CUENTOS QUE HE QUERIDO ESCRIBIR
JUAN CARLOS ORREGO
NDICE
Ms ac de la tumba de Jorge Isaacs
La mujer que hablaba dormida
Historia de un escritor y un laberinto
Rayuela
En el metro
Un lector en el infierno
Memorias de un comprador de libros
Domin
Los cuarenta ladrones y Al Bab
Cuentos que he querido escribir
ndice para consultores
MS AC DE LA TUMBA
DE JORGE ISAACS
Enamorado de carrera yo, pero
especialista en amores equivocados
Gesualdo Bufalino
Cuenta la historia que un hombre llamado Jorge Isaacs escribi alguna vez una novelita sentimental
que jams fue entendida por sus coterrneos. Bueno, esto de que jams fue entendida por sus
coterrneos no lo cuenta, en realidad, la historia; lo digo yo, Ricardo Pea, un bibliotecario de segunda,
cuarentn y abstrado, coterrneo de Jorge Isaacs.
Don Jorge fue un hombre verstil: incursion en poltica, vivi con los indios del Magdalena y estuvo
en la selva hmeda del Dagua planeando carreteras. Y miren ustedes: tambin escribi una novela. En
ella, un tal Efran -que tambin estuvo en las selvas del Dagua- llega a su tierra luego de un largo periplo
por Europa, y slo para conocer la tumba de su amada; porque ella, la inocente Mara, muri, y, creo yo,
del susto que le produjo el estar enamorada. Pero, qu ms podra habrsele ocurrido a un hombre
que estuvo en la selva asediado por los pegajosos rigores del trpico? Creo que cuando escribi la
novela, Isaacs todava estaba imaginndose a los negros del Dagua haciendo el amor con los tapires.
Quiz por ello su genio no pudo dar con un mejor final para Mara.
Pero son stos estriles devaneos: yo soy un hombre de otro siglo y tengo fijo mi pensamiento en
otras cuestiones; es decir: no en indios, no en selvas, no en tapires; sin embargo, s en mujeres.
Entonces es el mismo asunto... aunque creo no equivocarme suponiendo que a las mujeres de este siglo
ya no las matan los pnicos del amor. O quin sabe.
Empec recordando a Jorge Isaacs porque, justamente, ayer conoc su tumba: un monumento
blanco con la forma de un hombre de enorme bigote. Hay tambin por ah un ngel -o mujer?-
reclinado; en una losa situada a la espalda del escritor hay un poema que a nadie interesa, acaso conde-
nado a ser olvidado una vez ledo, pues ocurre que slo ponen sus ojos en l los dolientes que un negro
azar arrastra hasta el Cementerio San Pedro... Pero de nuevo me escapo de lo que quiero contar; eso
suele ocurrirme continuamente a m, un hombre con palabras flotantes en la cabeza.
Vi la tumba porque estaba en el cementerio; estaba en el cementerio porque pasaba por ah y
quise entrar a curiosear entre los mausoleos (jams he podido corregirme de mi mana de leer epitafios).
Pero por qu pasaba por ah? Deambulaba entre los lodazales de la carrera Bolvar, sin rumbo deter-
minado, quiz tratando de esconder mi cabeza bajo la sombra del viaducto del metro. Porque esto s es
seguro: tena que esconder mi cabeza de alguna forma, pues en ella moraba Margarita; y Margarita,
spanlo de una vez, es un pensamiento prohibido, mi pensamiento prohibido. Sepanl de una vez dira el
listo Martn Fierro, ese hombre heroico que cambi las mujeres por las moscas y la suciedad de la
pobreza. Pero a qu esta anotacin? Hablo como si quisiera distraerme. Debe ser que Margarita sigue
metida en mi cabeza. No, no debe ser apenas: de hecho, ella es lo nico que hay en ella, junto con las
palabras flotantes que antes mencion.
Conoc a Margarita un da cualquiera, hace meses, y no tengo exactitud en mi recuerdo porque
entonces ella no fue para m ms que una de las tantas mujeres de este siglo. Y continu sindolo
justamente hasta la madrugada de ayer, cuando me despert azorado creyendo escuchar un cantar de
gallos (clangor de gallos hubiese dicho don Toms Carrasquilla, quien tambin dorma en esta ciudad).
Gallos en el barrio Prado Centro?, tal fue la pregunta necia que me hice cuando an no despertaba
completamente. Necia y ridcula la pregunta, por supuesto, pues cualquier enciclopedia -obra de
referencia- puede testificar la distribucin universal de las gallinceas: en cualquier lugar puede haber un
gallo, as como una botella de cerveza, una mujer o un hombre asustado. S, un hombre asustado,
porque eso era lo que me ocurra: me haba despertado el sobresalto de descubrir que de repente
comenzaba a amar una mujer, sbitamente, sin ms precedente que el desentendimiento en que yo
haba vivido durante el poco tiempo en que ella estuvo trabajando en la biblioteca.
Dnde estar Margarita en este momento? O, ms bien, que estara haciendo ayer, a la
madrugada? Tal vez durmiendo su sueo de mueca de ojos grandes en una cama con sbanas blancas,
bajo un techo cualquiera de la ciudad de Medelln. Acaso estara abrazando un oso de felpa o un almo-
hadn. O quizs haya muerto, y en ese justo instante de la madrugada estaba agonizando. Pero no, eso
es improbable: as vaya contra el espritu de esta poca, quiero que en sta, mi historia, slo mate a las
personas el pnico del amor, de la misma forma que Isaacs, un hombre del siglo pasado, decidi la
muerte de Mara. Y s, s que vivo en tiempos de vanguardia, pero ah! qu ms puedo pensar? que
ms, si los gallos de la madrugada ya han cantado a los cuatro vientos mi invulnerabilidad?
Hace ya una dcada que empec con la desatinada mana de enamorarme. Pero sepan mis lectores
que lo que aqu llamo amor no es ms que la accin de pensar reiteradamente en una mujer de la que no
conozco mayor cosa. Suele ocurrir as: conozco a alguna y, de repente, me encapricho. Siento una
pasin inextinguible, la cual alimento constantemente con fbulas y novelones mentales en los que me
imagino como el amante reconocido de la mujer (razn tena Machado cuando deca que el amor es verte
una vez y pensar haberte visto otra vez). Invento encuentros y dilogos fantsticos en mi cabeza,
mientras que en otro apartado de mi interioridad no hago ms que lamentarme de un cruel destino que
se opone a la realizacin de mis quimeras. No obstante, semanas o meses despus, as tan sbitamente
como nace, muere el amor. Luego llega otra mujer y... en fin, el ciclo vuelve a repetirse. Y, cranme, sera
soportable si la melancola que me consume en esos momentos fuese tambin ficticia, o slo
parcialmente; pero no: su mordida duele ms que una culpa.
Cuando conoc a Juliana y formalic con ella la relacin que hasta el presente existe, pens que el
estpido ciclo del amor melanclico haba terminado. Me cre libre de l. Llegu a pensar -loco y
jactancioso- que si el sufrido corazn de Lugones existiera an, irremediablemente se colmara de
envidia al conocer mi logro. El poeta argentino haba escrito que el amor no es cosa grata; antes
ridiculiza e importuna, y exprime en llanto cruel lo que no mata, y yo crea haber burlado esta fatal
sentencia refugindome en la candidez de un querer por costumbre. Porque eso es Juliana, costumbre,
as en principio yo viera en su figura y sintiera hacia ella mucho ms de lo que antes haba visto y sentido
con las otras. Ocurra empero que el destino, al parecer por nica vez, haba dictaminado complacer mis
aspiraciones, y as los novelones imaginarios comenzaron a materializarse alrededor de Juliana. Muy
pronto el torrente de la pasin se extingui y me puso a las puertas de, como ya dije, una vida
neutralizada por la costumbre. Pero, horror de los horrores!: a pesar de la existencia de Juliana, el ciclo
del estpido amor melanclico se reactiv. Tard en hacerlo, lo s, mas, qu gan? Mi mana, probando
su arraigamiento, no desapareci, sino que apenas disminuy su frecuencia. Y heme aqu hoy, perdido
para la lucidez, llenando papeles con palabras torpes, entregado a la prosa insulsa de un bibliotecario,
pensando con inevitable insistencia en Margarita, en esa Margarita que se revolcaba ingenua entre sus
paales cuando yo ya terminaba mi bachillerato.
Mirando el ngel del monumento funerario de Isaacs record mi tribulacin. Pens que, por lo
menos, ese ngel slo intentaba apaciguar el ltimo sueo del excursionista del Dagua. En eso pens,
recuerdo exactamente con cules y cuntas imgenes. Pero pens igualmente en Juliana, y tambin vi en
ella un heraldo del cielo: slo que ya no era un ngel dulce, sino un terrible ngel vengador, un ngel con
espada dispuesto a cercenar mi pobre gaznate de infiel (uno de los heraldos negros que nos manda la
Muerte, como escribi Vallejo). Porque, a diferencia del pasado, esta reaparicin del ciclo del amor
melanclico me converta en un hombre desleal. Desleal, por supuesto, para Juliana, en el caso de que se
enterara de todo lo que pasaba por mi cabeza; yo slo me tena como un estpido: senta querer
recobrar mi libertad de hombre sin compromisos slo para, inmediatamente, ansiar perderla en el abrazo
de otra mujer. Y esa mujer era -es- Margarita, un ngel con grandes ojos negros de mueca.
Nada hay tan necio como que una mujer, para ganarse a un hombre de por vida -como si ello
representara un botn inmenso-, se someta a los tormentos de nueve meses de preez. No s cmo el
saber popular consagr un chantaje semejante. Porque si hay algo claro es que un hombre -o, al menos,
un hombre como yo- puede ser atrapado sin que sea necesaria la mediacin de un lazo carnal tan
costoso: yo, por ejemplo, me siento ligado a Juliana por lazos eternos; y esto -que no digo en tono de
florilegio potico- se da sin que ella tenga que llevar en su vientre la ms mnima partcula de mi simiente.
Simplemente, esta mujer ha utilizado conmigo la sagacidad de ser increblemente buena. Es todo. Yo, un
pusilnime hombre de biblioteca, difcilmente podra huir de esa relacin; y no precisamente porque
Juliana colme todas mis aspiraciones -que ni siendo Scherezade lo hara-, sino porque mi poquedad de
sedentario, mi pasividad de meditador, no me permiten tener con ella ni altercado ni reclamo, ni nada
que pueda serle desagradable. Yo, con la simpleza de un hombre de la edad de piedra, pienso slo esto:
ella es buena conmigo; yo tengo que ser bueno con ella; no puedo causarle dao ni dolor; si ella quiere
que est a su lado, debo hacerlo, as mi espritu desee expandirse en otras cosas. Naufrago entonces en
medio de un vendaval de moralidad, sin poder anteponer a mi testaruda conciencia ninguna conviccin
razonable que pueda sacarme de mi estancamiento de caracol. La bondad basta para amargar mi vida.
