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Culdbura nº 3

Date post: 15-Apr-2017
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Homenaje a Cervantes Homenaje a Cervantes Primavera 2016 - nº 3 Destacamos en este número: Homenaje a Cervantes *Carlos de la Sierra *Eloy Luna *Esther Pardiñas Carpeta de I. Montoya
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Page 1: Culdbura nº 3

Homenaje a CervantesHomenaje a Cervantes

Primavera 2016 - nº 3

Destacamos en estenúmero:

Homenaje a Cervantes

*Carlos de la Sierra *Eloy Luna

*Esther Pardiñas

Carpeta de I. Montoya

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Transcurrido un año desde el lanzamiento del nº 0, si algo nos ha quedado claro a sus

responsables es que con el nº 3 de Culdbura, fechado en primavera, hemos completado el ciclo de las

cuatro estaciones.

Hasta ahora, todas las portadas de la revista han llevado algún motivo alusivo a la temporada

correspondiente: un color, la radiografía de una hoja muerta, la madera con que alimentar el hogar…

Llegados a este punto, no podíamos dejar de cumplir con la tradición marcada. Ahora bien, al ponernos manos a la obra nos hemos topado con el gran inconveniente de nuestros propios escrúpulos: la mayoría de motivos primaverales que nos venían a la mente se nos antojaban demasiado vistos, trillados en exceso: florecillas, pajaritos, hojas nuevas… Y no, ¡eso no! ¡De ninguna manera!

Razonando, razonando, hemos venido en concluir que en primavera no solo brotan y se abren los capullos, alean y vuelan insectos y pajaritos, y hace su aparición toda la verdura del campo; en primavera asoma, crece y brota de todo, peces y enfermedades infecciosas incluidos.

Como nos ha dado pereza identificar todo lo que había en ese “de todo”, hemos decidido optar entre los dos motivos enumerados como inclusivos, al parecernos que ambos estaban dotados de la pátina de originalidad necesaria. Y entre uno y otro, huelga explicar por qué nos hemos decantado

unánimemente por los peces.

¿Qué sabe el pez del agua donde vive toda su vida?

A. Einstein

Agradecemos a Santiago Alonso Sagredo que nos haya proporcionado las imágenes de sus

fotomontajes, merced a las cuales hemos podido ilustrar el presente número.

Enlace de la reseña aparecida en el periódico referenciado con motivo de su última exposición en

Burgos:

http://www.elcorreodeburgos.com/noticias/cultura/castilla-deconstruida_119830

Enlace de Libros Blurb: http://www.blurb.es/user/SAGREDO57

Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús

Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.

©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.

©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista.

Contacto: [email protected]

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Sumario

Conversación de don M. de Cervantes con un cachidiablo, Carlos de la Sierra .......... Pág. 5

El viaje de don Quijote a Burgos, Eloy Luna ............................................................. 15

¿Y si Cervantes hubiese sido burgalés?, Esther Pardiñas ............................................ 31

Vieja sabia, Sergio Ribote García ............................................................................ 34

Solicitud de suicidio y otro (microrrelatos), Enrique Angulo Moya ................................ 37

La gárgola, Mercedes García Rega .......................................................................... 39

La vida que te espera, Jorge Saiz Mingo .................................................................. 45

El sueño de Pascal, Alfonso Hernando ..................................................................... 51

Hoy, Manuel Arandilla ........................................................................................... 57

El huracán, Eliseo González ................................................................................... 59

Mario Benedetti, Jesús Barriuso ............................................................................. 61

El tigre, Miguel Ángel Barbero ................................................................................ 63

El hombre que amaba a los perros, Lino Varela Cerviño ............................................. 65

Bandas sonoras, Rodrigo Vázquez Minguito.............................................................. 67

Carpeta de Isaac Montoya, Estela Rojo ................................................................... 69

Soneto para peces, José María Izarra ...................................................................... 75

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CONVERSACIÓN DE DON MIGUEL DE CERVANTES CON UN

CACHIDIABLO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA

(ENTREVISTA APÓCRIFA)

Poemas de la argamasilla

Del cachidiablo, académico

de la argamasilla, en la sepultura

de don quijote

Epitafio

Aquí yace el caballero

bien molido y mal andante

a quién llevó Rocinante

por uno y otro sendero.

Sancho Panza el majadero

yace también junto a él,

escudero el más fiel

que vio el trato de escudero.

