipo que decía ser su viejo amigo,
que se parecía a su amigo y que él sentía como su amigo. A su lado, todo adquiría
un tinte mucho menos sombrío y siniestro.
—El pobre blizz que te servía de puente sufrió un desvanecimiento antes de que
pudiera informar de su estado y se colapsó en unos minutos, lo que te sacó
bruscamente de la suspensión neuronal en la que estabas. Volviste a la realidad
anclado en los recuerdos que estabas reviviendo en esos momentos y, obviamente,
no reconociste nada de dónde estabas ni podías saber qué estaba sucediendo. Eras
el muchacho que en esos momentos estabas rememorando, y no el Arturo real, que
vive, trabaja y ama en esta época.
Caminaban despacio, paseando como antiguos camaradas, y a medida que
avanzaban se iban cruzando con aquellos seres e insectos que, a pesar de su
aspecto, ya no consideraba como una amenaza.
—Imagino que para un habitante de principios del siglo XXI tiene que resultar
impactante y desconcertante la dirección en que ha evolucionado la civilización
humana desde entonces, y que es normal que si despertase hoy en día, tras tantas
décadas de avances inesperados para ellos, se comportase como tú lo has hecho.
—Pero, ¿dónde estoy? ¿Qué son estos seres? Los he visto hacer cosas espantosas,
horribles...
—No, mi buen amigo: has visto cosas inexplicables para ti desde tus prejuicios
culturales, y les has dado la interpretación que creías más coherente, que no es en
absoluto la correcta. Ven, abre tu mente; puede que no lo recuerdes, pero en tu
interior comprenderás que todo lo que te voy a decir es cierto. Contempla todo lo
que te rodea con ojos nuevos y serás capaz de apreciar la bondad y la belleza que
contiene.
Recorrieron juntos aquellos corredores y pasillos que antes representaban para
Arturo la antesala del infierno mientras su viejo amigo, o quien se había
identificado como tal, le describía la auténtica función de todo cuanto había visto.
Aquellos perfectos insectos, que a la luz de sus aclaraciones aparec ían ahora más
hermosos, llenos de vivos colores, no tenían otra intención que procurar su
bienestar, y estaban adaptados a este cometido. Luciérnagas para alumbrar el
camino, hormigas-gusano para transportar seres humanos de un lugar a otro de
aquel inmenso complejo con rapidez, decenas de especies arácnidas que cuidaban
los jardines y viveros, o que ordenaban eficientemente los almacenes, ciempiés
encargados del mantenimiento de los respiraderos...
—Sí, el mundo ha cambiado mucho. Donde antes solo hab ía plástico y metal,
depredación, consumo y contaminación, hoy hemos alcanzado un equilibrio con la
Naturaleza. Con una Naturaleza con la cual hemos aprendido a convivir en
armonía, haciéndola nuestra. Obviamente, no transcurrió en un instante: fueron
años, siglos de evolución, pero en la actualidad la Tierra ha cambiado, y la Vida lo
es todo. Lo llena todo. Todo.
Se cruzaron con un enorme gusano que, acompañado por varias arañas,
atravesaba el pasillo con parsimonia mientras sobre su lomo yac ía un cuerpo
humano envuelto en una especie de baba blanca. Tenía las piernas seccionadas; y
estas, envueltas en la misma sustancia, eran portadas por los insectos a modo de
estandarte. Ante esa visión Arturo no pudo evitar que un estremecimiento le
recorriera la espina dorsal. Por mucho que quisiera creer en las palabras de su
guía, había muchos recelos ancestrales en su interior.
—Pero ¿qué lugar es este? ¿Dónde llevan a ese hombre? ¿Por qué...?
—Cuántas preguntas, ¿verdad? Supongo lo difícil que es asumir tantas
transformaciones en un momento. ¿No te imaginas qué es esto? Libera tu
pensamiento. Mira sin miedo, y cree a tus ojos.
Echó un vistazo a su alrededor. Trató de comprender. Aquellos engendros, las
salas, los cuerpos dolientes… Una leve luz se iluminó en su mente. Una idea
absurda, pero que adquiría mayor consistencia cuanto más la sopesaba. Era de
locos. Imposible. Aquellos monstruos... Pero ¿y si fuera verdad? «Cree a tus ojos»,
«mira sin miedo, sin prejuicios...». No, no. Pero ¿y si lo que realmente sucediera es
que... esas personas heridas y afligidas que veía… no estuviesen así por la acción
de aquellos seres, sino que ya viniesen previamente en ese estado y fueran
precisamente estos los encargados de...?