Abominable, no? Ya ven que un hombre postmoderno tambin es poca cosa.
Despus que sal del cementerio decid dar a mis pasos un rumbo concreto, pues tanto deambular
ya se me haba hecho insoportable. Pens que lo mejor era regresar a la biblioteca, donde no faltara
alguna tarea por terminar. Cuando sala, una viejecita increblemente flaca y descolorida me pidi que
rezara una oracin para el eterno descanso de las nimas. Sin esperar mi respuesta -los mayores
siempre asumen que uno es devoto- me alarg un papel arrugado donde se lean algunos salmos.
Mientras oraba pens con angustia en el hecho de que, an muerto, uno tuviese que depender de la
gestin de otros. Y esos otros, malhaya suerte de los difuntos!, somos nosotros, los vivos insignificantes.
De qu puede servirle a un alma condenada -pensaba yo mientras abordaba un Circular Coonatra 300-
la plegaria de un hombre sin libertad? Acaso si esa alma en pena fuese la de Margarita...
Subirme al Circular y precipitarse un aguacero fue todo uno. Gan uno de los asientos del fondo del
pasillo y de inmediato corr el vidrio de la ventanilla, pues las goteras ya empezaban a golpear sobre el
cuero rojo de la silla. Mientras miraba el estallarse de las goteras contra el pavimento, comenc a
preguntarme con un dejo de horror si no estaba deseando, de alguna manera, que Juliana desapareciera
de mi vida. Prontamente evit este pensamiento, pues record un cuentecito que impresion mucho a
don Jorge Luis Borges, La pata de mono, de W.W. Jacobs. rase -as comienzan los buenos cuentos de la
infancia que nunca deb dejar-... rase, pues, un amuleto hecho con la pata de un mono al que se le
podan formular deseos (al amuleto, se entiende); una familia pide al talismn una fuerte suma de dinero,
pero la obtiene en la forma de una pliza mortuoria que la fbrica donde trabajaba el hijo paga despus
de su horrenda muerte. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que ms vale
no desear nada, escribi el buen viejo de Bioy Casares en una de sus novelas fantsticas. As que no me
atrev a darle ms vueltas al asunto. Sin embargo, la imagen de Juliana segua perturbndome el
entendimiento: ella, como el ngel vengador, blanda la espada de la fidelidad burlada. Porque han de
saber que mi culpa manitica lleg hasta los hervores del exceso: yo no haca otra cosa que mortificarme
por una infidelidad que era slo mental, pues Margarita no era ms que un fantasma en mi cabeza.
Maldije a la Iglesia por aquel invento del pecar de pensamiento, palabra, obra y omisin. Sent tambin la
angustia de ser yo mismo (eso lo dijo un trovador). Finalmente -ya dije que en mi cabeza slo hay
palabras flotantes- mi razn slo pudo ofrecerme un consuelo literario: record al postergado Florentino
Ariza, que aunque se acostaba con las putas y viudas de Cartagena de Indias, se jactaba de la fidelidad
que le guardaba a Fermina Daza.
Mucho ms tarde, cuando me sent en mi escritorio, y an despus del momento en que, ya en mi
casa, me entregu al sueo, el tropel de mis pensamientos se mantuvo apaciguado. En algunos
momentos volv sobre mis ficciones y obsesiones, s, pero las ms de las veces de una manera divertida,
casi ldica. En algn momento record un rostro pretrito, el de una mujer que alguna vez hice participar
en el ciclo. Ni siquiera saba cmo se llamaba, y an as la idealic. No se me olvida que, puesto que me
pareci horrible confiar un amor platnico al anonimato, invent un nombre para mi musa siguiendo el
consejo pstumo de un sabio de mi abolengo. Este hombre, prendado como yo de la magia de una
desconocida, se persuadi de que sta se llamaba Nora. As, basndome en los ojos rasgados, la nariz
afilada y la palidez de mi amante imaginaria, prontamente deduje que se llamaba ngela.
De esto hace unos diez aos, y volv sobre este episodio porque, no ha muchos das, me top
impensadamente con esa mujer. Vesta pantaln y chaqueta azul oscuro; caminaba a unos tres metros
de m, paralelamente; el brillo infernal del sol acrecentaba su lividez natural. De pronto se volte y con
voz chillona me pregunt si saba la hora. Yo, con la frialdad de un autmata, consult mi reloj y le avis
con un susurro la inminencia del medioda. Ella agradeci y sigui su camino con gran rapidez, dndome
la espalda. De inmediato se removi una insignificante y relegada neurona en mi cabeza y, slo entonces,
advert que era ella. Era ella, indudablemente, y me haba hablado; diez aos atrs hubiese sido el
paroxismo. Esta evocacin me llev a una conclusin tranquilizadora: pens que la obsesin por
Margarita correra la misma suerte y que, quizs en un futuro increblemente prximo, tendra
oportunidad de pisarle los zapatos mientras abordramos al mismo tiempo un vagn del metro,
ignorndonos mutuamente. Slo este pensamiento conjurador permiti mi dulce sueo de anoche.
Pero hoy es otro da. Como el sol, el tormento se ha levantado nuevamente. Al despertar, Margarita
era otra vez un pensamiento doloroso. Con el mpetu de un cuchillo que rompe la piel, la incertidumbre
me invada nuevamente. Deseaba, con un frenes rayano en lo patolgico, conocer lo que ella estara
haciendo en ese mismo momento. Con poca hambre y escasa lucidez desayun dos huevos tibios con
pan y, mientras contemplaba las contorsiones del vapor que se escapaba del caf, pensaba en la clase
de alimento que ella estara comiendo a esa misma hora o, si era que haca otra cosa, cul sera. As
como mezclaba un poco de leche en el mar del caf de mi taza, as mismo combinaba mis especulaciones
ociosas con un nmero exagerado de ridculas fantasas: me vea compartiendo con Margarita una
sbana sudada de amor, blanca y resplandeciente a la luz de la maana; ella, durmiendo a un costado,
confiada en medio de su imperturbable desnudez; yo, despierto, recostado en la cabecera de la cama,
fumando un cigarrillo con la impavidez de un amante saciado (escena cinematogrfica). Y un sinfn de
imaginaciones del mismo y descalabrado talante.
Pronto, sin embargo, el tamao de mi ridiculez fue tal que despert de todo ensimismamiento,
entregndome a un agitado ir y venir a travs de todos los cuartos de mi casa. Entonces conceb un plan
descabellado: llamarla. Era fcil: saba su nmero telefnico. Pens: Tanto si me contesta con el aire de
sorpresa molesta de quien recibe una llamada tan inesperada como si se alegra de or una voz tambin
por ella adorada en silencio, sabr a qu atenerme: o me despeo en el barranco del despecho o llevo
mi pasin imbcil hasta sus ltimas consecuencias. Haba tomado el tubo del aparato cuando un asomo
de lucidez se manifest ya en sus ltimos estertores. Me cruc de brazos y reconsider la situacin. Me
dije: Hace dos meses que no la veo y, mientras la vi, mi relacin con ella fue tan superficial y
desinteresada como la que puede existir entre dos empleados de biblioteca que s-lo cruzan dos o tres
palabras en todo el da, y eso para preguntarse dnde est Shakespeare o cmo poner los sellos
distintivos al nuevo ejemplar de Taras Bulba. Si la llamo, obviamente pensar que se trata de un asunto
laboral, porque seguir escuchando mi voz como la de su jefe inmediato y no como la de Ricardo Pea.
Si, por un misterioso azar, sinti alguna vez cualquier tipo de simpata por m, los dos ltimos meses ya
habrn tenido ocasin de extinguir hasta la ms nfima chispa de cualquier sentimiento; entonces ver en
mi llamada un sarcasmo del destino y me atender con sorna y displicencia. En todo caso, lo inesperado
de mi llamada provocar en ella alguna sorpresa y, lgicamente, en tales circunstancias reaccionar con
prevencin frente a la ms ingenua de mis cortesas.
Sabrn los que han perdido su tiempo leyendo buenos libros que esa concatenacin de
apreciaciones lgicas en torno a posibles reacciones de una persona que interesa fue desarrollada con
maestra por un pintor asesino, Castel, el protagonista de El tnel, enamorado hasta la paranoia de una
tal Mara Iribarne (o acaso todo amor es, forzosamente, paranoia?); Fernando Vidal, otro engendro
sabatiano, aplic toda su insana inteligencia a la tarea de perseguir ciegos por las callejuelas de Buenos
Aires. Teniendo presente todo esto, y un tanto halagado por ese sucinto descubrimiento de sentido
comn en mi interior, desech mi plan y decid -inconscientemente- aplazar mi aturdimiento para las
horas de oficina.
Las horas de oficina: es decir, stas. Horas fras, srdidas, tormentosas. Han regresado todos los
recuerdos, infinitamente melanclicos, y han avivado las fantasas, irrevocablemente desatinadas. Mi
cerebro se desespera, porque quiere y no puede copular con todas las ideas e imaginaciones que lo
invaden; ellas pasan, raudas, provocativas, y l, loco, estira sus manos: aqu, all; se vuelve, pero no
logra quedarse con nada. Ni siquiera un hombre como Ireneo Funes -ese que, empleando todo un da,
poda recordar exactamente todo lo que haba hecho el da anterior-, ni siquiera l, engendro de Borges,
podra poner orden a la confusin reinante en mi cabeza.
