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Frutos extraños

Date post: 11-Jan-2017
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Frutos extraños I Festival de Literatura de Córdoba Sebastián Pons Alberto Rodríguez Maiztegui Fabio Martínez
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Frutos extrañosI Festival de Literatura de Córdoba

Sebastián PonsAlberto Rodríguez Maiztegui

Fabio Martínez

El concurso literario complementó el I Festival de Literatura de Córdoba, en el sentido de dar a jóvenes autores un escenario y una posibilidad de publicar. El tema de la convocatoria, “el encuentro entre las culturas”, fue elegido vista la gran diversidad cultural que existe en Argentina. Los autores de la presente compilación han interpretado el tema de manera libre y abierta, sin caer en los preconceptos que se presentan cuando uno escucha el muchas veces políticamente correcto usado slogan “diversidad cultural”.

AUTORIDADES UNVM

RectorAbog. Martín Rodrigo Gill

VicerrectoraCra. María Cecilia Ana Conci

Directora Instituto de InvestigaciónDra. Carmen Ana Galimberti

Director de EduvimMgter. Carlos Gazzera

OTROS TÍTULOSDE ESTA COLECCIÓN

10 BajistasComp. Alejo Carbonell

Voces de este ríoComp. Marcelo Dughetti

Paja

rito de agua

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Frutos extrañosI Festival de Literatura de Córdoba

Edic

ión

de

distribución gratuita

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La responsabilidad por las opiniones expresadas en los libros, artículos, estu-dios y otras colaboraciones publicadas por EDUVIM incumbe exclusivamen-te a los autores firmantes y su publicación no necesariamente refleja los puntos de vista ni del Director Editorial, ni del Consejo Editor u otra autoridad de la UNVM.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamien-to en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo y expreso del Editor.

Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723

EditorDiseño de tapa y maqueta

ALEJO CARBONELLSILVINA GRIBAUDO

Rodríguez Maiztegui, Alberto

Frutos extraños: I Festival de Literatura de Córdoba. Agosto 2011/Alberto Rodríguez Maiztegui; Sebastián Pons; Fabio Martínez; compilado por Almut Schmidt.-1a ed.-Villa María: Eduvim, 2012.

58 p.; 210x145 cm. - (Pajarito de Agua / Carlos Alberto Gazzera)

ISBN 978-987-1868-59-9

1. Literatura Regional. 2. Cuentos. I. Pons, Sebastián II. Martínez, Fabio III. Schmidt, Almut, comp. IV. Título

CDD A863

Fecha de catalogación: 14/06/2012

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Índice

Cómo se roba a los ricosSebastián Pons

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Amigos de lo ajenoAlberto Rodríguez Maiztegui

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El pibe suicidaFabio Martínez

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Acta del Jurado 53

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La presente edición es el fruto del concurso de relato corto del primer Festival de Literatura de Córdoba, organizado por EUNIC Argentina-Córdoba en conjunto con la Editorial de la Universidad de Villa Maria (EDUVIM) y la agrupación de edito-riales independientes de Córdoba, LIBRAZO. EUNIC-Argentina Córdoba se constituyó en mayo de 2009 y está conformado por la Alianza Francesa de Córdoba, la Asociación Argentina de Cultura Británica, el Centro Cultural España Córdoba, el Ins-tituto Italiano de Cultura y el Goethe-Institut. Es uno de los 44 grupos nacionales de la red mundial EUNIC (European Union National Institutes for Culture).

El concurso literario complementó el Festival en el sentido de dar a jóvenes autores un escenario y una posibilidad de publicar. El tema de la convocatoria, “el encuentro entre las culturas”, fue elegido vista la gran diversidad cultural que existe en Argentina, haciendo puente con las diferentes culturas que conviven en Europa. Sin embargo, hace mucho ya que la cultu-ra ha dejado de definirse por meros territorios nacionales o gru-pos étnicos. Diversidad cultural puede significar la coexistencia o convivencia de diferentes prácticas culturales, condicionadas por un centenar de factores, mucho más diferenciados. Esta coexistiencia puede ser pacífica o violenta, marcada o desaper-cibida, aceptada en condiciones iguales o sufrida e injusta. Incluso en una familia pueden existir la diversidad cultural, la descomprensión, la negación, el miedo a lo otro, la curiosidad por el otro, la tolerancia, la fascinación.

Los autores de la presente compilación han interpretado el tema de esta manera libre y abierta, sin caer en los precon-ceptos que se presentan cuando uno escucha el muchas veces políticamente correcto usado slogan “diversidad cultural”.

Esperamos que los lectores disfruten de esta edición.

Almut SchmidtPresidenta de EUNIC Argentina – Córdoba

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Cómo se roba a los ricosSebastián Pons

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Todos pertenecemos a lo mismo, todos hemos tenido las mismas oportunidades, qué le vamos a hacer si nos tocó la época en la que somos eter-nos seducidos y luego abandonados, las moscas

no nos buscan porque ya han inventado un incien-so que huela a cereza y miles de perfumes para

la rumba.

Andrés Caicedo

Amanecí enlodado en Marita; desperté sobresaltado por los golpes y tardé poco en reconocer esa forma abisal y desconsiderada de aporrear una puerta. Literalmente tenía barro en cada poro, me chorreaba por todo el cuerpo, y hasta raíces me habían vuelto a crecer en algunos dobleces de brazos y piernas. Con apenas incorporarme entendí que había dormido sobre Marita, que era su cuerpo el que se aplastaba contra el colchón, que habíamos quedado tumba-dos, desnudos, ella boca abajo, con mi barro en su piel; no sé cómo hacía para respirar boca abajo, enterrada su nariz en la almohada, y además con ese vaho a mugre viviente que se había criado en la habitación. Me iba levantando como podía mientras la mano aquella que debió acariciar-me de niño insistía con los golpes a la puerta. En efecto, no me equivoqué: abrí y mi madre entró de prepo, con toda su enana presencia, como la dueña que era de la casa, aunque jamás habitó en ella más de un mes seguido. Entró y tras de sí ingresó esa sombra esquiva, difícil de enfocar, un bulto neblinoso que ella arrastraba a su espalda. Y me dijo: “Acá lo tenés, che. Ahora te toca. Yo cargué con mis mayores de-masiado y no pude criar a mi propia descendencia. Es una maldición que se hereda, y a vos además te corresponde

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por habitar estas paredes que son mías. Tu abuela, que viste una vez, murió hace unas semanas. Este (señaló el bulto) es mi padre, al que nunca viste y del que te conté algo una de las pocas noches en las que te llevé a dormir. Eras chico vos. Y ahora, ya adulto, te toca cuidarlo. Yo tengo que des-cansar de una buena vez”. Dicho esto, apoyó sobre el piso un atado de ropas con una delicadeza que no le quedaba bien, y luego, con una brusquedad más de ella, me palmeó el hombro, besó la frente de esa sombra neblinosa y le dijo palabras incomprensibles al oído, y salió como un pequeño relámpago. Me asomé a la vereda como hace décadas; me quedé contemplando la espaldita que se alejaba, algo que algún día creí que no volvería a hacer, y por más que sabía que ella ni una vez, ni una puta vez, se daría vuelta, siquiera amagaría a darse vuelta, la miré hasta el fin de la calle o hasta que me dolieron los ojos, lo que fuera que haya suce-dido primero.