—Un hospital. Estamos en un hospital
—¡Bravo! Sabía que no me decepcionarías. Queda mucho en ti, y pronto lo
sacaremos todo. Vamos, te mostraré el resto, despacio. Pronto tus dudas
desaparecerán. De algún modo, todo esto es como si hubiéramos introducido a un
caballero de la Edad Media en una clínica de principios del milenio, la época en
que te has quedado anclado. Imagina su reacción ante los tratamientos a los que
asistiría, su pasmo ante la visión de un simple quirófano y el cuerpo abierto en
canal de un semejante. Y, en realidad, el error estaría en él y no en lo que lo
rodearía. Bueno, y ahora, si me lo permites, voy a recuperar un viejo conocido del
que he prescindido durante este tiempo para evitar cualquier recelo por tu parte.
Dicho esto, una voluminosa pulga que les seguía le pasó una especie de estrella
de mar, que su cicerone colocó sobre el lado izquierdo de su pecho. Nada más
hacerlo, la delicada criatura empezó a palpitar, iluminándose levemente.
—Mi corazón ya no es el que era... —respondió con una sonrisa ante su mirada
inquisitiva.
Pasaron por las salas que horas antes había recorrido sumido entre el estupor y
la angustia. Ahora, mientras le detallaban su auténtico sentido y significado,
comprendía, abrumado, todo lo que había llegado a conseguir el hombre gracias a
su talento y audacia. Aquel lugar escarbado en la tierra, y que él tomó en un
principio como el mayor y más aterrador de los avernos, no era otra cosa que un
eficaz y cálido sanatorio, donde se recuperaban los seres humanos que habían
sufrido algún incidente o enfermado por alguna causa. Las babosas que tomó por
parásitos eran precisamente todo lo contrario: proveedoras de alimentos y
sustancias curativas a quienes las portaban. Por eso él no había sentido hambre
hasta que se libró de ellas, y por eso habían sellado las heridas de su cabeza. Los
seres con forma de serpiente que pululaban en aquella agua de efectos curativos se
dedicaban a procurar atenciones a los pacientes, manipulándolos e incluso
forzándolos a hacer ejercicio ante su impuesta inactividad f ísica, como perfectos
fisioterapeutas. El bulbo que creyó que devoraba a aquel hombre en la sala,
simplemente lo estaba aseando y administrándole una medicación. Los gusanos no
infectaban a los bebés; al contrario, los limpiaban de infecciones e impurezas. Las
lapas curaban heridas. La baba de una especie de moluscos aislaba la sala de curas
de organismos nocivos, mientras que las de otros trataban las quemaduras o la
oxidación celular y, por tanto, el envejecimiento. Había seres que reconstruían
miembros perdidos, y arañas que operaban con la precisión del mejor cirujano. Sí,
tal vez en otro tiempo formaran parte del acervo cultural negativo de los hombres,
pero en ese futuro que ahora todavía no recordaba eran sus principales aliados.
Gracias a ellos la esperanza de vida se había multiplicado. Ya no eran vistos con
asco o repugnancia, sino como maravillosas adaptaciones de la naturaleza para sus
beneficiosos cometidos.
—Y pensar que tú mismo fuiste uno de los principales impulsores de todo este
avance... Pertenecías al visionario grupo que intuyó las extraordinarias
posibilidades de la Biotecnología. Cómo la ingeniosa utilización de la Genética, la
Biología y la Química podrían suministrar herramientas mucho más eficaces que la
ciencia basada en la Física o la Electrónica. Y mucho más adaptadas a la naturaleza
animal del ser humano. ¿No es acaso un cerebro humano mucho mejor que
cualquiera de las antiguas computadoras de plástico y metal? ¿Acaso no presenta
ventajas insuperables respecto de ellas? Pueden crecer, adaptarse, mejorar o
desaparecer sin que supongan un quebranto para el ecosistema. Se pueden hacer
los materiales más duros, más versátiles, más resistentes de un modo natural,
orgánico. ¿No se han adaptado los seres vivos a las condiciones más extremas sin
necesidad de recurrir al frío material? ¡Qué raro me siento, tratando de explicártelo
y de convencerte precisamente a ti! Me limitaré a repetir tus palabras cuando todo
comenzó: Tras tantos siglos exprimiendo a la Naturaleza hasta casi provocar
nuestra propia extinción, esta es, o mejor dicho, gracias ti, era la única salida válida
para el ser humano sin que acabase perdiendo su propia identidad y
desapareciendo entre tanto hormigón y silicio.