Durante la ltima hora he intentado tomar el telfono cuatro veces. Pero en sendas ocasiones la
irresolucin me ha hecho desistir de todo propsito, derribndome con pesadez en mi silln de
funcionario mediocre. S, mediocre, eso es: un bibliotecario mediocre. Un pobre hombre rodeado de es-
tantes, entrepaos y libros. Un alucinado que recuerda, con el espejismo de la vivencia, los episodios de
los libros. Porque son muchos los libros que ha ledo y ha credo. Y a la mesa de su cabeza se sientan,
confundidos, todos los personajes que han llenado sus momentos de lectura; o momentos de
marginalidad, que es lo mismo. Y recuerda todo. Recuerda al ave negra posada sobre la tumba de Mara,
y a Efran alejndose rpidamente sobre su caballo. Recuerda esa centenaria novela antioquea en que
el cortejo de Martn Gala hacia Pepa Escandn termina jubilosamente en un altar. Recuerda a Alicia
pariendo el hijo de Arturo Cova. Recuerda a Lelio de Higinio, el vaquero de Guimares Rosa, haciendo de
su sentimiento por una mocita del Paracatu la perfeccin del amor platnico. Recuerda a Teresa Batista,
rendida de amor en el saveiro de Januario Gereba, all en la ltima pgina de una novela de Jorge
Amado. A Durn y Mara Elvira, amndose y haciendo cursi el final de un cuento lgubre de Horacio
Quiroga. Al Coronel Aureliano Buenda, confesando sin rubor su amor por Remedios Moscote, una nia
de trece aos. Al prncipe Hamlet, renunciando con resignacin al amor de la dulce y sin par Ofelia. A los
novios de Manzoni, Renzo y Luca, oponiendo su amor contra las barbaridades del cruel Don Rodrigo. A
Alonso Quijano, el hombre de lanza en astillero, confiado a su loco amor por la campechana porqueriza
Aldonza Lorenzo. Al siniestro amante de Berenice, que en un colmo de pasin roba los dientes de su
amada muerta. Al inspido Meursault, defraudando a Marie Cardona al decirle que no tiene importancia si
se aman o no. Al pobre Manrique becqueriano, enamorado de un rayo de luna. Los recuerda. Los
recuerdo. Claro, ellos, los personajes. Ellos, siguiendo el curso de tramas amorosas ya definidas de an-
temano. Amores resueltos desde siempre y para siempre. Por los siglos de los siglos. Desde la mujer que
muere de amor hasta la que goza con desparpajo su pasin; desde el mrtir hasta el triunfador, todos
estos amores literarios cumplieron con un camino unvoco, sin alternativas, definido. Amores que eran o
no eran, pero resignados y confinados a sus posibilidades, a su nica posibilidad de ser. La tumba le
arrebata Mara a Efran, y por doloroso que ello sea para un mortal, lo nico que queda por hacer es
asumirlo, no decir ms, voltear la pgina, cerrar el libro, abrir el siguiente...
Pero, ah! los amores terrenales! los que nos agobian a nosotros, los seres de carne y hueso!
Slo estn definidos en su inconstancia: vagos, irresolutos, inciertos, indecisos, mixturados, impuros.
Qu puedo hacer yo, un hombre que, por pasarse su existencia leyendo, no se prepar para afrontar
las defecciones de la vida real? No soy un personaje: mi mundo son los das, no las pginas. Soy Ricardo
Pea, y estoy metido en una biblioteca, donde hay cosas que puedo tocar y personas que puedo
escuchar. Pero, a pesar de eso, en este momento pienso que soy como ese monumento blanco -se que
tiene la forma de un hombre de enorme bigote-, y que en mi cabeza hay un poema que a nadie interesa.
Sbitamente, con desespero, busco el telfono, pero no lo veo: slo veo a Margarita, con sus ojos
grandes, desvanecindose entre un arrume de libracos. No puedo hacer otra cosa ms que, como un
autmata, sonrer con complicidad a este dulce fantasma.
LA MUJER QUE HABLABA DORMIDA
I.
Cunto vale la vida de un hombre? Muchas veces lo he pensado pero, por supuesto, nunca he
pretendido resolver tal asunto. Me ocurre lo que a muchas personas: para tranquilizar ese extrao afn
de probarme a m mismo que soy inteligente, me formulo constantemente interrogantes ostentosos que
tienen que ver con aquellas cosas que la gente llama profundas, pero... resolverlos? Creo que mi
vanidad, como la de todos, se conforma apenas con la inicial y sugestiva exhibicin de interrogantes.
Uno podra decir, si la intencin es la de parecer moderno, fatalista y poeta, que la vida de un
hombre no vale nada, o decir muy poco; pero entonces eso sera una forma modesta de decir lo
mismo.
Verdad es que no pretendo resolver nada: nunca tiene uno necesidad de probarse las propias
convicciones, sean stas explcitas o no. Slo dir que si algo distingue la vida de los hombres, eso es el
azar.
Dicen que cada uno se comporta segn un destino sealado; quiz sea verdad, pero, como cada
quin ignora cul es el camino que le corresponde, todos piensan que puede ser de varias formas. As
pues, el azar no es ms que la cuestin probabilstica de que nuestra ya prevista e inevitable suerte
puede -o pudo- ser cualquiera.
Desde la poca y silla en que ahora me encuentro, pienso que el destino de Jesucristo era,
insalvablemente, la crucifixin; pero l, en su momento, quiz pens en la posibilidad de que Pilatos
mandara al diablo toda la intriga urdida por el sanedrn y ordenara su libertad. Vista retrospectivamente,
toda existencia puede equipararse con la idea de un destino, pero, en su momento, toda existencia es
azar. Esto es claro, o por lo menos me parece claro hoy, despus de haber ledo los escritos de intimidad
de un hombre difunto: hasta tal extremo de curiosidad he llevado mis atributos de cuidador de casas
deshabitadas. Ruego a los escrupulosos su perdn y, de concedrmelo, su atencin en todo lo que
sigue.
II.
Despus de la muerte de Enrique Valencia, la secuela de lo desgarrador y lo ominoso hizo que su
mujer y su hija abandonaran precipitadamente la residencia familiar, ubicada en una de las arborizadas
cuadras de la carrera Venezuela, en cercanas del crucero con la calle Urab. Das despus, ante la
rotunda negativa de la seora de regresar a su casa, la compaa de seguros consigui que se
autorizara mi estada permanente all en calidad de cuidador: teman que los cuantiosos bienes de la
familia fueran robados, pues gentes de ese sector de Prado Centro hablaban de la presencia de des-
conocidos merodeando por los alrededores de la casa. Concretamente, el director de la compaa me
alert sobre un tipo de tez blanca y chaqueta negra que durante los tres das anteriores a mi instalacin
en la residencia Valencia haba consumido incontables cafs con leche en una cafetera vecina.
Un martes en la noche se produjo mi arribo a la casa. Se trataba de una vieja pero slida
construccin, agradable tanto por lo espaciosa como por lo iluminada: lmparas y bombillas propagaban
su luz hasta los ms ocultos rincones; antigedades, cuadros, muebles, electrodomsticos y lujos en
general se disponan con prodigalidad y tino, haciendo justicia a lo que una residencia de Medelln
requiere para parecer la de un acaudalado tpico, y, as mismo, justificando el temor de que pudiese ser
atacada por delincuentes.
Despus que hube inspeccionado todo el edificio que se me confiaba, me instal en una habitacin
que, ubicada en el entrepiso de un recodo de las escaleras, dominaba desde sus discretas ventanas -en
forma de claraboyas- toda la escena exterior. Ni esa primera noche ni durante el torrente de das que se
sucedieron pude ver al supuesto maleante de la chaqueta negra. Solamente recuerdo haber visto, creo
que al tercer da de mi estada, a un hombrecito delgado y mal afeitado que pretenda destrozar a
puetazos un telfono pblico que haba a cien metros de la mansin; me extra porque, habiendo
estado vigilndolo largo rato, me pareci que echaba con regularidad vidas y furtivas miradas a la casa
Valencia.
En general, puedo decir que nada ocurri de particular durante el tiempo que guard la casa.
Dorma hasta tarde, preparaba un parco desayuno con las existencias de la nevera y la despensa, lea
horas y horas tumbado en un cmodo silln de la sala y despus, hacia las cuatro de la tarde, sala al
centro de la ciudad a comer algo y charlar con algunos amigos. Cerca de las siete regresaba -a veces
acompaado, por supuesto-, hallando todo en el ms completo orden. De ah y hasta ms o menos las
dos de la madrugada encontraba diversas cosas en qu ocuparme: reanudar la lectura, conversar por
telfono, mirar el televisor, escudriar los armarios y cajones de la alcoba matrimonial, fisgonear en el
diario de adolescencia de la nena de la casa o, en el mejor de los casos, hacer el amor con alguna
convidada. Tales disfrutes se realzaban en mi conciencia -al punto insano de parecer ya mofas o
jugarretas crueles- cada vez que pensaba que an tendran que pagarme por hacer todo aquello.
III.
La tarde del tercer viernes despus de mi instalacin me avisaron que a partir del da siguiente
deba abandonar la casa, pues era preciso que prestara de otra manera mis servicios a la compaa. Esa
tarde, recuerdo, lea yo las pginas finales de La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi. Un tanto disgustado
ante la necesidad de poner fin a mi sibartica vida de vigilante, mis sentimientos arribaron a un extremo
de clera cuando descubr que al libro le faltaban algunas pginas: el relato se cortaba bruscamente en
la pgina 92, cuando apenas empezaba la verdadera agona del protagonista. Fastidiado, me levant y
fui hasta los estantes de la biblioteca del difunto seor Valencia, pensando encontrar las hojas restantes
entreveradas en alguna parte, factiblemente en el espacio dejado en la fila de libros por el volumen que
yo haba sacado.
En efecto, all estaban, slo que en compaa de algo ms: un escrito de algunas cuartillas
cuidadosamente dobladas, mecanografiadas y firmadas por Enrique J. Valencia (hecho que llama la
atencin: prevea l un pstumo descubrimiento de su obra?). Sin duda haban estado todo el tiempo
dentro del libro de Tolstoi, y al retirarlo yo del estante, el legajo se haba cado, arrastrando consigo las
pginas culminantes de La muerte de Ivan Ilich. Dispuesto a volver a la novela sin prdida de tiempo,
dirig una rpida mirada al primer prrafo del escrito. Pero entonces ya no me fue posible dejarlo, pues
Valencia -acaso inconscientemente- daba inicio a su perorata con un irresistible prrafo que hasta el
mismo Marcel Proust hubiese envidiado, y que azuz mi curiosidad de una forma francamente morbosa.
El texto comenzaba as:
Hace siete aos mi mujer, que habla dormida, pronunci entre un sartal de incoherencias la
palabra muerto. Nunca, hasta entonces, haba podido descifrar el ms mnimo de sus gorjeos. Era
Jueves, 15 de septiembre; en la madrugada del da 18 muri Pedro Valencia, mi to.
Con avidez -acrecentada, indudablemente, por la conciencia de saberme leyendo las pginas de un
muerto-, di cuenta del escrito. En esencia es como sigue.
IV.
Enrique Valencia habla de su to con una reverencia casi sobrenatural, como la que slo puede
inspirar un dios. De entrada admite que la figura del viejo Valencia ejerci sobre l un influjo definitivo, y
habla de aquella muerte como de un verdadero rito de iniciacin:
Luego de que Pepe muri, luego de que yo lo vi amoratado e inmvil dentro del atad, se form
en m la idea de que haba quedado algo por hacer; tanto as que, al poco tiempo, me convenc de
que irremediablemente yo habra de ser otro por causa de esa muerte.
Con ese algo por hacer, Enrique se refiere a la necesidad de continuar la vida intelectual de
Pedro, un hombre de letras, dedicado durante treinta aos, con brillantez, al placer impune de la
literatura:
Me pareca lo ms estpido, lo ms inconsistente del mundo, pensar en el hecho de que Pepe
hubiese dejado en su biblioteca centenares de libros que no haba ledo; y este desconsuelo se hizo
irresistible cuando, pudiendo birlar a la vigilancia de sus hermanos una carpeta con escritos inditos,
descubr que Pedro haba dejado inconclusa una decena de cuentos donde la frescura de los
sustantivos y la precisin de los eptetos maravillaban.
