Los relatos que pretende
leer son reales, no
corresponden a la
imaginación del autor, la
labor de este se redujo a la
búsqueda de las fuentes
orales y al cotejo para la
reconstrucción de las
historias. Convencidos
estamos del compromiso
de recoger parte de lo que
queda de la tradición oral
de esos tiempos y luego completar o modificar. A la memoria se
debería en una parte considerable la proliferación de variantes que
suele resultar del cotejo de las fuentes”, anota Margit Fren en “La
Poesía Oralizada y sus mil Variantes”.
Tenemos nosotros el compromiso como docentes y como padres, de
escribir para no dejar a la tradición de la memoria la pureza de esas
historias de los abuelos. La oralidad necesita ser escrita. En esto nos
da la licencia Siervo Mora en su texto las Manifestaciones Folclóricas,
cuando anota “La oralidad sigue siendo el soporte de toda creación
literaria”.
Entonces esta oralidad al pasar a la escritura llevará el tinte del
escritor, será modificada por el estilo y la necesidad de presentarla lo
más llamativo al lector, es el riesgo que se corre, pero de ahí en
adelante será eterna, la escritura es la eternización de la oralidad.
Estos personajes y sus historias son para la familia, para que sean
leídos y luego contados y vueltos a contar para revertir el proceso,
que vuelvan a la oralidad y alimenten la memoria.
También son para la escuela, en manos de los docentes, su uso
depende de la creatividad y la complejidad con que se miren,
pueden llegar a ser mágicos. Se pretende, sobre todo que sea un
texto comunitario, lo lea, cuente y para ser muy atrevidos, o
ambiciosos, lo enseñe.
El Autor
Cuando Cereté aún era casa
de peces y llegaban lanchas
cargadas con productos de la
tierra y el agua, todavía a
principio de siglo, los
comerciantes, pescadores,
campesinos y pobladores, al
caer la tarde, se reunían en
cada puerto para olvidarse de
los enredos del día,
alrededor de una fogata.
Venían tamboreros de todos los pueblos vecinos y de la sábana. De
apellido Carrillo, era uno venido del palenque de San Basilio, negro
fornido, de cejas encontradas y ojos penetrantes, vestía solamente
pantalones y abarcas, se hacía acompañar de tres mujeres; cuentan
los abuelos que eran sus concubinas ganadas en otros pueblos.
Este Carrillo tocaba la hembra con tal magia y verseaba con tanta
facilidad que apostaba sus mujeres a los padres de la muchacha
que le gustara esa noche, fue creando así una referencia misteriosa
de su poder para tocar el tambor. Al principio los sinuanos sufrían por
el rosario de mozas que acompañaban a Carrillo, después muchas
jóvenes fueron enviadas a otros pueblos cuando se sabia de la
llegada del tamborero.
Las cumbiamberas completaban el cuadro ancestral de nuestro rito
de gaitas y tambores, cuando los abuelos, en las fiestas de pascua,
se reunían debajo de las guamas, techo de los puertos, y de
espaldas al río; aparecían ellas, venían de todos los rincones de la
noche sinuana, venían solas, con sus amantes, con sus maridos, con
sus novios y con sus padres, las que aún guardaban el pudor natural
del indígena.
Las cumbiambas a orillas del Bugre era asunto de historias
maravillosas contadas por los pescadores, de piqueria de tamboreros
y verseadores, donde se jugaba el amor, la gracia, el pudor, la honra
y hasta la vida. En ellas las cumbiamberas controlaban el movimiento
de los hombres con sus largos cabellos sueltos, redundados de
belleza con icacos, ataviadas de faldas llenas de flores inundaban la
atmósfera con olores de baños de hierbas.
Las cumbiamberas eran una invitación a embriagarse con el sudor
del tambor; con el lamento de la gaita y con el movimiento de sus
caderas olorosas a bonche y espiga.
Victoriana Luna era una de ellas, bailaba sin parar durante toda la
noche y en una ocasión lo hizo sobre las brasas de una fogata sin
hacerse daño; parecía ser fuego ella misma. La última vez que se le
vio en Cereté fue cuando se encontró con Carrillo, el Tamborero.
Carrillo apareció esa noche por los lados donde muere el sol con su
tambor al hombro. En esta ocasión seis mujeres lo acompañaban.
