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Zancadilla

Date post: 23-Mar-2016
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Cuento de la Colección El club de las palabras. A partir de 9 años. Para educar en el trabajo equipo.
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te da la bienvenidaal Club de las Palabras

y te felicita por haber elegido la lecturacomo una forma de utilizar tu tiempo libre.

¡Diviértete leyendo!

Edición: 2006 Depósito legal:

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El trabajo en equipo es como un puzzle,todos somos piezas imprescindibles

para completarlo.

Ulises

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Índice

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Nuestra nueva calle ........................................ 9

Un paso de cebra del Zaire ............................ 14

Batalla en el paso de cebra .............................. 18

Un semáforo color lechuga ............................ 21

Ni un pelo de tonto ........................................ 25

El paso de cebra llora ...................................... 28

El trapecista les enseñaa moverse por las alturas ................................ 32

El policía Josemaría ........................................ 36

Palabras mayores ............................................ 38

Hablando de un modo diferentese entiende la gente ........................................ 42

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El semáforo se disfraza de árbol de Navidad .. 45

La madre de Ulises se hace conductora .......... 48

Ulises y su monopatín se pasan un pelín ........ 52

El misterio del autobús escolar ...................... 55

Un hada despistada ........................................ 59

El árbol de la basura ........................................ 64

El policía Josemaría al poner multas se lía ...... 68

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Nuestra nueva calle

Ulises y su familia habían recorrido un montón debarrios buscando una casa para vivir. Pero ninguna lesgustaba porque no querían una casa corriente, sino unacasa especial, de esas que están cerca de todas partes.

Ulises quería vivir cerca de la casa de sus amigos y a serposible en el centro de un parque de atraccionesacuático; su padre prefería que la casa estuviera cercadel trabajo; su madre, junto a un campo de fútbolporque era muy aficionada a este deporte; y el abuelosoñaba con vivir en una casa con jardín. La familia teníaun miembro más llamado Dani, pero era pequeño y nosabía hablar, por lo tanto, nadie le pidió opinión.

Por fin, un domingo, el papá de Ulises encontró en elperiódico el anuncio de una casa grande y que parecíaestupenda.Algunos días después hicieron las maletas yse fueron para allá.

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Pero Zancadilla parecía un barrio normal, sin campo defútbol, sin parque acuático, con casas sin jardín, y queestaba lejos de cualquier parte.Tenía, en cambio, muchagente y un circo abandonado y sin carpa,donde vivía untrapecista.Ulises, su padre,su madre y su abuelo estabanun poco tristes.

Como todos los barrios, Zancadilla estaba lleno decoches, pero no aparcados, allí sólo circulaban por lacalle, por la única calle que tenían. Pero precisamenteése era el problema: que los coches no dejaban decircular. Pasaban tantos y tan deprisa que hacer cosasnormales, como ir a la parada del autobús escolar o almercado, se había convertido en un problema tangrande que ya había adquirido el nombre deproblemón.

Por eso, cuando alguien bajaba a comprar el pan,tardaba mucho en cruzar la calle y al llegar a casa,el panestaba tan duro que tenía que volver a la panadería acomprar otra barra.

Los niños iban al colegio siempre con abrigo, aunquefuera primavera, porque, a veces, mientras esperabanpara cruzar la calle, llegaba el invierno con sus virus ysus bacterias, y a estos bichos les gusta atacar a la genteque va desabrigada.Y todo esto complicaba la vida detodo el mundo. Bueno, de todo el mundo menos deltrapecista del circo, que había construido una telarañade cables y gracias a eso cruzaba por los aires sinningún impedimento.

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A Ulises le parecía mentira que pudiera existir un lugarasí y al principio, le resultó muy divertido llegar tarde alcolegio, o faltar algún día si no conseguía cruzar al otrolado de la calle.También era divertido no dormir en sucama. Pasar la noche en la acera con sus compañerosdel cole y otra gente del barrio era como una aventura.Si había luna llena jugaban a las cartas y si la noche eraoscura hacían fogatas, y contaban historias de miedo.Así Ulises, aunque no podía estar con su familia, no sesentía solo. Y gracias a aquellas acampadas urbanasconsiguió hacer muchos amigos. Conoció a Amed, quele enseñó a hacer nudos con cuerdas.Y a Ricardo, queiba a su misma clase y tocaba la armónica. Quica se hizosu mejor amiga y le dejaba jugar con su perro. Y donLuis, el de la ferretería, le enseñó el truco de algunosjuegos de magia.

Pero no todo era tan divertido.La aventura tenía algunosinconvenientes: si no podía cruzar para ir a casa a lahora de la comida pasaba hambre, apenas veía a sufamilia, no tenía tiempo de jugar a la videoconsola ycomo no podía hacer los deberes, cada vez sacabapeores notas.

Un día, Ulises llegó del colegio fatal, con tanta hambreque las tripas no dejaban de rugir. Ulises sabía que éseera el modo de protestar que tenían las tripas si no seles daba de comer. Así que no le extrañó que las suyasestuvieran tan enfadadas; después de todo, ¡hacía tantoque no comía en su casa!

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Cuando por fin llegó, además de hambriento, Ulises sequedó patidifuso, patitieso y casi patizambo porque sumadre, al verle, empezó a abrazarlo y a espachurrarlo, ya llorar, y a decir que qué alegría, que cómo habíacrecido, que qué mayor estaba; en fin, esas cosas quedicen las madres cuando uno vuelve del campamento ode algún viaje largo, largo.

Ulises se comió dos platos de lentejas y su madre,mientras tanto, le contó con pelos y señales todas lascosas que habían ocurrido en su ausencia: que habíacomprado una alfombra nueva, que el canario habíaaprendido a cantar, que a Dani le había salido otrodiente, que al abuelo se le había curado ya el catarro,que se habían perdido las tijeras y que su padre hacía yamás de un día que había salido a comprar medio kilo dearroz y aún no había vuelto.

Y entonces Ulises se puso triste, porque vivir en aquellugar le estaba complicando mucho la vida.Aquello nose parecía en nada al barrio que había soñado.

La mamá de Ulises enseguida se dio cuenta de que suhijo estaba un poco triste y le dio un achuchón.

—No te preocupes, la tristeza tiene culo de mal asiento—dijo su madre.

Ulises, al oír aquellas palabras y no comprenderlas, lamiró con preocupación. Nunca se le hubiera ocurridopensar que las cosas invisibles tuvieran culo.

—Que se va enseguida, que la tristeza dura poco, esoquiere decir que tiene culo de mal asiento —le aclaró su

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madre al ver la cara de Ulises que estaba sorprendido deque su madre , o t ra ve z , le hubiera adivinado elpensamiento.

Ya sin tristezas vio las cosas de otro modo. Dani, desdeel suelo, le enseñaba su nuevo diente a través de unasonrisa.Y se acordó de Amed y de Ricardo; y de Quica yde su perro;y de las magias de don Luis; y de que habíanquedado en volver siempre juntos a casa por si nopodían cruzar la calle y tenían que pasar la noche en elotro lado. Don Luis les había prometido llevarse uncatalejo para buscar entre las estrellas a Marte y Júpitery a Saturno.Y se dijo que,a pesar de todo, era una suertevivir en un barrio tan especial.

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Un paso de cebradel Zaire

El padre de Ulises volvió a casa un día después, hartode estar en la acera intentando cruzar la calle.Había ques o l u c i o n a r, de una vez por todas, aquel terri bl eproblema. Pero él solo no podía hacer nada. Así quepensó en hablar con sus vecinos. Entre todos podríanbuscar una solución.

Y después de largas conversaciones en las que todosp a rt i c i p a ro n , t o m a ron una decisión. Ju n t a ron susahorros y se fueron a una tienda que, por suerte, estabaen este lado de la calle.

—Buenas —dijo el padre de Ulises al señor de latienda—, queremos comprar un paso de gente.

—Querrá usted decir un paso de cebra —dijo el señorde la tienda al padre de Ulises.

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—No, señor. Nosotros no tenemos ninguna cebra quequiera pasar al otro lado de la calle. Queremos un pasode gente, ancho, muy ancho —dijo el padre de Ulises.

—Y con un bordillo muy alto que haga de barre ra para quelos coches no puedan pasar —añadió el padre de Quica.

—Pues lo siento mucho —dijo el señor de la tienda—.Pasos de gente no tengo. Pero me quedan pasos decebra muy baratos. Miren, éste es de cebra del Zaire.Yasaben ustedes que las cebras del Zaire son las másveloces.Este otro es de cebra del zoo.Las cebras del zooson igual de bonitas, pero no son tan rápidas.