Consciente de que deseaba hacer de su vida de contador la vida de un intelectual; consciente, en
fin, de que deseaba ser un nuevo y redivivo Pedro Valencia, Enrique comenz por acercarse a los libros
que en vida haban sido de aqul. Pero, por supuesto, quien cree amar la literatura pronto advierte que
ser nicamente lector es una conducta casi que parasitaria:
Entonces me obligu a producir, a escribir algo. Era fcil: tena la historia, la cual no poda ser
otra que la de la muerte de Pepe.
Muerto en el fragor de una noche violenta en la vecina ciudad de Bello, Pedro se convirti, para su
gente, en un doloroso enigma: noche de ebriedad, palabras necias del tipo si a m me pasara algo,
taberna a la que nunca haba entrado; un revlver, un disparo, rumor de suicidio, testimonio de un amigo
al que alguna vez Pedro confes la tentacin de aplicarse arsnico...
Sin duda, tena yo material suficiente para escribir una historia... slo tena que entretejer, con
palabras buscadas pacientemente, un relato que confundiera la crnica con la imaginacin. Pensaba
que todo logro se fundaba en saber mantener un clima de expectante ambigedad.
Preparando su obra, Enrique recuerda el agorero murmullo de su mujer:
Antes que pensar que ese precedente poda llegar a convertirse en un magnfico pretexto para
hacer literatura, sent la horrible sensacin del terror, porque hasta entonces no me acordaba de eso.
Entre ese jueves en que Diana habl desde el sueo y el momento de la muerte de Pepe, yo no
pens en nada que no fuera mi cotidiana vida entre el debe y el haber. Pero despus, cuando
retrospectivamente pude ver la ligazn indivisible de la causa y el efecto, mis nervios conocieron
una edad del pnico hasta ese entonces embrionaria. Dor-mir con Diana se hizo tortuoso, porque
cada vez que comenzaba a farfullar sus disparates, yo, para evitar la formulacin de otra horrible
profeca -o, ms bien, para evitar escuchar esa formulacin-, bloqueaba mis odos con las manos y la
almohada.
Ese temor supersticioso hace presa fcil en Enrique, hasta el punto de entorpecer la redaccin de
su historia:
Sobrepasada la quinta pgina del manuscrito, ya nada poda hacer sino interrogarme
constantemente sobre aquello de la premonicin. Intilmente me repeta a m mismo: Qu tiene que
ver en todo esto ese anticipo del destino? Por qu esa revelacin? Cmo pudo ser posible? No
quise consultar el asunto con Diana, habitual receptora de mis ocurrencias, porque me avergonzaba
el hecho de que ella viera en m una paranoia que yo ya empezaba a sentir.
Cansado de su preocupacin, en la cual vea su propia estupidez y que quiz no era ms que un
sucedneo de la vida sosa y negligente que crea haber dejado atrs, Enrique discute con un compaero
de trabajo el asunto de la revelacin del destino del viejo Pedro Valencia:
Pens en Martn, en contrselo todo: estaba seguro de que su sentido comn me pondra a
salvo de lo que, dentro de mis especulaciones, fuera insulso. Pareci gustarle el proyecto de la
historia. En cuanto a lo del funesto pronstico de Diana, slo dijo: Ah, Quique... y vos qu penss?
El destino siempre se revela!. En ese momento cre entender lo que me deca.
Pasado algn tiempo, Enrique Valencia descubre que, en realidad, su vida en la literatura es ya un
hecho inobjetable:
Slo viva para leer un libro tras otro, de los cuales sola hacer reseas y escribir comentarios
de todo gnero... Me senta en la cima de la elocuencia cuando poda escribir, de mi propia invencin,
un prrafo sobre algn autor. Con fruicin y rigor trataba, por ejemplo, temas como el existencialismo
satisfecho de Camus o la fantasa frustrada en la obra de Bioy Casares (...)
Como todo lector asiduo que aproxima su pasin al cuadro patolgico, yo slo tena tiempo
para leer: nunca hubo un minuto extra para el trabajo, y aun el tiempo para Diana y Anglica pocas
veces rebas la medida racional que yo le asign para beneficio de mis lecturas. Cada vez que
evocaba la figura de Pepe no poda menos que sentir un profundo y reverente agradecimiento: yo no
conceba cmo, si no por su influjo involuntario, habra podido acceder al mundo maravilloso de los
libros. Sin embargo, por intenso que fuese ese agradecimiento, no haba podido evitar que, junto con
mis preocupaciones sobre la revelacin del destino, el proyecto de escribir la historia de su muerte se
hubiese ido al diablo. Con una lgica simplista y, casi dira, primitiva, yo pensaba que cada minuto
empleado en escribir era un minuto perdido para descubrir nuevos autores y mundos. A veces, es
cierto, sufr horribles vacos: me vea como un estpido y vulgar devorador de libros; siempre logr
producir en m una reaccin de enfado el comentario que me acusaba de ser una criatura de esa
especie. Pero mal que bien me sobrepona, y lograba deshacerme de esa sensacin de fatiga que
ocasionalmente me produca la sucesin de los libros ledos y por leer. Pensaba que, como fuera, mi
destino era ms feliz que el de los hombres que mataban -y matan- sin tregua en esta ciudad, cuya
primavera es en realidad una espantosa alucinacin. Pero yo no me preocupaba demasiado por eso:
incluso pude llegar a escuchar de nuevo, sin temor, los susurros nocturnos de Diana.
V.
Muy poco dura la tranquilidad -o la relativa tranquilidad, ms bien- que exhibe Valencia en las
anteriores lneas, pues cierta noticia que escucha en el lugar menos pensado vuelve a ponerlo a merced
de todos sus terrores. En las lneas que siguen -y que dejar correr por s mismas, omitiendo mis sosas
pretensiones de sntesis- puede vislumbrarse todo el descalabro operado en su universo mental:
Hace dos aos, un joven mesero de una taberna de la parte cntrica de Bello me refiri una
historia, completamente desconocida para m, acerca de la muerte de Pepe. No recuerdo cmo o por
qu yo haba dicho ser su sobrino; entonces fue cuando el muchacho dijo algo relacionado con un
piano. Un piano?, pregunt; Claro, dijo l, A don Pedro lo mataron por un piano; Un
piano?, segua repitiendo yo y, ms que a l, a m; adivinaba en esa alusin algo macabro, tanto as
que, por fijar mi entendimiento en la imagen del piano, no caa en la cuenta de que, por primera vez,
alguien hablaba con seguridad de la muerte de Pepe como un homicidio, y no como un suicidio.
Segn el muchacho... John? Jonathan?... segn l, pues, Pedro se encontraba completamente
borracho en El Portn, el cafetn que sola frecuentar. Hubo un altercado entre dos personas acerca
de un disco que hicieron sonar en el local. Pedro, sintindose magnnimo en medio de su em-
briaguez, se par y, tambalendose, se acerc a los dos sujetos con el nimo de conciliarlos. Sin
embargo, siendo propio de todo ebrio olvidar prontamente sus fines y evolucionar bruscamente en
sus emociones, el hecho fue que Pedro irrumpi en improperios contra el administrador del local,
argumentando que la msica era pesada e indigesta. El dependiente, tambin bajo los efectos del
alcohol, no vacil en injuriar a Pepe. Los hechos que siguieron a este alegato fueron confusos; el
caso fue que, no teniendo otra cosa en qu descargar su ira, Pepe la emprendi a patadas contra un
piano costossimo que el propietario de El Portn haba adquirido recientemente y que entonces
decoraba el lugar. Luego de esto Pepe huy. El administrador, sofocado por la irritacin y el miedo -
preva los reclamos justos de su patrn por la destruccin de aquel mueble-, tuvo la brillantez de
elucubrar la ms precipitada y absurda de las venganzas en contra de Pepe: no haba ste caminado
muchos pasos ms all del cafetn cuando un matn arrogante, codiciando una miseria ofrecida por el
administrador, sala en pos de l. En La Ostra, una taberna a la que Pepe -inocente de su destino-
entraba por primera vez, tuvo lugar el fin: el mercenario le dio alcance y, apoyando un revlver sobre
su cabeza, le dispar dos veces.
Qued impresionado. No pude resistir esa amarga verdad de la estpida muerte de Pedro:
Muerto por una nada, me repeta constantemente, y creo que mientras llegu a casa no atin a
decirme algo ms ingenioso o, por lo menos, ms tranquilizador. No soport mucho tiempo estarme
callado, y as se lo cont todo a Diana. Aunque no esperaba nada de ella -le haba hablado slo por
desahogarme-, me sorprendi su nico comentario: Ah, s, qu tristeza... pero es que ahora matan
por nada. Eso dijo, bastante tranquila, y luego se fue.
Desde entonces, todo ha vuelto a ser terrible. Han vuelto a asustarme los susurros de Diana al
dormir. Han vuelto mis preocupaciones acerca del destino; me espanta la fragilidad de la vida: un
hecho nimio puede llegar a convertirse en la muerte misma. Miles de veces me he devanado los sesos
con cuestiones absurdas, de imposible respuesta: Por qu Pepe pate el piano? Por qu se
encontraba ah? Por qu pusieron a sonar aquel disco?. Martn, con quien habl de esto, me dijo
con una tranquilidad que slo logr indignarme: Enrique: slo ocurre lo que ocurre, lo que tiene que
suceder. Pero no slo l lo dijo: la gente, toda, est convencida de lo mismo.
Sigo leyendo, es cierto. Pero cuando no lo hago, me angustio: pienso que cualquier acto que
cometa, por insignificante que parezca, puede llevar el curso de mi vida haca una muerte fcil y
sbita. Comprar el peridico, regaar a Anglica, planear una salida con Diana o hacerle el amor un
sbado o un domingo, abrir un grifo, regalarle un tabaco a Martn... Me parece que todas esas
minucias llevan impreso un fatal e indeleble sello, que cada uno de esos actos representa una posi-
bilidad de muerte: slo es menester que en el giro de la ruleta la esfera se encaje en el
compartimento preciso. Y entonces uno morir.
VI.
...Hace dos semanas -no s cuntas veces lo he hecho ya- cont la historia de la muerte de
Pedro a un cuado suyo, con quien no hablaba desde haca por lo menos cinco aos. No pareci
impresionarse mucho, y slo dijo, con cierta satisfaccin de razonamiento lgico, algo parecido a
esto: Claro, as tuvo que ser... Vos... Ah, no, vos no estuviste... Ve, Enrique: cuando sacamos los
restos de Pepe para llevarlos al osario, nos preocupamos por examinar el crneo destrozado, y s, se
vean en l dos orificios pequeos... Los forenses dicen que si son pequeos, entonces son de
entrada de la bala... Y mir lo que me ests contando: la cosa encaja, pues. Yo entonces haba
pensado que era raro que un suicida se disparara dos veces, y menos estando borracho. Dicho
esto, se ri. Iracundo, quise contestar algo a su estpida sorna, pero Diana, influida por lo dicho,
record la muerte de un joven ocurrida hace pocos das en una esquina aledaa a la casa. Entonces
comenz a hablar de eso, y yo reprim mi arrebato. Despus no habra lugar pa-ra decir nada.