Cuando vio a Victoriana danzar sobre llamas, bajó su tambor y lo
hizo sonar tanto que, serpientes, conejos y saltarroyos desaparecieron
de estas riberas. Al terminar el silencio se apoderó del mundo. Carrillo
y Victoriana se miraron, él la tomó con una sola mano, la bajó de las
llamas y lanzó su primer verso:
¿Cuál es esa bailadora que se parece a la luna?
Si yo la fuera enamorando esa fuera mi fortuna.
Todos los Presentes se miraron asombrados, esperando tal vez que
algún gaitero o tamborero respondiera.
Pasaron segundos que sumaban una perla al collar de Carrillo.
Fue la misma bailadora, con una voz venida de la ciénaga, la que
respondió:
“Yo soy la Victoriana la del corazón morao
echo humo por la boca y candela por los costao”.
Me contó el abuelo que Carrillo, al oír aquella contesta, cargo
nuevamente su tambor y nadó por el río hasta Lorica, donde mató
todos los caimanes por la decepción de haber perdido a la mujer
que se parecía a la luna.
Victoriana tampoco volvió a Cereté, viajó a las Sabanas y se llevó la
cumbia a los Montes de María.
Si el rió hablara nos contaría la verdadera historia de José Blas, el del
pito embrujao. Yo sólo sé lo que me contó mi abuelo.
Dicen que era de
Arache, que conocía la
ciénaga y todos los
caños del Sinú, los
recorría a media noche
tocando su gaita. El
embrujo era tal que
bocachicos, charúas,
mojarras y sábalos
saltaban a su canoa y
morían a sus pies. Sólo sus
gaitas eran los
instrumentos para la
pesca. Tenía siete pitos
cabeza e’ cera y los
utilizaba según la clase
de pez que quería, los
que luego vendía en
Cereté sin bajarse de su canoa. Antes del encuentro con Carrillo, el
Tamborero, nadie lo vio caminar. Cuentan que en lugar de piernas
tenía una cola de sábalo que le dejó un pacto con el Espíritu del
Sinú.
Fue una noche mientras pescaba que se le apareció el demonio y le
entregó las siete gaitas que le darían toda clase de peces, si las
tocaba bajo la luna de Cereté; por eso a esta luna le dicen “La Luna
Gaitera”.
José Blas tendría cola de sábalo en vez de piernas hasta que
encontrara un hembrero capaz de devolver con el sonido de su
tambor los peces al río.
Una noche cuando tocaba su gaita a la luna de Cereté. Cerca a la
curva de la bonga, los peces saltaron de su canoa al rió y el sonido
de un tambor se sintió en su pecho, no era su corazón, era el tambor
de Carrillo que sonaba en la cumbiamba.
Corno pudo se arrastró hacía la fogata. Cuando cumbiamberas,
verseadores y tamboreros lo vieron se detuvo la piqueria. Por un
segundo solo se escuchó el crepitar del fuego y el tambor de Carrillo.
José Blas se quitó la camisa y sacó de entre sus costillas la séptima
gaita: era un pito machijembriao de seis huecos, que posó en su
boca y sonó acompañando a Carrillo.
Entonces el tiempo se adelanto y los días y las noches fueron uno
solo, la cumbiamba se hizo eterna. Parecía que no acabaría, hasta
cuando se sintió un olor intenso a bonche y heliotropos, había
llegado Amelia Luna, la Cumbiambera más bella que haya pisado
estas tierras. Una cumbia, mezcla de gaita y tambor, se escuchaba,
pero que se fue transformando. Era la sensación producida por el
baile de Amelia en los músicos.
José Blas fue bajoniando y las manos de Carrillo parecían no
obedecerle. El cerraba los ojos y era el mismo Espíritu del Sinú el que
hacia sonar el tambor, la cumbia se volvió porro.
Cuando Carrillo abrió los ojos, José Blas, el gaitero, se perdía en el
horizonte con la bailadora, entonces sintió que algo se revolvía
dentro de el y sus manos sonaron la hembra con tal fuerza que las
caderas de las mujeres querían partirse y los hombres convulsionaban
en gestos y ademanes. A ese ritmo le llamaron puya, porque eso era
lo que sentían por dentro.
Dicen que Amelia y José Blas se juntaron. De Carrillo quedo el
juramento que volvería por una cumbiambera como esa.
