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Guías espirituales animales
CuervoCuervo representa el misterio, la magia y un cambio en la conciencia.
Nos enseña cómo darle forma a lo informe. Al ayudarnos a encarar
nuestros defectos, nos recuerda que poseemos el poder de transformar
cualquier cosa si tenemos el valor de enfrentarnos a ella. Puesto que es
capaz de cambiar de forma de manera natural, el espíritu de Cuervo
nos permite camuflarnos de la mejor manera en cada situación, incluso
hacernos invisibles para los demás. Cuervo nos ayuda a utilizar la ma
gia de las leyes espirituales para hacer aparecer aquello que necesita
mos y para crear la luz en la oscuridad.
CoyoteCoyote representa el humor, la astucia y los reveses de la fortuna. Nos
enseña a obtener el equilibrio entre la sabiduría y la estupidez. Puesto
que es un adversario sagaz, nos recuerda que debemos tener en cuenta
todas y cada una de las circunstancias antes de desarrollar un plan que
nos permita conseguir nuestros objetivos; sin embargo, como supervi
viente que es, Coyote también tomará medidas extremas para asegurar
el bienestar de su descendencia. Es un embaucador ingenioso, y así el
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espíritu de Coyote nos muestra cómo adaptarnos y divertirnos casi en
cualquier ocasión. Si bien la magia de Coyote no siempre funciona
como se pretendía, siempre tiene un propósito.
CaballoCaballo representa la libertad, el poder y la iluminación espiritual.
Nos enseña los beneficios de la paciencia y la amabilidad, y que las re
laciones positivas son de cooperación. Posee una gran energía y veloci
dad, y así nos insta a despertar nuestro poder para seguir adelante y
alcanzar todo nuestro potencial. Al ser un animal fuerte y poderoso, el
espíritu de Caballo nos recuerda nuestra fuerza interior y nos da el co
raje necesario para avanzar y tomar nuevas direcciones. Caballo nos
conmina a llevar las cargas de la vida con dignidad, sin apartarnos de
nuestra búsqueda espiritual.
LoboLobo representa la protección, la lealtad y el espíritu. Nos enseña a
equilibrar nuestras necesidades con las de la comunidad; nos resalta la
importancia de los rituales para establecer el orden y la armonía, y que
la verdadera libertad requiere disciplina. Puesto que es un animal inte
ligente con sentidos muy desarrollados, nos anima a buscar un modo
de evitar los problemas, y a luchar sólo cuando es inevitable. El espíri
tu de Lobo, un gran maestro, nos insta a escuchar nuestros pensamien
tos internos para encontrar los niveles más elevados de personalidad e
intuición. Lobo nos protege y nos empuja a tomar el control de nues
tras vidas, a encontrar un nuevo camino y a honrar las fuerzas de la
espiritualidad.
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ÁguilaÁguila representa la iluminación, la sanación y la creación. Nos enseña
que, aunque somos libres para poder elegir nuestro camino, debemos
aceptar que los demás también son libres para hacer lo mismo. Con su
habilidad para ascender e inspeccionar todas las direcciones, nos re
cuerda que debemos ver la vida desde una perspectiva superior. Como
símbolo de gran poder, el espíritu de Águila indica que debemos acep
tar responsabilidades mayores que nosotros mismos y utilizar el don de
la claridad para ayudar a otros en épocas oscuras. Con alas y patas
fuertes, Águila trasciende los mundos y nos anima a buscar elevadas
cotas espirituales sin apartar los pies de la tierra, y a consumar todo
nuestro potencial espiritual como fuerza creativa.
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P rimero llegaron los cuervos.
Toda una bandada asesina de cuervos.
Rodearon el cementerio en estricta formación, observándolo
todo con sus ojos redondos y oscuros, vigilando sin descanso mien-
tras sus lustrosos cuerpos negros se zarandeaban al son del viento.
Eran ajenos al calor sofocante y al escaso oxígeno del ambiente pro-
vocados por los salvajes incendios que abrasaban el cielo carmesí y
rociaban cenizas ardientes sobre los asistentes al entierro.
Para aquellos que eran sensibles a esas cosas, fue un signo que
no podía pasarse por alto. Y Paloma Santos, segura de que la súbita
muerte de su hijo no había sido ningún accidente, interpretó la pre-
sencia de los cuervos como lo que realmente era: no un simple augu-
rio, sino una especie de heraldo que señalaba que el siguiente en la
línea de sucesión había llegado. Que, de hecho, estaba justo allí, en
aquel cementerio.