Digo, don Miguel, que por vuestra pluma existo. A vuestra gracia debo vida,

nombre, honra y honores, ninguno merecido por mí ni mis actos, sino que, valiéndome de

la fama de vuestra gran obra, hice de la nada un nombre y de vuestra gracia un

compañero de eternidad.

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Nací en las letras finales de Don Quijote, y tan alto nombramiento me encumbra

hasta el frontispicio de la gloria bendita. Siendo cachidiablo, tan humilde, pláceme

saberme compañero de Jasón de Creta, de Amadís de Gaula, de Galaor, su hermano, y así

caminar junto a ellos desde la Mancha hasta Catay, a la sombra feliz de Rocinante y sobre

sus lomos, parejo a Sancho Panza, mientras nuestro buen señor Alonso Quijano sorbe su

seso, orate de amor andante, buscando tras cada sol el rostro de su amada Dulcinea de

Toboso.

Pero... Necesito saber tantas cosas sobre vuestra vida, ahora que agonizáis...

-¡Ea, ea, don Miguel! Despertad.

-¿Hermano Lope? Bórrame el soneto de versos de Ariosto y Garcilaso... Y en cuatro

lenguas no me escribas cosas, que supuesto que escribes boberías, lo vendrán a entender

cuatro naciones...

-No, señor, no soy don Lope. Que vos me hicisteis ser cachidiablo, y mucho de

alcahueto para preguntar en favor de vuestra posteridad.

-Pues mejor si fueras Lope. ¿Sabes qué decía de él Góngora?:Si lo dices por mí,

Lopito mío, eres un idiota sin arte y sin cerebro. Yo le dije a Lope: ...logré un amigo

menos y una molestia más.

-De buen humor estáis, don Miguel. Complaced, pues, mi curiosidad.

Hoy es 20 de abril de 1616. Estamos solos en la habitación de su casa de la calle

del León, en Madrid. Mi señor prepara su alma a mayor satisfacción de su fe, y yo soy

testigo de esos momentos radiantes, lúcidos, hermosos, que los hombres disfrutan en el

umbral de su tránsito.

-Decidme algunos recuerdos de niñez.

-Nací en Alcalá de Henares, y aún no sé a ciencia cierta la fecha. Si fue un jueves,

29 de septiembre, día de San Miguel, o un domingo, día 9 de octubre de 1547 sólo Dios o

mis padres pueden decirlo. Don Rodrigo de Cervantes, mi padre, era “zirujano” que así les

decían a los que hacían de su profesión artes entre médico y curandero...

-Poca hacienda me parece para tantas bocas a comer.

-Doña Leonor de Cortinas, mi madre, fue una mujer flexible e ingeniosa; infatigable

y con una gran inventiva sacó a flote la familia y apoyó a mi padre en sus muchas

penurias. Tuvo siete hijos; primero nació Andrés, que se lo llevó el cielo siendo infante;

después Andrés, como el hermano muerto; Luisa, Miguel y Rodrigo... Fuimos a Valladolid

en 1551, y mi padre, a la cárcel. Nacieron Andrea y Magdalena. Yo era un niño de seis

años y algo tartamudo. En 1564 mi padre viajó a Sevilla, y madre y nosotros con ellos...

-Tenemos tiempo, señor, para relatar vuestra vida tan pródiga en hechos y no

deseo atropellar las preguntas. Don Miguel, ¿recordáis vuestro aspecto físico?

-Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y

desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas

de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña,

los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y

peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre

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dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado

de espaldas, y no mucho ligero de pies...

-Perdonad mi sonrisa, señor, pues os describís con harta gracia. Claro, que

entonces teníais no menos de sesenta años y muchos avatares padecidos.

-Dejadme acabar lo que antes quería decir, cachidiablo. En 1564, en Sevilla, asistí a

una representación realizada por un grupo de actores itinerantes del famoso dramaturgo y

director de escena Lope de Rueda. Fue una revelación ¡voto a...! Desde ese momento mi

ambición ya fue convertirme en dramaturgo de éxito.

-¡Ea, ea, señor! Tranquilo. Habladme de vuestra llegada a esta Corte de Madrid,

ciudad que en 1551 Su Católica Majestad Felipe II nombró capital de España.

