A G U STÍN IZ Q U IE R D O
La filosofía contra la religión
Ideas sobre e! ateísmo
E D A f g ENSAYO
Coordinador de la serie PENSAMIENTO:AGUSTÍN IZQUIERDO
© 2003. Agustín Izquierdo© 2003. de esta edición, Editorial EDAF, S. A. Jorge Juan, 30. 28001 Madrid
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Julio 2003
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ISBN: 84-414-1337-1 Depósito legal: M. 32.306-2003
PRINTED IN SPAIN IMPRESO EN ESPAÑAClosas-Orcoyen, S. L. - Polígono Igarsa - Paracuellos de Jarama (Madrid)
Indice
Págs.
Introducción ....................................................... 11
Ateos clandestinos .......................................... 13Ateos públicos del siglo XVIII .......... 17Ateos hegelianos ............................................... 31Ateos solitarios ................................................. 36
Ateos clandestinos ............................................... 43
Henri de Boulainvilliers.................................... 43Dudas sobre la relig ión ................................ 43Análisis del Tratado teológico-político . . . . 44
Anónimo ............................................................ 45Ensayos sobre la búsqueda de la verdad . . 45
Anónimo . . . ...................................................... 50Reflexiones sobre la existencia del alma y la
existencia de Dios ............................... 50Benoít de M aille t.............. 54
Opiniones de los filósofos sobre la naturaleza del a lm a ................................................... 54
César Chesneau Du Marsais ............................ 56El filó so fo ........................................ 56
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Págs.
Nicolás Fréret.................................................... 59Carta de Trasíbulo a Leucipa ........................ 59
Anónimo ........................................................... 71Tratado de los tres impostores..................... 71
Anónimo .............................................. 72Jordanus Brunus redivivas o tratado de los
e m ores populares ....................................... 72Anónimo ....................... 78
Paridad de la vida y de la muerte ............... 78Jean M eslier....................................................... 80
M emoria ......................................................... 80
Ateos públicos del siglo XVIII ......................... 85
Julien Offrai de la M ettrie ................................ 85El hombre m áqu ina ...................................... 85
Denis D iderot..................................................... 88Pensamientos filosóficos .............. 88Adición a los pensamientos filosóficos . . . . 88Carta sobre los c ieg o s .................................. 91Carta a Sophie Volland ................................ 94
El barón d’H o lb ach ................ 94El buen juicio ............................................... 94Sistema de la naturaleza .............................. 114
Sylvain de Maréchal ................... 116Diccionario de ateos antiguos y modernos 116
Ateos hegelianos ................................................. 119
Ludwig Feuerbach............................................ 119La esencia del cristianismo......................... 119
Karl Marx ............................................................ 131Diferencia de la filosofía de la naturaleza
en Demócrito y Epicuro .............................. 131
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ÍNDICE
Págs.
Crítica de la filosofía del derecho de Hegel 131Manuscritos de 1844 .................................... 133
Max Stirner ....................................................... 133El único y su propiedad ................................ 133
Ateos solitarios ................................................... 145
Schopenhauer..................................................... 145Sobre la religión .......................................... 145
Friedrich Nietzsche ........................................... 156La voluntad de p o d e r .................................... 156La gaya ciencia,............................................. 159La genealogía de la m o ra l............................ 170El Anticristo ................... 173
Origen de los te x to s ............................................. 181
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Introducción
Que esté permitido a cada uno pensar como quiera; pero que nunca le esté permitido perjudicar por su manera de pensar.
D’Holbach
I os escritos antirreligiosos que ponían en cuestión - /la religión revelada y la autoridad religiosa tienen
una larga tradición en el pensamiento europeo. Después de los naturalistas renacentistas, en el siglo xvn estos escritos se multiplican y este pensamiento desligado de la teología y de la fe gana cada vez más adeptos. Fue sobre todo la obra de Spinoza la que dio un gran impulso a todo este movimiento filosófico, que alcanza su mayor expresión en el ateísmo. Hay algunas ideas de Spinoza que pasan a formar parte del primer ateísmo europeo de finales del siglo x v i i y prim era mitad del xvm. Así, la idea de que no existen dos reinos separados como el mental y el corporal, sino que solo existe un ámbito en la existencia: es la célebre frase «Dios o la naturaleza». Además, en el universo no hay causas finales ni intenciones, como tam poco hay libertad en los sucesos de la naturaleza, donde todo se desarrolla siguiendo una necesidad. Por otro lado, Spinoza proporciona la clave para entender las Sagradas Escrituras desde un punto de vista racio
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
nal y no como un contenido revelado, con su crítica de los milagros y las profecías. Pero, sobre todo, Spinoza reclaiina el derecho a la libertad de opinión y de expresión por una cuestión de hecho: «existe tanta diferencia entre las cabezas como en los paladares»1. La finalidad del Estado no se detiene en alcanzar y mantener la seguridad de los súbditos, que solo es un medio de garantizar la libertad de pensamiento de los ciudadanos. Naturalmente, las autoridades de aquella época y muchas de nuestro tiempo no estaban ni están de acuerdo con el filósofo de Amsterdam. Los manuscritos de inspiración espinosista llegaron a ser identificados como escritos antirreligiosos y ateos, por lo que eran perseguidos por las leyes europeas de entonces. Esta es la razón por la que eran clandestinos y por la que su difusión seguía los mismos caminos de la literatura clandestina en general, de modo que permanecieron en la oscuridad y solo a principios del siglo pasado se descubrió, en diversas bibliotecas, que entre los manuscritos clandestinos había también algunos de carácter filosófico, muchos de ellos ateos y deístas. Debido a su origen oculto, se ha pensado con frecuencia que las ideas ilustradas nacen en la segunda mitad del siglo xvm, cuando muchas de ellas ya estaban formuladas en toda su radicalidad en la primera ilustración, cuyas luces solo se encendían en la oscuridad por temor a la represión.
1 Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, traducción de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza, 1986.
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INTRODUCCIÓN
Ateos clandestinos
El grupo de eruditos que dio un mayor desarrollo a las ideas ateas fue el que se formó alrededor del conde de Boulainvilliers (1658-1722), que se reunía en su propia casa o en la del duque de Noailles. De este círculo, que leía a Spinoza con mucha atención, salieron bastantes manuscritos fundamentales del ateísmo clandestino, algunos de ellos debido a la pluma del propio conde, como el Análisis teológico-fdosófico, una especie de resumen del tratado de Spinoza. Muchos de los que se reunían en torno al conde se dedicaban a hacer estudios de carácter histórico y filológico y pertenecían a la Academia de Inscripciones y Bellas Letras de París; combinaban esta actividad pública junto con la discusión y la difusión de ideas que solo lo podían hacer en secreto para preservar su libertad y seguridad. Así, el propio Boulainvilliers, además de su Análisis, escribió algunos ensayos sobre la monarquía francesa. Dumarsais (1676-1756) escribió el Tratado de los tropos o de los diferentes sentidos en que se puede tomar una palabra en una misma lengua y diversas voces para la Enciclopedia, junto con algunos manuscritos fundamentales del ateísmo ilustrado, como El filósofo y El análisis de la religión cristiana. Fréret (1688-1749) dedicó mucho tiempo de su vida a hacer investigaciones sobre cronología, historia universal, literatura, y elaboró gramáticas extranjeras, entre ellas la china. Era un erudito que no dejaba de leer, escribir o conversar sobre múltiples aspectos de la cultura y de la civilización universales, hasta el punto de que su salud se resintió por el poco tiempo que dedicaba al descanso. Junto a,estos estudios
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sobre los más variados temas, Fréret no dejó de anotar sus posiciones personales en torno a las grandes preguntas acerca de Dios, el mundo y el hombre. De las obras surgidas de su actividad clandestina cabe destacar la Carta de Trasíbulo a Leucipa, donde se exponen muchas ideas fundamentales del ateísmo. Otros manuscritos son de autor desconocido, como el Jordanus Brunus redivivas, el Tratado de los tres impostores, etc.
A finales del siglo xvn y primera mitad del siglo xvm, la figura que toma el hombre que critica la religión es el filósofo (le philosophe). Este, como el espíritu fuerte, tiene el poder de desembarazarse de los prejuicios recibidos a través de la educación, pues ha decidido que es necesario examinar bajo la luz de la razón cualquier proposición antes de ser aceptada. Según Dumarsais, el filósofo es una máquina, como cualquier hombre, que además se distingue por reflexionar sobre las causas que mueven su construcción mecánica, «como un reloj que se monta a sí mismo, buscando lo que le conviene y evitando lo que le perjudica, tomando como fundamento de su acción la razón, que le permite conocerse a sí mismo». Los contenidos recibidos por la tradición o por la autoridad son sometidos a una razón que no está desligada, sin embargo, de la experiencia. Así, lo primero que reclaman los filósofos es el derecho a la duda, al libre examen de todas las opiniones, incluidas las religiosas. El espíritu de Spinoza, que defiende la libertad de pensar y de expresarse, recorre toda Europa y alcanza a todos los hombres ilustrados que muestran resistencia ante el despotismo de la opinión religiosa: «Es una auténtica tiranía hacer crímenes de
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INTRODUCCIÓN
nuestras opiniones y querer privamos de la libertad de pensar, que es de derecho natural», escribe el conde Boulainvilliers en su Análisis del Tratado de Spinoza. Dumarsais justifica el examen de las ideas religiosas debido a que estas hablan de nuestro posible estado más allá de la vida: hay que analizar el fundamento de las promesas y amenazas de la religión. En el caso de que la religión, después de ser examinada, aparezca como una ficción de lo que se tenía por una realidad, no hay motivo para ver un daño en ello. El resultado de todos los exámenes y análisis de la religión de estos escritos antirreligiosos es la constatación de que no hay un fundamento real para todo aquello que las religiones mantienen como verdadero; por tanto, si no tienen un fundamento racional para sus afirmaciones, estas han de ser rechazadas. Su apoyo no es racional, sino que obtienen toda su fuerza de la tradición y de la autoridad.
Por tanto, los filósofos no aceptan ninguna forma de colaboración entre razón y fe, sino que ven en ellas una relación contradictoria sin posibilidad de reconciliación alguna. De este modo la razón es considerada algo necesario frente a la fe, que es algo superfluo. Por otro lado, analizan también el concepto del ser supremo, «el mayor y más enraizado de esos prejuicios» de las religiones, y solo encuentran en él contradicciones que repugnan a la razón. Niegan todas las pruebas de su existencia. Así, no hay designio de la providencia en la naturaleza, sino que esta es vista no como el producto de una inteligencia ordenadora, o creadora, sino como el resultado de un azar ciego, que en innumerables combinaciones, llega a establecer un orden, fruto de la
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necesidad. La admiración que provocan las maravillas de la naturaleza desaparece en cuanto estas se pueden explicar por el orden físico. Lo que tomamos por maravillas admirables son solo consecuencias naturales y necesarias de la combinación y la situación puestas por el azar en el universo. Del mismo modo, el hecho de descubrir utilidades para el hombre en el universo no implica el que existan causas finales. Además, el mundo solo está hecho de materia, que es concebida como eterna, y con el principio del movimiento en sí misma, lo que hace superflua la hipótesis de una inteligencia que ponga en movimiento la materia, pues ella lo tiene en sí misma. De la consideración de que todo es materia, se deriva la idea de que no existen espíritus y que el alma es una consecuencia del cuerpo, por lo que la discusión sobre su inmortalidad es inútil, pues se niega de entrada su existencia. La materia es suficiente para explicar todo lo que sucede en el universo: no hay ninguna necesidad, entonces, de multiplicar los seres para dar razón de los acontecimientos: las operaciones del espíritu son obra de la materia. También piensan que desde un punto de vista práctico, es más deseable no admitir las ficciones sobrenaturales, debido a que estas solo traen desgracias a los individuos y a los pueblos. Los filósofos piensan que la religión es perjudicial tanto para el bien de la sociedad como para la honestidad de los individuos, pues ambos, el hombre y la sociedad, están basados en la naturaleza, y la religión destruye esta base sobre la que descansamos. Por tanto, los ateos ilustrados clandestinos exigen en primer lugar un examen a la luz de la razón de las religiones, cuyas proposiciones rechazan, pues carecen de fundamento racional, al tiem
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INTRODUCCIÓN
po que proponen una imagen del universo que no repugne a la razón, así como una moral y una política basadas en la naturaleza y no en la sobrenaturaleza cuya existencia pretenden las religiones. De este modo, estos pensadores establecen las ideas y concepciones fundamentales del ateísmo en toda su extensión, hasta que pensadores del siglo xix, como Stirner y Nietzsche, hacen que su crítica no solo alcance lo propiamente divino sino también muchas cosas que se creían naturales, pero que son solo posibles, según ellos, con la ayuda de actitudes religiosas.
Ateos públicos del siglo XV III
El pensamiento materialista y ateo continúa su andadura a lo largo del siglo de las luces con un pensador al que se tiene por singular: Julien Offrai de La Mettrie, médico nacido en Bretaña en 1709, al que se le puede considerar como un puente entre la literatura filosófica clandestina y los filósofos ilustrados más conocidos de las segunda mitad del siglo. Algunas obras de La M ettrie fueron publicadas anónimamente y circularon como material clandestino. Sin embargo, el nombre de La Mettrie aparece unido a una obra materialista y atea contrariamente a los autores clandestinos del grupo de Boulainvilliers, cuya obra filosófica nació en la oscuridad y así permaneció durante mucho tiempo, lo que provocó que solo fueran conocidos por su obra pública dedicada no a la crítica religiosa sino a diversos campos de las ciencias humanas: la retórica, la gramática, la historia, la geografía, la mitología, etc. Como la repre
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sión de la difusión de las ideas no admitidas por el poder seguía activa, este médico se vio obligado a huir en numerosas ocasiones hasta que encontró un lugar seguro y apacible en el círculo literario, científico y filosófico que el rey de Prusia Federico el Grande creó y mantuvo en su corte de Potsdam.
La Mettrie inició sus estudios de medicina en Reims en 1725, ocho años después se trasladó a Leiden con el fin de seguir los cursos del célebre médico Fler- mann Boerhaave. Después de asistir a estos cursos, el médico materialista se dedicó a traducir algunas obras del célebre doctor introduciendo en ellas algunas notas propias y dando una orientación materialista a las teorías de Boerhaave. Después de pasar varios años ejerciendo la medicina en su región natal, emprendió viaje a París en 1742 donde obtuvo el cargo de cirujano de la Guardia francesa. Durante el asedio de Friburgo, La Mettrie, en medio de un acceso febril, tuvo la gran revelación que proporcionó un sentido a su pensamiento: comprendió que no hay un alma independiente del cuerpo y que las funciones mentales se corresponden con los estados fisiológicos. El fruto inmediato de esta revelación fue la primera obra que redactó: Historia natural del alma, que en la edición de sus obras completas de 1750 apareció con el título de Tratado del alma, y que se publicó clandestinamente por primera vez en 1745. Esta obra encolerizó a todo tipo de creyentes, por lo que el filósofo fue objeto de persecución por haber cometido un delito de opinión. La obra fue secuestrada y condenada por el Parlamento de París a ser quemada, junto con los Pensamientos filosóficos de Diderot, que
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INTRODUCCIÓN
también fueron atribuidos a La Mettrie. Objeto de la ira de toda clase de creyentes y de sus colegas de profesión, nuestro filósofo no tuvo más remedio que mudarse a otro país. Así se fue Flandes poniendo tierra por medio, país donde fue bien acogido en un principio y donde se le nombró jefe de los médicos de varios hospitales. Su pluma, sin embargo, no permaneció en reposo y compuso una nueva obra, que publicó de forma anónima: El hombre máquina, en 1747, y que también fue objeto de escándalo. Acusado de nuevo de haber cometido un delito de opinión, La Mettrie se ve en la necesidad de cambiar de país. Ayudado por Maupertuis, que era presidente de la de Academia de Ciencias de Berlín, consigue encontrar un refugio, después de tantos avatares y delitos de opinión, en la corte del rey ilustrado y déspota Federico II de Prusia, que promovía un lugar de encuentro para los eruditos y espíritus libres venidos de muchas partes de Europa. En este círculo, como en otros establecidos a lo largo de Europa, se discutía con libertad de los diversos temas por los que sentían atracción los ilustrados. Voltaire describe en sus Memorias el ambiente del círculo filosófico donde La Mettrie encontró refugio y protección: «Las comidas no eran con frecuencia menos filosóficas. Un recién llegado que no hubiera escuchado, al ver esta pintura, habría creído oír a los siete sabios de Grecia en el burdel. Nunca se habló en ningún lugar del mundo con tanta libertad de todas las supersticiones de los hombres, y nunca fueron tratadas con más bromas y desprecios. Dios era respetado, pero todos los que habían engañado a los hombres en su nombre no quedaban a salvo». Estos círculos donde se reunían los ilustrados, que ya existían
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
en la época de la filosofía clandestina, fueron auténticos lugares de encuentro donde se intercambiaban y desarrollaban las ideas y los pensamientos de las luces, en muchas ocasiones de carácter deísta o ateo.
El pensamiento de La Mettrie recoge muchas ideas que ya se habían formulado y que se estaban formulando en ese momento en los manuscritos clandestinos, apoyándolas con nuevas argumentaciones científicas. Naturalmente, opina que todo está hecho de materia y que los fenómenos espirituales se derivan de una determinada organización de la materia. No hay un plan previo en la construcción del universo como tampoco hay designios en él; este se mueve por sí mismo y las leyes, de naturaleza mecánica, por las que se mantiene el mundo son las mismas por las que fue creado. El principio del mundo es por tanto material y ciego y común a todos los seres que lo forman, entre los que se observa una continuidad material; son máquinas cuyos resortes hacen que se monten a sí mismas y que participen de la misma ley: una especie de imaginación por la que tienden a la felicidad. Son sus opiniones sobre este asunto lo que hace de La Mettrie un marginado no solo dentro de los ilustrados, sino en el seno mismo de los materialistas y ateos, que en general postulaban una moral altruista y utilitarista basada en los principios de la naturaleza. La Mettrie, en cambio, distingue dos tipos de moral: una que tiene su fuente en la sociedad y otra que nace de la naturaleza misma. La moral que tiene su origen en la política no puede coincidir con una moral basada en la naturaleza, que tiende exclusivamente a satisfacer las necesi
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INTRODUCCIÓN
dades de la organización fisiológica de cada ser, y que no se confunde necesariamente con una moral que tiende hacia el bien general de una sociedad, siguiendo así la tradición de los libertinos, que señalaban siempre el carácter convencional de toda moral social. Sin embargo, la mayoría de los materialistas ateos buscan establecer una moral utilitarista que tiende hacia el bien general partiendo de la consideración de la naturaleza humana. Por esta razón, a pesar de com partir una visión materialista del mundo, el médico bretón es vilipendiado por muchos de los pensadores ateos por constatar el carácter amoral de la naturaleza. Así, Diderot, en un famoso pasaje de su obra Ensayo sobre los reinos de Claudio y Nerón, afirma que La Mettrie es un autor que carece de juicio; disoluto, impúdico y bufón, justifica todo tipo de criminal en sus fechorías y vicios, «ha muerto como debía morir, víctima de falta de templanza y de su locura». Para d’Holbach, el médico filósofo es un frenético que no distingue el vicio de la virtud. Por su parte, Voltaire escribe en sus Memorias: «Había entonces un médico en Berlín, llamado La Mettrie, el ateo más franco de todas las facultades de medicina de Europa; hombre por otra parte alegre, agradable, distraído, tan instruido en la teoría como ninguno de sus colegas y, sin discusión, el peor médico de la tierra en la práctica».
Helvecio, que era hijo del primer médico de la reina, se prometía desde niño una vida feliz y relajada en medio de riquezas y de placeres sin tener que soportar ninguna desgracia a lo largo de una placentera existencia, pues gozaba de la protección real. Según Grimm, el
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autor de la Correspondencia literaria2, donde da cuenta de todos los acontecimientos culturales del París de la época, Helvecio era un hombre «justo, indulgente, sin hiel, de una gran igualdad en el comercio, tenía todas las virtudes de la sociedad», también era generoso, noble y benefactor. Muy joven, consiguió el cargo de Fermier Général, lo que le permitió mostrar los rasgos que constituían su carácter, en el que predominaba la benevolencia. Su cargo le permitía acumular grandes riquezas, de las que hacía un uso generoso, y pronto empezó a relacionarse con las gentes de letras. A pesar de estas relaciones con los eruditos de la época, «su pasión dominante era, según Grimm, la de las mujeres. Le he oído decir que durante muchos años fue la primera y la última ocupación de su jomada, sin perjuicio de las ocasiones que se ofrecían en el intervalo. Por la mañana, cuando se hacía de día en casa del señor, el camarero hacía entrar en primer lugar a la joven que estaba de servicio, después servía el desayuno; el resto del día era para las mujeres del mundo». Pero nuestro filósofo epicúreo, que llevaba una vida tan regalada, fue poseído por la pasión literaria y filosófica. Viendo la celebridad que habían alcanzado Voltaire, Montesquieu o Maupertius escribiendo ensayos, Helvecio quiso destacar también en la carrera literaria. Observando cómo Maupertius seduce a las damas hablando sin parar de geometría, Helvecio inicia estudios de geometría que pronto abandona. Impresionado por las ideas de Locke, el filósofo rico y
2 Friedrich Melchior Grimm, Correspondance littéraire, Let- tres choisies et presentées par Verena von der Heyden-Rynsch, Mercure de France, 2001.
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INTRODUCCIÓN
amable emprende la redacción de la obra que le iba a deparar más pesadumbre que consideración: Del espíritu. El cielo limpio y sereno que hasta entonces había presidido su vida se volvió de repente oscuro y amenazador. Con este libro quería emular el éxito que Montes- quieu había logrado con El espíritu de las leyes. Este propósito supuso una auténtica revolución en su vida. Abandonó el cargo que tantas riquezas y honores le había proporcionado hasta entonces, se casó con una mujer pobre pero muy distinguida, que después mantendría un salón literario filosófico de mucho renombre en el París de entonces: el salón de la señora Helvecio. Después de casarse se encerró en sus tierras y se dedicó por completo al estudio, a la caza y a estar con su señora. Había reunido todos los elementos para su perdición, pues el resultado de sus desvelos sería una obra que fue considerada materialista y atea, contraria a las opiniones que todo hombre de bien debía mantener al menos públicamente, y la desgracia no fue mayor debido a su condición y posición en la corte real francesa. Del espíritu apareció diez años después de El espíritu de las leyes. No procuró al autor esa alta consideración que había acariciado, y solo debió su gran celebridad a la persecución que le atrajo. En la corte de la reina y del delfín, «El señor Helvecio fue considerado como un niño de perdición, y la reina se quejaba a su desgraciada madre como si hubiera dado a luz al Anticristo», escribe Grimm. Primero fueron los jesuitas los que se abalanzaron sobre el libro y obligaron al autor a firmar la primera de las tres retractaciones humillantes que tuvo que firmar. Los jansenistas tampoco quisieron perder la ocasión y, por último, el Parlamento condenó el libro a
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
la hoguera, con el pretexto de que el escrito contenía principios morales muy peligrosos, cuando, como señala Grimm, un libro no puede corromper la moral, sino que este poder sí lo tienen el gobierno y la legislación. «El pobre Helvecio, muy sorprendido de verse tratado como un envenenador, solo había intentado separarse de los caminos üillados». En efecto, Helvecio parte de la sensación como el principio al que se reduce el hombre, sobre el que se basan sus acciones, pensamientos, pasiones y necesidades. A partir de esta concepción general, Helvecio construye una moral utilitarista a pesar de que reconoce que el motivo principal de todas las acciones de los hombres es el amor propio, pues la virtud moral se encuentra en las acciones que son útiles al público, al interés general. Helvecio dice que es posible, mediante una determinada educkción, hacer que concuerden el amor propio de cada uno con el bien público, que es la ley suprema. Por tanto, este libro, que parte de principios materialistas, tiene su objetivo en construir una sociedad más justa y equitativa, reconociendo el amor propio como el impulso fundamental de las acciones. Este intento de reducir la miseria y de extender una conducta en conformidad con el bien público fue resumido por el abogado general del rey en el Parlamento del siguiente modo: «Es el código de las pasiones más vergonzosas e infames, la apología del materialismo y de todo lo que la irreligión puede decir para inspirar el odio del cristianismo y del catolicismo». Tal fue el trauma que produjo la reacción hostil a la publicación de su libro que Helvecio decidió no publicar nada más en vida e intentó recuperar el estilo de vida anterior a sus planes de convertirse en un autor de éxito.
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INTRODUCCIÓN
Diderot es el autor de escritos materialistas y ateos cuya celebridad ha llegado hasta nuestros días debido a que compuso obras no solo de carácter filosófico sino también literarias. No poseía la fortuna de un Helvecio y desde su juventud consagró su vida al cultivo de las letras. A los quince años, en 1728, se instaló en París, ciudad en la que pasaría prácticamente el resto de su vida, para continuar sus estudios hasta que en 1732 consiguió el título de Maitre es Arts en la Universidad de París. Diderot se casó en secreto con Antoinette Champion, pero no le fue demasiado bien con esta mujer, a la que califica en una carta a Grirnm de «mujer desgraciada» y de «compuesto monstruoso». Por esto, el filósofo no dejó de amar a otras mujeres, entre las que sobresalieron Mme. de Puisieux, que, al parecer, destacaba por su fealdad y, sobre todo, Sophie Volland, el gran amor de su vida, con la que mantuvo una intensa correspondencia. Enjuta y enfermiza, Sophie tenía una gran afición por las ciencias y la filosofía, además de poseer la capacidad de reflexionar.
Diderot tradujo la obra de Shaftesbury Ensayo sobre el mérito y la virtud, que sostiene una posición deísta sobre el universo. Esa postura, contraria al ateísmo, es la que inspira su primera obra publicada: Pensamientos filosóficos, en 1746. De este modo, aunque en ella se atacan las creencias populares y supersticiosas, se afirma que el mundo posee un significado y un orden racional provenientes de su creador. Esta colección de aforismos fue redactada en pocos días, entre el Viernes Santo y el Lunes de Pascua, y en un principio Diderot no tenía intención de publicarla, sino de difundirla sola
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mente en su versión manuscrita clandestinamente. Parece que fue la necesidad de dinero lo que empujó al filósofo a llevar los Pensamientos a la imprenta. La obra, a pesar de su carácter deísta, fue condenada por el Parlamento de París a ser quemada, junto con la Historia natural del alma, de La Mettrie, en julio del año de su aparición, debido a que situaba todas las religiones al mismo nivel y, a fin de cuentas, no reconocía ninguna, según declaraba la sentencia. En la Carta sobre los ciegos, Diderot ya expresa de una manera clara su posición atea. La obra fue escrita con motivo de la polémica suscitada a partir de Locke sobre si un ciego de nacimiento podía reconocer las formas geométricas inmediatamente después de haber recobrado la vista. Pero la carta deriva hacia otro tipo de problemas, como el origen de la ley moral. Diderot se enfrenta a los que defienden que esta surge de la conciencia espiritual y expresa su convicción de que la ley moral tiene su fuente en los sentidos. Y sobre todo, el filósofo plantea su posición atea y deja atrás el deísmo con el que había comenzado su carrera filosófica. El mundo no es la expresión de un orden racional, no es una máquina ordenada por una inteligencia superior que la ha puesto en movimiento. El orden del mundo es solo aparente y efímero; procede del caos y volverá al caos. Nada es estable, nada es fijo; lo que se mueve en el mundo no es un sistema derivado de una inteligencia, sino una sucesión fortuita de combinaciones de una fuerza ciega y tenebrosa, algunas de las cuales alcanzan cierta estabilidad. La Carta sobre los ciegos salió al mercado en junio de 1749; un mes después, «el 24 de julio de 1749, un comisario llamado Rochebrune, con tres hombres de su
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INTRODUCCIÓN
séquito, vino a las nueve de la mañana, cuenta su hija, a casa de mi padre, y después de una visita muy minuciosa de su estudio y de sus papeles, el comisario sacó una orden de arrestarlo y conducirlo a Vincennes». Diderot ya era considerado muy peligroso por sus anteriores publicaciones, y parece ser que la aparición de la Carta sobre los ciegos era la gota que había colmado el vaso. Así, el autor de La religiosa se había convertido también en una víctima de «las persecuciones de los que tuvieron la desgracia de encontrar la verdad», pero no en «siglos de tinieblas», como escribe él mismo, sino en el siglo de las luces. La Adición a los pensamientos filosóficos, de la que se extraen muchos aforismos en la presente antología, fue publicada en 1762, cuando el pensamiento de Diderot ya había tomado una posición clara y firme en cuanto a la concepción del universo. En esta colección de pensamientos se pone de relieve sobre todo el carácter absurdo de las religiones y sus múltiples contradicciones. El filósofo, después de las experiencias vividas a propósito de la impresión de sus obras anteriores, prefirió difundir con moderación estos pensamientos que había redactado. Fue Naigeon el que imprimió esta colección de pensamientos; primero en un Receuil philosophique y después en su Enciclopedia metódica.
Por último, dentro de los ateos ilustres de la segunda mitad del siglo de las luces, hay que referirse al barón d’Holbach (1723-1789), el gran promotor y difusor de las ideas ateas en la Europa ilustrada. Paul-Henri Thiry (Paul Heinrich Dietrich), barón d’Holbach nació en el Palatinado y se mudó a París cuando tenía doce años.