Sus sospechas se vieron confirmadas en el instante en que pasó
un brazo tranquilizador sobre los hombros de la novia de su hijo,
consumida por el dolor, y percibió la forma de vida que crecía en su
interior.
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La última Santos.
Una nieta cuyo destino se había vaticinado mucho tiempo atrás.
Sin embargo, si los cuervos lo sabían, también otros podrían sa-
berlo. Aquellos a quienes nada les gustaría más que destruir a la niña
nonata, asegurarse de que jamás tuviera la oportunidad de reclamar
su derecho de nacimiento.
Pensando únicamente en la seguridad de su nieta, Paloma aban-
donó el entierro mucho antes de que se derramara el primer puñado
de tierra sobre el ataúd. Se prometió guardar silencio y pasar desa-
percibida hasta el decimosexto cumpleaños de la niña, cuando su
nieta descubriera dentro de sí misma una necesidad de consejo que
sólo Paloma podría aplacar.
Dieciséis años para prepararse.
Dieciséis años para reparar sus mermados poderes, para mante-
ner encendida la llama de su legado hasta que llegara el momento de
transmitirla.
Esperaba poder aguantar. La muerte de su hijo conllevaba un
precio que iba mucho más allá del sufrimiento.
Si no conseguía sobrevivir, si no lograba acceder a su nieta a
tiempo, la vida de la niña acabaría de manera trágica, prematura,
igual que la del padre de ésta. Era un riesgo que no podía correr.
No había nadie más a quién seguir.
Demasiadas cosas en juego.
La niña nonata tenía el destino del mundo en sus manos.
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Uno
H ay momentos en la vida en los que todo se detiene.
La tierra titubea, la atmósfera se congela, y el tiempo
se arruga y se pliega sobre sí mismo hasta convertirse en un enorme
y exhausto aglomerado.
Y eso mismo ocurre de nuevo cuando atravieso la pequeña puer-
ta de madera del riad en el que Jennika y yo nos hemos alojado du-
rante las últimas semanas, justo al dejar atrás el silencio del patio con
aroma a rosas y madreselva para adentrarme en el caos del laberinto
serpenteante de la medina.
Sin embargo, en lugar de imitar esa quietud como suelo hacer, esta
vez decido seguirle el juego y probar algo divertido. Avanzo junto a las
paredes de color salmón y me sitúo frente a un hombrecillo que se ha
quedado paralizado a media zancada; coloco los dedos sobre el suave
algodón blanco de su gandora y la giro con suavidad hasta que la chi-
laba queda en la dirección contraria. Luego, tras agacharme para pa-
sar bajo un gato negro sarnoso que parece volar, congelado en medio
de un salto, me detengo en una esquina y me tomo un momento para
cambiar de sitio los relucientes faroles de latón que vende un anciano.
Después me dirijo al siguiente puesto, donde me pruebo un llamativo
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par de babuchas azules y, como me gustan, dejo atrás mis viejas sanda-
lias de cuero y un puñado de ajados dírhams como pago.
Me arden los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero
sé que en el mismo instante en que parpadee, el hombre de la gando
ra estará un paso más lejos de su destino, el gato aterrizará sobre su
objetivo y dos vendedores contemplarán sus mercancías con total
perplejidad. La escena retomará su caos eterno.
No obstante, cuando atisbo a la gente brillante merodeando en
la periferia, estudiándome con la minuciosidad con la que suele ha-
cerlo, me apresuro a cerrar los ojos para no verla. Espero que esta
vez, como todas las demás, se desvanezcan también. Que vuelvan
adonde quiera que vayan cuando no se dedican a vigilarme.
Antes creía que todas las personas vivían momentos como este,
hasta que un día se lo conté a Jennika y ella, con mirada incrédula,
me acusó de sufrir jet lag.
Jennika le echa la culpa de todo al jet lag. Asegura que el tiempo
no se detiene para nadie, y que tenemos la obligación de acostum-
brarnos a su paso frenético. Pero incluso entonces yo ya sabía que
ella estaba equivocada. Me he pasado la vida atravesando husos ho-
rarios, y lo que había empezado a experimentar no tenía nada que
ver con un reloj corporal destartalado.
Con todo, tuve mucho cuidado de no volver a mencionarlo. Es-
peré en silencio, paciente, con la esperanza de que el momento no
tardara en repetirse.
Y así fue.
A largo de los últimos años ha ocurrido cada vez con más fre-
cuencia. Y desde que llegamos a Marruecos, he tenido una media de
tres a la semana.
