Centenario
Picasso
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LECTURA
DESDE
GOYA DEL
«GUERNICA»
DE PICASSO
Francisco Carantoña
Picasso y Franco murieron en la cama, el primero en 1973, el segundo en 1975, dejando unas testamentarías bastante complicadas, con un problema co
mún: la instalación del «Guernica» en su destino -o panteón- definitivo. De la solución de ambastestamentarías dependía, en efecto, que el grancuadro picassiano pudiese ser trasladado a Madrid, y al Museo del Prado, en concreto, según lavoluntad de su autor, con el cumplimiento condicionado a la transformación del sistema políticoque Franco encarnaba.
Tardó en madurar la antinomia, de modo que fue necesario esperar a que 1981 estuviese en sus postrimerías para que el «Guernica» viniese a España, y se le acomodara en un lugar inteligentemente elegido -el Casón del Buen Retiro- dependencia del Prado cuyo aislamiento del edificio principal permite soslayar los contrastes chocantes. No se pudo evitar, sin embargo, que las peculiaridades del salón de baile del Casón, donde el mural de Picasso se colocó, y la subordinación a las exigencias de la seguridad, introdujeran elementos perturbadores, con influencia evidente en el estado de ánimo del futuro contemplador del cuadro.
La urna poliédrica que protege al «Guernica», parece una extravagancia daliniana, y trae a la memoria «La última cena» del pintor de Cadaqués; el techo polícromo de Lucas Jordan que cubre la sala, obligadamente conservado intacto, distrae también la atención del observador, mientras que la blancura de las paredes se convierte en dañina al ser casi una extensión de la suavidad y uniformidad del colorido del mural.
Este ambiente distorsionante, completado por la presencia de banderas nacionales ornadas con el escudo de los Reyes Católicos, lo que hace natural la presencia del yugo y de las flechas, acentúa la sensación de anacronismo. Incluso la ambigüedad de la situación sociopolítica española, que en algunos aspectos parece retrotraída a los tiempos anteriores a 1923, influye en el estado de ánimo del espectador. Personalmente me sentí tan desplazado del discurso picassiano, por culpa de tantas distorsiones ambientales, que no supe discer-
nir al principio, si la dramática narración que Picasso nos ofrece en el «Guernica» debía ser interpretada como la descripción de un hecho pasado o como una premonición que sólo espera a que las pasiones maduren para adquirir la condición de profecía cumplida.
Este conjunto de estímulos desconcertantes tiene una ventaja, sin embargo: ayuda a distanciarse, es decir, a romper el conformismo en la contemplación de un cuadro demasiado reproducido y excesivamente comentado por exégetas eruditos. Cuentan que a Picasso no le agradaba ver las pinturas bien colgadas; prefería, al parecer, rechazar la tiranía de la plomada, rompiendo el paralelismo de los lados del cuadro con la mostrenca verticalidad. Este mismo efecto producen las extravagancias ambientales que acompañan al «Guernica» en el Casón: ayudan a olvidar las interpretaciones convencionales, e incluso fuerzan a renovar la lectura de unas imágenes dramáticas que quizá necesiten ser sentidas desde la Historia, pero no desde la erudición o la anécdota.
PRIMER CHOQUE: EL «GUERNICA» ADMIRA, PERO NO EMOCIONA
En este ambiente distorsionador se produce un primer choque cuando se inicia la contemplación del mural: El «Guernica» admira, pero no emociona de inmediato. Está tan excelentemente construido como un buen puente colgante; estimula la inteligencia e incita a la investigación iconológica; asombra por lo quintaesenciado de las formas y la apretada funcionalidad del dibujo; inquieta por la fuerza y el misterio de los símbolos. Todo esto es cierto, tan cierto como que al final de la primera mirada uno echa de menos el sobresalto, o el vuelco del corazón, o el profundo sentimiento, que una obra maestra de la pintura produce siempre.