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Estudió en la Universidad de Leiden. En 1750 se estableció en París, donde mantuvo su célebre cóterie durante más de treinta años, desde el año de su llegada a la capital de Francia hasta 1780. Su educación, su carácter extrovertido y su gran fortuna hicieron de él un polo de atracción de muchos ilustrados que vivían en aquella época en París. Durante la década de los años 50, el barón dedicó su tiempo a realizar estudios de carácter científico, sobre todo de química y de mineralogía, al tiempo que ofrecía dos cenas semanales, los jueves y los domingos, a sus amigos en su casa de la Rué Royal, esquina Saint-Roche. Entre sus primeros amigos, cabe destacar a Diderot, Rousseau y Grimm. El jueves era conocido por los enciclopedistas como el día de la sinagoga. También poseía un lugar muy agradable en el campo: el castillo de Grandval, donde pasaba con su familia y amigos parte del verano y del otoño. El abad Morellet describe al barón en sus Memorias de este modo: «El barón mismo era uno de los hombres más instruidos de su tiempo, conocía varias de las lenguas de Europa, incluso un poco de las antiguas, tenía una excelente y numerosa biblioteca, una rica colección de los dibujos de los mejores maestros, excelentes cuadros de los que era buen juez, un gabinete de historia natural... A estas ventajas añadía una gran educación, una sencillez igual, un comercio fácil y una bondad visible a primera vista. Se comprende que una sociedad de este género debía ser solicitada. Por eso allí se veía, además de los hombres que acabo de nombrar [Diderot, Rousseau, Helvecio [...], Boulanger, Marmontel], todos los extranjeros de algún mérito que venían a París; París que entonces era, como lo llamaba
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INTRODUCCIÓN
Galiani, el café de Europa. No terminaría si no nombrara todos los extranjeros de distinción para los que era un honor ser admitidos allí: Hume, Wilkes, Sterne, Galiani, Beccaria, Caraccioli, el lord Shelburne, el conde de Creutz, Verri, Frisi, Garick, el príncipe heredero de Brunswick, Franklin...»3. Se solían reunir entre quince y veinte personas amantes de las artes y del espíritu y, según Morellet, se servía un excelente vino y un excelente café en unas reuniones donde dominaba la simplicidad de maneras y la alegría y que empezaban a las dos de la tarde y se prolongaban hasta las ocho. Igual que en las reuniones de Potsdam, en la casa de la Rué Royal también se conversaba con entera libertad: «Cuando digo libre, entiendo en materia de filosofía, de religión, de gobierno, pues las bromas libres en otro género estaban proscritas. En esas reuniones había muchos ateos, pero también se encontraban ilustrados deístas y teístas que discutían entre ellos en buena compañía. Allí también, pues hay que decirlo, Diderot, el doctor Roux y el buen barón establecían dogmáticamente el ateísmo absoluto, el del Sistema de la naturaleza, con una persuasión, una buena fe, una probidad edificante, incluso para aquellos de entre nosotros que, como yo, no creían en su enseñanza», escribe Morellet. Los teístas y ateos defendían sus posiciones en casa del barón rodeados por el espíritu de la tolerancia. Naigeon, que se encargó de componer el elogio fúnebre del barón, resalta sobre todo su humanidad, su capacidad
3 Mémoires de l ’abbé Morellet de VAcadémie frangaise sur le dix-huitiéme siécle et sur la révolution, capítulo VI, Mercure de France, 2000.
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
comunicativa y su celo por el progreso de la razón y de las ciencias.
A partir de 1760 empleó su tiempo en traducir y difundir obras de tema antirreligioso. Algunos títulos de este tipo de libros traducidos son: De la impostura sacerdotal, Los sacerdotes desenmascarados, Disertación crítica de los tormentos del infierno, etc. Es en 1767 cuando Holbach publicó su primera obra original: El cristianismo desvelado, o Examen de los principios y de los efectos de la religión cristiana, por Boulanger. La obra fue atribuida a Boulanger para evitar la persecución sobre el verdadero autor. Como casi todos los libros de Holbach fue impreso en Amsterdam y después enviado a Francia «sous le manteau». Con la lluvia de libros de incrédulos, en expresión de Diderot, también arreciaba la persecución y la intolerancia del gobierno, un proyecto que ponía en peligro el comercio de la librería «y que nos reduce a pedir limosna y a la estupidez», escribe Diderot a Falconet en 1768. El camino hacia la imprenta de los manuscritos del barón estaba lleno de peligros, por lo que las precauciones nunca eran pocas. Así, el barón, aunque tenía una letra clara, hacía copiar sus manuscritos por otra mano antes de mandarlos a imprenta con el fin de que no identificasen su letra y para que corrigiesen sus fallos de escritura. Esta persona debía de ser de confianza y no ignorante, era Naigeon. Su hermano pequeño le ayudaba copiando y corrigiendo con frecuencia los manuscritos del barón que después eran enviados a Lieja por la diligencia o los viajeros; el camino de vuelta de la obra impresa era también muy tortuoso. De ese mismo año es otra obra
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INTRODUCCIÓN
de Holbach: La Teología portátil, un diccionario de chistes sobre la religión cristiana, algunos de ellos divertidos y otros bastante malos: «Jonás: la ballena se vio finalmente obligada a vomitarlo, hasta tal punto un profeta es difícil de digerir». En 1770 apareció la obra capital del gran propagador del ateísmo: El sistema de la naturaleza, o de las leyes del mundo físico y del mundo moral, por M. Mirabaud, Secretario Perpetuo y uno de los Cuarenta de la Academia Francesa, Londres (Amsterdam). La obra, una especie de biblia del ateísmo científico, alcanzó más de treinta ediciones hechas en varios países: Francia, Alemania, España, Inglaterra y Estados Unidos, provocando una conmoción entre el público como pocas obras filosóficas lo han hecho, lo que provocó una multitud de refutaciones. Holbach publicó dos años después un resumen de su obra capital con el nombre de El buen juicio, de donde se han extraído los fragmentos incluidos en la presente antología.
Ateos hegelianos
Otro grupo de pensadores ilustrados y ateos surgió, entre 1830 y 1848, en Alemania, a partir de la interpretación de la filosofía de Hegel. Estos pensadores son conocidos como la izquierda hegeliana, o los jóvenes hegelianos, frente a la otra facción de seguidores del pensamiento de Hegel: los viejos hegelianos o derecha hegeliana. Lo que Hegel expresa en sus escritos es una concepción idealista del mundo, en la que se da la prioridad y la preeminencia al espíritu o idea frente a la materia. Por esto no es extraño imaginar que el hegelianis
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mo se relacionase con el cristianismo, como su producto más excelso, como la suprema realización de las antiguas verdades del cristianismo. Estos jóvenes hegelia- nos se reunían para discutir sus ideas formando sociedades como el Doktorklub, alrededor de Bruno Bauer, o Die Freien (Los libres), un grupo de poetas y filósofos que se encontraban en el Weinstube de Hippel, al tiempo que manifestaban sus posiciones intelectuales a través de manifiestos, programas, etc. La izquierda hegeliana consideraba que el viejo hegelianismo desempeñaba un papel muy poco filosófico al servir de criada a la teología luterana; ellos querían transformar el hegelianismo en un arma contra el cristianismo, justo en lo contrario de lo que significaba la filosofía para la vieja escuela. Para los jóvenes filósofos, Cristo no era más que un mito generado por el deseo judío de liberarse del poder romano, es decir, de su anhelo mesiánico. Emprendieron así una crítica religiosa a partir de la dialéctica hegeliana. En 1841 apareció La esencia del cristianismo, de Ludwig Feuerbach (1804-1872), en la que se realiza una reducción de Dios al hombre y la metamorfosis de la teología en antropología. Feuerbach nació en BaViera, hijo de un reputado jurista y profesor de universidad. En 1824 se trasladó a Berlín, donde asistió a las clases impartidas por Hegel hasta el año 1826. Cuando terminó su tesis doctoral, se la envió a su maestro, acompañada de un escrito al que el autor de la Fenomenología del espíritu nunca respondió. En esa carta, Feuerbach abogaba por una nueva filosofía que no se redujese al campo académico y que fundara un nuevo reino, una nueva época. En su primera obra publicada, Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad, ya reivindica el ateísmo y nie
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INTRODUCCIÓN
ga la inmortalidad personal. Su obra más célebre es la ya referida Esencia del cristianismo, que obtuvo una gran repercusión y conoció dos reediciones posteriores a la primera de 1841. La clave de dicha obra es la consideración de la religión como un fenómeno antropológico y no teológico, el objeto de la religión es, por tanto, el hombre y no Dios, cuya esencia es algo imaginado, irreal y fantástico, por lo que lo divino, en tanto que sobrehumano y sobrenatural, debe ser reducido a la esencia del hombre natural e inmanente. Así, el cristianismo ha de ser superado poniendo en lugar de la Biblia la razón, y en el lugar de la religión la política. Se trata, como se puede apreciar, de un nuevo proyecto de secularización, que también encuentra en el origen de la idea de Dios un mecanismo psicológico: el sentimiento de dependencia que hace que se proyecten todas las cualidades de la especie humana en un ser fantástico. Reconocer en ese ser fantástico el ser del hombre, superar esa alienación, es lo que propone la filosofía de Feuerbach. Los atributos divinos no son más que los deseos humanos proyectados en una pantalla fantástica: la sabiduría divina es el deseo humano de saberlo todo, la omnipotencia divina es el deseo de poder hacerlo todo, etc. Este humanismo expuesto de La esencia del cristianismo deriva hacia un naturalismo en el Ensayo sobre la religión, obra publicada en 1845, donde Dios ya no aparece como el reflejo de las perfecciones de la especie humana sino de la naturaleza en general. De la misma manera que con los años la vigencia de la izquierda hegeliana fue perdiendo fuerza y actualidad, el pensamiento de Feuerbach fue cayendo en el olvido, de modo que su última obra, La revolución y las ciencias naturales, donde rea
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
firma su materialismo, apenas tuvo repercusión. Sin embargo, La esencia del cristianismo tuvo muchos críticos; entre ellos Max Stimer, seudónimo de Johann Kaspar Schmidt (1806-1856).
A los veinte años Stimer se matriculó en la Universidad de Berlín para estudiar filosofía; aquí asistió a las clases de Hegel y de Schleiermacher. Hasta las 33 años no consiguió un empleo estable en una escuela para chicas. En 1841 empezó a frecuentar las reuniones que el grupo de die Freien mantenía en la célebre taberna de Hippel. Durante los primeros años de la década de los cuarenta, Stimer publicó algunos artículos para el Rhei- nische Zeitung, como «El falso principio de nuestra educación» y «Arte y religión». Al mismo tiempo, sin embargo, también trabajaba en secreto y ardientemente en la redacción de un libro que iba a provocar una conmoción dentro del grupo de estos jóvenes hegelianos, El único y su propiedad, que apareció en 1844, con fecha del año siguiente, y fue distribuido rápidamente con el fin de evitar la censura. El libro no le proporcionó mucha celebridad ni dinero, pero su efecto destructivo fue devastador dentro del grupo de «Los Libres», pues atacaba sus convicciones humanistas. Mientras que los demás asistentes a las reuniones en la taberna de Hippel argumentaban y bebían, Stirner solía mantener una postura apartada y reservada. Para Engels, Stirner era el más independiente y el que poseía más talento del grupo. Cuando apareció El único y su propiedad, que atacaba de una forma tan neta la omnipotencia del amor y el humanitarismo de Feuerbach, todos los hegelianos de izquierda se apresuraron a ofrecer una respuesta; entre
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INTRODUCCIÓN
ellos, Ruge, Bruno Bauer y Feuerbach. La de Engels y Marx, de los que también se incluye algún texto en esta antología, está incluida en La ideología alemana. Pero la disputa perdió fuerza y desapareció con los acontecimientos de la revolución de 1848 y el autor que defendía el egoísmo murió en el olvido y en la pobreza. Sin embargo, a finales del siglo xix, su figura volvió a despertar cierto interés porque lo vincularon con el anarquismo y la obra de Nietzsche. Así, en las tres primeras décadas del siglo pasado se hicieron casi cincuenta ediciones de El único, una de ellas en español. A partir de entonces no hubo otra edición alemana hasta al año 1968.
El pensamiento de Stirner es sin duda uno de los más radicales por su crítica de todos los ideales. Si Feuerbach y Stirner parten en su pensamiento de la crítica de Hegel, al que echan en cara el no ser más que un teólogo, Stirner va mucho más allá que Feuerbach, hasta un ateísmo radical: «Mientras Feuerbach pensaba que avanzaba descubriendo que el Espíritu de Hegel es Dios racionalizado y Dios el hombre alienado, Stirner sacó otra conclusión. Más bien que avanzar, Feuerbach solo había tropezado, y entonces admiraba con devoción otra teofanía, el Hombre. Para Stirner había realmente muy poca diferencia si lo sagrado se llamaba Espíritu, Dios, Hombre, Estado, porque la postura de todos los creyentes era la misma. [...] el egoísmo de Stirner surge de un ateísmo consciente y total»4, que rechaza toda forma de pensamiento sobrenatural o sagrado.
4 Stepelevich, L. S., The revival of Max Stirner en http:// www.nonserviam.com/egositarchive.
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Ateos solitarios
Arthur Schopenhauer (1787-1860) fue un filósofo que desarrolló su carrera al margen de cualquier grupo o escuela, y estuvo enfrentado constantemente a Hegel o a los hegelianos. Tuvo una gran formación gracias a sus lecturas y a los viajes y no se vio obligado a ganarse la vida debido a la herencia que le había dejado su padre. Redactó antes de los treinta años la obra principal de su vida: El mundo como voluntad y representación, cuyo éxito editorial fue nulo tanto en ventas como en crítica. Esto no le hizo detenerse en su carrera filosófica; al poco tiempo de la aparición de El mundo, consiguió una plaza en la Universidad de Berlín. A su primera lección asiste Hegel, que interviene cuando Schopenhauer termina de leer la lección. La discusión que mantienen entre ellos prueba claramente que son dos pensadores que no se entienden en absoluto. Sus clases acaban siendo un fracaso y se ve obligado a abandonar la can-era universitaria. A partir de entonces lleva una vida solitaria y apacible, escribiendo varias obras, entre las que destacan los Parerga y Paralipóme- na, conjunto de ensayos, aparecidos en 1851, que tratan de numerosos temas: Pensamientos sueltos pero dispuestos en un orden sistemático sobre una gran variedad de temas, esta obra fue la que le hizo alcanzar gran celebridad, justo cuando el hegelianismo, tanto el viejo como el joven, había dejado de interesar después de la revolución de 1848.
Nietzsche dice que «Schopenhauer fue como filósofo el primer ateo confeso e inquebrantable que los ale
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INTRODUCCION
manes hemos tenido: en esto consistía el fondo de su enemistad con Hegel». El filósofo de la voluntad parte también en su pensamiento en confrontación con Hegel, solo que, a diferencia de los hegelianos de izquierda, Schopenhauer no se inspira en la dialéctica hegeliana, sino, según proclama él mismo en varias ocasiones, en la filosofía de Kant, aunque el resultado no sea precisamente muy kantiano. Schopenhauer admite que todo nuestro mundo es un conjunto de representaciones, pero al mismo tiempo quiere desvelar la X kantiana que se sitúa más allá de las representaciones fenoménicas. Es imposible tomar como punto de partida explicativo del mundo tanto el objeto como el sujeto, pues ambos son representaciones que no pueden explicar nada. Por consiguiente, en un principio, Schopenhauer niega tanto el materialismo como el idealismo, pues ambos adoptan meras representaciones como punto de partida. Para encontrar la clave del universo, es necesario salir del mundo de las representaciones, lo que solo es posible mirando hacia nuestro interior: entonces encontraremos que somos voluntad y que todo el mundo es voluntad cuya objetivación es el cueipo. Esta fuerza única, la cara oculta de todos los acontecimientos, es la que mueve a todos los seres del universo, que son manifestaciones y expresión de esa fuerza, de ese querer vivir ciego, sin razón, sin fundamento: el resorte que hace moverse a los hombres como marionetas y «los retiene en la escena». Buscando el sentido de la vida, el filósofo del pesimismo solo encuentra el sinsentido, una eterna agitación, un desgarramiento de la unidad primitiva en que todos luchan contra todos. A pesar de que su filosofía parte teóricamente de Kant, la metafísica que construye está más
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cercana de los ateos clandestinos que del filósofo de Ko- nigsberg, pues esa esencia íntima del mundo no es un alma con conciencia ni un dios creador, sino una fuerza oscura y ciega que se manifiesta en una eterna agitación. Ese mundo de fuerzas contrarias que luchan entre sí de los filósofos clandestinos, como Fréret, aparece de nuevo en una metafísica nacida de los presupuestos kantianos sobre el fenómeno y el noúmeno. El mismo Scho- penhauer, aunque solitario, mantenía conversaciones, muy brillantes según sus interlocutores, con algunos viajeros o personas que se declaraban discípulos suyos. Así, el conde Louis Alexandre Foucher de Careil escribe en una conversación con el filósofo de Danzig: «¡Afortunados los que han oído a este último de los conversadores de la generación del siglo XVIII! Era un contemporáneo de Voltaire y de Diderot, de Helvecio y de Chamfort»5. Y en efecto, era un ilustrado del XVIII, pero a su manera, más romántico y más sombrío, más tenebroso, pues la realidad del mundo le despertaba una sensación inquietante y extraña. Esa fuerza ciega y sin objetivo que solo quiere vivir es interpretada como dolor, cuando el deseo está por satisfacer, o como aburrimiento, cuando este ha quedado satisfecho. Schopenhauer no solo interpreta la existencia, sino que le asigna un valor, de modo que ese universo concebido sin Dios tiene un valor moral intrínseco y negativo: «la vida es el mal. La vida es el velo que oculta el ser; ¡es el peso que arrastra la voluntad! ¡La vida es la decadencia, es el gran pecado original! [...] ¡El infierno es el mundo!»6.
5 Conversación con Louis-Alexandre Foucher de Careil, en Entretiens, Arthar Schopenhauer, Criterion, 1992, París.
6 Conversación con Frédéric Morin, en Entretiens.
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INTRODUCCION
Nietzsche (1844-1900) continuó desarrollando una filosofía de carácter ateo, tal vez la más célebre de las filosofías incrédulas. A pesar de haber realizado los estudios de filología, Nietzsche ya tenía el proyecto de consagrarse a la meditación filosófica cuando un día se encontró con el libro que iba a configurar su posición teórica a partir de la cual construiría su pensamiento: El mundo como voluntad y representación. Durante dos semanas el filósofo de la voluntad de poder estuvo enfrascado en la lectura del libro emblemático del pesimismo sin apenas dormir. Cuando terminó de leerlo, Nietzsche estaba en disposición de emprender la tarea de la interpretación de la existencia, así como de su valoración.
De este modo, Nietzsche redacta su primera obra: El nacimiento de la tragedia, donde se muestra un seguidor de Schopenhauer al tiempo que se revela profundamente antischopenhaueriano. Por un lado, admite la falta de sentido en el mundo, pero, por otro lado, esto no le conduce a una negación de la vida por el hecho de que esta aparezca absurda y cruel. La actividad de la voluntad es artística y no moral, por lo que esta no es ni divina ni demoníaca, sino que se justifica en su propio hacer, en su propio manifestarse. Lo que ocurre en el mundo, su devenir, no es culpable, sino algo totalmente inocente y justificado en su propia actividad, de manera que no tiene sentido juzgar la existencia por su cantidad de placer o de dolor, que son solo fenómenos concomitantes. Para Nietzsche, el hecho de que el ateísmo de Schopenhauer condenara la existencia se debe a que no se han extraído todas las consecuencias de la muerte de
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Dios, pues este hecho histórico de la conciencia europea debería llevar a la aceptación completa de la existencia, frente a la actitud cristiana que desprecia este mundo ante el mundo sobrenatural de los espíritus. Para consumar la muerte Dios, Nietzsche piensa que es necesario dejar a un lado todas las concepciones que de alguna manera suponen la idea de Dios. Así, no basta rechazar la noción del ser supremo, sino que hace falta derribar también todo lo que de ella se deriva, como la noción de bien y de mal, o la de verdad, que a fin de cuentas reposa sobre nociones morales. El espíritu fuerte del siglo xvn acaba depurando todas las implicaciones religiosas que a primera vista parecen ser independientes de lo religioso, como la idea de que haya verdad o sentido en el mundo. Esta necesidad de la crítica exhaustiva, que comprende la moral y el conocimiento, recuerda a Max Stirner, al que Nietzsche nunca se refiere como una fuente de su pensamiento. El espíritu fuerte, que siempre se caracterizó por su independencia con relación a las costumbres y al tiempo, acaba convirtiéndose, en la visión nietzscheana, en el superhombre: el que ha destruido todos ios valores recibidos, todos los ídolos, de manera que se le abre la posibilidad de crearse a sí mismo sin necesidad de ninguna norma exterior, pues ha enterrado toda fe y todo lo que sobre ella estaba construido. Al tiempo que se crea a sí mismo, el superhombre afirma todos los aspectos de la existencia, hasta los aspectos más crueles y execrables, como lo que eternamente debe volver, en una afirmación completa que se repite una y otra vez, en el círculo del eterno retorno de lo mismo.
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INTRODUCCIÓN
Con Nietzsche se llega a una especie de culminación del ateísmo, el cual aparece como una actitud necesaria para devolver la inocencia al hombre y al devenir. Pero Nietzsche fue avanzando lentamente hacia la demencia, y en algunos pasajes de sus escritos lleva a una intensidad desaforada la confrontación entre el «superhombre», que tal vez está por venir, y los hombres débiles que necesitan la convención para vivir, hasta el punto de organizar una lucha que establezca una jerarquía adecuada. Bien es verdad que todos los escritos que se presentan en esta antología son escritos de combate, cuya naturaleza se debe, en un principio, a que los autores que sostenían semejantes posiciones eran perseguidos. Sin embargo, alcanzar un ateísmo para imponerse sobre otros parece algo extraño a la atmósfera en que se desarrolló en los comienzos de la modernidad. Para Spinoza, la diversidad de opinión en materia de religión se debe, fundamentalmente, a la diferente constitución de los hombres, a la diversidad de gustos y paladares y no a que unos sean superiores a otros, o al menos, en ningún caso, a que unos deban someterse a otros, pues el ateísmo moderno nació precisamente de la necesidad de liberarse de la sumisión de conciencia practicada por las sacerdotes religiosos.
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Ateos c la n d e st in o s
Henri de Boulainvilliers
Dudas sobre la religión
Si hubiera una revelación, sería necesaria para la felicidad de todos los hombres; si fuera necesaria para
la felicidad de todos los hombres, Dios la habría dado a todos los hombres; Dios no puede exigir de nosotros sin injusticia más de lo que somos capaces de hacer; ahora bien, ha habido y hay hombres en la impotencia total de conocer la revelación: por tanto, no hay revelación; de otro lado, los hombres tienen la razón más o menos: por tanto, una es necesaria, la otra no (1).
Antes de creer hay que examinar si Dios ha revelado el culto que nos propone. [...] Este examen solo se puede hacer por la razón. La opinión de los demás no puede justificar la nuestra; por tanto la razón debe preceder la fe (6).
¿Qué ideas nos da la Escritura de Dios? Él es ciego, colérico, burlón, ignorante, cruel (15).
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¿Quién es Jesucristo? Es un judío de Oriente, cuya imaginación ardiente se encendió con la lectura de los galimatías de los profetas,' sus predecesores. [...] Se atrae a doce ignorantes, cuya ambición halaga con la esperanza de los lugares que ocuparán en el Reino de su Padre. Este profeta consigue adherentes porque la novedad y el absurdo en materia de religión encuentran siempre seguidores (28).
Una religión para ser admitida debe ser necesaria para el bien de la sociedad o para la probidad de cada individuo. Lejos de ser necesaria a la sociedad, la perjudica.
Inspira odio a todos los que no piensan como nosotros.
Inspira odio por las riquezas, lo que tiende a destruir el comercio, ese bien común de las naciones.
Hace consistir la perfección en la virginidad, por lo que destruye la población.
Ordena huir de los placeres y ser desgraciado.Ordena renunciar a sus padres, amigos, etc., lo que
haría del universo un vasto desierto, poblado por búhos.En una palabra, la sociedad está fundada sobre la
naturaleza humana tal como es; ahora bien, la religión cristiana destruye nuestra naturaleza tal como es sin poner otra mejor para el bien general; por tanto, destruye la sociedad (52).
LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Análisis del Tratado teológico-político
Spinoza, en su prefacio, examina la naturaleza de la fe y la define como pura credulidad, un prejuicio per
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ATEOS CLANDESTINOS
petuo cuyo efecto es apagar las luces naturales y el entendimiento. [...] Sostiene que por el derecho natural ningún hombre tiene que vivir a merced de otro; y en consecuencia la manera de pensar debe ser tan libre como la de sentir. Hace notar que todos los disturbios que sobrevienen en un estado con relación a la religión provienen únicamente de que se erige en ley de estado cosas de pura especulación, de que se hacen crímenes a los hombres por sus opiniones y de que se inmola a los defensores de esas opiniones, no a la salvación pública y a la sociedad, sino a la pasión y a la crueldad de sus adversarios (56-7).
Anónimo
Ensayos sobre la búsqueda de la verdad
Nos negamos a conocer este encadenamiento, ese orden, esa conexión necesaria en todos los acontecimientos, que los hace a todos dependientes unos de otros y que se sucedan en un orden preciso e infalible, que no depende de nosotros, sino de un principio fijo e inmutable. Esta necesidad inflexible, a la que se puede llamar esclava de sí misma, conduce nuestras acciones, forma nuestras voluntades y, produciendo en nosotros las disposiciones que nos hacen pensar de una manera o de otra, nos hace obrar en conformidad con lo que hemos creído querer libremente y por nuestro propio movimiento. Ella forma el temperamento que produce nuestras pasiones, las costumbres que causan nuestros prejuicios y, sobre todo, el deseo ardiente; de una felici
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
dad imaginaria, que, junto a los dos primeros motivos, es la causa necesaria de nuestras voluntades y de nuestras acciones (14).
Pero nada prueba más invenciblemente la materialidad de esos principios que ver el desarreglo que conlleva demasiado a menudo un ligero accidente del cuerpo. Llamamos a ese desarreglo locura. Nace a menudo del temor, de la alegría, de la esperanza, del amor; pero también algunas veces viene de una enfermedad del cuerpo, de un golpe en la cabeza, etc. Se ve con ello la sorprendente conformidad que hay entre el cuerpo y el alma; pues se podrían considerar las pasiones que acabamos de nombrar como afecciones del alma [...]. ¿No debe convencernos eso de que las pasiones son producidas por agentes materiales, puesto que causan los mismos efectos que una enfermedad o un golpe? (23).
Convenimos, pues, que esas dificultades insuperables deben determinarnos a creer que nuestra alma no tiene otros principios más que nuestro cuerpo y que toda diferencia que se encuentra en ellos es que los de este último son más groseros, mientras que los del alma son las partes de los licores más puras y más sutiles, que residen en el cerebro. [...] Me parece que nada implica tanta contradicción como decir que el alma es espiritual y querer al mismo tiempo que resida en alguna parte, y sobre todo en un lugar particular (25).
Queda por saber si el alma perece con el cuerpo o si conserva su misma forma y su misma naturaleza estando separada. Para que este último caso sucediera, se-
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ATEOS CLANDESTINOS
ría necesario que las partes que componen el alma no tuvieran necesidad de ser renovadas como todas las demás partes del cuerpo, es decir, haría falta que fuesen, desde el momento del nacimiento hasta el de la muerte, siempre las mismas partes que compusieran el alma. Pues si ellas son de naturaleza a ser disipadas, sea saliendo del cuerpo por transpiración sea convirtiéndose ellas mismas en partes de los órganos, es evidente que, al no existir ya el cuerpo, la sangre no proveerá ya a esta reparación de espíritus, y, en consecuencia, al ser disipados, los que estaban amasados el alma debe necesariamente perecer (26).
Veamos ahora cómo podrá responder a las admiraciones que parecen tan bien fundadas el que no admite ningún designio particular en la providencia. Está de acuerdo con todos los hechos que ha señalado su antagonista. Está de acuerdo con la regularidad de los astros y de las utilidades que los hombres sacan de ello; pero lejos de creer que esta ventaja de los hombres sea la causa final y el fin de un movimiento tan prodigioso, remonta a la causa física y, a cada paso que hace en el conocimiento de los primeros principios de las cosas, su admiración por sus efectos disminuye. [...] Supongo que un pequeño animal capaz de razonamiento examina con atención la caída de los granos de arena a través del agujero de una clepsidra, y que se le ha metido en la cabeza que este orden de la caída de los granos entre ellos, que él ve, es absolutamente necesario y no puede ser cambiado. Admiraría, sin duda, que estuvieran todos tallados de manera que unos pasaran delante de los otros por medio de los pequeños ángulos y de otras di
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
ferencias que notaría sensiblemente; pero, si en lugar de estar dispuesto a admitir que este orden no pueda ser de otra manera, le llama la atención que solo el azar puede dar a los granos las diferentes formas que tienen y que, una vez que las tienen, es imposible que este flujo no se haga en el orden que ve, entonces su admiración cesaría de inmediato. Y eso es precisamente lo que debe pasarnos cuando, habiendo hecho un razonamiento semejante, hemos reconocido que esas cosas hasta entonces tan admirables son consecuencias naturales y necesarias de la combinación y de la situación en la que el azar ha puesto el universo. [...] Remonto a los primeros principios del todo y digo que esa primera disposición es de tal simplicidad que no es excesivo creer que es el azar el principio de ella y que, si por suposición ese mismo azar ciego hubiera dispuesto los principios de las cosas de una manera totalmente diferente de la que existe, habríamos encontrado en esa nueva combinación utilidades que habríamos aplicado a nuestras necesidades tan ventajosamente y con tanta admiración como hacemos con esta disposición presente del universo (31-32).
Estas son las conjeturas que me atrevo a aventurar y lo que creo que debe seguirse de todo lo que hemos dicho: la materia es una, infinita, eterna; habiendo existido siempre, ha mantenido y mantiene el universo en el estado en el que lo vemos, sin ninguna finalidad particular para nuestra utilidad ni para nuestras necesidades, pero haciendo, sin embargo, todo lo que es necesario para la propagación de las especies; ella conduce nuestras acciones por un orden necesario, invariable y de-
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ATEOS CLANDESTINOS
pendiente de las circunstancias que nos rodean; en fin, solo ella existe, y es por ella por lo que todo existe. [...]
Hay en el universo un movimiento que anima esta materia. Ahora bien, ¿cuál es este movimiento y cuál es su principio? Respondo que, aunque no haya tal vez nada tan ignorado en la física como el movimiento y sus causas, lo que se sabe con certeza es que es inseparable de la materia y que nunca puede haber movimiento sin materia. Así, puede ocurrir que el movimiento sea esencial a la materia y forme parte de su ser. [...] Se puede decir que todas las partes de la materia tienen en sí mismas una fuerza que las determina a moverse a todas por igual [...], tratándose de moverse cada una con el mismo esfuerzo en direcciones opuestas (43).
Preguntaré si, negando la [eternidad] a la materia, es más natural inventar expresamente un Ser para darle esta eternidad con una infinidad de otros atributos para que pueda crear la materia. Se ve que es suponer quimeras imposibles para querer negar una verdad que se muestra tan sensiblemente como somos capaces de sentir (44).
Olvidaba una objeción que se me puede hacer muy a propósito. Es que he confesado que la naturaleza parece tener como objetivo la propagación de la especie. Eso no sería conducirse por la sola mecánica, puesto que la destrucción se puede encontrar indiferentemente como la producción en una disposición que no tendría como finalidad la conservación de las especies.
Respondo a esta objeción que esa finalidad y ese deseo de la propagación no es una voluntad inteligente
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ni razonada, sino que todos los mixtos están compuesto por principios diferentes. [...] Esos principios son la flema, al azufre, la sal, el caput mortuum y un quinto, que es el mercurio o la quintaesencia. Esa quintaesencia, que se encuentra dentro y extendida en todo el cuerpo que anima, está en una actividad continua [...]. Esta violenta agitación hace que la quintaesencia solo trate de salir, y así hace obrar a los animales según ese principio y proporcionalmente a la abundancia o a la sutilidad de esa semilla. Es lo que produce en ellos esos movimientos y esa inclinación natural de un sexo por el otro, que se convierte en una necesidad que tratan de aliviar, como los demás, por los medios más eficaces y que están más a su alcance (45-6).
LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Anónimo
Reflexiones sobre la existencia del alma y la existencia de Dios
Los prejuicios que la educación de nuestra infancia nos introduce sobre la religión, son aquellos de los que nos deshacemos con más dificultad. [...] Cambiamos de moda y de lengua, hay mil cosas a las que, insensiblemente, nos acostumbramos a pensar de otra manera que en la infancia. Nuestra razón admite con gusto esas nuevas formas, pero las ideas que se ha forjado sobre la religión son de una especie respetable para ella, raramente se atreve a examinarlas, y la impresión que esos prejuicios han dejado en el hombre aún niño no perece por lo común con él (1).
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Hay un axioma convenido, es que no hace falta multiplicar los seres sin necesidad. Si se concibe que las operaciones atribuidas al espíritu pueden ser la obra de la materia que actúa por resortes desconocidos, ¿por qué imaginar un ser inútil y que no resuelve ninguna dificultad? Es fácil ver que las propiedades de la materia no excluyen la inteligencia. [...] En efecto, esa sustancia, que no tendrá ninguna analogía con la materia, ¿cómo podrá percibirla? Para ver las cosas, es necesario que produzcan una impresión en nosotros, que haya alguna relación entre ellas y nosotros; ahora bien, ¿cuál sería esa relación? Solo podría venir de la inteligencia, lo que es suponer lo que está en cuestión.
Por otra parte, ¿cuál sería la unión de esas dos sustancias? ¿Qué nudo las reuniría? ¿Cómo el cuerpo, advertido de los sentimientos del alma, le comunicaría a su vez las impresiones que recibe? Sin embargo, solo con ocasión de esas impresiones el alma hace uso de su inteligencia. Para que el alma tuviera ideas, debería bastar que hubiera objetos perceptibles y que estuviera en estado de percibirlos. ¿Por qué hace falta, entonces, que sea advertida por los órganos materiales de lo que se presenta a la vista?
¿Qué es la inteligencia? Es, según las nociones generales, la facultad de comprender, es percibir las cosas, y percibirlas tal como son. [...] No debería estar sujeta a error; ¿por qué erramos tan a menudo?
Nuestros errores provienen sobre todo de una relación que vemos entre dos ideas y que no existe. [...]
Tengo dificultad en concebir cómo un ser, tal como se supone el alma, podría ser susceptible de ubicación o podría existir, respectivamente, en tales o cuales
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porciones de materia. [...] La acción de la materia es el movimiento, y la impresión que pueda hacer sobre otro objeto es comunicarle ese movimiento, y por otra parte ya he probado por la definición de la inteligencia que es incapaz de error, y que una idea falsa no podría ser su obra, puesto que en ese momento dejaría de ser inteligencia.
Así, suponiendo una sustancia intelectual unida a un cuerpo material, la aniquilación de la inteligencia resultaría de esta unión. Es necesario entonces atribuir a la sola materia las operaciones que comúnmente atribuimos a una sustancia espiritual, ya que esta sustancia es incapaz de ello (4-5).
La existencia de un Dios es el mayor y el más enraizado de esos prejuicios. [...]
Examinemos la idea general que se nos ha dado de ese Dios. Es el dueño absoluto de todas las cosas, de la nada ha hecho el cielo y la tierra; un ser infinito que reúne en un grado infinito todas las perfecciones, que ha hecho a los hombres, les ha prescrito leyes y les ha prometido castigos y recompensas. ¡Cuántas contradicciones implica esta idea! En primer lugar, si fuera verdad que Dios es nuestro creador y nuestro señor, ¿por qué habría de castigarnos con la infracción hecha a esas leyes? ¿Por qué habría de prescribirlas? Si la observación de esas leyes es útil, ese Dios razonable debería damos los medios de observarlas, y quitarnos los medios de infringirlas; si es inútil, ese Dios no debería prescribirlas.
Se ve, según esta idea, a un ser sabio obrar sin motivos. Después de haber estado, por así decirlo, encerrado en sí mismo durante una eternidad, se le ocurre salir
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de sí mismo, ¿y para qué? Para hacer obras finitas, indignas de él y que le son inútiles. La inteligencia y la sabiduría misma no sabe lo que le es útil, o ignora que su poder no debe manifestarse en vano. [...]
Crear es hacer que un ser exista que no existía antes; crear la materia sería, por así decirlo, ponerla en lugar de la nada. Para que Dios creara la materia, tendría que conocerla, ¿y cómo conocer lo que no es? Conocer algo es percibir sus propiedades, ¿las tiene la nada? Sin embargo, antes de la creación solo existía Dios y la nada. Ser es la fuente de todas las propiedades, puesto que hace falta ser antes de ser algo. La materia que no existía no podía, pues, ser conocida, y las ideas de Dios deberían limitarse a sí mismo, que solo él existía.
Es fácil concluir de estas observaciones que el hombre, al no deber su existencia a nadie, es independiente, pero no puede subsistir solo, y la debilidad de su naturaleza le ha obligado a renunciar a ese estado de independencia. Se vio obligado a buscar a otros hombres y a contraer, recibiendo su socorro, la obligación de devolvérselo. Por esta especie de tráfico de auxilio subsiste la sociedad; ella es el fundamento de las leyes, que no son más que comentarios particulares de ese principio general, que hay que mantener los compromisos adquiridos mediante contrato, y ese principio tiene su fuente en nuestro corazón: el amor propio no nos permite engañar a nadie, siente una vergüenza secreta, es rebajarse por debajo del engañado. Razonando sobre estos principios, se verá que el amor propio es siempre el honesto hombre cuando quiere escucharse.
No es que esta moral sea peligrosa en general, solo es buena para predicarla a la gente honesta, y el pueblo
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no se detendría por ese sentimiento delicado de amor propio. Pero ¿es la culpa de la moral? (5, 6 y 7).
Benoit de Maillet
Opiniones de los filósofos sobre la naturaleza del alma
Lo que dicen los partidarios de la mortalidad para refutar las pruebas precedentes. Niegan la existencia de todos los espíritus separados del cuerpo, por muchos nombres que les hayan dado, y consideran fábulas lo que han opinado más arriba, pretendiendo que todo lo que se dice sobre ellos es de la misma naturaleza que lo que se decía antiguamente de los oráculos, que hoy se está de acuerdo en general en que no eran más que el efecto de la astucia y de la malicia de los sacrificadores y de las sacerdotisas, favorecidas por la superstición de los pueblos de ese tiempo.
Con relación a las pruebas para la inmortalidad del alma humana de la excelencia de sus operaciones, pretenden que toda la diferencia de la razón humana con la de los animales no consiste más que en la organización de su cerebro, que se encuentra en los hombres con una disposición más apropiada para el razonamiento que en los otros animales.
[...] Sostienen que lo que produce esas operaciones en los animales es lo que hace en el hombre aquellas por las que se pretende establecer la diferencia de su alma con la de las bestias. Si comprendéis, dicen, lo que da lugar en los animales a todas esas operaciones y cómo se
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hacen en ellos, conocéis, suponiendo una mayor perfección en los órganos de las que son el efecto, cuál es el instrumento y la causa en el hombre del pensamiento y del razonamiento. Lo propio del cerebro es, dicen, en todos los animales pensar, juzgar las relaciones que le son hechas por los demás sentidos y combinarlas, como lo propio del ojo es ver, y del oído, oír; la mayor o menor perfección en todas esas operaciones no es más que el efecto de la diversa composición o disposición de las partes en los órganos que son sus instrumentos.
[...] Continúan diciendo que si esos órganos llegan a alterarse o a deteriorarse en los hombres que mejor razonan, su razón se debilita y se perturba en proporción, a menudo hasta tal punto que esos hombres, después de haber sido admirados por la fuerza de su razón, siguen viviendo veinte o treinta años más, sin que aparezca en ellos el menor vestigio de esa razón (7, 8 y 9).
En cuanto a la ventaja que se pretende sacar en favor de la inmortalidad de su alma, extendida entre varias naciones, de una vida después de esta, los partidarios de la opinión contraria dicen que una creencia así es menos una prueba de esta inmortalidad que del amor propio de los hombres; los cuales, al no poder pensar más que con dolor en la certeza de la aniquilación, han imaginado esta lisonjera manera de existir después de la destrucción del cuerpo en una parte de ellos mismos que no estaría sujeta a esa destrucción.
[...] Que no sería sorprendente que esas pinturas del bien y del mal hechas a los niños desde la cuna prevalezcan sobre los actos posteriores de la razón y sean creídas por hombres naturalmente débiles, llenos de te
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mor, de esperanza y de sumisión por los dogmas de una religión que han mamado con la leche, y que los pensamientos de la muerte se renuevan a medida que se van acercando a ella (13-4).
En cuanto a la consecuencia que se deriva de la necesidad de otra vida es que los buenos, no recompensados en esta por sus virtudes, y los malos no castigados por sus crímenes, encuentran esta recompensa o este castigo, niegan esta necesidad y dicen que los buenos son recompensados desde esta con sus virtudes, o por la estima de los demás hombres de la que disfrutan, o por el testimonio de su propia conciencia. Que por otra parte el bien o el mal, fuera del dolor, no siendo más que opinión, la privación de los honores, de las riquezas, de las comodidades mismas de la vida, no es más que un mal para los que se afligen por ello, y la posesión de las mismas cosas nada más que un bien para quienes las consideran como tales (15).
César Chesneau Du Marsais
El filósofo
No hay nada que cueste menos adquirir hoy en día que el nombre de filósofo; una vida oscura y retirada, algunas apariencias de sabiduría con un poco de lectura bastan para atraer ese nombre a personas que se honran con él sin merecerlo.
Otros, que han tenido la fuerza de deshacerse de los prejuicios de la educación en materia de religión, se
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consideran los únicos filósofos auténticos. Algunas luces naturales de la razón y algunas observaciones sobre la mente y el corazón humano les han hecho ver que ningún ser supremo exige culto de los hombres, que la multiplicidad de las religiones, sus contradicciones y los diferentes cambios que sobrevienen en cada una son una prueba sensible de que nunca ha habido ninguna revelada, y que la religión no es más que una pasión humana como el amor, hija de la admiración, del temor y de la esperanza. [...]
El filósofo es una máquina humana como otro hombre; pero es una máquina que, por su construcción mecánica, reflexiona sobre sus movimientos. Los demás hombres están determinados a obrar sin sentir ni conocer las causas que les hacen moverse, sin imaginar siquiera que las pueda haber (1).
La razón es al filósofo lo que la gracia es al cristiano en el sistema de san Agustín. La gracia determina al cristiano a obrar voluntariamente; la razón determina al filósofo sin quitarle el gusto por lo voluntario (2).
Es sorprendente que los hombres se dediquen tan poco a todo lo práctico y que se calienten tanto con vanas especulaciones. ¡Mirad los desórdenes que tantas herejías han causado! Siempre han girado sobre puntos teóricos: bien se trata del número de personas de la Trinidad y de su emanación; bien del número de sacramentos y de sus virtudes; bien de la naturaleza y de la fuerza de la gracia. ¡Cuántas guerras, cuántos disturbios por quimeras! (6).
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Nuestro filósofo no se cree exiliado en este mundo; no cree estar en un país enemigo; quiere disfrutar como sabio ahorrador de los bienes que la naturaleza le ofrece, quiere encontrar placer con los demás, y para encontrarlo tiene que obrar (6).
Los sentimientos de probidad entran en la constitución mecánica del filósofo en la misma medida que las luces de la mente. Cuanta más razón encontréis en un hombre, más probidad encontraréis en él. En cambio, allí donde reinan el fanatismo y la superstición, reinan las pasiones y el arrebato. [...]
El devoto solo es honesto por pasión. Ahora bien, las pasiones no son nada seguras. Además, el devoto, me atrevo a decirlo, suele no ser honesto con relación a Dios, porque suele no seguir exactamente la regla.
La religión es tan poco proporcionada a la humanidad, que el más justo comete infidelidades a Dios siete veces al día, es decir, varias veces. Las frecuentes comuniones de los más piadosos nos muestran en su corazón, según su manera de pensar, una vicisitud continua del bien y del mal; sobre este punto basta creerse culpable para serlo (7,8).
El entendimiento, al que se cautiva bajo el yugo de la fe, se vuelve incapaz de los grandes proyectos que exige el gobierno y que son necesarios para los empleos públicos. Se hace creer a los supersticiosos que un ser supremo lo ha elevado por encima de los demás; hacia ese ser y no hacia el público se vuelve su reconocimiento (11).
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Siempre lo maravilloso corrompe lo razonable; hay sentimientos bajos que rebajan al hombre por debajo incluso de la animalidad; hay otros que parecen elevarlo por encima de sí mismo. Nosotros condénanos por igual a unos y a otros, porque no convienen al hombre. Es corromper la perfección de un ser sacarlo fuera de lo que es, incluso con el pretexto de elevarlo (13).
Nicolás Fréret
Carta de Trasíbulo a Leucipa
¡Pero el que solo tiene accesos pasajeros de una devoción intermitente, aquel para quien la devoción es una pasión triste, que le hace considerar la divinidad como un Ser siempre irritado contra los hombres! Atacar su persuasión es iniciar la curación de un mal que envenena todos sus placeres, que agria todas sus penas y hace de su vida su suplicio continuo (2).
Pues este mundo (que habitamos) no es otra cosa más que un conjunto de un número infinito de seres, que accionan y reaccionan sin cesar unos sobre otros por deseos y fuerzas diferentes; este universo no habría podido ser tal como es si esos deseos no se hubieran opuesto entre sí; y, como esos deseos luchan mutuamente, no pueden ser satisfechos todos al mismo tiempo: unos son obstáculos para los demás, y la victoria está siempre del lado donde se encuentra el mayor grado de fuerza. El placer está unido a la satisfacción de esos deseos, y el dolor al encuentro de los obstáculos. [...]
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¿Quién nos ha dicho que hubo una soberana bondad y sabiduría que existían en alguna parte fuera de este universo y separadamente de los seres particulares? ¿Quién nos ha dicho, para hablar con más claridad, que hubo fuera de nosotros una divinidad tal como nuestros poetas nos describen el destino, ese soberano de los dioses y de los hombres, dotado de inteligencia y voluntad, que posee soberanamente la bondad, la justicia, la prudencia y todas las demás cualidades que son perfecciones en los seres semejantes a nosotros? (3-4).
Hay demasiado a menudo, en el lenguaje ordinario de los hombres, términos semejantes, que solo excitan, en la mente de quien los profiere, una especie de fantasma, al que atribuyen una realidad que nunca tuvo la imagen confusa que los acompaña.
Las palabras divinidad, destino, providencia, etc., pertenecen a esta clase; y de ahí que los que hablan de esas cosas no están de acuerdo ni entre ellos ni con ellos mismos. [...] Si no estuviéramos acostumbrados desde la infancia a temblar con el solo nombre del fantasma de la divinidad, no podríamos dejar de considerarlos como hombres entregados a un verdadero delirio; pues es un delirio tomar sus propias visiones por cosas reales y existentes fuera de nosotros.
Los hombres atacados por esta especie de delirio van más lejos: no solo regulan toda su conducta sobre estas apariencias quiméricas, sino que incluso quieren forzar a los demás hombres a ver esos objetos que no existen y les obligan a conformarse a su conducta y a seguir los ejemplos que les dan. Como su delirio es contagioso, el número de los fanáticos se ha hecho tan
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considerable que los sabios, sintiendo la imposibilidad de resistirse a esta multitud furiosa, tomaron la decisión de respetar su locura y fingir a menudo estar atacados por el mismo mal, cuando no tenían otra vía para asegurar su tranquilidad.
El fanatismo del que os hablo se hace aún más peligroso cuando atrapa a esos hombres duros, altaneros, imperiosos, insociables, que, solo mirando por ellos mismos y su propia satisfacción, nunca han probado el sentimiento voluptuoso que las almas bien nacidas experimentan procurando la dicha de la sociedad en la que se encuentran. Ese fanatismo apaga todas las pasiones dulces y naturales, fortifica todas las que son contrarias a la naturaleza y a la humanidad, y se puede decir y asegurar que es la fuente más abundante de los males que afligen a la especie humana. ¡Ay de los que se encuentran unidos con tales hombres! (4- 5).
En cuanto dejéis entrar en vuestra mente a esos fantasmas religiosos, la melancolía de vuestro temperamento, unida a la delicadeza y a la inquietud natural de vuestro corazón, enemigo de su propio reposo, os proporcionará sin cesar mil nuevos temas de terror; mil escrúpulos de toda especie se apoderarán de vuestra alma; estaréis perpetuamente desgarrados, y temeré que vuestro cuerpo, sobre el que la situación de vuestra alma tiene tanto imperio, acabe sucumbiendo (6).
Cuando una persona de vuestro carácter ha comenzado a sacudirse el yugo de las opiniones recibidas en la infancia, debe ir hacia delante, librarse totalmente de ellas y considerar la religión una opinión tiránica in
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ventada para dominar las mentes, y a la que los sabios han de conformarse exteriormente por el bien de la paz, sobre todo cuando están vinculados con alguno de esos hombres en cuyo enemigo te conviertes cuando te niegas a ser su esclavo (8).
Según los cristianos, los placeres del amor, a los que el soberano ha hecho los más vivos de todos porque los ha relacionado con la más necesaria de las acciones, de la que depende la conservación de la especie humana, esos placeres tan naturales son criminales por sí mismos. No solo condenan el abuso de esos placeres y los medios de obtenerlos contrarios al bien general de la sociedad, sino el uso más ordenado y legítimo que se pueda hacer de ellos. Si todos no condenan absolutamente el matrimonio, como hacen algunos entre ellos, es fácil ver al menos, por el elogio que hacen de la virginidad y el celibato, que consideran los demás estados como una tolerancia por la debilidad humana. Varios no se contentan con los sufrimientos que nacen de la abstinencia de las necesidades más apremiantes; a ellas añaden el dolor actual y positivo, desgarran su cuerpo, se azotan, se despedazan, en la esperanza de que en ese estado agraden a ese Dios, del que solo pueden tener la idea, según creo, de la de un ser malvado, cruel, que se recrea viendo sufrir a los hombres (26).
Por otro lado, una parte de esos libros (sagrados) están llenos de puerilidades y absurdos, y no se pueden salvar las contradicciones que se encuentran entre los que están más purgados. Así, no hay ninguno que lleve algún carácter al que nuestra razón deba someterse y
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que la fuerza de reconocer que las opiniones que están en ellos contenidas son de una certeza superior a la de las verdades fundadas en el uso de la razón, y que en consecuencia debemos aceptarlas aunque parezcan no acordarse con estas últimas.
Si veis, mi querida Leucipa, por todo lo que acabo de referir, que la verdad de esas religiones depende de la autoridad [...] y del grado de creencia que debemos añadir a su discurso. Los prodigios y los testimonios visibles que podemos atribuir a los hombres ya desaparecidos, no estamos obligados a creer la verdad dé lo que nos cuentan de ellos de la misma manera que creemos los acontecimientos pasados; y solo pueden tener todo lo más una certeza histórica. Ahora bien, ¿qué es semejante certeza? Se presta esa certeza a las cosas indiferentes y que no nos cuesta nada creer; pero, si se pretendiese, como consecuencia de ciertos hechos históricos, despojarnos de lo que poseemos, para sujetamos a prácticas molestas, incómodas y dolorosas, privarnos de lo que nos es más querido, prohibirnos todo placer, todo reposo, en una palabra, destruir nuestra felicidad, ¿acaso no debemos examinar con el máximo rigor los títulos sobre los que se funda, resistir tanto tiempo como podamos hacerlo con razón y solo rendirnos a la última evidencia? Después de todo, aquí se trata nada menos que de la libertad de nuestro cuerpo, de nuestro entendimiento, de nuestra voluntad, a la que se pretende reducir a la esclavitud. Me parece que bien merece la pena defender la cosa, y no rendirnos sin combate.
Ya os lo he dicho varias veces: todas esas religiones emplean pruebas de la misma especie para mostrar
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la verdad de lo que contienen. Por todos lados veo una misma persuasión, el mismo celo, la misma devoción por dogmas de los que dicen que están dispuestos a sellar la verdad con su sangre. Se acusan mutuamente de ceguera, error, prevención; y hacen maravillas con tal de atacar las opiniones de los demás sistemas, triunfan con claridad, sacan a la luz más viva sus absurdos, sus contradicciones, la imperfección de sus pruebas, pero esta ventaja cesa en cuanto se trata de defender sus propias opiniones y pasan del lado de los que atacan. La persuasión más viva de ciertos dogmas y hechos no es, pues, una prueba suficiente para establecer su verdad; pues esta persuasión es igual en todos los partidos, y la verdad no puede estar más que en uno solo. Ni siquiera sé por qué fatalidad sucede que, para vergüenza de la razón humana, las religiones más absurdas, como la de los hindúes y la de los egipcios, son las que proveen las mayores marcas de persuasión: las horribles austeridades a las que se sujetan por un motivo de religión son tales que los suplicios inventados por los tiranos más crueles no los igualan (40-2).
Confiemos, pues, sinceramente y de buena fe, en la razón, el único juez de esas materias; creamos solo en lo que nos enseñe. No nos puede engañar: si pudiera hacerlo, ya no habría regla constante entre los hombres, y sin embargo vemos que convienen en el conocimiento y en el uso de un gran número de verdades. Si difieren entre ellos, si se equivocan en muchas cosas, se debe a que se apresuran a pronunciarse antes de haberla consultado, a que toman por su lenguaje el de sus prejuicios, o algunas opiniones especulativas que la cos-
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tumbre y la sumisión ciega a la autoridad de los demás hombres les hace ver como verdades. Se trata, pues, de evitar la precipitación en sus razonamientos y rechazar esos principios cuya verdad no está fundada en un sentimiento vivo y distinto; se trata de no hablar de las cosas que no conocemos y de no tomar por ideas claras y distintas esas imágenes confusas que acompañan los términos que las escuelas filosóficas han hecho familiares entre nosotros (42).
Con respecto a las percepciones interiores, esas reuniones viciosas de propiedades separadas producen los mayores errores: nos persuadimos de que esos conjuntos de propiedades son seres reales que existen fuera de nosotros. Se reúnen las ideas de causa, inteligencia, voluntad, poder, bondad o malicia, y se da el nombre de Dios a ese conjunto; acostumbran a considerarlo como algo real, se olvidan de que es su propia obra, y, a fuerza de calentar su imaginación, llegan incluso a persuadirse no solo de que su voluntad es causa de todo lo que nos pasa, sino que el medio de agradarle es observar tales o cuales cosas. Esta opinión, que no sirve de nada para hacer a los hombres mejores y más virtuosos, les hace descuidar las precauciones de la prudencia y perder el uso de la razón (57).
Los filósofos partidarios del sistema religioso pretenden que, porque no podemos explicar las causas de todos los efectos ni recorrer la serie infinita de las causas, tenemos que admitir su opinión de la existencia de una causa universal. Pero mientras no pueden hacérmela probable, mientras implique contradicción en mi
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mente y solo entre acompañada del sentimiento de falsedad, tendré el derecho a rechazarla, aunque no pueda dar razón de todo, y haya muchas cosas en el universo sobre las que me mantengo en la ignorancia.
Un filósofo no debe tener vergüenza de reconocer esta ignorancia, cuando tiene motivo para creer que es invencible y ve que le es común con la parte más racional de su especie. No, mi querida Leucipa, los hombres no deben enrojecer por su ignorancia, pues no resulta peligrosa: una ignorancia modesta nos obliga a mantenernos en suspenso, no nos conduce a empresas temerarias. Es la presunción, o la falsa persuasión de conocer, la que nos impide cumplir con nuestros deberes naturales, la que nos expone a los males reales, la que nos priva de las ventajas en las que está fundada nuestra felicidad; y, lo que tiene un mayor efecto para el género humano, ella ha dado a luz al fanatismo religioso y filosófico, que solo ha servido, en todo momento, para turbar el orden público y destruir la felicidad de los particulares.
Así, soporto sin dolor el vacío que los teístas creen llenar con la suposición de una Causa inteligente, infinita en duración, en fuerza, en propiedades y en acción (62-3).
En cuanto a la causa de la existencia de los cuerpos y de la materia, como nunca hemos visto su paso de la nada al ser, no podemos comprender cómo se hace eso, ni siquiera que se produzca; esos términos de producción de los seres y de comienzo de su existencia no son acompañados por ninguna idea. Mejor sería decir, si no queremos contentarnos con la confesión de nues-
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tra ignorancia, que los cuerpos y la materia existen por sí mismos y por sus propias fuerzas y que su existencia es necesaria; lo que nos lleva al sistema de los estoicos (64).
En cuanto al corazón, es decir, al sentimiento y a la voluntad, es verdad que veo una ley grabada en él desde el primer instante de su existencia, es decir, el amor del placer y la aversión del dolor. Esta ley es generalmente observada por todos los hombres [...].
Por lo demás, esta ley basta para conservar, perpetuar y aumentar el género humano; ha formado las sociedades y las mantiene. La religión es absolutamente inútil con relación a esa ley [...], porque llena la mente de los hombres con ideas imaginarias y falsas de una felicidad distinta de la que consiste en el disfrute de los placeres unidos a la satisfacción de las necesidades del hombre y les hace temer males que solo existen en la imaginación de quien los aprehende, y que, para evitar esos males, que solo lo son para él, se expone a sufrir dolores y a privarse de los placeres reconocidos por todos los hombres (75-6).
No creo que se me acuse de pedir demasiado; pues, en definitiva, para que se me obligue a creer lo que me dicen, se me tienen que dar motivos de credibilidad. Veamos cuáles son los que me enseñan los partidarios del sistema religioso.
El único que veo es la autoridad que se atribuyen. Exigen de mí la sumisión plena y completa de mi mente y el consentimiento de mi voluntad a los dogmas y prácticas que me anuncian; cuanto más por encima de
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la razón están estas cosas, más contrarias son a ella, y además piden que mi persuasión sea viva, que mi confianza en ellos sea completa. Son legisladores que no pretenden establecer sus leyes ni sobre su conformidad con la razón, como hacen los filósofos, ni sobre la consideración de su utilidad para mantener la tranquilidad pública [...]. Son monarcas o tiranos que, al prohibimos todo uso de la razón, fundan la autoridad de sus leyes meramente en el poder y la autoridad de aquel en cuyo nombre las publican (84).
¿Quiénes son los que quieren obligarme a creer por su palabra los dogmas increíbles de la religión, que deben hacer la felicidad o la desgracia de toda mi vida? Sacerdotes crédulos e interesados, hombres ignorantes y supersticiosos, filósofos presuntuosos y obstinados en sus opiniones, gnósticos, iluminados, fanáticos, que prestan su creencia a las visiones más absurdas: sueños, prodigios, encantamientos, espectros, lamias, todo lo que se presenta a su imaginación recalentada toma ante sus ojos una realidad completa (86).
Si esos objetos son verdaderos, ese examen (de la razón) nos asegurará de su existencia; pero si no son más que vanos fantasmas, se disiparán en cuanto nos atrevamos a acercarnos a ellos, o al menos considerarlos con una mirada fija. [...]
De ahí algunos errores que puedan resultar en la filosofía; es bastante indiferente que se separen las propiedades, facultades, formas, entelequias, distinguidas de los cuerpos, y que se hagan tantas pequeñas entidades existentes aparte. Esos errores no impiden el curso
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ordinario de las cosas, los hombres no son por ello menos felices; el cuidado de defender esas opiniones y el deseo de destruirlas los tienen ocupados, y esta ocupación es a menudo una dicha. Pero en la religión no sucede lo mismo: una vez que los hombres se han percatado de los objetos que les presenta, se apasionan por esos objetos, se convencen de que esos fantasmas que revolotean en su mente existen realmente fuera de ellos tal como los ven; y con ello su imaginación se inflama, nada puede retenerla ya, pare todos los días nuevas quimeras, que excitan en ellos los movimientos del terror más vivo.
Ese es el efecto que produce en nosotros el fantasma de la divinidad; él causa los males más reales que sufren los hombres, les fuerza a soportar la privación infinitamente dol orosa de los placeres más naturales y necesarios por temor a disgustar a ese Ser quimérico.
Nos importa, pues, librarnos de los terrores que nos inspira ese fantasma. Para eso, solo es necesario atreverse a avanzar hacia él, tener el valor de penetrar en él, examinarlo, sondearlo; y entonces veremos que esta divinidad no es más que pura ilusión, que la idea que nos dan de ella y la que nos podemos formar no tiene ninguna realidad, que no se puede extraer ninguna consecuencia sensata, y menos aún que pueda servir de fundamento a una religión, sea cual sea (89-90).
... si no hay ninguna religión verdadera, si ni siquiera se puede suponer racionalmente la existencia de una divinidad o de una Causa universal distinta del universo, ¿por quién está gobernado este universo, por quién conducido y conservado? Pues, después de todo,
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hay que llegar a una primera causa. No veo, para mí, la necesidad de una semejante consecuencia. El universo es un conjunto de seres diferentes que actúan y reaccionan mutuamente y sucesivamente unos sobre otros, como ya he dicho; en él no descubro límites, ni por su extensión ni su duración; solo percibo una vicisitud y un paso continuo de un estado a otro, con relación a los seres particulares que toman sucesivamente diversas formas nuevas; pero no veo una Causa universal distinta de él, que le dé existencia y produzca las modificaciones de los seres particulares que lo componen. Incluso creo ver muy distintamente la imposibilidad de esa Causa [...].
Conduzcámonos así con relación a la causa que sostiene el universo, contentémonos con rechazar las quimeras que nos declaman y no nos turbemos por poner otra opinión en lugar de la que abandonamos. La sabiduría debe enseñarnos a soportar tranquilamente un vacío semejante: hay tantos conocimientos necesarios, o al menos agradables, que podemos adquirir con facilidad; ¿por qué inquietarnos con lo que no nos importa? Estamos en una nave batida por el oleaje y los vientos; pensemos en dirigir su curso de manera que sufra lo menos posible, maniobremos de manera que corrijamos el viento, si es posible, si no obedezcámosle, no nos entretengamos filosofando sobre la causa que lo produce. Ocupémonos solamente, en medio de los hombres entre los que estamos situados en este instante, en conducirnos con ellos de manera que suframos el menor dolor posible y que gustemos del mayor placer posible, pues, a fin de cuentas, todo se reduce a estos dos puntos, huir del dolor y buscar el placer (97-8).
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Anónimo
Tratado de los tres impostores
Aunque importe a todos los hombres conocer la verdad, hay muy pocos, sin embargo, que disfruten de esta ventaja. Muchos son incapaces de buscarla por sí mismos, otros no quieren tomarse la molestia. No hay que sorprenderse, entonces, si el mundo está lleno de opiniones vanas y ridiculas; nada es más capaz de darle curso que la ignorancia; ahí está la única fuente de las falsas ideas que se tienen de la divinidad, del alma, de los espíritus y de casi todos los demás objetos que componen la religión.