Pasaron por la sala del control del hospital, donde los doctores y cient íficos se
afanaban para que todo funcionara a la perfección, interconectados mediante un
complejo sistema neuronal basado en la biología de los moluscos, que les permitía
no solo compartir información y conocimientos rápidamente sino desplazarse a
voluntad en aquel maremágnum de dispositivos y mandos. Los saludaron con la
mano y ellos les respondieron con una sonrisa antes de continuar con su trabajo.
Todo en aquel inmenso complejo se hallaba bajo tierra, puesto que era donde se
podía controlar mejor el ambiente y desarrollar las óptimas condiciones para los
principales tratamientos médicos. Un pequeño y peludo insecto volador se cruzó
con ellos; transportaba con mimo un pequeño bebé que llevaba una de aquellas
cosas pegadas a la nuca.
—Y esos seres que se pegan a nuestro cerebro, ¿qué son, qué hacen?
—¡Ah, los blizz! Deberías reconocerlos: son una de tus mejores creaciones.
Aquella revelación llenó de estupor a Arturo, que se quedó mirando a su
interlocutor anonadado. Todo lo que le contaba era increíble, asombroso, pero de
algún modo presentía en lo más hondo de su alma que era cierto. Y, ahora, no
podía dejar de ver a aquellas cosas parecidas a inmensas garrapatas de otro modo
totalmente distinto.
—No solo hemos conseguido crear seres y animales nuevos y fascinantes.
También hemos conseguido interconectarnos con ellos de un modo extraordinario.
Y fue gracias a los blizz, que se integran con nuestra mente y nos permiten
compartir conocimientos, almacenarlos y trabajar con ellos de un modo
inimaginable hasta entonces. Gracias a ellos nos comunicamos entre nosotros y con
muchas de nuestras creaciones, de un modo inmediato, fundiéndonos como en un
único ser.
—Un único ser...
—Imagino tu miedo, el temor irracional que te debió conducir a esconderte y
cometer la barbaridad de arrancar el blizz a aquella pobre chica. Él la protegió para
evitar daños cerebrales antes de morir, no te preocupes. Su sacrificio y devoción
por la vida es algo que debemos admirar. Pero ahora todo pasó, y es importante
que te recuperes por completo.
—Comprendo. ¿También ella se quedó anclada en un recuerdo pasado?
—No, ella estaba en la sala de recuperación psicológica por otro motivo. A pesar
de todo lo que te he enseñado y lo asombrosos que te parezcan estos adelantos, eso
no significa que se hayan erradicado el mal y el sufrimiento. Tan solo estamos más
avanzados y nuestra tecnología ha abandonado el uso de materiales inermes por
otros orgánicos, más dúctiles y eficientes. Pero no hemos conseguido vencer del
todo la enfermedad, el crimen o el infortunio. Seguimos teniendo guerras y
empleando en ellas todo nuestro talento, como desde el albur de la creación. Puede
que ahora nuestras ansias destructivas estén más controladas, y los incidentes sean
más esporádicos y produzcan menos daños, pero el hombre sigue luchando contra
sí mismo y aún lo tendrá que hacer durante mucho tiempo. Esa pobre chica sufrió
abusos de pequeña, y ahora está siendo tratada de una grave dolencia psiquiátrica
que la hace extremadamente violenta. Vamos, que te dejaste seducir por su bella
cara y de entre todos fuiste a elegir a una desventurada psicótica muy peligrosa.
Juan le explicó el uso terapéutico que se daba a aquellos sofisticados insectos
que se anexionaban al cerebro. Tal como le había explicado se habían desarrollado
-él los había desarrollado, aunque ahora no lo recordase- para permitir el acceso al
complejo mundo del cerebro humano. Servían no solo para poder transmitir y
recibir información, sino para comunicarse de un modo absoluto con otros seres y
formas. Gracias a ellos el mundo animal y el humano entraban en contacto y
comunión, y era posible utilizar su inconmensurable potencial. Y en el caso de
enfermos mentales, o personas con traumas o problemas personales, servían para
poder reconstruir con cuidado y paciencia aquellas destrozadas mentes. En niños
que habían nacido con alguna deficiencia genética, malformación o tara, permitían
superarla y recomponer su cerebro sin anormalidades que los limitaran. Abr ían la
mente humana al mundo, de un modo jamás soñado por la antigua ciencia. En el
caso de psicóticos o dementes, permitían tratamientos restauradores con infinitos
mejores resultados que las agresivas terapias químicas de siglos anteriores.
Aquella muchacha estaba recuperándose poco a poco de los traumas que la habían
perseguido y atormentado desde su infancia.
Mientras le contaba esta y otras maravillas llegaron por fin hasta una gran
puerta circular que constituía la salida de aquel complejo sanitario. Arturo se sintió
algo aturdido y preocupado. No podía parar de darle vueltas a una desagradable
cuestión, cuya respuesta lo amedrentaba por las implicaciones que podía llegar a
tener. Tragó saliva antes de atreverse a formularla.