Mi abuela fue una napolitana vivaz que se vino al país, tierra adentro, con apenas nueve años. Se instaló con su familia en Huinca Renancó y a los quince años se enamoró de un toba cuya edad precisa jamás se supo. Allí, por en-tonces, quedaban unos cuantos ranqueles puros y ningún habitante de otra comunidad más que este toba que vaya a saber cómo había llegado a abrevar en ese pozo de hombre blanco. Ese toba era el bulto sombrío que mi madre me dejó aquella mañana en que amanecí con el barro suculento de Marita plantado en todo el esqueleto. Ahí estaba el viejo liso, el ex salvaje, el cara de caoba, en un rincón de la cocina; no me miraba, o no tenía ojos exactos en el rostro; yo le tendía agua y no bebía, le ofrecía mi silencio y el suyo se lo devo-raba. La madre de mi madre lo había amado con una fuerza como para partir un monte; esa expresión la pronunció ella misma en esa tarde que vino, hace décadas. Era cierto que había visto a mi abuela una vez; rechoncha, muy alegre,

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en las pocas horas de su visita me había contado cómo sus padres la maldijeron por ese sentimiento estúpido por el in-dio, y cómo quedó embarazada y se casó joven, al igual que todas las amigas de su edad, aunque sin sufrir la típica violación de la noche de bodas que a aquellas criollitas de buenas casas les habían prodigado los ricos estancieros a las que estaban prometidas desde antes de que ellas mismas supieran. De hecho, parece que el goce entre el aborigen y la inmigrada, además de buscado, era desproporcionado, porque los echaron del centro del pueblo para no escuchar más los alaridos de placer de la parejita. Hasta les pagó una casa el gobierno local: las cópulas de mis abuelos habían llegado a ser un asunto de interés público, un reclamo que el perpetuo intendentito de Huinca Renancó debía atender en vistas a las próximas elecciones. Parece que, en realidad, la que pegaba los alaridos de placer era mi abuela, y la que movió los hilos del minúsculo poder fue la esposa del inten-dentito, mujer de sabias mañas, de adecuada moral, de un adelantado respeto por las minorías étnicas, y, sobre todo, una hábil marionetista. Los hilos los movió muy bien porque la casita que les construyeron en las afueras era de lo mejor, con agua corriente, salida para cuando llegara el gas, jar-dincito atrás y habitación para los gritos en el primer piso; un completo lujo para la época, y sobre todo en esa época en la que poseer casa propia o terreno propio era tener media vida solucionada. La otra mitad la fueron haciendo, dentro de todo bien, con las tragedias típicas en estos tránsi-tos demasiado felices. El par de mellizos, los primeros hijos, no llegaron a ver a la última de sus hermanas, que resultó ser mi madre, porque murieron el mismo día de una siniestra aneurisma, uno desde Salta, otro cortando leña en Tierra del Fuego, y antes de cumplir los veinte, a pesar de la fuerza y de la sangre que tan parejas habían combinado mis abuelos en sus hijos. Luego de esos, llegó una tracalada de tíos que

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jamás conocí, y por fin mi madre, muy tardía, en días en que los abuelos ya contaban más de cuarenta y en que la habita-ción de los gritos seguía siendo bien aprovechada, aunque ya sin tantos gritos.

Entre que pensaba en todo ese recuerdo ajeno, el si-lencio que había traído mi abuelo desconocido era tal que pude escuchar su murmullo; murmuraba rápido y chirriante, y me costó entender que los bichos que se incendiaban entre sus labios eran palabra de otra lengua, que debe haber sido la suya natal. Acerqué el oído hasta darle carne a lo que decía; en ese momento y en los minutos que siguieron, repetí la frase que le escuché, para aprenderla, pero como seguí olvidándola la anoté. Ese lejano toba que me encomendó mi madre, y que estaba a apenas unos metros todo el tiempo, siguiéndome como un pato temeroso al que han mimado mucho, decía una y otra vez: “sotage iatac raiwa”. Con una perspicacia obvia, menuda, y que a mí me alcanzaba, su-puse que hablaba de mi abuela muerta. Me lo confirmó mi madre por teléfono; me llamó a las horas de dejármelo, me dijo que el viejo había quedado muy mal y había perdido toda su extraña lucidez de golpe, y me explicó que el atado era toda la ropa que poseía. “Toda la ropa y cosas de él, una piedra que chupa y unos palos que masca, y una foto borrosa de mi madre y no sé qué más. Chau, hijo. No te digo que te quiero porque eso lo decidís vos”. A esa última frase la pronunció ahuecada y gomosa; sonaba así a través del tubo telefónico, o era el escuálido y tambaleante deseo mío de esa mañana de barro y sorpresa.

Marita y yo vivíamos del robo. En otro tiempo la cosa andaba mejor, pero luego ella tuvo que buscarse algunos trabajos en los que entraba entusiasmada y de los que salía apenas le tiraban el primer sueldo entre las manos. Cada tanto retornaban las buenas temporadas. No teníamos que trasladarnos mucho para obrar; de hecho, sólo salíamos a

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caminar por el barrio. Nos desenvolvíamos sobre todo en cierta zona que se había convertido en el único pasaje des-de los descensos de ómnibus hasta el distrito empresarial que iba creciendo hacia el norte. Un puñado de multina-cionales, algunas disfrazadas de fundaciones, habían pro-liferado gracias al método de las pasantías, el programa de la primera empresa para las escuelas, y la contratación –a corto plazo y con promesa de experiencia y un sueldito de nada– de jóvenes profesionales, que eran los que mejor equipados atravesaban nuestra celada y a los que más nos divertía desequipar. No llevaban mucha plata encima; su carga más valiosa eran los celulares y los aparatitos de toda índole con los que pasaban escuchando música o consultan-do sus correos electrónicos. Unos pocos de ellos venían de familias más o menos humildes; lo sabíamos porque de vez en cuando nos quedábamos a charlar con alguno antes de largarlo desvalijado. Pero el resto eran nenes ricos nomás, fogueándose como querían sus padres para volver listos a las empresas familiares.

Al principio se hacía fácil sacarnos de encima tanta tec-nología y por buena plata; Marita conocía a alguien que conocía a alguien; todo mediador cobraba su comisión y to-davía quedaba un fardito lindo para el último de la cadena, los verdaderos laburantes: nosotros. Después ya nos empe-zaron a mezquinar los precios de los aparatos; buscamos, entonces, otras ofertas. Todos decían que estábamos en la mira de la policía secreta, que se acercaban vertiginosa-mente a nosotros y que nos tirarían las zarpas encima de la peor manera. Pero la verdad era que ese pedazo de barrio, obligado paso para los que jugaban de empresaritos, era una tierra de nadie, una senda en la que hasta el diablo agarraba fuerte el poncho para no dejarlo caer.

La noche anterior a la visita tan generosa de mi madre, anduvimos haciendo gala de nuestras mañas por ese paraí-

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so perdido. Una semana atrás, Marita se había enterado de que, cerca de las empresas, el turco Amón, dueño de tres al-macenes, visionario para el comercio y empleador de almas inocentes a las que exprimía en sus locales, había abierto un after-office, esa clase de barcitos prolijos para el consumo etílico temprano por parte de los pobres alienados, los jóve-nes atados todo el día a sus escritorios. La cosa estaba bien para nosotros porque los empresaritos volverían más tarde a la parada de transportes, y sabíamos que en ese pasaje sin ley la noche era noche cerrada. Obramos con alegría y hasta con descuido, y sacamos tanto botín que tuvimos que hacer un viaje a la casa para dejar parte. Después de la segunda tanda, estábamos tan eufóricos que nos fuimos a festejar al mismo bar del que salían nuestras víctimas. Si hay una cosa que más le gusta a Marita es bailar; apenas se acercaba el sonido de aquel menudo infierno de tragos, ella profirió un rezo al que acostumbraba, una especie de himno divino que invocaba la danza y la música. Eso signifi-caba para mí la señal de que sería una noche de embestidas desaforadas, de consagración a la dipsomanía espontánea y de sexo sabroso, opulento. Y no le pifié. Me acodé en la barra y empecé a gastar los billetes hurtados; ella conquistó el centro el local con su vibración de abdomen y sus contor-siones envolventes; los últimos tragos negocié con el turco para pagárselos con una miniatura de última tecnología de entre las que tenía en los bolsillos. Casi sin transitar las calles ni el resto de la casa, llegamos a la habitación de golpe, y cada uno terminó empantanado en el fango sudoroso del cuerpo del otro. Así fue que amanecí.

Cuando Marita por fin se levantó y asomó su cuerpo por la cocina, superado el mediodía, yo ya había pensado en una centena de acciones a seguir con respecto a mi abuelo. Marita recién notó el bulto sombrío de camino a besarme; llevaba la bombacha medio ladeada y se la acomodó en

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seguida; el toba se puso un tanto colorado pero persistió en su silencio y en su mirada puesta en mí. Con dos frases le expliqué todo a Marita, o quizá fue con tres. No contestó nada sobre esa nueva situación; lo que dijo fue que esa mis-ma tarde teníamos que laburar y encaravanarnos como la noche anterior, porque había estado bárbaro y quería más. Y después se fue a bañar, porque no aguantaba el barro que llevaba encima, según dijo.

Me quedé en la cocina mirando al anciano terroso, a la vasija de penas, al cara de tiempo; ya no intenté hablarle, sólo le acaricié la frente; le tendí comida y la rechazó; le ofrecí mis brazos pero finalmente debí acercarme yo y fue como abrazar un quebracho lloroso, con demasiada raíz pero con ganas de tumbarse.

