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CULTURA Y MODERNIZACIÓN EN AMÉRICA LATINA
Pedro Morandé
PRÓLOGO
Morandé plantea que las reflexiones sobre la vida social son resultado del diálogo entre las
circunstancias históricas en las que se desarrollan, es decir, están contextualizadas. Dichas reflexiones
buscan superar o trascender a las circunstancias. El lograr esto sólo es posible en tanto se reconozca la
propia historicidad de la reflexión. La historia es parte constituyente y fundamental de la reflexión
sobre la vida social. Comprender este postulado es importante para comprender la globalidad del texto.
(Poquito más adelante se entiende la conexión de este apartado con el texto)
Estancamiento y letargo son elementos que caracterizan a la sociología contemporánea latinoamericana
(1983), Morandé sostiene que dicho estado no se le puede achacar sólo al contexto sociopolítico de
dictaduras y la represión característica del período. Para Morandé derechamente existe una crisis en la
sociología latinoamericana, la cual está vinculada con la sequía de sus fuentes de inspiración intelectual.
Los procesos de modernización han dado la posibilidad a la sociología de convertirse en una ciencia para
la planificación como herramienta de la transformación social. Este “momento de gloria” fue el principio
de la perdición de la sociología, se ganó en influencia, pero se perdió en autonomía respecto a la
sociedad. Se trabaja desde las ciencias hacia las necesidades sociales y no a la inversa. Así el proyecto
disciplinar queda sometido a la dinámica de los procesos de modernización. Morandé considera un error
el haber asimilado las diversas variantes del paradigma racional-iluminista (en sus diversas variantes,
desde las liberales, estructuralistas-neomarxistas hasta las neoliberales). Morandé cuestiona la
pertinencia y legitimidad de dicho paradigma (con todas sus variantes) para latinoamérica. Cuestiona los
intentos por latinoamericanizar a la sociología, en tanto estos no fueron más que un vago
posicionamiento en los bloques capitalista y socialista en contexto de guerra fría. Morandé considera
que la real latinoamerizanización de la sociología pasa por cuestionar las bases de los proyectos
modernizadores o el paradigma racional-iluminista. Morandé critica el que no se hayan realizado críticas
profundas a los bloques dominantes.
La tesis de Morandé sobre el fracaso de la latinoamericanización es que el paradigma de la
modernización carecía de reflexión sobre la cultura. La importancia de la cultura en este punto es que
permite pasar desde el universalismo hacia el particularismo y tensiona el concepto de identidad
latinoamericana. Luego Morandé profundiza en el conflicto o problema de la identidad latinoamericana;
Para quien domina la identidad se resuelve tautológicamente, se autoafirma basado en su poder. Para el
“periférico” (es curioso que hable de dominante/periférico y no dominante/dominado) el problema se
remite a las posibilidades de alcanzar su autonomía.
Lo que busca Morandé es alcanzar la real latinoamericanización de la sociología y las ciencias sociales y
que la modernización abarque los dilemas de la cultura.
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La relación entre cultura y modernización cierra un período y abre otro. El objetivo del trabajo es
aproximarse a un análisis empírico del ethos latinoamericano.
Cultura y modernización tienen una relación conflictiva con el paradigma racional-iluminista importado
desde el norte. Se busca problematizar y discutir los supuestos del paradigma racional-iluminista entre
los valores y la estructura. Si no se discute eso no se puede problematizar el ethos cultural. El abordar el
conflicto entre cultura y modernidad en función de los valores nos lleva a relevar el fenómeno sacrificial,
sin el cual no se puede entender. En períodos de crisis aumenta la densidad sacrificial la cual es
tendiente a restituir el orden. Las disputas de la modernización se vinculan al fenómeno sacrificial y su
eficacia simbólica. En el último capítulo se exponen las tesis sobre la formación y desarrollo de la síntesis
cultural de latinoamérica. El objetivo final se ha dejado sólo para el ocaso del libro ya que no se ha
querido sacrificar la historicidad del asunto (ahora hace sentido el inicio del prólogo). La crítica a la
modernización latinoamericana es en sí misma un elemento fundante de la problemática del ethos
cultural.
CAPÍTULO I: LA CRISIS DEL DESARROLLISMO EN AMÉRICA LATINA COMO CRISIS DE IDENTIDAD
CULTURAL
Desde el colapso de las repúblicas oligárquicas, a fines del siglo XX, el tema de la modernización de A.L.
ha sido uno de los ejes principales en torno al cual se ha autocomprendido intelectualmente el
continente. Dicho tema ha sido de gran importancia al pensar el devenir de la región (sociedad de
masas, urbanización, industrialización), presentándose, de manera generalizada, propuestas de
modernización tanto desde los gobiernos de izquierda, como de derecha, de los populismos y de las
revoluciones.
La modernización se ha entendido en A.L. como la “respuesta integral” ante la pérdida de legitimidad y
de eficacia de la dominación oligárquica durante las dos primeras décadas de este siglo. Resolver la
cuestión social hacía necesario pensar en mecanismos de integración de los grupos marginados de la
Polis, la modernidad se presentó entonces como la única alternativa posible, ya que al industrializar la
ciudad se generarían tanto los productos como empleados necesarios para a una población en aumento.
Pero para Morandé la modernización puede ser entendida como un proceso cultural antes que
estructural, que proviene desde inicios del siglo XIX en la constitución misma de los estados nacionales
latinoamericanos, y que se explica por la pérdida de la unidad política y cultural que le otorgaba la
hegemonía hispano-lusitana en Europa. A.L. vivió un proceso de modernización que expresó la
necesidad imperiosa de ajuste de su identidad ante el cambio producido en el equilibrio de fuerzas de
las potencias europeas.
Entender el proceso de modernización latinoamericano nos posibilita la comprensión del horizonte ante
el que se posicionaron los primeros intelectuales del siglo XX (década del 20’ y 30’), los cuales se
enfrentaron ante la crisis de la Polis oligárquica. Esta generación de intelectuales entiende la crisis como
consecuencia del desmembramiento de la unidad cultural latinoamericana. La modernización no era
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vista como un proyecto de sociedad futura, sino que como una necesidad de reconciliación con la
herencia cultural de la colonización hispano-lusitana, que había sido abandonada en el periodo de
constitución de los estados nacionales y combatida cuando se entroniza el positivismo laicista de la
segunda mitad del siglo XIX. Se le asignó, consecuentemente, enorme importancia a la discusión por el
ethos cultural latinoamericano y se entendieron los problemas de marginalidad ante todo como éticos,
el reflejo de una marginalidad cultural anterior (al indio, al negro, al mestizo) y no de ingeniería social.
Las repúblicas oligárquicas lograron poner orden ante la anarquía pero no lograron generar una síntesis
cultural nueva, fundada en los valores heredados de la tradición indiana.
Esta generación de intelectuales pensaba que la única posibilidad de desarrollo se daba al rescatar la
identidad cultural negada, adecuando el orden institucional a dicha identidad no reconocida para
existente. El desafío de la modernización era, entonces, constituir una nueva síntesis que asumiera, sin
negar nada del pasado, la historia latinoamericana real. Se denomina a esta generación la de
“nacionalistas latinoamericanos” (entre los que se reconoce a Vasconcelos, Mariátegui y Eyzaguirre).
La siguiente generación, la de los desarrollismos, es entendida por Morandé como completamente
diferente en sus planteamientos sobre la modernización. Esta nace en el periodo de postguerra, en el
cual el centro de la política mundial se desplaza desde Europa hacia América (país que vivió un proceso
de formación cultural completamente distinto al de Latinoamérica), así la búsqueda de una nueva
síntesis queda subordinada al reconocimiento de los cambios de hegemonía, ahora se trata de pensar la
modernización latinoamericana en lenguaje y términos del vencedor. En términos concretos, la
conceptualización de A.L. dejará de guiarse por la interpretación histórica y de la tradición cultural, para
pasar a privilegiar el análisis de la funcionalidad de las estructuras. Se entiende la vida social como
objeto de planificación, donde algo puede alterarse de manera racionalmente programada y ejecutada.
El proceso de modernización latinoamericano es percibido como una opción tecnológica a disposición
de todos los pueblos, siempre que ellos mismos tengan las voluntad de desarrollarse y de superar los
obstáculos que se antepongan. Se entra así en la carrera por los estándares internacionales
(alfabetización, mortalidad, urbanización, etc.), carrera a la que no se entra desde la originalidad de la
formación cultural latinoamericana, sino que abstractamente, mediante “índices de modernización”. La
única forma en que se entiende la identidad del sujeto histórico es como un transeúnte hacia la
modernidad. Esta generación fue representada por la CEPAL, pero sus orígenes se remontan a Max
Weber.
Poder comparar a los nacionalistas latinoamericanos con el desarrollismo solo se hace posible en un
momento en que este último se encuentra en crisis, ya que previo a ello se presentó como un
paradigma hegemónico durante los cincuenta y sesenta, el cual irrumpió desde un principio
invisibilizando la existencia de una generación de intelectuales anterior. En un momento en que las
violaciones –manifiesta y sistemática- a los derechos humanos se da de forma tan generalizada en
Latinoamérica es posible preguntarnos acerca de las limitaciones éticas de las orientaciones
tecnocráticas sobre la vida social y acerca del sustrato cultural en que se fundamentan tales
orientaciones. Para el autor la violencia interna y guerras civiles que se han vivido en el continente se
explican por una profunda crisis moral, de identidad del sujeto histórico que nos remite al ethos cultural,
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donde los valores y antivalores tienen validez.
En los países desarrollados la sociología ha estudiado antes la “crisis de identidad” que genera la opción
tecnocrática (anomia, drogadicción, apatía, etc.), pero siempre entendiendo la crisis de identidad como
un problema marginal que no afecta a la sociedad en su conjunto, sino que, por razones particulares, a
individuos aislados. Se considera la cultura como un fenómeno superestructural, sin lograr llegar a
plantearse que la crisis de identidad puede derivar de la relación misma entre estructura y valores, los
cuales en el mundo moderno se han resuelto a favor de la funcionalidad.
En cambio, en L.A., la reivindicación de los derechos humanos no es un fenómeno marginal producido
por el desajuste de algunas estructuras, sino que apunta a la misma sobrevivencia cultura. La
racionalidad formal (entendida en el sentido weberiano de la optimización de las decisiones tendientes
a escoger los medios más adecuados para la obtención de fines previamente definidos y jerarquizados)
del mundo moderno ha encontrado en las ideologías económicas neoliberales y en la doctrina de la
seguridad nacional dos expresiones extremas y complementarias de la subordinación de todo ethos al
primado de la funcionalidad de las estructuras. Pese a la hegemonía instalada del desarrollismo, se ha
mantenido cierto contrapeso, ambiguo y contradictorio, con la vigencia de los valores morales
postulados como superiores frente a la búsqueda del mero equilibrio funcional. El esquematismo
funcional no se legitima por sí mismo. Pero el desarrollismo, al plantear los problemas económicos como
técnicos y la política como la guerra es capaz de reducir el contrapeso de los valores a algo puramente
retórico.
La ausencia de la cultura en el esquematismo funcional es un vacío tan evidente que obliga a los
intelectuales a volver sus ojos a este problema que había dejado de ser objeto de reflexión.[1]
En la segunda mitad de los sesenta la protesta estudiantil, que alcanzó dimensiones mundiales, fue
para Morandé la crítica más compleja a la sociedad tecnocrática (inspirada en la Escuela de Frankfurt).
Se trataba de una crítica radical al pensamiento como instrumento de control social, a las relaciones
instrumentalizadas por el poder, a la represión de los instintos, a la vida privada preprogramada, al
carácter antiutópico de los planes de desarrollo social, etc. Si bien el impacto de estas protestas fue
distinto en Latinoamérica que en los países desarrollados (por diferencias en las condiciones materiales
y sociales) el horizonte intelectual de la crítica era similar: la muy vigente mentalidad desarrollista. Pese
a la fuerza de la crítica a nivel mediático la propuesta se mantuvo como pura crítica ideológica, la cual
aludía a todo el sistema sin tener un soporte independiente y autónomo frente a la idea desarrollista de
la maximización de la funcionalidad de las estructuras. La protesta estudiantil quedó aprisionada: su
naturaleza era contestataria del sistema tecnocrático, pero la falta de acceso a la tradición cultural
particular de América Latina impedía encontrar una base crítica que permitiera trascenderlo. La protesta
estudiantil no fue más que una manifestación temprana de la crisis del pensamiento desarrollista, la cual
no tenía solución a menos que hubiera logrado descubrir la existencia del sustrato cultural
latinoamericano, lo cual no hizo. Fue una gran crisis de identidad cultural a pesar de que los actores no
hayan tenido el punto de referencia para plantearla en estos términos.
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El segundo ejemplo de la profundidad de la crisis es el caso de la intelectualidad católica, que la vivió
hondamente en la segunda mitad de los sesenta como crisis de identidad. Para esta era imposible, sin
negarse a sí misma, aceptar la disolución o la subordinación de la conciencia moral a un inmanentismo
sociologista guiado por el principio de la optimización de la funcionalidad estructural. Un pensamiento
social fundado solo en la racionalidad tecnocrática representa una amenaza a toda forma de
pensamiento religioso para el cual significa algo todavía el concepto de trascendencia. Se llega a poner
en juego la relación entre fe y cultura, entre fe y razón. El desarrollismo le presentaba al pensamiento
católico la alternativa de secularizar sus creencias rescatando de ellas solo su “núcleo racional”, o se
marginaba de una totalidad que podía constituirse enteramente sin la fe. Esto no podía ser aceptado, lo
que implicaba ir más allá de la mera contestación, había que repensar el desarrollismo en su totalidad:
en su carácter paradigmático, proposicional, pero también en su dimensión histórica. Había que
comprender al desarrollismo en su proceso histórico, para entender su momento de totalización y, por
lo tanto, la opción que el presentaba a ala Iglesia. Ahora se debe mirar la cultura, porque esta es la
expresión particular de sujetos y pueblos, esta es histórica y con referencias espacio-temporales a los
sujetos que la constituyen. El primado de la “racionalidad formal” tecnocráticas sólo puede entenderse
históricamente, como el resultado de procesos particulares en culturas particulares.
La Iglesia termina por rechazar el desarrollismo, pero no de manera abstracta, sino que a partir del
reconocimiento del sustrato católico de la cultura latinoamericana, el que se constituye desde el
encuentro del catolicismo con las religiones indias y negras en los siglos XVI y XVII. El secularismo es
entonces una amenaza para la cultura eclesial y para la cultura latinoamericana. La racionalidad
tecnocrática debe ser contrarrestada por el reconocimiento del ethos cultural latinoamericano.
Para Morandé la intelectualidad católica es la única que ha logrado vincular su preocupación por la
cultura con la crisis y agotamiento del desarrollismo llevado al límite en la última década. Las otras
tendencias que convergen sobre el tema de la cultura no han podido dar el paso. Mientras no descubran
el sustrato cultural del que han nacido no podrán asumir la crisis del desarrollismo con criterio de
superación. Ahora bien, asumir el desarrollismo en su historicidad es el único camino posible para cerrar
el abismo producido a partir del término de la guerra con el pensamiento de la generación de
nacionalistas latinoamericanos. No se trata de volver a ellos, estamos en condiciones históricas
completamente distintas, reconciliarse con esta generación es un imperativo de la continuidad
intelectual latinoamericana. El camino trazado es el siguiente: superación de la crisis del desarrollismo
neomodernista mediante la comprensión de sus historicidad, comprensión que se hace posible sólo por
el reencuentro con el ethos particular de las sociedades latinoamericanas. “Los restantes capítulos de
este libro tienen por único objeto contribuir al desarrollo de esta empresa intelectual”.
