Portada: San Pío X
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2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
La Religión y el Mundo Actual. 2. Todo ficción. Federico Salvador Ramón
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Inmaculada Niña.
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La religión
y el
mundo actual - 2 -
Todo Ficción
Federico Salvador Ramón
Publicado en la revista mariana Esclava y Reina Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
Junio – Julio – Septiembre – Octubre Instinción – Almería – España
1917 zzz
Edición actualizada por
María Dolores Mira Gómez de Mercado
Antonio García Megía
Esta serie de documentos recopila los artículos que Federico Salvado Ramón, bajo
el seudónimo de «Mirasol», publica en la sección “Apuntes Sociales”, con subtítulo
genérico La Religión y el Mundo Actual, de forma casi ininterrumpida en la revista
Esclava y Reina de la Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña, desde su segundo
número aparecido en febrero de 1917.
Con la intención pedagógica que caracteriza toda su producción escrita, el padre
Federico observa, analiza y comenta desde un punto de vista católico, apostólico, romano
y de esclavo militante, los matices y perspectivas que se suceden en los ámbitos
filosófico, social, cultural, histórico, político, y por supuesto, religioso, durante la
turbulenta transición que supone el cambio de centuria, cuyo impacto se extiende hasta el
segundo cuarto del siglo XX.
Se trata de una época de mentalidades en conflicto que concluyen con el trágico
estallido de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores.
Los ejes nucleares del cambio de mentalidad afectan a campos tan diversos como
la relatividad y la operatividad de los conocimientos, el problema de los valores, las
relaciones entre ciencia, filosofía —desde el entendimiento de que la opción que cada
intelectual escoge —ya sea desde el pensamiento conceptualista, ya desde el
irracionalismo y desde la reivindicación de la «experiencia y la intuición de la
inmediatez», que siempre implica elecciones éticas y políticas a veces abiertamente
contrapuestas.
El mundo en los albores del siglo XX se enfrenta a la remoción de los fundamentos
del saber en las ciencias y en la cultura filosófica. En las décadas finales del siglo XIX y
en los inicios del siglo XX, entra en crisis el modelo positivista de cientificidad y la
prevalencia de la razón y la ciencia que habían constituido la base de los grandes sistemas
del siglo XIX. El racionalismo tradicional se ve amenazado por la irrupción imparable de
los sistemas irracionalistas de Nietzsche, Bergson o Freud.
Desde las últimas décadas del mil ochocientos y hasta la Primera Guerra Mundial,
sobre todo en Francia y en Alemania, la certeza positivista comienza a sufrir un intenso
proceso de erosión por las expansión de las posiciones irracionalista ya citadas y por la
transformación interna del propio positivismo, en el sentido de una mayor conciencia
crítica sobre las posibilidades, los límites y los métodos del saber científico, tal como se
manifiesta en la postulación sobre la fenomenología de Edmund Husserl.
Este decurso acelera el proceso de modernización emprendida por la burguesía
liberal hacia el capitalismo financiero que se aleja del capitalismo industrial alumbrado
en el siglo XVIII.
A ello se suman las transformaciones culturales sobrevenidas por las políticas de
expansión imperialista y colonial de las grandes potencias, exclusivamente europeas hasta
los inicios del siglo XX, a las que habrán de sumarse desde inicios de la centuria, los
Estados Unidos norteamericanos y el Imperio de Japón que sale fortalecido tras derrotar
al coloso Ruso en la guerra por el dominio de los territorios de Manchuria.
Este es el contexto en que se desarrolla la vida del padre Federico Salvador
Ramón, y, como queda dicho, esta su postura al respecto.
María Dolores Mira y Gómez de Mercado Antonio García Megía
LA RELIGIÓN Y EL MUNDO ACTUAL – TODO FICCIÓN
FEDERICO SALVADOR RAMÓN
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La religión y el mundo actual
- 2 -
Apuntes Sociales Todo ficción
No satisfacen nuestros deseos las notas que dimos en el anterior artículo relativo
al estado de ficción sobre el cual están constituidas las sociedades modernas en general,
y, por este motivo, queremos insistir sobre ese mismo asunto, pues lo consideramos
tan fundamental que tenemos por cosa evidente que mientras no sea destruida la
actual mixtificación de todos los órdenes de la vida, no empezará la verdadera
regeneración social. Y tanto lo juzgamos así que no tenemos inconveniente en afirmar
que la cuestión que se debe resolver en nuestros días es de pura sinceridad.
Si añadimos, por otra parte, que tenemos el convencimiento de que el espíritu
del Beato Grignión, opuesto a las dolencias de la actual sociedad, es, en resumen, el
espíritu de sinceridad cristiana perdido por la artera simulación del Protestantismo y
de todas las ruinosas consecuencias de éste, nos convenceremos de cómo cuánto más
nos penetremos de la verdad sobre la cual vamos a insistir, más nos decidiremos a ser
verdaderos cristianos para destruir el falso espíritu religioso que informa hasta a las
naciones que todavía se dicen católicas.
Doblez, hipocresía, simulación, artera astucia, esas son las armas empleadas
por el protestantismo desde el primer instante de su ser, mas, como pudieran parecer
LA RELIGIÓN Y EL MUNDO ACTUAL – TODO FICCIÓN
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estos juicios efectos de parcialidad, nos apresuramos a dar a conocer los dos
siguientes testimonios de Lutero para que el lector juzgue la verdad de nuestro aserto.
«Santísimo Padre decía el soberbio reformador, me prosterno a tus pies y
me entrego a tu Santidad con todo lo que tengo y soy. Vivifica, mata, llama,
recuerda, aprueba y reprueba como quieras, yo reconoceré tu voz como la de
Cristo que reside y habla en ti, sabiendo que tu voz es voz de Cristo que habla
por tu órgano. Si he merecido la muerte, no la rechazaré en atención a que la
tierra y todo lo que contiene es de Dios cuyo nombre sea bendito».