Esas son las ideas falsas y contradictorias que esos supuestos inspirados nos dan de Dios, y que quieren que las tengamos, sin considerar que esas ideas nos representan a la divinidad como un ser sensible, material y sujeto a todas las pasiones humanas. Sin embargo, nos dicen después de eso que Dios no tiene nada en común con la materia y que es un ser incomprensible para nosotros. Me gustaría mucho saber cómo todo eso puede encajar, si es justo creer contradicciones tan visibles y tan irracionales, y finalmente, si hay que fiarse del testimonio de nombres bastante groseros para imaginar, a pesar de los sermones de Moisés, que un ternero era su Dios. Pero sin detenernos en los ensueños de un pueblo criado en la servidumbre y el absurdo, digamos que la ignorancia ha producido la creencia de todas las imposturas y los errores que reinan hoy entre nosotros (5).
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El pueblo grosero y acostumbrado a los halagos de los sentidos pide un Dios que se parezca a los reyes de la tierra. Esta pompa, este gran destello que los rodea, los deslumbra de tal manera que quitarles la esperanza de ir a engrosar, después de la muerte, el número de los cortesanos celestes, para disfrutar con ellos de los mismos placeres que se gozan en la corte de los reyes, es privar a los hombres del único consuelo que les impide desesperarse en las miserias de la vida (12).
Anónimo
Jordanus Brunus redivivus o tratado de los errores populares
Sin la experiencia de las cosas que queremos tratar, no hacemos más que balbucear; de ahí la multitud de errores que se ve reinar en las obras de metafísica. [...] Uno razona según los prejuicios de sus padres o los suyos; otro repite las palabras que recibe de su preceptor. Si todos los hombres quisieran emplear sus luces naturales, las únicas lecturas de las obras místicas sobre Dios, el alma y los dogmas en general, bastarían para demostrarles la falsedad de todas sus vanas hipótesis que la pasión ha formado. [...]
Ese vicio esencial, capaz de aniquilar cualquier otra obra que no sea mística, procede de que los autores religiosos no han escrito según la experiencia. Esas descripciones gigantescas y variadas del paraíso y del infierno se deben a que sus autores solo tenían su imaginación recalentada como único recurso para hacerse
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una idea de ellos. Se da el plano exacto de una ciudad, se dibuja el retrato fiel de un emperador; la efigie del Soberano Ser y el mapa del cielo nos faltan, y verosímilmente estaremos privados de ellos para siempre.
En cuanto abandonamos la guía de la experiencia, nos extraviamos. Sin embargo, la experiencia misma no es infalible. Pero como no conocemos nada más cierto, tenemos que atenernos a ella (3-4).
Los sacerdotes siempre tuvieron el furor de pasar por hombres extraordinarios e incapaces de error. En los tiempos bárbaros, se habían pronunciado con atrevimiento sobre un número de puntos que ignoraban absolutamente. La luz penetró las tinieblas, se hicieron descubrimientos, se dieron a conocer: la infalibilidad del sacerdocio se vio comprometido con la experiencia. [...] Para acreditar los viejos errores, los ministros de Dios se creyeron con el derecho a ejercer la violencia contra cualquiera que se atreviera a atacarles. Se erigieron en un tribunal de sangre, donde la razón y la experiencia fueron tratados como criminales. [...]
Los sacerdotes, persiguiendo a los que se aplicaban a los descubrimientos, se mostraron como los enemigos del género humano, pero para paliar su violencia no dejaron de confundir la filosofía con la supuesta ciencia que ellos llaman teología. Derramaron todo lo que pudieron de odioso sobre el nombre del innovador, y lo extendieron indistintamente a todos los que dieron a conocer alguna opinión nueva [...] y la Iglesia condenó a tal hombre al fuego porque, en su libro, se habían encontrado uno o dos pasajes de donde se podía extraer alguna inducción alejada, pero favorable a la materialidad (5-6).
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Mientras la Iglesia lanzaba sus furores sobre los autores de ciertas opiniones, sobre los que parece que no tiene ningún derecho a pronunciarse, las jurisdicciones, embriagadas por el mismo espíritu, libraban al fuego a todos los que apelaban a la experiencia (8).
Sin embargo, hay que convenir en ello, en cuanto el espíritu filosófico empezó a reaparecer en la tierra, los sacerdotes, en general, debieron de estar muy confusos sobre la decisión que debían tomar. Recurrieron a la crueldad, porque solo con el temor de los castigos se podía parar a los hombres en el curso rápido de su progreso hacia la verdad. El descubrimiento de la verdad ha sido siempre el escollo de los sistemas religiosos; por eso, los sacerdotes cristianos, que conocían la causa de la caída de sus predecesores, siempre han intentado ahogar las ciencias desde la cuna. Como la experiencia había mostrado que los autores de los libros sagrados habían errado sobre hechos notables, se concluyó la no divinidad de esas obras. Yendo más lejos, se hizo notar que ese sistema del mundo tan bello, en apariencia tan milagroso, no era en el fondo más que una disposición necesaria, que no podía ser de otra forma, y de ahí se infirió que una causa primera no sería, si existiera, más que una causa ociosa e inútil. [...] Su ardor en perseguir a los sabios no ha ralentizado el celo de estos: no han dejado al error el tiempo de disfrutar del beneficio de la proscripción. ¿Qué hubieran hecho esos sabios perseguidos, si hubieran vivido en el siglo en que vivimos y en el que la libertad de pensar parece que ha sido devuelta a los hombres? (15-6).
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Igual que el resto de los animales, el hombre solo trae al nacer una disposición para conocer. [...]
En cuanto el placer y el dolor dejan de hacerse oír y no dirigen nuestros pasos, corremos gran riesgo de extraviarnos. La búsqueda de uno y la huida de otro son los únicos guías útiles que los hombres, y en general todos los animales, tienen para conducirse. Si se ve a algunos seres desviarse del camino que les prescribe el placer y correr hacia el dolor, que solo tiene su existencia en la privación del placer, se debe a que toman uno por el otro, o bien a que están en un estado fastidioso al que hemos dado el nombre de infancia, locura, imbecilidad. [...] El discernimiento de lo bueno y lo malo es el fruto de la experiencia, y al hombre solo se le pude llamar racional cuando ha vivido. [...]
No hay lugar para criticar la naturaleza por haber limitado la certeza de nuestros conocimientos a las cosas propias para nuestra conservación; solo necesitamos conocer las cosas que nos rodean, puesto que todo el trabajo de un animal está limitado a la búsqueda o a la huida de los objetos. En el estado de naturaleza, nuestras acciones se limitaban a esas dos operaciones; el estado civil que hemos abrazado nos obliga a otra tarea: reformar los objetos, o al menos ciertas cualidades de los objetos, que en la percepción que tenemos de ellos nos presenta un doble objeto de placer y de dolor, o solo la idea confusa de ambas sensaciones (17-8).
La duda solo se aplica con relación a los objetos que no nos conciernen. No podríamos dudar del placer o del dolor que experimentamos. Ahora bien, si como consecuencia de los descubrimientos que, algunos hom-
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bres pretenden haber hecho, quieren coaccionar dolorosamente las inclinaciones que he recibido de la naturaleza; si, guiados por su interés, quieren imponerme un yugo agobiante, sin proporcionarme las pruebas de poder que han recibido de actuar así, entonces estoy autorizado a enfrentarme al aguijón que me oprime (20).
Admito que los hombres que no vieron la naturaleza en su trabajo de alumbramiento y que la encontraron en un estado más o menos similar a como la vemos, debieron de impresionarse por una singular sorpresa. La regularidad del curso de los cuerpos superiores a nuestro globo, la armonía que reina en ellos, esas producciones infinitamente variadas que se reproducen continuamente y, por encima de todo eso, la propia existencia del hombre y de los demás animales, de los que la idea del germen primitivo se había apagado por completo, debieron de conducir a los primeros espectadores del universo ordenado a hacer una multitud de reflexiones diversas. En esas circunstancias, el hombre, curioso por naturaleza, debió de hacer todos los esfuerzos de los que era capaz para buscar la causa de todo lo que veía. La naturaleza obstinada se negaba, por su lado, a revelarle un secreto inexplicable. ¿Qué hizo el hombre entonces? Con al menos tanta inclinación por la pereza como tiene por la curiosidad, no podía jactarse de desenmarañar los resortes de una máquina destituida en general de conocimiento, de sentimiento y de inteligencia y que solo adquiere esas cualidades a razón de diversas configuraciones que recibe con tanta indiferencia como insensibilidad. Trabajó entonces mucho tiempo, pero en vano. Para resarcirse de los esfuerzos
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inútiles que había hecho para profundizar y penetrar los secretos de la naturaleza, tomó la decisión insensata de considerarla un cadáver sin fuerza ni vigor, un ser que no tiene existencia propia y que en consecuencia es incapaz de procurarla a ningún otro sujeto; finalmente, pretendió, según la cualidades que dio a la naturaleza, que solo era una pura nada subordinada a la voluntad todopoderosa de otro ser que la había animado, comunicándole el movimiento. [...]
Los inventores del sistema de la existencia de una primera causa [...], picados contra la naturaleza que no podían penetrar, aunque les rodease, prefirieíon reconocer por principio general un ser hasta cuyo nombre ignoraban, antes que reconocerse hijos de la naturaleza. [...]
Otra ventaja que los hombres encontraron en forjarse un Dios fue darse un origen divino, haciéndose crear por el fantasma de la primera causa (27-8).
Los progresos de la filosofía parecen poner a los hombres al abrigo de la violencia que los sacerdotes de todas las religiones han ejercido sobre ellos desde el instante en que las religiones aparecieron en el mundo. Aún no es seguro discutirles la realidad de las quimeras que propalan; pero al menos se está al abrigo de su odio. [...] Que discutan, pero sin acritud ni hiel: les prometemos no condenarlos nunca al fuego por el crimen de lesa geometría que ellos cometen al sostener que tres personas no son más que un solo Dios (31).
Acabamos de ver que es imposible que exista un ser infinito, en el sentido en que se toma esta palabra, es decir, un Dios, sustancia distinta de la materia y que
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para suponerlo hay que resolverse a sostener, contra las más fuertes demostraciones, que la materia no tiene existencia. La imposibilidad'de las dos existencias, material y espiritual, ha resultado tan llamativa a algunos filósofos que, desesperando de nunca poder reconciliarlas, han resuelto admitir solo una (34).
La naturaleza es absolutamente ciega, y sus efectos, buenos o malos, son el efecto de un concurso que ella misma no prevé (46).
Pero, dirán, el ateísmo no se prueba mejor que el teísmo. La no existencia de algo no tiene necesidad de pruebas: es la existencia lo que ha de ser probado (47).
LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Anónimo
Paridad de la vida y de la muerte
Las querellas religiosas que han desolado el universo, desde los tiempos más antiguos conocidos hasta el nuestro, tienen su fuente en la ignorancia. A medida que los prejuicios, fomentados por el interés, se han incrementado, las ideas primitivas se han oscurecido, y la religión y la política, que se habían prestado mutuo socorro para cautivar a los hombres, se han aplicado siempre a suprimir los principios cuyo conocimiento podía hacer renacer en ellos la idea de libertad natural. [...]
Hombres a los que la astucia o la fuerza redujeron a la esclavitud, tuvieron que acostumbrarse necesariamente a no adquirir más nociones que las que querían
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darles sus príncipes y doctores; y esas nociones, sin duda, debieron tener siempre por objeto algún Ser o alguna manera de Ser horrible y capaz de imponerse a los más intrépidos, porque el despotismo civil y religioso no podría tener otro fundamento más que el temor.
Entre el número de móviles propios para retener al hombre bajo el yugo, la entrada y la salida de este mundo les parecieron a los políticos y a los sacerdotes los más poderosos de todos. Hicieron considerar el nacimiento como un beneficio cuyo reconocimiento se debía extender a todos los actos de la vida, que se encargaron de dirigir según ciertas leyes: representaron la muerte como el más terrible de todos los accidentes, no solo porque opera la disolución del individuo que la experimenta, sino porque es el primer término de una manera de ser cuya desgracia o felicidad dependen de la mayor o menor sumisión que hayamos concedido a los poderes que nos rigen y cuya duración no tiene límites.
Así, simples pero necesarias modificaciones de la naturaleza se han convertido en efectos de una voluntad cognoscente, ante la que todo debe doblegarse y que solo manifiesta sus designios y sus deseos por el órgano de ciertos impostores que no pierden la oportunidad de hacerla hablar cuando su interés lo exige.
El bien del nacimiento, el mal de la muerte no son la invención de las sectas que hoy subsisten. El origen de esta opinión se pierde en la noche de los tiempos. Sin duda fue combatida desde que apareció, pero la estupidez de los pueblos, la debilidad de los filósofos y la violencia de los príncipes no permitieron que se llevara a cabo la destrucción de esta causa eficaz de la mayor parte de las calamidades que afligen a los hombres. Ha habido que
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esperar al regreso de la filosofía para poner mano a la gran obra de la destrucción de los prejuicios (prefacio).
Jean Meslier
Memoria
Sabed, pues, mis queridos amigos, que todo lo que se dice y todo lo que se practica en el mundo para el culto y la adoración de los dioses no son más que errores, abusos, ilusiones y mentiras; todas las leyes y las ordenanzas que se publican bajo el nombre y la autoridad de Dios, o de los dioses, no son en realidad más que invenciones humanas, igual que los bellos espectáculos de fiestas y sacrificios, u oficios divinos, y todas esas otras prácticas supersticiosas de la religión y de la devoción, que se hacen en su honor; todas esas cosas, digo, no son más que invenciones humanas, que fueron inventadas, como ya he señalado, por fines y astucias políticas, cultivadas y multiplicadas posteriormente por falsos seductores e impostores y recibidas ciegamente por los ignorantes y mantenidas y autorizadas, por último, por las leyes de los príncipes y de los grandes de la tierra que se han servido de esa clase de invenciones humanas para sujetar con la brida más fácilmente al común de los hombres y hacer de ellos todo lo que les venga en gana. Pero, en el fondo, todas esas invenciones solo son bridas de becerro, como decía el señor Montaigne (.Ess., p. 345'), pues solo sirven para poner la brida al espíritu de los ignorantes y
lDe l ’Exercitation, II, 6.
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de los simples; los sabios no se ponen la brida, porque, en efecto, solo pertenece a los ignorantes y a los simples poner fe en ello y conducirse según ello. Lo que digo de la vacuidad y de la falsedad del mundo, no lo digo solamente de las religiones paganas y extranjeras que ya consideráis falsas, sino que lo digo igualmente de vuestra religión cristiana, porque, en efecto, no es menos vana ni menos falsa que cualquier otra, e incluso podría decir en un sentido que puede ser más vana y más falsa que cualquiera, porque tal vez no hay otra tan ridicula ni tan absurda en sus principios y en sus principales puntos como esta, ni que sea tan contraria a la naturaleza misma y a la recta razón. Es lo que os digo, mis queridos amigos, a fin de que no os dejéis engañar más por las bellas promesas que os ofrecen supuestas recompensas eternas de un paraíso que solo es imaginario y que dejéis vuestras mentes y vuestros corazones en reposo contra todos los vanos temores que os causan los supuestos castigos eternos de un infierno que no existe; pues todo lo que os dice tan bello y tan magnífico de uno y tan terrible y espantoso del otro no es más que fábula; no hay ningún bien que esperar ni ningún mal que temer después de la muerte; aprovechad, pues, sabiamente el tiempo, viviendo bien y disfrutando con sobriedad, apaciblemente y con alegría, si podéis, de los bienes de la vida, de los frutos de vuestro trabajo, pues ahí está la mejor decisión que podéis tomar, ya que la muerte, poniendo fin a la vida, pone también fin a todo conocimiento y a todo sentimiento de bien y de mal. (Avant propos, 3, «Todas las religiones no son más que errores, ilusión e impostura».)
Es visible y cierto que todas las religiones, y principalmente la cristiana, ponen por fundamento de sus
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misterios, y por regla de su doctrina y moral, un principio de errores, ilusiones e imposturas. [...] Todas las religiones, y principalmente la cristiana, ponen por fundamento [...] la fe, es decir, una creencia ciega y, sin embargo, firme y segura de alguna divinidad que les da todo el crédito y toda la autoridad que tienen en el mundo. [...] De ahí viene que todos los deícolas, y principalmente nuestros cristícolas, tienen por máxima que la fe es el comienzo y el fundamento de la salvación. (Segunda prueba, 9.)
Las historias de ese tiempo no hablan del cristianismo más que como una secta perniciosa, vil y despreciable, y como una detestable superstición. (Quinta prueba, 34.)
No, queridos amigos míos, no son más que misterios de iniquidades efectivamente e incluso detestables misterios de iniquidades, puesto que por ese medio vuestros sacerdotes os hacen y os mantienen siempre miserablemente cautivos bajo el yugo odioso e insoportable de sus vanas y locas supersticiones, con el pretexto de querer conduciros felizmente a Dios y de haceros observar sus santas leyes y sus santas ordenanzas. Y por ese medio también los príncipes y los grandes de la tierra os saquean, os pisotean, os arruinan, os oprimen y os tiranizan, con el pretexto de gobernaros y de querer mantener el bien público. (Conclusión, 129.)
Estáis locos, ¡oh hombres! Estáis locos por dejaros conducir de este modo, y por creer tan ciegamente tantas tonterías. (Conclusión, 129.)
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Rechazad, pues, por completo esas locas y supersticiosas prácticas de las religiones; desterrad de vuestras mentes esa loca y ciega creencia en los falsos misterios; no pongáis ninguna fe en ellos, burlaros de todo lo que vuestros sacerdotes interesados os dicen al respecto. La mayor parte de ellos no cree nada. ¿Querríais creer más de lo que ellos mismos creen? (Conclusión, 139.)
Romped todas esas cabezas coronadas, confundid por todas partes el orgullo y la soberbia de esos orgullosos tiranos. (Conclusión, 140.)
Persuadios, pues, queridos pueblos, de que los errores y las supersticiones de vuestra religión, y que la tiranía de vuestros reyes y de todos los que os gobiernan bajo su autoridad son la causa funesta y detestable de todos vuestros males, de todas vuestras penas, de todas vuestra inquietudes y de todas vuestras miserias. (Conclusión, 145.)
Después de esto, que se piense, que se juzgue, que se diga, que se haga todo lo que se quiera en el mundo, yo no me inquieto por eso, que los hombres se acomoden, que se gobiernen como quieran, que sean sensatos o locos, que sean buenos o malos, que digan o hagan de mí todo lo que quieran después de mi muerte; yo me preocuparé muy poco por ello; apenas tomo paite en lo que se hace en el mundo; los muertos con los que estoy a punto de ir no se inquietan ya por nada, no se mezclan ya en nada, y no se preocupan ya por nada. Acabaré esto en la nada, apenas soy algo más que una nada y pronto no seré nada (Appel comme d’abus, 177).
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Julien Offrai de la Mettrie
El hombre máquina
El cuerpo humano es una máquina que monta ella misma sus resortes: viva imagen del movimiento
perpetuo. Los alimentos mantienen lo que la fiebre excita. Sin ellos el alma languidece, se enfurece y muere abatida. Es una vela cuya luz se reanima en el momento de apagarse. Pero alimentad el cuerpo, verted en sus tubos jugos vigorosos, licores fuertes: entonces el alma, generosa como ellos, se arma de un orgulloso coraje, corre hacia la muerte alegremente al toque de los tambores. Así es como el agua caliente agita una sangre que el agua fría hubiera calmado (54-5).
Además ¡cuántos filósofos excelentes han demostrado que el pensamiento no es más que una facultad de sentir, y que el alma racional no es más que el alma sensitiva aplicada a la contemplación de las ideas y al razonamiento! Lo que quedaría probado por el mero hecho de que cuando el sentimiento está apagado, lo está tam-
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bién el pensamiento, como en la apoplejía, el letargo, la catalepsia, etc. (112).
Que se me conceda únicamente que la materia organizada está dotada de un principio motor, única cosa que la diferencia de la que no lo está (¡pues nada se puede refutar a la observación más indiscutible!), y que en los animales todo depende de la diversidad de esta organización, como ya he probado suficientemente; basta eso para adivinar el enigma de las sustancias y el del hombre. Se ve que solo hay una en el universo y que el hombre es la más perfecta (113)
Ser máquina, sentir, pensar, saber distinguir el bien del mal, como el azul del amarillo, en una palabra, haber nacido con inteligencia y un instinto seguro sobre moral, y no ser más que un animal, son, por tanto, cosas no más contradictorias que ser un mono y un loro y saber procurarse placer (117).
Romped la cadena de vuestros prejuicios; armaos con la antorcha de vuestra experiencia y haréis a la naturaleza el honor que se merece, en lugar de concluir nada en su perjuicio sobre la ignorancia en la que os ha
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dejado. Unicamente abrid los ojos y dejad lo que no podéis comprender, y veréis que ese labrador cuyo espíritu y cuyas luces no se extienden más allá de los bordes de su surco no difiere esencialmente del mayor genio, como lo hubiera probado la disección de los cerebros de Descartes y de Newton; os convenceréis de que el imbécil o el estúpido son bestias con rostro humano, como el mono lleno de espíritu es un hombrecito bajo
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otra forma; y que, finalmente, como todo depende absolutamente de la diversidad de la organización, un animal bien construido, al que se le ha enseñado astronomía, puede predecir un eclipse igual que la curación o la muerte cuando ha dedicado algún tiempo su inteligencia y una mirada correcta a la escuela de Hipócrates y al lecho de los enfermos. Por esta serie de observaciones y verdades se llega a unir a la materia la admirable propiedad de pensar, sin que se puedan ver los vínculos, porque el sujeto de este atributo es esencialmente desconocido (122-3).
Sometámonos, pues, a una ignorancia invencible de la que depende nuestra felicidad.
Quien así piense será sabio, justo, estará tranquilo sobre su suerte y, en consecuencia, feliz. Alcanzará la muerte sin temerla ni desearla, y, amando la vida, comprendiendo apenas cómo el disgusto viene a corromper un corazón en este lugar lleno de delicias; lleno de respeto por la naturaleza; lleno de gratitud, de afecto y ternura, en proporción al sentimiento y a los favores que ha recibido de ella, feliz, finalmente, de sentirla y de estar en el atractivo espectáculo del universo, ciertamente no lo destruirá jamás en sí ni en los demás. ¡Qué digo! Lleno de humanidad, amará su carácter hasta en sus enemigos. Juzgad cómo tratará a los demás. Tendrá lástima de los viciosos sin odiarlos; solo serán a sus ojos hombres contrahechos. Pero no por perdonar los defectos de la conformación de la mente y del cuerpo admirará menos sus belleza y virtudes. Los favorecidos por la naturaleza le parecerán más merecedores de atenciones que aquellos a los que
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esta haya tratado como madrastra. Así es como se ha visto que los dones naturales, fuente de todo lo que se adquiere, encuentran en la boca y el corazón del materialista homenajes que cualquier otro les niega injustamente. Por último, el materialista convencido, aunque su propia vanidad murmure que no es más que una máquina o un animal, no maltratará a sus semejantes (123-4).
LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Denis Diderot
Pensamientos filosóficos
Preguntaban un día a alguien si había verdaderos ateos. ¿Creéis —respondió— que hay verdaderos cristianos? (XVI).
Adición a los pensamientos filosóficos
Si la razón es un don del cielo, y si se puede decir lo mismo de la fe, el cielo nos ha hecho dos presentes incompatibles y contradictorios (V).
Para hacer desaparecer esta dificultad, hay que decir que la fe es un principio quimérico y que no existe en la naturaleza (VI).
Perdido en un bosque inmenso durante la noche, solo tengo una pequeña luz para conducirme. De pronto aparece un desconocido que me dice: Amigo mío, sopla
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la candela para encontrar mejor tu camino. Ese desconocido es un teólogo (VIII).
Quitad el temor del infierno a un cristiano, y le quitaréis su creencia (XVII).
Una religión verdadera, digna de interesar a todos los hombres en todos los tiempos y en todos los lugares, ha tenido que ser eterna, universal y evidente; ninguna tiene esos tres caracteres. Todas son, pues, tres veces demostradas falsas (XVIII).
Los hechos en que se apoyan las religiones son antiguos y maravillosos, es decir, los más sospechosos de todos para probar la cosa más increíble (XX).
Probar el Evangelio por un milagro es probar un absurdo por una cosa contranaturaleza (XXI).
¿Pero qué hará Dios a los que no han oído hablar de su hijo? ¿Castigará a los pigmeos por no haber podido andar a paso de gigante? (XXII).
¿Por qué los milagros de Jesucristo son verdaderos, y los de Escolapio, de Apolonio de Tiana y de Ma- homa son falsos? (XXIV).
La religión de Jesucristo, anunciada por ignorantes, hizo los primeros cristianos. La misma religión, predicada por sabios y doctores, hoy no hace más que incrédulos (XXXI).
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Se objeta que la sumisión a una autoridad legislativa dispensa de razonar. Pero ¿dónde está la religión, en la superficie de la tierra, sin autoridad semejante? (XXXII).
Es la educación de la infancia lo que impide a un mahometano dejarse bautizar; es la educación de la infancia lo que impide a un cristiano la circuncisión; es la razón del hombre lo que hace que desprecie por igual el bautismo y la circuncisión (XXXIII).
Si hay que entender al pie de la letra, pater major me est, Jesucristo no es Dios.
Si hay que entender al pie de la letra, hoc est cor- pum meum, él se daba a sus apóstoles con sus propias manos; lo que es tan absurdo como decir que san Dionisio bajó la cabeza después de que se la cortaran (XXXVIII).
Que Jesucristo que es Dios haya sido tentado por el diablo es un cuento digno de Las mil y una noches (LX).
Una joven vivía muy apartada: un día recibió la visita de un hombre que llevaba un pájaro; quedó embarazada, ¿y se preguntan quién hizo al niño? ¡Bonita pregunta! Fue el pájaro (LXIV).
Un hombre fue traicionado por sus hijos, por su mujer y sus amigos; asociados infieles acabaron con su fortuna sumiéndolo en la miseria. Penetrado de un odio y un desprecio profundo por la especie humana, aban-
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donó la sociedad y se refugió en una caverna. Allí, con los puños apoyados en los ojos y meditando una venganza proporcionada a su resentimiento, decía: «¡Perversos! ¿Qué puedo hacer para castigarlos por sus injusticias y hacerlos a todos tan desgraciados como merecen? ¡Ah! ¡Si fuera posible imaginar... meterles en la cabeza una gran quimera a la que dieran más importancia que a su vida y sobre la que no pudieran ponerse de acuerdo!...». Al instante sale disparado de la caverna gritando: «¡Dios! ¡Dios!». Ese nombre temible lo pronuncian de un polo al otro y por todas partes se escucha con sorpresa. Primero los hombres se prosternan, después se levantan, se interrogan, discuten, se agrian, se anatemizan, se odian, se degüellan entre ellos, y el deseo fatal del misántropo se cumple. Pues esa ha sido en el tiempo pasado, y esa será en el porvenir, la historia de un ser siempre importante e incompresible por igual (LXXII).
Carta sobre los ciegos
Cuando estaba a punto de morir, llamaron junto a él a un ministro muy hábil, M. Gervaise Holmes; juntos tuvieron una conversación sobre la existencia de Dios, de la que nos quedan algunos fragmentos que os voy a traducir a continuación lo mejor que pueda, ya que bien merecen la pena. El ministro comenzó objetándole las maravillas de la naturaleza:
— ¡Eh, señor! —le decía el filósofo ciego— , ¡dejad todo ese hermoso espectáculo que nunca fue hecho para mí! He sido condenado a pasar mi vida en las ti-
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nieblas; y me citáis prodigios que no comprendo y que solo prueban para vos y para los que ven como vos. Si queréis que yo crea en Dios tenéis que hacérmelo tocar.
— Señor — respondió hábilmente el ministro— , poned las manos sobre vos mismo y encontraréis la divinidad en el mecanismo admirable de vuestros órganos.
— Señor Holmes — continuó Saunderson— , os lo repito, todo no es tan hermoso para mí como para vos. Aunque el mecanismo animal fuera tan perfecto como pretendéis, lo que creo de buena gana, pues sois un hombre honesto muy incapaz de confundirme, ¿qué tiene en común con un ser soberanamente inteligente? Si os sorprende, tal vez sea porque soléis tratar como prodigio todo lo que os parece por encima de vuestras fuerzas. Tan a menudo he sido objeto de vuestra admiración que tengo muy mala opinión de lo que os sorprende. [...] ¿Está un fenómeno, en nuestra opinión, por encima del hombre? Enseguida decimos: es obra de un Dios\ nuestra vanidad no se contenta con menos. ¿No podríamos poner en nuestros discursos un poco menos de orgullo y un poco más de filosofía? Si la naturaleza nos ofrece un nudo difícil de deshacer, dejémoslo por lo que es; y no empleemos para cortarlo la mano de un ser que se convierte después para nosotros en un nuevo nudo más indisoluble que el primero. Preguntad a un hindú por qué el mundo está suspendido en los aires, os responderá que un elefante lo lleva en su espalda; ¿sobre qué lo apoyará el elefante?, sobre una tortuga; y la tortuga, ¿quién la sostendrá?... Este hindú os despierta piedad; y se podría deciros como a él: «Señor Holmes, amigo mío, confesad
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primero vuestra ignorancia, y ahorradme el elefante y la tortuga» (102-3).
Luego, volviendo a adoptar un tono más fírme, añadió: «Conjeturo, pues, que, en el comienzo en que la materia en fermentación hacía nacer el universo, mis semejantes eran muy comunes. ¿Por qué no voy a afirmar de los mundos lo que creo de los animales? ¿Cuántos mundos desfigurados, fallidos, se han disipado, se reforman y se disipan tal vez a cada instante en los espacios lejanos, donde yo no toco nada y donde vos no veis nada, pero donde el movimiento continúa y continuará combinando un montón de materia hasta que haya obtenido una disposición en la que puedan perseverar? ¡Oh, filósofos! ¡Transportaros, pues, conmigo a los confines de este universo, más allá del punto en que toco y en que veis seres organizados; pasearos sobre ese nuevo océano y buscad a través de sus agitaciones irregulares algunos vestigios de ese ser inteligente cuya sabiduría admiráis aquí!
¿Pero para qué sacaros de vuestro elemento? ¿Qué es este mundo, señor Holmes? Un compuesto sujeto a revoluciones, todas indican una tendencia continua a la destrucción: una sucesión rápida de seres que se persiguen entre ellos, se empujan y desaparecen; una simetría pasajera, un orden momentáneo. Hace un momento os reprochaba estimar la perfección de las cosas por vuestra capacidad; y podría acusaros aquí de medir su duración con la de vuestros días. Juzgáis sobre la existencia sucesiva del mundo, como la mosca efímera sobre la vuestra. El mundo es eterno para vos, como vos sois eterno para el ser que no vive más que un instante. Incluso el insecto
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
es más razonable que vos. ¡Qué serie prodigiosa de generaciones de efímeros atesta vuestra eternidad! ¡Qué tradición inmensa! Sin embargo, pasaremos todos sin que se pueda asignar ni la extensión real que ocupamos ni el tiempo preciso de nuestra duración. El tiempo, la materia, el espacio, tal vez solo sean un punto» (105-6).