Los vecinos no sabían qué hacer. El abuelo de Uliseso p i n aba que el paso de cebra podía serv i r l e sperfectamente porque por donde pasaban las cebraspodían pasar los hombres. Lo que no les serviría era unpaso de pájaros porque nadie, salvo el trapecista, sabíavolar. Tampoco pudieron elegir el color porque todoseran de rayas blancas y negras.

Pero, a pesar del color y de que no tenía bordillos,decidieron llevarse el paso de cebra del Zaire, queademás era el más barato.

Cuando salieron a la calle se dieron cuenta de que seríacasi imposible, además de muy peligroso, colocar elpaso de cebra en el suelo de la calzada si no dejaban depasar los coches.

—Pero, ¿para qué están los amigos? —dijo el abuelo deUlises.

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Y pidieron ayuda al trapecista que estaba siempredispuesto a ayudar.

Subido en su trapecio, el trapecista consiguió poner lasrayas negras y después las blancas, aunque fue unalabor complicada y que duró varios días.

Una vez colocado el paso de cebra todo pare c í aestupendo y todo el mundo quería cruzar la calle,incluso la gente que hacía años que no lo intentaba.

Pero, claro, como el paso de cebra no tenía bordillo, loscoches no paraban y como además era un paso de cebradel Zaire, había que cruzar a tal velocidad que la gentellegaba al otro lado sin respiración, y tenía que esperarmuchas horas hasta que recuperaba el aliento.

Para los conductores también esto era un problema.Desde que estaba el paso de cebra,había más gente quequería cruzar, lo que les obligaba a estar frenandocontinuamente. También llegaban tardísimo al trabajoy a sus casas, apenas veían a sus familias y se aburríanmucho pasando la vida solos, dentro de sus coches.

Un día, uno de los conductores decidió hablar con losdemás conductores para ver qué solución podían dar aesta pesadilla. Y también ellos decidieron juntar susahorros y se fueron a la tienda.

—Buenas, queremos un semáforo que siempre estéverde para los conductores —dijo un conductor.

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—De esos no tengo —dijo el de la tienda—. Semáforosque estén siempre verdes no tengo.

Los conductores se pusieron a hablar todos a la vez,muy decepcionados.Y al final,encargaron al de la tiendaque les fabricara uno. Ni se les pasó por la cabeza lasconsecuencias que este encargo iba a tener.

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Batalla en el pasode cebra

Mientras los conductores estaban en la tienda secorrió la voz de que por la calle no circulaban loscoches.Y la gente del barrio no perdió la oportunidadde pasear por su paso de cebra. Algunos hasta sesentaron allí en medio a tomarse sus bocadillos. Elabuelo de Ulises, que nunca había visitado el otro ladode la calle porque era muy viejecito y no podía corrercomo una cebra del Zaire, estaba contentísimo: habíaconseguido cruzar setenta y tres veces seguidas.

Pero cuando llegaron los conductores y vieron aquelpanorama, se pusieron como fieras. ¡Todo el mundoestaba allí en medio y sus coches no podían pasar!

Y claro, se armó una batalla campal. Los conductoresempezaron a gritar que ellos tenían derecho a usar la

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calle. La gente a decir que el paso de cebra era suyoporque lo habían pagado y que,por lo tanto, tenían todoel derecho del mundo a estar en él. Luego empezaron atirarse cosas. Los conductores trataban de mojar a lagente lanzando chorros del frasco de limpiacristales, yalgunos pusieron la radio a tope. Aquello era un lío.

Pero los vecinos de Zancadilla se defendieron comovalientes. Unos atacaban tirando las pelotas de papelaluminio que envolvían sus bocadillos, otros agitabanlos botes de cocacola y dirigían el chorro hacia lascamisas de los conductores. Los más osados intentabanapabullarlos, lanzándoles aire con la bomba de hincharlas ruedas de su bicicleta.Y un perro, el perro de Quica,ladraba como loco palabras incomprensibles.

Los conductores, empapados de cocacola, se enfadaronaún mucho más y pusieron sus coches en marcha. Ytuvieron que venir los bomberos porque la gente noconseguía levantar del suelo a la abuela de Quica que,con un bañador amarillo, tomaba el sol tumbada sobreuna raya blanca.

Como podéis imaginar, el paso de cebra estaba ya tanharto de aquel jaleo, tan sucio de colillas y papeles, y tanmojado de limpiacristales y cocacola, que empezó asacudirse como si fuera una alfombra,con tal fuerza queun vecino salió despedido por los aires. Fue una suerteque el trapecista estuviera ensayando y lo pudieraag a rra r. Así evitó que se ro m p i e ra una pierna ocualquier otro trozo de su cuerpo.

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La gente corrió a esconderse a sus casas y nadie seatrevía a ir a trabajar, ni al colegio, ni a comprar el pan.Ni siquiera los conductores pisaron la calle durante tresdías.

Pero el cuarto día...

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Un semáforocolor lechuga

El cuarto día por la noche los conductores llegaronde puntillas al barrio para no despertar a la gente deZancadilla, que dormía plácidamente en sus casas.

Los conductores iban vestidos de negro , como elregaliz, para que ni el trapecista, que a veces ensayabapor las noch e s , los descubri e ra . S i gilosamente sea c e rc a ron al paso de cebra , que también hab í aaprovechado la calma para echar un sueñecito.

Entre todos llevaban un gran paquete envuelto enpapel, como si fuera un regalo pero mil veces mayor.Tra t a ron de no hacer ruido al desenvo l verlo y locolocaron al lado del paso de cebra.

Algo hizo que el paso de cebra se despertara. Estiró susrayas,miró a su alrededor, pero no vio nada sospechoso.

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Los conductores se habían tumbado sobre las rayasnegras y como iban vestidos de color negro, el paso decebra ni se enteró de que estaban allí todos apretujados.Así estuvieron un buen rato y cuando empezaron a oírlos ronquidos planos y blanquinegros del paso de cebra,los conductores acab a ron su tarea y se fuero n ,contentos, a coger sus coches.

Nadie en el barrio se dio cuenta de nada hasta casi ela m a n e c e r. El pri m e ro en descubrirlo fue el trapecista que,en medio de un salto, vio desde los aires que todo estab ao s c u ro menos la calle, que había cambiado de color.

Un gran foco iluminaba las fachadas de las casas, que yano eran de color ladrillo tomate poco maduro, comoantes, sino del mismo color que la crema de espinacas.Y las rayas blancas del paso de cebra parecían tirasgigantes de chicle de menta.

El trapecista, sentado en su trapecio, pensó que en elmomento que el paso de cebra se despertara iba a arderTroya,que quiere decir, más o menos,que se iba a armaruna buena. La guerra en el barrio no había hecho másque empezar. La situación era muy, muy preocupante.Y se preguntó si no podría él hacer algo.

Y en efecto, cuando el paso de cebra se despertó y vioque sus rayas blancas ya no eran del color de las nubes,ni de los terrones de azúcar, sino que parecían judíasverdes monstruosas se puso a gritar como loco quequién había sido el gamberro que le había pintado lasrayas.

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G ritó tanto que no sólo se despertó la gente del barrio deZ a n c a d i l l a ; dicen que los gritos pudieron oírse en el Po l oSur y que los pingüinos se dieron un susto de mu e rt e .

Pero, dejando a un lado los rumores, la gente deZancadilla sí que se despertó, y muy sobresaltada,y bajóa la calle para ver qué estaba sucediendo.

Cuando Ulises y sus padres y su hermano y su abuelollegaron junto al paso de cebra, ya estaba casi todo elmundo allí. Estaban tratando de consolar al paso decebra. Algunos vecinos se habían puesto el traje dedetective y analizaban las huellas para encontrar alculpable. Otros fueron a sus casas a buscar las fregonaspara limpiar las rayas blancas, a las que parecía que leshabía crecido la hierba.

Y los hombres y las mujeres venga a fregar, y el paso decebra, venga a llorar. Y entonces, Ulises, que estaba allíen medio con Quica y con otros chicos del colegio, sedio cuenta de que también su ropa era verde, y susmanos, y su pelo, y que la cabeza de su amiga Quica eraigualita a un repollo.Y entonces hizo un chiste,y le salióverde, y le dio un ataque de risa, una risa verde tambiénque fue contagiando a todos.