Ó
El sonido del tambor arrancó del puerto, se dividió y corrió por las dos
calles: Rabissa y las Flórez. Tocando a cada puerta, entrando por las
ventanas de bolillos, inundando los patios donde las gallinas
presurosas trepaban a los mangos.
Pum pum pam,
Ya llegó ya está aquí,
Pam pam pum pá
Llegó Carrillo a tocá
Pim pim pim pam
Vengan todos a bailá
Eran las seis de la tarde y un hormiguero humano seguía guiado por
el tambor camino al puerto.
Rabissa, era una calle larga que comenzaba en el río, atravesaba el
centro del pueblo y terminaba trescientos metros después de la
iglesia, al fondo se unía con las Flórez por la otra calle transversal, la
calle de las Vacas. Por allí durante todo el día viajaba el ganado
rumbo al puerto donde se embarcaba hasta Cispatá.
Las Flórez era una red de callejones que desembocaban a la calle
principal paralela a Rabissa, estaba limitada al fondo por el Cañito
de los Sábalos, donde llegaban pescadores de todo el país en busca
de un pez maravilloso con escamas de níquel y ojos de diamantes,
que concedía deseos y curaba enfermedades.
En pocos minutos el puerto, así como en la mañana, era un
hervidero humano, pero la intención ahora era la historia del día
transformada en verso, los retos en golpes de tambor y los amores en
sentimiento de gaita.
Enseguida había que definir quién encendería la fogata; lo cual era
un honor y cada día era disputado con el lenguaje. Carrillo que
había hecho la convocatoria dio un paso adelante:
Yo soy Feliciano Carrillo
Hermano de la primavera
Me atrevo a encendé una vela
En la punta de un cuchillo
Carrillo encendió la fogata.
Entonces aparecieron cabellos largos untados de manteca negrita,
adornados con bonches y heliotropos, vestidos con faldas de flores
que invadían los sentidos con olores exóticos, eran las
Cumbiamberas.
Gaiteros, tamboreros y maraqueros se unieron al unísono para
declarar iniciada la rueda de gaita. Desde ese momento el destino
de las mujeres era incierto. Cada una llegaba por su cuenta y riesgo,
sabedoras de la magia en su baile confiaban en la disputa con el
verso de sus maridos, en sus golpes de tambor o en el sentimiento de
la gaita. Algunas sacaban trucos de su repertorio e improvisaban en
el baile.
María de los Hierros, una de ellas, bailaba con una rodaja de pan y
una totuma de chicha sobre su cabeza. Ella esa noche tenía encima
los ojos de Carrillo el Tamborero y de José Blas Pacheco, el del pito
embrujao.
Feliciano Carrillo al verla se quitó las abarcas y con ellas sonó su
tambor; el reto estaba marcado. Todos boquiabiertos, entre
asombrados y temerosos escucharon el verso.
Desde aquí te estoy mirando,
Como a rama a la flor,
Si te tiro y no te mato,
Para mí será un dolor
Todas las cabezas giraron hacia José Blas, éste se quitó la gaita de su
labio partido y verseó.
Me la llevo, me la llevo,
Si me la dejan llevá,
Todas las mujeres bonitas,
Son pa’ José Bla’.
Todos lanzaron un guapirreo que se escuchó del otro lado de la
ciénaga.
Carrillo levantó los brazos, arrancó bellos de sus axilas y luego sonó su
tambor. El gaitero tenía que seguirlo en todos los ritmos que
propusiera.
La Cumbiamba continuaría hasta cuando alguno abandonara, el
otro se llevaría a la cumbiambera. Las horas corrieron, el sol apareció
varias veces entre los maizales y se ocultó por el Cañito de Los
Sábalos. Tamborero, gaitero y bailadora seguían en su carrera
contra el destino. José Blas no consumía nada, su gaita estaba
adherida al canal de su labio leporino.
Las mujeres de Carrillo secaban su sudor y le daban ron en la boca
que era lo único que aceptaba.
La noticia de la piqueria en la Cumbiamba recorrió ríos, caños y
Ciénagas hasta la Depresión Momposina, de donde llegaron músicos
y comerciantes que improvisaban ferias para ofertar ungüentos y
vender el último almanaque Bristol.
Treinta y ocho horas después José Blas se derrumbó cianótico y
sangrando por sus oídos.
Carrillo no se percató de la partida, tenía los ojos cerrados, tocaba
en trance su tambor.