Ocurre como si el cuadro resultase perjudicado por su gigantismo. Carente de la elocuencia del color, y del misterio y de la emoción de las texturas apretadas, entra la tentación de suponer que la fuerza expresiva del conjunto se hubiese multiplicado hasta hacerse infinita si el mural se concentrara convirtiéndose en un aguafuerte. No necesitó Gaya más superficie que la de una hoja de papel, ni tampoco precisó un espacio mayor Picasso, para transmitirnos, con intensidad insufrible y comunicación inmediata, el horror o la crueldad de una situación límite, o la más desazonante presencia del misterio.
En el fondo, olvidamos todos, tanto los que estiman que el «Guernica» es el cuadro más importante de cuantos se pintaron en el siglo XX, como los que cerrilmente le niegan al mural hasta el derecho a existir, digo que olvidamos todos, en el fondo, la funcionalidad que la obra tuvo en su origen: cubrir un lienzo de pared en un pabellón de una feria internacional. En cierto modo ese
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El toro en el «Guernica» tiene la misma función que el gigante de «El coloso» goyesco. Está presente, llena de tensión el e.spacio, pero no interviene.
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destino le confirió al cuadro un carácter de provisionalidad, o de decoración temporal, que no deja de hacérsele presente a quien lo contempla dentro de una pinacoteca, en cuyas paredes es un huésped extraño.
En la gran exposición antológica de Picasso del Museo de Arte Contemporáneo se muestra el boceto de una crucifixión que no llegó a convertirse en cuadro definitivo. Es diminuto, casi del tamaño de un folio, pero el color le da una notabilísima claridad, y una comunicabilidad también notable, a pesar de las distorsiones anatómicas y de las arbitrariedades en la escala de las figuras. Pintó ese boceto Picasso cuatro o cinco años antes que el «Guernica». Muy poco después, en 1939, pintaría «Pesca nocturna en Antibes», cuadro grande y ambicioso que golpea inmediatamente la sensibilidad, más por la elocuencia del color que por las deformaciones de las figuras y del paisaje.
Le sobra superficie y le falta color al «Guernica». Su complejidad y gigantismo parecen dirigidos a hacer trabajar la inteligencia y no a alterar el ritmo cardíaco. La gente que yo vi en el Casón -celtíberos de ojos neutros y sin bibliografía- estaba silenciosa, como en un lugar sagrado, pero nose sentía prendida por el cuadro que escrutaba. Sele iban los ojos hacia el vecino a cada contemplador, como para cerciorarse de que no se debía a lainsensibilidad propia la falta de entusiasmo.
En cierto modo el «Guernica» es esencial, como un teorema, o descarnado como un esqueleto. Invita a buscarle la hondura escudriñando, antes o después de la contemplación, en los libros. Lo malo es que los libros también desorientan. La extraordinaria obra monográfica de Frank D. Russell que acaba de publicar Editora Nacional, por ejemplo, asombra por su erudición y puede servir como prontuario de interpretaciones sabias, pero no resulta buena guía en una lectura natural del «Guernica» definitivo, es decir, del mural que dejó satisfecho a Picasso, encontrado después de múltiples tanteos, como si se tratase de una vieja imagen difícil de recordar.
OTRO MODO DE VER, O GOYA
COMO LAZARILLO
Lo natural es leer el «Guernica» tal como es en su versión última, después de que Picasso decidiese no transitar por los caminos equivocados que al principio vislumbró, y no mantener tampoco el significado de los símbolos habituales en sus cuadros, dándoles, quizá inconscientemente, un nuevo sentido. Me refiero, en concreto, y sobre todo, al caballo y al toro.