Al mismo tiempo, el desgraciado Lutero escribía también a Spalatino: «No
podría yo decidir si el Papa es el Anticristo o Apóstol del Anticristo».
¿Cuándo decía Lutero lo que sentía? Si este es el modo de proceder del maestro,
¿cuál debía ser el de sus discípulos?
Llevaba Lutero en su alma el espíritu de todo mal, la arrogancia en sus palabras,
la soberbia en su corazón, los caminos torcidos bajo sus plantas y la doblez en su
lengua. Todo hombre inspirado en tales principios, y toda sociedad informada por
tales hombres, no podía esperar otro fin que la execración divina que pesa hoy sobre
las naciones protestantes. Dios dice que detesta tales vicios.
En todos los órdenes,
«había en Lutero más impetuosidad que fuerza era por lo tanto una ficción,
era un torrente que, lanzándose desde una gran altura, aunque poco profundo,
adquiere energía en su caída y produce ruido».
En todos los órdenes era Lutero una ficción, lo repetimos. Impugnó a Carlstadt
con la tradición de los Santos Padres respecto a la presencia real de Cristo en la
Eucaristía «sin recordar que él era el primero en rechazarla. ¡Tan cierto es, que el
amor al triunfo era su pasión dominante!». Él había sentado como principio de la
Religión la interpretación particular de las Sagradas Escrituras y, como dice la Historia,
«se hizo infalible y dio símbolos de fe».
Y, ¿qué diremos de los fundamentos morales de una religión en la que su
fundador excita al robo y al crimen, como vimos en el artículo anterior?
Para Lutero era Roma la morada de la hipocresía, y César Cantú deduce: «Es,
por consiguiente, el asilo de las virtudes, pues, no se falsifica el oro sino en aquellos
lugares en que este legítimo metal se cotiza al más alto precio».
Y no podrían ser otros los frutos del Protestantismo que retroceso intelectual y
corrupción de costumbres, por más que desde la primera protesta de Lutero hasta hoy
hayan predicado de sí mismo los novadores, que son los adalides del progreso.
LA RELIGIÓN Y EL MUNDO ACTUAL – TODO FICCIÓN
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«Había reemplazado dice la Historia, a la fe la duda que corrompía las
costumbres y éstas, a su vez, producían una reacción corruptora en las creencias.
La Reforma permanecía siendo un término medio entre la duda y la fe y no debía
agradar a los partidarios del progreso, porque lejos de proclamar una impulsora
innovación, tenía por objeto retroceder a los primeros siglos y a la parte de
doctrina antigua que había sido perfeccionada, ya que no abolida por el Nuevo
Testamento.»
Era, en resumen, la reforma «un triple fenómeno filosófico, social y religioso;
reacción orgullosa del análisis contra la síntesis, de la crítica contra la tradición, del
juicio contra la autoridad», fenómenos que estaban en el ambiente de aquellas
sociedades en donde, «no parecía al decir de Carraciolo, buen caballero y
cortesano, el que no tenía alguna opinión errada y herética sobre los dogmas de la
Iglesia».
Tal vez Lutero y Melancton hubiesen vuelto sobre sí entrando de nuevo en el
amoroso seno de la Iglesia Católica, pues, «se inclinaban a reconocer al Papa y a los
Obispos el poder eclesiástico», pero los Príncipes no habían a brazado la Reforma,
sino con el designio de permanecer independientes de la autoridad de la Iglesia.
«De aquí, que la única consecuencia natural que se podía deducir y que se dedujo
de este estado de los grandes, fue la de prohibir que se inquietase a nadie por
causas religiosas, viniendo, con estas conclusiones, a sentar como principio
social el indiferentismo religioso que ya Lutero había implantado en el orden
intelectual con su nunca bien reprochado fundamento doctrinal del libre
examen».
Donde quiera hallaremos repetidas las afirmaciones que comprueban nuestro
aserto, con las mismas o parecidas palabras a éstas, que tomamos de la obra Filosofía
del Anarquismo: «el Protestantismo existiendo progreso en su nacimiento, no ha
tardado en constituirse en una religión hipócrita y egoísta como la conviene
admirablemente».
Y para que este ligerísimo esbozo, comprobador del espíritu de ficción del
progreso engendrado por el Protestantismo en nuestras sociedades, quede
perfectamente delineado por mano tan santa como autorizada y experta, leamos lo que
a este propósito nos dice nuestro amadísimo Padre el Papa, de inmortal memoria, Pío
X en su encíclica de 26 de Mayo de 1910, dada con motivo de la celebración del tercer
centenario de la canonización de San Carlos Borromeo, gran debelador del
Protestantismo. Dice así, hablando de los novadores:
«Los cuales, atentos no a corregir las costumbres sino a negar los dogmas,
multiplicaban los desórdenes y hacían a otros más expeditos el camino de la
licencia; o despreciando la dirección de la autoridad de la Iglesia, sujetos al
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yugo de las pasiones de los príncipes o de los pueblos más corrompidos, pedían
la destrucción de la doctrina de ella, de su constitución y disciplina. E imitando
a aquellos inicuos por quienes se escribió la amenaza: ¡Ay de vosotros, que
llamáis mal al bien y bien al mal! A tal tumulto de rebeldías y de corrupción
de la fe y de las costumbres llamaron reforma y, a sí mismos, reformadores.