-Las deudas le hicieron comprender a mi padre que, después de todo, Sevilla no

era un lugar apropiado para que pudiera abrirse camino un cirujano-barbero. En 1566, mi

familia estaba en Madrid, y yo asistiendo al Estudio de la Villa regentado por el catedrático

de gramática Juan López de Hoyos...

-Gran maestro, señor. Y valedor de vuestros primeros escritos, según creo saber.

-Más sabes tú, pícaro, que lo que te han enseñado. Pero tienes razón. Don Juan

López publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de nuestra reina doña

Isabel de Valois, tercera esposa de nuestro señor don Felipe II, que había fallecido el 3 de

octubre de 1568.

-¡Recordáis las coplillas populares que cantaba el pueblo a la llegada de la

princesa?: “De Francia viene la niña,/De Francia la bien guarnida”.

-Fueron malos tiempos, cachidiablo. No debes olvidar lo que pasó. El 24 de julio de

1568 fallecía el príncipe don Carlos, tras un penoso lance contra su padre el rey don Felipe

II. Dicen que la reina Isabel se sintió muy afectada por la pérdida de su hijastro, y así

perdió ella también su vida, tras dar a luz a una niña de cinco meses, que murió al poco

de ser bautizada, seguida poco después a la Eternidad por la reina de 23 años “como si se

quedara dormida de algún suave sueño”. En su libro don Juan López incluye tres poesías

de circunstancias escritas por “Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo”.

Aunque yo digo que era un soneto poco inspirado y algo torpe.

-Sin embargo, no erais torpe con la espada. Os recuerdo que en 1569 la Justicia

decía: “Para que un alguacil vaya a a prender a Miguel de Çeruantes (sic)-Sin derechos de

officio-Secretario Padrera. Crimen”. La sentencia era terrible: la amputación de la mano

derecha en público y diez años de exilio de la capital.

-En mal aprieto me encuentro si debo responder a las acciones que nunca cometí.

Se me acusó, es cierto, de haber herido de estocada en duelo a un cierto Antonio Segura,

en Madrid. No me defenderé ahora de ello, pero sí que os pido una reflexión: en

noviembre de 1568 publiqué mis versos dedicados a doña Isabel, y el 15 de septiembre

de 1569 se dicta ese insidioso documento de acusación... Además, qué te da a ti,

diablucho, saber que un hombre de honor usa la punta de su espada para limpiar la

reputación de los suyos; la de mi hermana Andrea estaba en boca de muchos

escarramanes de taberna.

-He leído, señor, un verso vuestro en el que confesáis “una imprudencia juvenil”.

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-Sea, cachidiablo entrometido, como dices, y no hables más de ello. Sólo Dios

juzgue mis errores, que muchos dellos cometí. Me vence el sueño, gañán, déjame

descansar.

-¡Señor, señor don Miguel! ¿Pues no se ha dormido?

***

La habitación queda ahora en silencio. Don Miguel respira con dificultad, suda su

fiebre, se agita, y, a ratos, queda inmerso en el sueño cansado de la duermevela.

Dejemos, pues, que descanse de sus muchas fatigas. Recordar, agota.

-¡Duende, diablejo, cachidiablo, lo que seas!, ¿dónde estás?. ¿Por qué hay estas

tinieblas a mi alrededor?

-Anochece, señor. No osaba alterar vuestro sueño. Ya enciendo las candelas, no

temáis.

-¡No temo, majadero! He sido soldado del Tercio español en Nápoles.

-Conozco detalles de vuestro paso por Roma en calidad de camarero al servicio de

Giulio Acquaviva, nombrado cardenal en 1570.

-Toda Italia es hermosa. Pero Roma me impresionó hondamente, ya que “como

por las uñas del león se puede juzgar su tamaño y su ferocidad, así Roma se muestra

totalmente en sus mármoles rotos, en sus estatuas mutiladas, en los arcos vacilantes, en

las termas destruidas, en sus magníficos anfiteatros y en las infinitas reliquias de los

cuerpos de los mártires que en esta ciudad han recibido sepultura”.

-Aunque pronto dejáis su servicio para sentar plaza en la compañía del capitán

Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Montcada.

-Deja que hable, deslenguado, que yo lo contaré más vivo: “...y dijo que era

capitán de infantería por su Majestad y que su alférez estaba haciendo la compañía en

tierra de Salamanca. Alabó la vida soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la Ciudad

de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía,

las espléndidas comidas de las hosterías: dibujóle dulce y puntualmente el aconcha

patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri, e li macarroni. Puso las

alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo

nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la

hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas desta jaez...”.