Vivíamos juntos pero no bajo el mismo techo porque Ma-rita tampoco podía dormir bien y porque decía que la noche de la casa no era noche en serio, y era bien cierto, si hasta los vecinos habían elevado las medianeras con ladrillos o toldos ladeados para poder oscurecerse y completar la muta-ción del día, como la naturaleza manda. Otra razón era que Marita intentaba, y no podía, rechazar esa unión tan fuerte a la que nos había arrojado el azar. Decía ella: “el sexo es el acto de las tinieblas y el enamoramiento la reunión de los tormentos”. La primera parte de la frase se la tiene que haber creído del todo, porque hacía el amor como un demonio, o más fuerte todavía: un demonio famélico, desesperado por encender su alimento. De todas formas, esa idea del sexo y los enamorados no era suya, porque Marita se pasaba el día repitiendo frases de un tal Caicedo, Andrés de nombre, un escritor colombiano que se había suicidado jovencísimo. Desde que la conocí, Marita leyó siempre como una conde-nada, en casi esa exacta situación, porque una vez llegó a estar hasta dos meses encerrada para terminar la obra com-pleta de no sé qué latinoamericano. En los primeros encuen-

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tros me comparaba con relatos y personajes literarios, me decía que yo hablaba medio como experimentando al paso, que la escritura de lo que yo decía, si hubiese estado escrito lo que yo decía, parecía incorrecta pero era solamente rara. Un día se topó con un ejemplar del Caicedo ese y ya no leyó a nadie más. Me atreví a preguntarle y me contestó que no hacía falta saber otra cosa, que Andrés le había abierto las puertas de la percepción y que si bien ella ya traía ese claro en la cerrazón boscosa de su cerebro, sólo entonces se ha-bía percatado. Desde siempre Marita bailaba, pero después de esas lecturas se puso desaforada: le entraba al cuarte-to, al rock, a la cumbia, al tango improvisado, al malambo aprendido de un tío, al reggae; se quejaba constantemente de que en la maldita ciudad que habitábamos no hubiera un puto boliche en donde se escuchara rumba. Era uno de los preceptos del escritor colombiano: la danza perpetua. Además, después de esa lectura se puso más hampona en lo de los robos; desde entonces, estuvo siempre hecha una verdadera rea, si hasta cacheteaba las caritas pálidas de los practicantes de empresario, o les sacaba los vestidos a las pocas mujeres que pasaban rumbo a las multinacionales y se los probaba en plena calle, para terminar tirándoselos en la jeta a las dueñas si no le gustaban. Si hasta quería morirse joven, aunque no llegaba a acumular el coraje necesario para tomar el asunto en sus manos, razón por la que a veces me lo pedía a mí. El rezo ese de antes de ir a bailar también lo había sacado de Caicedo; empezaba diciendo: “música que me conoces, música que me alientas, que me abanicas y me cobijas, el pacto está sellado”; y seguía: “yo soy tu difusión, la que abre las puertas e instala el paso, la que transmite por los valles la noticia de tu unión y tu anormal alegría”; y terminaba con una frase que me hacía erizar: “para los muertos”. Yo estaba seguro de que en esas pági-nas, leídas hasta el insomnio, había encontrado ella la idea,

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con la que me taladraba la consciencia a diario, de que a mí me tenía que tragar la noche, que la luz permanente de esa casa me desgranaba el espíritu y que terminaría fulminado en la intrascendencia si no me iba de ahí cuanto antes.

En fin, rara vez se quedaba ella a dormir; terminaba de sacarme todos los jugos contra la cama y se iba. Pernoctaba en casa de una amiga suya que vivía cerca, aunque nunca supe dónde. Venía a quedarse sólo durante el día; cargaba la pava caliente y se cebaba unos mates junto a los helechos del patiecito. A mí los mates me caían mal.

En los días siguientes a la llegada de mi abuelo abori-gen, entendí que él no podía seguir solo en la casa. Hasta entonces le dejaba comida sobre la mesa, el televisor pren-dido y lo encerraba para que no me siguiera. Al principio, yo volvía y él estaba detrás de la puerta, tal como había quedado al irme. Pero después se empezó a mover por la casa; se desenvolvía muy bien, estaba muy cómodo con la luz interminable, tanto que hasta se le había sacudido un poco la tristeza del rostro. El problema era las cosas que tocaba; con Marita encontrábamos la casa medio inundada, los cajones abiertos, el gas saliendo de las hornallas. Quizá seguía buscando a su querida muerta de varias formas; de hecho, entristecía de a poco al volver a verme, lo que me recordaba eso que decía mi madre de que yo me parecía bastante a mi abuela. El toba me miraba todo el día y me seguía a todos lados, tanto que cuando salía a robar me sentía transparente, atravesado del aire, un pobre hombre sin sombra. Pero no por eso, sino por el desastre que deja-ba en la casa, decidí llevarlo con nosotros al pasaje de los futuros líderes empresariales. Entonces se fortaleció la tempo-rada próspera que ya nos había traído el bolichón del turco Amón, y que seguía y seguía. Primero, con Marita escondía-mos al anciano a la vuelta de una esquina o lo sentábamos en un umbral oscurecido para robar tranquilos; pero como el

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toba insistía en seguirme, empezamos a dejarlo estar junto a nosotros, y fue entonces que brotó la magia. Los trajeaditos lo contemplaban medio aterrorizados o con mucho interés, y nos entregaban todo lo que traían sin resistirse. Ni siquiera rezongaban; hasta hubo uno que nos llamó de lejos para informarnos que nos olvidábamos de sacarle el reloj, que era uno bueno, que valía sus pesos y que le compráramos algo lindo al indio. Así andábamos los tres, en la senda de la prosperidad. Llegamos a acumular mucho en unos pocos meses y hasta pudimos tomarnos unas semanas de receso.

A veces, en esos días vacacionales que nos había traído la abundancia, el anciano dejaba de mirarme y se queda-ba dormido, de pie o sentado. Aprovechaba yo y salía a abastecernos de víveres y a gastar en alguna extravagancia innecesaria. Cuando volvía, más de una vez, Marita había llegado a la casa y mi abuelo toba no estaba en su sitio de sueño. Los buscaba y finalmente los encontraba en el patiecito, ambos tomando mate. En contadas ocasiones creí escucharlos hablar; parecía que lo que conversaban no era en lengua extraña. Pero me percibían muy pronto y se calla-ban rápido. No quise preguntarle luego a Marita sobre ese asunto; para qué, si estaban tan bien así: ella más bella, él igual de perpetuo y cada vez menos triste.

En vaya a saber qué etapa de ese proceso de delincuen-cia feliz y convivencias, mi abuelo se fue independizando de mí. A veces yo miraba para atrás porque sentía la espalda desnuda; él no estaba, yo temblaba y me comía las uñas, e iba entendiendo, muy pero muy de a poco, que irremedia-blemente el toba se me había vuelto un vicio.

En poco tiempo no sólo me broté de tristeza al pensar en porciones de familia que no tuve y en deseos no cumpli-dos de los que no había sabido por años, sino que terminé de hartarme de la luz de esa casa. Quería dormirme en plena oscuridad y que me desmenuzaran los rincones de un

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bosque negro. Nunca o casi nunca había podido estar del todo dormido. Eso sí, ahora me podía relajar, medio cobija-do en la niebla que me arrojaba el bulto de mi abuelo. Su presencia era un tapón leve contra el brillo perpetuo de la casa, una sombra líquida, como para reposar, no todavía para dormir, por eso seguía yo tan cansado, tan asqueado de los despliegues brutales y descoloridos de esas paredes, esos rincones y puertas. Comencé a mirar hacia la noche más que antes; la vi lejos de este cielo, de este techado del barrio; como siempre, bien lejos, incluso cuando aquí mismo era de noche.

Nada parecía más vivo que mi abuelo, nada más cal-mo. No lo molestaba el brillo perpetuo; de hecho, se con-gregaba con la luz de la casa. Ahora entendíamos juntos que la abuela estaba muerta pero no del todo, que lo que se te muere muy cerca anda todavía viviendo; “eso es lo que pasa”, parece que me decían sus ojos invisibles, y repetía, ya menos triste que antes, “sotage iatac raiwa”.