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Un chico de mi edad pasa a mi lado y me roza con el hombro
de manera deliberada; la ardiente mirada de sus ojos oscuros me
recuerda que debo cubrirme bien el cabello con el echarpe de seda
azul. Doblo la esquina, impaciente por llegar antes que Vane y es-
tar en la plaza Djemaa el-Fna al anochecer. Me adentro en la plaza,
donde me encuentro con una larga fila de asadores al aire libre
llenos de cabras, pichones y otros animales inidentificables, cuyos
cuerpos despellejados y lustrosos rotan en las espitas y llenan el
aire de un humo especiado y sabroso. El hipnótico arrullo de la
melodía del encantador de serpientes flota desde el lugar donde
unos ancianos, sentados con las piernas cruzadas sobre gruesas al-
fombras, tocan sus pungis mientras las cobras de ojos vidriosos se
alzan ante ellos. Toda la escena se desarrolla al ritmo hechizante de
los tambores gnawa, que no dejan de retumbar al fondo, como si
fueran la banda sonora de la resurrección nocturna de una plaza
fascinante.
Respiro hondo y saboreo la intensa mezcla de aceites exóticos y
jazmín mientras echo un vistazo a mi alrededor, consciente de que
esta será una de las últimas veces que vea la plaza así. El rodaje aca-
bará pronto, y Jennika y yo nos marcharemos a cualquier otro lugar,
a cualquier otra locación que requiera sus servicios como maquilla-
dora galardonada. Quién sabe si regresaremos alguna vez…
Me abro camino hasta el puesto de comida más cercano, el que
está situado al lado del encantador de serpientes. Allí aguarda Vane.
Necesito tomarme unos segundos para aplastar el irritante aguijoneo
de debilidad que inunda mi estómago cada vez que lo veo. Cada vez
que me fijo en su cabello alborotado rubio arena, en sus ojos azul
oscuro y en la curva suave de sus labios.
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«¡Idiota! —pienso mientras niego con la cabeza. Y luego aña-
do—: ¡Estúpida!».
Sé muy bien cómo son las cosas. No puede decirse que no co-
nozca las reglas.
La clave es no involucrarse, no permitir nunca que alguien te
importe. Sólo debo concentrarme en pasarla bien y no mirar atrás
cuando llegue el momento de partir.
El hermoso rostro de Vane, al igual que todas las caras bonitas
que han precedido a la suya, pertenece a sus legiones de fans. Ningu-
na de esas caras ha sido mía… y nunca, jamás, lo serán.
Puesto que me he visto inmersa en distintos escenarios cinema-
tográficos desde que tuve la edad suficiente para que Jennika me
llevara en una mochila a la espalda, he interpretado mi papel como
la hija de un miembro del personal en innumerables ocasiones, y las
normas son: quedarse quieta, no estorbar, echar una mano cuando se
necesita y no confundir nunca las relaciones que surgen en el rodaje
de una película con la vida real.
El hecho de haberme relacionado con famosos durante toda la
vida hace que no me impresione con facilidad, y ésa, probablemente,
es la razón principal por la que a ellos siempre les caigo bien. La ver-
dad es que aunque no estoy mal (alta, delgaducha, con pelo largo y
oscuro, piel clara y unos brillantes ojos verdes que la gente suele elo-
giar), soy una chica del montón. No obstante, nunca me desmorono
cuando conozco a alguna celebridad. Nunca me ruborizo, no me
pongo nerviosa ni me aturullo. Y lo cierto es que están tan poco acos-
tumbrados a eso que por lo general siempre acaban persiguiéndome.
Mi primer beso fue en una playa de Río de Janeiro, con un chico
que acababa de ganar un premio MTV al «Mejor beso» (me quedó
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muy claro que ninguna de las votantes lo había besado de verdad).
El segundo fue en Pont Neuf, en París, con un chico que acababa de
salir en la portada de Vanity Fair. Y aunque son más ricos, más fa-
mosos y más acosados por los paparazzi… lo cierto es que nuestras
vidas no son tan distintas.
La mayoría de ellos son vagabundos, gente que vive su vida igual
que yo vivo la mía. Voy de un lugar a otro, de una amistad a otra, de
relación en relación… Es la única vida que conozco.
Resulta difícil establecer lazos duraderos cuando tu dirección
permanente es un buzón de correos de veinte centímetros en el al-
macén de UPS.