—Lo siento, pero todo esto me lleva a una inevitable pregunta: Y yo, ¿por qué
estaba en aquella sala?
—Tal vez sea mejor que veas lo que te espera ahí fuera, antes de proseguir.
La puerta se abrió y una hermosa luz blanca lo inundó todo.
El mundo era verde y azul, y amarillo, y violeta, y rojo, naranja, marrón y de mil
colores más que inundaban la vista como los olores de mil fragancias distintas
colmaban el olfato y mil sonidos diferentes, pero que parecían unirse en ubicua
sinfonía, invadían los oídos.
Árboles inmensos de centenares de metros y copas frondosas cubrían la tierra, y
a sus pies se extendían suaves praderas llenas de plantas multicolores, entre las
que corrían y jugaban animales como nunca antes habían existido. Arriba, en un
cielo extraordinariamente azul, gigantescas medusas traslúcidas flotaban
indolentes entre nubes de algodón, reflejando la luz del sol en millares de
tonalidades distintas, mientras imponentes rayas vagaban alrededor de ellas,
moviendo con elegancia sus aletas. Más allá, en el mar, se divisaban colosales
ciudades nenúfar sobre las que sobrevolaban majestuosas bandadas de peces que
al poco se sumergían en el agua límpida para volver a aparecer unos metros más
allá, entre giros y torbellinos.
Miles de especies nuevas, distintas, hermosas y bienaventuradas hab ían surgido
de la clarividencia y el corazón del hombre. Él a su vez había aprendido a
integrarse con una Naturaleza que ahora sí le reconocía como dueño y señor, y no
como el destructor que había sido durante tantos milenios. Porque si durante casi
toda su historia se limitó a coger y usar de ella lo que necesitaba o quería, y a
manipular y romper para su provecho cuanto encontraba, ahora había descubierto
la propia esencia de la vida y aprendido a manejarla para crear, y no para dañar.
No necesitaba talar un olmo para tallar un remo, o construir una silla. Ahora sabía
crear plantas que tenían la forma precisa, o que daban como fruto lo que deseaba.
No necesitaba destruir para crear. Descubiertos los secretos de la célula y de su
caótico interior, podía jugar con ella y adaptarla a sus sueños. Y él mismo había
aprendido que había otra forma de vivir, sin depender de paredes, objetos ni
necesidades creadas.
Arturo miró todo aquel maravilloso mundo con los ojos llenos de asombro.
Fabulosos leones saltarines, con los que se podían surcar sin peligro distancias
inconcebibles. Libélulas de terciopelo, en cuyo lomo se podía corretear entre nubes
violetas que al derramarse en fina lluvia emitían trinos como si fueran pájaros.
Cangrejos dorados de caparazones translúcidos, con los que se podía descender a
los rincones más recónditos del mar y conocer sus secretos. Enormes animales
peludos y acolchados, pintados de vivos colores, que cuidaban de los niños en
prados cubiertos de flores gigantescas e imposibles que expulsaban burbujas
policromadas y aromáticas y daban luz y olor embriagador a un mundo que
parecía cantar.
Una enorme sombra cubrió la pradera y, al mirar a lo alto, Arturo se asustó al
divisar al ser más inmenso que jamás hubiera podido imaginar. Como una vasta
bóveda del tamaño de una gran ciudad, cruzaba el cielo apartando a las nubes a su
paso. El apagado y dulce bramido provocado por aquel titán era contestado por
otros similares de las innumerables criaturas como él, aunque de menor tamaño,
que lo acompañaban planeando a su alrededor. Preguntó qué era aquel colosal ser.
—Ya no viajamos por el espacio en pulidos y fríos cohetes espaciales de metal,
como siempre habíamos presumido, sino en elegantes y hermosas naves vivas,
descendientes de las antiguas ballenas. Aunque nacen y se crían en la estratosfera,
en granjas espaciales, y no paran de crecer en toda su vida, cuando sienten que les
llega la hora les gusta volver al mar de sus antepasados y morir en sus aguas. Esta
es una de las más viejas, y sus descendientes la acompañan en su último viaje para
despedirse. Es un bonito y evocador espectáculo.
No pudo evitar que una lágrima se deslizara por su mejilla. Todo era tan
hermoso. De algún modo, sentía todo parte de él. Le resultaba familiar, como si
formara parte de un sueño casi olvidado, pero cuya belleza se hubiera quedado
grabada en su corazón. Y había algo más, algo que lo perturbaba especialmente.