Ya habían pasado como nueve meses desde que me lo dejara al cuidado esa madre pequeña que en cierta medida jamás tuve. Me había dicho que me tocaba, que era de fami-lia, que ella había cuidado a sus mayores y por eso no había podido criar a su prole, y luego de su última huida, hizo ese estúpido llamado por teléfono. No era tanto el rencor que le guardaba, pero ahora sí había juntado el coraje para escu-pirle en la cara esa bola de angustias y bronca que venía mascando desde chico. Todavía recordaba que me dijo que ya le había llegado la hora de descansar, como si no hu-biese descansado desde siempre, como si no hubiese vuelto junto a sus padres sólo para vivirles los ahorros. Cuando se le murió la madre, se espantó del terrible silencio del toba, vio que en las alforjas no quedaba ni media baratija para empeñar, y se lo sacó de encima para buscarse otra fuente de manutención, de jornadas sin esfuerzos. Este abuelo, con

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el que apenas he pasado un tiempo muy callado, no se me-reció esa última hija; no la debió tener, pero el deseo seguía siendo grande y todavía a él y a la abuela les quedaban ga-nas de seguir partiendo cerros con el vaivén de sus cuerpos contra el piso, las paredes o la cama de la habitación de los gritos. Había que decirlo, pensarlo de una vez: mi madre, aquella mañana, me desplegó una caravana de mentiras para sacarse el bulto toba de encima. La telefoneada poste-rior fue a manera de reforzar la credibilidad de su parloteo anterior, y nada más que eso.

Emana un cariño duro el toba, como una roca sin pelle-jo. El otro que era yo mismo hace tiempo, hoy, un mi lugar, hubiera echado al anciano, con patadas suaves nomás pero a la calle de lleno. O, al menos, lo hubiese amenazado para que dejara de seguirme, cuando me seguía, y dejara de mirarme a toda hora, si es que me miraba. Me observaba como la niebla, con los ojos de la niebla. Y respiraba po-derosamente, silencioso, con un puñado de sangre invisible que se le condensaba en el paladar y se soltaba de su boca. Cohabitando junto a él bajo esos techos de luz, entendí lo es-cuálida que tenemos la vida, lo poco que costaba aplastarla con casi nada. Nunca como en esos últimos días, a su lado, razoné que fuera tan fácil morirse, deshilacharse. Mi abuelo toba tenía demasiado dura la piel; aguantaría y andaría por un buen tiempo, cargando su edad sin edad. Yo lo quería, al final así era, según Marita se me notaba de lejos. Pero, a la vez, me sentía descuajeringado, cada vez más desgastado, cada vez más triste.

Lo que hice no fue lo único que podría haber hecho sino simplemente lo que hice. Llené la heladera de alimentos sim-ples y dejé otros sobre la mesa, llamé a Marita y le indiqué dónde estaba la plata de los robos y no le dije que la amaba porque ya entonces era poco, besé la frente de mi abuelo y sentí el gusto de la tierra del Chaco rajada por los gritos

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de una mujer que seguía copulando desde la nada, y me fui rotundamente de esa casa de luz. A mitad de un atardecer lento, enrumbé para el este, como le hubiese gustado a Ma-rita, para que de una vez por todas me tragara la noche.

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Amigos de lo ajenoAlberto Rodríguez Maiztegui

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Había terminado de cenar, alejé mi plato y me recosté en la silla para acompañar la digestión. Esa noche me sentía abatido, un estado que aparecía sin avisar: un modo de estar más allá de la modorra. Tomaba el vino sin apurarlo porque sino el vino lo apura a uno y sin que te des cuenta hace su tarea con una docilidad magnífica. Así, acomodado como estaba, comencé a planificar: tenía que hacerle un chequeo general al auto antes de volver a la ruta, visitar un par de clientes, pasar por la sede local de la empresa, después por el banco, antes del mediodía, para depositar los cheques y, por último, coordinar con el Gitano Janson y Vilches qué re-puestos llevaría para aprovechar el viaje. Utilizaba mis ges-tiones de viajante para cerrar mis gestiones como vendedor particular de repuestos particularmente baratos y de dudoso origen. No éramos una organización delictiva sino más bien ciudadanos que aprovecharon un contexto determinado y yo no era más que un pequeñísimo nexo inexistente.

El resto-bar estaba casi lleno y podría decir que del total casi el cincuenta por ciento eran extranjeros que ocupaban mesas gigantes y consumían sin atender los precios. Esta-ban divertidos, sin tiempo y programados para el descanso. Vestían ropa cómoda y ellos y los mozos hacían malabares para entenderse; particularmente con las manos, parecía un juego, un dígalo con mímica mezclado con un inglés apenas balbuceado pero claramente universal. Imaginé que ésta si-tuación también se estaría repitiendo en varios países y con las mismas características. Y uno, el ciudadano común, es parte del día hábil que ellos ignoran por completo, un resto pintoresco.

Como viajante hay que desarrollar una virtud que consi-dero de las más importantes: promover la paciencia, el estar sin apuro; en especial cuando ya es de noche y no se puede hacer más y ese es el momento en que esta virtud hace su aparición estelar y si esto no se logra uno puede volverse

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loco. De noche hay que transformarse en un cazador y, al mismo tiempo, buscar con qué entretenerse porque las partes útiles del día bajaron la persiana, también las partes útiles del día siguiente; por lo menos hasta que amanezca.

Y así la encontré a ella. Se sentó al lado mío y fue vícti-ma, como todos, del malentendido; pero en un país extran-jero y con las dificultades del idioma las posibilidades de malentenderse se multiplican. Había pedido una ensalada completa y que le agregaran berenjena. El mozo, en un ex-ceso de cortesía o buscando una propina en otra moneda, sólo se quedó con la primera parte (egg olvidándose del plant) y le agregó huevo duro. Ella intentó explicarle que era alérgica al huevo y el mozo le hizo señas como que entendía lo que ella decía exagerando sus okeys repetitivos.

Pedí permiso y le expliqué al mozo lo que ella intentaba aclararle, el mozo se llevó la ensalada para traer otra sin huevo y sin berenjena porque no tenían. A pesar de estar totalmente perdido por la belleza de sus modos y sus gestos que iba descubriendo a medida que mi mirada se volvía más precisa, por momentos me pareció que iba a colapsar por el esfuerzo que hizo para hacerse entender y pensé en cómo esos incidentes mínimos son los que más nos alteran, como si las pequeñas cosas dolieran más.

Hablamos divertidos, confianzudos y ella me dijo que viajaba para conocer, yo le dije que viajo todo el tiempo y que no conozco nada. Hacía más de dos años que estaba en tránsito, quería llegar a la Patagonia y buscar trabajo en algún hotel porque estudió turismo. Terminó su ensalada que acompañó con pedacitos de pan tostado, pedimos otra botella de vino y cuando ya teníamos los cachetes colorados nos fuimos a mi departamento.

Al otro día, me levanté y acomodé los restos de la noche anterior, después abrí la persiana y la invité a desayunar al bar de la esquina. Me preguntó qué iba a hacer hoy y yo

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le respondí, preguntándole si tenía ganas de venir conmigo. Me pidió que la lleve a buscar la mochila y salimos.

Nos dirigíamos al sur de la ciudad esquivando las motos que eran como un enjambre motorizado que pasaba rápido y aparecía de la nada. Tenía que encontrarme con Vilches y coordinar qué repuestos separaríamos para que después me los envíe por encomienda. Vilches era uno de mis socios. Siempre en la ruta hasta que se estableció haciendo ladrillos y vendiendo cosas que le ofrecían porque, según Vilches, a él lo buscaban. Cada tanto aparecía Roberto Mamani, su brazo ejecutor, leal como pocos, que trabajaba con él desde que llegó de Bolivia

Antes de los ladrillos Vilches vendía gorro, bandera y vincha (ahora merchandasing) en las distintas canchas del país, sobre todo en Tucumán, Santa Fe y Buenos Aires. La última vez que vendió fue cuando Racing salió campeón en el 2001, salieron de Avellaneda y cuando pasaban por el Coto estacionaron la Trafic de culata en la puerta principal y entre toda la gente que corría con lo que podía llevar baja-ron ellos: ocho gigantes que se abrieron paso con changos llenos de latas de duraznos al natural, atún, peras, vinos finos, lo que quedó de los televisores, una heladera y un lavarropas. Esa fue la última vez que vendió. Además quería parar porque toda la plata la gastaban en la ruta, entraban en alguna whisquería y le preguntaban a la madama cuánto costaba cerrarla y se pasaban dos días entre las mujeres, el asado y el vino.

Llegamos a una de las salidas de la ciudad, de esta ciudad ancha y larga; y en la periferia, en los suburbios, está el lugar en donde se encuentran, de manera explosiva y vulgar, los extremos que coincidieron con el éxodo en un arrebato sin precedentes. Los que vinieron para buscar tra-bajo y progreso y los que se alejaron en busca de la seguri-dad y del confort. A lo lejos se veía un hilo de humo negro,

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los vecinos habían cortado media calzada de la ruta para protestar por las fumigaciones que hacían en los campos de soja. Nosotros bajamos a la calle de tierra, paralela a la ruta; trescientos metros bordeando una cancha de fútbol y un criadero de pollos, al final doblamos a la izquierda dándole la espalda al gigante campo de soja, al otro lado de la ruta, para internarse en el barrio y más allá, en la zona de los hornos de ladrillos.