Pero en realidad de verdad, ellos fueron los corruptores que debilitando con
disensiones y guerras la fuerza de Europa, prepararon las rebeliones y apostasía
de los tiempos modernos, en que renuevan en un sólo ímpetu los tres géneros
de lucha, antes separados de que la Iglesia salió siempre vencedora, esto es,
las guerras cruentas de la primera edad, después de la peste doméstica de los
errores, y, en fin, so color de vindicar la libertad evangélica, aquella corrupción
de vicios y perversión de la disciplina a que no llegó acaso la edad media.
A esta turba de seductores, opuso Dios verdaderos reformadores y hombres
santos, ya para contener aquella impetuosa corriente y acallar sus errores, ya
para reparar sus estragos. De aquí que su actividad asidua y múltiple en la
reforma de la disciplina, fue tanto más consoladora para la Iglesia, cuanto era
más grave la tribulación que la angustiaba, comprobándose el dicho: Fiel es Dios
[...], y dará con la tentación provecho».
Pero no fue con individuos aislados solamente con los que Dios se opuso al
Protestantismo, siquiera fuesen de tan extraordinario mérito como San Carlos
Borromeo. Contra Lutero, forjó la mano del Altísimo el acerado espíritu de San
Ignacio de Loyola, y contra los secuaces del Protestantismo organizó la Compañía de
Jesús, heroica defensora de la Iglesia y tenaz impugnadora de todos los vicios y errores
nacidos de la fatal Reforma.
He aquí por qué no queremos terminar estas líneas sin llamar la atención sobre
un hecho que nos parece no debe pasar desapercibido en este lugar, y es, que del
mismo modo que Lutero llamó a Roma la morada de la astucia, asimismo han sido
calificados por los protestantes de extremadamente sagaces los hijos del noble y
valiente español San Ignacio de Loyola.
La Compañía de Jesús, decimos nosotros, autorizados por el Conde de Aranda,
en España, por el Ministro José Pombal, en Portugal, y por el hermano de éste, el
gobernador del Marañón y del Para, por La Pompadour, la política de Choiseul y Luis
XV en Francia, por Portanusi en Nápoles, y por multitud de embajadores, reyes y
religiosos, ha dejado heroicamente probada la sinceridad de todos sus esfuerzos
salvadores y su invicta pujanza en contra del Protestantismo, cuando llena el alma de
serenidad, el corazón repleto de apartamiento de todas las cosas de la tierra y
rebosante el pecho de generosidad para soportar los más grandes sacrificios, viese en un
día, con sorpresa del mundo, aunque a ciencia y paciencia de los más ruines intrigantes
de la humanidad, desposeída de todas sus riquezas, de su mundial influencia, y
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arrojados, como los más grandes enemigos de la paz de las naciones, de sus propias
casas y patrias con tan insólita crueldad e injusticia, que sólo son comparables al de
Cristo los juicios seguidos en contra de los jesuitas.
¿Y ellos eran tan ricos? ¿Y ellos eran tan influyentes? ¿Y ellos pretendían fundar
una monarquía universal empezando por el Paraguay? ¿Y ellos callan, y nadie habla
a favor de ellos, y el mismo Paraguay los ve abandonar aquel país tan amado
tranquilamente?
Luego los jesuitas querían sus riquezas e influencias para hacer el bien a las
naciones y cuando estas, autoritativamente, despreciaban el bien moral a trueque del
material que les proporcionarían las riquezas a ellos confiscadas, los hijos de S.
Ignacio, abrazados a su Jesús y sin más armas que sus breviarios, dejábanse deportar,
adonde quiera, con el invencible valor de los mártires.
¿Y ellos dominaban obispos y cardenales? ¿Y ellos gobernaban los destinos
de la Iglesia? Y ésta por toda eficaz defensa de aquellos sus hijos que más se
afectaban en servirla, sólo se atrevía a enviar un triste lamento en el que, con la más
intensa pena, Clemente XIII decía a Carlos III después de haber éste expulsado a los
jesuitas de España con la misma insidia de las demás naciones y con mayor crueldad:
«¡ Y tú también hijo mío!»
¿Y eran tan tenidos por poderosos en el orden civil y eclesiástico los hijos de
San Ignacio y el Papa Clemente XIV decreta la extinción de la Compañía de Jesús
y ésta dobla la cerviz con sublime abnegación y, sin una queja, recibe el golpe de
muerte?
¡Cuán cierto es, que los hijos de la Compañía estaban penetrados de que la
vida de ellos era de la Iglesia y que ésta podía disponer de ella, según lo creyera
conveniente!
No se tuvieron por buenos los alegatos hechos por Clemente XIII, ni las
resistencias y luchas sostenidas por Clemente XIV, la perfidia triunfó sobre la
sinceridad, el Protestantismo sobre su enemigo jurado, San Ignacio y su Compañía, sin
que bastaran tampoco a detener el terrible golpe de muerte, las hipócritas ofertas de
condescendencia hechas al no meno glorioso que el mismo San Ignacio, al entonces
Ministro General Ricci, que con un rasgo de gallardía sólo comparable al de Guzmán
en los muros de Tarifa, cuando le propusieron las reformas que podría sufrir los jesuitas
a cambio de no ser extinguidos, con ánimo más gigantesco que el de Alejandro y
Napoleón, escribió en una frase, propia de titán, la más sublime epopeya que puede
hacerse de la Compañía de Jesús: «Sint ut sunt, aut non sint».
Empero, el triunfo del Protestantismo era fugaz y para su mayor ignominia,
porque mientras destruía a los jesuitas, daba a éstos ocasión de practicar las virtudes
que informaban el anti protestante espíritu de la Compañía de Jesús, pues esta invicta
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Orden, obedecía con heroísmo sin ejemplo al Papa y a las autoridades civiles, y hacía
ver al mundo que, lo que vive la vida de Dios, en vano se esfuerzan las humanas
potestades en darle muerte. Al propio tiempo quedaba bien demostrado que, por más
indefensa que la Iglesia quede, siempre será un hecho indefectible aquello de et portae
inferi non praevelebunt aduersus eam.