Los vecinos de Zancadilla se decían que quizás aquelloera un sueño.Y de ser un sueño, todo volvería a tener elcolor de siempre en el momento en que se hiciera dedía. Pero no era un sueño y la noche no se quiso llevarel color verde. Como cada mañana, sólo se llevó laoscuridad, así que el color verde siguió tiñéndolo todo.

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Apenas había amanecido cuando empezó a oírse elrugido de los coches, lo que hizo que toda la gentesaliera a toda prisa del paso de cebra y se amontonaraen las aceras. Pero a los que iban cargados con lasf re gonas casi los atro p e l l a n . Y entonces, l o sconductores, asomados a las ventanillas y sintiéndoseprotegidos por aquel semáforo que teñía todo del colorde la lechuga, empezaron a gritar:

—¡Membrillo, que te pillo!

—¡Tocino, quítate de mi camino!

—¡Lista, fuera de mi vista!

—¡Imberbe! ¿No ves que está verde?

¡Pues claro que sabían que todo estaba verde! Perohasta ese momento, nadie se dio cuenta de que aquelchorro de luz verde que lo empapaba todo salía de unsemáforo gigantesco.

Ulises y su familia se fueron a sus casas hechos polvo,que no quiere decir que estuvieran sucios, n iconvertidos en arena, sino que estaban desanimados yt ri s t e s . También esta ve z , los conductores hab í a nganado la batalla.

¡Pero no se iban a dar por vencidos!

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Ni un pelo de tonto

Al día siguiente pasó una cosa terrible.

El cielo amaneció encapotado, que quiere decir queestaba cubierto por un capote de nubes negras yamenazantes, lo que no era un buen presagio.

Cuando sonó el despertador, Ulises se levantó comosiempre, se vistió ropa limpita y luego se acordó de queno se había duchado, así que tuvo que deshacer lo quehabía hecho y meterse en la ducha. No se dio cuenta deque algo raro pasaba hasta que se dispuso a peinarse.Ya con el peine en la mano, se quedó mirándose perofue incapaz de reconocer la imagen que se reflejaba enel espejo.

Un niño tirando a gordito y completamente calvo leobservaba muy fijamente y abrió también una bocainmensa cuando Ulises se puso a gritar. Tardó un buen

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rato en darse cuenta de que aquel niño era él mismo, sinpelo, claro, pero con el mismo aparato en los dientes ylos ojos del mismo color, y en la barbilla la herida, yamedio curada, que se había hecho por culpa de Quicaque, en un descuido y para gastarle una broma, le habíaatado los cordones de las deportivas.

Cuando la madre se acercó al lavabo para ver qué lepasaba a su hijo, que no dejaba de gritar, se lo encontróallí con el peine en la mano y con la cara de haber vistoa un fantasma.

—¡Qué susto me has dado, Ulises! Pensé que te habíapasado algo —dijo la madre, algo enfadada, al ver a suhijo.

—¿Te parece poco que me haya hecho viejo de pronto?—protestó Ulises.

—No exageres. Sólo te has quedado calvo. Hay millonesde calvos en el mundo que viven tan ricamente. Seguroque te cayó limpiacristales en la batalla del otro día—dijo quitando importancia al asunto y volviendo a susquehaceres.

Ulises se quedó allí con la mirada fija en esa superfi c i ed e s i e rta y brillante que se extendía por arriba de sus cejasy se perdía en el infi n i t o .Pe ro pensó que quizás fuera sólocosa de esperar unos días a que el pelo vo l v i e ra a salir, yeste pensamiento le tranquilizó bastante.

Pero al acordarse de Quica y de sus amigos volvió supreocupación. No iban a desaprovechar la oportunidad

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de reírse de él cuando le vieran con la cabeza como unhuevo moreno de gallina gigante.

“No iré al colegio. No saldré de casa”, se dijo. Y lasonrisa volvió a aquella cara regordeta que le mirabadesde el otro lado del espejo.

Pero su madre apareció otra vez en el baño y le chafó elplan:

—¿Cómo que no vas al colegio? No estás enfermo, asíque ahora mismo coges la mochila y a la calle. Habrasevisto otra cosa igual.

A Ulises no le quedó más remedio que obedecer y salióa la calle y caminó cabizbajo, sin levantar la mirada delsuelo para no ver la cara de burla de la gente. Incluso lepareció que alguien le gritaba:“No tienes ni un pelo detonto”.

Pero no fue al colegio.En esta ocasión fue una suerte nopoder cruzar la calle. El semáforo lo miró con aquel ojoverde atemorizante y Ulises pensó que también él seestaba riendo de su cabeza.

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El paso de cebrallora

Dos días después, el padre de Ulises reunió a losvecinos de Zancadilla y sentados junto a su paso dec e b ra y junto al semáfo ro de los conductore s ,discutieron durante varias horas tratando de encontraruna solución a aquel problema que era cada día másgrande.

Y una señora dijo:

—¡Mis niños no pueden ir al colegio porque no puedencruzar la calle! ¡Desde que está el semáforo verde loscoches van mucho más deprisa!

Y entonces dijo un señor:

—¡Este paso de cebra es una caca de perro! ¡El de latienda nos ha timado! ¡No sirve para nada!

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El perro de Quica protestó dando un par de ladridos yel paso de cebra lloró desconsolado, que es la maneramás corriente de llorar.

—Es un cobarde —gritó otro vecino.

—¿Cómo puede llorar tanto? Quizás tiene o t ro sproblemas.

—El problema lo tenemos nosotros —dijo el padre deUlises—. El de la tienda nos ha tomado el pelo.

—Al único que le han tomado el pelo es a mí y no hasido el de la tienda, sino uno de esos horri bl e sconductores —sollozó Ulises.

—Hijo, sólo es un modo de hablar, quiero decir que nosha timado, que este paso de cebra parece más bien decebra del zoo; cómo es posible que las cebras del Zairesean tan flojitas si se pasan la vida enfrentándose a losleones y a los cocodrilos.

—Pues yo creo que lo mejor es que siga llora n d o .C u a n d ose está triste lo mejor es desahogarse —dijo la abuela deQuica que, como era mayo r, s abía mu chas cosas.

—Sí, que llore, que llore. Nada como una buena llorerapara dejar limpia el alma. Quizás después se quede mástranquilo y cumpla con su trabajo —dijo el vecino quehabía saltado por los aires el día de la batalla.

Otros iban más allá y estaban dispuestos a romper sush u chas de nu evo para comprar también ellos unsemáforo, y daban palmas y vítores.

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—Es una idea estupenda —gritaban.

Y el abuelo de Ulises, que ya estaba un poco cansado detantas reuniones y además ya tenía la hucha va c í a ,p re g u n t ó :

—¿Una idea estupenda? —y dio un golpe con su bastónal semáforo de los conductores.

El semáfo ro ,i n d i g n a d o , lo miró con su ojo ve rde y empezóa parpadear, e n focando el ch o rro de luz a un lado y a otro .

Los conductores,desde sus coches, comprendieron quealgo iba mal.Y cuando vieron a aquel abuelo, bastón enmano golpeando a su semáforo, imaginaron que lo iba adestrozar. Así que asomados a las ventanillas gritaroncon todas sus fuerzas:

—¡Ramplón, no le des con el bastón!

—¡Renacuáforo, no sacudas a nuestro semáforo!

—¡Paso cebra, culebra!

—¡Abuelo, tocino de cielo!

—¡Señora, que la mojo con mi cantimplora!

—¡Caballero, que parece usted un llavero!

La gente de Zancadilla estaba asustada porque, entreotras cosas, no entendían a los conductores. Algunossuponían que eran extranjeros y que hablaban unidioma diferente. Pero el paso de cebra los sacó dedudas, que es como si los sacara de un territorio dondetodo son preguntas.

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—No es un idioma —dijo en un tono verde,verde comola albahaca y empapado de lágrimas—,son sólo PalabrasMayores.He oído decir que son las palabras que se usanpara atacar y defenderse.

Y los vecinos se desanimaron aun más porque losconductores, además de tener un semáforo, sabíanPalabras Mayores.

Y entonces alguien contestó al abuelo que hacía por lomenos una hora que había preguntado:

—¿Una idea estupenda?

—Sí, abuelo, es una idea estupenda que también noscompremos nosotros un semáforo. Algo tendremos quehacer si queremos sobrevivir.

No hizo falta que se pusieran de acuerdo en si elsemáforo debía ser amarillo, rojo o morado. Todostenían las huchas vacías. El paso de cebra era todo loque podían comprar. Y entonces llegó la noche contoda su oscuridad, y con los bostezos, y con la músicadel telediario, y todos se fueron a sus casas a dormir unrato. Bueno, el paso de cebra se quedó allí y siguióllorando porque creía que no servía para nada y porqueno lograba limpiar el verde de sus rayas blancas.