Este era un lugar que ella ni se imaginaba, era un peda-zo de tierra olvidado por todos, apenas algo pintoresco si uno llega a darse cuenta que está ahí, al costado del mundo. Avanzábamos por las calles de tierra con las ventanas bajas. Me preguntó de dónde venía ese olor. Le dije que era el olor del criadero y de los hornos donde queman de todo.

Compré dos cervezas en lo de Zulma, la esposa de Roberto, que tenía una despensa. Adentró había un fuerte aroma a cilantro y hacía que uno se olvide del olor de los hornos. Con Zulma nos conocemos desde hace años, sin em-bargo nunca abandonó el trato que parece parco y lejano, como si su desconfianza hacia el blanco fuera imperturba-ble; yo lo entendía, era su modo, los Mamani parecían dos pájaros de montaña viviendo en la llanura. Hay veces en que no me hablaban, asintiendo de un modo imperceptible o directamente no decían nada y yo insistía encontrando el mismo resultado una y otra vez, la indiferencia absoluta. Por eso cuando ella me pidió que le pregunte a Zulma si se podía quedar ahí para hacerle compañía y Zulma nada, ni una mueca, le dije que se quede, que no había problema. Ya había aprendido a interpretar esos silencios y me pareció divertido imaginar que harían estas dos mujeres sin poder comunicarse.

Llegué a lo de Vilches mientras cargaban un camión des-tartalado con ladrillos. Saludé a Roberto que por supues-to me ignoró por completo y pasé al otro horno que esta-

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ba apagado y que Vilches usaba para depósito. Él estaba adentro y tenía cara de susto. Se levantó para recibirme y destapamos una cerveza, después sacó la salsa golf de la heladera y tomó una lata palmitos de la pila que había al costado. Los palmitos eran a Vilches lo que la kriptonita a Superman, tenía más o menos cien latas y cualquier excusa servía para abrir una.

Me contó que llegaron unos repuestos de Peugeot y de Renault y que seguro que en cualquier lado los compran por-que son los que más se venden. Hablaba de la mercadería como si fueran vecinos que se acercaron a él, como si se las hubiera regalado un amigo. Le pregunté cómo estaban las cosas por la zona y lo único que hizo fue levantarse la reme-ra para mostrarme la 9 mm que tenía enganchada al borde del pantalón y después agregó:

–Imagináte. Hice una pausa para que se explique. Vilches se levantó

y buscó la otra cerveza.–La banda que se junta en la esquina, unos mocosos que

no llegan a dieciocho, se vinieron para exigir un pago. Pa-rece que están con la policía y con uno de los transas estos. Les dije que no y... ¿te dije que eran dos?

–No.–Bueno... eran dos. Uno se quiso hacer el malo, me ca-

lenté, se me fue la mano y terminó en el hospital. Por supues-to que van a volver porque los bancan desde arriba y estos se creen que son el Cartel de Cali.

Se paró y dijo:–A mí no me van a correr.Salimos del horno y Vilches les pasó a sus empleados la

dirección del corralón a donde tenían que llevar los ladrillos. Todavía se veía el humo negro de las gomas y también lo que parecían varios móviles de la policía y de la televisión. Habían logrado su cometido.

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Se estaba haciendo de noche y la luna se quemaba mimetizándose con el sol que ya estaba casi ido. Parecía desinflarse a medida que ganaba altura, como un globo pero que en lugar de caer subía, imperceptible; te descuidabas un segundo y ya estaba más arriba y más pálida, sin perder la elegancia y su ritmo melodioso. Vilches me invitó a comer con ellos. Fuimos a la carnicería y compramos para hacer un asadito. Llegamos a la casa de Roberto. Ella estaba ayudando a Zulma y sacaba fotos. Yo no entendía que hacía esta mujer acá, le buscaba el sentido, si es que hay un sentido; uno da por sentado que hay sentido y la frase cliché que nadie se cansa de repetir es que el mundo perdió su sentido. Nadie se pregunta si alguna vez hubo un sentido, si en realidad lo único que conocemos es lo que nos fue transmitido a través de lo que oímos y en realidad el sentido sólo es el paulatino olvido de unos restos primitivos, infantiles, frases escuchadas de soslayo, de palabras sin respuesta. A medida que uno ve, va adivinando y con esto vamos recuperado la capacidad de sorpresa. Y eso sería la presencia de ella, una adivinanza que afirma que estaba ahí porque sí.

También porque sí comenzó la lluvia de piedras sobre la casa y todos nos metimos adentro. Los chicos de la esquina venían para vengarse de Vilches, eran como ocho o nueve y, más lejos, de muletas, el chico que Vilches mandó al hos-pital. Las piedras caían multiplicando el ruido por el techo de chapa y afuera los chicos saltaban y gritaban. No sabíamos qué hacer y dejamos que Vilches se hiciera cargo de la si-tuación. Entornó la puerta para ver donde estaban y buscó la forma de advertirles que si pasaba algo iban a terminar en la cárcel, porque adentro había una mujer extranjera y se iba a armar un descalabro diplomático que terminaría con el negocio de todos. Me asombró su conocimiento de las leyes y de los acuerdos de extradición, del papel de la Interpol, además de la Side y la Policía Federal. Supuse que

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la estrategia de Vilches no iba a lograr detener el ataque y yo, que miraba desde la ventana, imaginé que en cualquier momento sacarían las armas, pero se quedaron en silencio.

Se acercaron a la puerta, formaron un semicírculo y el de muletas, que tardó un rato en llegar, le dijo a Vilches:

–Queremos verla.Vilches guardó el arma y les dijo –Esperen que consulto. Cerró la puerta y me pidió que le pregunte a ella si no

había problema en que saliera. Ella dijo que no moviendo la cabeza y sin que yo pueda decirle algo.

Ya las cosas se habían vuelto incomprensibles para mí, ni siquiera dudó en responder y fue tal mi sorpresa que no pude decirle nada. Vilches entonces se dio media vuelta y les habló:

–Ella va a salir, pero después de comer. –No hay problema –dijo el de muletas– esperamos.Comimos el asado muy tranquilos y cada tanto escuchá-

bamos el murmullo de afuera. Terminamos de cenar y Zulma preparó té con la ayuda de ella. Cada uno se recostó en su silla y al final de la cena aplaudimos al asador. Me asomé por la ventana y seguían ahí, esperando que la garantía de Vilches fuera cierta, que realmente de la casa de los Mamani se asome una extranjera.

Todo estaba listo. Vilches abrió la puerta y salió conmi-go.

–Si sale ¿quedamos a mano? –Preguntó Vilches– ¿No joden más?

–Sí.Vilches se dio media vuelta y la llamó. Salió iluminada

por las luces de la casa que resaltaban más su pelo dora-do, su pálida expresión, hasta parecía que flotaba. Todos quedaron mudos. Ella comenzó a hablarles en su idioma y ellos, a pesar de no entender nada, asentían embobados,

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como si ella fuera la mismísima virgen a punto de ascender nuevamente al cielo.

Todo fue muy raro, inexplicable y yo no podía entender ese cese de violencia.

Y comenzamos a escuchar, un sonido, un ruido sosteni-do y persistente que se acercaba rápidamente y todos em-pezaron a salir de sus casas, parecía que venía del cielo, la calle se pobló y el silencio sólo era interrumpido por ese ruido que no paraba de crecer. Para mí era un ruido nuevo, pero parecía que al resto del barrio no le era indiferente, más bien todo lo contrario.

Creo que pestañee y en esa franja de milésimas de se-gundo la gente estaba con linternas en la mano, con antor-chas y todos comenzaron a gritar. Fue entonces que el avión fumigador pasó encima de nuestras cabezas y lo pude ver atravesar el fino hilo de humo que persistía en la ruta.

Los primeros en correr fueron los chicos que se amigaron con Vilches y después todos los demás incluidos ella y yo. Aparecían antorchas por todos lados, parecía una revolu-ción medieval. El avión había terminado de pasar por la primera franja del campo y se disponía a dar la vuelta para cubrir la franja del medio, venía directamente hacia noso-tros, lanzó su carga perversa y pasó arriba nuestro entre me-dio de una oleada de piedras que sonaban contra las alas y la panza de la avioneta. Sin embargo el piloto insistió, no se dejó amedrentar y dio la vuelta para terminar su trabajo, pero alguien enganchó la hélice con una cuerda que salió despedida desde un techo, donde se encontraba Vilches, Roberto y ella, que logró desestabilizar la nave y la hicieron caer sobre el campo justo antes que los primeros cruzaran el alambrado.