-Entonces, señor, llegó la batalla de Lepanto. La más memorable y alta ocasión que

vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros, militando debajo de

las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de feliz memoria.

-El 20 de mayo de 1571 se formó la Santa Alianza entre Venecia y Roma para llevar

a cabo una ofensiva, que duraría tres años, contra el Islam. ¡Cómo olvidar aquellos días

de preparativos! Don Juan de Austria, hermanastro del rey, de veinticuatro años de edad,

fue nombrado comandante el jefe de las fuerzas aliadas, formadas por más de doscientas

galeras y veintiocho mil hombres. La flota turca permanecía anclada en el golfo de

Lepanto, cerca de Corinto. Don Juan decidió que era un lugar ideal para el ataque.

-¿Y vos, don Miguel, estabais a bordo de La Marquesa?

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-El 7 de octubre de 1571, al rayar el alba, las dos armadas se enfrentaron, aunque

el combate empezó al mediodía. Hacia las cuatro de la tarde, cuando el crucifijo y la

cabeza de Alí Pasha, el comandante turco, aparecieron en el mástil de la nave capitana, el

mar aparecía ensangrentado. Murieron y fueron heridos treinta mil soldados turcos y tres

mil más fueron nuestros prisioneros. Nosotros sufrimos nueve mil bajas mortales y

veintiún mil heridos...

-Y enfermo de fiebres, señor, que bien lo sé: “...cuando se reconosció el armada

del Turco, en la dicha batalla naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con

calentura, y el dicho capitán... y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues estaba

enfermo y con calentura, que se estuviese quedo abajo en la cámara de la galera; y el

dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían dél, y que no hacía lo que debía, y

que más quería morir peleando por Dios y por su Rey, que no meterse so cubierta, y que

su salud...”.

-Ata esa lengua, cachidiablo. Me corresponde a mí hablar y no callas. “...Y peleó

como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla en el lugar del esquife,

como su capitán lo mandó y le dio orden, con otros soldados... De la dicha batalla naval

salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de que quedó estropeado de

la dicha mano. Y sabiendo por el dicho señor don Juan (de Austria) cuán bien lo había

hecho, le acrescentó cuatro o seis escudos de ventaja de más sobre su paga”.

-Pobre paga me parece, para tan grave ocasión.

-Veo que no tienes par en zalamerías, pero razón no te falta. “...Y si este parece

pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestir dos galeras por las

proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al

soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto,

viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos

cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una

lanza...”.

-Decís, señor, en uno de vuestros versos: “El pecho mío, de profunda herida/sentía

llagado, y la siniestra mano/estaba por mil partes ya rompida”.

-Recuerda estas palabras, cachidiablo amigo: En fin, has respondido a ser

soldado/antiguo y valeroso, cual lo muestra/ la mano de que estás estropeado./ Bien sé

que en la naval, dura palestra,/ perdiste el movimiento de la mano/ izquierda para gloria

de la diestra.

Mientras habla mi señor don Miguel, yo enciendo nuevos hachones, dispuestos aquí

y allá en los oscuros rincones de la habitación. Después alivio su calentura pasando

lienzos mojados sobre su rostro. Le incorporo, arreglo sus ropas, acaricio su cabeza...

-En buena hora alumbras mis temores, que debo decirte cosas terribles de mis días

en los baños turcos.

-Soy vuestro más fiel oyente, señor.

-Pues escucha ya que no puedes hacer otra cosa. ¡Y no me interrumpas con tus

suspìros! Regresaba de Nápoles a España en la galera Sol, con cartas de recomendación

de don Juan de Austria y del duque de Sessa, cuando, el 26 de septiembre de 1575, a la

altura de Cadaqués, o de Rosas o de Palamós, nos salió al encuentro una flotilla turca.

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Tras un muy cruento combate, fuimos apresados, entre otros, mi hermano Rodrigo y yo

mismo. Nos trasladaron a Argel, y yo pasé a ser esclavo del renegado griego Dali Mamí.

-¡...!

-¿Voto a...! ¿Te has dormido, majadero?

-No, señor, que hice votos de escuchar y callar.