Y Ulises esa noche soñó con un semáfo ro gigantesco ei nve n c i ble que ord e n aba parar a los coches y que lanzab arayos paralizantes a los que no querían obedecer.

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El trapecistales enseña a moverse

por las alturas

El trapecista quería ayudar a sus vecinos y después demucho pensar, estuvo seguro de tener la solución a susproblemas.Así que una mañana se puso a gritar que lasolución estaba en el aire.

Los vecinos se asomaron a las ventanas y preguntaron:

—¿Cómo que la solución está en el aire?

—¿Dónde dices que está la solución?

—No, dice polución, que la polución está en el aire, yas ab e s , la contaminación, esos gases que son tanpeligrosos.

—No, señor, ha dicho solución, solución.

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El trapecista tomó la palabra,que no quiere decir que lacogiera con la mano, sino que habló:

—Puedo prestaros mis trapecios y así podréis cruzar lacalle para coger el autobús escolar, ir al mercado ocomprar golosinas.

Ni que decir tiene que a los niños les pareció una ideaestupenda. A las mamás y a los papás no tanto porque,claro, iba a ser muy complicado para ellos usar eltrapecio cuando venían de la compra llenos de bolsas oel carro lleno de comida.Y para los abuelos y abuelasdel barrio la idea de cruzar la calle por los aires era unasolemne tontería. Pero los niños, como ocurre casisiempre, convencieron a todos de que podría ser muydivertido.

Y se pusieron manos a la obra y llenaron la calle detrapecios. El trapecista dio cursos intensivos a losvecinos porque todos tenían que aprender a saltar. Losp ri m e ros en aprender fueron lo niños. Y no sóloa p re n d i e ron a cruzar de acá para allá, sino queaprendieron a jugar partidos de fútbol, un fútbol aéreo,sin campo, ni césped.

Las madres hicieron el curso después.Y como siemprevan por la calle con bolsas y carteras y niños en losb ra z o s , h i c i e ron sus prácticas de salto llenas depaquetes, lo que complicó bastante las cosas.

Pero cuando le llegó el turno al abuelo de Ulises nadielo pudo convencer para subir al trapecio.

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— Pe ro si es muy dive rt i d o , abuelo —decía Ulisestratando de animarle.

—El aire es para las aves y para los que tenéis la cabezallena de pájaros —que es como decir que son unossoñadores—.Además, con este reúma casi no puedo niandar. ¿Cómo quieres que vuele?

—Yo podría ay u d a rt e ,abuelo —le dijo Ulises ab ra z á n d o s ea él—. Te iba a gustar ver el barrio desde las altura s . S im i ras desde allí, todo se vuelve pequeño, los árboles, l agente y hasta los coches parecen los de un escalex t ri c .

El abuelo se emocionó un poco y se le pusieron los ojosmojados al ver que Ulises estaba dispuesto a volar conél por los aire s , que en este caso quiere dec irexactamente eso, no que salieran disparados.

—Ulises, si te parece, lo hacemos mañana.

—Vale, abuelo.

Pero no sólo los abuelos tenían sus dificultades: lasmamás tenían que saltar con el carrito y eso era muycomplicado.Y aunque no se produjo ningún accidente,el simple hecho de cruzar con la compra ya era unproblema porque siempre se caían las cebollas, o laspatatas, o los calabacines y al poco tiempo, la calleestaba llena de paquetes y de comida que nadie podíarecoger porque los coches no paraban.

El paso de cebra seguía llorando cada vez máscongestionado; ya ni siquiera eran verdes las rayas

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blancas. Ahora las tenía llenas de peras y zanahorias ycebollas y boquerones y papeles.

Incluso para los niños era complicado jugar sus partidosde fútbol. Mantener la pelota en el aire a base depatadas o cabezazos es más difícil de lo que parece.A Ulises se le daba bien, pero Ricardo dejaba caer elbalón y en cada partido perdían diez o doce balones,que casi nunca volvían a recuperar. Y pasadas unassemanas ya no tenían ningún balón para jugar ytuvieron que inventarse otros entretenimientos.

Pe ro tampoco los conductores estaban contentos.Aunque ya nadie intentaba cruzar la calle había talcantidad de basura que apenas si se podía circular.

Y cuando la basura de la calle formó una montañapequeña y la montaña pequeña creció y se hizo grande,cuando los vecinos tuvieron que usar mascarillas ybombonas de oxigeno y cuando comprendieron quetampoco en el aire estaba la solución, decidieron llamaral policía Josemaría que aunque aún no había aprendidoa poner multas, tocaba muy bien el silbato.

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El policíaJosemaría

El policía Josemaría era famoso en todas partes y salíaen la tele muchas veces. Algunos le llamaban Superpoliporque era muy alto y se parecía a Suarseneguer. Serumoreaba que con el silbato hipnotizaba a los ladronesy ellos solitos se metían en la cárcel. Era tan famoso queno podía ir por la calle sin que la gente le pidieraconsejo sobre cómo solucionar cualquier tipo deproblema.

—Policiajosemaría, ¿qué hago con mi canario que hadejado de cantar?

—Po l i c i a j o s e m a r í a , ¿qué puedo hacer para que see n a m o re de mí una chica de terc e ro que se llama Pa t ri c i a ?

— Po l i c i a j o s e m a r í a , ¿cómo se hacen las lentejasestofadas?

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El policía Josemaría era amable con todo el mundo y atodo el mundo le daba la solución. Salvo poner multas,sabía hacer de todo.

Los vecinos de Zancadilla lo buscaron, lo encontraron,le contaron el problema y lo llevaron al barrio. Y unpoco antes de llegar, el policía tuvo que taparse la nariz:

—¡Vaya peste! Hay que hacer algo,cueste lo que cueste.

—Eso es lo que queremos, pero dinero no tenemos—contestó el padre de Ulises después de un rato debuscar las palabras adecuadas.

—¡Con dinero o sin dinero esto es un estercolero!—insistió el policía.

Y el padre de Ulises ya no dijo nada porque no se ledaba bien la poesía.

El policía Josemaría recorrió todo el barrio, analizó lasituación, observó la calle y preguntó el nombre a susvecinos.Y de vez en cuando exclamaba:

—¡Un camión de la basura dejará esto hecho unahermosura! ¡Un poco de ambientador quitará este malolor! ¡No se desmelenen! ¡Ordeno que todos seordenen!

Los vecinos iban tras él alborotados,hablando todos a lavez y tomando nota de sus consejos.

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Palabras mayores

A pesar de la buena intención del policía Josemaría losp ro blemas de los vecinos no term i n aban des o l u c i o n a rs e . Aunque cambiaron algunas cosas: l amontaña de basura de la calle cambió de tamaño y siguióc re c i e n d o , los niños también cre c i e ron y a los árbolesles salieron hojas porque ya estaban en pri m ave ra .

Pe ro hubo también cosas que no cambiaro n : l o sconductores seguían circulando por la calle y llegabantarde a su trabajo. El paso de cebra lloraba y llorabadebajo de la basura, y el semáforo, que era muy alto,seguía lanzando el chorro de luz verde a todo lo que sele pusiera por delante.

Como los conductores seguían atacando a la gente conaquellas palabras raras que, según el paso de cebra, eranPalabras Mayores, los vecinos de Zancadilla decidieronusar palabras aún más grandes para defenderse.

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La palabra más larga que encontraron medía tres metrospero tardaban tanto en decirla que los conductores sólooían un trocito y pasaban de largo. Así que tuvieron queusar palabras algo más pequeñas.

Una tarde, armados con sus superpalabras, los vecinosde Zancadilla se fueron a la acera y allí esperaron a quelos conductores les atacaran.

Pe ro los conductore s , n a d a , m i raban a la gente pero nodecían ni pío, que es como decir que estaban callados.M i e n t ras esperaban el ataque, Ulises y sus amigo sd e s c u b ri e ron entre la basura que se amontonaba en la calleuna de las mu chas pelotas que se les habían caído cuandoj u g aban en los columpios.Como no estaba demasiado lejosUlises se acercó a cogerla y antes de que pusiera un pie enla calzada, los conductores empezaron a gri t a r :

—¡Membrillo, que te pillo!

—¡Imberbe, no ves que está verde!

—¡Tocino, quítate de mi camino!