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El pibe suicidaFabio Martínez

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Primera parte

El Culón me pasa el celular. En la agenda busco el núme-ro del Porteño y lo llamo.

–Hola Porteño, soy Martín.–Hoolaa… pibe suicida. ¡Seguís vivo!–Sí, estoy en Luvina.–No les basta con la mierdita de Tartagal ¿O ahora quie-

ren ser dealers?–No te rías pajero. Estamos con el Culón. Sólo vinimos

a probar un poco de la buena merluza, pero la línea que teníamos nunca apareció.

–¿Quién está en la barra?–Un gordo morocho, con bigotes, como los que tiene tu

vieja. –Allá, en la casa de la Petisa le gustan los bigotes.–No te metas con mi amorcito. –No te pongas mal putito.–Todo bien; ¿Tenés línea?–Decile al Culón que lo encare al Gordo. –No da. Además me dijo el Culón que está todo bien

con vos. Fue una calentura del momento lo de la otra vez.–Decile al Culón que me la masque. –No seas forro. –En un rato caigo. Ando con Emilio. El Porteño es mala gente, verborrágico, no se calla nun-

ca y ahí nomás te agarra confianza. Tal vez por eso el Culón no lo quiere.

–¿Y? –pregunta el Culón.–Ya viene, pero dice que no le pegues de nuevo.El Culón se ríe; yo también. Le pido al mozo otra Paceña bien fría. El Culón me sigue

contando de las fiestas que hacen en Salta. Del Bajo, las pu-tas, los fines de semana que se pasan fumando pasta base

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mezclada con tabaco negro, el departamento vacío de Men-cho, las ferias americanas donde caen los pibes a vender ropa para poder salir y comprar merca. Lo escucho y de vez en cuando observo a través de la ventana como los comer-ciantes, que hasta hace poco estuvieron en las veredas, las ferias y las galerías, vuelven a sus hogares.

Un grupo de personas entran y por atrás aparece el Por-teño y Emilio que corre de su cara las tiras de la cortina anti-moscas.

Emilio no saluda. Pasa derecho a la barra. Un boliviano lo espera, se pierden en una puerta cerca de los licores.

–El tío está caliente –es lo primero que dice el Porteño cuando se sienta con nosotros.

Emilio está enojado porque un par de días atrás un gru-po de bolivianos entró a su casa. La madre, Doña Ubenza, que siempre se sienta en la vereda a tomar aire y me saluda con un adiós bien largo, fue la que se llevó la peor parte.

En realidad, nadie sabe bien qué pasó, ni el Porteño que cuenta la historia.

En el noticiero local dijeron que fue un intento de robo. Lo cierto es que a Doña Ubenza le apuntaron con una pistola y la metieron a la casa. La ataron a una silla con cables y buscaron entrar a la parte de arriba, donde Emilio se hizo un caserón. Pero los bolivianos intentaron de varias formas y no pudieron. La puerta tenía como cinco trabas.

–La puerta tiene más de cinco trabas y es de acero –dice el Porteño y continúa con la historia.

A Emilio no le sacaron ni un peso. Pero parece que el problema viene por un reparto de ganancias. Porque Emilio es un pasador. No es un tipo que cuelga zapatillas en los cables y espera que los pibes lleguen, hagan sonar la bocina de los autos o se bajen y toquen la puerta de la casa a cual-quier hora y Emilio tenga que atenderlos por una ventana semi-abierta para ganar diez o veinte pesos por papel. Emi-

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lio compra a lo grande y lo pasa a Salta, Córdoba, Buenos Aires y cuando la mercadería llega a destino cobra y repar-te: al que traslada, a los gendarmes que hacen la vista gorda y a los bolivianos y a los proveedores de los bolivianos. Pero la última vez el pago se demoró.

–Los de Salta demoraron en pagar, se hacían los pelo-tudos y estos collas no tuvieron paciencia –dice el Porteño.

Ahora, Emilio viene a arreglar las cosas. Se hace de noche y Yacuiba parece otra. Las luces de la

calle no se encienden y entonces lo que había más allá de la ventana: autos japoneses con la pintura deteriorada, cestos de basuras sin bolsas de residuos, adoquines llenos de tierra, ca-sas con puertas altas de maderas gastadas y ceibos con flores rojas que tomaban forma con la luz del sol ahora desaparecen. La ventana se convierte en un cuadro negro lleno de detalles que uno no puede descifrar y lo único certero son las moscas muertas aplastadas contra la tela mosquera.

Pienso que todos nos miran. Le toco la pierna al Culón pero no me da bola. Siguen hablando con el Porteño de Hermética y sus letras. Y el Porteño se emociona, no se da cuenta y habla cada vez más fuerte y yo lo quiero hacer callar pero no me da bola. Compara a Hermética con Callejeros y a mí me da ganas de meterle un chirlo para que deje de decir boludeces pero ellos siguen conversando como si nunca se hubieran agarrado a pelear.

Una botella se cae de la barra y yo salto de la silla. Los pibes se ríen y me cago de odio por ser tan perseguido.

Me doy cuenta que a esta altura cualquier cosa me genera desconfianza y tengo miedo hasta del viejo que toma una bebi-da en jarra y antes de apagar un cigarrillo prende otro. O de los dos tipos, que están sentados frente nuestro y miran a cada rato a la mesa donde estamos y carraspean hasta que lanzan flema y la pisan con las botas. Tienen las mejillas infladas de tanta coca que están chupando. A cada rato miro por la venta-

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na y tengo la sensación de que afuera alguien nos espera, no sé quién o para qué. Es la segunda vez que estoy de noche en Yacuiba, en otro país. Pienso en el puente de Pocitos y no veo la hora de estar del otro lado. Sentir ese hedor a mierda pero estar del otro lado.

Me arrepiento de haber aceptado la invitación del Culón pero su actitud me tranquiliza. Él sigue tomando como si estu-viéramos en Tartagal, en el mismo pub de todos los fines de semana.

Una explosión se siente de golpe. Me doy vuelta. Me levanto. Proviene de la habitación donde está Emilio. ¿Un disparo? ¿Acaso nadie lo oyó? Me quedo un rato para-do. Todos siguen tomando como si no hubieran escuchado nada. El Gordo de la barra abre la puerta. Asoma la cabe-za, asiente, luego la cierra. Por un costado sale. Se acerca a la mesa de los dos tipos que escupían al piso. Vuelvo a sentarme. El Gordo le dice algo. Los tres ríen. Quiero con-tarle al Culón y al Porteño de la explosión y de la actitud del Gordo pero no tengo tiempo. Los dos tipos se acercan con su Paceña y sus vasos llenos. Traen dos sillas. Las arrastran y las patas crujen en el piso. Dejan dos rayas blancas. Se sientan junto a nosotros.

–¿Argentinos? –dice uno de ellos.–Sí amigo, de Tartagal –responde el Culón. –De Buenos Aires, Capital –salta el Porteño. –¿Y usted amigo? –También… de Tartagal –digo. –Yo también vivo en Tartagal –dice el Porteño.–Tome amigo pues, para que se refresque un poco –dice

el otro. Recibo el vaso y tomo un trago corto y lo dejo despacio

sobre la mesa. No quiero abusar de su amabilidad.

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–No amigo, eso esta mal acá –dice el primer tipo y se hamaca en la silla hacia atrás y con la boca lanza un chas-quido mirándolo a su amigo y se ríen de mí.

–A ver si el Buenos… Aires sabe –dice el otro. –Yo chupo birra de toda mi vida –dice el Porteño y aga-

rra el vaso. Uno de los bolivianos tiene una cicatriz que se extiende desde los nudillos hasta la muñeca. Como si alguien le hubiera cortado la mano con un cuchillo y la herida nunca terminó de cerrar. El Porteño toma hasta la mitad y apoya el vaso con autoridad en la mesa. El boliviano que me pasó el vaso vuelve a hamacarse y repite el mismo chasquido con la lengua y mira a su amigo.

–Tampoco sabe este, pues compadre. Parece que estos argentinos son todos unos irrespetuosos –dice el de la cica-triz.