Carta a Sophie Volland
La creencia en Dios hace y debe hacer casi tantos fanáticos como creyentes. En todo sitio donde se admite un Dios hay un culto; en todo sitio donde hay un culto, el orden natural de los deberes morales es invertido y la moral corrompida. Tarde o temprano, llega un momento en que la noción que ha impedido robar un escudo hace degollar a cien mil hombres (Carta a Sophie Volland, 6 de octubre de 1765).
El barón d’Holbach
El buen juicio
Esas opiniones (religiosas) no tienen ningún fundamento sólido; toda religión es un edificio en el aire; la teología no es más que ignorancia de las causas naturales y una larga ristra de quimeras y contradicciones (prefacio).
Esa ignorancia hace a los hombres religiosos decididos, dogmáticos imperiosos y les lleva e enfadarse
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ATEOS PÚBLICOS DEL SIGLO XVIII
contra los que oponen algunas dudas a los ensueños que sus cerebros dieron a la luz (prefacio).
Mil veces se ha visto en todas las partes de nuestro globo a fanáticos embriagados degollarse unos a otros, encender hogueras, cometer sin escrúpulo y por deber los mayores crímenes y hacer correr la sangre humana. ¿Para qué? Para hacer valer, mantener o propagar las conjeturas impertinentes de algunos entusiastas, o para acreditar los embustes de algunos impostores acerca de un ser que solo existe en su imaginación y que'solo se da a conocer por los estragos, disputas y locuras que ha causado en la tierra (prefacio).
Los servidores de un Dios tan bárbaro [...] imaginan que para agradarle hay que hacerse todo el mal posible e infligirse en su honor tormentos refinados (prefacio).
El espíritu humano, infestado de fantasmas terroríficos [...] únicamente ocupado en sus alarmas y sus ensueños ininteligibles, estuvo siempre a merced de sus sacerdotes, que se reservaron el derecho de pensar por él y regular su conducta (prefacio).
Las leyes del monarca oculto necesitan intérpretes; pero los que las explican siempre disputan entre ellos sobre la manera de entenderlas. Mucho más no están de acuerdo entre ellos; todo lo que cuentan de su príncipe oculto no es más que una maraña de contradicciones; no dicen una sola palabra que al momento sea desmentida. Se dice de Él que es soberanamente bueno, sin embargo, no hay nadie que no se queje de sus decretos. Se le supo-
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LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
ne infinitamente sabio, y en su administración todo parece contrariar la razón y el buen juicio. [...] Solo trabaja para el bienestar de sus súbditos, y sus súbditos, en su mayoría, no tienen lo necesario. A los que parece favorecer son, ordinariamente, los menos satisfechos de su suerte; se los ve a casi todos perpetuamente sublevados contra un amo cuya grandeza no dejan de admirar, de alabar su sabiduría, de adorar su bondad, de temer su justicia, de reverenciar sus órdenes que no siguen jamás.
Ese imperio es el mundo; el monarca es Dios; sus ministros son los sacerdotes; sus súbditos son los hombres (14).
Si Dios es incomprensible para el hombre, parecería razonable no pensar nunca en ello; pero la religión concluye que no se puede dejar de pensar en ello sin cometer un crimen (16).
La ignorancia y el miedo, esos son los dos pivotes de toda religión. La incertidumbre en que el hombre se encuentra con relación a su Dios es precisamente el motivo que lo liga a su religión. El hombre tiene miedo en las tinieblas tanto en lo físico como en lo moral (El buen juicio, 18).
En materia de religión, los hombres no son más que niños grandes. Cuanto más absurda es una religión y más llena está de maravillas, más derechos adquiere sobre ellos (19).
A fuerza de metafisiquear, se ha llegado a hacer de Dios un espíritu puro (22).
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ATEOS PÚBLICOS DEL SIGLO XVIU
¿No es más natural y más inteligible sacar todo lo que existe del seno de la materia, cuya existencia está demostrada por todos nuestros sentidos [...], que atribuir la existencia de las cosas a una fuerza desconocida, a un ser espiritual que no puede sacar de la manga lo que no tiene él mismo y que por la esencia espiritual que se le otorga es incapaz de hacer nada y de no poner nada en movimiento? (23-24).
¿No es más ridículo o más difícil creer en las hadas, en los silfos, en los aparecidos, en los hombres lobos, que creer en la acción mágica o imposible de un espíritu sobre el cuerpo? (25).
Todos los niños son ateos, no tienen idea alguna de Dios: ¿son entonces criminales a causa de esta ignorancia? (28).
Los fenómenos de la naturaleza solo prueban la existencia de un Dios a algunos hombres prevenidos a los que se les ha enseñado de antemano el dedo de Dios en todas las cosas cuyo mecanismo les podía turbar. En las maravillas de la naturaleza, el físico sin prejuicios no ve más que el poder de la naturaleza, las leyes permanentes y variadas, los efectos necesarios de las diferentes combinaciones de una materia prodigiosamente diversificada (36).
Concluid, pues, que la materia obra por sí misma y dejad de razonar en vuestro motor espiritual, que no tiene nada de lo que hace falta para ponerla en acción. Retornad de vuestras inútiles excursiones; volved de un mundo imaginario a un mundo real (34).
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El hombre me parece una producción de la naturaleza, como todas las demás que contiene. [...] Admitiría sin esfuerzo que la máquina humana me parece sorprendente; pero puesto que el hombre existe en la naturaleza, no me creo con el derecho a decir que su formación está por encima de las fuerzas de la naturaleza. [...]
Los habitantes del Paraguay dicen que descienden de la luna, y nos parecen imbéciles; los teólogos de Europa dicen que descienden de un espíritu puro. ¿Es esta pretensión mucho más sensata? (36).
Para ser lo que llamamos inteligente, hay que tener ideas, pensamientos, voluntades; para tener ideas, pensamientos, voluntades, hay que tener órganos; para tener órganos, hay que tener un cuerpo; para obrar sobre los cuerpos, hay que tener un cuerpo; para experimentar el desorden, hay que ser capaz de sufrir. De donde se sigue evidentemente que un espíritu puro no puede ser inteligente y no puede ser afectado por lo que pasa en el universo (42).
Si uno considerara sin prejuicios la conducta equívoca de la providencia, con relación a la especie humana y a todos los seres sensibles, encontraría que muy lejos de parecerse a una madre tierna y cuidadosa, se parece más bien a esas madres desnaturalizadas que, olvidando al momento los frutos infortunados de sus amores lúbricos, abandonan a sus hijos en cuanto nacen, y que, contentas de haberlos engendrados, los exponen sin auxilio a los caprichos del fuerte (48).
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Todo lo que sucede en el mundo nos prueba de la manera más clara que no está gobernado por un ser inteligente (49).
La existencia de otra vida solo tiene por garante la imaginación de los hombres, que, suponiéndola, no hacen más que realizar el deseo de sobrevivirse a sí mismos, a fin de disfrutar con ello de una felicidad más duradera y pura que la que disfrutan en el presente (51).
La religión nos habla de un infierno, es decir, de una estancia horrible, donde, a pesar de su bondad, Dios reserva tormentos infinitos a la mayor parte de los hombres. Así, después de haber hecho muy desgraciados a los hombres en este mundo, la religión les hace entrever que Dios podrá hacerles todavía más desgraciados en otro (57).
Según las nociones teológicas, Dios se parecería a un tirano que, después de haber sacado los ojos a la mayoría de sus esclavos, los encerraría en un calabozo donde, para pasar el tiempo, observaría incógnito su conducta por una trampilla para tener ocasión de castigar cruelmente a todos los que, andando, se hubieran chocado unos con otros, pero que recompensaría magníficamente al pequeño número a quien habría dejado la vista para tener la habilidad de evitar el encuentro con sus compañeros. Tales son las ideas que el dogma de la predestinación gratuita nos da de la divinidad (58).
Los devotos, que nos dicen que aman sinceramente a Dios, son mentirosos o locos que solo ven a su Dios de
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perfil. Es imposible amar a un ser cuya idea solo es propia para excitar el terror, cuyos juicios hacen temblar (60).
Los inventores del dogma de la eternidad de las penas del infierno han hecho del Dios, del que dicen que es tan bueno, el más detestable de los seres (60).
Nada más extravagante que el papel que, en todo país, la teología ha asignado a la divinidad; si la cosa fuera real, estaríamos obligados a ver en ella al más caprichoso e insensato de los seres. Estaríamos obligados a creer que Dios solo ha hecho el mundo para ser el teatro de sus guerras deshonrosas con sus criaturas; que solo ha creado a los ángeles, hombres, demonios, espíritus malignos para hacerse adversarios contra los que pudiera ejercer su poder (65).
Las nociones peregrinas o sobrenaturales de la teología han conseguido de tal modo invertir en la mente humana las ideas más simples, más claras, más naturales, que los devotos, incapaces de acusar a Dios de malicia, se acostumbran a considerar los más tristes golpes del fuerte como pruebas indudables de la bondad celeste. Si están afligidos, se les ordena creer que Dios los ama, que Dios los visita, que Dios quiere probarlos. Así la religión ha llegado a cambiar el mal en bien. Un profano decía con razón: Si el buen Dios trata así a los que ama, le ruego encarecidamente que no piense en mí (73).
El hombre, diréis, quiere, delibera, elige, se determina, y concluiréis que sus acciones son libres. Es verdad que el hombre quiere, pero no es dueño de su vo-
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luntad o de sus deseos; solo puede desear o querer lo que juzga ventajoso para él; no puede amar el dolor ni detestar el placer (76).
El sentimiento íntimo que nos hace creer que somos libres de hacer o no hacer una cosa no es más que una pura ilusión (78).
El mundo es un agente necesario; todos los seres que lo componen están unidos unos a otros y no pueden actuar de otra manera de como lo hacen, en tanto que están movidos por las mismas causas y provistos de las mismas propiedades (81).
Un Dios que se arroga el derecho de hacer el mal sería un tirano; un tirano no es un modelo para los hombres, debe ser un objeto execrable a sus ojos (86).
¡Nos hablas de tu alma! ¿Pero sabes lo que es un alma? ¿No ves que esa alma no es más que el conjunto de tus órganos de donde resulta la vida? (91).
El hombre solo difiere de los demás animales en la diferencia de su organización, que le pone al alcance de producir efectos de los que los animales no son capaces. La variedad que se observa entre los órganos de los individuos de la especie humana basta para explicar las diferencias que se encuentran entre ellos para las facultades llamadas intelectuales (94).
¡Cuántos animales muestran más ternura, reflexión y razón que el animal que se dice racional por ex-
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celencia! [...] ¿Se ve alguna vez a las bestias feroces de la misma especie reunirse en las llanuras para devorarse y destruirse sin provecho? ¿Se ve elevarse entre ellas las guerras de religión? La crueldad de las bestias contra las demás especies tiene como motivo el hambre, la necesidad de alimentarse; la crueldad del hombre contra el hombre solo tiene como motivo la vanidad de sus amos y la locura de sus prejuicios impertinentes (96).
La vanidad del hombre le persuade de que es el centro único del universo; se hace un mundo y un dios para él solo; se ve con bastante motivo para desordenar a su gusto la naturaleza, pero razona como ateo en cuanto se trata de los demás animales (100).
La superioridad que los hombres se arrogan sobre los demás animales está principalmente fundada en la opinión de que poseen exclusivamente un alma inmortal. Pero, en cuanto se les pregunta qué es esta alma, les veis balbucear (101).
El hombre muere todo entero. Nada es más evidente para el que no delira. El cuerpo humano, después de la muerte, no es más que una masa incapaz de producir movimientos, cuya unión constituía la vida (103).
Si los que están encargados de instruir y de gobernar a los hombres tuvieran ellos mismos luces y virtudes, los gobernarían mucho mejor por realidades que por vanas quimeras; pero pérfidos, ambiciosos y corruptos, los legisladores han encontrado más fácil adormecer a las naciones con fábulas que enseñarles verda-
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des, desarrollar su razón, ejercitarlos en la virtud por motivos sensibles y reales, que gobernarlos de una manera razonable (107).
¿No es infinitamente preferible la idea de la aniquilación total a una existencia eterna acompañada de dolores y del crujir de dientes! El temor de no ser siempre, ¿no es más mortificante que la no haber sido nunca? El temor de cesar de ser no es un mal real más que para la imaginación que solo creó el dogma de otra vida (109).
Toda religión no es más que un sistema imaginado para conciliar nociones inconciliables (112).
¿Qué es un misterio? Si examino la cosa de cerca, pronto descubro que un misterio no es más una contradicción, un absurdo palpable, una imposibilidad notoria, sobre la que los teólogos quieren obligar a los hombres a cerrar humildemente los ojos. En una palabra, un misterio es todo lo que nuestros guías espirituales no pueden explicarnos (113).
Toda religión anuncia un Dios oculto, cuya esencia es un misterio; en consecuencia, la conducta que se debe tener con Él es tan difícil de concebir como la esencia de ese Dios mismo (114).
Es lo propio de la ignorancia preferir lo desconocido, lo oculto, lo fabuloso, la maravilloso, lo increíble, lo terrible incluso, a lo que es claro, sencillo y verdadero (115).
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Los partidarios de las diferentes sectas se consideran recíprocamente muy ridículos y muy locos; los misterios más respetados en una religión son objeto de burla para otra (116).
Los hombres, en su mayoría, no examinan nada; se dejan conducir ciegamente por la costumbre y la autoridad: sus opiniones religiosas son, sobre todo, las que tienen menos valor y menos capacidad de examinar (116).
Examinando las voluntades divinas, solo encuentro en todos los países ordenanzas extravagantes, preceptos ridículos, ceremonias en las que no se adivina ningún objetivo, prácticas pueriles, una etiqueta indigna del monarca de la tierra, ofrendas, sacrificios, expiaciones, útiles a la verdad para los ministros del Dios, pero muy onerosas para el resto de los ciudadanos(131).
Los preceptos de la moral anunciada por la divinidad [...] hacen consistir la virtud en una renuncia total a la naturaleza humana, en un olvido voluntario de la razón, en santo odio para sí. En fin, esos preceptos sublimes nos muestran bastante a menudo la perfección en una conducta cruel para nosotros mismos y perfectamente inútil para los demás (132).
Los fundadores de toda religión han probado comúnmente sus misiones por los milagros. ¿Pero qué es un milagro? Es una operación opuesta directamente a las leyes de la naturaleza (135).
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Morir por una religión no prueba que una religión sea verdadera o divina; prueba como mucho que se la supone verdadera (139).
La fe, según los teólogos, es un consentimiento no evidente. De donde se sigue que la religión exige que se crea firmemente en cosas no evidentes o en proposiciones a menudo muy poco probables o muy contrarias a la razón (141-2).
En materia de religión, un cura, un sacerdote, un monje ignorante se convierten en los dueños de los pensamientos. La fe alivia la debilidad, la mente humana, para la que la aplicación es por lo común un trabajo muy penoso. Es mucho más cómodo referirse a los demás que examinar por sí mismo: el examen, al ser lento y difícil, disgusta por igual a los ignorantes estúpidos y a los espíritus demasiado ardientes (146).
Siempre los que gobiernan deciden infaliblemente la religión de los pueblos. La verdadera religión es solo la religión del príncipe; el verdadero Dios es el Dios que el príncipe quiere que se adore; la voluntad de los sacerdotes que gobiernan al príncipe se convierte siempre en la voluntad de Dios (149).
Para desengañarse de la utilidad de la religión, basta abrir los ojos y considerar cuáles son las costumbres de las naciones más sometidas a la religión. En ellas se ve a tiranos orgullosos, a ministros opresores, a cortesanos pérfidos, a concusionarios sin número, magistrados poco escrupulosos, bribones, adúlteros, liber-
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tinos, prostituidas, ladrones y picaros de toda especie, que nunca han dudado ni de la existencia de un Dios vengador y remunerador ni de los suplicios del infierno ni de las alegrías del paraíso (150-1).
La religión ha hecho, en todos los países, del monarca de la naturaleza un tirano cruel, caprichoso, parcial, cuyo capricho hace la regla: el Dios monarca es demasiado bien imitado por sus representantes en la tierra (154).
Si los ministros de la Iglesia han permitido a menudo a los pueblos rebelarse por la causa del cielo, ja más les permitieron rebelarse por los males reales o las violencias conocidas (159).
Un soberano sinceramente devoto es, por lo común, un jefe muy peligroso para un estado: la credulidad supone siempre una mente estrecha; la devoción absorbe ordinariamente la atención que el príncipe debería prestar al gobierno de su pueblo. Dócil a las sugestiones de sus sacerdotes, se convierte en todo momento en el juguete de sus caprichos, el autor de sus disputas, el instrumento y el cómplice de sus locuras a las que él otorga el supremo valor. Entre los más funestos presentes que la religión ha hecho al mundo, hay que contar sobre todo a esos monarcas devotos y celosos que, en la idea de trabajar para la salvación de sus súbditos, se han hecho un santo deber el atormentar, perseguir, destruir a los que su conciencia hacía pensar de una manera distinta a la de ellos. Un devoto, en la cabeza de un imperio, es uno de los más grandes azotes
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que el cielo, en su furor, pueda dar a la tierra. Un solo sacerdote fanático o bribón, que tiene el oído de un príncipe crédulo y poderoso, basta para poner en desorden un estado y el universo en combustión (163).
Los sacerdotes se han mostrado en todo tiempo los promotores del despotismo y los enemigos de la libertad pública; su oficio exige esclavos envilecidos y sometidos que nunca tengan la audacia de razonar (164).
Es útil a los sacerdotes que se tiemble delante de su Dios, a fin de que se recurra a ellos para obteher los medios de calmar sus temores. [...] La ambición y la avaricia fueron en todo tiempo las pasiones dominantes del sacerdocio: en todas partes el sacerdote se eleva por encima de los soberanos y de las leyes; en todas partes solo se le ve ocupado en los intereses de su orgullo, de su concupiscencia, de su humor déspota y vindicativo (167).
¡Perseguidores infames, devotos antropófagos! ¿Nunca sentiréis la locura y la injusticia de vuestro humor intolerante? ¿No veis que el hombre no es más dueño de sus opiniones religiosas, de su credulidad o de su incredulidad, que de la lengua que aprende desde la infancia y que no puede cambiar? Decir a un hombre que piense como vosotros, ¿no es querer que un extranjero’ se exprese igual que vosotros? Si soy un incrédulo, ¿puedo expulsar de mi mente las razones que han quebrantado mi fe? Si vuestro Dios deja la libertad a los hombres de condenarse, ¿por qué te metes donde no te importa? ¿Acaso sois más prudentes y más sabios que ese Dios cuyos derechos queréis vengar?,(171).
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En lugar de mantener la paz entre los hombres, los sacerdotes fueron para ellos furias que los pusieron en discordia (175).
Si se juzgara las opiniones teológicas por sus efectos, se tendría el derecho de avanzar que toda moral es perfectamente incompatible con las opiniones religiosas de los hombres (176).
Todo el universo está infestado más o menos por la moral religiosa, fundada en opiniones que, para agradar a la divinidad, es necesario ser muy desgraciado en la tierra. Se ve, en todas las partes de nuestro globo, penitentes, solitarios, faquires, fanáticos que parecen haber estudiado profundamente los medios de atormentarse en honor de un ser cuya bondad todos están de acuerdo en celebrar. La religión, por su esencia, es la enemiga de la alegría y del bienestar de los hombres {El buen juicio, 179).
Una moral que contradice la naturaleza del hombre no está hecha para el hombre. [...] ¡Doctores sagrados! Nos repetís en todo momento que la naturaleza del hombre está pervertida; nos gritáis que toda carne ha corrompido su vía; nos decís que la naturaleza solo nos da inclinaciones desordenadas. En ese caso, acusáis a vuestro Dios, que no ha podido, o no ha querido que esa naturaleza conservara su perfección primitiva (181).
¿A quién se impone la idea de Dios? A algunos hombres debilitados, apenados y asqueados de este
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mundo; a algunas personas en las que las pasiones están ya mitigadas por la edad, sea por las enfermedades, sea por los golpes de la fortuna (185).
Fundar la moral sobre un Dios que cada hombre se imagina diversamente, que cada uno compone a su m anera, que cada uno dispone según su propio temperamento y su propio interés, es evidentemente fundar la moral sobre el capricho y sobre la imaginación de los hombres, es fundarla sobre las fantasías de una secta, de una facción, de un partido, que creerán tener la ventaja de adorar a un Dios verdadero, con exclusión de todos los demás (188).
La obligación moral supone una ley; pero esta ley nace de las relaciones eternas y necesarias de las cosas entre ellas, relaciones que no tienen nada en común con la existencia de Dios. Las reglas de la conducta de los hombres se derivan de su propia naturaleza, que están al alcance de su conocimiento y no de la naturaleza divina de la que no tienen ninguna idea: esas reglas nos obligan; es decir, nos hacemos estimables o despreciables, amables u odiosos, dignos de recom pensas o de castigos, felices o desgraciados, según nos conformemos a esas reglas o nos desviemos de ellas (194).
La asociación de la religión con la política ha introducido necesariamente una doble legislación en los estados. La ley de Dios, interpretada por los sacerdotes, se encontró a menudo contraria a la ley del soberano o al interés del estado (197).
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La religión para un devoto es un velo que cubre y justifica todas sus pasiones, su orgullo, su mal humor, su cólera, su venganza, su impaciencia, sus rencores. La devoción se arroga una superioridad que destierra del comercio la dulzura, la indulgencia y la alegría: da el derecho de censurar a los demás, de reprender, de desgarrar a los profanos para mayor gloria de Dios. Es muy común ser devoto y no tener ninguna de las virtudes o de las cualidades necesarias para la vida social (201).
Se pregunta qué motivos puede tener un ateo para hacer el bien. Puede tener el motivo de agradarse a sí mismo, de agradar a sus semejantes, de vivir feliz y tranquilo; de hacerse amar y considerar por los hombres, cuya existencia y disposiciones son mucho más seguras y más conocidas que las de un ser imposible de conocer (202).
La conciencia es el testimonio interior que nos damos a nosotros mismos por haber actuado de manera que merecemos la estima o la censura de los seres con los que vivimos. Esta conciencia está fundada sobre el conocimiento evidente que tenemos de los hombres y de los sentimientos que nuestras acciones deben producir en ellos. La conciencia del devoto consiste en persuadirse que ha agradado o desagradado a su Dios, del que no tiene ninguna idea y cuyas intenciones oscuras y dudosas solo le son explicadas por hombres sospechosos que no conocen más que él la esencia de la divinidad y que no están muy de acuerdo en lo que puede agradarle o desagradarle (203).
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Los partidarios de la religión tachan a menudo a los incrédulos de libertinos. Muy bien puede ocurrir que muchos incrédulos tengan costumbres desordenadas; esas costumbres se deben a su temperamento y no a sus opiniones. [...] No juzguemos a los hombres por sus opiniones, ni las opiniones por los hombres: juzguemos a los hombres por su conducta y sus opiniones por su conformidad con la experiencia, la razón, la utilidad del género humano (207).
Todo hombre que razona se convierte enseguida en incrédulo, porque el razonamiento le prueba que la teología no es más una sarta de quimeras. [...] El hombre que busca su bienestar y su propia tranquilidad examina su religión y se desengaña de ella porque le parece tan incómodo como inútil pasar su vida temblando ante los fantasmas que solo están hechos para imponer respeto a las mujercillas y a los niños (208).
Siempre es el carácter del hombre el que decide el carácter de su Dios; cada cual se fabrica uno para sí mismo y según él mismo (211).
¿Quién se aprovecha en la tierra de la ignorancia de los hombres y de sus vanos prejuicios? Son los sacerdotes. Vosotros sois, ¡oh sacerdotes!, recompensados, honrados y pagados por engañar a los mortales y castigáis a los que se desengañan. [...] El orgullo y la vanidad fueron y serán siempre los vicios inherentes al sacerdocio (214).
Respetaremos a los sacerdotes cuando se conviertan en ciudadanos (217).
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Se pregunta si tal vez el ateísmo razonado puede convenir a la multitud. Respondo que todo sistema que requiere discusión no está hecho para la multitud. ¿Para qué puede servir entonces predicar el ateísmo? Al menos, puede servir para hacer sentir a todos los que razonan que nada es más extravagante que inquietarse a sí mismo, y que nada es más injusto que inquietar a los demás con conjeturas desprovistas de fundamento (224).
¡Príncipes! En lugar de tomar parte en los combates insensatos de vuestros sacerdotes; en lugar de abrazar locamente sus disputas impertinentes; en lugar de pretender someter a todos vuestros súbditos a opiniones uniformes, ocupaos de su felicidad en este mundo y no os preocupéis de la suerte que les espera en el otro. Gobernad con equidad; dadles buenas leyes; respetad su libertad y su propiedad; velad por su educación, animadlos en su trabajo, recompensad sus talentos y sus virtudes; reprimid la licencia y no os ocupéis de su forma de pensar sobre objetos inútiles para ellos y para vosotros: entonces no necesitaréis la ficción para que os obedezcan (226).
Que esté permitido a cada uno pensar como quiera; pero que nunca le esté permitido perjudicar por su manera de pensar (227).
El hombre cegado por sus prejuicios religiosos está en la imposibilidad de conocer su propia naturaleza. [...] La guerra que siempre subsistió entre los sacerdotes y los mejores espíritus de todos los siglos procede de que
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los sabios se dieron cuenta de las trabas que la superstición quiso poner en todo tiempo al espíritu humano, al que pretendió retener en una infancia eterna: solo lo llenó de fábulas, lo sumió en terrores, lo espantó con fantasmas que le impidieron ir hacia delante. (229).
Algunos filósofos antiguos y modernos han tenido el valor de tomar la experiencia y la razón como guías y de liberarse de las cadenas de la superstición. Leucipo, Demócrito, Epicuro, Estratón y otros griegos tuvieron la osadía de desgarrar el espeso velo del prejuicio y librar la filosofía de las trabas teológicas. [...] En los modernos, Hobbes, Spinoza, Bayle, etc., han andado sobre las huellas de Epicuro, pero su doctrina encontró muy pocos seguidores en un mundo todavía demasiado embriagado de fábulas para escuchar la razón.
En todas las edades, no se pudo, sin un peligro inminente, desviarse de los prejuicios que la opinión había hecho sagrados. No se permitió hacer descubrimientos de ningún género; todo lo que los hombres ilustrados podían hacer fue hablar con medias palabras y a veces, por una cobarde complacencia, aliar vergonzosamente la mentira a la verdad. Varios tuvieron una doble doctrina, una pública y otra oculta. [...] Gracias a la religión, nunca se permitió pensar en voz alta o combatir los prejuicios de los que los hombres son víctimas del engaño (239).
La religión no ha hecho más que llenar en todo tiempo la mente del hombre de tinieblas y retenerlo en la ignorancia de sus verdaderas relaciones y sus intereses verdaderos. Solo apartando sus nubes y fantasmas
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descubriremos las fuentes de la verdad, de la razón, de la moral y los motivos reales que nos deben conducir a la virtud (240).
Sistema de la naturaleza
¿Qué es en efecto un ateo? Es un hombre que destruye las quimeras perniciosas al género humano para reconducir a los hombres a la naturaleza, a la experiencia, a la razón. Es un pensador que, habiendo meditado la materia, su energía, sus propiedades y sus maneras de obrar, no necesita, para explicar los fenómenos del universo y las operaciones de la naturaleza, imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres de razón, que, lejos de permitir conocer mejor esta naturaleza, solo la hacen caprichosa, inexplicable, incognoscible, inútil para felicidad de los hombres. [•••]
Si por ateos se entiende hombres desprovistos de entusiasmo, guiados por la experiencia y el testim onio de sus sentidos, que no ven en la naturaleza más que lo que hay realmente en ella o lo que tienen al alcance, que no perciben y no pueden percibir más que la materia, esencialmente activa y móvil, diversamente combinada, gozando por sí misma de diversas propiedades y capaz de producir todos los seres que vemos; si por ateos se entiende físicos convencidos que, sin recurrir a una causa quimérica, que pueden explicar todo por las solas leyes del movimiento, por las relaciones subsistentes entre los seres, por sus afinidades, sus analogías, sus atracciones y repulsiones,
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sus proporciones, sus composiciones y descomposiciones; si por ateos se entiende gente que no sabe lo que es un espíritu y que no ve la necesidad de espiritualizar o hacer incomprensibles las causas corporales, sensibles y naturales, que ve únicamente actuar, que no encuentra que sea mejor un medio de conocer la fuerza motriz del universo separarla para darla a un ser situado fuera del gran todo, a un ser de una esencia totalmente inconcebible y cuya morada no se puede indicar; si por ateos se entiende hombres que convienen de buena fe que su mente no puede ni concebir ni conciliar los atributos negativos y las abstracciones teológicas con las cualidades humanas y morales que se atribuyen a la divinidad, u hombres que pretenden que de esta mezcla incompatible no puede resultar más que un ser de razón, visto que un espíritu puro está destituido de los órganos necesarios para ejercer cualidades y facultades humanas; si por ateos se designa a hombres que rechazan un fantasma, cuyas cualidades odiosas y disparatadas no sirven más que para turbar y sumir al género humano en una demencia muy perjudicial; si, digo, pensadores de esa especie son a los que se llama a ateos, no se puede dudar de su existencia y habría un gran número de ellos si las luces de la sana física y de la recta razón estuvieran más difundidas; entonces no serían considerados insensatos ni furiosos, sino hombres sin prejuicios, cuyas opiniones, o si se quiere ignorancia, serían mucho más útiles al género humano que las ciencias y las vanas hipótesis que desde hace tiempo son las verdaderas causas de sus males (libro II, capítulo XI).
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Sylvain de Maréchal
Diccionario de ateos antiguos y modernos
Dios no siempre ha existido [...]. El ateo es el que, replegándose sobre sí mismo y librándose de todos los lazos que le han hecho contraer a pesar suyo, o inconscientemente, remonta a través de la civilización a ese antiguo estado de la especie humana, y apoderándose a su alrededor de los prejuicios de todo color, se acerca lo más posible a ese tiempo afortunado en que no se sospechaba de la existencia divina, en que se trabajaba bien, en que uno se contentaba solo con los deberes de la familia. El ateo es el hombre de la naturaleza.
Sin embargo, situado hoy en día en una esfera más complicada y más estrecha, cumple con sus obligaciones de ciudadano y se resigna a los decretos de la necesidad. Lamentándose de los pilares viciosos de las instituciones políticas, golpeando con su desprecio a los que las organizan tan mal, se somete al orden público en que se encuentra; pero no se le ve hacerse jefe de partido o de opinión. Nunca se le encuentra en la ruta banal que conduce a los empleos útiles o brillantes. Consecuente con sus principios, vive en medio de sus contemporáneos corruptos o corruptores como ese viajero que, teniendo que atravesar playas fangosas, se guarda del veneno de los reptiles: no está expuesto a ensordecer con sus silbidos; camina entre esos seres malhechores sin tomar su paso tortuoso o rampante. [...]
El verdadero ateo no es tanto aquel que dice: «¡No!, no quiero un Dios», como el que dice: «Puedo ser sabio sin un Dios».