CAPÍTULO II: EL PRIMADO DE LA RACIONALIDAD FORMAL Y LA SECULARIZACIÓN DE LOS
VALORES
La situación intelectual latinoamericana ante el paradigma modernizante (desarrollismo) es el punto de
partida obligado para cualquier reflexión sociológica acerca del ethos cultural. Se debe reconocer que la
mentalidad que hemos denominado desarrollista no se gestado de manera independiente de las
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teorizaciones del pensamiento social. El desarrollismo ha influido tanto en las ciencias sociales como
éstas en aquél, por lo tanto se deben clarificar las mutuas y constantes corrientes de referencias
recíprocas.
El nacimiento de las ciencias sociales se da en un momento de profunda crisis social del siglo XIX, la cual
marcará sus temas y conceptualizaciones. La revolución industrial alterará las relaciones económicas
poniendo en tela de juicio la institucionalidad existente desde la formación de los modernos estados
nacionales. Lo que Karl Polanyi describe en “La gran transformación” como la introducción del
mecanismo autorregulador del mercado en las relaciones de trabajo, es para Morandé, el gran cambio
de importancia social que tiene este periódo, no por la introducción del mercado mismo, sino que por
el problema de la autorregulación, que exigía la separación institucional de la sociedad en una esfera
económica y una política, en oposición a lo que los fundadores de los estados modernos (Hobbes,
Locke, etc.) hubieran admitido, ya que para ellos la actividad social no se supeditaba a nada más que a la
organización del Estado, donde el individuo no existe como hombre por fuera de él, fuera del Estado no
es más que un salvaje en estado de naturaleza. Esto es lo que se ve alterado con la introducción de la
autorregulación del mercado en las relaciones laborales, se reconoce una sociedad económica distinta a
la comunidad representada jurídicamente por el Estado. El individuo queda en una “disposición natural”
que sólo puede ser alterada por su disposición individual al trabajo y no por una organización
institucional de responsabilidades morales (Estado).
Así el amplio campo de las relaciones sociales comienza a adquirir una realidad propia, autónoma e
independiente del orden moral de la comunidad. Comunidad y sociedad se vuelven conceptos
antitéticos. La primera ordena las relaciones sociales sobre la base del sometimiento a un principio
moral rector. En cambio, la segunda, consigue su ordenamiento por el mecanismo puramente formal del
intercambio regulado por los precios.
Dicho cambio produce, evidentemente, un cambio equivalente en las conceptualizaciones del
fenómeno social. Este se dio en el decenio que va entre Adam Smith a Townsend. El primero reflexiona
aún dentro del marco del racionalismo ilustrado, la cuestión de las riquezas de las naciones solo puede
ser plateada en el ámbito de una estructura política dada, con la que quería significarse el bienestar de
la masa del pueblo. Sus referencias a la libertad individual tienen de fondo la idea de una ley natural
vigente para el hombre que era el fundamento ético de toda organización humana. Pero esta era una
ley natural humana que nada tenía que ver con la aplicación de la ley de la naturaleza al hombre La
división entre naturaleza y cultura, entre humanidad y animalidad era constituyente para la ilustración,
era el fundamento de toda reflexión sobre el orden social.
Pero diez años después de Smith, Townsend lo cuestiona. Él quiere ahora aplicar la ley de la naturaleza a
la actividad social sobre la base de la relación que descubre entre el hombre y la sobrevivencia. La
comparación con la naturaleza deja de ser analógica, ya no se recurre a ella para hacer comprensible la
existencia de una ley natural humana, se trata simplemente de introducir la ley de la selva como
fundamento de la división del trabajo. El iluminismo se transforma en naturalismo. El descubrimiento de
Townsend, que logra influencias a todos por igual, se resume así: una economía mercantil solo puede
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existir en una sociedad mercantil, de modo que es necesario reformar aquellas instituciones sociales
que impidan el normal funcionamiento de esta economía. Esta reforma, a diferencia de otra, le exige
al Estado que no haga nada. El hambre es, para Townsend, “una presión pacífica , silenciosa y
continua” que puede regular por sí misma la sobrevivencia y la disposición al trabajo. Esta es la
esencia del mecanismo autorregulador que se propone.
Lo que logra Townsend, como herencia de los fundadores de los estados nacionales, es cuestionar el
concepto de ley. Y descubre que la sobrevivencia se comporta según la ley de la naturaleza
(domesticación del hambre) y no es el resultado de alguna ley humana. Hobbes creía que el hombre era
parecido al salvaje, por eso era necesario un déspota. Para Townsend el hombre es un salvaje, y por eso
requiere un mínimo gobierno. Para Polanyi, la visión de Townsend es una “utopía total”, ya que
implicaba el cambio de la institucionalidad social tradicional, pero además el cambio del hombre mismo
que debía ser más bestia aún. Una utopía así debía ser respondida por las fuerzas sociales violentadas
con el cambio. La sociedad reacciona ante ello de distintas formas, pero reacciona también la
intelectualidad. Por un lado se percibe la necesidad de restituir el iluminismo al estado anterior,
específicamente a la reunificación de la sociedad económica y la política. Pero por otro lado, se percibe
que la formación naturalista no es un puro invento intelectual y que sí tiene implicancias sociales reales,
es decir, que es producto de la misma transformación que venía aquejando a la sociedad desde la
revolución industrial. Este es el momento de nacimiento de las ciencias sociales, momento
profundamente marcado por la crisis ya descrita y por la necesidad de superarla, es por ello que la
misma crisis le impone temáticas y orientaciones al pensamiento intelectual.
Todas las corrientes sociológicas tienen en común la temática de la constitución del capitalismo. Se
intenta tipificar sus características, comprender su proceso histórico para buscar leyes o generalidades
que pudieran predecir su tendencia, evolución, finalidad. Y siendo la novedad la introducción del
mecanismo autorregulador del mercado, el capitalismo es entendido, en términos amplios, como
proceso de racionalización de la cultura y sociedad occidentales. Parte fundamental de esta
conceptualización tendrá relación con la ética y los valores volares en relación a las leyes de
autorregulacion mercantil.
La crisis que afecta a la sociología lo hace también en la orientación de su conocimiento y su estilo: se
impone el paradigma de la ingeniería social más que de la ciencia en sentido estricto. Los problemas que
aquejan a la sociedad luego de las revoluciones industrial y francesa hacen que se vuelva imperativo
buscar soluciones prácticas. Así los distintos modelos ideados por los socialistas utópicos fueron, en
verdad, antiutópicos (no en sentido estricto, sino que haciendo referencia al sentido práctico). Se debe
entender, entonces, a los modelos racionales de ingeniería social ideados por los socialistas utópicos,
como tendentes a contrarrestar la perturbación social introducida por el mercado autorregulador. La
sociología misma, de cierta forma, es una respuesta a la crisis. Más que ninguna otra disciplina hace
suya la contradicción entre uno y otro período: por un lado, busca anclarse en la filosofía de la historia
para comprender el proceso de modernización, pero por otro lado piensa que el espíritu positivista es
el único que puede dar respuestas concretas a los males sociales producidos por el capitalismo. Este
problema no era de la disciplina, claramente, era de la época. La escisión entre sociedad económica y
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Estado, entre mercado y ethos cultural era un problema real y objetivo del cual la sociología no era sino
una de sus expresiones. Surge entonces la pregunta ¿cómo logra la sociología sobreponerse a esta
situación?
La tendencia común, desde distintas veredas, es la de secularizar los valores. El abismo creado entre la
conciencia moral y la práctica económica del capitalismo hacía necesario intentar cerrar este verdadero
desgarro de la sociedad. Volver a darle sentido a los valores solo podría ser posible refiriéndolos
justamente a sus determinaciones sociales particulares. No eran entonces los valores como tales los que
se ponían en cuestionamiento, sino que su carácter absoluto y trascendental, surgiendo ante esta
negación dos posturas alternativas: la de aquellos que pensaban que los valores habían sido realizados
mediante el mecanismo de la racionalidad formal introducido por el capitalismo para sustituir el orden
artificial por el natural (representada por Comte), y la de aquellos que pensaban que los valores se
realizarían en el futuro si se lograba transformar el capitalismo en un orden social nuevo donde la
actividad económica pudiera equilibrarse por la acción racional de individuos autoconscientes
(representada por Marx). Comte anuncia el advenimiento del estadio positivo en la evolución de la
humanidad y Marx proclama que han sido creadas las condiciones para dar el último paso. Ambos
proclaman, a su modo, el fin de la filosofía y el inicio de la era científica en el ámbito del
comportamiento social: Comte definiendo a la ciencia como filosofía positiva; Marx como teoría de la
praxis, teoría de la realización histórica de los valores.
Ambas alternativas quieren construir, tanto en el plano intelectual como en el de la realidad social, una
nueva síntesis, síntesis entre los valores morales y la vida cotidiana, entre la economía y la vida pública,
entre la conciencia y la realidad histórica. Y para lograrlo ambos recurren al pensamiento de la
Ilustración. Ambos, desde el espirito positivo y desde la revolución respectivamente, toman filosofía y
religión, la síntesis radica en la plena identificación entre religión y política: la religión solo se hace
realidad en su concreción política y la política deja de ser mera dominación si realiza los valores
religiosos. Esta concepción de la síntesis social es la que está detrás de todas las propuestas de
secularización de valores.
Pero la sociología da un nuevo paso cuando abandona el problema de la síntesis social para desarrollar
una orientación preferentemente analítica. La sociedad europea ha cambiado y el mercado
autorregulador comienza a ser visto como una expresión más de la tendencia general de racionalización
de occidente, que tiene, en verdad, un origen religioso. Ya que, en efecto, habría surgido cuando la
actitud religiosa decidió abandonar el mundo por la misión de conquistarlo y dominarlo, hasta llegar
desde un polo “contemplativo” a uno “activo” para desembocar en la “acción racional orientada a la
obtención de fines” (nuevamente en el sentido weberiano). Este puede ser solo un rasgo sobresaliente
de la nueva sociedad surgida del capitalismo, pero a decir verdad, dicho comportamiento logra por sí
mismo crear un nuevo ethos o una nueva conciencia moral. Pero esto no se predijo de tal forma y la
generación de una síntesis fue imposible. La sociedad moderna vive con un déficit de síntesis y la
sociología abandona dicha problemática sustituyéndola por una orientación analítica, pero, de todas
formas, la ausencia de síntesis sigue penando como un fantasma de análisis.
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La sociología posterior actúa aún más en esta tendencia, por ejemplo, con las teorías de alcance medio
de Merton, que refleja de manera elocuente la autolimitación de la sociología frente al tema de la
totalidad social. El problema de la síntesis sigue presente y se nos presenta ideológicamente, como la
renuncia a la postulación de una síntesis que permite una sociedad abierta y pluralista, sin coacción
exterior. Pero lo que ocurre en verdad, es que ante la ausencia de un conocimiento de la síntesis se
termina por atribuirle esta función a la racionalidad formal, que opera por la tendencia del cálculo
formal a su maximización. Las dos más grandes elaboraciones sintéticas de la sociología moderna
carecen de contenido informativo. Por un lado tenemos a Parsons, y por el otro, a Levi-Strauss.
El caso de Parsons consiste en la construcción de un marco de referencia conceptual que permita el
estudio de los hechos sociales por la identificación adecuada de sus elementos unitarios componentes y
de las relaciones entre ellos. Como to intento analítico, su preocupación es definir categorías para
separar, distinguir, clasificar. Lo que se le propone a la disciplina es construir una taxonomía que permita
analizar la “acción social” de cualquier actor en cualquier situación específica, independiente de los
motivos personales del investigador o del de los involucrados. La racionalidad solo puede determinarse
desde un punto de vista formal, para lo que Parsons recurre al concepto de “función”, definiendo
entonces la racionalidad desde la funcionalidad. Esta corresponde a la maximización de los logros
favorables a la obtención de las metas propuestas, es cada caso específico, por conjuntos de actores
sociales mutuamente referidos en sus expectativas. Es ésta la formulación más acabada en ciencias
sociales sobre el primado de la racionalidad formal en el estudio del comportamiento humano, evitando
de esta manera, cualquier pronunciamiento acerca de la existencia de una ley natural humana, en el
sentido de la Ilustración. El modelo de Parsons es, en definitiva, la racionalidad formal del mercado
autorregulador, de modo que no hace más que asumirla y proyectarla ahora a el conjunto de la
actividad humana.
El camino que sigue Levi-Strauss es diferente, pero se puede aglutinar a ambos bajo una misma
tendencia: el primado de la racionalidad formal y la consecuente búsqueda analítica de la síntesis social.
Para este, si existe una tensión permanente entre estructura y el acontecimiento, el camino objetivo de
la ciencia no puede ser otro que el del análisis de la estructura. Porque permite pasar del fenómeno
consciente al inconsciente, porque permite ver los términos en relaciones y no de forma aislada, porque
pone en evidencia los sistemas que estas constituyen. L-S aspira a un análisis de la sociedad en función
de los caracteres diferenciales, propios de los sistemas de relaciones que los definen. Su opción
metodológica es también el análisis sintáctico. Para L-S, lo que le interesaría a la ciencia es justamente
buscar las condiciones en virtud de las cuales se vuelven mutuamente convertibles sistemas de verdades
y pueden así ser simultáneamente recibibles para varios sujetos.
Parsons sustituye el concepto de necesidad por el de función, entendido como maximización de las
expectativas mutuamente referidas a todos los actores sociales comprometidos en un sistema de
comunes referencias. L-S, en cambio, sustituye el concepto de libertad en tanto quiere disolver la
cultura en la naturaleza. En ambos la síntesis deja de estar referida a la historia. Los dos sistemas más
importantes de síntesis en ciencias sociales abandonan la problemática de los clásicos en cuanto a la
identificación de las fuerzas históricas que producen la contradicción entre comunidad y sociedad, y la
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sustituyen por la de crear categorías objetivas mediante las cuales los individuos interactúan
socialmente. Pero para Morandé dichas categorías objetivas no son nada más que lo que el mecanismo
autorregulador del mercado quiere introducir. La pretensión totalizante y sintética frente a la vida
social solo es posible porque en él se vuelven “mutuamente convertibles sistemas de verdades”. Pero
cuando el mercado se extiende al trabajo humano e intenta asumir entonces el papel de
autorregulador social todo tiene que ser en principio convertible a una relación de precios. En este
último estadio ni siquiera puede hablarse de secularización de los valores, sino más propiamente
disolución de los mismos.
La evolución de las corrientes de orientación marxista no se apartan de la tendencia general de
secularización de valores que culmina en su disolución. La secularización de estos, como se mencionó, es
el fundamento de la teoría marxista de la praxis. De ello la Escuela de Frankfurt da el mejor testimonio al
descubrir una contradicción irresuelta entre materialismo histórico y dialéctico. El desarrollo del primero
conduce al primado de la racionalidad tecnológica, de la razón instrumental, pero no conduce al
momento dialéctico, revolucionario. El hombre unidimensional de Marcuse es tan socialista como
capitalista. La escuela de Frankfurt vuelve a la filosofía para explicar una contradicción que claramente
no tiene solución.
De estos planteamientos surgen variadas actitudes prácticas que influyen en las conceptualizaciones
sociológicas: a) escepticismo convertido en nihilismo, la lucha de clases se convierte en una apología a la
violencia y deja de ser una explicación del proceso capitalista, adopta un carácter religioso en el que
purifica a los combatientes de sus valores viejos; b) escepticismo frente a los valores, que acepta su
contenido funcional, es la propia maximización de las metas de la sociedad tecnológica la que revertirá
el proceso de alienación; c) Adopción del marxismo en la filosofía estructuralista, en donde la
preocupación por la humanidad deja de tener un sentido ético, para reducirse solo al análisis de las
contradicciones entre las diferentes estructuras componentes de la vida social.