Y fue entonces cuando los vecinos de Zancadillaatacaron con sus superpalabras:

—¡Pisafruta, que te parta un trueno!

—¡Morcillón, que te pego una patada que te enteras!

—¡Calzonazos, que te muerdo un pie!

Y claro, a los conductores les dio un ataque de risa.Ypararon sus coches porque no podían conducir con

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tanta carcajada. Cuando se calmaron y ante la sorpresade los vecinos de Zancadilla, los conductores seofrecieron a enseñarles a construir auténticas PalabrasM ayo re s , que igual servían para atacar que paradefenderse porque, tanto una cosa como otra, puedehacerse de forma educada y elegante.

Después de las lecciones, los vecinos de Zancadillavo l v i e ron a sus casas y en vez de poner la teleestuvieron haciendo los deberes que los conductoresles habían mandado.Y consiguieron inventar auténticasPalabras Mayores, las Palabras Mayores más estupendasque podían imaginar.

Los vecinos de Zancadilla estaban deseando que pasarala noche para poder usar sus palab ras contra losconductores y cuando empezó a amanecer salieron desus casas y se colocaron sobre la acera.

Por fin salió el sol. El cielo era azul y eso era un buenp re s agi o . El viento arra s t raba a las nubes que seestiraban y se estiraban juguetonas para ser águilas orinocerontes.

Ulises era el encargado de provocar a los conductores,haciendo un intento de coger la pelota que se escondíaentre la basura, como la otra vez. Imaginaban que sóloasí los conductores atacarían.

Y Ulises lo hizo.Los vecinos sonrieron satisfechos al verla cabeza de los conductores asomándose a lasventanillas.

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Y cuando el primer conductor dijo eso de ¡Tocino,quítate de mi camino!, los vec inos de Zancadillaempezaron a gritar:

—¡Pisafruta, que te doy con la batuta!

—¡Morcillón, a que me compro un camión!

—¡Calzonazos, a que te muerdo los brazos!

Y los conductores al ver lo bien que habían aprendidosus lecciones bajaron de sus coches para felicitarlos yalgunos hasta aplaudían.

Y a partir de entonces se saludaban con la mano y sefe l i c i t aban las pascuas y se pre g u n t aban por susfamilias.

Una mañana un vecino dijo a un conductor que por quéno quedaban todos un día para solucionar el problemade la basura y del tráfico.Y el conductor no encontróningún inconveniente.

—Vale, pues el sábado —dijo el conductor.

—Pues el sábado, vale —dijo el vecino de Zancadilla.

Y avisaron a vecinos y conductores y así lo hicieron.

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Hablando de unmodo diferente seentiende la gente

El sábado por la mañana, los conductores y losvecinos de Zancadilla se reunieron para hablar de susproblemas. Mientras, los más pequeños, con Ulises yQuica a la cabeza, limpiaron la basura que era la partemás olorosa del conflicto.Les ayudó un viento del Norteque llevó hacia el Polo Sur el mal olor.

Cuentan que los vecinos y los conductores,al principio,no podían entenderse porque hablaban todos a la vez.Y aunque habían arreglado una parte del problema, lamás maloliente, en re a l i d a d , e s t aban casi como alprincipio de esta historia: los vecinos con su paso decebra llorón, los conductores con su semáforo verde ytodos queriendo usar la calle al mismo tiempo.

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Fue Ulises quien dijo que para entenderse podíanhacer lo mismo que su familia hacía para usar elb a ñ o . Por lo menos en su casa no hacían pis todos ala ve z . Así que empezaron a turn a rs e ; p ri m e roh abl a ron los conductores y contaron su pro blema ylos vecinos escuch a ron atentamente y algunos hastal l o raban al comprender el terri ble pro blema de losc o n d u c t o re s .

—Todo el día solos, dentro de sus coches —dijo unvecino preocupado.

Luego fueron los vecinos de Zancadilla los que tomaronla palabra.Y los conductores decían:

—¡Pobre gente! ¡Si no pueden ir ni a comprar el pan!

Y ya todos estaban tristes al pensar en el problemáticoproblema que tenían los demás, y se abrazaban, y secompadecían unos de otros.

Como la idea de hablar por turnos había dado muybuenos resultados en la conversación, los conductoresy los vecinos pensaron que no se perdía nada porintentar hacer turnos también para cruzar la calle. Elpolicía Josemaría estaba de acuerdo en que la idea deUlises era excelente y encargó al semáfo ro queorganizara el cruce.

El semáforo se sintió supercontento, supersemáforo,porque le habían elegido a él para tan importantemisión.

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El paso de cebra, en cambio, se enrabietó al ver que losvecinos seguían pensando que no servía para nada.Peroaún tuvo que pasar un poco de tiempo para que el pasode cebra pudiera demostrar su valentía y su utilidad atodo el barrio.

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El semáforose disfraza de árbol

de Navidad

La misión que tenía que desempeñar el semáfo ro erarealmente complicada. Y como el policía Josemaría estab amuy ocupado solucionando todo tipo de pro bl e m a s , t u voque llevarla a cabo él solito. Así que se puso a pensar enla mejor manera de ordenar el desord e n .

El paso de cebra seguía enfadado con todos y aunque sucompañero no dejaba de tomar medidas y guiñarle elojo, no le dirigía la palabra.

Y era una pena porque el paso de cebra ya se habíaa c o s t u m b rado a tenerlo allí cerquita y le hab í aempezado a tomar cariño y ahora que le hab í a nlimpiado la basura, ya no le importaba tener verdes las

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rayas blancas, tan verdes como si fueran sembrados dealfalfa. Pero como era un paso de cebra del Zaire, queson las más veloces, era un poco orgulloso y no estabadispuesto a perdonar que despreciaran sus servicios yque no le tuvieran en cuenta.

Un día, el semáforo empezó a colocarse un montón deluces de colores y claro, el paso de cebra supuso que yahabía llegado la Navidad. Antes de abrir la boca miróhacia los árboles y vio que además de verdes, estabanllenitos de hojas, lo que quería decir que aún no estabanni en otoño. Luego pensó que quizá el semáforo sehabía vuelto loco porque sólo a un loco se le ocurriríaadornarse con luces de colores en pleno verano.

Pero el semáforo no estaba loco. Trabajaba sin pararcolocándose las luces, estaba limpio y reluciente y ensus ratos libres, componía versos.

El paso de cebra estaba tan intrigado por lo que sucompañero se traía entre manos que decidió romper elsilencio. El semáforo miró asustado al paso de cebra aloír los trozos de silencio caer al suelo. Pero el paso decebra se rió y le dijo que estuviera tranquilo porque elsilencio es una de esas cosas que no importa que serompan.

Y se pusieron a charlar, primero uno y luego el otro,para poder entenderse.

Y el semáfo ro , pensó que haría más rápido el trab a j osi alguien le ayudaba. Y como también se había

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acostumbrado a la compañía del paso de cebra y hastale había tomado cariño, le pidió que trabajara con él.

—Claro, ¿para qué están los amigos? —respondió elpaso de cebra, contento por fin de que alguien contasecon él. Seguro que el trabajo saldría mejor si lo hacíanentre los dos.

Al cabo de una semana estaba todo preparado. Elsemáforo y el paso de cebra avisaron a los conductoresy a los vecinos de Zancadilla para que fueran a lainauguración. También invitaron al policía Josemaría,que se puso su traje de gala y dio un concierto desilbato.

Y por fin las cosas empezaron a cambiar. Los vecinos deZancadilla aprendieron que si les enfocaba una luzverde podían pasar.Y si la luz era roja el semáforo decía:¡Tienes que esperar!

Y como no todo el mundo anda con la misma rapidez,pusieron una luz naranja que avisaba para que se dieranprisa.Y para que nadie lo olvidara el semáforo repetía:

—¡Si está rojo, ojo!

—¡Si no está verde, muerde!

—¡El color naranja para que dé tiempo a cruzar lafranja!

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La madre de Ulisesse hace conductora

Una vez arreglados los problemas del barrio, losconductores, a veces, se convertían en peatones porquedejaban sus coches y paseaban por la calle, que era unamanera de no estar tan solos. Y entraban al bar atomarse un café y compraban flores y libros.En fin, esascosas que si vas en coche no puedes hacer.

También los vecinos empezaron a pensar que ir encoche tenía sus ventajas, llegabas antes a los sitios y sicomprabas un armario, no tenías que traerlo a lasespaldas. Así que algunos decidieron sacarse el carné deconducir, y entre ellos la madre de Ulises.