-Siempre supe que las cartas que me salvaron la vida, fueron causa de mi perdición

y cautiverio. ¡Cinco años estuve entre aquellos infieles! Yo proclamaba mi pobreza, pero el

malvado Dali Mamí estaba convencido de mi alta cuna, y, aherrojado fui introducido en la

cárcel a la espera del rescate. Ese día, no lo niego cachidiablo, las lágrimas se deslizaban

por mis mejillas... Mi fortuna me abandonó, pues mientras otros esclavos disfrutaban de

algunas ventajas, yo fui encadenado y obligado a buscarme el sustento mientras

permanecía cinco meses en la prisión de los terribles baños turcos. Allí estábamos, en

esos años, más de veinte mil cristianos, firmemente atados los unos a los otros con

sólidas cadenas, amontonados en estancias fétidas y sombrías, vigilados de cerca por

carceleros armados e impacientes por usarlos. Y nosotros, doy fe de ello, “haciendo

pruebas de saltar con las cadenas”.

-Bien se que las cadenas no se hicieron para vos, don Miguel. ¿pues no es cierto

que hasta cuatro veces pusisteis vuestra vida en peligro para alcanzar la libertad?

-Mi libertad, y la de mis compañeros de desdicha. La primera vez fue en 1576. Un

moro debía guiarnos hasta Orán, bajo dominio español, pero nos abandonó durante la

primera jornada, y nos vimos obligados a regresar a Argel. Padre, madre y mis hermanas

Andrea y Magdalena, supe después, se afanaban en España por reunir el dinero para

rescatarnos a Rodrigo y a mí, con gran esfuerzo, vendiendo todos sus bienes y forzando a

mi madre al límite de declararse viuda para recibir con mayor premura los sesenta

ducados que el Consejo de las Cruzadas concedía en esa circunstancia y necesidad.

Cuando los frailes mercedarios llegaron en nuestro socorro, resultó que la suma

recaudada no era suficiente para liberarnos a los dos, y yo preferí que fuera puesto en

libertad Rodrigo, mi hermano amado. Digo ahora, con orgullo, que el 24 de agosto de

1577 Rodrigo, con más de cien prisioneros, alcanzaban la costa española.

-La emoción me embarga, señor, al escuchar de vuestra boca tan graves gestas.

-Pues escucha ésta, botarate, de otra fuga que hice junto a catorce o quince

cautivos más. Durante varias semanas permanecimos escondidos en una cueva a la

espera de una galera española, y tras dos intentos de acercarse el bajel a la playa fue

apresado y nosotros descubiertos, debido a la traición de un cómplice renegado, llamado

“el Dorador”, que denunció todo el plan. Yo afirmé que era el único organizador de la fuga

y que mis compañeros habían sido inducidos por mí. El bey de Argel, Azán Bajá, me

encerró en su presidio, cargado de cadenas. Tras cinco meses de humillaciones, intenté

otra fuga pues bien creía poder llegar a Orán, pero el mensajero moro que yo envié a

Martín de Córdoba, general de aquella plaza, con cartas fue preso y empalado y las cartas

leídas. En ellas se demostraba que yo era el único causante de la fuga, y fui condenado a

recibir dos mil palos, sentencia que no se cumplió porque muchos fueron los que

intercedieron por mí.

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-Esperad un momento, don Miguel. La estancia se está enfriando y debo avivar los

fuegos y las luces de las velas... y tomar un trago de vino, si no se secó la cántara, que

tengo el gañote abierto en carnes y los vellos del cuerpo erizados de emoción. ¡Ea, ea,

señor!, no os entreguéis a los brazos del sueño sin decirme cómo terminó la aventura de

vuestra última fuga. Quiera el cielo conceder a este humilde cachidiablo la ciencia del

entendimiento para comprender vuestras palabras... Vale, don Miguel. Dejo este leño en

la trébede y regreso a vuestro lado.

-Todavía intenté otra fuga. Un mercader veneciano me entregó una suma de dinero

suficiente para comprar una fragata y llevar en ella a sesenta cautivos cristianos. Con todo

a punto, la traición de uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan

Blanco de Paz, nos entregó de nuevo a manos de Azán Bajá. Su traición se pagó con un

escudo y una jarra de manteca. Yo fui encarcelado y ya me veía camino de

Constantinopla, sin salvación posible. En mayo de 1580, el padre Trinitario fray Juan Gil

trató de mi rescate. Cómo sólo disponía de trescientos escudos y por mi libertad Azán

Bajá pedía quinientos, se dedicó el fraile a recolectar entre los mercaderes cristianos la

cantidad que faltaba. Así quiso Dios que fuera libre el 19 de septiembre de 1580, aunque

no llegué a España hasta el 24 de octubre. Dijeron ese día en el puerto de Denia que

había llegado un hombre “de mediana estatura, barba cerrada y con la mano y el brazo

izquierdo mutilado”. Y yo dije: “...no hay en la tierra (...) contento que se iguale a

alcanzar la libertad perdida”.