Del Noce caracteriza duramente la época actual como la reconciliación entre dis supuestos enemigos:
marxismo y el espíritu burgués. En esta nueva etapa es impresionante la inversión completa que se hace
frente a la preocupación de los fundadores de la disciplina en el siglo XIX. La sociología moderna se
preocupa más por definir funcionalmente los valores para que elo mecanismo autorregulador del
mercado, expresado más actualmente como teoría de sistemas, pueda producir la síntesis social
extendiendo su ámbito operativo a todas las relaciones humanas.
Así, las propuestas clásicas de secularización de los valores que tenían como propósito evidente
recuperar el trabajo humano, han terminado por transformar los valores morales en nada más que
mercancías.
CAPÍTULO III: ETAPAS DEL SOCIOLOGISMO LATINOAMERICANO
La mentalidad desarrollista ha sido hegemónica entre los intelectuales latinoamericanos de los últimos
30 años, ésta no es un producto exclusivo de la teoría sociológica, sin embargo, es la disciplina que más
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ha contribuido a la evolución intelectual de esta mentalidad, prestando conceptos, modelos, enfoques
y perspectivas analíticas. Según el autor, la influencia de la sociología ha sido inversamente proporcional
a la de la filosofía, ésta última solo llena el vacío dejado por la filosofía. Abandonando la filosofía su
preocupación por el problema de la totalidad, por la reflexión de la síntesis social, no ha quedado otro
lenguaje de mayor generalidad y amplitud que el de la sociología.
Un buen ejemplo del aporte de conceptualización que hace la sociología latinoamericana a la definición
de la cuestión del desarrollo es el caso de la resignificación por parte de ésta del par de conceptos
sociológicos clásicos (europeos) “sociedad” y “comunidad”. Mientras que para los fundadores europeos
de la sociología la crisis del desarrollismo se había producido por la aparición no prevista de un
mecanismo autorregulador de la división social del trabajo que escapaba a todas las instancias de
control social fundadas en el orden moral institucionalizado, los latinoamericanos piensan más bien que
la crisis se debe a que este nuevo mecanismo autorregulador no se ha impuesto en la sociedad como
debería. Es decir, el punto de vista es justamente el contrario, mientras en un caso se trata de
comprender un proceso no controlado, en el otro se trata de inducirlo. Mientras las tendencias del
pensamiento social europeo se orientaban hacia la posibilidad de contrarrestar el efecto de una “utopía
total”, como era el mecanismo autorregulador del mercado, en América Latina, en cambio, el
pensamiento social se orientaba hacia la posibilidad de realización programada de esta utopía.
Con ello se cambia completamente el papel desempeñado por la reflexión intelectual. En Europa, a un
intelectual se le define por la comprensión de los procesos históricos reales que concluyen en el
aparecimiento de las tendencias modernizantes, en tanto que, entre nosotros, se le define más bien por
la capacidad de proponer alternativas futuras de organización social que hagan de la modernización un
proyecto legítimo y deseable.
En definitiva, en América Latina la preocupación fue cómo alterar la sociedad para adecuarla a un
modelo imaginado de instituciones modernizadas. Ésta es la base de lo que el autor denomina
mentalidad desarrollista, es decir, aquella perspectiva que se aplica al análisis de los procesos sociales
que se caracteriza por creer, habiendo definido previamente un modelo abstracto de autorregulación
social, se puede alterar la sociedad conforme se deduzcan del modelo los comportamientos prescritos
para cada persona o grupo de éstas.
Volviendo a lo novedoso de la redefinición latinoamericana de los conceptos de “comunidad” y
“sociedad” en relación a cómo habían sido utilizados por la sociología europea reside en el carácter
paradigmático que adquiere la contraposición de los mismos conforme a la mentalidad desarrollista.
“Comunidad” y “sociedad” son dos conceptos que en la tradición europea tienen una definición positiva
(es decir, que se valen de ellos mismos para ser definidos y por lo tanto, la esencia de la definición de
éstos no radica en que sean opuestos a algún otro concepto). El primero, describe una forma de
agrupamiento humano que procede de vínculos sociales primarios, conscientes o inconscientes, que no
están sujetos a negociación, a pesar de que sean de origen estrictamente social y no natural. El segundo,
en cambio, describe una forma de agrupamiento social en que los nexos entre individuos y grupos son
de carácter contractualista y están, por tanto, sujetos a las finalidades expresamente contempladas en
12
el acuerdo.
Así, el planteamiento de la sociología europea no consistía en la postulación de un tránsito de la
“comunidad” a la “sociedad”, lo que esta contraposición de conceptos quería clarificar era que, desde
la incorporación social del mecanismo autorregulador del mercado, la coordinación social del trabajo
adquiría una apariencia contractual (en tanto el trabajo era el fruto de una operación compraventa)
que en verdad no tenía. Se intenta demostrar que el nexo contractual no es elemento suficiente para la
constitución de ninguna síntesis social, aunque ciertamente se le reconoce su papel en el ámbito
restringido de las sociedades económicas particulares. Entre “comunidad” y “sociedad” no hay
entonces sustitución, sino más bien una tensión permanente, acrecentada por la tendencia a la
autonomía que manifiesta el mecanismo autorregulador del mercado en el plano social y que, a nivel
intelectual, se expresa como tendencia al cálculo maximizador de medios alternativos y fines posibles.
Pero en América Latina el concepto “comunidad” fue transformado en “sociedad tradicional” y el
concepto de “sociedad” en “sociedad moderna”. La contraposición entre ambos se transforma en el
enfrentamiento de lo nuevo y lo viejo, de aquello que debe cambiar con aquello que es la meta o la
finalidad del cambio. La propuesta del desarrollo es concebida como transformación de la sociedad
tradicional en sociedad moderna. Ya no se trata más de una tensión permanente entre dos principios
distintos de síntesis social que empujan el proceso histórico hacia un lado u otro, sino de un cambio
programado que intenta que intenta materializar en el plano social un modelo teórico de sociedad.
Entonces, lo tradicional pasa a ser todo aquello que no encuentra definición ni lugar en este modelo de
maximización, sea de carácter de fin o de medio. No tiene contenido propio ni se le define
positivamente, es sólo lo no-moderno. No es de casualidad que la sociología latinoamericana de
mentalidad desarrollista le vuelva la espalda a la historia y la antropología y se entregue en brazos de
la economía.
Esta resignificación no se podría haber dado sin la mediación en América Latina de la teoría de Parsons
(ver capítulo 2), según la cual el tránsito a la modernidad adquiere el sentido de coordinación de las
actividades sociales por la superación de las formas estáticas de equilibrio (aquellas derivadas de la
adhesión de los individuos a un orden moral que determina fines y medios legítimos) y por la
introducción de las formas dinámicas de equilibrio (aquellas que maximizan los procesos de
adaptación). De esto se deduce que la característica fundamental de la sociedad moderna es la
institucionalización del cambio.
Esta concepción desarrollista de la vida social evoluciona en latinoamérica en varias etapas y con
distintas variantes:
1) La primera de ellas es propiamente “funcionalista”. Este programa suponía la movilización de una
población que obviamente no estaba motivada por una ideología del progreso técnico ni por ninguna
convicción que diera hegemonía a la aplicación social de la racionalidad técnica. La secularización de
valores y creencias tenían un efecto desmovilizador. Se produce, entonces, una suerte de paralelismo
13
entre su lenguaje técnico que fijaba los objetivos y metas a lograr en cada área y un lenguaje político
tradicional, lleno de elementos simbólicos e irracionales cuyo objetivo es movilizar a la población detrás
de algún programa. Pueblo sin técnica y técnicos sin pueblo eran los dos polos resultantes del
desarrollo de esta mentalidad planificadora.
2) Una segunda etapa de la evolución de la mentalidad desarrollista coincide con la aparición de la
llamada “sociología comprometida”, que se plantea críticamente al funcionalismo de la etapa anterior y
que intenta fundar una alternativa de desarrollo. La característica fundamental de este periodo es la
preocupación por reconciliar las élites intelectuales con los intereses reales de las masas. El punto de
discusión es ahora el de la supuesta neutralidad valorativa de los proyectos tecnocráticos de
modernización, neutralidad que se intenta desenmascarar justamente como ideología de una posición
de clase.
Este argumento se desarrolla en tres niveles: a) se afirma que todo modelo de la totalidad social tiene
necesariamente implicaciones valorativas; b) se muestra que el paradigma de la modernización, aunque
sea abstracto en sus términos, tiene un referente histórico preciso, el de las sociedades capitalistas
desarrolladas (sin embargo, los esfuerzos de modernización en las sociedades del tercer mundo sólo
pueden ser analizados en el contexto de la relación entre los países capitalistas centrales y los
capitalistas periféricos); c) se afirma que la función tecnocrática está referida a la estructura social en
donde se desarrolla, de modo que, aun cuando no se exprese en términos valorativos, hay siempre al
menos un conjunto de intereses objetivos detrás de los aplicadores de “método científico” que son
intereses particulares y que están, en consecuencia, en oposición a otros intereses particulares. Así, la
autolegitimación que los agentes de modernización quieren encontrar en la ciencia sólo pueden
encontrarla en la estructura de clases de la sociedad.
La idea de la sociología comprometida es superar estas contradicciones mediante la exigencia de
adhesión explícita de los científicos y técnicos sociales a una propuesta ideológico-política de
desarrollo. De todos modos, no se supera el problema de fondo suscitado por la existencia de un grupo
tecnocrático al servicio del cambio planificado. Las élites intelectuales buscan ahora su legitimidad
entre las élites políticas y se ponen a su servicio, creándose así una asociación de mutuo apoyo y
refuerzo que se autolegitima. Las élites políticas encuentran su justificación en el discurso ideológico
del cambio social, en tanto las tecnocráticas intentan dar el apoyo del método científico a ese mismo
discurso que comienza a autovalidarse por el intercambio de argumentos.
Existe un impulso incontenible hacia la creciente politización de toda discusión y la radicalización verbal
de toda propuesta de cambio. Las propuestas reformistas dejan paso a las revolucionarias por cuanto se
ha comprendido que el modelo de sociedad moderna inducido es totalizante. Ya no basta sólo querer
desarrollar, ahora hay que decidir si ese desarrollo es capitalista o socialista, puesto que la opción
determina la legitimidad de la élite política dispuesta a desarrollar su proyecto. En resumen, la etapa
culmina en una subasta política de modelos futuros de sociedad.
3) La última etapa del desarrollo de esta mentalidad se produce como reacción ante la vigencia de la
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sociología comprometida. Se cuestiona de ésta su excesiva politización y se intenta la implantación de
una mentalidad tecnocrática para todas las ciencias sociales. El problema del desarrollo es visto ahora
como un problema técnico que compete a todas las ciencias sociales, pero frente al cual sólo la
economía ha podido desarrollar el instrumento necesario para manejarlo con eficacia. Se llega a afirmar
incluso que las disputas ideológicas sólo encubren la incapacidad técnica de quienes se espera que
ofrezcan resultados.
El desarrollo es visto como un problema de asignación eficiente de recursos económicos y quien mejor
puede hacerlo es el mercado como mecanismo autorregulador del equilibrio local. La discusión acerca
de los fines, que es ideológica, se traslada y sustituye por la discusión acerca de de los medios, la cual es
técnica y puede ser resuelta objetivamente por el perfeccionamiento de las ciencias. En definitiva, lo
que cuenta no es la intención sino el resultado y éste sólo puede optimizarse por la acción eficiente de
conocimiento científico despolitizado. La cuestión del tránsito a la modernidad ya no es problema
histórico, de transformación de la “sociedad tradicional” en “sociedad moderna”. Es más bien la
cuestión de despolitizar el ámbito de las decisiones públicas y reconocer que el problema del
equilibrio es de naturaleza técnica. S los ingenieros sociales de antes querían secularizar los valores
para permitir la materialización de un modelo de sociedad autorregulado, los representantes de esta
última etapa quieren nada más que introducir un mecanismo de autorregulación que opere con
independencia de las valoraciones subjetivas y que tolere sólo ajustes técnicos.
La racionalidad formal tecnocrática se convirtió en vigencia ideológica, en principio de autolegitimación
para grupos económicos exitosos que veían a través de sus propios bolsillos las bondades del modelo
autorregulador. Y si esta nueva (significa generador de un modelo) ha entrado en crisis, ha sido más por
razones internas que por el cuestionamiento que los grupos ideológicamente desplazados hayan
hecho de ella.
La tendencia de la ciencia social es a desarrollar toda suerte de instrumentos técnicos para la
maximización de resultado, dejando la discusión acerca de los valores a los clientes que solicitan sus
servicios. Así, las mismas técnicas relativas a la optimización de decisiones en contextos
complejamente organizados pueden servir para mejorar el rendimiento de una escuela o de un campo
de concentración. Pero el problema es justamente que no da lo mismo maximizar una escuela que un
campo de concentración. Por eso, tras un periodo inicial exitoso los resultados comienzan a sentirse
hasta aparecer de nuevo el problema inicial que se intentaba resolver pero, esta vez, agravado. La
cultura ha resultado ser más resistente que las técnicas de modernización ofrecidas por las ciencias
sociales.
CAPÍTULO IV: IDENTIDAD ENTRE ESTRUCTURA Y VALORES. LOS SUPUESTOS SOCIOLÓGICOS DEL
RACIONAL-ILUMINISMO
Según el autor, Franz Hinkelammert ha sido quien con más penetración y rigurosidad ha sacado las
consecuencias que ha tenido para las ciencias sociales la adopción del l principio racional-iluminista.
Propone la incorporación de los valores al análisis de los procesos sociales, no sólo como objeto
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empírico, sino a la misma conceptualización de la ciencia. Sostiene que lo más característico de las
ideologías modernas nacidas de la tradición racional-iluminista es el intento de conectar el plano de
los valores con el de la funcionalidad de las estructuras. Que en el caso del liberal-iluminismo
maximizar el producto significa siempre maximizar la libertad. La misma idea de convergencia de los dos
planos aparece en el marxismo. La regulación comunista de la producción maximiza el rendimiento
económico mediante lo cual logra la realización de la libertad humana. Para ambos casos no hay
contradicción entre los dos planos, al contrario, convergen en un mismo concepto. Todo pensamiento
de identidad, sea liberal o marxista, descansa en esta convergencia del aspecto funcional y valorativo
de la sociedad.
Toda formulación de teoría sociológica que conceptualice de una u otra manera la totalidad social
tiene implícita necesariamente una conexión entre el plano de los valores y el plano de la
funcionalidad de las estructuras. Conceptos tales como “sociedad sin clases” o “sociedad de
competencia perfecta” en cuanto son el resultado de la maximización de medios y fines son
consecuencialmente conceptos a la vez éticos y económicos.
La diferencia entre las distintas teorías sociológicas no radicaría entonces en la afirmación o negación
de un nexo entre valores y funcionalidad, sino en el modo en que se relaciona este concepto de
totalidad con las estructuras e instituciones sociales particulares que es posible observar en un
momento histórico determinado. Por su parte, los funcionalistas considerarían el vínculo entre el
concepto límite de totalidad y concepto particular de una institución en términos lineales. Esto es, las
institucionesseríann herramientas de realización de los valores de la totalidad, puesto que la distancia
entre lo que ellas son efectivamente y el límite es de naturaleza cuantitativa. Así, maximizando el logro,
se obtiene el ideal generalizado, lo único que estarían dispuestos a conceder es la existencia de ciertas
disfuncionalidades (por ejemplo la existencia de mercados imperfectos), que no tendrían mucha
importancia, puesto que la misma idea de maximización del logro superaría estos obstáculos
transitorios. En otras palabras, bastaría dejar libradas las instituciones a su propia racionalidad para
que el límite o ideal ético-económico se realice progresivamente. Todas las ideologías del progreso
técnico, sean ellas capitalistas o socialistas, comparten este supuesto.