—No sé si será buena idea, hija mía —le decía el abueloun poco temeroso—. Eres muy despistada y para serconductor hay que tener mucho aplomo.

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—Pues yo creo que plomo sí que tiene, ¿o no teacuerdas de lo que le dices cuando te manda poner labufanda? ¡Eres más pesada que el plomo! —le recordóUlises, que quería que el abuelo animara a su madre asacarse el carné.

—Yo sé lo que me digo. No sé si será demasiadopeligroso. Hay que ir muy atento a los semáforos yobedecer todas las señales —insistió el abuelo.

—Y lo haré, papá. Seré una buena conductora.

—Abuelo, verás cómo mamá será la mejor conductora—dijo Ulises.

El abuelo al final se convenció.

La madre de Ulises estudiaba día y noche para aprobar elex a m e n .Y como le había prometido al ab u e l o , se tomómuy en serio las normas de tráfi c o . Pe ro tan en seri o , t a nen seri o ,que empezó a causar unos pro blemas espantosos.Por ejemplo, si Ulises se ponía el chándal ro j o ,ni le besab ani nada porque el rojo signifi c aba prohibido y si estab ap rohibido estaba pro h i b i d o ,no se acerc aba a él.

Tan en serio se lo tomó que en su casa nunca se comíanespaguetis con tomate, ni fresas, ni sandía. Sólo habíapimientos, pepinos y lechugas. Y cuando la madre deUlises se encontraba en la calle a alguien con un jerseyverde se lanzaba sobre él para abrazarlo, como si elcolor verde le permitiera hacer cualquier cosa. La genteestaba asustada y nadie comía helados de kiwi por siaparecía la madre de Ulises y se los zampaba.

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Una mañana, como era verano y los árboles estabanllenitos de hojas, la madre de Ulises trepó por el troncode un castaño como si fuera una ardilla, se sentó en lacopa y gritó que nunca más iba a bajar. Allí era todoverde y por lo tanto, no había nada prohibido. ¿Quiénno ha soñado alguna vez con un lugar así?

Las ardillas auténticas se enfadaron muchísimo porquelos árboles eran sus casas y no querían tener asemejante giganta viviendo en el ático. Además, seguroque roncaba y todos sabemos cómo son los ronquidosde un gigante.

—Baja de una vez —gritaba un vecino.

—El color rojo solo prohíbe cruzar la calle —le gritabaotro.

—Las fresas no están prohibidas,ni el gazpacho —decíaun hombre con sombrero azul.

—Ni la sandía, que es la cosa más roja que hay —dijootro vecino más allá.

Al final fueron a buscar al policía Josemaría quién tocót res veces el silbato,miró hacia el árbol y le ordenó bajar.

La mamá de Ulises se lo pensó mucho pero al finaldecidió obedecer porque, aunque en la copa del árbolno había nada prohibido, tampoco había nada quepudiera hacer. Y resultaba bastante aburrido.

Con la ayuda de sus vecinos bajó del árbol. Pero ellasolita aprobó el examen y se hizo conductora.

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Y si el semáforo se ponía rojo, se paraba porque hay queobedecer siempre al semáforo. Pero si Ulises se poníael chándal de color espaguetis con tomate se lanzaba aabrazarlo como cualquier madre se lanza a abrazar a sushijos, aunque vayan vestidos de drácula.

Pe ro no todo iba bien. Al día siguiente, U l i s e sdesobedecería al semáforo por primera vez.

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Ulisesy su monopatínse pasan un pelín

Nadie sabe muy bien por qué pasó, p e ro un día Ulisesempezó a hacerse el valiente y a desobedecer las norm a s .Se puso a jugar con la pelota en la calle en vez de ir alp a rq u e , como todo el mundo debe hacer. Y la pelota,botando y botando, se bajó de la acera y Ulises, cl a ro ,detrás de ella. El paso de cebra se puso a gritar asustado:

—¡Ulises no me pises! ¡Que no me pises, Ulises!

A los pocos días fue con el monopatín que, como notenía frenos, se embalaba llevándose por delante a lagente que iba por la acera. Sin frenos y sin ojos, elmonopatín no veía los colores del semáforo y cruzabacuando le parecía bien.

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Los vecinos de Zancadilla empezaron a decir que aUlises le pasaba algo muy grave. En vez de hacersemayor, Ulises se estaba haciendo pequeño, cada vez máspequeño, no de tamaño pero sí por las cosas que hacía.Tan pequeño era que le daba igual lo que le decían y leparecía una chulada hacer esas cosas tan peligrosas y selas daba de valiente.

Los amigos de Ulises no creían que fuera más valiente,ni nada. En realidad les daba mucha pena porque, si eracierto lo que decía la gente, Ulises estaba creciendopero al revés y en poco tiempo tendrían que cambiarlede curso, pero a una clase de niños más pequeños yluego a otra de más pequeños aún, hasta que tuvieranque sacarlo del colegio. Y acabarían metiéndolo depatitas en la guardería.Y eso sí que era terrible.

Una tard e ,su amiga Quica decidió hablar con él y se lo dijo:eso de vo l ver a las papillas era algo muy humillante.

—¿De verdad crees que me las tendré que volver acomer? —preguntó Ulises un poco asustado.

—Si es cierto lo que dicen, estás creciendo al revés.Yahas empezado a desobedecer y terminarás gateandoy sin poder habl a r. No te librarás de las papillas—contestó su amiga Quica, con lágrimas en los ojos, alpensar que se podía quedar sin poder hablar y jugar consu amigo.

Y Ulises se puso triste, muy triste, porque veía a suamiga llorar. La verdad es que no quería volver a ser

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pequeño. Quería ser futbolista y mayor, todo lo mayorque la gente puede ser. Por eso decidió seguircreciendo, pero hacia arriba, del derecho, y volvió ajugar al parque con sus amigos, que también crecían ycada vez se lanzaban mejor con sus monopatines poruna rampa que el policía Josemaría construyó entre losárboles.

Y a partir de entonces se hicieron concursos de saltos yse daban premios y todos aplaudían y estab a ncontentos. Bueno, todos no. A las ardillas no les gustabanada aquel alboroto.

Pe ro Ulises no fue el único que desobedeció enZancadilla.

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El misterio delautobús escolar

A Ulises le encantaban los viajes hasta el colegio porq u ea h o ra iba en autobús y con sus amigo s , aunque tambiéniban los de cuarto que siempre se metían con ellos.

El autobús era ya muy viejecito y con el tiempo habíaido perdiendo los asientos, los cristales y hasta algunapuerta; en fin, esas cosas que se van perdiendo con laedad. Así que los niños ya se sentaban en el suelo ycuando el conductor, que se llamaba Fermín, daba unfrenazo, todos rodaban por la tarima muertos de risa.Pero lo más divertido era la batalla contra los de cuarto,que se sentaban detrás, todos juntitos.

S i e m p re empezaba igual: uno de cuarto ponía lazancadilla a Ricard o , el amigo de Ulises, que eraespecialista en lanzamiento de batido. R i c a rd o , e n t o n c e s ,

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se llenaba la boca con el batido de ch o c o l a t e , se asomab aa la ventanilla y allí esperaba hasta que el de cuart oa s o m a ra la cab e z a ,cosa que siempre hacía.En el momentoque lo veía apare c e r, R i c a rdo abría la boca y el viento seo c u p aba de esparcir todo el chocolate por la cara y el pelodel de cuart o , que todas las tardes caía en la tra m p a .L u e go , todos se unían a la pelea y dejaban el autobúsh e cho un asco. Fe rmín estaba muy disgustado por esto,p o rque además de su jornada de trab a j o , después teníaque dedicar va rias horas a limpiar el autobús.

Pero una mañana encontraron a Fermín contentísimoporque se había comprado un autobús nuevo.

—Éste tendrá asientos, ruedas, puertas y hasta música.Chicos, tenemos que cuidarlo entre todos —dijo Fermíncon orgullo.

Cuando días después los niños subieron al autobús sequedaron muy sorprendidos porque nunca habían vistonada tan bonito. Además de asientos y ruedas, tenía aireacondicionado y estaba llenito de carteles que nadie setomó la molestia de leer.

Ese día, a la vuelta del colegio, el de cuarto volvió aponer la zancadilla a Ricardo y éste volvió a llenarse laboca con el batido. Abrió la ventana y con los mofleteshinchados asomó la cabeza. Pero esta vez ni siquiera ledio tiempo a abrir la boca. Sin saber cómo ni por qué sehabía quedado sin cabeza.Los niños se pusieron a gritary el conductor paró el autobús y bajó a la calle, peronada, la cabeza de Ricardo no apareció.