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El verdadero ateo no razona con más argucia contra la existencia de Dios. Al contrario, los teólogos más cortos podrían confundirlo si llegara a enfrentarse con ellos; pero les diría con ingenuidad para acabar de una vez con el asunto:
«¡Doctores! ¿Hay un Dios en el cielo? Esta pregunta para mí no es más importante que esta: ¿hay animales en la luna? ¡Este es mi símbolo, en una sola línea, doctores!
No tengo más necesidad de un Dios que él de mí. (discurso preliminar.)
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Ateos hegelianos
Ludwig Feuerbach
Im esencia del cristianismo
La religión es la esencia infantil de la humanidad [...]. Por eso el desarrollo histórico en las religiones consiste en que lo que la religión anterior
consideraba algo objetivo, ahora se considera subjetivo, es decir, lo que se contemplaba y veneraba como Dios, se reconoce ahora como algo humano. La religión anterior es para la posterior idolatría: el hombre ha venerado su propia esencia (53-4).
La religión, al menos la cristiana, es la relación del hombre consigo mismo, o mejor dicho: con su esencia, pero la relación con su esencia en tanto que otra esencia. La esencia divina no es nada más que la esencia humana, o más bien: la esencia del hombre separada de los límites de lo individual, es decir, del hombre real y corporal, objetivado, es decir, contemplado y venerado como otro, distinto de él, de su propia esencia. Todas las determinaciones de la esencia
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divina son por tanto determinaciones de la esencia humana (54-55).
Cuanto más se niega lo sensual más sensual es el dios al que se le sacrifica lo sensual (72).
Así cambian las cosas. Lo que ayer era todavía religión, hoy ya no lo es, y lo que hoy se considera ateísmo mañana se considerará religión (79).
El curso de la religión solo se diferencia del curso del hombre natural o racional en que el camino que este hace en línea recta como la más corta lo describe en una línea curva, incluso en una línea circular. El hombre natural permanece en su patria porque se siente a gusto y está totalmente satisfecho. La religión, que comienza en una insatisfacción, en una discordia, abandona la patria, se aleja, pero solo para sentir la felicidad de la patria más vivamente en la lejanía. El hombre se separa de sí mismo en la religión, pero solo para volver una y otra vez al mismo punto de donde ha partido. El hombre se niega, pero solo para afirmarse de nuevo, incluso glorificándose. Así rechaza también el más acá, pero solo para afirmarlo de nuevo como el más allá finalmente. El más acá perdido y recobrado, que resplandece con más claridad en la alegría del reencuentro, es el más allá. El hombre religioso renuncia a las alegrías de este mundo, pero solo para alcanzar las alegrías celestiales, o más bien renuncia a ellas porque ya está en posesión de las alegrías al menos celestiales. Las alegrías celestiales son las mismas que las de aquí, solo que liberadas de las barreras y adversidades de esta vi-
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da. La religión llega así, pero dando un rodeo, al destino, al destino de la felicidad, hacia el que el hombre natural vuela en línea recta. La esencia en imagen es la esencia de la religión. La religión sacrifica la cosas a la imagen. El más allá es el más acá en el espejo de la fantasía: la imagen que encanta en el sentido de la religión es el modelo del más acá: esta vida real es solo una apariencia, un reflejo de esa vida espiritual figurada. El más allá es el más acá embellecido, contemplado en la imagen, purificado de toda materia grosera (279-80).
La religión anuda en su doctrina la maldición y la bendición, la perdición y la bienaventuranza. Bienaventurado es el que cree; desventurado, perdido, condenado el que no cree en ella. No apela a la razón, sino al sentimiento, al instinto de felicidad, a las emociones de temor y esperanza (285).
El concepto supremo, el ser supremo de la religión es Dios; el crimen supremo es, por tanto, dudar de Dios, o tal vez dudar de que Dios existe (286).
La gracia divina es el poder mistificado del azar (288).
Por esto, casi hasta en los tiempos más recientes, la creencia en el diablo estaba íntimamente unida con la creencia en Dios, de manera que la negación del diablo valía, para el ateísmo, lo mismo que la negación de Dios (289).
La religión no sabe absolutamente nada por sí misma de la existencia de las causas segundas; esto es más
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bien para ella la piedra de escándalo, pues el reino de las causas segundas, el reino sensible, la naturaleza es precisamente lo que separa a los hombres de Dios, a pesar de que Dios, como Dios real, es de nuevo un ser sensible. Por eso la religión cree que llegará un día en que este muro de separación caerá. Llegará, un día en que no habrá naturaleza, materia, cueipo alguno, al menos ninguno que separe al hombre de Dios: habrá un día en que solo existirán Dios y las almas piadosas (290-1).
Toda cosmogonía especulativa religiosa es una tautología (292).
Todo efecto inmediato de Dios es un milagro; el milagro es esencial a la concepción religiosa. La religión explica todo de manera milagrosa. Se comprende por sí mismo que el milagro no siempre ocurra, del mismo modo que el hombre no siempre rece. Pero que el milagro no se produzca es algo que está fuera de la esencia de la religión, es exclusivo de la concepción natural o sensible. Donde comienza la religión empieza el milagro (296).
El milagro fáctico es solo una expresión afectiva de la religión: un momento de excitación. Los milagros solo se producen en casos extraordinarios en los que, por ejemplo, el ánimo esta exaltado, por esto hay también milagros de la ira. No se hacen milagros a sangre fría (296-7).
Una consecuencia necesaria de esa contradicción es el ateísmo. La existencia de Dios tiene la esencia de
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una existencia empírica o sensible, sin tener, sin embargo, la señal distintiva de la misma; es en sí una cosa de experiencia y, sin embargo, no es un objeto de experiencia en la realidad. Exhorta al hombre mismo a buscarla en la realidad; le preña con representaciones y pretensiones sensibles; por lo que, si estas no se satisfacen y encuentra más bien la experiencia en contradicción con estas representaciones, entonces está totalmente justificado para negar esa existencia (306).
El ateísmo fue considerado, y sigue siendo considerado ahora, la negación de todos los principios morales, de todos los fundamentos y vínculos morales: si Dios no existe, queda suprimida toda diferencia entre lo bueno y lo malo, la virtud y el vicio. La diferencia solo reside entonces en la existencia de Dios, la verdad de la virtud no está en sí misma, sino fuera de ella. Aunque la existencia de la virtud está unida a la existencia de Dios, pero no por una intención virtuosa, no por una convicción del valor intrínseco y contenido de la virtud. Al contrario, la creencia en Dios, como la condición necesaria de la virtud, es la creencia en la nulidad de la virtud por sí misma (307-8).
Solo la fantasía resuelve la contradicción de una existencia al mismo tiempo sensible y no sensible; solo
. la fantasía protege del ateísmo. En la imaginación la existencia tiene efectos sensibles: la imaginación se comporta como un poder; la imaginación asocia a la esencia de la existencia sensible las manifestaciones de esta. Donde la existencia de Dios es una verdad viva, una cuestión de la imaginación, se cree también en las
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manifestaciones de Dios. Donde, en cambio, el fuego de la imaginación religiosa se apaga, donde los efectos o manifestaciones sensibles, unidas necesariamente a una existencia sensible en sí, desaparecen, la existencia se convierte en una muerta, en una existencia que se contradice a sí misma y cae sin remedio en la negación, en el ateísmo.
La creencia en la existencia de Dios es la creencia en una existencia especial, distinta de la existencia del hombre y de la naturaleza. Una existencia especial solo puede mostrarse de una forma especial. Esa creencia solo es por eso viva y verdadera cuando se cree en efectos especiales, manifestaciones directas de Dios, en milagros. Solo allí donde la fe en Dios se identifica con la fe en el mundo, la creencia en Dios deja de ser una especial, donde la esencia universal del mundo ocupa la totalidad del hombre, desaparece también de forma natural la creencia en los efectos especiales y en las manifestaciones de Dios. La fe en Dios se ha roto, ha encallado en la fe en el mundo, en los efectos naturales como los únicos reales. Del mismo modo que la fe en los milagros solo sigue siendo la fe en milagros históricos y pasados, así la existencia de Dios sigue siendo también solo una representación histórica, en sí misma atea (308-9).
La fe en la revelación es una fe infantil, y solo es respetable en tanto que es infantil (316).
La fe en la revelación arruina no solo el sentido y el gusto moral, la estética de la virtud; también envenena e incluso mata el sentido más divino del hombre: el sentido de la verdad, el sentimiento de la verdad (317).
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La superstición está tan necesariamente unida con la creencia en una determinada revelación histórica, en tanto que verdad absoluta, como la sofística. La Biblia contradice la moral, la razón, a sí misma en incontables ocasiones; pero es la palabra de Dios, la eterna verdad, y «la verdad no puede y no le está permitido contradecirse» (320).
Cuanto más se distancia el hombre, con el tiempo, de la revelación, cuanto más maduro está el entendimiento para la independencia, más se agudiza también necesariamente la contradicción entre el entendimiento y la fe en la revelación. Entonces, el creyente solo puede seguir preservando la santidad y la divinidad de la revelación contradiciéndose a sí mismo conscientemente, contradiciendo la verdad, el entendimiento, solo con arbitrariedades descaradas, solo con mentiras desvergonzadas, solo con los pecados contra el espíritu santo (321).
El principio supremo, el punto central de la sofística cristiana, es el concepto de Dios. Dios es la esencia humana y, sin embargo, debe ser otra esencia, sobrenatural. Dios es el ser universal y puro, la idea de ser en absoluto y, sin embargo, debe ser un ser personal e individual; o: Dios es una persona y, sin embargo, debe ser
_ Dios, lo universal, es decir, no un ser personal (322).
La incomprensibilidad religiosa no es el punto trivial que tan a menudo establece la reflexión cuando le abandona el entendimiento, sino un signo de admiración patético de la impresión que ejerce la fantasía so-
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bre el sentimiento. La fantasía es el órgano originario y la esencia de la religión (323).
Pueblos y hombres cerrados y limitados conservan la religión en su sentido original porque ellos mismos permanecen en el origen y la fuente de la religión. Cuanto más cerrado es el horizonte del hombre, cuanto menos sabe de historia, de naturaleza, de filosofía, más íntimamente depende de su religión.
Por esto los religiosos no tienen necesidad alguna de la cultura. ¿Por qué no tenían los hebreos arte y ciencia como los griegos? Porque no las necesitaban. ¿Y por qué no tenían necesidad de ellas? Jehová les reemplazó esa necesidad. En la omnisciencia divina el hombre se eleva sobre los límites de su saber; en la omni- presencia divina, sobre los límites de sus opiniones locales; en la eternidad divina, sobre los límites de su tiempo. El hombre religioso es feliz en su fantasía; tiene todo junto siempre in nuce, su maleta siempre hecha. Jehová me acompaña por todas partes; no necesito salir de mí; tengo en mi Dios la totalidad de todos los tesoros y las prendas de gran valor, todo lo que merece la pena saber y pensar. La cultura, en cambio, es dependiente del exterior, tiene varias necesidades, pues sobrepasa los límites de la conciencia sensible y de la vida misma mediante la actividad sensible y real, no mediante el poder mágico de la fantasía religiosa. Por esto, la religión cristiana no tiene en su esencia, como ya ha sido mencionado a menudo, un principio de cultura, de formación en sí, pues sobrepasa los límites y miserias de la vida terrenal solo mediante la fantasía, solo en Dios, en el cielo. Dios es todo lo que el corazón
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anhela y reclama: todas las cosas, todos los bienes. [...] Pero quien tiene todo en Dios ya está disfrutando de la dicha celestial en la fantasía. ¿Cómo podría sentir esa necesidad, esa indigencia que es impulso hacia toda cultura? La cultura solo tiene el fin de realizar el cielo terrenal; pero el cielo religioso solo se realiza o conquista a través de la actividad religiosa (326-7).
Las tres personas son solo, por tanto, fantasmas a los ojos de la razón, pues las condiciones o determinaciones por las que debería acreditarse la personalidad son suprimidas por el precepto del monoteísmo (351).
La fe separa: esto es verdad, eso es falso. Y se apropia de la verdad. La fe tiene una verdad especial, determinada, que está necesariamente unida con la negación, por su contenido. La fe, por su naturaleza, es excluyente. Solo una cosa es verdad, solo uno es Dios, solo a uno le pertenece el monopolio del hijo de Dios; todo lo demás es nada, error, ilusión. Solo Jehová es el verdadero Dios; todos los demás dioses son ídolos vanos (370).
La fe limita y embrutece al hombre; le arrebata la libertad y la capacidad de valorar debidamente las demás cosas que son diferentes de él. La fe es en sí misma
, interesada (371).
La fe da al hombre un sentimiento especial de honor y de dignidad personal. El creyente se considera excelente ante los demás hombres, por encima de los hombres naturales; se tiene por una persona distinguida, en
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posesión de derechos especiales; los creyentes son aristócratas, los incrédulos plebeyos. Dios es esa diferencia y primacía de los creyentes ante los incrédulos (372).
La Iglesia ha condenado con toda razón las demás creencias y sobre todo a los no creyentes, ya que esta condena se encuentra en la esencia de la fe. La fe aparece en un principio solo como separación imparcial de creyentes y no creyentes; pero esta separación es una división muy crítica.
El creyente tiene a Dios a favor de él, el incrédulo en contra de él — solo como posible creyente no tiene a Dios contra él, sino como verdadero incrédulo— , ahí reside justamente el fundamento de la exigencia de dejar el estado de no creyente. Lo que tiene Dios en contra de sí es fútil, erróneo, condenado, pues lo que Dios tiene en contra de sí es contra Dios mismo. Fe es sinónimo de ser bueno', no creer, de ser malo. La fe, limitada y apocada, pone todo en la convicción. El incrédulo lo es, según él, por obstinación y maldad, un enemigo Christi. La fe solo asimila, por tanto, a los creyentes, pero rechaza a los incrédulos. Es buena para con los creyentes, pero mala para con los incrédulos. En la fe yace un principio malo (375-376).
Solo el egoísmo, la fatuidad, la arrogancia de los cristianos les hace ver la paja en la fe de los pueblos no cristianos, pero no la viga en su propia fe. Solo el modo de la diferencia de fe religiosa es diferente en los cristianos que en los demás pueblos. Solo las diferencias climáticas o de los temperamentos de los pueblos fundamentan la diferencia. Un pueblo de por sí guerrero o
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de sensualidad especialmente ardiente ejercerá naturalmente su diferencia religiosa mediante actos voluptuosos o la fuerza de las armas. Pero la naturaleza de la fe como tal es en todas partes la misma. La fe, por esencia, sentencia y condena. Todas las bendiciones, todos los bienes los acumula en ella misma, en su Dios, como el amante en su amada; todas las maldiciones, toda desgracia y todo mal lo lanza sobre el incrédulo. Bendito, agradable a Dios, el creyente es partícipe de la eterna bienaventuranza; maldito, rechazado por Dios y los hombres es el incrédulo; pues lo que Dios rechaza no lo puede admitir ni respetar el hombre; sería una crítica del juicio de Dios. Los mahometanos aniquilan a los no creyentes con el fuego y la espada, los cristianos con las llamas del infierno. Pero las llamas del más allá se alzan también en el más acá para iluminar la noche del mundo incrédulo. Como el creyente goza ya aquí anticipadamente de las alegrías del cielo, así debe arder ya aquí el fuego de las hogueras para anticipar el gusto del infierno, al menos en los momentos de máximo entusiasmo por la fe. El cristianismo no decreta, en efecto, la persecución de herejes, menos aún la conversión con la fuerza de las armas. Pero en tanto que la fe condena, produce necesariamente un ánimo de hostilidad, el ánimo de donde nacen las persecuciones de herejes. Amar al hombre que no cree en Cristo es un pecado contra Cristo, significa amar al enemigo de Cristo. Lo que Dios, lo que Cristo no quiere, no puede amarlo el hombre; su amor sería contrario a la voluntad divina, un pecado por tanto. Dios quiere en efecto a todos los hom bres, pero solo cuando y porque son cristianos o al menos pueden y quieren serlo. Ser cristiano significa
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ser amado por Dios, no ser cristiano ser odiado por Dios, ser objeto de la ira divina. El cristiano solo puede amar entonces a los cristianos, a los demás solo como posibles cristianos; solo puede amar lo que la fe santifica y bendice. La fe es el bautismo del amor. El amor al hombre como hombre es solo el natural El amor cristiano es el sobrenatural el amor transfigurado, santificado; pero el cristiano solo ama a los cristianos. La frase «amad a vuestros enemigos» solo se refiere al enemigo personal pero no al enemigo público, al enemigo de Dios, al enemigo de la fe, al no creyente. Quien quiere a los hombres niega a Cristo, no cree en Cristo, reniega de su señor y de su Dios; la fe suprime los vínculos naturales de la humanidad; pone en el lugar de la unidad natural y universal una particular (376-8).
La fe es, por tanto, esencialmente partidista. Quien no está a favor de Cristo está contra Cristo. Conmigo o contra mí. La fe solo conoce enemigos o amigos, ninguna imparcialidad; solo está preocupada por sí misma. La fe es esencialmente intolerante; esencialmente porque con la fe está siempre unida necesariamente la ilusión de que su objeto es el objeto de Dios, su honor es el honor de Dios (380).
La fe es lo contrario del amor [...]; pues, como la razón, el amor es de naturaleza libre y universal, pero la fe es de naturaleza angosta y limitada. Solo donde vive la razón reina el amor universal; la razón no es otra cosa más que el propio amor universal. La fe ha descubierto el infiemo, no el amor, tampoco la razón. Para el amor, el infierno es una atrocidad, para la razón un absurdo (382).
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La fe condena: todas las acciones, todos los sentimientos que se oponen al amor, a la humanidad, a la razón, corresponden a la fe. Todas las atrocidades de la historia de la religión cristiana, de las que los creyentes dicen que no provienen del cristianismo, han tenido su origen en él porque proceden de la fe (383).
Karl Marx
Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro
Mientras le quede una gota de sangre para que su corazón lata totalmente libre, la filosofía no dejará de lanzar a sus enemigos el grito de Epicuro: «¡Impío no es el que hace tabla rasa de los dioses de la muchedumbre, sino el que adorna los dioses con las representaciones de la muchedumbre!». La filosofía no se esconde. Hace suya la profesión de fe de Prometeo: «Odio a todos los dioses». Esta profesión de fe es su propia divisa que opone a todos los dioses del cielo y de la tierra que no reconocen como divinidad suprema la conciencia que el hombre tiene de sí (prefacio).
Crítica de la filosofía del derecho de Hegel
Para Alemania, la crítica de la religión ha llegado a su término en lo esencial, y la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica. La existencia profana del error después de que se refutara su celestial oratio pro
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aris etfocis (Oración para los altares y los hogares). El hombre, que en la realidad fantástica del cielo, donde buscaba un superhombre, solo ha encontrado el reflejo de sí mismo, ya no estará dispuesto a encontrar solo la apariencia de sí, el no hombre, donde busca y debe buscar su realidad.
El fundamento de la crítica religiosa es: el hombre hace la religión, la religión no hace al hombre. La religión es en efecto la autoconciencia y el autosentimiento del hombre que aún no se ha conquistado a sí mismo o ya se ha vuelto a perder. Pero el hombre no es un ser abstracto que se acurruca fuera del mundo. El hombre es el mundo del hombre: estado, sociedad. Este estado, esta sociedad producen la religión, una conciencia invertida del mundo, porque son un mundo invertido. La religión es la teoría general de ese mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular, su point- d'honneur espiritual, su entusiasmo, su sanción moral, su solemne complemento, su base universal del consuelo y de la justificación. Es la realización fantástica de la esencia humana porque la esencia humana no posee realidad alguna verdadera. La lucha contra la religión es, por tanto, indirectamente la lucha contra ese mundo cuyo aroma espiritual es la religión.
La aflicción religiosa es, por una parte, la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, como lo es el espíritu de condiciones donde el espíritu está ausente. La religión es el opio del pueblo.
La abolición de la religión, como felicidad ilusoria del pueblo, es la exigencia de su felicidad real. La exi
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gencia de renunciar a las ilusiones sobre una situación es la exigencia de renunciar a una situación que necesita las ilusiones. La crítica de la religión es así en germen la crítica de este valle de lágrimas, cuya aureola es la religión.
La crítica ha arrancado las flores imaginarias en las cadenas, no para que el hombre lleve cadenas sin fantasía o consuelo, sino para que arroje las cadenas y coja las flores vivas. La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, actúe, dé forma a su realidad como un hombre desengañado y que ha entrado en razón para moverse alrededor de sí mismo, de su sol real. La religión solo es el sol ilusorio que se mueve alrededor del hombre, mientras que él no se mueve alrededor de sí mismo (introducción).
Manuscritos de 1844
El ateísmo es una negación de Dios, y por esta negación pone la existencia del hombre (111).
Max Stirner
El único y su propiedad
Han surgido dudas contra los dogmas cristianos en el curso del tiempo, te han arrebatado durante mucho tiempo de la creencia en la inmortalidad de tu espíritu; sin embargo, has dejado una cosa sin sacudir y una verdad sigue sin examinar: que el espíritu es tu mejor parte
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y que lo espiritual tiene más derechos en ti que todo lo demás. A pesar de tu ateísmo, estás de acuerdo con el creyente en la inmortalidad en el fervor contra el egoísmo (31).
Del mismo modo que el yo pensante, en el entusiasmo del pensamiento pierde con facilidad la vista y el oído, el entusiasmo espiritual te ha cogido y ahora anhelas con todas tus fuerzas convertirte en espíritu completamente y quedar absorbido en el espíritu. El espíritu es tu ideal, lo inalcanzable, el más allá: el espíritu se llama tu... Dios, «Dios es espíritu».
Contra todo lo que no es espíritu eres un fanático, y por eso muestras tu celo contra ti mismo [...]. En lugar de decir: «Soy más que espíritu», dices con compunción; «Soy menos que espíritu, el espíritu, el espíritu puro, el espíritu que no es más que espíritu, solo puedo pensarlo, pero yo no lo soy, y ya que no lo soy, entonces lo es otro, existe como otro, al que llamo “Dios”» (32).
¿En qué se basa entonces la viva creencia en los fantasmas sino en la creencia en la «existencia en general de los seres espirituales», y no se desmoronaría esta última envuelta en la desgracia si se permitiese que el intelectual atrevido pudiera agitarla? Qué golpe sufriría la propia creencia en Dios con el abandono de la creencia en los espíritus y en los fantasmas; esto lo sintieron mucho los románticos y trataron de remediar la desgraciada consecuencia no solo resucitando su mundo de cuentos maravillosos, sino sobre todo «penetrando en un mundo superior», sus sonámbulos, sus videntes de
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Prevorst, etc. Los buenos creyentes y los padres de la Iglesia no barruntaban que con la creencia en los fantasmas se derrumbaba también el suelo de la religión, que desde entonces flota en el aire. Quien ya no cree en fantasmas solo necesita seguir caminando consecuentemente en su descreencia para comprender que detrás de las cosas no se halla ningún ser aparte, ningún fantasma o, lo que ingenuamente se toma por sinónimo de la palabra, ningún espíritu (35).
Mira a tu alrededor, en la cercanía y en la lejanía, por todas partes te rodea un mundo fantasmal: siempre tienes «apariciones» o visiones. Todo lo que se te aparece es solo la apariencia de un espíritu que vive dentro, es una aparición fantasmal, el mundo es solo, «un mundo de apariciones», tras el cual el espíritu acciona su esencia. «Ves espíritus».
¿Piensas compararte con los antiguos, que veían dioses por todas partes? Los dioses, mi querido moderno, no son espíritus. Los dioses no reducen el mundo a una apariencia y no lo espiritualizan (36).
Lo sagrado solo existe para el egoísta que no se reconoce a sí mismo, para el egoísta involuntario. [...] para el egoísta que no quisiera ser egoísta y se humilla, es decir, que combate su egoísmo, pero al mismo
-tiempo solo se humilla a sí mismo para «elevarse», esto es, para satisfacer su egoísmo. Porque le gustaría dejar de ser egoísta, busca en el cielo y en la tierra seres superiores a los que pueda servir y sacrificarse. Pero por más que se agita y se mortifica, finalmente todo lo hace por amor a sí mismo y el desacreditado
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egoísmo no se aleja de él. Por eso lo llamo el egoísta involuntario (37).
Lo extraño es una característica de lo «sagrado». En todo lo sagrado hay algo «inquietante», es decir, extraño, donde no nos sentimos en absoluto en casa (38).
Los ateos se burlan del ser superior, al que se adora bajo el nombre de ser supremo, o étre supréme, y pisotean en el polvo una prueba de su existencia tras otra, sin reparar que ellos mismos niegan el antiguo para conseguirle un nuevo lugar porque necesitan un ser superior (38).
Lo que en el universo trasguea y su ser misterioso e inconcebible mueve es justamente el espectro enigmático al que llamamos ser supremo. Llegar al fondo de ese espectro, concebirlo, descubrir la realidad que haya en él (demostrar la «existencia de Dios»), es el trabajo al que se han consagrado los hombres durante siglos. Se han torturado con la imposibilidad espantosa de ese trabajo de Danaides sin fin de convertir el espectro en un no espectro, lo irreal en lo real, el espíritu en una persona completa y corporal. Detrás del mundo existente buscaron la «cosa en sí», la esencia, buscaron detrás de la cosa la quimera (40).
Lo que en un principio se tenía por la existencia, como el mundo y lo que a él se refiere, aparece ahora como mera apariencia, y lo que existe verdaderamente es más bien la esencia, cuyo reino se llena de dioses, espíritus, demonios, esto es, de esencias buenas y ma
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las. Solo este mundo invertido, el mundo de las esencias, existe ahora verdaderamente. El corazón humano puede quedarse sin amor, pero su esencia existe, el «Dios que es amor». El pensamiento humano puede perderse en el error, pero su esencia, la verdad, existe: «Dios es la verdad», etc.
La religión es solo conocer y reconocer la esencia y nada más que la esencia: su reino es un reino de la esencia, del espectro y del fantasma.
El afán de hacer inteligible el espectro o de concebir el absurdo ha logrado un fantasma corporal, un fantasma o un espíritu con un cuerpo real, un fantasma corpóreo. Cómo se han atormentado los cristianos más poderosos y geniales para comprender esa aparición fantasmal. Constantemente perduró la contradicción de dos naturalezas, la divina y la humana, es decir, la fantasmal y la sensible: perduró el espectro más fantástico, una quimera (41).
Solo Cristo sacó a la luz del día la verdad de la cuestión, que el espíritu auténtico o el fantasma auténtico es el hombre. El espíritu corporal o corpulento es justamente el hombre: él mismo es la horrible esencia y a la vez la apariencia y la existencia o el estar ahí. A partir de entonces al hombre ya no le espantan los fantasmas exteriores, sino él mismo: se horroriza de sí mismo. El fantasma se ha puesto un cuerpo, Dios se ha hecho hombre, pero el hombre no es nada más que el horripilante espectro al que trata de perseguir, de conjurar, de sondear, de hacerlo realidad y verbo: el hombre es espíritu. Que el cuerpo se marchite con tal de que el espíritu se salve: todo depende del espíritu, y la «salva
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ción del alma» o del espíritu requiere toda la atención. El hombre mismo se ha convertido en un fantasma, en un inquietante espectro, al que se le ha asignado un lugar determinado en el cuerpo (La controversia sobre el lugar del alma, si en la cabeza, etc.) (42).
No pienses que bromeo o que hablo en sentido figurado cuando considero a esos hombres que se afe- rran a lo superior, y porque la inmensa mayoría pertenece a estos, casi todo el mundo de los hombres, verdaderos locos, locos de encerrar. ¿A qué se llama entonces una «idea fija»? Una idea que ha sometido el hombre a sí mismo. Si reconocéis que semejante idea fija es una locura, encerráis a su esclavo en un manicomio. ¿Acaso es la verdad de la fe, de la que no podemos dudar; la majestad, por ejemplo, del pueblo que uno no puede sacudirse (quien lo hace es culpable de lesa majestad); la virtud, contra la que el censor no permite ninguna palabra para que la moralidad permanezca pura; no son estas ideas fijas? ¿No es todo el estúpido parloteo, por ejemplo, de la mayoría de nuestros periódicos la palabrería de locos que sufren de la idea fija de la moralidad, la legalidad, el cristianismo, etcétera, y que solo parece que vagan libres porque el manicomio en que pasean tiene un gran espacio? Toca la idea fija de semejante loco y enseguida tendrás que guardarte las espaldas de la malicia del loco. Porque estos grandes lunáticos son como los llamados pequeños lunáticos que se abalanzan en sigilo contra quien toque su idea fija. Primero le roban las armas, le roban la libertad de expresión, y luego se precipitan sobre él con sus uñas. [...]
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Que un pobre loco en el manicomio esté poseído por el delirio de que es Dios Padre, emperador de Japón, el espíritu santo, etc., o que un ciudadano acomodado se imagine que su destino consista en ser un buen cristiano, un fiel protestante, un ciudadano leal, un hombre virtuoso, es al mismo tiempo una y la misma «idea fija» (43).
¡Sí, la idea fija es lo verdaderamente sagrado! (44).
Es precisamente entre la gente cultivada donde el fanatismo está en casa, ya que un hombre es culto en cuanto que está interesado por las cosas espirituales y el interés por lo espiritual, cuando es vivo, es y debe ser fanatismo-, hay un fanático interés por lo sagrado (fa- num). [...]
Fíjate cómo un «hombre moral» se conduce, que hoy en día piensa a menudo que ha acabado con Dios y arroja el cristianismo como algo caduco. Si se le pregunta si alguna vez ha dudado que la cópula entre hermano y hermana es incesto, que la monogamia es la verdad del matrimonio, que la piedad es un deber sagrado, etc., entonces un estremecimiento moral se apoderará de él al pensar que estuviese permitido tocar a su hermana como a una mujer, etc. ¿Y de dónde procede este estremecimiento? De su creencia en esos mandatos morales. E sta/e moral hunde sus profundas raíces en su pecho. Por más que levante la voz contra los piadosos cristianos, sigue siendo completamente cristiano sin embargo, esto es, un cristiano moral. En la forma de la moralidad, el cristianismo lo mantiene prisionero, y un
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prisionero en la fe. La monogamia debe ser algo sagrado, y quien viva en la bigamia será castigado como un criminal; quien cometa incesto sufre como un criminal. Aquí se muestran de acuerdo con esto los que gritan sin cesar que la religión no debe considerarse en el estado y que el judío debe ser un ciudadano igual que el cristiano. ¿No son el incesto y la monogamia un dogma defel Si se le toca, se experimentará en qué medida este hombre moral es un héroe de la fe también, a despecho de Krummacher, de Felipe II. Ellos luchaban por la fe de la Iglesia, este por la fe del estado o las leyes morales del estado. Basándose en los artículos de fe, ambos condenan al que actúa de manera distinta de lo que permite su fe. Tiene grabada la marca del «crimen» y puede languidecer en el reformatorio o en prisión. ¡La fe moral es tan fanática como la fe religiosa! (45-6).