El sonido duro, sólido, inmaleable, se disolvió en el aire, luego en el
agua y por último en el músculo y al hablar los dientes imitaban el
sonido del tambor..
Ochenta horas después con los brazos acalambrados, con una
espuma espesa y verde saliendo por su boca, Carrillo se desmayó
rodeado de ocho mujeres. Parecía morirse y balbuceó algo que fue
repetido por sus compañeras y amplificado por el río.
Si Carrillo se muriera,
Que lo entierren en la paja
Que la plata de Carrillo,
Solo sirve pa’ baraja.
Á
Había pasado casi diez años desde la última vez que se vio a
Feliciano Carrillo
en Cereté, su
juramento que
volvería en busca
de una nueva
cumbiambera
como Victoriana
Luna, aún estaba
por cumplirse.
En esa época se
abrió una
carretera que
comunicaba a
Cerete con
Montería, por
donde intentó
llegar el primer
Carro pero que
quedó enterrado
en el lodo a la altura de Mocarí, sólo la fuerza de las inundaciones lo
impulsaron en su viaje, esta vez hasta Cispatá donde el Sinú llevaba
sus lamentos.
Su paso por Cereté fue todo un acontecimiento y el pueblo entero se
volcó a ver el Cadillac rojo decir adiós en una travesía que no se
había planeado para su destino.
Gaiteros, tamboreros; bailadoras y verseadores comenzaron la
cumbiamba, porque sin duda esa era una señal de la llegada del
progreso en manos del gobierno Liberal.
Cereté además de las inundaciones, Soportaba una invasión de
comerciantes que al parecer llegaron a quedarse, porque su partida
se postergaba cada semana y ofrecían promociones permanentes.
Eran libaneses, sirios, árabes e italianos, pero a todos se les llamaba
turcos: Sakr, Umar, Chagüi y Milanes eran los apellidos de los que
instalaron carpas y tiendas en el callejón paralelo al río, donde
vendían candados, agujas, sedas, espejos, peines y sombrillas
multicolores que protegían del sol y la lluvia mejor que los sombreros
de caña flecha de Tuchín.
Después del adiós del Cadillac, las cumbiambas se prolongaron por
15 días. Al quinto, los cumbiamberos entraron en una especie de
trance monótono, donde los versos se repetían y las bailadoras
despeinadas y con los pies enlodados bailaban con la energía
sobrante en pos de no perder la competencia.
Al sexto día José Blas Pacheco, el del pito embrujado, tocaba ‘el
sapo viejo’, el cansancio se notaba en sus ojos pero aún un gaitero
de Ciénaga de Oro de nombre Valentín le daba la pelea.
El reloj de la iglesia dio las doce y. la piquería parecía no acabar,
José Blas decidió finalizar la contienda y mostró su séptima gaita que
estaba hechizada.
Cuando José Blas comenzó a bajonear el cielo se oscureció, los
toldos de los turcos abatidos por el viento pasaron por encima de los
cumbiamberos y una gran nube de humo invadió la calle Rabissa. La
figura de un hombre de raza negra emergió del mismo centro de la
nube, tenía un estuche de cuero en su mano izquierda y un gran
habano en la derecha, entonces los presentes entendieron el origen
de la nube.
El negro era un antillano que había llegado la mañana del Cadillac y
se había dedicado a caminar el pueblo, sin instalarse en ninguna
parte, preguntando por Carrillo, el tamborero.
Los cumbiamberos se inquietaron con la presencia del forastero, sin
embargo la competencia continuó.
El bajoneo de José Blas imprimía una nueva energía y los guapirreos
se volvieron a escuchar intercalados completando el cuadro
melódico.
Nuevamente la turbamulta sinuana llegaba al éxtasis cuando de
pronto se escucharon mil gaitas al unísono.
El sonido no venía del pito de José Blas, ni del de Valentín. Entonces
todos giraron hacia el negro que había convertido su habano en un
gran pito de metal, aseguraron que su sonido se había escuchado
ese día hasta en Arache, Chinú y Murrucucú.
La multitud rodeó el instrumento mágico. Hasta los turcos se sintieron
atraídos por su sonido, que al poco tiempo aceptarían en la iglesia,
donde la gaita se miraba como instrumento profano.