A esta vinculación lineal entre instituciones particulares y totalidad social opone Hinkelammert la lógica
dialéctica, la cual descubre que el orden institucional opera más bien por negación de la negación. Si
consideramos que toda institución no puede vivir sino es a partir de la separación entre fines y medios,
el concepto límite de la sociedad totalizada se revela como un concepto del “orden espontáneo”. La
maximización de la circularidad entre medios y fines sólo puede ser concebida en un orden sin
instituciones y, en ese sentido, como orden espontáneo, puesto que bastaría la existencia de una sola
institución para que la circularidad entre fines y medios se viera perturbada, no realizada. Pero este
concepto de orden espontáneo es evidentemente un concepto límite. Lo que se da espontáneamente
en la vida social es el desorden. De modo que lo que efectivamente hace una institución particular es
corregir ese desorden, pero no puede realizar, a la vez, el orden espontáneo del cual es su negación por
el sólo hecho de ser una institución particular. Así, es imposible que entre una institución histórica y el
concepto límite de la totalidad social pueda existir una relación lineal e instrumental. Las instituciones
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no pueden realizar ningún valor, sino que, en el mejor de los casos, negar su negación, corregir el
desorden.
De este planteamiento se deduce lo que Hinkelammert denomina “la no factibilidad trascendental” del
orden espontáneo. Es decir, no se puede pasar del desorden espontáneo al orden espontáneo lo cual
genera una contradicción en el seno de toda estructura histórica. Las instituciones sociales operan en
“las coordenadas de espacio/tiempo históricos”, en tanto el concepto límite de la sociedad totalizada
se mueve en las “coordenadas de espacio/tiempo trascendentales”. La mayoría de las ideologías
modernas se quedan prisioneras en esta paradoja.
Hinkelammert sostiene que el reconocimiento de la contradicción entre estructura y orden
espontáneo es lo que permite descubrir que toda estructura se trasciende a sí misma y que su
institucionalización supone ya las posibilidades de su superación. De este modo, la única praxis
humana liberadora sería aquella que opera conscientemente sobre esta contradicción Siendo la
contradicción de la estructura, la aparición de negatividad en ella, la praxis histórica es la negación de la
negación.
Las instituciones modernas, a diferencia de las antiguas, se definen conscientemente por los valores de
reciprocidad propios del concepto límite de la sociedad totalizada. Señala Hinkelammert que, por esta
razón, la contradicción entre estructura y orden espontáneo se desdobla en el seno de la misma
estructura. Aparece, por una parte, una estructura de primer grado que corresponde a las reglas
universalistas de reciprocidad (las leyes del mercado autorregulado y la libertad e igualdad aseguradas
por el sistema jurídico liberal) y, por otra, una estructura de segundo grado (estructura de dominación
de clases) que no es formulada conscientemente y que está destinada a asegurar el funcionamiento
de la primera que, de otro modo, no podría hacerlo dada la no factibilidad del orden espontáneo.
Es decir, la sociedad moderna afirma en el plano consciente los valores propios del concepto límite de
sociedad y los niega simultáneamente mediante una estructura de clases, sin la cual no podría
funcionar el nivel de las reglas conscientes. De ahí que esta contradicción lleve al desarrollo necesario
de una “falsa consciencia”, un “fetichismo” de las instituciones legitimadas por los valores del
espacio/tiempo transcendental pero que son, en verdad, una negación de tales valores y una
justificación irracional de la dominación.
En este sentido hay que entender la afirmación de que la contradicción de la estructura es la aparición
de la negatividad en ella, es decir, es la aparición de la dominación irracional fundada en el fetichismo de
los valores. Consecuentemente la praxis liberadora en el sentido de la negación de la negación, la
entiende Hinkelammert como lucha de clases contra la dominación que adquiere el carácter de una
“revolución permanente”, puesto que ningún grupo dominante podrá sustraerse a esa contradicción
estructural de la modernidad.
Por su parte, la ética tampoco puede formularse con independencia de la teoría científica. En su sentido
positivo, ella depende de la “coherencia dialéctica” de las formulaciones científicas puesto que el
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método dialéctico es el único que puede descubrir la contradicción entre estructura y orden espontáneo
e identificar el razonamiento que corresponde a la “falsa consciencia”. En su sentido negativo, de
fetichismo, los anti-valores sólo pueden vivir allí donde se presente un concepto de institución que se
cree realiza socialmente los valores del espacio/tiempo trascendental, concepto que es propio de las
formulaciones sociológicas del funcionalismo.
Ponerse en el sentido de la historia significa tomar posición por la clase dominada. Hinkelammert cree
que existirá la liberación definitiva de la humanidad. Este juicio se funda en la confianza en que la lucha
de liberación tiene un sentido que va más allá de la lucha de clases dentro de la historia. El sentido más
profundo de la lucha de clases estaría dado entonces por la liberación definitiva y el advenimiento de
la sociedad sin clases, carente de todo tipo de mediación estructural, es decir, por la realización
inmediata del orden espontáneo.
Morandé se pregunta entonces, ¿de dónde puede venir este salto cualitativo exigido para la realización
del orden espontáneo? Hinkelammert recurre en este punto a la interpretación secularizada de la
escatología cristiana. La lucha permanente de liberación entendida como “revolución perpetua” en
contra del fetichismo de la estructura corresponde al esfuerzo humano tendiente a producir la
“madurez de los tiempos” y la inminente transformación de la infinitud negativa del progreso técnico-
económico en infinitud positiva, en unión a Cristo que revela al Dios escondido. A esta actitud global la
llama Hinkelammert, cristianismo de liberación, indicando que supera definitivamente este cristianismo
falso, lo desenmascara como la ideología de la clase dominante y reemplaza su contradicción
inmanente.
La religión, de este modo, se disuelve en la política por medio de la propuesta de la revolución
permanente. Hinkelammert tiene razón al mostrar que las autonomías que reservan las sociologías
liberales, funcionalistas y, en general, todas aquellas que se fundamentan en el modelo del mercado
autorregulado, en la existencia de los valores que son sólo aparentes (fetichismo), puesto que ellas
tienen implícito un concepto límite de sociedad maximizada donde la racionalidad de los medios y la
racionalidad de los fines se identifican.
El argumento de Hinkelammert descubre el proceso mediante el cual el funcionalismo tiende a fetichizar
la dominación pero, a su vez, él mismo no puede superar este fetichismo que ahora, discursivamente, se
transforma en fetichismo de la revolución. Como tanto autores lo han ya analizado, el profesionalismo
revolucionario se ha convertido en una de las variantes que adopta en este siglo el fetichismo de la
dominación.
Si bien la problemática (contradicción) que analizamos afecta a todas y cada una de las instituciones de
la vida social hay una en particular que, como ninguna otra, explícitamente ha intentado vincular el
valor y la funcionalidad de la estructura en casi todas las culturas conocidas. El autor se refiere a la
institución del sacrificio ritual.
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CAPÍTULO V: EL COSTO SOCIAL DE LOS VALORES. EL SACRIFICIO EN EL CONTEXTO DEL
DESARROLLISMO
La carencia de interés sobre el tema del sacrificio en la actualidad no se debe a que la palabra sacrificio
haya desaparecido del lenguaje cotidiano. Por el contrario, en él se la encuentra frecuentemente, quizás
más que en el de las sociedades pretéritas. Se habla de la capacidad y necesidad que tienen los padres
de sacrificarse por sus hijos, el amante por la persona amada, el ciudadano por su patria, etc. Lo que
tienen en común todos estos casos es que se entiende el sacrificio como una obligación moral que cada
persona puede libremente asumir por un acto soberano de su voluntad, sin coacciones exteriores. El
sacrificio sería una entrega de uno mismo que realiza el sujeto por el bien de otra persona o del
conjunto de la sociedad.
Sin embargo, hay momentos históricos (sobre todo holocaustos, genocidios y matanzas) en la vida de los
pueblos en que el sacrificio adquiere tal densidad social que su presencia se hace manifiesta para
todos. El sacrificio escapa en estos casos de la esfera del individuo privado y vuelve a ser un asunto de
Estado. Cuando advienen estos momentos históricos de especial densidad sacrificial surge naturalmente
la duda de si acaso el sacrificio tiene que ver con opciones personales decididas en conciencia o si tiene,
en cambio, dimensiones compulsivas que dan a su existencia un carácter social inevitable.
La relación existente entre sacrificio y valor en la vida social es extremadamente paradójica. Por una
parte, el sacrificio se nos presenta a la conciencia como realización del valor de la reciprocidad, del
amor, de la caridad. Pero esta oblación realiza el valor sólo si es voluntariamente aceptada o decidida
por el sujeto que se inmola. Si éste no es el caso, si existe una coacción exterior que impone a un sujeto
el rol de víctima sacrificial en contra de su aceptación voluntaria, entonces el sacrificio no se puede
considerar como un acto de realización del valor, sino todo lo contrario, como antivalor o perversión.
He aquí que la relación entre sacrificio y valor tiene otra cara, se proclama ahora los valores para evitar
que se realice un sacrificio coactivo y se les considera el mejor resguardo frente a la eventualidad de
que se lo quiera imponer arbitrariamente a la sociedad, la realización del valor no se produce en este
caso mediante el acto oficial, sino al contrario, con su exclusión de la vida social.
La ambivalencia con respecto a la relación entre el sacrificio y el valor ha proyectado sobre el mundo
moderno una sombra de duda acerca de la eficacia de la palabra solemne proclamada. Basta casi que
un principio sea proclamado oficialmente como valor para tener la certeza de que será
sistemáticamente transgredido por la acción de “verdugos sociales”. En resumen, necesitamos el
sacrificio pero no podemos reconocerlo y ante la eventualidad de que la víctima sea uno mismo, más
vale adelantarse asumiendo el papel de verdugo.
Además, nos encontramos con “verdugos de buena voluntad” que no se autojustifican por su cinismo,
sino que justamente por la adhesión a los valores que proclaman. En estos casos, la relación entre
sacrificio y valor vuelve a complicarse: los valores proclamados no impiden el sacrificio colectivo, sino
que lo fundamentan.
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Todas estas consideraciones ponen en tela de juicio la aparente victoria de la modernidad sobre el
sacrificio, pues seguiría estando presente en la actualidad. Mientras antaño el sacrificio era celebrado
ritualmente, lo que quiere decir en forma pública y rodeado de todas las reglas que protegen lo sagrado,
ahora la modernidad lo niega en el plano del discurso, pero igual lo acepta o se resigna a él en el plano
de la vida social efectiva. Su presencia se vuelve entonces soterrada. No puede salir a la luz pública sin
cuestionar de raíz toda la institucionalidad de los valores sociales. Pero, a su vez, dada la densidad que
alcanza en algunos momentos críticos del desarrollo histórico, resulta imposible ocultar su presencia del
todo. Vive entonces rodeado de las sombras de la perversión. Deja de ser el ritual solemne que se
realiza en el templo para convertirse en la cara oculta que acompaña la elocuencia del discurso.
Pareciera que el pueblo es espectador y actor de un ritual que no entiende. La mayor parte de las
discrepancias de la discusión pública se explican por la diferente distribución del rol de víctima y de
verdugo que se quisiera hacer.
Sin embargo, el sacrificio, en la actualidad, no sólo se manifiesta en estas circunstancias dramáticas de la
violencia política. También se expresa en las propuestas de desarrollo. La sociología latinoamericana
de los últimos treinta años ha trabajado con un paradigma de la modernización que no contempla
explícitamente el análisis del fenómeno sacrificial, aunque es difícil encontrar una sola de sus
proposiciones que no se vincule directa o indirectamente con este fenómeno.
La sociología latinoamericana concibe a la “sociedad tradicional” como una organización fundada en la
adscripción de status y de rol ya la “sociedad moderna” como aquella que ha conquistado la conciencia
ilustrada, el logro personal, la posibilidad de elegir. ¿No es éste acaso el tema de la superación del
sacrificio ritual y de la asignación arbitraria del rol de víctima en el seno de la sociedad? Nos habla
también de que el desarrollismo tiene necesariamente costos que asumir y obstáculos que remover. ¿Y
no es justamente el rol de la víctima sacrificial el que recibe el encargo social de asumir sobre sí los
costos y remover los obstáculos? Nos dice que es necesario secularizar el mundo de la vida social
sustituyendo el particularismo de las tradiciones culturales por el universalismo de las normas
impersonales, objetivas y racionales. ¿Y qué es secularizar, sino sacarla problemática sacrificial del
ámbito religioso para arrojarla al ámbito de la lucha política por el poder?
En otras palabras, la sociología de la modernización comparte con el mundo moderno la pretensión de
haber superado la necesidad social del sacrificio ritual. Es por esto mismo que resulta necesario hacer
una reflexión especial sobre la institución del sacrificio y sobre el papel que desempeña en el proceso
mismo de modernización.
De todos modos, ha habido algunos intentos de plantear esta problemática, al menos, a nivel de la
opinión pública. El autor se refiere a uso de la categoría “costo social” para evaluar y criticar diferentes
propuestas de modernización. A través de este concepto se está haciendo alusión directa a la presencia
del sacrificio en la vida social. En efecto, el concepto “costo social” no representa sino un eufemismo
para referirse al sacrificio de determinados sectores de la población que deben ofrendar su vida, parte
de sus ingresos, su cultura o la calidad de su nivel de subsistencia para permitir el progreso de los
20
sectores restantes.
Del uso que se ha hecho en el debate público de la expresión “costo social” pueden deducirse dos
sentidos distintos del término, lo que le da un carácter ambivalente.En un primer sentido se le presenta
como costo absoluto y en un segundo, como costo relativo. En ambos casos, la expresión está referida
a la tendencia de un daño o pérdida que la sociedad o alguno de sus componentes deben sobrellevar
para que tenga éxito una determinada política o modelo de desarrollo.
Se entiende el costo social como costo absoluto cuando se imputa un determinado modelo de
modernización que su ejecución se fundamenta objetivamente en la pérdida de vidas humanas, o
tendencias regresivas en la distribución del ingreso con sus secuelas de extrema pobreza, etc. En este
sentido el “costo social” involucra por lo menos dos elementos fundamentales: la presencia objetiva y
demostrable de un daño social y una relación de necesidad entre tal daño y el modelo criticado, el cual
pasa a convertirse en causa del mismo. No se trata entonces de un daño social no previsto, resultado
involuntario de la puesta en práctica de una política, sino de un daño social consustancial a la misma. Lo
que la sociedad como un todo tendría que pagar para obtener un valor final (el desarrollo), no son
valores intermedios, sino anti-valores, lo cual pone naturalmente en tela de juicio que el producto
resultante de todo este proceso sea efectivamente un valor y no un anti-valor.
Hay un segundo sentido en que se ha usado la expresión “costo social en el sentido de costo
alternativo. Se critica en este caso la existencia de víctimas sacrificiales en virtud de alguna alternativa
en donde no habría víctimas. El costo social de una determinada estrategia de desarrollo estaría
representado por todo lo que se perdió en el momento de optar por ella, sean en relación a lo que
existía anteriormente sea en relación a alguna alternativa posible que no tendría que pagar el precio de
ninguna pérdida en vidas humanas, en valores éticos o en la calidad de algunos sectores de la población.
La estrategia de desarrollo criticada tiene costos para la sociedad que la estrategia alternativa no
tendría, o bien, si los tuviera, serían socialmente tolerables.