Mi programa de lectura, el programa que me tracé contemplando al «Guernica» en el Casón, es sencillo: consiste en olvidar los prejuicios de los expertos, o las tiránicas imposiciones de los viciosos de la iconología, buscando otro modo de ver, con un guía situado fuera de la pelea: don Francisco de Goya. No se trata de buscarle anteceden-
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tes al «Guernica», sino de determinar la significación de las figuras, convertidas en símbolos, a través de la visión goyesca de las situaciones límite, es decir, buscando el auxilio del modo de articular la tragedia, para hacerla plásticamente comunicable, que en Goya se da.
LA FUNCION DEL ENIGMA TICO TORO
Para entenderle el argumento al «Guernica» hay que comenzar esclareciendo qué función desempeña en el cuadro el enigmático toro. Cualquier interpretación que atribuya a esa tremenda bestia una participación en los acontecimientos centrales -en la lucha entre el caballo mortalmente herido yel hombre destrozado- sólo sirve para confundir.
La presencia real de un toro bravo fuera del ruedo perturba y dramatiza. Goya lo mostró en el grabado donde describe la muerte del alcalde de Torrejón, inerme entre los cuernos de la res que saltó a las gradas, mientras el público huye despavorido. El toro del «Gurnica» permanece inmóvil, como una deidad que desde lo alto contempla las pugnas mortales entre los hombres, sin intervenir en ellas, como exasperado por la repetición de las luchas fratricidas. Desempeña la misma misión, y exhibe la misma irritada impotencia, que el gigante que se recorta sobre el cielo en el cuadro de Goya habitualmente llamado «El coloso». A ras de tierra reina el desconcierto; huyen los hombres y las bestias; un temor indescifrable e invencible disgrega a la multitud. El coloso no influye. Es testigo en tensión, desvinculado de los hechos, invisible e impotente.
Eso le ocurre al toro del «Guernica». Los contempladores debemos contar con él. Los protagonistas de la tragedia que ocurre en el centro del cuadro no le ven. Clama hacia el toro, sin verle tampoco, la madre que bajo el vientre de la bestia expresa su desesperación por la muerte, o el desamparo, del hijo que lleva en sus brazos. Pero esa mujer, como la que figura a la derecha del cuadro, envuelta en llamas, tampoco participa en los acontecimientos que suceden en la zona central del cuadro. Ilustra sus consecuencias, pide piedad al cielo. El toro es poderoso, bestialmente poderoso, como el destino. Sabe lo que ocurre, y lo que ocurrirá, pero no puede cambiar el curso de la Historia. No es su misión.
El toro del «Guernica» es algo semejante a una carga eléctrica, o a un recuerdo presente en el inconsciente colectivo, que llena el espacio de líneas de fuerza, o de temores, sin necesitar para ello intervenir, ni moverse. Lo esencial, a efectos de esclarecer el significado de esta obra picassiana, es reconocer el aislamiento material del toro respecto a los acontecimientos que en el centro del cuadro ocurren: un caballo malherido, convertido en grandiosa alimaña, ha destrozado con sus cascos, y quizá a mordiscos, a un hombre que empuña todavía una espada.
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Si el toro del «Guernica» no estuviera ausente de la acción, se habría alzado con el protagonismo. El «Guernica», entonces, sería homologable con este grabado de Gaya.
Gaya nos hace ver al caballo como un ser hostil y pasional. En el ángulo inferior derecho de «El dos de mayo en Madrid», aparece una dramática escena que nos ayuda a comprender el combate central del «Guernica».
LARREA ENCONTRO EL AUTENTICO
SIGNIFICADO DEL CABALLO
Estamos ante el fin de un combate de violencia increíble, en el que muy probablemente el hombre ya muerto atravesó con su lanza, rota en el trance, al équido enfurecido, y le abrió también el costado con la espada, quebrada a su vez. Es una lucha anormal entre dos seres que la Historia ha hecho complementarios, el símbolo más transparente de
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Otro équido hostil de Gaya: el aguafuerte «Caballo raptor». En el dibujo preparatorio del grabado, que aqu{ se reproduce, aparece bajo los cascos un hombre destruido.
una guerra entre dos facciones de un pueblo. La intuición poética de Juan Larrea profundiza más, en este aspecto, que la erudición de los exégetas anglosajones.