Si se golpean las verdades tradicionales particulares (por ejemplo, los milagros, el poder ilimitado de los príncipes), entonces los ilustrados lo hacen también y solo los creyentes antiguos se lamentan. Pero si se golpea la verdad misma, inmediatamente se tiene a ambos, como creyentes, por enemigos. Lo mismo ocurre con las moralidades: los creyentes severos son intransigentes, las cabezas ilustradas son más tolerantes. Pero el que ataca la moralidad misma tiene que vérselas con ambos. «Verdad, moralidad, justicia, luz, etc.» deben ser y permanecer sagrados (46-7).
Así, se puede considerar aquí ese movimiento racionalista que, después de que los teólogos han insistido durante mucho tiempo en que solo la fe era capaz de
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aprehender las verdades religiosas, que solo Dios se revelaba a sí mismo a los creyentes y que, por tanto, solo el corazón, los sentimientos, la fantasía creyente era religiosa, irrumpió con la afirmación de que el «entendimiento natural», la razón humana, era también capaz de conocer a Dios. ¿Qué significa esto sino que la razón también reclama ser la misma soñadora que la fantasía? En este sentido, Reimarus escribió sus Vornehmsten Wahrheiten der natürlichen Religión (Las verdades más relevantes de la religión natural). Tuvo que llegar a la conclusión de que todo el hombre con todas sus facultades se muestra religioso; el corazón y los afectos, el entendimiento y la razón, los sentimientos, el conocimiento y la voluntad; en resumen, todo en el hombre aparece religioso. Hegel mostró que hasta la filosofía es religiosa. ¿Y a qué no se llama hoy religión? La «religión del amor», la «religión de la libertad», la «religión política», en una palabra, todo entusiasmo. Así es también de hecho (48-9).
El cristianismo ha pretendido liberamos de la determinación de la naturaleza, de los apetitos que impulsan, que el hombre, a propósito, no debería dejarse determinar por los apetitos. Esto no implica que no deba tener ningún apetito, sino que no deben poseerlo, que no pueden hacerse fijos, incontrolables, indisolubles. Lo que ahora el cristianismo (la religión) trama contra los apetitos podemos aplicarlo a su propio precepto de que el espíritu (pensamiento, representaciones, ideas, creencias, etc.) debe determinarnos. ¿Podemos pretender que tampoco el espíritu, la representación o la idea pueda determinarnos y convertirse en algo fijo e invio
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lable o «sagrado»? Entonces esto llevaría a la disolución del espíritu, la disolución de todos los pensamientos, de todas las representaciones. Como entonces había que decir: «Debemos poseer sin duda apetitos, pero los apetitos no deben poseernos», ahora se dice: «Debemos poseer sin duda espíritu, pero el espíritu no debe poseernos» (62-3).
Pues hay una gran diferencia entre los sentimientos y los pensamientos que a través de otras cosas son estimulados en mí y los que me son dados. Dios, inmortalidad, libertad, humanidad, etc., son grabados en nosotros desde la infancia como pensamientos y sentimientos que ya mueven nuestro interior con más o menos fuerza, ya nos gobiernan inconscientemente, o en naturalezas más ricas pueden hacerse presentes en sistemas y obras de arte; nunca son sentimientos estimulados, sino que son dados porque tenemos que creer en ellos y aferrarnos a ellos. Que un absoluto exista y que tengamos que aceptar, sentir y pensar este absoluto es asegurado por los que emplean todas las fuerzas de su espíritu en conocerlo y en explicarlo.
La diferencia reside entonces en si los sentimientos son dados o son solo estimulados. Los últimos son propios, egoístas porque no son grabados, dictados ni insertados en mí como sentimientos; los primeros los recibo abiertamente, los conservo como una herencia, los cultivo y soy poseído por ellos. Quién no se ha dado cuenta alguna vez, consciente o inconscientemente, de que toda nuestra educación tiene como fin provocar sentimientos en nosotros, introducírnoslos, en lugar de dejar que los produzcamos nosotros mismos, salgan co
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mo salgan. Si oímos el nombre de Dios, tenemos que sentir devoción; si oímos el de su majestad el príncipe, entonces debe ser recibido con reverencia, veneración y respeto; si oímos el de la moral, entonces tenemos que pensar que oímos algo inviolable; si oímos algo del mal o de los malvados, tenemos entonces que temblar. [...]
No debemos sentir en cada cosa y en cada nombre que aparece ante nosotros lo que podríamos o nos gustaría sentir; con el nombre de Dios no debemos pensar nada ridículo, no debemos sentir nada irrespetuoso, nos está prescrito y dado qué y cómo debemos sentir al oír ese nombre.
Este es el significado de las curas de almas, que mi alma o mi espíritu estén afinados como los otros piensen que está bien, no como me gustaría a mí mismo. Cuánto esfuerzo no costaría finalmente asegurarse un sentimiento de uno mismo al menos con ese u otro nombre, y reírse en la cara de muchos que esperan de nosotros una cara sagrada y una expresión contenida ante su discurso. Lo dado nos resulta ajeno, no es en nosotros propio, y por eso es «sagrado», y es difícil deshacerse del «sagrado horror» de su presencia. [...]
Hoy se oye alabar de nuevo «la seriedad», «la seriedad en los asuntos y negociaciones de mucha importancia», «la seriedad alemana», etc. Esta especie de seriedad proclama claramente hasta qué punto se han vuelto viejas y graves la locura y la posesión. Ya que no hay nada más serio que un lunático cuando llega al corazón de su locura: pues ya no acepta bromas sobre su celo (veánse los manicomios) (64-5).
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Schopenhauer
Sobre la religión
Además, desde que la ultima ratio theologorum (la última razón de los teólogos), la hoguera, se ha quedado fuera de suyo, ese medio de gobierno (la monarquía) ha perdido mucho en eficacia. Pues, como ya sabes, las religiones son como las luciérnagas: necesitan la oscuridad para iluminar. Cierto grado de ignorancia general es la condición de todas las religiones, es el elemento en el que solo pueden vivir. Al contrario, en cuanto la astronomía, las ciencias naturales, la geología, la historia, el conocimiento de los países y los pueblos extienden su luz universalmente y la filosofía puede tomar la palabra, entonces toda fe basada en el milagro y la revelación debe derrumbarse, después de lo cual la filosofía ocupa su lugar. En Europa, a finales del siglo xv, con la llegada de los eruditos neogriegos, rompió ese día del conocimiento y de la ciencia, su sol se elevó cada vez más alto durante los siglos xvi y x v i i , tan fecundos, y disipó la niebla de la Edad Media. En la misma medida tuvieron que sumer
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girse paulatinamente la Iglesia y la fe; por eso, en el siglo xvm los filósofos ingleses y franceses pudieron alzarse ya directamente contra ellas, hasta que finalmente, bajo Federico el Grande, llegó Kant, que quitó a la fe religiosa el apoyo que la filosofía le había prestado hasta entonces y emancipó a la ancilla theologiae (la criada de la filosofía). [...] Como consecuencia de ello vemos en el siglo xix el cristianismo muy debilitado, abandonado casi por completo de toda fe seria y debatiéndose por su propia existencia (382).
A lo largo del recorrido descrito puedes observar que la razón y la fe se comportan como los dos platillos de una balanza: a medida que una sube baja la otra (383).
Y para juzgar el éxito (del cristianismo), solo necesitamos comparar la Antigüedad con la Edad Media que le siguió, por ejemplo el siglo de Pericles con el siglo xiv. Apenas se puede creer que en ambas instituciones políticas uno tiene delante de sí la misma clase de naturaleza: allí el más bello desarrollo de la humanidad, instituciones políticas admirables, leyes sabias, magistrados inteligentemente distribuidos, una libertad racionalmente regulada, las artes completas, la poesía y la filosofía en su cima [...]. Y ahora mira hacia aquí, si puedes. Mira el tiempo en que la Iglesia mantenía encadenados los espíritus y la violencia, los cuerpos. [...]. Ahí encuentras el derecho del más fuerte, el feudalismo y el fanatismo en estrecha alianza, y como consecuencia de ellos una ignorancia y un oscurantismo espantosos, su intolerancia correspondiente, las contiendas sobre la fe, las guerras de religión, las
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cruzadas, las persecuciones de los heréticos y las inquisiciones (385-6).
En comparación con los siglos cristianos posteriores, los antiguos fueron indiscutiblemente menos crueles que la Edad Media con sus sofisticadas torturas mortales e innumerables hogueras. Además, los antiguos eran muy tolerantes, daban especial importancia a la justicia, se sacrificaban a menudo por la patria, mostraban rasgos de generosidad de toda clase y una humanidad tan auténtica que, hasta hoy en día, el conocimiento de su acción y pensamiento se llaman humanidades. Las guerras de religión, las matanzas religiosas, las Cruzadas, la Inquisición, junto con otras inquisiciones, exterminios de la población indígena americana y la introducción de los esclavos africanos en su lugar fueron fruto del cristianismo, y no se puede encontrar nada análogo o que contrapese en los antiguos: pues los esclavos de los antiguos, \& familia, los vernae (esclavos), una especie satisfecha y fiel al amo, son tan diferentes de los desgraciados negros de las plantaciones de azúcar que inculpan a la humanidad como sus colores respectivos. La tolerancia de la pederastía, sin embargo censurable, que se reprocha a la moral de los antiguos es, comparada con los horrores cristianos, una bagatela [...]. ¿Puedes afirmar, considerándolo todo bien, que la humanidad ha mejorado moralmente en realidad gracias al cristianismo? (387).
Imagina que todas las leyes criminales sean abolidas de repente mediante proclamación pública; creo que ni tú ni yo tendríamos siquiera el valor de ir desde
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aquí a casa bajo la protección de los motivos religiosos. En cambio, de la misma manera, si toda la religión fuera declarada falsa, entonces viviríamos bajo la protección de las leyes, antes como después, sin que aumentaran especialmente nuestro temor y reglas de precaución. Pero quiero decirte algo más: las religiones tienen más a menudo una influencia decididamente desmoralizadora. Se puede afirmar en general: que lo que se añade a los deberes hacia Dios se sustrae a los deberes hacia los hombres, al ser muy agradable sustituir la falta de buena conducta hacia estos por las adulaciones hacia aquel (391).
La influencia desmoralizadora de las religiones es, por tanto, menos problemática que la moralizadora. ¡Qué grande y cierta debería ser esta, en cambio, para ofrecer una compensación a las crueldades que las religiones, especialmente la cristiana y la mahometana, han provocado y las calamidades que han traído al mundo! Piensa en el fanatismo, en las interminables persecuciones, ante todo las guerras de religiones, esa sangrienta locura de la que los antiguos no tenían idea; después en las Cruzadas, que fueron una carnicería completamente injustificable durante dos siglos para conquistar, al grito de guerra «Dios lo quiere», la tierra del que predicó el amor y la tolerancia; piensa en la expulsión y exterminio de moros y judíos de España; piensa en la noche de San Bartolomé, en las inquisiciones y en otros tribunales de heréticos, no menos en las grandes conquistas sangrientas de los mahometanos en tres continentes; pero también en los cristianos en América, cuyos habitantes fueron exterminados en su mayoría, en Cuba incluso en su totalidad y, según
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Las Casas, fueron asesinados en cuarenta años doce millones de hombres, bien entendido todo in maiórem Dei glóriam y para la propagación del evangelio, y porque además quien no era cristiano no era considerado tampoco un hombre (392-3).
Realmente, esta es la peor cara de las religiones, que los creyentes de una contra los de todas las demás consideran que todo les está permitido y por eso se conducen contra ellos con la mayor atrocidad y crueldad: así, los musulmanes contra los cristianos y los hindúes; los cristianos contra los hindúes, musulmanes, los pueblos americanos, negros, judíos, herejes, etc. Sin embargo, voy demasiado lejos si digo todas las religiones, pues, en honor de la verdad, debo añadir que las crueldades fanáticas surgidas de ese principio solo nos son conocidas realmente por los adeptos a las religiones monoteístas, solo, en consecuencia, por el judaismo y por sus dos ramificaciones, el cristianismo y el islam (395).
Sin duda, la cuestión se presenta de otra manera si tenemos en cuenta la utilidad de las religiones como sostén de los tronos. Pues, en la medida en que se conceden por la gracia de Dios, el altar y el trono mantienen un riguroso parentesco. Por lo que cada príncipe prudente que quiera su trono y a su familia aparecerá ante su pueblo constantemente como un ejemplo de verdadera religiosidad (396).
Ambos (fe y saber) son en cualquier caso cosas radicalmente diferentes que deben permanecer estrictamente separadas por su bien mutuo, de manera que ca
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da una siga su camino, sin ni siquiera hacer caso a la otra (398).
En cambio, el secreto fundamental y la astucia primordial de los curas, de toda la tierra y de todas las épocas, sean brahmánicos, musulmanes, budistas o cristianos, son los siguientes. Los curas han reconocido correctamente y han comprendido bien la gran fuerza y el carácter indeleble de la necesidad metafísica del hombre; entonces pretenden estar en posesión de satisfacerla, puesto que la palabra del gran enigma les ha llegado directamente por una vía extraordinaria. Una vez que han hecho creer a los hombres en ese milagro, pueden dirigirlos y dominarlos a su antojo (399).
Al dogma de Agustín se añade también que de la masa del género humano corrompida, y por ello relegada a la condena eterna, solo muy pocos, como consecuencia de la gracia y de la predestinación, serán juzgados justos y por tanto serán felices; a los demás, en cambio, les aguarda la perdición merecida, esto es, el tormento del infierno. Tomado sensu proprio, el dogma es indignante. Pues, debido a sus penas eternas del infierno, no solo expía los pecados y la incredulidad de una vida de a menudo apenas veinte años mediante tormentos sin fin, sino que se añade que esa condena casi universal es realmente un efecto del pecado original y por tanto una consecuencia necesaria de la primera caída (403).
Por ejemplo, De Civitate Dei, lib. 13, c. 21, la cuestión, tomada en abstracto, viene a decir esto: un
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Dios crea un ser de la nada, le confiere prohibiciones y mandatos, y como estos no son cumplidos, lo tortura durante una eternidad sin fin con todos los suplicios imaginables; para tal fin, une entonces el cuerpo y el alma inseparablemente (De Civit. Dei, lib. 13, c. 2; c. 11 in fine y 24 in fine), para que la tortura de este ser nunca pueda aniquilarlo mediante su separación y así resiste, sino que viva eternamente en un dolor eterno; este pobre diablo de nada, que al menos tiene un derecho sobre su nada primordial, cuya última retraite (refugio), que en ningún caso puede ser muy mala, debería serle legítimamente conservada como su propiedad hereditaria. No puedo dejar de simpatizar al menos con él. Si se añade el resto de las teorías de Agustín, esto es, que todo eso no depende realmente de sus acciones, sino que estaba predeterminado por una elección de la gracia, ya no se sabe realmente qué más se puede decir (404-5).
Aquí se clarifica por qué, hasta el día de hoy, se han aferrado al dogma del libre arbitrio mordicas (pertinazmente); a pesar de que desde Hobbes hasta mí todos los pensadores serios y sinceros lo han rechazado como absurdo, como se puede comprobar en mi obra premiada y laureada, Sobre la libertad de la voluntad. Por supuesto, era más fácil quemar a Vanini que refutarlo; por eso, después de que le cortaran la lengua, prefirieron lo primero (406).
En verdad, si me preguntara un asiático evolucionado qué es Europa, tendría que responderle: es una parte del mundo que está poseída completamente por la
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idea inaudita e increíble de que el nacimiento del hombre es un comienzo absoluto y que ha sido producido a partir de la nada (407).
El diablo es en el cristianismo una persona de lo más necesaria como contrapeso a toda la bondad, toda la sabiduría y la omnipotencia de Dios, pues, suponiendo estas cualidades, no es posible prever en absoluto de dónde podrían venir los males del mundo predominantes, innumerables y sin límites, si el diablo no estuviera para hacerse cargo de ellos (407).
Otro error fundamental del cristianismo, que hay que mencionar en esta ocasión y no dejar a un lado, y que a diario manifiesta sus consecuencias funestas, es que, de un modo contranatural, ha arrancado al hombre del mundo animal, al que pertenece sin embargo por esencia, y quiere aceptarlo totalmente solo, considerando los animales directamente somo cosas; mientras que el brahmanismo y el budismo, fieles a la verdad, reconocen decididamente el evidente parentesco del hombre, como en general con toda la naturaleza, con el de los animales ante todo y casi siempre, y lo representan sin cesar, por la metempsícosis o de otra manera, en relación estrecha con el mundo animal (408).
Dicho error fundamental es una consecuencia de la creación a partir de la nada, según la cual el creador, capítulos 1 y 9 del Génesis, confía al hombre todos los animales como meros objetos y sin recomendarle en absoluto un buen trato, como lo hace la mayoría de las veces un comerciante de perros cuando se separa de su pupilo pa
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ra que domine sobre ellos y haga con ellos lo que le parezca bien. A continuación, en el segundo capítulo, lo nombra primer profesor de zoología, dándole el encargo de ponerles los nombres que deben llevar a partir de entonces, que es solo otra vez el símbolo de su dependencia completa de él, esto es, de su ausencia de derechos. [...] Pero, desgraciadamente, las consecuencias de esto se hacen sentir hasta el día de hoy, porque se han transmitido al cristianismo, en cuyo honor habría que dejar de decir por esta razón que su moral sería la más perfecta. Realmente, adolece de una imperfección grande y esencial consistente en que limita sus prescripciones al hombre y deja sin derechos a todo el mundo animal. Por eso, ahora, para protegerlo de la masa grosera e insensible, a menudo más que bestial, la policía debe tomar el lugar de la religión y, como esto no basta, se crean sociedades protectoras de animales por todas paites en Europa y América (409). Que se considere, en cambio, la atrocidad escandalosa con que nuestro populacho cristiano se comporta contra los animales, los mata totalmente en vano y por diversión, los mutila o los tortura [...]. Se podría decir en verdad: los hombres son los demonios de la tierra, y los animales las almas atormentadas (411).
Es manifiesto en el tiempo que la concepción judía de la naturaleza en Europa, al menos en lo que se refiere a los animales, llega a su fin, y la eterna esencia, que vive en todos los animales como en nosotros, sea reconocida, respetada y considerada como tal (413).
Los animales, en lo principal y en lo esencial, son totalmente lo mismo que lo que somos nosotros, y la di-
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ferencia reside solo en el grado de inteligencia, es decir, en la actividad del cerebro, que admite igualmente grandes diferencias entre las diversas especies animales; esto es para que los animales tengan un trato más humano (415).
De la misma manera que el politeísmo es la personificación de partes y de fuerzas singulares de la naturaleza, el monoteísmo lo es de toda la naturaleza, de una sola vez.
Pero cuando intento representarme que me encuentro ante un ser individual al que le diría: «¡Creador mío! En otro tiempo no he sido nada, pero tú me has creado, de manera que ahora soy algo, y precisamente soy yo»; y seguiría diciéndole: «Te agradezco este favor»; e incluso para terminar: «Si no he servido para nada, es mi culpa». Debo confesar que, como consecuencia de mis estudios filosóficos e hindúes, mi cabeza se ha vuelto incapaz de soportar semejante pensamiento (416).
Que se haga un ídolo de madera, de piedra, de metal o se componga de conceptos abstractos, es lo mismo: sigue siendo una idolatría, en cuanto se tiene ante sí un ser personal al que se le ofrecen sacrificios, se le invoca, se le dan las gracias. No es tan diferente, en el fondo, ofrecer sus ovejas o sus inclinaciones. Cada rito o plegaria pone de manifiesto indiscutiblemente la idolatría (416-7).
Las religiones son las hijas de la ignorancia, a cuyas madres no sobreviven mucho tiempo (431).
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Así es evidente que los pueblos intentan poco a poco sacudirse el yugo de la creencia: los síntomas de ello se aprecian en todas partes, aunque en cada país esto se lleva a cabo de una manera diferente. La causa es el saber en exceso que se ha desarrollado entre ellos. Los conocimientos de toda clase, que se multiplican día a día y se extienden cada vez más en todas direcciones, ensanchan el horizonte de cada uno según su esfera, tanto que, finalmente, tiene que alcanzar una magnitud frente a la que los mitos, que constituyen el esqueleto del cristianismo, se encogen tanto que la creencia ya no puede agarrarse a él. [...] La fe y el saber no son compatibles en la misma cabeza: son como el lobo y el cordero en una jaula, el saber del lobo intenta devorar a su vecino (432).
Una moral y una moralidad verdaderas no dependen de ninguna religión, por más que cada una sancione a la otra asegurándole un apoyo (431).
La fe es como el amor, no se puede obtener por la fuerza. Por ello es una empresa insegura querer instaurarla o consolidarla mediante imposiciones estatales: pues como la tentativa de imponer el amor produce el odio, la de imponer la fe solo logra la descreencia legítima (432).
La ignorancia es el suelo (de la fe) (433).
En los siglos precedentes la religión era un bosque, tras el que los ejércitos podían cobijarse y ocultarse. El intento de repetir esto en nuestros días no ha dado buen
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resultado. Pues después de tantos intentos, ahora solo es un bosquecillo, en el que se esconden ocasionalmente maleantes. Por esto uno debe protegerse de los que quisieran enredar en todo y salir a su encuentro con el refrán más arriba citado: detrás de la cruz está el diablo1 (434).
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Friedrich Nietzsche
La voluntad de poder
La lógica psicológica es esta: el sentimiento de poder, cuando se apodera de un hombre repentina y violentamente —y este es el caso en todos los grandes afectos—, le provoca una duda sobre su persona: no se atreve a imaginarse como causa de este sorprendente sentimiento. Y de este modo asigna una persona más fuerte, una divinidad, a este caso.
In summa, el origen de la religión reside en los sentimientos extremos de poder que, como algo extraño, sorprenden al hombre; del mismo modo que el enfermo que siente un miembro demasiado pesado y extraño y llega a la conclusión de que otra persona está sobre él, el ingenuo homo religiosas se disocia en muchas personas. La religión es un caso de altération de la personalité. Una especie de sentimiento de miedo y terror de sí mismo... Pero al mismo tiempo es un sentimiento extraordinario de felicidad y de elevación... Entre los enfermos basta la sensación de salud para creer en Dios, en la cercanía de Dios (aforismo, 135).
1 En español en el original.
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¿Qué otorga autoridad cuando no se tiene a mano el poder físico (ni ejército, ni armas en absoluto)? ¿Cómo se consigue la autoridad sobre los que poseen el poder físico y la autoridad? Se compite con el respeto profundo a los príncipes, a los conquistadores victoriosos, a los sabios estadistas.
Solo despertando la fe pueden tener en las manos un poder más fuerte, superior: Dios. Nada es bastante fuerte: se necesita la mediación y el ministerio de los sacerdotes. Se ponen en medio como indispensables; como condiciones de existencia necesitan: 1. Que se crea en la absoluta superioridad de su Dios, en su Dios; 2. Que no hay otra acceso directo a Dios. La segunda exigencia sola crea el concepto de «heterodoxia»; la primera el de «no creyente» (esto es, que cree en otro Dios) (140).
Las morales y las religiones son el medio principal para hacer del hombre lo que se quiera: siempre que se posea un exceso de fuerzas creativas y se pueda imponer su voluntad en largos periodos de tiempo (144).
Pagano-cristiano. Pagano es decir sí a lo natural, al sentimiento de inocencia en lo natural, «la naturalidad».
Cristiano es decir no a lo natural, es el sentimiento de indignidad en lo natural, la an ti naturalidad (147).
La gran mentira en la historia: ¡como si la corrupción del paganismo hubiera sido lo que abrió el camino al cristianismo! ¡Pero fue el debilitamiento y la moralización de los hombres antiguos! ¡Ya le precedía la interpretación de los instintos naturales como vicioí ! (150).
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La Iglesia es exactamente lo contrario de lo que Jesús predicó, y lo contrario de lo que enseñó a combatir a sus discípulos (168).
La profunda indignidad con la que se condena toda vida fuera de la cristiana: no les basta con hacerse una idea vulgar de sus enemigos, necesitan nada menos que la calumnia global de todo lo que ellos no son (188).
«¿Qué hacer para creer?», una pregunta absurda. Lo que en el cristianismo es un error es abstenerse de todo lo que Cristo ordenó hacer (193).
Despreciaban el cuerpo: no lo tenían en cuenta, lo trataban incluso como un enemigo. Su delirio era creer que se podía llevar de un lado a otro un «alma bella» en un aborto de cadáver... Y para hacerlo comprensible también a los demás, necesitaron evaluar el concepto «alma bella» de manera distinta, invertir el valor natural hasta que finalmente una criatura pálida, enfermiza, idiotamente fanática fue considerada como la perfección, como «angelical», como transfiguración, como hombre superior (226).
¿Qué es entonces esta lucha del cristianismo contra la «naturaleza»? ¡No nos dejemos engañar por sus palabras e interpretaciones! Es la naturaleza contra algo que sigue siendo naturaleza. Miedo en muchos, náusea en algunos, cierta espiritualidad en otros, el amor de un ideal sin carne ni deseo, de una «salida de la naturaleza» en los hombres superiores; estos quieren emular su
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ideal. Se entiende que la mortificación en lugar del orgullo, la prudencia angustiosa frente a los deseos, la emancipación de los deberes comunes (con lo que de nuevo se crea un sentimiento elevado de jerarquía), el estímulo de una lucha constante por cosas prodigiosas, la costumbre de la efusión de sentimientos; todo esto compone un tipo: en él predomina la excitabilidad de un cuerpo atrofiado, pero el nerviosismo y su inspiración se interpretan de otra manera. El gusto de esta especie de naturalezas se vuelve a 1. A lo sutil, 2. A lo florido, 3. A los sentimientos extremos. Sin embargo, las inclinaciones naturales se satisfacen, pero con una nueva manera de interpretación, por ejemplo, como «justificación ante Dios», «sentimiento de redención en la gracia» (así se interpreta cada sentimiento de bienestar apremiante), el orgullo, la voluptuosidad, etc. Problema general: ¿Qué ocurre con el hombre que difama lo que es natural y reniega prácticamente de ello y lo degrada? Efectivamente, el cristiano se muestra como una forma exagerada de autodominio: para domar sus deseos, parece que necesita aniquilarlos o mortificarlos (228).
En la medida en que el cristianismo sigue apareciendo hoy necesario, el hombre sigue siendo brutal y siniestro (236).
La gaya ciencia
Nuevos combates.— Después de que Buda murió, se expuso su sombra durante siglos en una caverna, una sombra formidable y terrible. Dios ha muerto, pero la
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especie humana está hecha de tal manera que quizá seguirá durante milenios en cavernas en cuyo fondo se expondrá su sombra. ¡Y a nosotros nos hace falta vencer su sombra! (aforismo 108).
El loco.— ¿No habéis oído hablar de ese loco que en la luminosa mañana encendió una linterna, se precipitó en el mercado y gritó sin cesar: «Estoy buscando a Dios! ¡Estoy buscando a Dios!». Puesto que allí estaban reunidos muchos de los que no creen en Dios provocó una gran carcajada. ¿Es que se ha perdido?, decía uno. ¡Es que se ha extraviado como un niño?, decía otro. ¿O es que está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado? — así gritaban y reían alborotados. El loco se colocó de un salto en medio de ellos y los atravesó con la mirada. «¿Dónde ha ido Dios?, exclamó, ¡os lo voy a decir! \Lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo pudimos vaciar el mar de un trago? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos soltando esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacía dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿Nos precipitamos sin cesar? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia delante, hacia todos los lados? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos empaña con su aliento el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No se abate la noche y otra vez la noche sin cesar? ¿No tenemos que encender las linternas por la mañana? ¿No oímos nada todavía del ruido de los enterradores que sepultan a Dios? ¿No olemos nada todavía de la putrefacción divina? ¡También
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los dioses se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue estando muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, los asesinos de todos los asesinos? Lo más santo y poderoso que el mundo poseía hasta ahora se ha desangrado entre nuestros cuchillos. ¿Quién nos limpiará esta sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ceremonias expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de este acto? ¿No deberíamos convertirnos en dioses nosotros mismos solo para aparecer dignos de ellos? Nunca hubo un hecho tan grande [...].» En este punto el loco se calló y examinó de nuevo a sus oyentes; ellos también se callaron y le miraron extrañados. Finalmente, arrojó su linterna al suelo, que se rompió en pedazos y se apagó. «Vengo demasiado pronto», dijo entonces, «aún no ha llegado el momento para mí. Este tremendo acontecimiento está todavía en camino, de viaje, aún no ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan tiempo también después de que hayan ocurrido para ser vistos y oídos. Este hecho sigue estando más lejos de ellos que los astros más alejados, ¡y sin embargo ya ha ocurrido!». Se cuenta todavía que el loco, ese mismo día, se precipitó en varias iglesias y que entonó su réquiem aeternam deo. Expulsado e interrogado, siempre respondía esto: «¿Qué son estas iglesias aún, sino las criptas y las tumbas de Dios?» (125).
Contra el cristianismo.—Ahora dicta sentencia nuestro gusto contra el cristianismo, ya no nuestras razones (132).
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Demasiado oriental.—-¿Cómo? ¡Un Dios que ama a los hombres a condición de que crean en él y arroja miradas y amenazas terribles contra los que no creen este amor! ¿Cómo? ¡Un amor con cláusulas como sentimiento de un Dios todopoderoso! (141).
Excelsior.— [...] Hay un lago que un día se prohibió desaguar y lanzó un dique allí donde hasta entonces desaguaba: desde ese momento ese lago no deja de elevarse cada vez más. Tal vez sea precisamente esa renuncia la que nos proporcione también la fuerza con la que se pueda soportar la renuncia misma; tal vez a partir de entonces el hombre no deje de elevarse cada vez más allí donde ya no desagüe en un Dios (285).
Lo que significa nuestra serenidad.—Nuestra serenidad.—El más grande acontecimiento reciente — a saber, que «Dios ha muerto», que la creencia en el Dios cristiano ha caído en descrédito— comienza desde ahora a extender su sombra sobre Europa. Al menos, para una minoría de raros, dotados de una sospecha bastante penetrante, de una mirada bastante sutil para este espectáculo, parece, en efecto, que algún sol acaba de declinar, que alguna vieja y profunda confianza se haya puesto en duda: a esos debe parecer nuestro viejo mundo cada día más crepuscular, más desconfiado, más extraño, «más viejo». Pero de un modo esencial se puede decir que el acontecimiento en sí es demasiado grande, y está demasiado lejano, mucho más allá de la facultad conceptual de la mayoría para que se pueda pretender que la noticia haya llegado; y mucho menos que algunos se hayan dado cuenta de lo que realmente ha pasa-
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do... de todo lo que debe desmoronarse a partir de ahora, una vez socavada esta creencia, por haberse fundado y construido sobre ella, por haber crecido dentro de ella: por ejemplo, toda nuestra moral europea. Esta larga y fecunda sucesión de rupturas, destrucciones, hundimientos, subversiones, que se aproxima: ¿quién la adivinaría hoy suficientemente para erigirse en el maestro, el anunciador de esta formidable lógica de terror, el profeta de un oscurecimiento, de un eclipse de sol como jamás se ha producido en este mundo? Nosotros, adivinos de nacimiento, que permanecemos como a la espera en las montañas, situados entre hoy y mañana, tendidos entre las contradicciones de hoy y mañana, nosotros los primogénitos prematuros del siglo por venir, que desde ahora deberíamos poder discernir las sombras que están a punto de proyectarse sobre Europa: ¿a qué se debe que incluso nosotros esperemos la venida de este oscurecimiento sin que nos afecte realmente y, sobre todo, sin preocupación ni temor por nosotros? Estamos tal vez demasiado cerca de las consecuencias inmediatas de este acontecimiento.