El sentido del costo alternativo no es justificable en el plano de los valores éticos ¿POdría por ejemplo
un gobierno buscar legitimidad para sí aduciendo que su estrategia de modernización o de control
político supone menos asesinatos que una eventual estrategia alternativa? Al autor le parece fuera de
toda duda que una organización económico-política necesita siempre de un fundamento ético o un
principio de legitimación en el plano de los valores. La legitimación de un orden funcional no radica en
su éxito operativo, sino en la “ética funcional” que lo sustenta y en la plausibilidad que dicha ética tenga
para el conjunto de los individuos que en él están involucrados. Esto no significa necesariamente que
todo modelo o propuesta de desarrollo intente realizar los valores éticos por medio de la
maximización de las estructuras funcionales que propone. Este último caso sólo se da bajo el supuesto
de identidad racional-iluminista. Con todo, una estructura funcional no puede operar sin un principio
de legitimación que radica finalmente en el plano de los valores.
De todo lo dicho en el capítulo, se puede concluir que el concepto de “costo social” no logra
representar adecuadamente la relación que existe entre la vigencia de los valores éticos y el
21
funcionamiento de las estructuras. Por ello, a pesar de estar referido al sacrificio evidentemente, no
logra clarificar el papel que éste desempeña en la vida social. El concepto mismo de “costo social”
implica una relación funcional entre medios y fines, entre acción y resultados que el acto sacrificial no
tiene, ya que, el sacrificio tiene una dimensión puramente expresiva que es inútil desde el punto de
vista de las nociones funcionales acerca del orden económico.
Sin embargo, como se verá en el siguiente capítulo, el concepto de “costo social” nos revela que todo
fenómeno sacrificial tiene una dimensión económica imprescindible de analizar.
CAPÍTULO VI: LA REPRESENTACIÓN DE LA MUERTE: LA DEFINICIÓN SOCIAL DEL LÍMITE
El sacrificio es un <<fenómeno social total>>, que pertenece tanto a la esfera de lo ritual, como de la
praxis, a la del discurso, como de la conciencia y la ideología. El sacrificio pertenece a muchos ámbitos
pero también los sobrepasa, y pone en relación. ¿Qué propiedad puede tener este fenómeno para tener
un alcance tan global y decisivo sobre las restantes instituciones sociales? Lo que sucede es que el
sacrificio está en la base de la constitución social del valor.
El sacrificio nos remite la manera que tiene cada cultura de enfrentar y comprender la contradicción
entre la vida y la muerte, la cual es tomada como material simbólico para expresar la contradicción
entre naturaleza y cultura, el paso de la animalidad a la humanidad, la contradicción entre inmanencia y
trascendencia, y por lo tanto, el problema del <<sentido>> de la vida humana. Toda representación
sacrificial hace experimental, de manera colectiva, el límite de la vida social.
El sacrificio no necesita al discurso para operar eficazmente, la vivencia colectiva del límite le da al acta
sacrificial una realidad. Y es justamente la representación y conceptualización del límite donde se
constituye la problemática del valor, a nivel racional (acción intencional con fines y medios) como de la
vivencia.
El sacrificio es en sí mismo una paradoja, es un ritual de la vida que tiene que ver con la muerte real o
simbólica. Pero los elementos simbólicos en juego trascienden el propio nivel de realidad del ritual. La
oposición vida/muerte se remite mutuamente con la de inmanencia/trascendencia, y lo mismo con
naturaleza/cultura; y todas ellas juntas nos remiten al problema de sentido y valor.
Como dice Bataille, la muerte de la víctima sacrificial es también la representación de la uerte propia, de
ahí que la muerte ajena tenga la posibilidad de ser siempre representación vicaria. No obstante, esto
solo tiene vigencia en el plano de la cultura (por su carácter simbólico). La muerte representada pone en
evidencia que la totalidad humana constituida por reglas sociales es parcial, finita, abierta a una
totalidad que la trasciende y que no puede determinar (entonces se agrega una nueva oposición:
naturaleza/cultura à determinación/indeterminación). Entonces ahora, no sólo se encuentra el sentido
en las normas y costumbres vigentes, sino que se busca el sentido de las mismas, es decir, el sentido del
sentido.
22
De lo anterior, se desprende que hablar de sacrificio, es hablar de la <<síntesis social>>, tanto en el
discurso (pensamiento) como en la vivencia de humanos específicos (representación). El sacrificio se
trata de la respuesta humana, socialmente organizada, ante la experimentación del límite de toda
organización social total. Así, todo lo que tiene sentido y todo lo que tiene valor para una cultura
particular, está referido a la presencia del sacrificio en la vida social. La identidad de cada cultura
particular depende en gran medida de la manera en que ella exprese u oculte el sacrificio y de las
instituciones que cree para administrarlo.
Son numerosas las prácticas religiosas de diferente tipo que se han ido secularizando progresivamente.
Una de ellas es el sacrificio: el pensamiento racional-iluminista ha creído superar el sacrificio ritual en
tanto a contracción entre la vida y la muerte es planteada objetivamente, sin referencia a la
representación simbólica. Se niega a la muerte la dimensión ritual de la representación vicaria y si, pese
a todo, llega a persistir, entonces solo como racionalización dela violencia, como pura ideología de la
dominación. El tema del sacrificio se transforma así en el tema de la violencia política, la violencia de la
lucha de clases.
Se reconoce la existencia de la práctica sacrificial en el mundo moderno si se vincula esta práctica con el
tema de la experiencia social de aproximación representada al límite o si se asocia la muerte ritual con la
oposición naturaleza/cultura y con la oposición inmanencia/trascendencia. No obstante, lo que
debemos preguntarnos es si el mundo moderno ha logrado sustituir la <<eficacia simbólica>> de la
representación vicaria de la muerte y qué relación tiene esta sustitución con el funcionamiento de las
estructuras.
La sociedad constituye colectivamente su sentido en cuanto es capaz de construir un orden que
escapa al caos, todo lo cual se representa con la muerte. El sentido es, en última instancia, el producto
de esta inmensa empresa colectiva de escapar de la muerte, de eliminar la incertidumbre, el caos, la
indeterminación. Si la muerte no es un problema de la especie humana o de la sociedad como un todo,
sino sólo de individuos particulares (caso específico socialmente reglamentado), deja de ser una
amenaza y se transforma incluso en una fuente de ocupación e ingresos para alguien, es decir, en
posibilidades de vida para los sobrevivientes.
Las instituciones sociales son precisamente las instancias de definición del sentido <<nómico>> y por
tanto, el fundamento del orden que escapa a la indeterminación. La sociedad particulariza la muerte
para dominarla, de este modo, la sociedad no se ve enfrentada innecesariamente a situaciones límites.
La muerte deja de ser un enfrentamiento al límite y una amenaza de indeterminación. Por ejemplo, los
enfermos y delincuentes no logran tener la fuerza masiva para poner en jaque el sentido nómico (se los
encierra en hospitales y cárceles). Pero otra cosa es la organización intencional de individuos y grupos
con el propósito de cuestionar o socavar la legitimidad del orden: son una amenaza al sentido nómico,
una irrupción de la posibilidad de caos, y finalmente, una representación de la muerte. Quien amenaza
con el caos amenaza con la muerte, y el orden nómico da muerte a la muerte con las mismas armas (va
detrás de un conjuro mágico, no de una fuerza destructiva material). La ritualización de la muerte
adquiere entonces caracteres sacrificiales.
23
Hinkelammert ha demostrado que todo esto es visible en el mundo moderno (Hobbes). El Leviatán es la
versión secularizada del concepto de Iglesia como Cuerpo Místico. Fuera del Leviatán no hay nada, sólo
muerte y caos. La muerte del Leviatán es la muerte de todos, y por ello, su razón de ser es la lucha por la
vida entendida como negación del caos.
La imagen del Leviatán como Cuerpo Místico secularizado implica que lo que gobierna al estado es su
<<espíritu>>. La regla de comportamiento que constituye propiamente el orden es el sentido que deriva
del proceso de constitución de normas.
Si un grupo de actores políticos introduce un principio de incertidumbre sobre el sentido mismo del
ordenamiento normativo, la respuesta del Leviatán tiene que trascender el ámbito operativo (como un
castigo) para ubicarse en el nivel que fue hecha la amenaza.
Se comprende que no puede existir una afirmación de los valores en términos absolutos. Cualquier ideal
sólo puede ser entendido como <<espíritu>> del Leviatán y no como un principio que lo trascienda. El
Leviatán no sólo es el dios mortal, si no el dios de la muerte.
Dado lo anterior, basta que la crisis se presente con caracteres más generalizados para que se
abandonen los mecanismos racionales propios del nivel de la funcionalidad y se recurra al manejo
simbólico de la misma mediante el espectáculo de la muerte vicaria.
La representación sacrificial sigue vigente. Lo único que ha hecho esta ideología de la modernidad es
secularizarla, politizarla (en el contexto de Leviatán), ponerla al servicio de una estructura particular
de intereses.
La sustitución de la oposición vida/muerte por la oposición orden/caos o nomía/anomia es el
verdadero principio de secularización del mundo moderno. La única totalización que puede derivarse
de ella es de tipo funcional. La noción misma de límite cambia también de sentido.
El mundo moderno considera que toda representación vicaria de la muerte es pura ideología al servicio
del poder. Con ello politiza el rito pero termina al mismo tiempo ritualizando la política. Su triunfo sobre
la eficacia simbólica del sacrificio consiste nada más que en su desplazamiento al ámbito de la lucha por
el poder. En este plano, puede adquirir dos dimensiones: racionalización del asesinato, o gran suicidio
colectivo.
Esta sustitución de la muerte por la oposición orden/caos es un caso particular, no en todas las culturas
ocurre así.
CAPÍTULO VII: EL SACRIFICIO COMO GASTO FESTIVO Y COMO AHORRO ASCÉTICO
La importancia de la división social del trabajo es verdaderamente decisiva: sin ella, no podría
entenderse la naturaleza del nexo social que coordina las acciones de los sujetos, intentando realizar
24
una <<síntesis>> colectiva. La división social del trabajo fue el ámbito más directamente afectado por la
Revolución Industrial primero, y por la introducción del mecanismo auto regulador del mercado
después.
El análisis de este tema ha tenido siempre como presupuesto el postulado de identidad entre el plano
de los valores y el de la funcionalidad de las estructuras. Es decir, la división social del trabajo ha sido
realizada bajo la conexión de sentido representada por la oposición orden/caos y por todas aquellas
oposiciones derivadas de ésta (coerción/libertad, funcionalidad/disfuncionalidad,
equilibrio/desequilibrio). La coordinación del trabajo se justifica dentro de este esquema a partir de la
maximización de los resultados que produce un orden en que las disfunciones han sido eliminadas o
se han creado, al menos, los mecanismos sociales para corregirlas. De esta manera, la <<síntesis>>
social se identifica completamente con la coordinación de la división social del trabajo.
Pero ¿cuál es la legitimidad del trabajo? Bajo estos presupuestos la única legitimidad posible es la de
producir <<valores de uso>>, es decir, bienes que satisfacen las necesidades sociales. Esta fuente de
legitimidad comenzó a perder vigencia hasta transformarse el <<valor de uso>> en un bien que satisface
<<demandas>> sociales. La palabra necesidad tenía todavía como referencia la existencia de un orden
objetivo mediante el cual podía ser definida operacionalmente; pero el relativismo valórico del racional-
iluminismo no tolera la referencia a principios valóricos, trascendentales respecto a la definición de las
estructuras. De ahí que la referencia del valor a la necesidad se cambiara por su referencia a la
funcionalidad.
El supuesto de la modernidad para considerar el trabajo humano como fuente de todo valor es que el
tránsito de la naturaleza a la cultura ya se ha producido y además sin <<costo>> alguno. En el problema
de la representación vicaria de la muerte está implicada la legitimación del trabajo humano junto al
tránsito de la naturaleza a la cultura. Sohn-Rethel ha visto tras la división entre trabajo intelectual y
trabajo manual este problema, trascendiendo su análisis el nivel de la funcionalidad de las estructuras.
¿Por qué y cómo existen trabajos que son directamente social (intelectual) en cambio otros (manuales)
deben recorrer un largo camino de mediaciones antes de poder afirmar socialmente su valor? El análisis
del rito sacrificial contesta esta pregunta: nos deja en evidencia que el trabajo requiere una
legitimación justamente como vehículo del tránsito hacia la cultura. La dominación productiva sobre la
naturaleza es simultáneamente destrucción de su capacidad de simbolizar la exterioridad absoluta, el
espacio trascendente frente al límite. El ritual sacrificial muestra la necesidad de reconciliación entre la
dimensión puramente productiva y la dimensión simbólica del trabajo. En sentido literal el trabajo
destruye al símbolo.
En el conjunto de sociedades no-modernas, el ritual sacrificial es siempre una celebración colectiva. No
sólo cabe considerar como gasto festivo la destrucción física de la víctima inmolada, sino también el
conjunto de recursos destinados a la producción de objetos explícitamente consagrados para esta
festividad. Evidentemente esta dilapidación (gasto desmesurado) festiva supone la producción de bienes
<<valiosos>> (no tiene sentido ofrecer lo que sobra o no sirve). Lo interesante de destacar, sin embargo,
25
es la intencionalidad que recibe la actividad productiva al tener como finalidad la dilapidación festiva de
los recursos obtenidos. La sujeción a un calendario religioso determina profundamente la legitimidad
del trabajo: la celebración ritual era la que orientaba y respondía las preguntas clásicas de toda
economía (qué, cuánto, para quién y con qué ritmo producir).
Ahora bien, no estamos pensando en una determinación religiosa de la actividad productiva sin
consideración de los aspectos puramente materiales. Lo que queremos destacar es que la legitimidad
para producir en estas sociedades no es independiente de la idea de culto, sino que, por el contrario, se
encuentran profundamente asociadas. Se trabaja para poder realizar la celebración ritual, se produce
para que haya ofrendas disponibles a la consagración religiosa. ¿Y qué sentido tiene destruir
festivamente la producción de ofrendas? Justamente el de destruir su <<valor útil>> y rescatar de ellas
su valor simbólico. Trabajar para producir ofrendas es convertir el trabajo en un instrumento de las
divinidades. Mediante él se reproduce en el plano de la sociedad el orden que gobierna en el cosmos,
es decir, el orden sagrado. La necesidad no es capaz por sí misma de proporcionar a la vida social un
principio de legitimación del trabajo.
En cambio, la modernidad transforma completamente el sentido de la presencia del sacrificio en la vida
social: pasa a significar, de ahí en adelante, la restricción de cada cual en el consumo para que se
produzca excedente. El sacrificio se convierte ahora en acumulación y ahorro. El sacrificio se retira de la
esfera pública para pasar al dominio del productor privado; el sacrificio ahora es omisión, dejar de
hacer. El sacrificio pasa a ser un proceso que se despliega al interior de la conciencia de cada sujeto y
que se le presenta como una elección fundada en probabilidades: ahorrar es hacer posible el futuro. Por
ello, ahora se entiende el sacrificio como anticipación en la conciencia de una reconciliación que está
siempre en el futuro que es el <<concepto límite>> de la posibilidad de que las necesidades sean
totalmente satisfechas. Con lo anterior, se contrapone la fiesta y el trabajo como dos elementos
irreconciliables y contradictorios. La fiesta no es probabilidad, sino realización, acción presente, actual.
Se trata ahora de producir excedentes, de acumular bienes de salvación futura y, en este sentido, todo
sacrificio realizado por las personas privadas contribuye tanto a su salvación personas como al bien
común. Se comprende, a partir de estos cambios en la significación, que el consumo ritual del excedente
lejos de verificar el orden social, ahora, lo destruya. Produce el caos.