Aun así, no puedo evitar que mi respiración se acelere, que se
me encoja el estómago mientras me acerco a Vane. Y cuando él
se da la vuelta y esboza esa sonrisa lánguida y perezosa que está a
punto de hacerlo famoso en el mundo entero, cuando me mira a los
ojos y me dice: «Hola, Daire: felicidades por tu decimosexto cum-
pleaños», no puedo evitar pensar en los millones de chicas a las que
les gustaría calzar mis puntiagudas babuchas azules en este preciso
instante.
Le devuelvo la sonrisa, hago un gesto con la mano para restarle
importancia a lo del cumpleaños y luego vuelvo a enterrarla en el
bolsillo de la chaqueta militar verde oliva que siempre llevo puesta.
Finjo no notar cómo me recorre con la mirada, desde el cabello cas-
taño que asoma bajo el echarpe a la altura de la cintura y la ceñida
camiseta de tirantes decolorada que llevo bajo la chaqueta, hasta los
jeans oscuros ajustados y las flamantes babuchas.
—Qué chulas. —Coloca el pie al lado del mío para mostrarme la
versión unisex del mismo calzado. Se echa a reír cuando añade—:
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Quizá podamos lanzar al mercado una marca de babuchas cuando
volvamos a Estados Unidos. ¿Qué te parece?
Podamos. Nosotros.
No existe un nosotros.
Yo lo sé. Él lo sabe. Y me molesta que intente aparentar otra
cosa.
Las cámaras dejaron de rodar hace horas, pero él sigue interpre-
tando un papel. Se comporta como si nuestro breve rollito pasajero
significara algo más.
Se comporta como si en realidad no fuera a terminar mucho an-
tes de que estampen en nuestros pasaportes el sello de regreso.
Y no hace falta más que eso para que la irritante sensiblería que
se había apoderado de mí se apague como un llama bajo la lluvia.
Para que la Daire que conozco, la Daire en la que soy una experta,
vuelva a ocupar su lugar.
—Me parece improbable. —Sonrío con sorna al tiempo que le
doy una patada en el pie. El golpe es algo más fuerte de lo necesario,
pero se lo merece por creerme lo bastante imbécil como para tragar-
me su actuación—. Bueno, ¿qué te apetece? ¿Comemos algo? Me
muero por una de esas brochetas de ternera, y quizá tome también
alguna de salchichas. Ah, ¡y comer unas patatas fritas sería genial!
Me dirijo a los puestos de comida, pero Vane tiene otra cosa en
mente. Me coge de la mano y enlaza sus dedos con los míos.
—Dentro de un minuto —dice al tiempo que tira de mí hasta
que mis caderas chocan con las suyas—. He pensado que podríamos
hacer algo especial… ya que es tu cumpleaños y todo eso. ¿Qué te
parece unos tatuajes que combinen?
Me quedo boquiabierta. Está bromeando, seguro.
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—Uno de esos de henna, ya sabes. Nada permanente. Se me ha
ocurrido que podría estar bien, ¿no? —Arquea la ceja izquierda a la
manera típica de Vane Wick, y tengo que esforzarme por no fruncir
el entrecejo en respuesta.
«Nada permanente.» Esa es la canción de mi vida, mi declara-
ción de intenciones, si se prefiere. Con todo, un tatuaje de henna no
es lo mismo que uno de tinta. Tiene su propia vida útil. Una que
perdurará hasta mucho después de que el jet privado financiado por
el estudio de Vane lo eleve hacia los cielos y lo aleje de mi vida para
siempre.
Sin embargo, no comento nada de eso.
—Sabes que el director te matará si te presentas mañana en el
rodaje cubierto de henna —le digo, en cambio.
Vane se encoge de hombros. Se encoge de hombros como lo he
visto hacer demasiadas veces, a demasiados actores jóvenes antes
que él. Ha entrado en el «modo divo». Cree que es indispensable.
Que es el único chico de diecisiete años con una pizca de talento, la
piel dorada, el cabello rubio ondulado y unos ojos azules penetran-
tes que pueden iluminar la pantalla y hacer que las chicas (y la mayo-
ría de sus madres) se desmayen. Es una forma peligrosa de verse a
uno mismo, en especial cuando vives en Hollywood. Es la clase de
pensamiento que te lleva a ingresos múltiples en clínicas de rehabili-
tación, a programas basura de televisión, a biografías desesperadas
realizadas por escritores fantasma y a películas de bajo presupuesto
que se estrenan directamente en DVD.
Aun así, no protesto cuando me tira del brazo. Lo sigo hasta la
vieja mujer vestida de negro que está sentada sobre una alfombra
beige con un montón de bolsitas de henna en el regazo.
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