Una importantísima lección es preciso deducir también de esta página de la
historia, la más soberana, a nuestro modo de entender, de la historia de las órdenes
religiosas, y es que en la extinción de los jesuitas triunfaba el error sobre la verdad, el
vicio sobre la virtud, la revolución sobre la paz. En una palabra, la desobediencia
sobre la obediencia, y que las armas empleadas para este triunfo fueron cuantas
proporciona la astucia, la traición, la hipocresía, el engaño.
Leamos unos cuantos juicios emitidos por la historia y hasta por grandes
enemigos de los jesuitas para dar hoy por terminado este asunto,
«Hiciéronsele cargos dice uno, por su espíritu mercantil, cargo ridículo en
boca de aquellos que no cesaban de atacar a los frailes por su ociosidad».
«La indignidad de los procesos dice otro historiador, es la mejor prueba
en favor de la inocencia de los acusados, pues bastará decir que, además del
profundo secreto con que fueron instruidos, los reyes prohibieron que se
revisasen».
Del ambicioso Pombal preguntaba irónicamente el príncipe Kaunitz al duque
Choiseul: «¿Ese caballero tiene siempre un jesuita montado en la nariz?». Y para
que no quedara lugar a duda de la injusticia y falsedad con que fueron tratados los
jesuitas ha escrito Voltaire: «El exceso de lo ridículo se unió al exceso del horror».
Luego la ficción en todos los órdenes es el fruto natural del Protestantismo.
No dudamos de que es una verdad evidente la que hemos sustentado en los
dos artículos anteriores, pues son harto claros los hechos para darles otro· sentido que
el atribuido por nosotros de altamente ficticios y proclamadores por consiguiente, de
nuestro aserto, pero, como dijimos, tenemos esta cuestión por tan fundamental y
tan perfectamente relacionada, siquiera sea por antítesis, con el espíritu del B. Grignión
de Montfort, que deseamos hacer en estos artículos como un depósito al cual nosotros
nos podamos referir, o al que acudan en toda ocasión nuestros lectores para
convencerse, en todo momento, de que sólo a la luz de la religión, única verdadera,
marchan las naciones por caminos de inmarcesible sabiduría y santidad.
Perdido el norte, intelectual y moral por los protestantes, el mundo había de
verse sumergido en los horrores filosóficos del siglo XVIII y en los anárquicos
movimientos sociales que todavía agitan a la humanidad y la zarandearán con insólitas
sacudidas, hasta que el divino Jesús extienda sus manos sobre la mar agitada y haga
renacer en ella la calma, hace más de tres siglos perdida.
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Para conseguir la renovación social,
«fue aplicado el libre examen, no solamente a la religión y a la política, sí que
también a la naturaleza, al hombre y a la sociedad. En su consecuencia corrieron
por todas partes dudas, en todas partes sistemas, por doquier el amor a la
paradoja. No se hablaba más que de filosofía y el gran filósofo era Locke. Se
encomiaba el análisis y siempre se partía de datos arbitrarios […]. Una vez
separado el orden espiritual del orden temporal se vio manifestarse aquel
singular carácter de la inexperiencia y de la ambición que apareció después
llena de peligros, cuando se aplicó la filosofía a los hechos.»
La mejor filosofía, decía Lord Bolimbroke, es saber acomodarse al tiempo,
a las personas, a los negocios.»
En tal principio fundados, dicen muy bien los historiadores, que en el siglo
XVIII no quedaba nada, ni fe, ni entusiasmo, ni amor a la verdad ni a la patria,
confundidas con la palabra vaga de género humano, se hacía burla de todo, no se
seguía más que el capricho y nadie se apoyaba más que en su criterio.
Los abismos que se abrían a los pies de la Humanidad hacíanse cada día más
insondables. El vicio arrastraba a todas las ruinas, ignorancias y despotismos.
«Entonces dio principio en Francia la practica pública del vicio». Los cortesanos más
desapasionados hacían alarde de escándalo y desorden, y se fingían borrachos cuando
el príncipe vacilaba. Estos mismos cortesanos, precursores de todos los viciosos de
Francia «se avergonzaban de la felicidad doméstica y se ruborizaban de presentarse
en público con sus esposas». «Entonces se formó una clase particular: la de los
caballeros de industria».
El ejemplo de lo alto se imponía abajo. «La nobleza, en el borde del abismo, se
arruinaba insustancialmente en Francia en medio de fiestas, de intrigas y de una
corrupción velada de elegancia».
¡Todos eran velos encubridores de vicios e ignorancia!
Por esto, sin duda, fueron tan agradablemente recibidos los bailes de máscaras,
de los que se dieron hasta ocho por semana.
Y no creemos necesario ocuparnos en el exceso de lujo habido en esta época,
pues es fácil suponer que, las apariencias deslumbradoras del exterior, habían de ser
la compensación de los tenebrosos escondrijos de las conciencias.
«La manía del ingenio, que sirve de máscara a la ignorancia, hizo nacer el deseo
de brillar, aunque fuese a costa de las cosas más sagradas Las inteligencias
quisieron ser espíritus fuertes y apropiáronse el título de filósofos. La fuerza
consistió para ellos en pisotear las ideas recibidas por la educación en materia
de fe».
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De este vicio no pudo eximirse Alemania.