Si en las sociedades premodernas la legitimación del trabajo proviene del universo sagrado, en la
sociedad moderna el trabajo quiere legitimarse autónomamente y constituirse a sí mismo en principio
de legitimación de todo valor. Con ello se desvincula de toda referencia al trascendente e impone un
principio de legitimación del orden social de carácter puramente inmanentista. Trabajar es un deber de
todo ciudadano y, en tanto lo haga, es libre de celebrar los ritos religiosos que quiera en horas que no
interfieran con su trabajo.
El sacrificio ritual es sustituido por la <<idea>> de sacrificio y si antes era un hecho social compulsivo
para todos los actores de la sociedad, ahora es una invitación ideológica a la conciencia del individuo
para que éste, mediante su renuncia personal, participe misteriosamente en el bienestar del todo social.
Pero esta transformación del sacrificio en ideología no resuelve el problema. También la sociedad
26
moderna tiene que destruir el excedente que está por encima de sus capacidades de acumulación
productiva. Sin embargo esta destrucción aparece simplemente como violencia descontrolada en
periodos de crisis (guerra, recesión económica, terrorismo, aborto, etc.). En todo caso, cada uno de
estos mecanismos se presentan a la conciencia como efectos no deseados, como males menores, como
<<costos sociales>>.
Al renunciar a la celebración ritual del sacrificio, la modernidad ha provocado la disociación entre el
momento de la inmolación de la víctima y el momento de la celebración del banquete festivo. Sigue
habiendo verdugos y víctimas, pero la justificación de estos roles pierde su soporte de legitimación que
era la fiesta.
Ahora bien, esta nueva forma de legitimar el trabajo no es menos sacrificial que aquella que celebra
ritualmente el sacrificio. Ha roto sólo con la fiesta y con el ceremonial del rito pero no ha podido
superar el sacrificio mismo. Se trata ahora, como ya dijimos, de la idea de autoinmolación para la
acumulación de excedentes. Quienes trabajar con las manos deben disciplinarse por el trabajo al punto
de representar éste su mismo derecho a sobrevivencia. Townsend denominada a esta acción la
domesticación por el hambre. Quienes trabajan con su intelecto deben disciplinarse por la renuncia al
goce y a la pasión, por el ascetismo puritano. Sin embargo, la legitimación del trabajo ha debido
redefinirse puesto que las fronteras entre trabajo manual e intelectual son cada vez más difusas. El
resultado es la sociedad de consumo o sociedad de bienestar. El ascetismo no consiste ahora en
privarse completamente del consumo, sino en consumir como deber, como representación de la
posición y status social que se tiene. El consumo es ahora necesidad de reproducción, creación de
empleo, oferta de trabajo, pero nunca realización festiva del valor. El consumo actual se ha ritualizado
masivamente, pero ya no tiene nada que ver con el goce, sino sólo con la representación del status.
Siendo el trabajo autoafirmación social e instrumento de dominio sobre la naturaleza, pierde en el
mundo moderno su capacidad de simbolizar el tránsito entre naturaleza y cultura. La legitimidad del
trabajo no puede venir de sí mismo, ni de su productividad, a menos que se disocie completamente de
él todo concepto de valor y la representación vicaria de la muerte.
CAPÍTULO VIII: DE LA MUERTE DE DIOS AL PRIMADO DE LA RACIONALIDAD FORMAL
La filosofía tradicional premoderna consideraba la Justicia como aquel valor trascendente al cual
quedaba supeditada toda la posibilidad de síntesis social y de Bien Común. Es reconocido como el valor
superior al ordenamiento social. Se trata, en otras palabras, del derecho a la vida como perfección del
ser y, en términos religiosos, del derecho a la <<comunión>> y <<participación>> en el ser absoluto,
Dios. La ruptura con el pensamiento metafísico, sin embargo, hace insostenible esta definición de la
Justicia, puesto que ella supone un punto de referencia absoluto para el individuo que trasciende el
ordenamiento social. A la Justicia comienza a buscársele un contenido intrasocial, auto referido, y éste
se encuentra en la idea de reciprocidad.
La justicia deja de tener cualquier contenido en términos de una filosofía del ser para transformarse en
27
un principio formal de reciprocidad de las conductas. El papel social de la religión en las sociedades
premodernas era fundamental en relación a la reciprocidad: sólo a través del culto a las divinidades y
por medio de las celebraciones colectivas se legitimaban el trabajo y la fiesta en el sentido de la
reciprocidad. Antes la fiesta era una institución oficial, permanente, colectiva y solemne.
Esta mediación del rito religioso frente al valor de la reciprocidad es destruida por el mundo moderno
en diversas etapas, celebrándose definitivamente su ocaso con la proclamación de la muerte de Dios.
Es decir, la sociedad moderna ya no necesita a Dios para acceder a la reciprocidad. Por el contrario,
Dios le molesta porque la religión se habría transformado con sus mitos en principio legitimador de la
dominación y, por tanto, del intercambio desigual.
A la modernidad, en cambio, le parece que la formulación puramente racional de la reciprocidad es la
mejor garantía para su realización efectiva, con la sola condición de que el hombre acepte comportarse
en la vida práctica de manera racional. Las instituciones sociales pueden concebirse de tal manera que
sea el comportamiento racional quien reciba la mayor gratificación. Para cumplir esta tarea está el
Leviatán, el dios mortal, cuya misión es garantizar las condiciones de realización de la reciprocidad. El
Leviatán no puede realizar por sí mismo los valores, pero puede castigar, en cambio, su no-realización.
Pero ¿quién es este dios mortal? Es, en verdad, la hipóstasis de la palabra, la encarnación visible de la
formulación de los valores de reciprocidad. Todo aquello formulado en el lenguaje, por el sólo hecho de
institucionalizarse, es decir, de adquirir la carne de este dios, se transforma en hecho, en realidad social.
La reciprocidad se transforma así en funcionalidad.
La sociología ha estudiado con detención este procedimiento funcional. La idea básica es: los hechos
sociales pueden construirse de la nada. Se reducen en último término a meras <<expectativas>> de
comportamiento. El proceso es: alguien hace una predicción de un suceso sobre la base de alguna
suposición que le parece plausible. Las demás personas comienzan a redefinir y transformar sus
expectativas y sus mismas acciones en el sentido indicado por la profecía anunciada. Con ello, el anuncio
se hace real y todos confirman sus expectativas.
Pero el consenso conseguido en torno a un modelo funcional lo declara provisoriamente como real
hasta que aparezca algún nuevo suceso o predicción que obligue a reajustar las expectativas. Es una
especie de nominalismo llevado a su límite que se encarna por obra del dios mortal y de sus
instituciones.
La vida social moderna es así un gran campo de negociación de expectativas y es ésta negociación la
que decide sobre la vigencia de los objetos y conductas valoradas. Lo importante de la palabra
anunciada no es su veracidad, sino los efectos que provocará y las expectativas que hará nacer.
Todo este proceso de negociación de expectativas tendiente a la autoafirmación del valor es un
sustituto simbólico del ritual del sacrificio. El primer paso de rito consiste siempre en la consagración de
la víctima. Podríamos decir, en lenguaje moderno, que la representatividad debía ser creíble para todos.
28
Segundo, la víctima era separada del mundo profano y tratada con todos los cuidados debidos a un
objeto sagrado. Pero esta representación tomaba eficacia simbólica en el momento supremo de la
inmolación, puesto que en él lo meramente representado se volvía hecho presenciado y ejecutado
colectivamente. La oblación de la víctima era considerada como acto de reciprocidad al don inicial
recibido por los dioses. Su entrega en sacrificio era compensación y, en cuanto tal, liberación de la
comunidad que paga su rescate, el precio correspondiente a lo recibido y que ahora es necesario
devolver.
El tercer momento del rito, el banquete sacrificial, generaliza el valor realizado por la víctima, en
representación del todo, para aquellos que participaron de su inmolación. La víctima es escogida como
cualquiera de la comunidad, sacrificada en representación de cada uno y vive después de su muerte
en todos los miembros de la comunidad sacrificial que son reos de la sangre derramada.
Ahora bien, todo este proceso sacrificial no sucede en el lenguaje, por el contrario, es una actuación
real, solemne. Es decir, el rito no tiene por objetivo formular el problema de la reciprocidad, sino
realizarla como valor mediante la eficacia simbólica de la representación. La fuerza de su credibilidad
radica en la muerte vicaria, en la experiencia límite que significa su representación.
Pero sabemos también que, en sentido propio, la eficacia simbólica del rito sacrificial tampoco realiza el
valor de la reciprocidad. Es un acto de violencia que todos deben padecer y no se ve como una acción de
esta naturaleza podría ser la materialización de la reciprocidad. Por eso, el rito sacrificial tenía que ser
constantemente repetido cada vez que cumplía un ciclo de vida social en el trabajo o en el intercambio.
Con todo, tenía sin embargo, una función primordial frente al valor: al destruir el excedente o la
riqueza acumulada legitimaba el trabajo para todo un nuevo ciclo quedando en suspenso, pero no
negada, la realización del valor de la reciprocidad. Lo que el rito sacrificial intenta resolver es una
paradoja: sin excedente no puede haber reciprocidad, puesto que es necesario destinar algo inútilmente
a la presentación simbólica del límite; pero con excedente ella no puede realizarse para todos, puesto
que la acumulación de excedente supone la división del trabajo entre trabajo intelectual y trabajo
manual. De modo que la solución del rito es destruir festivamente el excedente para que la reciprocidad
siga vigente, al menos, como representación, como lenguaje colectivo.
Ha existido un largo proceso histórico de sustituciones del rito sacrificial por equivalentes funcionales.
Esta sustitución es posible porque el rito es un acto de representación sustitutiva. Sin embargo, todo
este proceso de sucesivas sustituciones se hace posible en tanto el valor de la reciprocidad comienza a
ser formulado en el plano de la palabra. Los sustitutos de la víctima humana son símbolos vacíos si no
existe en el plano de la palabra una formulación que los explique en su significado colectivo.
El precio que la sociedad paga por sustituir el ritual del sacrificio es entonces el desdoblamiento del
valor de la reciprocidad que ahora pertenece, simultáneamente, a dos órdenes de magnitud distinta:
al universo del discurso, y al de los objetos creados por el trabajo humano. En ambos órdenes, todo lo
que tiene valor estará referido a la reciprocidad y se establecerán analogías que permitan mantener la
unicidad de la función valorizadora.
29
La sustitución del sacrificio por la circularidad del intercambio de palabras y del intercambio de bienes y
servicios permite a la sociedad acumular el excedente en lugar de destruirlo. Si las instituciones sociales,
equilibradas a priori por la palabra, nos representan a todos en nuestros deseos y expectativas,
entonces su reciprocidad funcional se convierte para nosotros en reciprocidad real y no hay obstáculo
ninguno para que el excedente se acumule en nombre de todos.
Lo que la muerte de Dios significa para la modernidad es, en consecuencia, a liberación respecto a la
necesidad de una formulación metafísica del valor y su sustitución por una definición funcional de las
relaciones entre objetos y roles sociales. La realización del valor depende en este contexto de la
efectividad de la profecía auto cumplida. El punto límite está dado por los roles sociales, comportándose
de tal modo en conformidad con ellas que las expectativas se convierten en hechos ciertos.
Las sociedades arcaicas buscaban por medio de la institución de la magia dar forma visible a la
indeterminación. En tanto no fuera puesta en duda la representación de lo insólito e indeterminado del
brujo, la eficacia de sus gestos era inmediata. Con el desarrollo de la teología y la filosofía, surge el
concepto de Logos y con él, la transformación del lenguaje sensible de la representación mágica en un
lenguaje conceptual. El límite ya no es sólo un problema a representar, sino un problema a
conceptualizar. Se trata ahora de entrar en contacto con lo trascendente para descubrir desde allí un
sentido para aquello que quedó aprisionado en la finitud de la vida social (adentro de ella). La finitud de
la vida social se vuelve signo de su imperfección, de su sin sentido si no se la remite a la infinitud que la
trasciende. Pero por esta misma razón, la síntesis social ya no está más dada en el ritual, sino en el
Logos.
Ahora bien, esta transformación del rito en manos de la reflexión sistemática de la infinitud era
también un principio de superación de la representación vicaria de la muerte. La sustitución de la
víctima sacrificial humana no significa necesariamente la superación definitiva de la muerte vicaria. En
tanto exista la muerte con su incertidumbre, siempre podrá ser ella ocasión de representar socialmente
el límite de la vida social, su finitud y su apertura el infinito.
La modernidad cree alejarse de este orden en tanto proclama la afirmación racional del valor de la
reciprocidad como fuente de coordinación de la división social del trabajo y fundamento de todo el
orden institucional. Pero esta palabra puramente auto referida a la funcionalidad de las estructuras es
incapaz de trascender al límite social. Su papel hay que buscarlo a nivel del rito. El Leviatán, el dios
mortal, sólo opera mediante ritos, como obligadamente tiene que hacerlo toda estructura que se cierra
sobre sí misma. La representación vicaria de la muerte vuelve a encontrar su vía de realización, ahora
mediante un ritual secularizado. Se llama <<construcción social de la realidad>>, autoafirmación de los
valores mediante estructuras de plausibilidad que descansan, en última instancia, en el cálculo de
probabilidades.
30
CAPÍTULO IX: LA INTROYECCIÓN DEL SACRIFICIO Y LA ÉTICA FUNCIONAL
“La definición funcional del valor de la reciprocidad sitúa en el plano de la vida cotidiana lo que en las
sociedades premodernas era sólo realizable por la mediación del mundo sagrado”. El proceso moderno
de secularización se traduce directamente en la trivialización de la vida cotidiana. En los términos del
sacrificio, esto se puede expresar en el sentido de que todos somos víctimas para todos mientras
realizamos las funciones sociales que se nos fueron asignadas. De tal manera, la consagración vicaria es
sustituida por la asignación de roles.
En la sociedad moderna no es necesario tener ritos especiales, pues la vida social misma representa el
espectáculo del rito. De esta forma, todos deben sacrificarse al cumplir los roles asignados para que el
sistema funcione y para que, al fin y al cabo, la institucionalidad adquiera una vigencia práctica. Todo
está diseñado para que todos sean capaces de reproducir en su conducta los valores de la reciprocidad:
“Hay que devolverle al sistema lo que ha hecho por uno” (más allá de los bienes y servicios, incluso en el
sentido de que el sistema nos ha equilibrado, nos ha definido quiénes somos, nos ha coordinado).
Si a alguien se le ocurriese no interpretar su papel dentro del sistema, todo perdería sentido y ya no
habría más reciprocidad. De tal modo, la mantención de la reciprocidad como valor se traduce en la
mantención misma de la funcionalidad de los roles definidos que se encuentran institucionalizados.
El peligro social anteriormente descrito es llamado por la sociología con el nombre de “anomia”. Más
allá de señalar la ausencia de normas, señala las situaciones en que no está operando adecuadamente la
conformidad de los sujetos con las expectativas de rol que les son asignadas en su función. En todos
estos casos, la fórmula con que opera el sistema deja de ser funcional. La solución a esto se realiza
maximizando la funcionalidad entre todos los roles sociales amenazados de anomia (con el fin de
eliminar las inconsistencias y recuperar el equilibrio) y resocializando al actor para adecuarlo a la nueva
situación creada (el actor no sólo debe cumplir, sino que ser feliz mientras lo hace). Esto es lo
denominado institucionalización perfecta.
En el plano del intercambio de los bienes y servicios, la reciprocidad se abandona al mecanismo
autorregulador del mercado. Quien de acuerdo a los ingresos que recibe por su función puede consumir
por sobre sus necesidades elementales, debe hacerlo para cumplir con el equilibrio funcional.
Todo lo señalado hasta ahora nos lleva a entender a la reciprocidad como interdependencia funcional.