VII.
...Anteayer ocurri algo terrible. Con la poca lucidez que me queda he tratado de explicrmelo
racionalmente, para no ceder a la fuerte impresin de impotencia y locura que est a punto de
inutilizarme de una vez por todas.
El martes lleg Anglica del colegio contando que haba sido asesinado un conocido suyo, un
amigo de otros das. Se trataba de un suceso triste a todas luces: el joven -un tal Lucas- recin haba
salido de la crcel tras un largo encierro. Sentado en una mesa, en un establecimiento nocturno,
mientras beba un brandy celebrando su primer sbado de libertad y mientras, de seguro, pensaba
en su futuro hijo -a nacer por estos das-, la muerte lo haba golpeado sbitamente con cuatro
impactos inapelables. Yo, escuchando a mi hija, slo haba atinado a pensar como un enajenado: Y
si no hubiese estado pensando en su hijo?. Diana, sabr Dios qu, tambin pareci quedarse
pensando. No s en realidad qu pudo haber pensado, pero quiero creer que hace dos das, cuando
dormida dijo claramente matar, lo haca como producto de la sugestin, y no como otra nueva y
fatal profeca. Todo ocurri inesperadamente: no alcanc a tapar mis odos y, con un pnico que
ahora no podra describir, escuch claramente lo que dijo. Entre bisbiseos dijo eso, matar.
Han pasado dos das. La muerte anunciada por la nueva profeca est prxima a ocurrir. Han
coincidido la esfera y el espacio predestinado en la ruleta. Un destino anunciado, un destino visionado
debe cumplirse. Tena razn Martn cuando deca que el destino siempre se revela. Ya se ha revelado,
y no slo en las palabras entrecortadas de Diana, sino en el ir y venir de todos los das: en mi ir y
venir, por ejemplo. Pero no en el vaivn que me lleva de Garca Mrquez a Borges, sino en el ir y
venir de esquina a esquina, de muerto en muerto, de asesinato en asesinato, de vida truncada en
vida truncada. Porque en mi caso, mucho ms all de la literatura estaba el mundo, estaba la ciudad,
estaban los hombres; estaba el destino, mi destino, que se ha revelado en la muerte de los otros.
Anglica no est en casa. Diana duerme. El hecho sbito y nimio ya ha ocurrido... Y, tal vez, no
es otro que yo mismo, el otro Pedro.
Es el fin del manuscrito, interrumpido en ese punto por una rbrica firme y azul. Acaso poco
despus de estamparla -o acaso slo despus de mucha angustia y vacilacin-, Enrique Valencia, en su
cama, al lado de su esposa dormida y ajena a todo horror -pero tal vez ronroneando alguna cosa-,
decidi asumir por propia mano el destino que crea labrado para l, slo para l.
HISTORIA DE UN ESCRITOR Y UN LABERINTO
Finalmente llegu a convencerme:
No tena nada que decir.
Roberto Arlt
La hoja en blanco, aprisionada entre los dispositivos de la mquina, esperaba. En ese momento era
yo uno ms de los que miran desconcertados un papel vaco pensando qu malhadada es la vanidad de
creerse escritor. En la parte derecha de la mesa estaba la tacita de caf, vaca; la haba trado haca
pocos minutos para ir alternando los tragos a medida que fuera escribiendo la historia, pero durante el
desconcierto e impaciencia del cmo empezar me haba terminado el caf en un instante, casi sin darme
cuenta. Y la hoja, con un algo de insolencia, continuaba muda.
Instintivamente me levant de la mesa y fui hasta el estante de los libros, creyendo -vanamente,
como siempre- que el leer ttulos y nombres ayudara a mi musa. Llevaba la mirada de un lado para otro,
repasando las palabras consabidas, y era tanta la frecuencia con que incurra en esta operacin que ya
no lea los nombres de los autores y las obras, sino que slo los presenta o los adivinaba, asumiendo
por lectura el mero hecho de verificar la familiaridad en la disposicin de las letras. Mil veces lo haba
hecho, porque, en idnticas circunstancias, mil veces haba estado en este mismo lugar. Sin embargo,
esa vez ocurri lo impensado.
Con resignacin haba tomado algunos libros y haba revisado los ininteligibles mamarrachos que, a
modo de anotaciones, haba escrito al margen de pginas que me haban resultado de algn inters.
Pensaba que quiz de esa manera, si no para una historia, al menos hallara alguna idea con la cual
desarrollar un ensayo; incluso, tal vez bajo esta forma encontrara mi vanidad un mayor aliciente para la
escritura. En esto me hallaba cuando ech mano a El Anticuario, de Henri Bosco. Cuando ya me dispona
a escudriar en la doble pgina que me haba deparado el azar, escuch un ruido como de resortes en
torsin que pareca venir de la parte posterior del estante. Me llam la atencin la nitidez del quejido me-
tlico, pues no se compaginaba con la posibilidad de que fuera producido por alguna otra cosa que
estuviese ocurriendo en ese mismo momento, casualmente, en la casa vecina, que era lo que haba al
otro lado del muro de mi biblioteca. Durante un largo instante estuve paralizado en medio de las conjetu-
ras; el libro en la mano derecha, abierto en una posicin incmoda, perda por culpa de mi distraccin la
feliz y esperada oportunidad de ser ledo alguna vez.
Como no se produjo ningn otro hecho inesperado que diera ms precisin a mis imaginaciones, se
me ocurri acercarme al hueco dejado por el libro recin retirado y escudriar en el vaco. Para mi
sorpresa, comprob que el espacio vaco no tena la oscuridad que yo esperaba: por la pequea
abertura se alcanzaba a observar un fondo grisceo, bastante retirado de mi punto de observacin como
para suponer que se trataba de la misma pared de la biblioteca. Un impulso nacido en la intriga me hizo
derribar a manotadas todos los libros del entrepao. Entonces, ya en la ms inmensa y ratificada
sorpresa, me vi ante un recinto espacioso y en penumbra cuya desolacin haca pensar en un otro
mundo que, crea yo, no poda pertenecer a la casa vecina ni, mucho menos, a la ma.
Pero s perteneca a mi casa, porque luego de quitar la mayor parte de los libros me encontr con
que el hueco se prolongaba tras la totalidad de los entrepaos, en un permetro que corresponda
exactamente al de mi estante. Aunque, por ms que intent, no consegu correr el armatoste de madera,
ca felizmente en la cuenta de que por el entrepao destinado para los ms altos volmenes -en mi caso,
para la Historia de la Literatura y el Atlas lingstico de Colombia- bien podra deslizarme. Tal era mi
asombro ante este descubrimiento que olvid por completo mi inveterada propensin al temor. Antes
bien, luego de haber trepado en un banquito que yaca a la mano me precipit con una cierta fruicin por
el espacio ms amplio del estante desocupado y me dej caer sobre el piso de la extraa sala.
Contra mi primera impresin, el recinto no estaba completamente vaco: hacia el muro que por unos
diez metros se hunda a mi derecha (yo me encontraba de espaldas a mi biblioteca) se encontraba una
mesa mediana en cuyo centro se adivinaba una especie de jarrn; ms all, en la esquina que formaba el
muro sobre el cual se encontraba mi estante -es decir, el agujero de acceso a la extraa cmara- con la
pared de ese fondo derecho, se distingua un cilindro de regulares proporciones que haca pensar en los
recipientes para basura que uno encuentra en los bancos o edificios lujosos, cuya abertura se encuentra
no arriba sino por un lado del tubo. No se vean ms objetos, y las paredes, lo advert a pesar de la
penumbra, eran del mismo color de la biblioteca. Sin pensarlo, me acerqu a la mesa. Extraamente
(pero entonces no me detuve a pensarlo) actuaba sin cautela; por el contrario, me dominaba una
especie de desenfadado regocijo que llevaba mi curiosidad -o era llevado por ella- hacia un confn de
sensaciones inimaginables.
Haba tanto polvo y suciedad sobre la mesa que retir con una contraccin violenta la mano
inquisitiva. La limpi en mi ropa y sin reserva alguna la estir hacia el jarrn central: ms all del polvo
se adivinaba la superficie lisa y deliciosa de la cermica barnizada; lo golpe con un impulso que cre
tenue, pero ante los amenazadores tambaleos decid dejarlo quieto. Me cruc de brazos y por algunos
minutos revis con desconcertados giros de la cabeza toda la sala: ni en las paredes ni en el oscuro piso
se advertan ms objetos. Entonces, como si lo hubiese olvidado, di un giro precipitado y me acerqu al
cilindro. ste era en efecto una papelera de banco. Me llam la atencin su fijeza, pues a pesar de un
gran esfuerzo no pude moverla de su sitio; sin embargo, el eco de unos golpecitos que di contra el
cuerpo metlico revel su vaco. Para cerciorarme, met la mano por la abertura y alcanc a tocar el
fondo fro y limpio: efectivamente, estaba desocupada. Al retirar la mano, los nudillos del meique y el
anular chocaron contra algo que se pronunciaba sobre las paredes internas de la papelera. Palp
detenidamente y descubr que se trataba de un interruptor. Al accionarlo, se encendi una lmpara de
luz blanca que no haba advertido en el techo.
La iluminacin daba un efecto extraordinario: a pesar del polvo que la cubra, la sala resplandeca y
se presentaba ntida en todos sus contornos a lo largo de objetos y esquinas. Pude observar
detalladamente paredes y suelo y, con una simultaneidad prodigiosa, mientras pensaba que por su
disposicin el cuarto deba tener un acceso en alguna parte del piso, descubra hacia el ngulo
noroccidental una especie de cuadriltero delimitado por surcos ms pronunciados que los que
comnmente separaban las baldosas; pens de inmediato, y con razn, en una escotilla. Al pararme
sobre ella pude comprobar que se mova con alguna vacilacin; me hice a un lado, y luego de inclinarme
examin sus bordes. Comprend que deba improvisar alguna suerte de palanca para introducirla por las
ranuras que la limitaban, pues su disposicin no permita pensar en otro tipo de procedimiento para
abrirla. Me llev la mano derecha al bolsillo dem del pantaln y extraje las llaves de la casa y la
biblioteca, que, como amantes fieles, permanecan ligadas por una misma argolla. Con un mediano
esfuerzo pude levantar la tapa, y cuando por la torcedura de las llaves sta empezaba a descender
nuevamente, logr poner las yemas de los dedos a modo de ventosas y detenerla; despus de tomar un
poco de aire y asimilar algn ardor que se originaba bajo las uas, levant completamente la tapa.