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Fermín le dijo que le estaba bien empleado porque enuno de aquellos carteles ponía bien clarito que no sesacase la cabeza por la ventanilla.

Pero a Ricardo no le importaba demasiado estar sincabeza.

—Pero no podrás ver la tele —le dijo Ulises para quecomprendiera la gravedad de su situación. Comparadocon esto, su calvicie no era nada.

—Ya, pero tampoco tendré que estudiar, ni lavarme losdientes, ni peinarme —contestó Ricardo.

Otra tarde fue la mano de uno de tercero la quedesapareció cuando la sacó para tirar un papel.

—Hay que leer los carteles —dijo Fermín señalandouno donde ponía que no se arrojara a la calle ningúntipo de desperdicios.

A la semana siguiente fue la pierna de Quica y claro,también había un cartel que recomendaba no bajar delautobús sin mirar.

A los dos meses de tener el nuevo autobús ya se habíanperdido muchas cosas. Los niños estaban un pocohartos porque no sabían qué decir a sus madres cuandol l e g aban del colegio sin nari z , o sin ore j a s , o sinmochilas, o sin piernas.Y lo peor de todo es que ni lasm o ch i l a s , ni las piern a s , ni la cabeza de Ricard o ,aparecían por ningún lado y ya estaban hasta lasnarices, el que aún las tenía, de aquella situación.

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Una mañana, cuando Ricardo iba a subir al autobús, oyóque el autobús le preguntaba:

—¿Qué harías si tuvieras cabeza?

Ricardo se quedó callado un momento. Aunque notenía que lavarse los dientes, ni peinarse, ni estudiar, laverdad es que estaba bastante triste porque no podíaver la tele, ni leer. Así que le contestó:

—Hombre, si tuviera cabeza creo que procuraría novolver a perderla porque la verdad es que es un rolloestar sin ella.

El autobús hizo lo mismo con los demás niños y comotodos prometieron cuidar muy bien de sus cosas, abrióel maletero y sacó a la calle un montón de piernas,brazos, mochilas y orejas. En medio de aquella montañade cosas estaba la cabeza de Ricardo que, por cierto,tenía los dientes muy sucios, y a Ricardo le diovergüenza y se prometió a sí mismo lavárselos todos losdías. Los niños recogieron sus cosas muy contentos y selas colocaron cada uno en su lugar. Luego, leyeron loscarteles y se sentaron en silencio.

Enseguida descubrieron que podían hacerse batallas depalabras, sin levantarse de sus asientos, por lo que losviajes en autobús siguieron siendo divertidos.

Y Fermín tuvo que felicitarlos; por fin su autobúsquedaba como los chorros del oro,que quiere decir quequedaba limpio limpísimo, como si lo fregaran con unsuperlimpiador.

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Un hada despistada

A pesar de que las cosas parecían arreglarse en elbarrio, a Ulises no se le olvidaba su aspecto. El pelo nole salía y se sentía triste, tan triste que a veces parecíauna trucha huérfana y calva.

Uno de esos días, un día un poco especial ya que era elcumpleaños de Quica y estaba invitado a una fiesta quecelebraba en su casa, se encerró en el baño y se quedómirando a ese otro que le miraba desde el otro lado yque de tanto verle ya empezaba a caerle bien.

Y trató de animarse fijándose en todas las otras cosasbuenas que tenía. Así que empezó a decirse que teníaunos brazos fuertes y unas gafas irrompibles y unaparato de dientes muy brillante y que no tenía caries yque se le daban muy bien las matemáticas, vamos, que apesar de no tener pelo, era un chico que no estaba nadamal. Y así, poco a poco, se fue animando y empezó aaceptarse, aunque seguía pareciendo una trucha calva.

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Siguió pensando y pensando y pensó que, si en lugar dehaber nacido en el siglo XX lo hubiera hecho en lostiempos antiguos, el asunto de su calvicie no habríatenido ninguna import a n c i a . De vivir en aquellostiempos prodigiosos, localizaría a un mago de los milesque entonces existían y le diría: “Mago prodigioso,hazme un prodigio, cúbreme la cabeza con una buenamata de pelo”.Y el mago haría ¡ZAS!, y todo arreglado.

Estaba completamente sumido en sus pensamientos,que quiere decir que estaba muy concentrado en lo quepensaba, cuando oyó que llamaban a la puerta.

No había nadie en casa así que tenía que ocuparse él deabrir. Pero ni se acordó de preguntar quién era,cosa quesegún sus padres había que hacer siempre.

Cuando ab rió la puerta apareció ante él una ch i c abastante guapa,aunque un poco mayor que él, con el peloe n m a rañado y vestida con va q u e ros y una camiseta azul.

—Hola —dijo la chica—. Soy tu hada madrina.

Ulises la miró incrédulo.

—Mira, tengo muchos problemas, así que te agradeceríaque no me tomaras el pelo.

La chica se rió, no hace falta explicar por qué.

—No te burles de mí —protestó Ulises—. Si vendeslibros, no están mis padres y yo no voy a comprartenada y si vienes a secuestrarme o a darme caramelosenvenenados, no voy a caer en la trampa.

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—Yo no quiero secuestrarte, ¿vale? Sólo vengo a hacerteel prodigio que has pedido. Querías un perro, ¿no?—dijo el hada mirando unos papeles bastante suciosque sacaba de una cartera que llevaba en la mano.

—Yo no he pedido ningún perro —volvió a protestar Ulises.

—Ah, no. El perro es para una niña de otro barrio. Unamotocicleta, tú has pedido una motocicleta.

—Cómo te tengo que decir que no he pedido nada.

—Pues claro que has pedido algo, si no, no estaría yoaquí. Lo que pasa es que no encuentro lo que es —dijorevolviendo aún más algunos papeles que terminaronpor caérsele al suelo—. ¿No me digas que era para ti elvestido de princesa, los zapatos de cristal y la carroza?

Ulises no contestó pero puso una cara que hasta el hadasupo que quería decir que no.

—Uf, menos mal, porque se lo di el otro día a una chicaque tenía unas hermanas horrorosas. ¿O fue el mespasado? ¿Cómo se llamaba? ¿Mugrienta? ¿Grasienta?

—¡Cenicienta! Y más bien hace un siglo o dos que se lodiste —dijo Ulises, ya harto.

—¿Un siglo o dos? Pe ro si quedé en ir a las doce de la noch ep a ra que me devo l v i e ra el disfra z .¡Dios mío! ¡Qué despiste!

—Además, la magia ya no existe. Es cosa de cuentostrasnochados —dijo Ulises sin creerse lo que estabadiciendo.

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—¡Qué sabrás tú! —dijo el hada mientras seguíarebuscando entre aquellos papeles que olían a pis degato y que seguía sacando de aquella cartera viejísima.

Ulises la miraba sin pestañear.

—¡Por fin! ¡Aquí están! Has pedido una buena mata depelo. Sí, esto es, una buena mata de pelo para entregarantes de las cinco.

Ulises estaba tan sorprendido que se quedo sinpalabras,por eso,aunque lo intentó no pudo decir nada,y se dejó hacer la mágica magia que en menos de cincosegundos le llenó la cabeza de pelo.

—¡La magia aún existe! —dijo mientras los pelosbrotaban y crecían cubriendo aquel desierto que teníaen la cabeza.

—Ya te lo dije —contestó el hada.

El hada acabó en un plisplás y una vez hecho su trabajo,guardó sus papeles en la cartera y cuando estaba apunto de irse, dijo:

—Ah, se me olvidaba. A las doce vendré a recoger elpelo. ¿Habrás regresado de la fiesta?

—Claro, ¿en qué país vives? A mi edad se vuelve de lasfiestas a las diez, como muy tarde.

Y el hada cogió el ascensor y desapareció.

Ulises estaba deseando que llegaran sus padres a casapara que le vieran el pelo. Pero cuando llegaron,ninguno se dio cuenta de que tenía una buena melena.

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Pero no es que no se fijaran en él. Ulises comprendióque su familia le quería tuviera pelo o no lo tuviera ypor eso no tuvo que explicarles nada.

Tampoco sus amigos se extrañaron de verle con pelo.Lafiesta de Quica fue muy divertida y se lo pasaron engrande tirándose globos de agua. Cuando terminó lafiesta, Ulises volvió a su casa muy contento.