Esto claramente tiene una consecuencia directa: la transformación de la ética. Ésta pasa a ser ahora una
ética funcional. Así, quien no conforma su conducta a la funcionalidad del sistema no sólo provoca
problemas operativos, sino que impide la realización del valor de la reciprocidad misma. Lleva al sistema
a la anomia, a la descoordinación, al caos, promoviendo la muerte misma. La muerte del Leviatán es la
muerte de todos.
La autoinmolación (cuando cada cual cumple el papel que le ha sido asignado dentro del sistema, como
imagen del sacrificio) queda libre de la culpa. En el sentido en que todos son víctimas, nadie es víctima
31
en particular. Esto significa que dentro de la ética funcional no existe la noción de culpa, pues en los
roles que les ha sido asignados a los sujetos se cumple exitosamente una función, incluso cuando
alguien tuvo que perder, pues sólo pierde cuando no está cumpliendo con su rol. La culpa supone
intencionalidad y de, la misma manera, sujetos. Sin embargo, la institucionalización de la reciprocidad se
refiere a los roles, no a los sujetos. De esta forma, en el sistema no hay más o menos culpa, sólo hay más
o menos eficacia en el funcionamiento de las instituciones.
Esta ética llega a su límite con la creación de sistemas autorregulados. El sistema puede equivocarse, sin
embargo, como está diseñado para estos casos en que el mismo se corrige, entonces no se equivoca. El
error le permite al sistema aprender, acumular experiencia y enfrentar el futuro. La culpa en la
modernidad es un concepto para individuos particulares pero tratándose de roles sociales, sólo se
puede hablar de error (que puede corregirse y transformarse en fuente infinita de creatividad y de vida).
Ética funcional e introyección del sacrificio van de la mano y consiguen en su conjunto transformar el
papel de víctima en una fuente inagotable en servicio de la comunidad. No existen relaciones entre
personas, sino que entre persona-sistema. No existe ya la “domesticación por el hambre” sino que la
“domesticación por la función”.
La ironía mayor del racional-iluminismo es que su misma lucha por superar la obligatoriedad del rito
(sacrificial) termina por imponerlo de manera generalizada y permanente en la sociedad. Proclama la
muerte de Dios para constituir el Leviatán como “dios mortal”. La secularización se traduce, así en la
trivialización del mundo sagrado y en la sacralización de la vida cotidiana. La vida social misma se
transforma ahora en sacrificio.
El proceso doble anteriormente descrito alcanza su plenitud con los medios de comunicación de masas
en la restitución del espectáculo propio del rito sacrificial. Hollywood surge como opción cuando el
espectáculo podía ser restituído simbólicamente y se podían abandonar las guerras (que traían fuertes
consecuencias, incluso amenazando con la desaparición de una de las partes). Basta una historia
sencilla, un personaje trivial y cotidiano. Lo importante es que el espectador se identifique con él.
“La trivialización de la vida cotidiana necesita de una reserva de recursos dramáticos, de la cual pueda
echarse mano cuando las circunstancias críticas del ajuste de los mecanismos funcionales así lo aconseje.
De pronto aparece entonces Tlatelolco o Lonquén o Beirut o tantas e innumerables nuevas matanzas.
Aparentemente, como una protesta frente a la trivialidad de la vida cotidiana, pero, en verdad, como
desbordes funcionalmente controlados de violencia que posibilitan la trivialización cotidiana de la vida.
Estos sucesos nos recuerdan que la vida moderna sólo puede tener valor funcional como espectáculo”.
La secularización de lo sagrado ha transformado al mundo moderno en un gran espectáculo de
trivialidad. La vida moderna se ha transformado en un “juego colectivo” con reglas claras para todos.
CAPÍTULO X: LOS CABALLEROS DEL GRAAL O LOS AGENTES DE LA MODERNIZACIÓN
Como se ha mencionado anteriormente, el mundo moderno generaliza el ritual del sacrificio y lo instala
32
en la vida social misma. Es así como su intento para prescindir de él ha resultado fallido, incluso
exigiéndolo en aquellas sociedades que aún no han completado su proceso de integración a la
modernidad. Esta problemática está directamente relacionada a los países latinoamericanos, y ha sido
estudiada por las ciencias sociales sin poder descubrir la dimensión de la dinámica cultural.
Las sociedades que institucionalizaron el sacrificio ritual y la celebración festiva, lo realizaban de manera
cíclica, coincidentemente con la acumulación del excedente que amenaza la existencia del orden social
fundado en una delimitación espacio/temporal. Así se devolvía como don a la divinidad, con la
destrucción festiva de la utilidad de lo acumulado. De esta forma, loslímitess espacio/temporales que
podían estallar por la acumulación de excedente volvían a sus dimensiones normales. La modernidad,
sin embargo, nunca ha podido sustraerse a los efectos inmediatos del sacrificio (lo que se mencionaba
con anterioridad de que el mundo moderno ha establecido el sacrificio mismo con un carácter
permanente en la sociedad, transformando la vida social en un gran acto de representación). Al
trivializar lo sagrado, la modernidad renuncia a una protección antes atribuida al mundo de lo sagrado,
teniendo que afrontar los riesgos en cada acto de la vida cotidiana que pongan en duda la construcción
social de la realidad:
“Nos encontramos así con la siguiente paradoja: la trivialidad de lo sagrado es, por una parte, requisito
de la funcionalidad pero, por otra, la mayor amenaza a la pérdida completa del sentido y de la identidad
que en él se funda”.
Es así como a la sociedad moderna no sólo le basta con generalizar el rol de la víctima introyectándolo a
toda la población, sino que también debe generalizar el rol complementario: el del verdugo bajo la
imagen de los caballeros del Graal, de los custodios de la sangre derramada. El egoísmo práctico de
estos tiempos es verdadera condición de la ética funcional, pues la ley funcional de reciprocidad se
verifica si cada cual vela por la contraprestación en el ámbito de sus roles cotidianos. “Ningún sacrificio
individual debería perderse, puesto que todos son necesarios para la acumulación del excedente. El cáliz
moderno está lleno de valores y la única manera de contribuir a que el sacrificio que los produjo no haya
sido en vano es acrecentarlos(…) La gente debe cuidar su dinero más de lo que se cuida a sí misma,
puesto que las personas pasan y éste en cambio permanece”.
Las instituciones sociales, al fundamentarse en el pensamiento racional-iluminista, la vigencia del valor
no puede quedar restringida a problemas de identidad particulares, sino que se impone a donde la
funcionalidad de las estructuras lo exijan. Toda forma de vida social que intente forjar una síntesis bajo
preceptos que sean distintos a los expuestos por el racional-iluminismo quedan tildadas de
prehistóricas, arcaicas, etc. Así, la identidad de las culturas particulares sólo es tolerable en la medida en
que no se interponga en la funcionalidad del intercambio. Las culturas particulares no tienen derecho
(dentro de esta lógica de modernización) a permanecer ancladas a sus tradiciones. Lo único permitido es
el “folklore” (falso folklore, comercializado, que no expresión de identidad cultural) que se ha convertido
en una industria rentable. “Sin embargo, la identidad cultural es un problema que atañe a la misma
sobrevivencia. No es una mera cuestión de autenticidad expresiva, sino que afecta a uno de los núcleos
más profundos de la cultura: los valores. El universalismo de la modernización ataca justamente este
33
núcleo, puesto que sustituye toda definición cultural de los valores por una definición funcional.”
Modernizar implica superar los particularismos para ser asumidos en la universalidad de la función.
Todo particularismo es una instancia disfuncional de este concepto de modernización porque la
funcionalidad exige sustituir cualquier afirmación de valores por un principio de racionalidad formal.
Este problema yace tras los intentos de desarrollar el Tercer Mundo y tras el conflicto Norte-Sur.
Mientras el norte se enfrente a una forma de organización cuya universalización es el sometimiento a la
funcionalidad de las estructuras de intercambio, el sur se enfrenta a un conjunto de culturas que
quieren beneficiarse de esta expansión pero que no quieren perder su identidad particular. Ven al
desarrollismo como una amenaza. La cultura de estos pueblos, sin embargo, ha sido más fuerte que los
intentos por subordinarla a la modernización: no ha podido ser transformado el ethos cultural de los
países subdesarrollados. Contrario a lo que pensaban los agentes modernizadores, el costo social del
desarrollo es ahora costo social del espectáculo sacrificial. La concentración del ingreso ha provocado
una reoligarquización de la sociedad. Llama la atención que a pesar de esto, las ciencias sociales sigan
buscando una respuesta en la falla de la aplicación de modelos de desarrollo, con la consecuente idea de
que esto cambiará con un modelo alternativo. Sin embargo, aquí radica justamente el problema: creer
que el desafío de la modernización puede remitirse a un plano de la modelística.
En la opinión de los autores, son dos los hilos conductores que permiten avanzar en la búsqueda de un
patrimonio cultural: la comprensión y recepción de la literatura latinoamericana, y la comprensión y
recepción de la teología latinoamericana. La primera, logró mantener la continuidad intelectual,
mientras que la segunda, (especialmente su vertiente de religiosidad popular) ha representado el
eslabón más fuerte como resistencia cultural a las oleadas modernizadoras. “Tanto el catolicismo
popular como el sincretismo religioso independiente ha sobrevivido a todas las campañas
secularizadoras (…) La continuidad cultural (…) se ha producido en el estrato más profundo de nuestro
ethos, allí donde los sistemas simbólicos desafían cualquier tipo de intelectualización”.
Literatura y religiosidad son dos formas de expresión en las que basarnos para construir una identidad
cultural, el sujeto histórico. Pese a todo aún son portadoras de una síntesis cultural, que se ha visto
permeada por el contacto con la modernización. Sin embargo, aún no se ha producido una síntesis
alternativa.
Los agentes modernizadores están frente a la realidad cultural latinoamericana, al ethos cultural
latinoamericano, expresado en innumerables sistemas simbólicos. Sin embargo, la pregunta acerca del
ethos mismo, descubriría “el cáliz sacrificial, pondría en relación la abundancia y su costo, el despilfarro
festivo y el ahorro ascético. Pero como la modernidad ha sido construida sobre la base de la negación del
sacrificio, el cáliz no puede aparecer sin cuestionarla a ella misma.” Es por esto que aún no se hace la
pregunta, pues cuestionaría al sistema mismo.
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CAPÍTULO XI: LA RELIGIOSIDAD POPULAR COMO CRÍTICA AL NEOILUMINISMO LATINOAMERICANO
La revalorización de la religiosidad popular ha abierto la discusión en la sociología de la posible
existencia de una síntesis cultural latinoamericana. Esta religiosidad popular ha desafiado las
predicciones de los agentes desarrollistas y ha pasado por los malos augurios de posible desaparición en
los polos de desarrollo urbano-industriales. Es más, ha ido acrecentándose su expresión religiosa
colectiva en casi todos los países latinoamericanos. Sin embargo no ha sido sólo la presencia
contundente de religiosidad popular lo que ha llevado a su revaloración, sino que también su historia,
que se ha revelado como un depósito de síntesis cultural fundante de América Latina, producida en los
siglos XVI y XVII, interconectando los sustratos indios, negros y europeos. Así, la religiosidad popular
sería una de las pocas expresiones de la síntesis cultural latinoamericana que atraviesa todas las épocas
y que cubre a la vez, todas sus dimensiones (trabajo, producción, asentamientos y estilos de vida,
lenguaje y expresión artística, organización política y vida cotidiana). Y justamente en este papel de
depósito ha debido soportar más que ninguna otra institución, los embates de la modernidad con
pretensiones de subordinar las culturas particulares a los dictados de la razón instrumental.
Esta revalorización de la religiosidad popular ha nacido de la teología. Fue un grupo de intelectuales
católicos que con el fin de revalorizar el propio pasado de la Iglesia Católica latinoamericana se volcó a
su estudio. Las ciencias sociales que han surgido desde el paradigma iluminista y de la secularización no
tenían las herramientas necesarias para comprender una cultura que se ha negado a abandonar el
espacio de lo sagrado para definir su vida social. “Se entiende entonces por qué la existencia de un
particularismo cultural latinoamericano sea hasta hoy día tan difícil de aceptar para las ciencias sociales.
Sin criticar sus propios supuestos universalistas, sin poner en tela de juicio el primado de la radicalidad
formal, sin discutir el supuesto de identidad entre valores y funcionalidad de las estructuras no podrán
reconocer la particularidad de la síntesis social latinoamericana.”
El término de religiosidad popular proveniente de las sociologías norteamericanas de la modernización
podría representar una de dos cosas: un elemento sobreviviente del mundo tradicional en ocaso,
destinado a desaparecer, o bien, un recurso adaptativo generado por el mismo proceso de transición a
la modernidad. Esta última alternativa fue la que tuvo mayor recepción, y dentro de este contexto, era
entendida como la prolongación del mundo rural a la ciudad (como proyección y compensación del
mundo tradicional que muere y se abandona pero que, pese a todo, ha sido traído a la ciudad por la
población migrante). La vida social de la sociedad tradicional no se sustentaba en un concepto
finalista de la acción, es decir, la síntesis no se producía en virtud de la conciencia y responsabilidad de
los individuos en su futuro compartido y funcionalmente equilibrado, sino en virtud del respeto y la
lealtad al orden tradicional, a las relaciones sociales primarias y personalizadas, de alto contenido
emocional y de gran difusividad en cuanto a los roles sancionados. La tendencia del migrante en este
nuevo mundo moderno es el de volver a el vientre materno, pero como no puede lograrlo, lo hace
simbólicamente. Surgiría así la religiosidad popular urbana, proporcionando un puente que vuelve a
vincular al sujeto con su cosmos destruido. La religiosidad popular sigue siendo en sí misma para el
sistema un “obstáculo al desarrollo”, pero al servicio de la adaptación del migrante rural puede volverse
instrumento. La tercera y cuarta generación de migrantes ya serán ciudadanos en regla; la movilidad
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social los habrá educado en las nuevas expectativas. De tal manera, la religiosidad popular dejará de ser
considera como propia y quedará como recuerdo
Otra corriente intelectual que influyó en la conceptualización sociológica de la religión fue el marxismo
latinoamericano, que la consideraba como la reproducción simbólica de la condición y falsa conciencia
del explotado por la dominación de clases. Su contenido es falso, su forma, en cambio, respetable en
tanto es popular aunque tarde o temprano desaparecerá durante el incremento de los niveles de
conciencia de los sectores dominados. “La religión no es culto a un dios extraño sino culto falso e
invertido al verdadero dios. Que además sea popular, acrecienta su pecado, puesto que deja a oscuras a
los dominados acerca de las condiciones reales del poder. Encuentra, sin embargo, un atenuante en el
hecho de ser expresión cultural del oprimido, lo que exigiría respeto por parte de la vanguardia.”
Los conceptos anteriormente descritos tienen un carácter taxonómico y paradigmático para América
Latina. No han nacido de la interpretación de los hechos, sino que han nacido de la discusión política del
siglo XIX acerca de las alternativas de desarrollo. Al menos en las sociologías norteamericanas (igual de
taxonómicas que el marxismo latinoamericano) se hace referencia a un hecho social: la migración rural-
urbana, con el consecuente desajuste cultural. En el caso de la sociología marxista ni siquiera existe esa
referencia. Tanto una como otra orientación sociológica “no logran comprender el significado y la
importancia de la religiosidad popular, al menos, por dos razones: porque su orientación es más
paradigmática que histórica y porque, desconociendo la historia real de América Latina, tenían que
desconocer también la significación del catolicismo para la cultura de la región. Fue la intelectualidad
católica, entonces, la que impulsó la revalorización de la religiosidad popular, no sólo iniciando este
proceso revalorizador, sino que también de la cultura e historia latinoamericanas.