Contra toda presuncin romntica, ningn gozne quejumbroso se hizo or. Asombrado, observ que un
espacio iluminado se abra a mis pies.
Durante los ms inmediatos y fugaces instantes tuve una fuerte sensacin de vrtigo: a mis pies
comenzaba un vaco que slo se interrumpa unos quince metros ms abajo, en un piso de cemento
desnudo completamente distinto del que ahora ocupaba. Por la pared que se iniciaba junto a la escotilla
descendan regularmente unos arcos en varilla metlica que hacan las veces de escalera. Luego de la
vacilacin inicial me descolgu por la abertura y baj rpidamente al nuevo compartimento. Era ste
mucho ms amplio que el que ahora se encontraba sobre mi cabeza: el muro del fondo -el del costado
oriental- se encontraba a unos veinte metros de donde yo estaba, y hacia mi izquierda y derecha las
paredes no estaban propiamente inmediatas. Slo la pared occidental se daba por prolongacin de su
anloga del recinto anterior. El color de las paredes era el mismo, pero ahora aparecan nuevos
elementos: se presentaban tres puertas a cada lado y una al fondo; algo en ellas -quiz su color, quiz la
rusticidad de sus tablas- haca figurrselas pesadas sobremanera. El extrao apremio que me
embargaba hizo que me desesperara ante las mltiples alternativas, pues ya lejos del asombro slo
senta la necesidad de continuar mi exploracin, la cual, imaginaba, deba llevarme hacia un lugar
culminante en explicaciones y sentidos para todo este increble descubrimiento.
Entonces fue cuando record a Borges. En un recodo de su ms ingenioso cuento, un personaje
suyo se encuentra recorriendo una desconocida maraa de caminos; ante la necesidad de llegar
rpidamente a un lugar determinado, razona que el doblar siempre por la izquierda le llevar al centro
del laberinto. As, sintindome respaldado por esta ficcin, me dirig a la primera puerta que se vea a
mano izquierda. No tena ningn tipo de picaporte: slo bastaba empujar para hacerla girar. Lo hice, y
una vez del otro lado me vi en una galera estrecha cuyas paredes en piedra desnuda slo parecan
interrumpirse en otra puerta que se vea unos veinte metros ms al fondo. La iluminacin corresponda al
mismo ambiente blanquecino que haba observado desde el primer cuarto, y se generaba en unas
lmparas redondas fijadas regularmente en un techo que tambin era de piedra. Tom un poco de
aliento y segu adelante. A mis espaldas, y a la manera de los dispositivos de los bancos, la puerta re-
trocedi suavemente y retorn muda a su posicin inicial.
Cuando ya llegaba a la puerta del fondo comprob que al lado derecho, contigua a aqulla, se
encontraba otra puerta disimulada por un umbral largo y deprimido. Su aspecto semiclandestino me hizo,
en primera instancia, dirigirme hacia ella, pero pronto record mi estrategia borgiana y me encamin
hacia la puerta que haba vislumbrado desde el principio de la galera. La accion como la anterior y me
encontr en una cmara rectangular de unos diez metros cuadrados. En el centro haba una especie de
tmulo en la misma piedra de los muros; ni en la pared del frente -es decir, la norte- ni en la occidental
haba puertas; stas, en nmero de dos, se encontraban sobre el muro de mi derecha, esto es, el
oriental. Las separaba cerca de un metro y medio. Luego de examinar superficialmente el tmulo -de un
metro de alto, convexo y slido en apariencia- tom el camino de la puer-ta que se hallaba ms al norte.
Al trasponerla descend por unas estrechas gradas que, encerradas en un corto tnel, iban a dar contra
una pared que se destacaba a un nivel no muy inferior del que yo proceda. Esta pared corra a lo largo
de un corredor de techo bajo que se extenda a izquierda y derecha. Los dos fondos se presentaban
indescifrables por la oscuridad que los ocupaba, pues la luz pareca que iba decreciendo gradualmente a
medida que se avanzaba por cada extremo; de esto deduje que el lugar al que haba desembocado deba
ser la parte central de esa estrecha galera, aunque nada particular en l daba fuerza a mi suposicin.
Slo entonces se me ocurri que tal vez la luz habase ido menguando gradual e imperceptiblemente a
medida que yo iba pasando de una cmara a otra. Sin embargo, no quise formularme ninguna
explicacin; slo dobl por donde lo prescriba mi mtodo, sintiendo vivamente el deseo de llegar al
rincn donde me sera dado descifrarlo todo. Sospechaba que en alguna parte deba hallarse una clave.
Sumamente largo era el nuevo corredor; tanto, que no fui capaz de hacerme una idea aproximada
de la distancia que camin por l. Slo puedo decir que en algn momento llegu por un costado a un
recinto amplio, en cuyo fondo se apreciaban no ya puertas sino tres aberturas contiguas en forma de
arcos, separadas apenas por columnas. Como en los anteriores compartimentos, la piedra dominaba en
la confeccin de las paredes. Aunque algo difusa, la luz permita un examen detallado de todo el espacio;
si desde atrs haba credo ver el fondo como una oscura boca de lobo, ello slo se deba al contraste
entre la luz relativamente intensa al pie de las gradas y la fresca penumbra de esta nueva habitacin,
bastante alejada, por lo dems, del lugar por el que yo haba desembocado. Segu en la direccin norte y
cruc por los arcos. Ms all de ellos la luz segua disminuyendo. De inmediato escuch un leve sonido
de agua corriente. Llamada mi atencin por el rumor del cauce, mir hacia todos lados tratando de
romper la oscuridad de los fondos ms alejados y ubicar la fuente. El rumor iba y vena, y cuando
desapareca me dejaba sumido en un profundo desconcierto que, a medida que pasaba el tiempo y no
lograba yo corregir mi desubicacin, iba formando en m la sensacin de suspenso inquieto con que
alguna vez le el Informe sobre ciegos de Sbato: all donde Fernando Vidal, husmeando en los stanos
de una morada extraa, termina internado en una oscura caverna que lo conduce hacia un lugar
impensadamente srdido y surrealista.
Permaneca parado, apoyado en una de las columnas de los arcos, mirando para todos los lados y
aguzando hasta el dolor los sentidos ms orientadores. Al frente se adivinaba una pared larga y
cncava, siendo un punto ubicado bajo el umbral de la segunda de las aberturas arqueadas ms o
menos el centro del crculo que resultara de la proyeccin del arco formado por la pared. De piedras
mucho ms grandes que las que haba visto, sta no revelaba puerta alguna en toda su superficie. Hacia
la izquierda de donde yo estaba, y partiendo del extremo dem del arco, se adivinaba una suerte de co-
rredor de no mucha extensin, pues en su parte final se entrevea un sistema mltiple de puertas. Hacia
mi derecha se esbozaban los contornos de una habitacin relativamente ancha, de tal suerte que la
pared arqueada estaba ms pronunciada hacia la izquierda. En las paredes de la habitacin de la
derecha se vean unos manchones rectangulares que a primera vista se me antojaron como puertas.
De improviso se me ocurri que el sistema de tomar siempre el camino de la izquierda no estaba
conducindome al centro del laberinto sino hacia su periferia. Otra idea acudi a mi mente que me acerc
mucho ms a la conviccin de que haba cometido un craso error al aplicar el mtodo borgiano: al
adoptar el sistema de doblar siempre a la izquierda deba llegar uno al centro del laberinto, pero siempre
y cuando no se empezase el recorrido en el centro mismo. Yo supona haber accedido al sistema por su
periferia, pero nunca se me haba ocurrido que bien poda no ser as: no deba olvidar que la segunda
sala que encontr tena una disposicin bastante regular y que a ella convergan ordenadamente
mltiples puertas (tres en cada uno de los lados ms largos; una al fondo; pero no recordaba haberme
cerciorado si a mis espaldas haba una puerta homloga a sta), y que si pude llegar hasta ella haba
sido porque descend desde un nivel superior, nivel que quiz no correspondiese al laberinto pro-
piamente dicho, pues, no haban sido construidos los ms famosos ddalos en un solo plano? Era
cierto: la nocin clsica de laberinto implicaba el atrs, el adelante, la derecha, la izquierda... pero, el
arriba y el abajo? Entonces, yendo mucho ms all, me plante lo siguiente: No es natural que a un
laberinto se acceda por arriba -o por abajo: para el caso daba lo mismo-; pero si a ste se accede por
arriba, es quiz porque no hay otra forma de hacerlo; es decir que para el nico plano en que est
construido (asumiendo que la escotilla de acceso existe slo por la necesidad fsica de entrar al laberin-
to, pero que ni estructural ni conceptualmente hace parte de l), el laberinto est encerrado en s mismo,
es unidad cerrada. Yo haba descendido unas gradas, era cierto, pero lo que haba bajado no era
significativo: el nivel inferior no era tan profundo como para suponer sobre l ningn sistema de galeras
ni el desarrollo de otros ramales del ddalo. Acto seguido me encontr ante la idea de que, al ser finito y
cerrado, quizs el laberinto no condujera a ninguna parte; que si haba algn recinto especial en el cual
rebosaran las claves o los descubrimientos fantsticos, ste sera precisamente el recinto central: pero
entonces yo ya habra estado all y no haba visto nada. Con algo de horror -por primera vez- record el
laberinto de Asterin: el espacio de l era finito, pues posea un sistema de galeras que se repeta
catorce veces en una distribucin simtrica; sin embargo, al ser igual cada sistema, nunca se saba con
precisin dnde se estaba, pues el primero poda ser el quinto o el undcimo, y la puerta bien poda
estar lejos o cerca, a la derecha o la izquierda, y al llegar a otro sistema se repetan los mismos
interrogantes, porque no poda nadie precisar en qu sentido haba avanzado o si en verdad lo haba
hecho. Es decir, que por ser tan perfectamente finito, un laberinto poda ser, para su vctima,
virtualmente infinito; y sa sera la perdicin eterna, la condenacin absoluta, el errar sin trmino (con
espanto me lo dije: el no entender nada).
Cuando el desespero pareca ser ya mi nica realidad, me vino a la cabeza una oleada de
pensamientos escpticos, plenos de una subjetividad que echaba por tierra las magnificencias -o
abismos?- del pensamiento lgico-matemtico. Pens que no tena ningn argumento para suponer que
este laberinto que recorra estuviese formado por simtricas repeticiones; que slo me haba internado
por uno de los sistemas de galeras -si es que en realidad las galeras se disponan segn sistemas
organizados- cuya forma particular no probaba por s misma ninguna de las teoras con que me haba
devanado los sesos; que, en todo caso, en los pocos pasillos que haba recorrido se encontraban
estructuras que rompan la uniformidad de las paredes ptreas y las puertas en madera, pues las
columnas, el tmulo o la corriente de agua podan constituir, todas o alguna, una estructura central plena
de revelaciones o significados profundos que simplemente haba que desentraar con algo de paciencia;
particularmente me tranquiliz la idea de que el agua siempre era cambiante, que no poda someterse a
ninguna regla de uniformidad estructural. Adems, y mucho ms diciente que todo lo anterior, me
sorprend en la ligereza de haber asumido como laberinto una construccin de la que no tena sino un
conocimiento muy limitado.