José Blas con un paisaje de sorgo en sus ojos, se disolvió en la
oscuridad del puerto, gotas de sangre que caían de su labio partido
marcaron su camino al rió, subió en su canoa que había amarrado
seis días antes y arrojó su pito cabeza de cera al Bugre. Todavía las
aguas se mueven extrañamente originando un vacío que se traga a
los que se bañan. Sus gritos de auxilio son ahogados por el sonido de
una gaita triste tocada por el Espíritu del Sinú que reclama las
cumbiambas.
Ú
Que el Habanero le
ganara a Carrillo, el
Tamborero, con
ayuda de la
tecnología, habría
significado no solo
la desaparición de
las gaitas, sino
también que se
quedara con cinco
mujeres que en ese
momento el Tamborero tenía como propiedad.
A diferencia de Carrillo, el Habanero no cargaba con sus mujeres, a
todas las ubicó en su lugar de origen. Con cada una de ellas había
tenido hijos, los cuales crecieron al lado de sus madres en San Pelayo,
Manguelito y Ciénaga de Oro; excepto uno cuya madre murió
pisoteada por la multitud en la última cumbiamba de la que se tiene
memoria en Cereté.
El negro tomó a su hijo de solo dos meses, lo acomodó en un estuche
de bombardino y lo dejó a merced de la corriente del rió con una
nota para quien lo encontrara.
Aguas abajo la encomienda fue hallada por un viejo pescador del
Zapal, quien necesitó cuatrocientos setenta días para encontrar a
alguien que le pudiera leer la nota dejada por el Habanero.
Al niño, el viejo lo llamaba Rembe y lo llevó a la dirección que
indicaba la hoja escrita en fina caligrafía.
Era el almacén de un Turco quien al leer el mensaje, sin mediar
palabra le entregó otro estuche. Por un momento el viejo pensó que
era otro hijo que el destino le había enviado. Sin embargo no lo abrió
hasta llegar a su casa, un rancho construido sobre un alubión en las
orillas del Bugre. Al destapar el estuche un brillo de oro lo encegueció
por varios segundos. Era una trompeta, tal vez la primera que había
llegado a Cereté. Alzando el instrumento y en actitud premonitoria, el
viejo le dijo a su hijo: “Moisés fue salvado de las aguas, tu Rembe
fuiste salvado por la música”.
Rembe se convirtió en un hombre tranquilo a pesar de ser robusto y
de apariencia violenta por sus fuertes músculos y serio mirar. Llegaba
todos los días al puerto como a eso de las ocho y media de la
mañana y vendía el producto de la pesca a precio muy bajo, lo que
traía discusiones con los demás pescadores.
“Después que tenga para el ron y la comida, estoy contento, la plata
no entra al cielo”, respondía a sus reclamos.
Fue el mejor trompeta en todo el Sinú, inventó porros y fandangos de
los cuales nunca reconoció autoría, así que la música lo único que le
dejó fue una abultada bemba y un gran amor por el trago.
Cuando decidió dejar la música subió a su canoa y está se convirtió
en su vivienda hasta cuando desapareció, dicen que borracho, se
dejó llevar por el río hasta Tinajones donde el mar se lo tragó, parece
ser en busca de su verdadero padre.
Rembe vivió en otro rancho, al lado del viejo, su compañera era una
india de cabellos largos que le arrastraban, cosa que mantenía el
suelo del rancho barrido y los cabellos con un olor a barro, a
lombrices podridas, que excitaban al negro y le hacía hervir la sangre
cada vez que se le acercaba.
Rembe era un tipo práctico, le tenía prohibido usar ropa interior, así
que cuando llegaban se iban a la hamaca y hacían el amor hasta el
cansancio.
Ese fue un amor engendrado bajo las velas de un fandango,
después que cayeron las últimas lluvias y empezaron las fiestas de la
Candelaria.
El negro la descubrió en la rueda del fandango, eran las doce de la
noche de un dos de febrero. Un manojo de velas brillaba en su rostro,
un collar de perlas saltaba en su boca mientras sonreía, las olas de la
falda dominaban un circulo de dos metros de diámetro al cual se
arriesgaba a entrar un hombre menudito que se movía como
marioneta, sus senos asomaban con violencia de su blusa y repetían
del sonido del bombo; bum, bum. bum.