Hay que insistir: ese caballo no es el soporte de la simbología habitual de Picasso. Ni ha recibido las cornadas del toro, según el ritual de las corridas, ni es la representación de lo femenino, acosado por la pasión varonil del minotauro. Es un équido enloquecido que destruye casi ciegamente.
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Conocido el compromiso de Picasso en la guerra española, resulta innecesario explicitar a qué, o a quién, representa el caballo.
Frank D. Rusell, en el libro antes citado, considera «aberrante» el significado que Juan Larrea le dio al caballo del «Guernica». Larrea vio en esa figura una representación del «fascismo», o de una de las dos mitades del pueblo español que se enfrentaron en la guerra de 1936. No es capaz Russell, ni Rubín, ni otros observadores anglosajones, de vencer el estereotipo del caballo víctima. También el caballo puede ser combatiente y agresor, sin embargo. De la mano de Goya, otra vez, podremos vencer ese prejuicio.
Basta con recordar uno de los grandes cuadros bélicos de Goya, «El dos de mayo en la puerta del Sol». Un hombre vengador y pasional aparece allí, en primer plano, dirigiendo su puñal, o su navaja, contra el brazuelo de un caballo de guerra, como si en él viese un enemigo tan odioso como su jinete. Bajo el vientre del corcel, entre los cascos de sus patas traseras y delanteras, yace un combatiente destruido; un poco más allá, otro despojo pisoteado. Si esta situación hubiese surgido, como un fogonazo, en la mente de Picasso, mientras pintaba el «Guernica», la imagen hubiera servido no para distraer su inspiración, sino para reforzarla.
Extraño e inquietante es también lo que acontece en el grabado de Goya «El caballo raptor». Estamos ante un équido pasional y humanizado que sujeta con sus dientes el vestido de la mujer que arrastra secuestrada. En uno de los dibujos
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La mujer del quinqué en el «Guernica» tiene el mismo sentido que esta imagen goyesca de la luminosa razón.
preparatorios de ese aguafuerte figura a los pies del animal un hombre muerto, el marido de la mujer robada, a quien el caballo destruye en su arrebato.
Un dibujo del álbum en sepia nos ofrece, en fin, una especie de prólogo de la discordia posible en las relaciones del hombre con el caballo. El palafrenero sujeta al animal que se encabrita, en una escena llena de fuerza, que no se sabe si desembocará, como en el «Guernica», en una lucha a muerte.
Para entender el «Guernica» hace falta olvidarse del triste caballo del picador, o del équido
La mujer que se arrastra, con las posaderas al aire, puede ser esta misma figura de Gaya, lanzada como por un resorte hacia el lugar de donde le llegan ecos de un bárbaro estruendo.
perseguido por el Minotauro. Goya nos ayuda a hacer ese esfuerzo.
EL HOMBRE DESTRUIDO EN QUIEN REBROTA LA VIDA
El hombre destruido tiene también un significado unívoco en el «Guernica»: es el pueblo del dos de mayo, víctima de su pasión por la libertad. Picasso cree en su resurrección, en una prolongación de su existir. La vida renace, en efecto, junto a la mano que empuña la espada rota, en la forma de un arbusto recién brotado.
Esta figura, cuya vinculación con la iluminación medieval de un Beato ha sido insistentemente señalada, ilustra la diferencia que separa la versión final del «Guernica» de sus bocetos y fases previas. Sólo adquiere esa forma la cabeza del combatiente destruido en la última de las siete fotogra-
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fías -prácticamente el estado definitivo del muralque tomó durante su elaboración Dora Maar. Lo mismo ocurre con las rayas verticales que hacen más basto, o más asilvestrado, al caballo; y con la rama que brota de la mano del soldado; y con la esvástica en que se estructura el pelo de la axila derecha, en la mujer envuelta por las llamas; y con la ordenación reticular del suelo, y con otros detalles más que dan al conjunto el aspecto definitivo, como si Picasso hubiese reconocido plenamente, de golpe, lo que antes tenía como oculto en las entrañas.