Me ocupaba en estas cavilaciones cuando, por cuestin de instantes, cre ver cruzar una sombra
por el fondo de la habitacin que se abra a mi derecha; digo sombra queriendo dar a entender con la
mayor exactitud el sentimiento que elabor en ese momento, pero es claro que en el contexto de lo
oscuro las sombras equivalen a fosforescencias o a claridades tenues y mviles. En un principio
permanec petrificado por la sorpresa, pero no bien comprend que esa aparicin poda ser el objeto
significativo que presenta inmerso en el misterio del laberinto, emprend una precipitada carrera hacia el
lugar por el cual haba desaparecido, esto es, uno de los manchones que haba entrevisto antes en las
paredes de esa habitacin y que acertadamente haba asumido como puertas.
No pensaba en la posibilidad de tropezar o chocar con algn objeto que se confundiese en la
sombra; simplemente, corra con el cuello rgido y los prpados fruncidos, en un intento por descifrar
rpidamente el camino que deba seguir. Al salir de la habitacin donde haba credo ver la aparicin me
encontr en una galera ancha y oscura, que despus de unos veinte metros en lnea recta iba
describiendo curvas a izquierda y derecha, alternativamente. A lado y lado del pasillo se disponan ms
puertas, pero la profunda conviccin de haber dado con un vaso conductor importante me empujaba a
seguir de largo sin reparar en ninguna bifurcacin. Despus de un buen trecho recorrido en la ms
vacilante carrera, me encontr atrapado en una gruesa oscuridad, amn de que, sin advertirlo
oportunamente, la galera se haba ido angostando en grado sumo: con los brazos flexionados poda
tocar las dos paredes laterales a un mismo tiempo, y mi cabeza rozaba las piedras del techo. Entonces,
en un acceso impetuoso de miedosa cordura, fren la marcha y comenc a retroceder de espaldas,
cuestionando con la nica frialdad de que era posible hasta qu punto tena razn para asumir que en
efecto haba visto moverse algo.
Cuando, por creerlo ms conveniente, daba un giro de 180 grados que me permitiera seguir
retrocediendo de frente, di un paso en falso y me despe por un lado del corredor que haba credo
completamente emparedado. Aterric de costado, en medio de un violento sacudn que me dej
anonadado durante un par de minutos. Al incorporarme comprend que no me sera posible regresar por
donde haba tropezado, pues hasta donde poda palpar -no vea absolutamente nada- los muros eran
macizos y rectos, y no saba a ciencia cierta cun alto se encontraba el borde del despeadero como
para intentar trepar hasta l. Entend que slo poda seguir hacia adelante, aunque la oscuridad que me
envolva no me permita decir en qu direccin sera aquello. Con manotadas de ciego comenc a
avanzar, ceido a la pared que top a mi derecha; como en ese momento me invada ya un profundo
terror -haba perdido la ubicacin y la senda que en caso de premura me llevaran sin problema hasta la
biblioteca-, olvid toda lgica borgiana y respond slo a mi instinto, el cual, como en la mayora de las
personas, se apoya siempre en el lado diestro. Adems, ya no tena sentido esa estrategia, pues una vez
pasada por alto una sola alternativa de camino hacia la izquierda, todo el procedimiento perda su
sentido; y yo haba seguido la sombra por mi derecha.
No s cuantos pasos ms hacia adelante (en verdad hacia adelante?) la pared terminaba y
evolucionaba hacia la derecha. Gir por all sin preocuparme qu podra haber por otros lados, porque ya
definitivamente era presa de la zozobra, y slo atinaba a preguntarme por qu haba sido tan necio al
suponer que en el laberinto haba algo que deba encontrar o saber. Mi nico deseo era abandonarlo
todo, pero para mi desventura me haba salido del camino que ya conoca y en el que, quiz como Teseo,
haba desenvuelto el ovillo de la memoria. Chocando con muros y manoteando la oscuridad avanc por
cualquier parte y de cualquier forma, pues el temor se haba hecho intolerable estimulado por la
sensacin de haber escuchado en algn recodo una suerte de dbiles gruidos.
No s cunto tiempo dur mi extravo. Slo puedo decir que en algunos momentos sub gradas, y
que no me top con ninguna puerta en medio de la oscuridad. Esto finaliz cuando, al doblar por una
galera que slo poda palpar, entrev a la distancia una cierta claridad, la cual pareca ser la terminacin
de un largo y angosto corredor que se iniciaba en el lugar donde yo estaba. Corr por l una distancia de
unos treinta metros, y al doblar en ngulo recto me vi ante una estructura semejante, slo que esta vez
la luz era mayor y al final pareca brillar una lmpara. A su vez, esa nueva vuelta me puso ante un tercer
corredor que se distingua por su plano inclinado (ascendente segn mi situacin) y por una puerta que
lo remataba a la distancia. La luz era casi tan difana como la de los primeros compartimentos
recorridos, aunque quiz slo se trataba de una falsa idea dictada por mi larga permanencia en las
tinieblas.
Al otro lado de la puerta haba una sala espaciosa y cuadrangular sembrada con otras puertas, una
en cada pared. Como ya haba olvidado por completo a Borges, tom por la que estaba al frente. Por all
desemboqu a un cuarto todava ms espacioso, en el cual se vean dos montculos en piedra similares al
que haba topado antes, as como una polvorienta mesa metlica de amplias proporciones apoyada
sobre la pared de mi izquierda. Haba tres puertas: dos en la misma pared junto a la que descansaba la
mesa -la cual se hallaba en el intermedio-, y otra en la pared del fondo, orientada hacia la esquina donde
mora el muro de la derecha.
No s si por encontrarme de nuevo bajo la luz o si por haber hallado nuevos objetos, pero lo cierto
fue que volv a sentir la necesidad de registrar el laberinto hasta encontrar ese algo que, senta, deba
ser muy revelador. Pens, con algn facilismo, que el secreto estaba en no abandonar los pasillos
iluminados, que simplemente se trataba de seleccionar el camino correcto, distinguible de otras
alternativas por el grado de la iluminacin. Sin embargo, no haba desechado del todo el sentimiento de
temor que antes me dominara, y las partculas que an quedaban en mi interior me hacan,
simultneamente a la aventura, desear tambin la fuga. Confiado a un conservador instinto, tom por la
segunda puerta de la izquierda, esto es, la que se hallaba en el intermedio de las otras. Por all me
intern en una galera estrecha que unos diez metros ms all remataba en una ensima puerta, sin
ninguna otra alternativa de eleccin. Al abrir all, me top con una pared que, inmediata, bordeaba un
camino perpendicular al que yo segua. Al lado derecho de donde estaba, el nuevo corredor se
interrumpa en una puerta contigua a la que yo an sostena. Hacia la izquierda, a distancia de unos
veinte metros, se vea otra puerta. Como la precedente, tambin era sta una galera estrecha, aunque la
iluminacin mejoraba notablemente. Una sensacin de reconocimiento cruz por mi mente, y al verificar
que el umbral que me circundaba era amplio y hundido en el muro, llegu a estar casi seguro de que se
trataba del tercer compartimento en el que haba estado desde el principio, y que la puerta de la
izquierda deba conducirme a la sala a la que haba bajado desde la escotilla. Olvid de inmediato
cualquier afn de descubrimiento y torc gauche.
Efectivamente, llegu otra vez a la segunda sala, slo que no por la puerta que esperaba -la
primera a la izquierda de la escalerilla-, sino por la tercera a mano derecha. El pnico que sent al
verificar que s era posible que el laberinto fuera simtrico por repeticin de sistemas me hizo desdear
todo intento de nueva exploracin; con rapidez llegu hasta la escalerilla y comenc la escalada.
Mientras ascenda pens -y no s por qu no se me ocurri que tal vez se tratara de otra
escalerilla, y que ira a parar tras de otra biblioteca- que, indudablemente, el laberinto tena que poseer
algn sentido, o, mucho ms que eso, que deba conducir a alguna otra parte que no fuera un desolado
compartimento; que, ya que alguien tena que haberlo hecho, era forzoso pensarlo con un objetivo,
funcin o culminacin. El quid de la cuestin estaba en seleccionar el camino correcto, en sortear las
posibilidades estriles que, a medida que se abran las puertas, se multiplicaban considerablemente, casi
que como en una funcin exponencial. Yo, simplemente, haba elegido el camino errado, haba dado los
giros y vueltas no prescritos para el logro del objetivo, haba seleccionado las vas que no conducan a
recovecos de alguna significacin. Tuve la ilusin de conseguir algo y me trac un plan para lograrlo,
pero mis acciones y decisiones sobre la marcha hicieron vana cualquier esperanza, pues me enca-
minaron por una senda sin llegada; o quiz con ella, pero en todo caso extenuante y difcil, una llegada
precedida por una posibilidad inmensa de confusin, slo sorteable por el espritu humano una vez en
cada cien, mil o infinitos intentos. Porque la perdicin, lo vea con claridad, era la alta frecuencia con que
se presentaba el momento de tomar una decisin entre mltiples alternativas.
En medio de estos pensamientos -que son raudos cuando apenas se estn gestando en la cabeza-,
llegu a la primera salita de todo el sistema. Mir hacia todos lados antes de escurrirme por el espacio
medio del estante, como si esperara encontrar all una primera y ltima clave para la comprensin de
todo el misterio, o como si, al menos, quisiera toparme con el gesto de reprensin y burla de un
hechicero que, ante mi consternacin, se desvaneciera irremediablemente en una nube de polvo. Pero
nada de esto haba: slo una mesa, un jarrn, una papelera y un estante desnudo por el que inme-
diatamente comenc a deslizarme.
Al otro lado, imperturbable, esperaba la mquina de escribir, y amortajada en ella permaneca la
hoja vaca. Llegu hasta la mesa de trabajo y me dej caer pesadamente sobre la silla. Sob las teclas,
respir profundo. No quera fracasar de nuevo, no otra vez en lo mismo. Porque haba sido eso: haba
sido como escribir una novela.
RAYUELA
I.
Acabbamos de hablar de pintura, creo, cuando no s por qu alguno de los dos toc el tema de
Onetti. No lo recuerdo bien, pero me parece que dije lo que siempre digo en estos casos: que el
uruguayo goza engaando al lector en fin, e imagino que mencion algunos ttulos -los mismos de
siempre!- pretendiendo, con torpe vanidad, hacerle saber al profesor que yo era un lector, si no
excelente, por lo menos no del comn. Entonces fue cuando l lo dijo. Inicialmente, me invadi cierto
sentimiento de lstima, pero despus, cuando hube analizado lenta y concienzudamente quin era la
persona que estaba all platicndome, no pude sentir otra cosa que no fuese una profunda incredulidad.