En el documento de la conferencia episcopal de Puebla se afirma: “Lo esencial de la cultura está
constituido por la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios, por los
valores o desvalores religiosos. Estos tienen que ver con el sentido último de la existencia y radican en
aquella zona más profunda, donde el hombre encuentra respuesta a las preguntas básicas y definitivas
que lo acosan, sea que se las proporcionen con una orientación positivamente religiosa o, por el
contrario, atea. De aquí que la religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes de
la cultura –familiar, económico, político, artístico, etc- en cuanto los libera hacia lo trascendente o los
encierra en su propio sentido inmanente”. El concepto de cultura formulado desde éste núcleo religioso
sitúa la vigencia del valor en un plano diferente al de la institución y, por tanto, al de la funcionalidad de
las estructuras. EL concepto de cultura, de esta manera, es totalizador no en virtud de su mayor o menor
universalismo, sino en cuanto se juega en él la relación trascendencia /inmanencia y por tanto, el
carácter de los valores.
Una característica de esta posición de la intelectualidad católica latinoamericana hace referencia a un
sustrato latinoamericano: La cultura latinoamericana tiene un real sustrato católico. Este sustrato se
construye entre los siglos XVI y XVIII, es decir, en la época de la primera evangelización. El problema del
advenimiento de la modernidad es el problema de cómo es recibida la racionalidad en el continente y
qué torsiones debe sufrir para hacerse compatible con el ethos vigente. Es el polo tradicional el que
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dicta la pauta de observación del polo moderno. Se afirma que el secularismo es un rasgo que nos llega
con el movimiento modernizador del siglo XIX . El secularismo no es sólo una amenaza para la Iglesia,
sino que para la cultura latinoamericana misma. Este secularismo es uno de los rasgos más importantes
de la dominación sobre América latina: destruyéndole su identidad cultural, la deja confinada a una
posición periférica y dependiente.
La religiosidad popular latinoamericana aparece en este contexto como “el terreno no conquistado por
el vencedor” (por el secularismo). Ella trasciende estas determinaciones puesto que no es el resultado
de una definición institucional, sino de la expresión espontánea del ethos cultural.
La revalorización de la religiosidad popular es la revalorización del sacrificio. “Si la religiosidad ha sido un
freno al desarrollo de las tendencias iluministas secularizadas, tiene que haber tenido una concepción y
practica del sacrifico distinta a aquellas que se han analizado como características de la modernidad
construida sobre a racionalidad formal. No cualquier creencia religiosa es contraria a la secularización. Y
si bien el catolicismo se ha opuesto a ella por la afirmación permanente de la necesidad del sacramento,
existen también en América Latina otras formas de religiosidad popular que, al menos doctrinalmente
son incompatibles con el catolicismo”.
CAPÍTULO XII: HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DEL ETHOS CULTURAL LATINOAMERICANO
La problemática descubierta por la revalorización de la religiosidad popular es una fuente prodigiosa y
por tanto otorga mucho material de análisis para el cual se requerirá bastante tiempo. La tarea de
caracterizar el ethos cultural latinoamericano es fundamentalmente empírica. Si no se hace así se cae
en el error que persistentemente ha sido criticado de referir la realidad a un modelo ideal de sociedad
moderna. Esta es una misión para todas las disciplinas empíricas, además de la filosofía y la teología. De
no ser una tarea interdisciplinaria se puede caer en errores, como el que tomó la teología, que fue
pionera en construir una teología latinoamericana (teología de la liberación) pero que falló en su camino
al reproducir características del paradigma modernizador. Si el avance no es en conjunto
(interdisciplinario) se produce un estancamiento.
El ethos latinoamericano se expresa de modo privilegiado en la religiosidad popular. La iglesia tiende a
separar entre religiosidad popular y catolicismo popular, pero dónde se clasifican los sincretismos
religiosos? Morandé pregunta si no es acaso el mismo catolicismo popular un sincretismo y postula que
las respuestas solo se pueden encontrar de forma empírica. El problema es ver empíricamente cómo se
produce la síntesis, si es que se produce, entre el catolicismo barroco de los conquistadores y las
religiones amerindias y negras.
Una segunda fuente de interrogantes alude a que si bien la religiosidad popular puede ser el referente
máximo del ethos, este último debe reflejarse en todas las dimensiones de la vida cotidiana, desde las
relaciones cara a cara hasta la economía y el trabajo. La síntesis entre la Europa y la América de los siglo
XVI y XVII no es únicamente religiosa, abarca todas las dimensiones de la vida social. La respuesta a si
existe o no en nuestra cultura un concepto de la síntesis sólo se puede responder empíricamente. Cómo
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se ve el ethos en el mercado? Cómo se vincula con la polis?
Ante la irrupción de la racionalidad técnica en América Latina tenemos una tercera fuente de
cuestionamientos. La tesis de Morandé es que nuestra racionalidad es distinta de la racionalidad
iluminista europea. Hay integración con la racionalidad técnica? Sólo conviven sin mayor relación? Se
relacionan los Estados Nacionales con la racionalidad técnica?
La cuarta y última fuente proviene del cuestionar el estado de las ciencias sociales. Qué capacidad de
diálogo tienen las ciencias sociales con la filosofía, teología etc? Pueden comprender el ethos
latinoamericano? Aceptar lo que plantean los intelectuales católicos no significa solo cambiar los
acentos en cuanto al objeto de estudio, o al mismo objeto de estudio, sino cambiar de epistemología,
esto porque el paradigma modernizante y con primacía de la racionalidad no conduce al análisis de la
cultura, sino de las estructuras de intercambio en su funcionalidad.
El responder a las interrogantes planteadas es materia de otros estudios. En resumen, para as ciencias
sociales es difícil abordar la identidad latinoamericana porque lo hacen desde una visión modernizante.
Es necesario el analizar el fenómeno sacrificial, su papel constituyente de la polis, su pretensión de crear
valores, los intentos por desterrarlo de la vida social, de su introyección en la conciencia individual. Sin
esto no se puede analizar el ethos cultural. Sólo mediante la crítica a la sociología modernizadora se
puede llegar al ethos cultural latinoamericano y su caracterización.
Morandé postula que el punto de partida para el análisis es el siglo XVI, si el ethos latinoamericano
existe se debiese poder encontrar en cualquier época, pero es innegable el hecho objetivo de la llegada
de los españoles y que es la génesis de dicha cultura. La cultura latinoamericana surge del encuentro
entre españoles y nativos, sumándose más tarde los negros africanos. Todas estas culturas se redefinen
para poder interactuar, aceptar la existencia de las otras culturas y generar la cultura latinoamericana. El
encuentro no fue asumido del mismo modo entre europeos, americanos y africanos, los europeos se
beneficiaban en tanto los demás la padecían. Fue un encuentro asimétrico. Morandé remarca la
diferencia entre las empresas de conquista del norte y del sur, en el norte la conquista es hecha por
disidentes políticos y religiosos, en tanto en el sur es asunto de Estado.
El encuentro redefine a todos los involucrados. Toda síntesis cultural se produce en un contexto de
dominación. Muchos sociólogos ingenuamente niegan la posibilidad de síntesis cultural y sólo adscriben
al "ideal" de dominación absoluta, pero esto no es posible empíricamente. La dominación es un relación
social y no remite sólo a lo material o físico, también opera en una dimensión cultural. Ergo no es
dicotómico el considerar una síntesis cultural o una relación de dominación, se pueden dar de manera
conjunta. La comprensión del encuentro cultural pasa por analizar las diversas reacciones de las culturas
ante el encuentro con un otro, ya que cada cultura debe redefinirán parte de sí misma, al menos en la
aceptación de este otro. Para que se de esta reestructuración cultural es necesaria imperiosamente una
comunicación cultural. Según Morandé esta comunicación cultural se dio en el plano ritual y no en el de
la palabra, en este contexto de comunicación ritual el catolicismo barroco cumple un rol fundamental.
Esta comunicación ritual se dio también en los planos religiosos, legitimación cúltica del trabajo y la
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dilapidación festiva de los recursos económicos.
Morandé desecha las tesis contracutalistas para comprender las relaciones interculturales en el proceso
de conformación del ethos latinoamericano, ya que este supone el que los participantes del contrato
poseen un lenguaje común que les facilita el entenderse. Para Morandé esto es falso y postula, como ya
se dijo, la importancia del ritual como esfera de permeo cultural entre españoles e indígenas. Para los
indios (que tenían una organización piramidal y sacrificial) la conquista fue un gran rito, en tanto para los
españoles fue una hazaña histórica. La conquista fue un gran rito, en el cual participaron los españoles
sin tener plena conciencia de aquello. Así, para Morandé la síntesis cultural y el sincretismo se dieron en
base a este gran ritual que fue la conquista. La conquista para los indios no que solo el despojo y
ocupación de su espacio, también fue la destrucción de su orden, de su universo de significaciones.
Morandé releva el hecho de que este ritual haya sido sintético y lo contrapone con las guerras religiosas,
que no tienen solución posible más que el exterminio del otro.
El que fuese posible este gran ritual se explica también por la predisposición del español ante el rito
sacrificial, lo cual se explica por su catolicismo barroco, en contraposición a lo que fue la conquista de
Norteamérica, donde empujados por otra religión (cristianismo protestante puritano) se dio un
exterminio y no un mestizaje. La hipótesis de Morandé es que sólo donde logró reconocerse la eficacia
simbólica de los rituales se sentaron las bases para la síntesis intercultural. Esta hipótesis no desecha
completamente el que haya existido una comunicación también al nivel de la palabra.
Dos grupos sociales han sido siempre vistos como los potenciales sujetos encarnadores de la síntesis
cultural latinoamericana; el criollo y el mestizo. Ambos personajes son hijos históricos de la conquista,
pero con diferencias claves. Mientras el mestizo es el hijo directo del cruzamiento carnal entre indios y
europeos el criollo lo es sólo de modo abstracto, idealiza al indio y al europeo y posiciona al criollo como
síntesis perfecta de ambos mundos, rechazando al europeo concreto y al indio concreto. Hasta la
actualidad es posible comprobar cómo los países latinoamericanos tratan de ocultar a sus mestizos, en
un proceso de "blanqueo cultural". Pero no es posible construir un cultura en base a sujetos abstractos,
es imposible, tarde o temprano afloran los sujetos reales. El Mestizo es en cambio el sujeto real del
proceso de choque cultural.
Para la construcción de una historia oficial y blanca se utilizaron desde muy temprano las instituciones
educativas como escuelas y universidades.
La historia cumple un rol fundamental en el cristianismo y este mismo rol y sentido de la historia
cristiana es el que el europeo trata de diseminar en el continente. Por lo tanto, una de las dificultades a
las que se enfrentó la conquista fue el lograr que los indios asimilaran como propia la historia de Cristo y
de los cristianos. Esto pudo ser superado -no sin dificultades- por el catolicismo barroco y lo hizo
mediante el ritual y el mestizaje, uno de los mejores ejemplos es la virgen mestiza de Guadalupe en
México. Como ya se dijo, para el indio la conquista fue un ritual sacrificial y para el español una hazaña
histórica, en base a esto, para el criollo es difícil reconocer su origen real y lo busca en lo abstracto,
llegando incluso a cambiar su historia. Para el mestizo esto no representa dificultad alguna, ya que lo ha
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vivido como un ritual. El criollo busca ser superior al mestizo y encuentra esa supuesta superioridad en
el ser más europeo y no tener nada de indígena. El proceso de revaloración de la religiosidad popular
nos ha permitido aproximarnos a este fenómeno, a la realidad fundante de nuestro ethos,
profundamente despreciada por el racional iluminismo pero siempre presente.
El ritual por el cual se dio el mestizaje sólo se entiende como un proceso sacrificial, por lo tanto es algo
que debe ser estudiado y analizado. Naturalmente, desde la llegada del catolicismo todo sacrificio
humano explícito fue prohibido, mas esto no logra erradicar al sacrificio de la noción de los indígenas.
Por lo demás el sacrificio ritual está presente siempre en el catolicismo barroco. El sacrificio ritual es un
eje de gravedad, en el cual convergen todas las acciones de la vida social. Morandé enfatiza
especialmente en la legitimidad sacrificial del trabajo. El español legitimaba desde antes el trabajo
mediante el sacrificio, lo que lo distancia nuevamente del conquistador protestante que tenía una
concepción diametralmente opuesta del rito y del trabajo. El lema "ora et labora" del catolicismo refleja
esto y comprende el trabajo individual en función del colectivo o comunidad.
El sistema de la hacienda es también reflejo de esto y complementado con el sistema de encomienda,
pero es un tema que Morandé desarrolla en otro libro.
El trabajo nunca se justificó - en la conquista americana - como un elemento de salvación individual, sino
que siempre apeló a lo colectivo. La orientación mercantilista de la economía española también
contribuyó a la confirmación de la legitimidad sacrificial del trabajo. Por ejemplo, el interés dispar frente
a los metales preciosos para españoles e indios, para los primeros representaban la capacidad de
acumulación de riqueza e intercambio de bienes, en tanto para los segundos sólo tenía una dimensión
ritual o de culto, su uso era exclusivamente ceremonial. Así el oro y la plata fueron entregados de forma
ritual a los españoles, como ofrenda y no como una transacción económica. Así para los indígenas la
extracción de metales preciosos continúo siendo parte de la dimensión ritual sacrificial de sus vidas. De
ahí también que la conquista haya sido un rito para los indios. El verdadero pago que recibían los
indígenas por sus labores en haciendas o minas era el poder participar en las fiestas religiosas, la
celebración de los santos recorre indesmentiblemente a Latinoamérica, esto contribuyó igualmente en
la línea de legitimar el trabajo como un sacrificio hacia el conjunto de la sociedad y que era retribuido en
las fiestas sagradas.
Luego Morandé se cuestiona qué sucede con la ilustración, el surgimiento de los Estados nacionales y el
ethos cultural latino. Su hipótesis es que la ilustración alcanzó únicamente al criollo y no al mestizo,
teniendo las características de un movimiento cultural que no surge desde las necesidades de un sujeto
histórico real sino que se impone a un sujeto artificial. El criollo adoptó como propia la historia europea
(la historia universal es la historia de Europa).
Morandé considera a los jesuitas como precursores de la mentalidad desarrollista (lo que explicaría su
re-posicionamiento en los 60'). Luego de esto, el proyecto iluminista intentó crear un sincretismo
universal des-historizado, modelo que ha fracasado debido a no reconocer la realidad que origina al
ethos latinoamericano. La ilustración latinoamericana no fue un proceso contra la corona ola nobleza,
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fue un proceso contra los mestizos y los indios, un proceso para barrer su influjo y su participación
protagonista en la conformación de la cultura latinoamericana. El surgimiento de los Estados nacionales
funcionó bajo el paradigma iluminista. La diferenciación clasista entre sectores bajos, medios y altos
también responde a este fenómeno. La diferencia entre oligarquía y sectores medios es de magnitudes
de riqueza, pero más allá de la dimensión de estas, el origen cultural es común.
Para Morandé, la diferenciación entre el criollo iluminista y el mestizo producto del ritual sacrificial sólo
es posible negando la historia real. Esto es algo que las teorías de la modernización desconocen o
niegan, por tanto no pueden asimilar realmente la construcción del ethos latinoamericano. En resumen,
el pensamiento desarrollista, como parte del paradigma racional-iluminista nos aleja de la comprensión
correcta del ethos latinoamericano.
Todo lo planteado en el libro está sujeto a discusión, la intención era más de abrir puertas y dejar cabos
sueltos, debido a la grandeza del tema trabajado. La intención es contribuir al estudio de la cultura
latinoamericana.