«La manía hacia lo ampuloso se había introducido en el teatro de Lehenstein y
los actores, llenos de papel dorado, se presentaban henchidos y erguidos, con
una enorme espada y algunos trajes heroicos gritando, pateando y recitando con
tono enfático periodos ampulosos».
Del poeta Schiller se dice que se mostraba raba inmoral enalteciendo la vida
de los ladrones y cantando el triunfo del egoísmo. El ardid fue empleado también para
conducir a la religiosa Alemania a la irreligiosidad.
«No osando atacar desde un principio la inclinación religiosa de los alemanes,
introdujeron las ideas nuevas bajo la apariencia de nuevas traducciones de la
Biblia, publicándolas en la Biblioteca germánica, pero pronto se alentó la
trivialidad y la tolerancia del protestantismo dejó que se propagara lo que se
llamaba el libre pensar. Viose entonces sucumbir la teología ante la incredulidad
y la frivolidad dogmática reemplazar al examen.
«Entonces fue olvidado Leibniz y se aficionaron al escepticismo burlón. Se
veían los bustos de Voltaire y Rousseau en los gabinetes de los electores
eclesiásticos y de los canónigos de los dieciséis barrios. Federico II conservó la
libertad de la prensa en materias religiosas, pues la atención se distraía de esta
manera de las cuestiones po1íticas. Razonad todo lo que queráis, decía, y
sobre lo que quisiereis, con tal que obedezcáis».
En Inglaterra el sensualismo había llegado también a las últimas consecuencias
con Hume.
Un espíritu ateo y superficial llegó a dominar en Berlín, en Inglaterra y en
Francia y no tardaron en aparecer por todas partes los sabios dogmatizadores so capa
de libertad.
Kant, verdadero revolucionario, tan severo en su filosofía como soberbio con
sus enemigos, jamás transigía con ninguno de sus adversarios, y Fichte, el Mesías de
la razón pura, más soberbio que Kant, decía en catedra: «En la próxima lección me
ocuparé en crear a Dios».
De Hegel sólo diremos que su sistema, llevado por sus discípulos hasta sus
últimas consecuencias, destruye la moral y revuelve el sentido común.
Desde Descartes la filosofía había retrocedido a la duda y al materialismo.
De Voltaire, el gran reformador, se dice que:
«inspiró sus obras en el deseo de agradar; su objeto era combatir la política, la
religión y las costumbres con una ironía fecunda e inimitable e inspirar la
moral del deleite; se lisonjeó de contribuir a la emancipación de los pueblos,
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pero creyó llegar a ella con la relajación de costumbres y el debilitamiento
de las creencias, que son, por el contrario, los sostenes del despotismo».
De un hombre tal, no tiene nada de extraño que dijera Napoleón que «no conoció
en la tragedia ni las cosas, ni los hombres ni las grandes pasiones».
De todas las obras de los hombres, aunque sean genios, apartados de la verdad
divina, puede hacerse el mismo resumen que de las poesías filosóficas de Voltaire hace
un historiador:
«Ofrecen dice, todas las bellezas que pueden esperarse de una moral sin
religión, de una metafísica sin creencias. Instruyen sin conmover, sin haceros
mejor os dan lecciones sobre la vida, además, siempre tienen otro objeto distinto
que el del arte, porque propenden a favorecer la independencia de la razón,
a divulgar el escepticismo, a relajar el freno de las costumbres, y a detener la
inspiración».
Y no podía ser de otro modo.
Admitido el corruptor principio del libre examen, todos los órdenes sociales
debían corromperse por el fango de las nefandas libertades de pensar y de conciencia,
que son los dos polos sobre los cuales se sustenta el eje de la ficticia civilización
moderna.
Suprema ficción la del indiferentismo que engendró la tolerancia del error y
del vicio al lado de la verdad eterna y de la virtud inmaculada, tolerancia retrógrada
que se presentaba, primero, adornada con los eróticos encantos del neoclasicismo, por
el que era sustituida la soberana inspiración nacida de la caridad de Dios y del prójimo,
más tarde con el falso tropel del filosofismo que sustituyó con el racionalismo frío
y estéril todo un mundo de fe divina, engendradora de las más sublimes creaciones
morales y literarias, y con el modernismo, en fin, último esfuerzo de la soberbia
humana.
Esa era la nefanda tolerancia por la cual era destruida la fe católica y por eso
pudo decir Voltaire:
«Todo el norte es nuestro, la emperatriz de Rusia, el rey de Polonia y el rey
de Prusia, que ha vencido a la supersticiosa Austria. Todos enarbolan el
estandarte de la tolerancia y de la filosofía»
En nombre de esta tolerancia y filosofía volteriana, Austria, Prusia y Rusia,
hacían exclamar al inmortal héroe de la independencia polonesa, Kosciusko, «Finis
Poloniae». Y cuando el pueblo mártir, por inclinarse ante la ficción protestante, caía en
las redes que les tejieran los mismos reformadores, con él hundíase también su
bárbaro santo, en el que había hecho inscribir este lema glorioso: «Aut vincere aut
mori. Pro Religione et Libertate».
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Tolerancia y filosofía envilecedora de los grandes hombres y, por consiguiente,
de los pueblos informados por ellos. He aquí un altísimo ejemplo.
¿Quién no ve a Napoleón convertirse de gigante en pigmeo de Alejandro, en
hipócrita Aristóbulo, de Señor de Europa en falso admirador del África?