Porque l, desempolvando sus lentes con un gesto desidioso, como quien por alguna razn se ve
obligado a decir algo obvio, dijo:
-Pero es claro que la obra cumbre de Onetti es Rayuela, cierto?
Antes de responderle, despus que hube sopesado y combatido mis ms inmediatas impresiones,
no vi otro camino distinto a pensar que se trataba de una broma. Entonces, cuando ya me felicitaba por
haber contenido la instintiva correccin -porque, en el ambiente de la chanza, habra sido una gran
torpeza rectificar lo que, con obviedad, el profesor haba falseado deliberadamente-, l sigui hablando
con seriedad y algo de afectada poesa:
-Nada hay ms profundo que Rayuela, nada: absolutamente nada... Es, para m, la ms concisa
radiografa del ser y el sentir humanos, la introspeccin ms...
-Profe -interrump, cuando ya haba comprendido que se trataba de una increble e injustificada
confusin-: Profe, Rayuela no es de Onetti...
Y decid callarme, pues esperaba que esa mitad de la aclaracin fuera suficiente para reactivar los
resortes que, en la memoria del profesor, haban sufrido momentneamente algn tipo de atasco.
Adems, me pareca incmodo en grado sumo tener que decir la trivialidad de que Rayuela haba sido
escrita por Julio Cortzar. Despus de un silencio de desconcierto durante el cual slo atin a mirarme
con extraeza y a mesarse la barba, el profesor continu:
-Cmo que no?... Claro! Hombre, Juan, Rayuela es de Juan Carlos Onetti.
-Cmo va a ser, profe -y entonces no tuve otro remedio que decirlo-: Rayuela es de Julio Cortzar.
-No, no, nunca, Juan: es de Onetti.
-Profe, crame -segu, no sin sentir un profundo bochorno-: yo no es que piense que es de
Cortzar, sino que estoy seguro. Se lo digo porque es as; no s usted por qu est tan confundido.
Vacil por un instante, mientras segua mirndome con cierta perplejidad. Luego, con voz muy
suave, anot:
-Pues, hombre Juan, vas a tener que revisar eso, porque Rayuela no puede ser de Cortzar. Yo s
lo que te digo.
En m se form de nuevo, aunque ya en una forma mucho ms intensa, el sentimiento de lstima
que antes me embargara. Con cansancio -pues, aunque odiaba esa tarea, me senta en la obligacin de
defender una verdad tan preclara-, insist:
-No, no: yo soy el que sabe qu est diciendo. Ahora en su casa, profe, se fija en su libro y ve que
el autor es Cortzar. No puede ser de otra forma... Es tonto jurarlo, pero, si es necesario, le juro que las
cosas son as. Crame.
El profesor segua mirndome, aunque ya no con asombro, sino con la pasiva inquietud con que
uno mira un orificio en la pared por el que se ha escabullido algn animal. Despus de algunos
segundos, dijo con una entonacin que a m se me antoj salomnica:
-Bueno, habr que revisar entonces, aunque yo estoy seguro de... -hizo un nuevo silencio y
continu:- No, no, en realidad eso es lo que menos importa: es indiferente quin la haya escrito. Lo que
yo te quera decir era que...
Y se enzarz en un tremendo discurso acerca de las genialidades de un tal Oliveira, mientras que
yo, atendiendo intermitentemente a su chchara, senta que dentro de l slo exista el pesar de saberse
un viejo desmemoriado, un necio senil y demente. Por mi parte, tampoco poda sentirme bien:
reprochaba al destino el haberme sealado la engorrosa tarea de hacer entender a este hombre bueno -
en otro tiempo brillante- que ya estaba acabado.
II.
El incidente haba ocurrido en la maana, en algn momento de asueto mientras estuve en la
Facultad atendiendo los asuntos relacionados con mi prxima graduacin. Concluidas todas las
diligencias, retorn a mi apartamento con la ilusin de poder entregarme la totalidad de la tarde a la lec-
tura de los Cuentos del Don de Mijail Sholojov, labor que, a mi pesar, haba visto interrumpida
continuamente en medio de mis idas y venidas entre bancos, notaras y otras oficinas.
Durante el viaje en el autobs repas una y otra vez la escena de la conversacin con el profesor,
preguntndome repetidas veces por las razones de una confusin tan pueril en la memoria de un
hombre culto y humanista, dedicado por espacio de ms de cuarenta aos al ejercicio y estudio del arte y
las letras. Con sorpresa, advert que lo crea mucho ms docto en literatura por el mero hecho de ser un
escultor, ya que en esas cuestiones, pensaba, poda confiarse ms en el testimonio de un artista sensible
que en el de un mecanizado profesor de literatura -de sos que slo parecen conocer Mara y El lazarillo
de Tormes-. Me resultaba inadmisible que un hombre que hablaba con propiedad de autores tan
recnditos como Hilario Ascasubi o Enrique Amorim insistiera en el yerro de adjudicar a Juan Carlos
Onetti una novela que no era suya, y mucho ms en el caso de Rayuela, que para el hombre de letras
ms comn es tan identificable como la Biblia o Don Quijote.
En stas y otras cavilaciones llegu al apartamento, donde algunos sucesos imprevistos -cuenta de
cobro de servicios pblicos a un lado de la puerta; bote de la basura revolcado por el consabido gato-
hicieron que me olvidara por completo de ese asunto.
Despus de un almuerzo no muy prdigo y de un pesado remedo de siesta me encamin hacia la
biblioteca dispuesto a cumplir con el plan que me haba trazado, aunque bien es verdad que para
entonces vea en esta actividad ms una imposicin que la realizacin de un placer largamente deseado;
y era que, como ocurre tan frecuentemente al lector empedernido, senta que esas horas con tanta
anticipacin pensadas y planeadas para los libros eran en verdad momentos de somnolencia, aburricin
y, en fin, de querer hacer otra cosa. As que, a los pocos minutos de abrir los Cuentos del Don, abandon
la lectura y me dirig nuevamente al estante, donde permanec como un enajenado contemplando por lar-
go rato los lomos de los volmenes, tratando de interesar mi atencin en algn ttulo o nombre que fuera
de real eficacia contra mi creciente estado de pesadez.
De repente, record otra vez la conversacin con el profesor. Instintivamente llev mis ojos hacia mi
ejemplar de Rayuela, que, algo descuadernado, encabezaba el entrepao de los volmenes verdes de la
Historia de la Literatura Latinoamericana. Creo que esboc una sonrisa de simptica compasin
mientras sacaba el libro de su lugar y lo abra por cualquier parte. Escudri en la pgina 292, all donde
se lea ser una especie de mono entre los hombres, para despus, con un movimiento al azar de los
dedos y la mirada, encontrarme ante el Hay que luchar contra eso. / Hay que reinstalarse en el
presente de la pgina 92, captulo 21. Comenzaba ya a leer algo sobre Una foto de Mondrian cuando
mis dedos se deslizaron e involuntariamente abrieron en la segunda hoja -no numerada- de todo el
volumen, all donde, para mi indescriptible asombro, se lea, ms arriba de RAYUELA, el nombre JUAN
CARLOS ONETTI. De inmediato me ocup el horror.
Mil veces revis esa pgina y la cubierta, cerrando y abriendo los ojos repetidamente, con violencia:
mil veces me encontr con JUAN CARLOS ONETTI / RAYUELA. Era para no creerlo (es ms: era hasta para
no creerse). Revolqu el volumen por todas sus pginas: era el mismo libro, con La Maga, Oliveira y
Rocamadour, que en mi cabeza figuraba como escrito por Julio Cortzar. Las pginas pasaban de aqu
para all en un abaniqueo furioso, pero sin novedad alguna; en la tercera pgina se lea: Juan Carlos
Onetti, 1963 . Saba que no estaba soando; confiaba en no estar loco; era imposible que fuera una
broma; slo pens: Me perd.
III.
Esa frase Me perd se form en m extraamente, como una especie de pensamiento sinttico
anticipado, como la revelada conclusin de una serie de cavilaciones en cadena que slo iban a
comenzar en ese momento; como si un extrao instinto me mostrara la sentencia a la que slo llegara
despus por el camino de mis propios razonamientos.
Lo que se me ocurri, hice e intent despus de mi increble descubrimiento se vio matizado y
arrollado en todo momento por el asombro, la inquietud o como quiera que pueda definirse mi sorpresa
horrorizada. Sin embargo, para no entorpecer el relato de lo que sigue, no redundar ms en la des-
cripcin de ese estado anmico, sino que asumir que lo que sigui lo ejecut con la nica asistencia de
mi razonamiento objetivo.
Una vez que hube constatado que el autor del libro que sostena en mi mano no era otro, segn lo
all impreso, que Juan Carlos Onetti, me di a la tarea de revisar otros volmenes de mi coleccin, pues
desde ese momento se form en m una conviccin que ya no habra de abandonarme durante todas mis
pesquisas, y era la de que, si haba ocurrido un evento excepcional, lo ms seguro era que ste no fuese
el nico; de haber sido obligado a sustentar en un trabajo de tesis mis ocurrencias de ese momento, no
hubiera tenido otro recurso que citar al parlanchn Facundo Cabral, all donde dice que Si hay uno hay
dos.
Entonces, deca, me ocup en revisar otros libros del estante, pero no encontr nada distinto a lo
que haba en mi memoria: el Michael Kohlhaas segua siendo de Kleist; Jos M Arguedas haba escrito
Los ros profundos, Graham Greene El poder y la gloria, y, en fin, todo estaba como deba ser.
Que ningn otro libro salvo Rayuela apareciese con un autor errado me hizo pensar en la
posibilidad de que fuese slo mi ejemplar el que acusara tal defecto, y aunque crea estar seguro de, en
el pasado, haber ledo incontables veces sobre la cubierta el nombre de Julio Cortzar, de todas maneras
tena claro que una equivocacin consiste justamente en ver lo que no es: que si hasta el da de hoy
haba estado equivocado era porque haba credo ver precisamente Julio Cortzar en vez de Juan
Carlos Onetti -que era lo que, con seguridad, poda leerse entonces en el libro-. Embebido en estas
perogrulladas de la lgica, era consciente en todo caso que lo que buscaba era un error en mi ejemplar,
porque, como fuera, estaba seguro de que Rayuela haba sido escrita por Cortzar.
Sin embargo, resultaba altamente sospechoso el hecho de que, si se trataba de un error en mi
Rayuela, justamente ese mismo da hubiese ocurrido el incidente con el profesor. Entonces se me ocurri
que, siendo