Y estas consecuencias inmediatas, sus consecuencias, no son para nosotros, como contrariamente tal vez se podría esperar, en absoluto tristes ni tenebrosas, sino más bien como una luz, una felicidad, un alivio, una serenidad, un aliento, una nueva aurora difícil de describir. En efecto, nosotros los filósofos y «espíritus libres», con la nueva de que «el viejo dios ha muerto», nos sentimos iluminados por una nueva aurora, nuestro corazón, con esta nueva, rebosa de reconocimiento, de asombro, de presentimiento, de espera, por fin el horizonte aparece de nuevo despejado, aunque no totalmen-
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te claro, por fin nuestras naves pueden emprender libremente su curso, lleno de riesgos, por fin está de nuevo permitida toda audacia de conocimiento, y el mar se abre de nuevo ante nosotros, y tal vez nunca hubo un «mar» tan «abierto» (343).
En qué medida nosotros también seguimos siendo piadosos.— Se dice con fundamento que en la ciencia las convicciones no tienen derecho de ciudadanía: solo cuando se deciden a rebajarse a la modestia de una hipótesis, a adoptar el punto de vista provisional de un ensayo experimental, de una ficción reguladora a la que se puede conceder el acceso e incluso un cierto valor en el dominio del conocimiento con la limitación adicional de permanecer bajo la vigilancia policial de la desconfianza. Pero si se mira más de cerca, ¿no significa eso que la convicción solo es admisible en la ciencia cuando deja de ser convicción? ¿No empezaría la disciplina del espíritu científico solo cuando ya no se permite convicción alguna?... Probablemente es así; queda por saber si no sería necesario, para que semejante disciplina pueda instaurarse, que haya ya convicción, una convicción tan imperiosa y tan absoluta que fuerce a las demás convicciones a sacrificarse por ella. Se ve que la ciencia, también ella, descansa sobre una fe, y que no podría existir una ciencia incondicionada. El problema de saber si la verdad es necesaria no debe solamente haber encontrado su respuesta afirmativa por anticipado; esta respuesta debe también afirmarla de tal modo que exprese el principio, la creencia, la convicción de que «nada es tan necesario como la verdad y que con relación a ella, lo demás solo tiene una importancia secun-
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daría». Esta absoluta voluntad de verdad: ¿qué es? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? ¿Es la voluntad de no engañar? La voluntad de verdad podría ser interpretada, en efecto, en el último sentido a condición de que se subordinase a la generalización: «no quiero engañar», incluyendo el caso particular «no quiero engañarme». ¿Pero por qué no engañar?, ¿por qué no dejarse engañar? Hay que hacer notar que las razones del primer caso se encuentran en un dominio diferente que las del segundo. Uno no quiere dejarse engañar porque considera que ello es perjudicial, peligroso, nefasto. En este sentido, la ciencia sería el resultado de una larga astucia, de una precaución, de una utilidad contra la que se podría con justicia objetar: ¿cómo?, ¿el hecho de no querer dejarse engañar disminuiría realmente los riesgos de encontrar cosas perjudiciales, peligrosas, nefastas? ¿Qué sabéis de antemano del carácter de la existencia para establecer si la mayor ventaja está del lado de la desconfianza absoluta o de la confianza absoluta? Pero en el caso en que ambas cosas fueran necesarias, mucha confianza, mucha desconfianza: ¿de dónde sacaría la ciencia su creencia absoluta, la convicción que le sirve de base, de que la verdad es más importante que cualquier otra cosa, incluso más que cualquier otra convicción? Precisamente esta convicción no habría podido formarse si la verdad y la no verdad se revelaran am bas útiles al mismo tiempo, como en efecto sucede. En consecuencia, la fe en la ciencia, esta fe que es incontestable, no puede, entonces, haberse originado en semejante cálculo de utilidad; al contrario, se ha formado a pesar de la demostración constante de la inutilidad y el peligro de la «voluntad de verdad», de la «verdad a
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cualquier precio». «A cualquier precio»: ¡Ay! ¡Sabemos perfectamente lo que esto quiere decir por haber sacrificado en este altar una creencia tras otra! En consecuencia, la «voluntad de verdad» no significa «No quiero dejarme engañar», sino —y no hay elección—- «no quiero engañar, ni siquiera a mí mismo»: con lo que estamos en el terreno de la moral. Pues se hará bien interrogándose: «¿Por qué no quieres engañar?» máxime cuando podría haber apariencia, ¡y por supuesto que hay apariencia! Que la vida no está hecha más que para la apariencia, quiero decir para el error, la impostura, el disimulo, la ocultación, la autoocultación, mientras que por otra parte, la gran forma de la vida se ha mostrado efectivamente del lado de los polítropoi menos escrupulosos. Semejante propósito podría ser, para expresarme con suavidad, una quijotada, un pequeño desvano entusiasta: podría tratarse de algo mucho peor, de un principio destructor hostil a la vida... «Voluntad de verdad» — podría ser una oculta voluntad de muerte— . De modo que la pregunta «¿por qué la ciencia?» se reduce al problema moral; ¿por qué en absoluto la moral?, ¿si la vida, la naturaleza, la vida, son «inmorales»? Sin duda alguna, lo verídico en este sentido audaz y radical, tal como lo presupone la creencia en la ciencia, afirma por ello otro mundo, que el de la vida, la naturaleza y la historia; y en tanto que afirma este otro mundo ¿cómo? ¿no tiene que negar por ello mismo su antípoda, este mundo, nuestro mundo?... Pero ya se habrá comprendido dónde quiero llegar, a saber, que siendo una creencia metafísica sobre la que reposa nuestra creencia en la ciencia — y que nosotros que hoy buscamos el conocimiento, nosotros los sin dios y antimetafísicos, segui
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mos tomando nuestro fuego del incendio que una vieja fe milenaria ha provocado, esta fe cristiana que fue también la fe de Platón y que admitía que Dios es la verdad y que la verdad es divina. Pero qué pasaría si eso se des- credita cada vez más, si nada se muestra ya como divino, sino el error, la ceguera, la mentira— , ¿si Dios mismo se revelase como nuestra más larga mentira? (344).
Nuestro punto de interrogación.— [...] ¿Quiénes somos entonces? Si quisiéramos denominamos sencillamente con una expresión antigua «sin dios» o «incrédulos» o también «inmoralistas», creeríamos estar lejos de quedar definidos: somos estas tres cosas en un estadio demasiado posterior para que se comprenda, para que ustedes puedan comprender, señores curiosos, cómo se siente uno en ese caso. ¡No! ¡Ya no es con la amargura y la pasión del hombre emancipado con la que este debe transformar su descreencia en una creencia, en una meta, incluso en un martirio! Nos hemos empapado en la comprensión, por lo que nos hemos vuelto fríos y duros, de que el curso del mundo no es en absoluto divino, ni siquiera según la medida humana racional, misericordioso o justo: nosotros lo sabemos, el mundo en que vivimos es no divino, inmoral, «inhumano». Solo lo hemos interpretado durante demasiado tiempo de manera falsa y mendaz, pero según el deseo y la voluntad de nuestra veneración, esto significa según una necesidad. ¡Pues el hombre es un animal que venera! [...] (346).
Los creyentes y su necesidad de fe.— [...] También hoy en Europa, según mi parecer, la mayoría sigue te
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niendo la necesidad de cristianismo: por eso sigue habiendo fe. Pues el hombre está hecho así: un artículo de fe puede serle mil veces refutado — suponiendo que le sea necesario seguirá teniéndolo por «verdadero»— según aquella célebre «prueba de fuerza» de la que habla la Biblia. Algunos siguen teniendo necesidad de metafísica; pero también ese imperioso afán de certeza, que hoy se descarga en las amplias masas de forma científica y positivista, el afán que quiere tener algo estable [...]: esto sigue siendo también el afán de un apoyo, de un sostén, brevemente, ese instinto de los débiles que las religiones, las metafísicas y las convicciones de todo tipo no crean en efecto, sino que conservan. Alrededor de todos estos sistemas positivistas se expande la humareda de cierto oscurecimiento pesimista, algo de fatiga, fatalismo, desengaño, miedo a nuevos desengaños —o la exposición de rencor, mal humor, el anarquismo-exasperación y todo lo que hay de síntomas o mascaradas de sentimiento de debilidad. Incluso la violencia con la que nuestros contemporáneos más sensatos se pierden en pobres rincones y recovecos, por ejemplo, el patrioterismo (así llamo lo que en francés significa «chauvinisme», en Alemania «alemán»), o en las profesiones de fe de los estetas a la manera del naturalismo parisino (que solo extrae y expone la parte de la naturaleza que al mismo tiempo provoca asco y asombro, hoy gustan llamar a esta parte la verité vraie) o en el nihilismo según el modelo de San Petersburgo (esto es en la creencia en la descreencia, hasta el martirio por ello), muestra siempre ante todo la necesidad de fe, de apoyo, de columna vertebral, de respaldo... Siempre se desea más la creencia, se necesita de forma más im-
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periosa allí donde falta voluntad: pues la voluntad es, como sentimiento de mando, el signo decisivo de dominio de sí mismo y fuerza. Esto es, cuanto menos sabe mandar alguien, más desea de manera imperiosa a alguien que le mande, que le mande con autoridad, a un dios, a un príncipe, un estamento, un médico, un confesor, un dogma, una conciencia de partido. De donde habría que concluir tal vez que las dos religiones universales, el budismo y el cristianismo, pudieron haber encontrado el fundamento de su desarrollo y especialmente de su repentina expansión en una tremenda enfermedad de la voluntad. Y así pasó en verdad: ambas religiones encontraron un afán por un «tú debes» llevado al absurdo por una enfermedad de la voluntad y que va hasta la desesperación, ambas religiones fueron profesoras de fanatismo en épocas de atonía de la voluntad y ofrecieron con eso a innumerables personas un apoyo, una nueva posibilidad de querer, un placer en el querer. El fanatismo es en efecto la única «fuerza de voluntad» a la que también se puede llevar a los débiles y a los inseguros, en la medida en que es una especie de hipnotización de todo el sistema sensible-intelectual en provecho de la alimentación sobreabundante (hipertrofia) de una única forma de ver y de sentir que domina en ese momento: Cristo la llama su fe. Donde un hombre llega a la convicción fundamental de que deben mandarlo, se convierte en «creyente»; al revés, se podría pensar un placer y una fuerza de la autodeterminación, una libertad de la voluntad con las que un espíritu despide toda creencia, todo deseo de seguridad, ejercitado como está para poder sostenerse sobre cuerdas y posibilidades ligeras e incluso para danzar junto a los
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abismos. Un espíritu así sería el espíritu libre par exce- Henee (347).
El viejo problema: ¿qué es alemán?.— [...] Scho- penhauer fue como filósofo el primer ateo confeso e inquebrantable que los alemanes hemos tenido: en esto consistía el fondo de su enemistad con Hegel. La no divinidad de la existencia era para él algo dado, palpable, indiscutible, cada vez que veía a alguien dudar y andarse con rodeos en esta cuestión perdía su sangre fría de filósofo y se enfurecía. En este punto se halla toda su integridad: el ateísmo incondicional, sincero, es precisamente el presupuesto de su formulación de los problemas, como una victoria final, conseguida con dificultad, de la conciencia europea, como el acto más rico en consecuencias de la educación bimilena- ria para la verdad, que al final se prohíbe la mentira de la creencia en Dios... Se ve lo que realmente ha vencido al Dios cristiano: la propia moral cristiana, el concepto de veracidad tomado en un sentido cada vez más estrecho, la sutilidad de los confesores de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en concien-cia científica, la limpieza intelectual a cualquier precio (357).
LA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
La genealogía de la moral
El sacerdote ascético es el deseo encarnado de ser de otro modo, de estar en otro sitio, es en efecto el grado máximo de ese deseo, su auténtico fuego, su auténtica pasión (Tratado III, 13).
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... la necesidad de médicos y enfermeros que estén ellos mismos enfermos: y ahora tenemos y retenemos el sentido del sacerdote ascético con ambas manos. Lo debemos considerar el salvador predestinado, pastor y abogado del rebaño enfermo: solo de este modo comprendemos su tremenda misión histórica. El dominio sobre los que sufren es su reino [...]. No hay duda de que lleva consigo ungüentos y bálsamos; pero primero necesita herir, para ser médico; mitigando el dolor que la herida provoca, envenena la herida al mismo tiempo [...]: el sacerdote es el que cambia la dirección del resentimiento. Cada persona que sufre busca instintivamente una causa de su sufrimiento; con más exactitud, un autor, con más precisión aún, un autor culpable susceptible de sufrimiento; en una palabra, algo vivo sobre el que se pueda descargar sus afectos de hecho o in ejfi- gie con cualquier pretexto: pues la descarga de afectos es el mayor intento de desahogo, es decir, de aturdimiento por parte del que sufre, su narcótico anhelado sin querer contra el tormento de cualquier tipo [...]. «Estoy sufriendo: por tanto, alguien debe ser culpable», así piensa toda oveja enfermiza. Pero su pastor, el sacerdote ascético, le dice: «¡Está bien, ovejita mía! A lguien tiene que ser culpable, pero tú misma eres ese alguien, tú misma eres la única culpable, ¡tú misma eres la única culpable de ti!»... Esto es bastante atrevido, bastante falso, pero con ello se ha logrado al menos una cosa, con ello se ha cambiado, como ya se ha dicho, la dirección del resentimiento (III, 15).
Lo único que me interesa señalar aquí es esto: el ideal ascético sigue teniendo también en, la esfera más
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espiritual por el momento una clase de auténticos enemigos y danmificadores: son los comediantes de ese ideal, ya que despiertan desconfianza. En todos los demás sitios en que hoy el espíritu trabaja duro, con fuerza y sin falsedades, prescinde por completo del ideal: la expresión popular para esta abstinencia es «ateísmo», descontada su voluntad de verdad. Esta voluntad, sin embargo, este resto de ideal, es, si se quiere creerme, aquel ideal mismo en su formulación más estricta y espiritual; totalmente esotérico, desnudo de todo accesorio, de modo que no es tanto su resto como su núcleo. El ateísmo incondicional y sincero (y solo su aire lo respiramos nosotros, nosotros los hombres más espirituales de esta época) no está, según esto, en oposición a ese ideal, como hace suponer; solo es más bien una de sus últimas fases de desarrollo, una de sus formas finales y de sus consecuencias internas: es la catástrofe que impone respeto de una disciplina bimilenaria para la verdad, que al final se prohíbe la mentira de la fe en Dios. (El mismo proceso evolutivo ha tenido lugar en la India de forma totalmente independiente, por lo que demuestra algo; el mismo ideal que obliga a la misma conclusión [...].) ¿Qué ha vencido realmente, preguntando con todo rigor, al Dios cristiano? La respuesta está en mi Gaya ciencia, p. 290 (epígrafe, 357): «La propia moralidad cristiana [...]». Todas las grandes cosas perecen por sí rnismas, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la «autosupera- ción» necesaria en la esencia de la vida; al final siempre se dice al propio legislador: «patere legem, quam ipse tulisti» (padece la ley que tú mimo promulgaste). De esta manera pereció el cristianismo como dogma, en
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su propia moral; de esta manera debe morir ahora también el cristianismo como moral, estamos en el umbral de este acontecimiento. Después de haber sacado una conclusión tras otra, la veracidad cristiana extrae finalmente su conclusión más fuerte, su conclusión contra sí misma, esto ocurre cuando se pregunta: ¿ Qué significa toda voluntad de verdad?... Y aquí vuelvo a tocar mi problema, nuestro problema, mis desconocidos amigos (pues todavía no conozco ningún amigo): ¿qué sentido tendría todo nuestro ser, si no es el que esa voluntad de verdad tome conciencia en nosotros de sí misma como problema!... En este tomar conciencia de sí de la voluntad de verdad perece a partir de ahora, no cabe duda alguna, la moral (III, 27).
El Anticristo
Ni la moral ni la religión, en el cristianismo, están en contacto con ningún punto de la realidad. Causas manifiestamente imaginarias («Dios», «alma», «yo», «espíritu», «libre albedrío», o también «el no libre»); efectos manifiestamente imaginarios («pecado», «redención», «gracia», «castigo», «perdón de los pecados»). Una relación entre seres imaginarios («Dios», «espíritus», «almas»); una ciencia de la naturaleza imaginaria (antropocéntrica; absoluta falta del concepto de las causas naturales); una psicología imaginaria (manifiestos malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables, por ejemplo, de los estados del nervus sympathicus, con ayuda del lenguaje mimético de idiosincrasia religiosa-
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moral: «arrepentimiento», «remordimiento de conciencia», «tentación del demonio», la cercanía de Dios») (aforismo 15).
El concepto cristiano de Dios.—Dios como Dios de los enfermos, Dios como araña, Dios como espíritu, es uno de los conceptos más corruptos de Dios que se han logrado en la tierra; quizá representa incluso el nivel inferior de la evolución descendente del tipo de los dioses. ¡Dios mutado a ser la oposición de la vida, en lugar de ser su glorificación y eterno sü ¡En Dios se declara la hostilidad a la vida, la naturaleza, la voluntad de vivir! ¡Dios, la fórmula para cada calumnia del «más acá», para cada mentira del «más allá»! ¡En Dios la nada se diviniza, la voluntad de nada se canoniza!... (18).
El sacerdote desvaloriza, desacraliza la naturaleza: solo a este precio se mantiene. La desobediencia a Dios, esto es, al sacerdote, a la ley, recibe ahora el nombre de «pecado»; los medios de «reconciliarse de nuevo con Dios» son, naturalmente, los medios con los que solo la sumisión a los sacerdotes se garantiza más sólidamente aún: solo el sacerdote «redime»... Si se calcula psicológicamente, los pecados se hacen imprescindibles en toda sociedad organizada sacerdotalmente: son los verdaderos mecanismos del poder, el sacerdote vive de los pecados, necesita que se «peque»... Máxima suprema: «Dios perdona al que cumple penitencia», en cristiano: al que se somete al sacerdote (26).
Se me ha entendido. El principio de la Biblia encierra toda la psicología del sacerdote. El sacerdote so-
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lo conoce un gran peligro: es la ciencia, el sano concepto de causa y efecto. La ciencia, sin embargo, solo crece, en conjunto, en felices circunstancias, para conocer hay que tener tiempo, hay que tener espíritu de más para «conocer»... «En consecuencia, hay que hacer desgraciado al hombre», esta fue en todo tiempo la lógica del sacerdote. Ya se adivina lo que, según esta lógica, vino al mundo con ello en primer lugar: el pecado... El concepto de culpa y castigo, todo el orden moral del mundo se inventó contra la ciencia, contra la liberación del hombre del sacerdote (49).
¿Qué significa entonces ser honesto en las cuestiones del espíritu? ¡Ser con el corazón, despreciar los «bellos sentimientos, formar una conciencia a partir de cada sí y cada no! La fe hace feliz: luego, miente... (50).
El cristianismo necesita la enfermedad, más o m enos como los griegos necesitan un exceso de salud; poner enfermo es la auténtica intención oculta de todo el sistema de procedimientos de salvación de la Iglesia. Y la Iglesia misma, ¿no es el manicomio católico como último ideal? (51).
Nadie es libre de hacerse cristiano: uno no se «convierte» al cristianismo; hay que estar bastante enfermo para ello... (51).
[...] una religión [...] que se convenció de que puede llevar de un lado para otro un «alma perfecta» en un cadáver de cuerpo, para lo que necesitó fabricar un nue
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vo concepto de «perfección», un ser pálido, enfermizo, idiotamente entusiasmado, la llamada «santidad»... ¡la santidad, solo una serie de síntomas del cuerpo empobrecido, extenuado, sin remedio corrompido!... (51).
Que los mártires prueban algo de la verdad de una cosa es tan poco verdadero que yo negaría que un mártir haya tenido que ver algo con la verdad (53).
No nos engañemos: los grandes espíritus son escépticos. Zaratustra es un escéptico. Los fuertes, la libertad de la fuerza y del exceso de fuerza del espíritu se prueba mediante el escepticismo (54).
Las convicciones son cárceles (54).
La libertad de toda clase de convicción pertenece a la fortaleza, el poder mirar con libertad (54).
La gran pasión usa, consume convicciones, no se somete a ellas, se sabe soberana. Al contrario: la necesidad de fe, de cualquier cosa incondicional para el sí o para el no, el carlylismo, si se me quiere perdonar esta palabra, es una necesidad de la debilidad. El hombre de fe, el «creyente» de todo tipo es necesariamente un hombre dependiente, alguien que no puede fijarse a sí mismo como meta, que no puede fijar metas a partir de sí mismo. El creyente no se pertenece, solo puede ser un medio, debe ser consumido, necesita a alguien que lo consuma. Su instinto concede la máxima distinción a una moral de la desimismación: todo le persuade a ella, su inteligencia, su experiencia, su presunción. Toda cla
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se de fe es ella misma una expresión de desimismación, de autoenajenación. Si se considera hasta qué punto resulta necesario para la mayoría algo que la regule y la ate y la sujete desde fuera, cómo la coacción, en un sentido más elevado la esclavitud, es la última y la única condición en la que el hombre de voluntad débil, especialmente la mujer, florece: entonces se entiende también la convicción, la «fe». El hombre de convicción tiene en ella su columna vertebral. No ver muchas cosas, no ser imparcial en ningún punto, ser totalmente partido, tener una óptica estricta y necesaria en todos los valores, solo eso permite que un hombre de semejante clase subsista. Pero con ello es lo contrario, el antagonista del hombre veraz, de la verdad... El creyente no es libre en absoluto de tener una conciencia para la pregunta de lo «verdadero» y no «verdadero»: ser honrado en este punto supondría su destrucción inmediata. El condicionamiento patológico de su óptica hace del convencido un fanático — Savonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, Saint-Simon— , el tipo opuesto al espíritu fuerte, que se ha hecho libre. Las grandes actitudes, sin embargo, de estos espíritus enfermos, de estos epilépticos del concepto, ejercen su influencia sobre la gran masa; los fanáticos son pintorescos, la humanidad prefiere ver gestos que oír razones... (54).
Un paso más en la psicología de la convicción, de la «fe». Ya hace tiempo propuse que se examinara si las convicciones no son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras (Humano, demasiado humano). Esta vez me gustaría plantear la pregunta crucial: ¿se da una oposición entre la mentira y la convicción? Todo el
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mundo lo cree; ¡pero qué no cree todo el mundo! Cada convicción tiene su historia, sus formas primitivas, sus tentativas y errores: se convierte en convicción después de no serlo mucho tiempo, después de serlo apenas más tiempo. ¿Cómo? ¿no podría estar también la mentira entre estas formas embrionarias de convicción? A veces solo se necesita un cambio de personas: en el hijo se hace convicción lo que en el padre todavía era una mentira. Llamo mentira a no querer ver algo que se ve, a no querer ver algo tal como se ve: no se tiene en cuenta si la mentira tiene lugar ante testigos o sin testigos. La mentira más corriente es aquella con la que uno se miente a sí mismo; mentir a otros es relativamente una excepción. Pues bien, es este no querer ver lo que se ve, este no querer verlo tal como se ve es casi la primera condición para todos los que son partido en algún sentido: el hombre de partido se vuelve mentiroso por necesidad. [...] Los sacerdotes, que son más finos en estas cosas y comprenden muy bien la objeción que hay en el concepto de convicción, es decir, de una mendacidad fundamental por servir a un fin, han heredado de los ju díos la astucia de introducir en ese lugar el concepto «Dios», «voluntad divina», «revelación divina». También Kant, con su imperativo categórico, se puso en la misma senda: su razón se hizo práctica. Hay preguntas que no corresponden al hombre decidir sobre la verdad y no verdad; todas las preguntas superiores, todos los problemas superiores de valor están más allá de la razón humana... Comprender los límites de la razón, solo esto es verdadera filosofía... ¿Para qué dio Dios la revelación al hombre? ¿Habrá hecho Dios algo superfluo? El hombre no puede saber por sí mismo lo que es bue
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no y malo, por eso Dios le enseñó su voluntad... Moraleja: el sacerdote no miente. La pregunta «verdadero» o «falso» en esas cosas de las que hablan los sacerdotes no permite mentir en absoluto. Ya que, para mentir, habría que poder decidir qué es aquí verdadero. Pero esto no lo puede hacer justamente el hombre; el sacerdote solo es, por tanto, la boca de Dios. Un silogismo sacerdotal semejante no es, en absoluto, meramente judío o cristiano: el derecho a la mentira y la astucia de la revelación pertenecen al tipo sacerdotal, tanto a los sacerdotes de la décadence como a los paganos (paganos son todos los que dicen sí a la vida, para los que «Dios» es la palabra para el gran sí a todas las cosas). La «ley», la «voluntad divina», el «libro sagrado», la «inspiración»; todo nada más que palabras para las condiciones en las que el sacerdote alcanza el poder, con las que mantiene su poder en pie. Esos conceptos se encuentran en la base de todas las organizaciones sacerdotales, de todas las formas de dominio filosófico-sacerdotales. La «mentira sagrada» — común a Confucio, al código de Manú, a Mahoma, a la Iglesia cristiana: no falta en Platón. «La verdad está ahí», esto significa allí donde se oiga: el sacerdote miente... (55).
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Origen de los textos
ANÓNIMO
Essais sur la recherche de la verité, edición crítica de Sergio Landucci, versión electrónica de Gianluca Mori, en http://www.vc.unipmn.it/~mori/e-texts/essais.htm.
Traité des trois imposteurs, edición de G. Mori en la página web ya indicada. También es conocido con el título: L’Esprit de Spinosa.
Réflexions sur l ’existence de l ’ame et sur l ’existen- ce de Dieu, en Nouvelles libertés de penser, Amster- dam, 1743.
Jordanus Brunus redivivus, editado por G. Mori en el sitio ya señalado.
Parité de la vie et de la mort, se puede encontrar en Piéces philosophiques, 1, 1771, en http://gallica. bnf.fr.
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LLA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
Henri de BOULAINVILLIERS
Doutes sur la religión suivies de L’analyse du trai- té theologi-politique de Spinosa, par le Comte du Bou- lainvilliers, Londres, MDCCLXVII.
Benoit.de MAILLET
Sentiments des philosophes sur la nature de l ’áme. Edición crítica de G. Morí. En http://www.vc.unipmn.it/ -mori/e-texts/ sentiments.htm. Está incluido en Nouve- lles libertés de penser, (pp. 63-110), Amsterdam, 1743.
Jean MESLIER
Oeuvres Completes I, II, III, prefacios y notas Jean Deprus, Roland Desnés, Albert Soboul, París, éditions anthropos, 1970.
César Chesneau DU MARSAIS
Le Philosophe, se puede encontrar la página web arriba indicada, edición de G. Morí. Está incluido en Nouvelles libertés de penser (pp. 173-204).
Nicolás FRERET
Lettre de Thrasybule á Leucippe, se cita por la edición de S. Landucci, contenida en la página web ya indicada.
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ORIGEN DE LOS TEXTOS
LA METTRIE
El hombre máquina, el arte de gozar, traducción de A. Izquierdo y M. Badiola, Madrid, Valdemar, 2000.
Denis DIDEROT
Supplément au voyage de Bougainville, Pensées philosophiques, Lettre sur les aveugles, Paris, Flamma- rion, 1972.
Lettres á Sophie Volland, Gallimard, Paris, 1984.
Barón d ’HOLBACH
Le bon sens, ou idées naturelles opposées aux idées surnaturelles, Londres, MDCCLXXIV.
Systéme de la Nature, Londres, 1770.
Sylvain MARECHAL
Dictionnaire des athées anciens et modernes, Bru- xelles, Imprimerie de J. B. Balleroy, 1832.
Ludwig FEUERBACH
Das Wesen des Christentum, Stuttgart, Reclam, 1998.
Karl MARX/Friedrich ENGELS
Hefte zur epikureischen Philosophie Differenz, der demokratischen und epitiureishen Naturphiloso-
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LLA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
phie, en Werke, Karl Dietz Verlag, Band 40, Berlín/ DDR, 1976.
7a,ir Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie. Ein- leitung (pp. 378-391), en Werke, Karl Dietz Verlag, Berlín, Band 1. Berlin/DDR. 1976.
Ókonomisch-philosophische Manuskripte aus dem jahre 1844 (misma edición, Band 40).
Max ST1RNER
Der Einzige und sein Eigentum, Francfort del Meno, Verlag der Mackay-Gesellschaft, 1986.
Arthur SCHOPENHAUER
Über die Religión, en Parerga und Paralipomena, II, Zweiter Teilband, Zúrich, Diogenes Verlag, 1977.
Friedrich NIETZSCHE
Der Wille Zur Machí, Versuch einer Umwertung aller Werte, editado por Peter Gast con la colaboración de Elisabeth Fórster-Nietzsche, Francfort y Leipzig, In- sel Verlag, 1992.
Die frohliche Wissenschaft Zur Genealogie der Moral Der Antichrist, en Kritische Studienausgabe, edi
tado por Colli y Montinari, 3, 5 y 6. Munich, dtv/de Gruyter, 1988.
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ORIGEN DE LOS TEX TOS
Algunas ediciones en español
Denis DIDEROT
Carta sobre los ciegos seguida de carta sobre los sordomudos, traducción de Julia Escobar, Valencia, Pre-Textos, 2002.
Ludwig FEUERBACH
La esencia del cristianismo, traducción de José L. Iglesias, Madrid, Trotta, 2002.
Max STIRNER
El único y su propiedad, traducción de José Rafael Hernández Arias, Valdemar, 2003.
Karl MARX
Manuscritos de economía y filosofía, traducción de Francisco Rubio Llórente, Madrid, Alianza, 2001.
Arthur SCHOPENHAUER
El dolor del mundo y el consuelo de la religión (contiene «Sobre la religión»), traducción de Diego Sánchez Meca, Madrid, Alderabán Ediciones, 1998.
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Friedrich NIETZSCHE
La gaya ciencia, traducción de José Carlos Mardo- mingo, prólogo de Agustín Izquierdo, Madrid, Edaf, 2002.
La genealogía de la moral, traducción de José Carlos Mardomingo, prólogo de Agustín Izquierdo, Madrid, Edaf, 2000.
El Anticristo, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1998.
La voluntad de poder, traducción de Aníbal Frou- fe, Madrid, Edaf, 2003.
LLA FILOSOFÍA CONTRA LA RELIGIÓN
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