—Un momento, yo he descrito muchas de estas cosas en mis relatos. Es como si
alguien hubiera extraído de ellos mis ideas y creado este prodigioso mundo. Como
si esto solo fuera una alucinación sacaba de mi mente y de mis fantasías.
Su amigo lo miró con ojos comprensivos.
—No, mi buen amigo, tú nunca escribiste nada así. Ni siquiera has escrito en tu
vida una simple línea que tenga que ver con la ciencia ficción.
Arturo lo miró incrédulo. Se acordaba perfectamente de sus relatos y de cómo se
asemejaban a todo cuanto le estaban mostrando. Una pequeña angustia se apoderó
de su pecho.
—Dices que yo no he escrito cosas que recuerdo perfectamente, y que, por otro
lado, he contribuido a crear todo esto, cosa que en cambio no recuerdo en absoluto.
Lo cierto es que, pensándolo bien, me he despertado en lo que me has descrito
como la sala de recuperación psicológica de un hospital. Algo me tuvo que
suceder. No te demores más en contarme qué me pasó. Necesito saberlo.
—Puede que ya estés preparado. Necesito que confíes en mí, y espero que
encuentres en tu interior la fe para creer que lo que te voy a relatar es cierto.
Créeme si te digo que realmente eres una de las mentes más brillantes de nuestro
mundo. Creaste a los blizz, que rompieron la frontera de lo interior y más íntimo
del espíritu humano, y en los últimos años estabas trabajando en romper la
frontera de lo más lejano. Gracias a esas naves vivas que has visto hemos
colonizado la Luna, Marte, Venus, y gracias a nuestra capacidad hemos
desarrollado y adaptado la vida a sus extremas condiciones. Ya verás cuando
recuerdes los prodigiosos delfines de fuego de Venus, o las hermosas gacelas de
agua de Marte. Son increíbles. Maravillas salidas de tu inspiración. Pero aún nos
queda mucho espacio por recorrer, y tú estabas estudiando el modo de romper esa
frontera. Después de mucho trabajo, creíste haberlo conseguido. Concebiste un ser
portentoso, capaz de viajar tan lejos y rápido como pudiéramos imaginar. Y, para
probarlo, decidiste ser tú mismo quien realizara ese primer vuelo a las estrellas.
Se detuvieron un momento para dejar pasar a un corro de niños que perseguían
entre risas una serpiente peluda de enormes ojos verdes. Todo en aquel lugar era
sorprendente, pero Arturo estaba profundamente conmocionado por lo que le
estaba relatando su acompañante. Apenas podía contener su excitación.
—¡No me mires así! Te puedo asegurar que pronto te convencerás de la
veracidad de todo, si aún te queda alguna duda. Pero déjame acabar de contarte tu
propia vida. Estuve presente cuando te encerraste junto con una formidable oruga
en el capullo que ella misma estaba formando, y asistí a su lanzamiento al espacio,
días más tarde. Allí, contemplé, maravillado, el momento en que el receptáculo se
abría, y de él surgía la más excepcional de las criaturas: una gigantesca y
espléndida mariposa, desde cuyo interior, transparente, nos saludabas gozoso.
Una mariposa cuyas alas se extendieron a continuación lenta e interminablemente
cientos de kilómetros, llenando el espacio con colores como nunca hab ía visto.
Luego, empujado por los vientos solares, te deslizaste majestuoso alg ún tiempo,
hasta que de repente desapareciste en lo más hondo del espacio, dispuesto a
explorar lugares donde ni la imaginación puede llegar.
Aquello superó la capacidad de resistencia de Arturo, que tuvo que sentarse
sobrepasado por emociones desconocidas que trataban de abrirse paso entre las
sombras de su interior. Era como si el recuerdo de todo aquello hubiera sido
arrancado a pedazos de su mente y solo quedasen unos simples jirones dispersos,
perdida la mayor parte. Aun así, lo que quedaba dentro de él le indicaba que lo
que estaba escuchando era cierto, inusitadamente cierto.
—Regresaste dos años más tarde. Salimos a recibirte eufóricos, deseosos de
conocer hasta el más pequeño de los detalles de tu milagrosa hazaña. Volamos a tu
lado a centenares, y tú nos saludabas desde tu cápsula con una sonrisa y una
mirada que jamás podré olvidar. Tus ojos. Tus ojos eran los mismos, pero también
diferentes. Me pregunté emocionado qué se podía ocultar tras ellos. Cuántas
maravillas, qué descubrimientos, qué portentos hallaste al otro lado del infinito.
Me hiciste un gesto que era la confirmación del mayor logro conseguido en la
historia de la Humanidad… y, entonces, sobrevino el desastre.