Volviendo sobre el caballo, resulta significativa la dignificación que esa figura recibió en sus sucesivas versiones. De ser una bestia maltrecha y vencida, pasó a convertirse en una fiera agonizante, no carente de grandeza, aunque no mueva a la compasión. Sólo exhibe fuerza zoológica, pero no es el caballo con el vientre abierto, deforme y repugnante, del «Sueño y mentira de Franco». Se sobrepuso a su propia pasión Picasso, cuando tuvo que tomar las decisiones definitivas en la construcción del «Guernica».
LA MUJER DEL QUINQUE, Y LA MUJER CON LAS POSADERAS AL AIRE
La pugna entre el caballo convertido en fiera y el hombre que yace destruido bajo sus cascos, es la gran perturbación, el drama casi cósmico que ha trastornado el orden del mundo en el espacio del «Guernica». Las mujeres de la izquierda y de la derecha sufren las consecuencias de tal catástrofe. Ellas no participaron en el combate pero están sintiendo en sus cuerpos y en sus almas la huella de un desorden radical.
Hay otras dos figuras humanas en el «Guernica». Una de ellas se asoma a una ventana con un quinqué; la otra, se acerca, casi de rodillas, hacia el centro de la acción. Las dos son espectadoras sobresaltadas, atraída su curiosidad por el estruendo del combate. Antes de fijar su significado conviene observar que sus rostros y sus largos cuellos están tratados de manera distinta que en las dos hembras que claman al cielo. Son sensuales, gratas, las líneas que dibujan estos otros bustos. Pudieran definir a dos bañistas de una playa francesa, a dos pacíficas mujeres que al otro lado de los Pirineos han oído los ecos de la guerra, y se asoman a contemplar lo que sucede, comenzando a sentirse dominadas por el asombro y el horror.
La mujer del quinqué, en el «Guernica», dicen que tiene el rostro de Dora Maar, la compañera de Picasso en aquella época. Es ésta una indicación más de que el personaje se asoma desde lejos sobre el drama del hombre y del caballo. Podría ser identificado como el símbolo de la opinión internacional ilustrada, un poco al estilo de las representaciones luminosas de la Razón que se encuentran en Goya.
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De 1936 es esta obra de Picasso, realizada con tinta china y guache. Aparece aquí un ave como la del «Guernica» entre un caballo agresivo y un joven fauno, o minotauro, como ausente.
La otra mujer parece pertenecer al pueblo llano. Quizá haya sido sorprendida por el estruendo en una ocupación que sólo puede llevarse a cabo con las posaderas al aire. Esta es la opinión de Larrea, probablemente justificada. Sería, pues, una figura desenfadada, al estilo de tantas imágenes medievales. U na y otra mujer, y esto es lo significativo, no han sido dañadas directamente por la lucha. Van a interesarse por ella, y a participar a su modo solidarizándose.
Hay otro dibujo de Goya, de los hechos en Burdeos durante su fecunda ancianidad, que puede vincularse con la mujer que se arrastra en el «Guernica». Representa una persona de formas redondas, también con las posaderas al aire, en pleno desahogo fisiológico. «Comen mucho», dice la leyenda goyesca del dibujo. La mujer del «Guernica» quizá sea la imagen de una hembra francesa, bien alimentada, que salta como un resorte para saciar su curiosirl::id, cuando le llega el estruendo de una lucha sin cuartel, para saciar su sobresaltada curiosidad y para compadecerse luego.
La mujer del quinqué y la mujer que se arrastra parecen, pues, simbolizar dos formas de solidaridad: la ilustrada y la popular.