–Me parece que sí compadre.–¿Y qué se hace con los irrespetuosos?Uno de ellos agarra el vaso que dejó el Porteño a la

mitad, lo levanta y lo ve a trasluz. Se ríen de nuevo. Cuando abre la boca veo dos dientes de oro y el acullico que se mezcla con las muelas y la saliva. Toma el envase y llena el vaso. El otro, estira los pies, lanza un suspiro y se toca la hebilla del cinto que es grande, plateada y con un dragón que sobresale. Me acuerdo de los putos Escorpiones y vuelvo a mirar la puerta de los licores de donde vino la explosión. Estoy seguro.

–¿Qué mirás? –pregunta el de la cicatriz. –Nada –respondo.–Los argentinos son todos iguales o no compadre.–Creen que con su dinero pues, pueden venir y pasarnos

por arriba.–Y cojerse nuestras mujeres.–Y llevarse la mejor merca pues y dejarnos mierdita y…–Flacos, déjennos tranquilo –dice el Porteño.

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–No lo interrumpas a mi compadre. Cuando uno habla el otro escucha –dice el de la cicatriz.

–No te digo yo, son todos irrespetuosos estos argentinos pues –dice el otro y vuelve a hamacarse en la silla y me llama con un chasquido.

–¿Tenés miedo, no?–Todo bien. Ya nos vamos –digo.–Acá nadie se va amigo –dice el de la cicatriz.–¿Vos sabés quién es mi tío? –pregunta el Porteño con

aire desafiante.–No nos interesa porteñito –responde el de la cicatriz. –Tranquilos. Sólo la queremos pasar bien –digo. –Nosotros también. ¿O no compadre? –Claro sí pues compadre. –Pasame el vaso –dice el Culón. –Habló el mudo. Con mi compadre pensábamos que te

habían comido la lengua los ratones.El Culón hace un fondo blanco, deja el vaso sin una gota

de cerveza y dice:–Nos vamos.–Nadie se va –dice el de la cicatriz.–Viejo no entendés –dice el Porteño y se quiere parar

pero el del cinto lo agarra del hombro y lo vuelve a sentar. Me hago para atrás y vuelvo a mirar la puerta de los licores y otra vez la misma explosión. Ahora la escuchamos todos. Nos quedamos en silencio hasta que el Porteño dice:

–Sabés quién es mi tío.–Un hombre muerto –responde el de la cicatriz y se ca-

gan de risa. El Culón cierra los puños y me hace una seña con la cabeza. La puerta de los licores se abre y un petiso sale. De Emilio, nada. Tengo las manos mojadas de transpi-ración. Uno de los bolivianos sirve un vaso de cerveza y me lo pasa.

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–Tome amigo, así se le va el miedo –dice pero yo quiero volver a casa. Las manos del Culón se vuelven a abrir y con una seña me dice que mire atrás. Me doy vuelta y aparece Emilio con una sonrisa de oreja a oreja. Los bolivianos se levantan. Lo esperan. Lo abrazan y se cagan de risa.

–¿Se asustaron algo? –pregunta Emilio.–Se cagaron en las patas o no compadre –dice el de la

cicatriz y vuelven a reírse. Le pide disculpas al Porteño.Qué broma tan pelotuda pienso y me quiero ir a la mier-

da. Emilio saca varias monedas de un peso y se acerca a la consola que hasta ese momento estuvo apagada. Lo llama al sobrino y le entrega algo. Elige varios temas y se sienta con nosotros. El Gordo trae dos cervezas y Emilio me toca la pierna.

–No te calentés Martincho. Es para que este pelotudo se haga hombre –dice señalándolo al Porteño que entra al baño.

–Todo bien –digo.–Andá. Él tiene algo para vos.Termino el vaso que me acaban de servir y me levanto.

En la consola suena un Tinku que Emilio y los bolivianos can-tan con muchas ganas. Entro al baño y el Porteño se moja la cara y los ojos se le inyectan de sangre.

–Está increíble pibe suicida –me dice y me entrega la bolsa.

–Llamalo al Culón –digo. El Porteño sale. La puerta se abre y el ritmo de Tinkus

entra como un tornado.Abro la bolsa. Son pequeños cristales brillantes. Con una

moneda cargo. Le doy de un lado, del otro y aspiro bien fuer-te una y otra vez para que todo entre. Llevo mi cabeza hacia atrás y veo el techo con manchas negras de humedad. Me dan ganas de saltar y de gritar lo buena que está y subirme arriba del lavamanos. Es como si un montón de balines reco-

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rrieran tus venas a toda velocidad y explotaran en la cabeza. El Culón aparece al toque y le paso la bolsa. Se encierra en un baño y entonces me doy cuenta que esta sí es la merca de los Incas, de Freud, de Maradona y en este baño, con el piso lleno de barro y olor a mierda concentrada no me importa nada más que este momento.

Segunda parte

Nos despedimos de los bolivianos que siguen tomando de a fondos blancos y todavía se ríen de la broma que hicie-ron. Los Tinkus suenan y olor a pollo frito envuelve el lugar. Dejamos Luvina. El auto de Emilio tiene las puertas abiertas. Nos subimos. El Porteño está adelante. Tiene una Paceña he-lada entre sus manos. Toma un trago y la pasa. Emilio llega con un bolso de tela de avión negro. Abre el baúl y lo guar-da. Estoy seguro que en ese bolso no lleva ropa sucia. El Culón piensa lo mismo y apenas sube Emilio dice:

–Che…nosotros nos vamos caminando.–No sean boludos. Es jodido a esta hora –dice Emilio y

pone seguro a las puertas. Nos quedamos en silencio. Parece que sólo en el bar hay

luces. El Culón abre la bolsita de nuevo y le mete otro saque. Yo hago lo mismo.

–¿Ya están listos? –pregunta Emilio.–Dale que quiero llegar para salir a bailar –se queja el

Porteño. Emilio toca bocina y enciende el motor. Las luces bajas

iluminan la calle vacía. Pone primera y sale despacio. Aden-tro de Luvina la fiesta sigue. Nosotros nos vamos.

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El andar del Civic es liviano, avanza como flotando en el aire y los pozos apenas se sienten. Evitamos el centro de Yacuiba y tomamos la calle paralela a las vías hasta la ruta. Emilio pone un cd de Phill Collins y nosotros nos queremos pegar un tiro.

Antes de llegar a Pocitos paramos en un negocio y Emi-lio le da plata al Porteño para que compre más cervezas y cigarrillos.

–Pagá el envase –dice. El Porteño trae dos Paceñas y un Malboro veinte box. Una cuadra antes de la plaza doblamos a la izquierda.

Cruzamos las vías y nos metemos en un barrio. Las calles son de tierra y están llenas de pozos y desniveles. Hacemos una cuadra y Emilio dice que tendría que haber traído la camio-neta. Hay barro y agua. Parece que hace dos días llovió y todavía quedan resabios.

Las luces del auto nos muestran las casas precarias, con maderas humedecidas, agujeros en los bordes que parecen caerse hacia un costado y van quedando atrás, en la noche. Una gallina se cruza en el camino y el Porteño pide que la atropellen. Los putos perros ladran y se acercan al auto y nos siguen y a mí me comienza a doler la cabeza.

–¿Por dónde vamos? –pregunta el Culón. –Es el camino de la villa –responde el Porteño. –Lo conozco –dice el Culón. –¿Con quién viniste? –pregunta Emilio.–Con mi tío. Es sodero y viene a Yacuiba a comprar ta-

pitas y picos. Che ¿Pero no es muy bajo el auto para pasar?–Tendría que haber traído la camioneta. Es que uno nun-

ca sabe que va a pasar. Sólo venía a hablar y arreglar las cuentas pero cuando estos ven guita ahí nomás quieren más –dice Emilio.

Pido un poco de cerveza. Doblamos a la derecha y el ca-mino se hace más angosto. Hay dos senderos y Emilio agarra

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el de la izquierda. Los ranchos están cada vez más espacia-dos y ya no hay alumbrado público. Sólo la luna inmensa que parece seguirnos y las luces altas del Civic que ahora nos muestran campo y una huella precaria.

Las ruedas del auto patinan de vez en cuando, y el barro salta y mancha las puertas y los vidrios. Emilio trata de ir rápido pero a veces la dirección se le va hacia los costados. Volantea para un lado y para el otro. Después de un largo trecho aparece el río y un puente angosto de madera casi a la misma altura de la corriente. Hacia allá vamos.

Emilio repite la misma frase: tendría que haber traído la camioneta. Mete primera y acelera. Las ruedas patinan y el auto se desliza. El Culón me pega una piña en la rodilla porque no puedo dejar de moverla y lo está poniendo nervioso. Sé que si salimos de ésta el Culón me va a decir por qué no le hice caso y nos fuimos en taxi, sólo los dos como habíamos llegado. Yo le voy a contestar por qué no nos volvimos antes de ir a ese bar de mierda.