Juan tuvo que tragar saliva para poder continuar.
—Un simple guijarro, del tamaño de un pulgar. Un meteorito errante, diminuto,
despreciable en comparación con el tamaño del Universo. Morralla espacial. Pero
suficiente para atravesar el caparazón de la mariposa y empotrarse devastador en
tu cabeza. Asistimos impotentes al fatal accidente, observamos cómo tu sangre se
derramaba en esféricas gotas por el espacio y tu cuerpo expiraba sin que
pudiéramos hacer nada. Apesadumbrados, rescatamos tus restos y los llevamos lo
más rápido que pudimos hasta este hospital, el más moderno y avanzado del
planeta, donde no pudieron sino confirmarnos lo que ya temíamos. Los daños eran
tan masivos que, aunque gracias a los avances de la ciencia se podía rehacer de
nuevo toda la estructura física, tu cerebro estaría hueco, desprovisto de tu esencia.
Estabas muerto. Tu corazón latía, pero tu mente estaba vacía.
Apoyó una mano en el hombro de Arturo, que le escuchaba pálido, conocedor
de la tremenda sinceridad de sus palabras.
—Sin embargo, no nos conformamos. Estábamos desolados, no podíamos creer
semejante desgracia, y por un momento el dolor nos abrumó hasta el punto de
creer que todo estaba perdido. Pero tu determinación nos había enseñado que
nunca hay que rendirse. Y entonces nos acordamos de que portabas un blizz muy
especial. Era un diseño exclusivo, creado por ti para acompañarte en tu viaje,
mucho más sofisticado que el resto, con el que querías registrar todo cuanto vieses
y sintieses durante el mismo. No parecía haber resultado muy dañado, y, en su
interior, descubrimos para nuestra alegría que guardaba una copia entera de ti
mismo, de todo lo que habías sido y pensado, obtenida durante todo aquel tiempo
de intrínseca comunión. No pudimos acceder completamente a todo su significado
pues mucha de la información que incluía había sido recogida de un modo tan
personal e íntimo que permanecía de algún modo encriptada. Entendimos que
toda aquella masa ingente de datos únicamente podía ser interpretada a través de
ti, pero no necesitábamos más. Si teníamos el envase y, a la vez, el contenido con el
que llenarlo, tal vez pudiéramos volver a reunir ambas partes y recuperarte. Se
trataba de ir vertiendo en tu reconstruido cuerpo de nuevo toda tu vida, con todos
sus detalles, a un ritmo más acelerado, para que al despertar retornases a ser el
mismo. Simplemente, haríamos que volvieses a vivir tu vida de nuevo. Y eso
estaba haciendo tu pobre acompañante en aquella sala: ahí estabas rememorando
tu existencia desde tu nacimiento.
A la luz de aquellas palabras todo parecía encontrar sentido. Empezó a
sospechar qué era lo que había ocurrido.
—Pero no nos dimos cuenta de que el pobre blizz también había resultado
dañado, y que, sin saberlo, aguantaba a duras penas, tratando en su agonía de
cumplir su labor. Al final, no pudo soportarlo más y sufrió un colapso que casi lo
aniquila. Fueron apenas unos minutos en la vida real, aunque tú notarías las
consecuencias de su trastorno en tu recreación durante un período más largo.
Eso explicaba lo sucedido en el último mes, las pesadillas, las alucinaciones y el
aterrador episodio en el restaurante. Pero no todo.
—Sin embargo, no comprendo por qué no detectasteis su mal funcionamiento.
Me desperté en aquel lugar desconocido, y nadie pareció percatarse de ello.
—No hasta que cogiste a aquella muchacha creyendo que la rescatabas, y el
blizz que esta portaba nos comunicó que algo no iba bien. Al cortarlo,
inmediatamente saltaron las alarmas. Pero en tu caso, al ser una especie de blizz
única, mucho más sofisticada y por completo distinta, no supimos interpretar
adecuadamente las señales que nos mandaba cuando te soltaste. Simplemente,
ignorábamos que te habías ido y estabas escondido entre los pasillos del hospital,
que, para ti, no dejaba de ser la guarida de unas alimañas monstruosas. Fue un
accidente deplorable. No sabes cuánto lamento lo mal que lo has pasado. Pero la
buena noticia es que por fortuna hemos podido salvar a tu blizz, y estamos
convencidos de que se encuentra de nuevo en condiciones de continuar el proceso
en el punto donde se interrumpió. Lo hemos examinado y averiguado el momento
aproximado en que se trastocó el tratamiento. Podrás volver a vivir tu vida.
Volverás a ser tú. Regresarás a nosotros.