Oíd a Napoleón el grande y meditad, como hicimos con las palabras de
Lutero, si hay simulación más vil que la contenida en la siguiente proclama dirigida
al pueblo egipcio cuando el Corso de Europa, en el paroxismo de su gloria militar, llegó
hasta las Pirámides. He aquí sus palabras:
«Pueblos de Egipto, no creáis que venga a destruir vuestra religión. A los que
tal os digan, contestadles, que estoy aquí para reintegraros en vuestros derechos
y castigad a los usurpadores, y que venero aún más que los mamelucos a Dios,
a su Profeta y al Corán. Cadís, Cheichs, Imanes, Shorbhas, decid al pueblo que
nosotros también somos verdaderos musulmanes. ¿Acaso no hemos humillado
al Papa que predicaba la guerra contra los musulmanes? ¿No hemos destruido a
los insensatos caballeros de Malta que creían que la voluntad de Dios estribaba
en atacar a los musulmanes?»
« ¡Para reintegraros en vuestros derechos!». Como hoy.
« ¡Más que los mamelucos!». Concedido.
« ¡Nosotros también somos musulmanes!». ¿Lo oyes, Francia?
« ¡Hemos humillado al Papa!». También ahora.
¡Arterías despreciables de la ambición!
No presumimos, ni con mucho, hacer un trabajo completo, relativo al estado
de falsedad intelectual, moral, social y religiosa en que viven las naciones desde que
el Protestantismo exhaló su ponzoñoso aliento sobre ellas, por ser tarea harto más
extensa de lo que tolerarían los límites del trabajo a que han deservir de preámbulo
estos apuntes que tienden, al propio tiempo que determinan una llaga social, a
manifestar la imperiosa urgencia de oponer un remedio tan intenso y eficaz, como
profunda es la llaga de que adolece el nuevo mundo civilizado.
Vamos a dar otra pincelada más para trazar un nuevo rasgo de esta fingida
constitución social de que tratamos, abarcando desde la Revolución hasta nuestros días,
sin que esto signifique que no hemos de volver más sobre este asunto, sólo decimos
que no lo estudiaremos aisladamente, como hemos hecho hasta hoy, sí que en relación
con los caracteres de verdad, sinceridad y sencillez que son el distintivo del espíritu
verdaderamente cristiano, estudiado especialmente a la luz del espíritu social mariano,
enseñado por el gran vidente, el Beato Luis María Grignión de Monfort.
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Que, en la época novísima o contemporánea, todo ha sido falacia en el
entendimiento y ficción en la voluntad, es evidente. Es el unánime clamor de todos
los hombres por muy diversas que hayan sido sus ideas. Don Alejandro Pidal ha escrito:
«El sindicato de la impiedad se ha convertido lógicamente en el sindicato de
la mentira, y disfrazadas de aire, de luz y de libertad, se han levantado en
torno de todos nosotros las inextinguibles murallas de las mazmorras de la
tiranía, infranqueables a todo rayo de verdad, de sinceridad y de justicia».
Verdad que han demostrado mil veces los más elocuentes hechos.
El camino trazado por los enemigos del Catolicismo para destruir a éste,
principalmente en Francia y después en las demás naciones católicas, fue primero la
ley escolar laica, la ley de asociaciones y la separación de la Iglesia y del Estado. Así
se lee en el número de Septiembre de 1906 de Razón y Fe refiriéndose a la ley de
asociaciones: «En realidad no es posible admitir unas asociaciones, que son el eje de
una ley de tiranía hipócrita».
Enseñanza laica, expulsión de las órdenes religiosas y todas la perfidias llevadas
a desastroso término en Francia e incoadas en las demás naciones católicas para
divorciarse de la Iglesia Católica y destruir la fe en las masas populares, son los frutos
de esa secta enemiga irreconciliable de Cristo, de la que ha hecho un admirable retrato
Monseñor Delamaire con estas palabras:
«El alma de ese monstruo es el odio a la religión, y si la logia se disfraza de
sociedad mutualista, asociación filantrópica, meetting político, academia
filosófica y hasta club de honesto recreo, en el fondo permanece tenaz e hipócrita
propagadora del naturalismo y enemiga mortal, implacable, satánica, de Cristo
y de su Iglesia».
Un notable publicista mexicano, el abogado D. Francisco Elquero, en su
simpática y erudita obra La Inmaculada, hablando de la Francmasonería, ha escrito:
«Su ambiente es el materialismo, sus medios la hipocresía, la perfidia, el crimen; su
enemigo la Iglesia, su último intento el dominio del mundo.»
Antonio M. Tonna Barthet, en Enero de 1907 decía en La Ciudad de Dios:
«Cuando hace veinte años escribió Monseñor Fava, obispo de Grenoble, aquella
frase que se hizo célebre, no estarnos en república sino en Francmasonería,
toda la prensa judeomasónica, con inusitada candidez, declaro no entender el
sentido de la frase, a cuyo autor calificaba de alucinado y visionario, y llenaba
sus columnas con artículos más o menos violentos según el medio ambiente en
que circulaba el periódico, pero en todos los cuales se formulaban preguntas por
el estilo de la siguiente: ¿Desde cuándo la masonería, que es una sociedad
exclusivamente filantrópica, se ha metido a dirigir la política?
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Es evidente que a este Obispo los dedos se le antojan huéspedes. La unánime
campaña de los periódicos radicales, encaminados a poner en ridículo al sabio y
piadoso Prelado, fue prueba bien evidente de que había dado en el clavo y
puesto el dedo en la llaga, pero el público engañado como siempre por la
hipocresía de la prensa, acusó al Obispe de exageración y cerró los ojos a la
inminencia del peligro.
La francmasonería, como reptil astuto, cambia de vestidura según le conviene,
pero siempre aspira a la hegemonía en todos los órdenes de la vida para batir
despiadadamente, en todos los campos, a la Iglesia Católica».
Y de las personas, por no referirnos a otros menos conocidos, decía un notable
publicista en 1906:
«M. M. Combes, Delcasse y Lombet, han tomado parte en la maquinación
preparada en las tenebrosidades de las logias, y dirigidas contra la Iglesia, con
esa refinada astucia propia del rencoroso sectario».