El negro Rembe sentado sobre la hierba de la corraleja, vació dos
botellas de ron sin dejar de mirar la sonrisa blanca de la india, luego
se levantó y dando empujones a diestra y siniestra, cargó a la mujer y
desapareció en la oscuridad de la plaza de Santa Clara.
Esa noche la llevó al rancho y sin decir palabra la amó en la
hamaca.
Ella se quedó hasta cuando apareció la desgracia.
Desde que la trajo hasta que se marchó no se hablaron, las palabras
nunca hicieron falta, era una relación fundada en la proximidad y el
calor de los cuerpos, en la profundidad de las miradas y en la
violencia del beso.
Fue una relación sin historias, sin nombre, sin familiares, sin tiempo,
sólo la hamaca como péndulo de amor y testigo de los cuerpos.
El idilio comenzó a resquebrajarse cuando los compañeros de la
banda colocaron nombres a sus porros; como el negro cachón y el
cacho caío. Esos nombres a composiciones que el había decidido no
nombrar y las risas y los silencios con su llegada clavaron dardos a su
eterna tranquilidad.
La noche que llegó de Lorica y no la vio esperando como siempre
bajo los tulipanes de enfrente, no la amó, la hizo orinar en una
totuma y salió para donde María de los Hierros a llevarle los orines de
la india.
María de los Hierros era una vieja pequeña condenada a andar con
los pies forrados con hierbas, por quemaduras que nunca sanaron
cuando intentó bailar sobre una fogata en una de las cumbiambas.
En contraste con su piel debajo de sus anchas ropas se podía
imaginar un cuerpo hermoso que se contemplaba con una mirada
de perdón permanente.
María de Los Hierros miró los orines y le dijo al negro que cuando
cuatro goleros bajaran hasta donde él esté tocando, fuera a su casa
y los encontraría. El usa sombrero blanco.
Como forma de pago Maria le pidió dos cosas: que le hiciera el amor
como si fuera la india y que no los matara, que los dejara conocer el
mar, ese seria su castigo.
Pasaron siete semanas y las fiestas del Campesino en Rabolargo
habían comenzado, los goleros bajaron esa noche cuando la banda
tocaba un porro viejo. El negro los miró y pensó en el mar por donde
escapó su padre dejándolo en el río en un estuche de bombardino.
Apretó la trompeta sobre su pecho y luego la lanzó al río y tomando
un atajo por el maíz de Juan Berrocal se fue a su casa.
Se acercó agachado como quien caza turrugullas, el currao cantó
varias veces, una iguana se estrelló contra el agua.
Había una oscuridad absoluta, risas y quejidos llegaron hasta él. Se
inquietó, la brisa trajo la voz de Maria de los Hierros: “déjalos conocer
el mar”. El negro Rembe sacó el machete de la vaina guindada en el
horcón, acarició el filo mojado por sus lagrimas, lo sonó contra el
horcón y con una voz que no reconoció como suya dijo: ¡Vamos a
ver quien es el macho, no joda!. Entonces una sombra blanca salió
disparada y se lanzó al río.
El negro Rembe no volvió a tocar, se metió en una canoa y no volvió
a salir del río hasta cuando se fue al encuentro con el mar.
En ocasiones llegaba al puerto de Cereté a vender la pesca y la
gente admiraba la larga cabellera negra que llegaba hasta el agua,
guindada en una vara de mangle a manera de asta y un sombrero
blanco en la punta.
Ñ
La sombra de la mujer con su
niño en brazos, se proyecta
sobre la pared de boñiga
como una repetición de sus
angustias. El hombre en el
chinchorro, fuma un tabaco.
Piensa que no van a
abandonar su rancho. Se
levanta, toma una almohada
y vuelve al chinchorro. La
mujer le entrega el niño. Un olor a lombrices podridas llega con la brisa
húmeda.
La mujer siente el olor, prende una vela y la coloca en el altar, frente a una
lámina del Señor de los Milagros.
El niño llora, entonces el hombre le habla del pez de níquel y le promete
que en la mañana irán a pescar. El niño acepta el trato y se duerme.
Sueña con el maravilloso pez, del que también le había hablado su abuelo
antes de morir, sueña con traerlo al rancho para hacer adornos de
navidad con el brillo de sus escamas.
El hombre se levanta, su sombra no cabe en el rancho, entrega al niño con
sus sueños a la mujer, y prepara unos sacos de arena.
Metros arriba, la inundación arrasa ranchos y niños con sueños plateados.
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