Y se sentó junto a la puerta a esperar a que el hadavolviera a por el pelo.Ya no le importaba quedarse sinél. Su familia le quería tuviera pelo o no.Y Quica y susamigos también. El estar calvo le había servido paracomprender muchas cosas; por ejemplo, que hay quequerer a cada uno como es, y nosotros querernostambién.

Las horas pasaron. Pasaron las once y las doce y la unay las dos y las tres.Y pasó un día y cinco días y un mes.

Quizás fuera otro de sus despistes, pero el caso es queel hada nunca volvió.

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El árbolde la basura

El barrio estaba sin basuras y ya olía como encualquier otro barrio. Pero a lo lejos, ya no se veían losrascacielos de la ciudad. El horizonte había cambiado:una montaña de basura impedía verlos. Era la mismabasura que habían quitado de su calle los vecinos deZancadilla.

Y no les gustaba ese paisaje.

—Si al menos la montaña tuviera árboles y hierba,podríamos ir allí a merendar —le decía Ulises a Ricardo.

—O bajar rodando por la ladera —contestaba Ricardo.

Ulises se lo dijo a su padre y su padre al abuelo y elabuelo a los amigos con los que jugaba a la petanca yéstos a sus mujeres y sus mujeres a otras mujeres con lasque echaban una partidita de cartas por las tarde.Y así,

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poco a poco, la gente de Zancadilla empezó a pensar ensu montaña, en la montaña que querían para su barrio.

Estaba claro que había que hacer algo. Nadie queríavivir en la falda de esa mole de basura. El problema, unavez más, era poner de acuerdo a tanta gente.Y a alguiense le ocurrió que cada uno dibujara la montaña que másle gustase.

Todos dibujaro n . Algunos una cord i l l e ra con lasc u m b res neva d a s ; o t ros una loma llena de fl o re s ;algunos, un pico muy alto. Y con esos modelos sepusieron a trabajar.

Trituraron la basura y la cubrieron de tierra hasta queconsiguieron darle la forma de una montaña auténtica yaunque en nada se parecía a los dibujos, era su montañay la habían hecho entre todos.

Luego, plantaron manzanos. Así, cuando crecieran ydieran sus frutos no habría que llevar merienda para losniños. Con estirar la mano cuando tuvieran hambresería suficiente. Sería la primera montaña autoserviciodel mundo.

Los vecinos estaban impacientes porque llegara el buentiempo, ese tiempo en que los árboles, que parece queestán como muertos en el invierno,resucitan y se llenande hojas y murmullos que avisan a la gente para que sequite los abrigos y alegre la cara porque es primavera.

Y ese tiempo llegó y los árboles se cubrieron de hojas,luego de flores y luego de manzanas, unas bonitas

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manzanas que se fueron hinchando y poniendo colora d a s ,como si fueran ve rgo n z o s a s , según pasaban los días.

Y los vecinos estaban muy felices con su montaña ytodo el mundo iba allí a pasear y no tenían que llevarbocadillos,ni nada.Con sólo levantar la mano cogían lasmanzanas de cualquiera de los árboles. Y sin pagar,porque los árboles eran de todos.

Bueno,de cualquier árbol no podían coger fruta,porquea uno de esos árboles no le nacieron las hojas verdes, nilas flores blanquitas. Sus hojas eran más bien plateadasy duras, como si fueran de hojalata y las flores salían decualquier color.

Fue el perro de Quica el que descubrió este árbol. A lp e rro de Quica le gustaba mu cho ra s c a rse el lomo conel tronco de los árboles y una tarde se acercó a uno ad a rse su masaje con la corteza ru go s a .Le ex t raño oír unaespecie de campanillas.Llamó a Quica con sus ladri d o s .

Quica no se lo podía creer. Y llamó a Ulises y a Ricardoy a Amed que estaban siguiendo el rastro de unacaravana de hormigas.

—Venid a ver esto: es un árbol de botes de refresco.

Los tres se acercaron corriendo.

¡Aquello era incre í ble! De las fl o res mu l t i c o l o re sempezaban a brotar los frutos, pero no eran redondoscomo las manzanas, sino cilíndricos, como auténticosbotes de refresco.

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No sabían qué pensar. Podría ser un prodigio de lanaturaleza o el efecto de la basura que la montaña teníaen su interior. El caso es que el árbol era bonito yaunque los botes de refresco estaban vacíos, el vientolos movía y chocaban entre sí y su sonido se sumaba alde aquellas hojas metálicas que producían un sonido decristal.

Ulises y sus amigos estaban encantados aunque sepreguntaban si no nacería algún otro árbol que dierapapel de aluminio, cáscaras de fruta, boquerones ocualquier otra cosa de las que habían enterrado enaquella montaña. Bueno, habría que esperar.

Y claro, un suceso tan extraño no pasó inadvertido.Nadie, en ninguna parte del mundo,había visto un árbolasí, tan metálico, multicolor y musical.

Y cuando se corrió la voz, la gente de otros barrios lespedían esquejes para plantar en sus jardines. Y losperros decían a sus cachorros:“guau, guau, guauguau”,que quería decir, más o menos, que no hicieran pissobre el tronco de aquel árbol, porque se podía oxidar.

Y el barrio se llenó de cámaras de televisión.

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El policía Josemaríaal poner multas

se lía

Al policía Josemaría lo querían entrevistar.Ya dijimosque era un policía muy famoso y todos los periodistasque habían llegado al barrio querían hablar con él. Y elpolicía habló,pero no sólo del árbol prodigioso, sino detodo lo que había pasado en aquel barrio en los últimostiempos.

Los periodistas no podían creer lo que estaban oyendo:

—¿Que el autobús escolar le ro b aba las piernas y losb razos a los niños y que luego se los devolvió? ¿Que todoss abían decir Pa l ab ras Mayo res? ¿Que el paso de cebral l o raba y que el semáfo ro se pasaba el día guiñándole unojo? ¿Qué todos se habían puesto de acuerd o ?

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Los periodistas miraron a su alrededor pero nada separecía a lo que el policía Josemaría contaba. Losvecinos esperaban su turno para cruzar la calle y losconductores tarareaban canciones cuando eran ellos losque tenían que esperar. Ya sólo el trapecista circulabapor los aires, los niños podían ir al colegio y los padresa la compra o al trabajo.

Y los periodistas pensaron que el policía tocaba muybien el silbato pero que la fama le había hecho perderla cabeza, que es como decir que estaba un poco loco oque tenía demasiada imaginación.

Y cuando estaban allí todos juntos se acercó unapersonas corriendo para avisar al policía de que alguiense había saltado un semáforo y al policía Josemaría no lequedó más remedio que ir a poner una multa.

Así que sacó su libreta, que estaba sin estrenar, cogió subolígrafo y... la frente se le llenó de sudor.

Luego, respiró hondo, rellenó el papel y se lo entregó alinfractor.

—¿Que coma pasteles de chocolate durante toda lat a rde? ¿Qué clase de multa es ésta? —pre g u n t óincrédulo el saltador de semáforos.

Y eso mismo se preguntaron los vecinos. Si ponía esaclase de multas todo el mundo querría hacer las cosasmal para hartarse de pasteles. Y decidieron hablar conel policía Josemaría. La verdad es que le habían tomadocariño y les daba un poco de pena que se rieran de él

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si iba a otro barrio y ponía las multas de aquel modo tanextraño.

Así que le dijeron que todos le entenderían mejor sillamaba al pan,pan,y al vino,vino,y a las multas,multas,y a los premios, premios.

Y el policía Jo s e m a r í a , como ya había acabado el trab a j oen Zancadilla,se fue a otro barri o ,que en esta ocasión noq u i e re decir que se mu ri e ra , sino que se fue a un barri od i s t i n t o .Y se fue muy contento porq u e ,además de hab e ra p rendido a poner mu l t a s , h abía hecho un buen trab a j o .Le habían llamado para solucionar un pro blema yaunque no re c o rd aba haber hecho demasiado, e lp ro blema estaba re s u e l t o . Los vecinos de Zancadillah abían conseguido, e n t re todos, o rdenar el desord e n .Yh abían comprendido que, como en los juego s , t a m b i é nla vida de un barrio tiene sus re g l a s .

En Zancadilla surgi e ron otros pro bl e m a s , p e ro losvecinos habían aprendido que el mayor de los pro bl e m a ses no buscar una solución. Y como el que busca siempree n c u e n t ra , antes o después, todo termina arre g l á n d o s e .

Y colorín colorado, no te olvides: si está rojo, tencuidado.

Y colorín colorón, recuerda: al cruzar, pon atención.

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