UN A VE QUE CLAMA, Y UNA ESV ASTICA EN LA AXILA
Queda una figura más, el ave de forma no identificable, que unos consideran paloma y pudiera ser una oca. Esta clamando en su idioma. Tiene antecedentes en un ambiguo dibujo de Picasso, de 1936, donde el ave aparece entre un delicado fauno j�wen arrodillado, y un caballo repulsivo, constrmdo con trazos caligráficos, lo mismo que el ave, cuyas alas extendidas está hollando el
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En la axila derecha de esta dramática figura, el pelo ha adquirido la forma de un signo solar, emparentado con la esvástica. De esta forma aparece una resonancia prehistórica en el «Guernica».
equino. Mira la oca hacia el fauno, como si él pudiese ser su salvador. En resumen, en esta obra, realizada con tinta china y guache, hay un fauno-minotauro como ausente, un caballo agresor y un ave clamando. También los hay en el «Guernica».
Resulta muy difícil encontrar vinculaciones literales con la tragedia de Guernica en el cuadro del mismo nombre. Picasso parece hacer un planteamiento general, no vinculado a un hecho concreto de la guerra española. El título, en realidad, fue u� hallazgo afortunado de Paul Eluard.
Escudriñando con detenimiento los personajes del cuadro, sin embargo, se encuentra en él un símbolo solar, próximo a los diseños prehistóricos de la esvástica. Aparece en la axila de la mujer que alza los brazos, envuelta en llamas, a la derecha del mural. Sorprende esa simetría en un planteamiento sistemáticamente distorsionador; es aventurado, por otra parte, dar por cierto que estamos ante un signo introducido con intención. Pero allí está, en la zona donde una mujer y un edificio en llamas más nos pueden recordar el bombardeo que dio nombre a la obra.
LA HUELLA DE UNA CORNADA SECA Señalaba al principio que el «Guernica» no pa
recía producir una emoción inmediata en los con-
El caballo del «Guernica», aunque tenga el mismo significado, ha adquirido una extraña grandeza, si se le compara con el équido destripado y repugnante de «Sueño y mentira de Franco».
La rama que brota en el puño de la espada, evoca la resurrección del hombre destruido por la fiereza del caballo.
templadores madrileños probablemente por lo contenido de su color y por la desmesura de su escala. Es difícil valorar en qué grado las reacciones personales de un contemplador son homologables con las de otros; no creo, empero, equivocarme si digo que el «Guernica» es un cuadro que
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deja huella, como una de esas cornadas secas que el torero no nota de inmediato. Al recordar nos damos cuenta -o yo, por lo menos, me he dado cuenta- de que ese áspero conjunto de crispaciones, semejante a un grabado ampliado, ha producido en el subconsciente un cataclismo, y de que ya no se podrán evocar con indiferencia ni el conjunto del cuadro, ni tampoco, una por una, las figuras que en él aparecen.
Adquiere así una nueva dimensión la relectura del «Guernica» sobre las reproducciones completas, o sobre los detalles del conjunto, que se ofrecen en los libros. Si el cuadro no causa un impacto inmediato, como «Los fusilamientos del tres de mayo», produce un efecto semejante en diferido. Podría decirse, pues, que el «Guernica» es más un estímulo para nuestra creatividad que una añagaza para nuestros sentidos. Nos proporciona datos genialmente seleccionados y subrayados: nosotros debemos procesarlos en nuestro espacio interior, recomponiéndolos allí, añadiéndoles la lóbrega y significativa oscuridad del misterio. Nuestra propia alma es la plancha de cobre donde queda grabado el aguafuerte final, intenso y apretado. Si Velázquez, con «Las Meninas», nos introduce en el espacio del cuadro que pintaba, Picasso, con el «Guernica», instala la tragedia dentro de nosotros mismos, convertidos en taller de aguafor- �tista. Esto no tiene nada que ver con la ·�iconología, pero importa más. �