Vieron cómo un grupo de personas se acercaban. Los rodearon solícitos y
empezaron a abrazar a Arturo, quien, sorprendido ante estas muestras de afecto,
los observaba inseguro. Sin embargo, le resultaban muy familiares. Tratando de
hacer memoria, relacionó sus rostros con individuos con los que se hab ía cruzado
ocasionalmente, o que había conocido puntualmente en su vida. Un camarero, una
vecina, una niña que jugaba en el parque donde solía hacer deporte. Aun así intuía
que eran mucho más importantes de lo que por sus recuerdos podía presuponer.
Ante su mirada de extrañeza su amigo le explicó.
—Sabían que no ibas a reconocer quienes eran, pero a pesar de todo querían
verte y hacerte llegar su cariño. Pronto los recordarás, y podrás reunirte con ellos y
celebrarlo.
—Sus rostros me suenan, están en mi memoria, en mi pasado, pero… no logro…
—Tu mente, aunque muy dañada, sigue conservando retazos de tu vida
anterior, y en el proceso de revivirla los ha ido integrando aquí y allá. Ellos son
muy importantes para ti, aunque aún no los conozcas, y esa impronta ha quedado
en tu interior. Cuando acabe el proceso, todo encajará de nuevo.
En medio de aquel grupo, mirándolo con una dulzura extrema, reconoció a una
mujer. Más mayor, con arrugas perlando su frente, pero con la misma expresión
dulce que tenía cuando la conoció, en el restaurante. Era la ilustradora. Una intensa
emoción lo embargó cuando, dirigiéndose a ella, se fundieron en un largo abrazo.
No sabía cómo, pero presentía que aquella era una persona muy importante para
él. Y, probablemente, aquel fue el momento en que se encontraron por primera
vez. Por eso le resultaba tan cercana. No pudo evitar que una lágrima resbalase por
sus mejillas, fundiéndose con las de ella. Alguien tiró de su mano. Era una niña
pequeña. Abrazaba un peluche, una especie de oso azul, con una gran nariz.
Reconoció sus propios ojos en aquella chiquilla. Se agachó y le acarició el cabello,
muy parecido al de la anciana que acababa de abrazar. La pequeña le mostró su
muñeco y le dijo.
—No te preocupes: si tienes miedo, muérdele la nariz y los problemas
desaparecerán.
Se quedó estupefacto. Era lo que él había dicho en el restaurante hacía unos…
¿días? Escrutó inquisitivo a su mentor en aquel mundo insospechado, y este
comprendió el sentido de aquella mirada.
—Antes te has extrañado de que te dijera que nunca habías hecho relatos de
ciencia ficción. Es cierto. Si lo haces ahora, creemos que es porque en tu mente aún
quedan vestigios de todo cuanto has vivido, y los has ido integrando y asumiendo
de esa manera. De algún modo, es la forma que ha encontrado tu subconsciente
para poder organizar de un modo coherente todo el barullo que tienes dentro.
Pero, en realidad, lo que tú escribiste y, gracias a ello, la conociste a ella, fueron…
cuentos infantiles. Y Narigoto es una de tus creaciones más populares.
La cara que puso debió de resultar tan cómica que todos a su alrededor
estallaron en una carcajada feliz.
—Siempre comentabas que esa fue precisamente la fuente de tu inspiración
científica. Si en nuestras narraciones y fábulas humanizábamos cuanto nos
rodeaba, dotando a animales y objetos de atributos humanos, ¿por qué no hacerlo
en la realidad? ¿Por qué no utilizar nuestros conocimientos y nuestra técnica para
conseguir ese vínculo, esa integración que habíamos alcanzado en nuestra
fantasía? Y, como siempre, la realidad superó nuestras más utópicas expectativas.
Hoy en día Narigoto existe, y es un perfecto, cariñoso y fiable cuidador de nuestros
hijos.
Poco a poco las piezas del puzle encajaban y, con ello, renacía la esperanza.
Continuó aún un rato disfrutando de la compañía de aquellas personas que
constituían su porvenir, y entre las que se sentía protegido, cómodo.
Pero había que regresar, retomar el tratamiento donde la quiebra se hab ía
producido. Le quedaban tantas cosas por vivir, por experimentar. Cuántas
maravillas por descubrir. Se sentía excitado, eufórico. En el trayecto de vuelta al
hospital, su amigo le explicó que retomarían el proceso un mes antes de su último
recuerdo en el restaurante, precisamente cuando empezaron los síntomas de la
agonía del blizz. Para no entorpecer ni distorsionar más de lo imprescindible el
programa previsto, borrarían los recuerdos de este despertar inesperado, para
continuar como si nada hubiera pasado, aunque los retornarían con cuidado una
vez se hubiese completado del todo y estuviese plenamente restablecido. Era una
operación delicada que debía ser realizada con suma prudencia para no crear
interferencias no deseadas.