Emilio agarra con fuerza el volante. Se sienten varios golpes como si las piedras se incrustaran debajo del Civic. Son golpes secos. El auto da saltos bruscos y se me cae la cerveza en el asiento, la intento alzar pero los golpes siguen y el Culón se pega la cabeza con el techo.

–El tapizado –grita Emilio. La birra moja el asiento y mi pantalón, pero antes de que se

vacíe logro sujetarla mientras una piedra parece partir al Civic. Gritamos. Emilio acelera al mango, el motor ruge y pasamos. El Porteño, que lo vivió como si estuviera en un rally, festeja. Me pide la botella y toma lo que queda. Subimos una pequeña loma y las luces nos muestran lo peor. El camino es una sola masa de barro y agua. No hay huellas que seguir.

–Crucen lo dedos muchachos –dice Emilio.El auto se desliza de costado y Emilio acelera y trata de

enderezarlo. Si se detiene nos quedamos. En primera hacemos

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como quinientos metros pero no hay forma de seguir así. El mo-tor parece que se va a fundir. Subimos una pequeña loma y el auto se va hacia un costado Emilio trata de volver al medio del camino pero el vehículo no responde y del lado del acompañan-te aparecen cientos de arbustos y chocamos contra ellos. Nos quedamos estancados. El motor se apaga. El estereo también.

–Bueno muchachos, para esto los traje. Bajen a empujar que lo sacamos entre todos –dice Emilio.

Tardo un rato en reaccionar hasta que el Culón me pega un codazo. Abro la puerta y apenas apoyo el pie en el suelo siento que me hundo hasta los tobillos. Miro para atrás, escucho ruidos, arbustos que se mueven, animales que merodean, tucu- tucus que vuelan, prenden y apagan sus luces.

Emilio enciende el motor y dice que lo va a sacar marcha atrás. Empujamos hacia abajo para que la rueda traspase el ba-rro y toque tierra firme así tracciona y pueda salir. La rueda gira y el lodo nos da en el pecho y la cara. Cierro los ojos y empujo cada vez más fuerte pero el auto está estancado a pesar de que el motor suena y aturde de tanto que lo acelera. El Culón me manda para el medio y se pone del lado de la rueda. Usa todo su cuerpo y su potencia. Lo putea al Porteño que está parado limpiándose los ojos. Al Culón se le inflan los músculos y empuja hacia abajo. Me apoyo en el capó y uso todo mi peso. Emilio desde adentro grita: dale que ya sale, dale que ya sale. Pero el Civic sigue estancado.

Emilio deja de acelerar. Nos detenemos. Me duelen los brazos y la espalda. Me saco el barro de

los ojos. Apoyo las manos en las rodillas y respiro con la boca abierta como buscando más aire cerca del suelo. El auto se apaga. El cuerpo me pesa tanto que me quedo inmóvil. El alco-hol, la droga, los tinkus y la cumbia se me van y mi cuerpo sólo siente cansancio.

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Una luz se percibe a los lejos. Me acuerdo de lo que me dijo ese Gendarme que conocí en el pub; “yo trabajo haciendo patrullajes en medio del monte”.

–Una vez más –grita Emilio. Volvemos a empujar pero el auto sigue hundido. Las luces

que percibimos a lo lejos se vuelven nítidas: es una camioneta. Hace cambio de luces y Emilio tiene la mirada fija en el retrovi-sor.

–Suban –dice. Miro los arbustos, los yuyos crecidos, el barro, los árboles y

pienso en correr y perderme en medio del monte y esperar que se haga de día pero Emilio toca bocina y nos apura. Cerramos las puertas.

–¿Quiénes son? –pregunta el Porteño. Emilio no responde y busca su celular y se fija si tiene señal.

Ni una línea. El Culón saca el suyo y hace lo mismo. Menos. De la gaveta, Emilio saca un estuche negro. Lo abre y es una nueve milímetros plateada. Del mismo estuche saca un cartucho y lo carga. El arma suena. La deja sin seguro.

–La puta madre –digo y me dan ganas de llorar y otra vez siento ladridos en mi cabeza y quiero irme a la mierda de este lugar.

La camioneta pasa a nuestro lado. Es una Ford roja, cuatro por cuatro. Baja la velocidad pero no se detiene. Sigue su cami-no. Las luces traseras se alejan.

Pasan los segundos.Me recuesto en el asiento. –Estos andan en la misma que nosotros –dice el Porteño. Emilio pone el seguro. Guarda el arma. El Culón se acomo-

da el pelo. A lo lejos las luces traseras ya son dos puntitos pequeños

y de golpe se vuelven rojos. La luz de marcha atrás también se enciende. La camioneta vuelve.

–Son los putos Gendarmes –dice el Culón.

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–¿Quiénes son? –vuelve a preguntar el Porteño. Emilio no contesta. Prende un cigarrillo. La camioneta llega. Se detiene a unos diez metros y de

la parte de atrás bajan dos tipos. Tienen botas negras. El pelo corto. No hay duda. Son los putos Gendarmes. Encienden dos linternas y alumbran el auto. Emilio esconde el estuche abajo del asiento. Los tipos se acercan. Sus botas se hunden en el barro. No llevan uniforme.

–Cagalo de un tiro –susurra el Porteño. Vuelvo a mirar el monte. Las luces de las linternas alumbran

cada vez más cerca. Uno de los tipos llega. Emilio baja el vidrio. –Vos sos Emilio ¿no?–Sí.–Mostrame una identificación –pide.Emilio le da una tarjeta. El que está atrás agarra la identifi-

cación y la alumbra con la linterna. Vuelve a la camioneta. Abre el baúl. Saca una cadena. El que está al lado de la ventana dice:

–Lo vamos a acarrear hasta tierra firme. Hay mucho lodo. Ponga el auto en contacto.

Entre los dos enganchan la cadena abajo del auto. La su-jetan. La camioneta se ubica adelante nuestro. No sé en que momento los tipos sujetan la cadena a la Ford. Las linternas se apagan y las luces de la camioneta se encienden. Cuesta salir pero la cuatro por cuatro tiene potencia. Nos movemos. Llevo mi cabeza hacia atrás. El Culón enciende un cigarrillo. Le pido una seca. Me doy cuenta que mis manos tiemblan. Emilio dice:

–Tenía miedo de que no fueran gendarmes.

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Acta del jurado

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El día 13 de Agosto de 2011, el Jurado del 1er. Festival de Literatura de Córdoba, conformado por María Teresa An-druetto, Alejo Carbonell y Almut Schmidt, resuelve por unanimi-dad lo siguiente: 1. Otorgar el Primer Premio (5.000 pesos) de forma compartida (2.500 Pesos a cada uno y publicación) a los trabajos “Amigos de lo ajeno”, presentado bajo el pseudó-nimo Gould, y “Cómo se roba a los ricos”, presentado bajo el pseudónimo Carmen Ribal. 2. Otorgar el Segundo Premio (pu-blicación) a “El pibe suicida”, presentado bajo el pseudónimo Concecao. 3. Haciendo uso del último punto del quinto párrafo del reglamento, el jurado resuelve no otorgar otros premios ni menciones. Sin más que agregar, siendo las 11:30 hs., se da por concluida la deliberación. Firman el acta correspondiente:

María Teresa Andruetto Alejo Carbonell Almut Schmidt

A continuación, se abren los sobres y se constata que el pseudónimo Gould corresponde a Alberto Rodríguez Maiztegui, DNI 30593849, y el pseudónimo Carmen Ribal corresponde a Sebastián Pons, DNI 26904347, y que el pseudónimo Conce-cao corresponde a Fabio Gabriel Martínez, DNI 27853488.

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Frutos extrañosI Festival de Literatura de Córdoba

Sebastián PonsAlberto Rodríguez Maiztegui

Fabio Martínez

El concurso literario complementó el I Festival de Literatura de Córdoba, en el sentido de dar a jóvenes autores un escenario y una posibilidad de publicar. El tema de la convocatoria, “el encuentro entre las culturas”, fue elegido vista la gran diversidad cultural que existe en Argentina. Los autores de la presente compilación han interpretado el tema de manera libre y abierta, sin caer en los preconceptos que se presentan cuando uno escucha el muchas veces políticamente correcto usado slogan “diversidad cultural”.

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OTROS TÍTULOSDE ESTA COLECCIÓN

10 BajistasComp. Alejo Carbonell

Voces de este ríoComp. Marcelo Dughetti

Paja

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