Nada de cuanto se ha incubado en el seno de la impiedad de cuatro siglos a
esta parte se ve libre del estigma de la ficción engendrada por Luzbel en las delicias
paradisiacas. A. este propósito escribe el ya citado Elguero:
«Pero lo que causaría risa, si no inspirara tanta repugnancia la impiedad
hipócrita, es ver cómo los burgueses y los socialistas apelan a Dios y a la Iglesia
en lances apurados, los unos queriendo convertir al Papa en un gendarme,
excelente custodio del capital, después de que despojaron a la Iglesia de sus
bienes, los otros pretendiendo que, en nombre de la caridad y de Cristo, se
constituya campeón de los profesores de venganza y de los mayores enemigos
del Crucificado».
A cualquier parte que volvamos nuestros ojos nos encontramos con este
hipócrita carácter envilecedor de toda alta mira. El derrotero seguido en nuestros
tiempos por los jurados enemigos del catolicismo lo determinó con rigurosa precisión
histórica Razón y Fe cuando dijo: «Tres fueron las principales etapas de esa marcha
impía: la ley escolar, la ley de asociaciones y la ley de separación de la Iglesia y del
estado».
La escuela laica, modernista, atea, en una palabra, primero, después la guerra
a las Congregaciones religiosas con las asociaciones culturales, de las que decía el
Obispo de Guadix, Sr. Rincón, con su habitual energía:
«Hay un modo hipócrita, insidiosísimo de combatir a las Órdenes religiosas,
conviene saber: permitirlas, pero someterlas a la ley general de asociaciones.
Peor sería esto que arrojarlas, porque vale tanto como prostituirlas».
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Y porque una sola palabra basta cuando está valorada por la irrefragable
autoridad del Romano Pontífice, leamos sus palabras tomadas de la Encíclica que
Pío X dirigió a los católicos franceses cuando el Gobierno de Francia consumó la
separación de la Iglesia y dictó leyes de las que el Papa pudo decir estas palabras:
«Visible es a todo el mundo cuán contrario es todo esto lo hecho por Francia
en contra de la libertad de la Iglesia, a la dignidad de la Iglesia, cuán opuesto
a sus derechos y a su divina constitución, tanto más cuanto que la ley está en
esta parte redactada, no con fórmulas claras y precisas, sino tan vagas y tan
generales, que con razón pueden temerse de su interpretación males todavía
más graves».
Resumen del modo de proceder de la impiedad con la Iglesia son estas palabras
de La Ciudad de Dios:
«El pretender justificar al sectarismo equivale a canonizar el crimen, porque crimen
es, y muy grande, romper sin motivo un contrato bilateral, culpando de tan insigne
despropósito al inocente, a quien, además, se persigue e injuria como a malhechor».
Y, por terminar, no hemos de callar este juicio que el socialismo ha estampado
en una obrita titulada Breves Estudios Biográficos. Dice así:
«La burguesía abusó entonces de la ingenuidad y de la ignorancia del pueblo,
jugole una mala partida escamoteándole los beneficios de la Revolución y
cuando aquel cayó en la cuenta del engaño era ya tarde. Mientras el pueblo
se entregaba al lírico entusiasmo de una libertad ideal, la otra clase establecía
todo un régimen económico para sí, acaparando la propiedad y, con ella, la
libertad positiva, propiedad y libertad exclusivistas que habían de tornarse
necesariamente en tiranía, porque la clase dominante tenía que defender sus
privilegios contra el pueblo burlado que pedía su parte».
Engaño, falsedad, hipocresía, son las palabras que a cada momento se escuchan
y leen cuando se trata de expresar el medio ambiente en que se desarrollan las
modernas sociedades.
Hase arrogado Francia el nombre de Cerebro de Europa, en el siglo pasado.
Hase podido considerar, por lo tanto, como la directora intelectual de ésta vieja parte
del Mundo, madre de la civilización de muchos siglos a esta parte. Pero es el caso que
hace veinte siglos en Europa hay una cátedra sentada sobre la piedra angular de la
humanidad que es Cristo y, de ésta, dícese que es la Cátedra de la Verdad. Y esta
cualidad le está reconocida por todos los apóstoles que la llamaron, con S. Pablo,
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Columna y Fundamento de la Verdad y la regaron con su propia sangre para que el
testimonio de los enviados por el Mártir de la Verdad fuese indubitable.
París y Roma disputáronse la moral e intelectual dirección de los hombres,
principalmente de Europa. Largas e insólitas vejaciones hizo sufrir a los papas la sede
de los napoleones, desde Pio VII a Pio X se han sucedido unos a otros los malos
tratos, revestidos, por lo general, con el más deslumbrador ropaje del mentido propósito
de favorecer a Roma.
Francia quiso que la Roma de los Papas la sirviera de corifeo en sus
ambiciones mundiales, mas, éstos podrán ser aherrojados y muertos, pero jamás
corrompidos. De aquí resulta siempre que los opresores pasan a la Historia con el
veredicto de la ignominia por su loca tiranía, mientras que el poderío moral de la
Cátedra de Pedro emerge de cada nueva lucha más diamantina y más delicadamente
pulimentado.
Nos importa, por la tanto, en este cuadro de insinceridad mundial que estamos
bosquejando, trazar una pincelada en la que el Cerebro de Europa quede especialmente
retratado por lo que toca a estos últimos tiempos y a las personas que dan este
carácter de artera irreligión, para que así podamos con más facilidad oponer los
principios, las doctrinas y los modelos que han de llevar a los hombres el espíritu de
sublime sencillez en que deben ser informadas las sociedades para elevarse a la nueva
perfección a que todos aspiramos.