Él, por fin tras la angustia pasada, se sentía tranquilo, dichoso.
Estaba deseando recordar su futuro. Y, también, descubrir qué había detrás de
aquella mirada que trajo de las estrellas.
Epílogo
Sentado en la mesa de su antigua habitación de estudiante, en la casa de sus
padres, esperaba a que se completara el proceso y que todo fuera de nuevo
recreado en su mente.
Todavía recordaba al detalle lo que le había pasado, y todavía lo haría durante
algún tiempo, mientras acababan de recomponer por completo la compleja
realidad en la que se vería inmerso como si no existiese otra. Poco a poco su
alrededor se iba llenando de más detalles, adquiriendo mayor nitidez. En el
mundo real pasaría apenas unos minutos antes de que todo volviera a la antigua
normalidad, como si nada hubiera sucedido, pero en el tiempo interior de la
recreación que se estaba realizando en su mente, esto aún supondría bastantes
horas.
Pensó en entretenerse de alguna forma. El ordenador todavía no funcionaba, era
un simple objeto hueco, pero tenía a su disposición papel y bolígrafo. Siempre le
había gustado escribir y, por mucho que trataran de convencerlo de lo contrario,
no se veía a sí mismo perpetrando edulcorados cuentos de hadas para niños. No, lo
que a él le encantaban eran los buenos relatos de ciencia ficción. Y ahora ya no le
extrañaba que los suyos fueran optimistas y positivos. Sabía que había futuro. Un
mañana para la Humanidad. Lo conocía, porque había estado allí. Bueno, de
hecho, en realidad estaba allí. Sonrió y extendió unos folios en blanco sobre la
mesa.
Sí, lo que le gustaba era la ciencia ficción. Y tenía un relato formidable,
incomparable, porque era absolutamente verídico. Qué le importaba si su
optimismo era poco apreciado por sus compañeros de afición y por los jurados de
los certámenes a los que se presentaba. Él conocía la verdad. La increíble y
maravillosa verdad.
Pero tenía que darse prisa, ahora, mientras todavía recordase cada pormenor de
lo que le había pasado. En cuanto el proceso de recarga se hubiera completado y
todo volviera a estar en su lugar, le harían olvidarlo de nuevo. Volvería a ser aquel
muchacho que escribía relatos fantásticos y los mandaba a editoriales con la ilusión
de que algún editor importante se fijara en ellos, y lo invitase a comer en un
restaurante donde quizás le presentarían a una guapa ilustradora. Sí, pronto
olvidaría que todo lo narrado en este relato es cierto. Puede que tan pronto como
acabase de escribir esta línea.
¿FIN?
Nota del autor: Tratándose de una antología de relatos de terror, me hubiera sido
sencillo y tal vez hubiera resultado más efectista haber acabado con un epílogo
donde se diese a entender, o al menos se insinuase, que el auténtico final es otro
mucho más terrible, en el que la última parte solo constituyese una retorcida
fantasía inducida por los insectos para hacer retornar al protagonista a su siniestra
prisión en condiciones adecuadas para seguir exprimiendo su cerebro. Pero, como
bien me señalaba un querido compañero en estas lides, uno no puede ir en contra
de lo que es y de lo que cree. Y yo creo, en primer lugar, que nuestro presente no
está tan mal; únicamente es cuestión de percepción: si estás empeñado en ver
monstruos por todos lados te perderás muchas cosas buenas de este mundo; y, en
segundo lugar, que el futuro de la Humanidad será mucho mejor de lo que
pensamos. Lo creo sinceramente. De hecho, estoy completamente seguro.
Sobre el autor
José Ignacio Becerril Polo, Nachob (Zaragoza, 1966). Padre de familia feliz y
escritor aficionado muy aficionado a escribir, lleva desde el 2006 publicando y
compartiendo sus cuentos e historias en diversas páginas de Internet con mayor o
menor fortuna. Ha tratado de participar también en el mayor número de
certámenes, antologías y publicaciones que ha podido, con relativo éxito. En todo
caso no se puede quejar porque el viaje ha sido divertido y ha conocido muy buena
gente.
También como resultado de su primer año de literatero se autoregaló un
recopilatorio de relatos titulado Un año de palabras, que a juicio de sus selectos
lectores tiene casi tantos aciertos como ausencias de tildes. Además del libro que
tienes en tus manos, tiene pendiente de publicar otra antología: El hombre
imaginado, con la editorial Draco.
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