Este rasgo lo hallamos trazado por mano tan experta como estimada, en una
carta, con la que nos honraba el discreto agustino de El Escorial, el R. P. Lucio Conde,
de 14 de Diciembre de 1916 en la que, a requerimientos amistosos hechos por el que
escribe estas líneas, nos escribía estas claras palabras:
«Mi pensamiento en este asunto es el siguiente: Que las intenciones de los
gobernantes franceses que, a partir del establecimiento de la Tercera República,
han dirigido los destinos de Francia fueron abiertamente hostiles al
Catolicismo, se demuestra por la relación estrecha que ha existido entre la
francmasonería y los Gobiernos republícanos. No se puede dudar dice
Hemmer, que el personal directivo del Gobierno republicano se recluta hace
mucho tiempo entre la francmasonería, cuyo odio contra la Iglesia es tan
manifiesto.
Esta idea ha sido repetida por todos los Obispos franceses en sus instrucciones
pastorales, dirigidas al clero y fieles de sus diócesis, y por los escritores católicos
en libros revistas, discursos y periódicos. M. Paul Nourrisson, en su obra Les
Jacobins au Pouvoir, demuestra con documentos irrefragables que la política
recibía instrucciones y mandatos de las Logias, y que todos los esfuerzos
realizados por los sectarios franceses para establecer en su país el ateísmo, la
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escuela neutra, la expulsión de las congregaciones etc., nacieron en la rue Cadet,
en donde se reúnen los directores del masonismo que impone su voluntad a
los ministros, diputados y senadores pertenecientes a la terrible secta, enemiga
de la luz, como inspirada por el judaísmo.
Los hechos con su elocuencia abrumadora, confirman la exactitud de esta
apreciación.
Pero, ni aun quedara alguna duda acerca de las intenciones del Gobierno francés,
se disiparía ante la luz clarísima de la verdad expuesta, con elevado pensamiento
y nobilísima intención, por la Secretaría de Estado de S.S. Pio X en el famoso
Libro Blanco de la Santa Sede, libro fundado en la documentación oficial,
escrito sin pasión ni encarecimientos retóricos, sino más bien dejando hablar
a los hechos, cuya necesidad no cabe poner en duda.
Es innegable que León XIII extremó sus concesiones para el Gobierno francés
hasta el límite permitido por la doctrina dé la Iglesia y, por lo mismo, no
cabe exponer animosidad en el Papado.
Luego si la Iglesia no ha dado motivo alguno para la actual guerra, se sigue que
esta obedece a una consigna masónico judía, mandada en los antros de las logias,
y ejecutada con el cálculo y refinamiento propios del sectario».
El mismo notable publicista en La Ciudad de Dios ha escrito, determinando el
modo tiránico empleado por la República francesa hasta llegar a la separación
diplomática del Papa estas vibrantes palabras:
«Tan sólo podía patentizar su conducta [la Iglesia] con la publicación de los
documentos oficiales cambiados entre las cancillerías de París y Roma para
demostrar la justicia de su causa y la sinceridad de sus procedimientos,
poniendo de manifiesto toda la ruindad del Gobierno republicano con sus
exigencias de César poderoso que trata sin piedad al Papa por la sencilla razón
de no poder éste apoyar sus notas diplomáticas con el contundente argumento
de medio millón de bayonetas».
Y después expone las arteras armas de que se valió el Gobierno de París para
llegar al total rompimiento con Roma, diciendo:
«El libro blanco señala algunos de los medios empleados por Combes para
disponer la opinión pública a la separación, es a saber: ataques violentos en las
cámaras contra el Papado, conflictos maliciosamente ocasionados y el obstinado
sistema de presentar candidaturas episcopales inadmisibles».
El resumen de los procedimientos seguidos por los directores de los destinos
que París se proponía realizar en contra de Roma lo hizo nuestro Stmo, Padre Pio X
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con estos rasgos precisos fundados en los más precisos hechos, cuando, el 6 de Enero
de 1907, escribía a los Obispos de Francia estas palabras:
«No se descuidan por lo demás, nuestros enemigos. Desde los comienzos y con
certera vista han escogido su blanco, ante todo separaros de Nos y del trono
de Pedro, luego sembrar la división entre vosotros. Desde este momento no
han cambiado de táctica. En ella han insistido sin parar y por todos los medios,
los unos con fórmulas enredosas y llenas de habilidad, los otros brutal y
cínicamente. Promesas capciosas, primas deshonrosas ofrecidas al cisma,
amenazas y violencias, todo ha sido puesto en juego y empleado.
Más, vuestra perspicaz fidelidad ha inutilizado semejantes tentativas.
Comprendiendo después que el medio mejor de separaros de Nos era arrancaros
toda confianza en la Silla Apostólica, no titubearon en desacreditar nuestros actos
desde lo alto de la tribuna y en la Prensa, desconociendo y aun a veces
calumniando nuestras intenciones».
El asunto es claro. Se trata de conseguir el fin que se proponen los enemigos de
Cristo sea el que quiera el medio que se ha de emplear por, eso cuando las circunstancias
lo requieren, se apela a la mentira, y hasta al crimen, desde el nihilismo hasta el
anarquismo todos son camino, desde armar la mano del regicida, hasta llevar a los
pueblos y conservarlos fomentando los gérmenes de irreconciliables odios en los campos
de muerte de la guerra europea, todos son medios si han de servir para conservar los
gobiernos y dirección de las naciones en las manos egoístas de la francmasonería.
2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
La Religión y el Mundo Actual. 2. Todo ficción. Federico Salvador Ramón
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia
Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
http://angarmegia.com - [email protected]