-Sí, si es el contento del amor. ¿No es el amor una forma de libertad, señor?

-¿Qué sabes tu de amores, cachidiablo?. Además, todavía anduve un largo camino

antes de conocer los placeres de la carne. En mayo de 1581 estuve en Portugal, en la

corte de don Felipe II, y de allí navegué hasta Orán en misión secreta. Necesitaba

acreditar nombre y fortuna, pero ambas cosas se me negaban, aunque las musas,

apiadadas de mi desdicha me soplaron algunas páginas de La Galatea, mi novela pastoril.

Y regresé a Madrid...

-Soy todo oídos, don Miguel. Decidme si no es vuestra esta cuarteta: “Siempre

escogen las mujeres/aquello que vale menos,/ porque exceden de mal gusto/a cualquier

merecimiento”.

-La escribí yo, no lo niego. Pero quiero hablar ahora de la mujer con la que tuve

una hija. Era el año 1582, en Madrid, y mantuve relaciones con una mujer joven casada,

Ana de Villafranca o Ana de Rojas -de los dos nombres se la conocía-, con la que tuve una

hija, Isabel de Saavedra, criada con su madre y su padre putativo, un tabernero llamado

Alonso Rodríguez.

-Pero después, el 12 de diciembre de 1584, estando en Esquivias...

-¡Ya, ya!, majadero. Deja que llegue a ello, no te anticipes. Yo tenía treinta y siete

años, y ella dieciocho. Se llamaba Catalina de Salazar y Palacios y nos casamos en su

Esquivias natal, villa floreciente, al sur de Madrid. Yo quería a Catalina. ¡Cómo no

quererla! Una mujer joven, hermosa, es el bálsamo perfecto para un hombre

desencantado, desilusionado, lleno de penalidades y con un futuro que se resistía a

entregarme el fruto de mis muchos esfuerzos. Y reconozco que alguna luz ya se abría en

mi horizonte...

-¿Vuestra novela...?

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- Bien lo sabes, gañan. Llevaba varios años trabajando en La Galatea, entre 1581 y

1583. La novela pasó la censura el 1 de febrero de 1584, cuatro meses después de que

mi editor, Blas de Robles me pagara 1336 reales por los derechos de autor del

manuscrito. La publiqué en Alcalá de Henares en 1585. Mi editor creía que se vendería, ya

que entonces gustaba el género pastoril, y así fue, aunque modestamente. Yo, por mi

parte, reconozco que falte a mi palabra. La Galatea apareció dividida en seis libros y en

calidad de “primera parte”. Toda mi vida pasé prometiendo su continuación.

-Y entonces, vuelta Sevilla. Comisario real de cereales y aceite. No suena mal el

título si sólo fuera trabajo, pero, señor, creo que a vos tampoco os trajo beneficio.

-Sí, entre 1587 y 1600 me fui a vivir Sevilla. A vivir y a sufrir por esas tierras de

Andalucía: Écija, Espejo, Castro del Río, Córdoba, Cabra, La Rambla... No sé, me cansa

recordar. Yo creía en nuestro rey, en el valor de nuestros hombres y el poder de la

Armada Invencible. Mejor te relato mi entremés El juez de los divorcios: “...con una vara

en las manos, y sobre una mula de alquiler pequeña, seca y maliciosa, sin mozo de mulas

que le acompañe (...); sus alforjitas a las ancas, en la una un cuello y una camisa, y en la

otra su medio queso, y su pan y su bota...”.

-Y, entonces, el desastre...

-Tú lo dices. En agosto de 1588 nuestra Armada Invencible fue deshecha. Y mi vida

entró en otro periodo de desgracia. En 1590 solicité un empleo en las Indias. “Busque por

acá en qué se le haga merced”, me contestaron. En 1592 un corregidor de Écija, so

pretexto de que había vendido trescientas fanegas de trigo sin permiso, me encarceló en

Castro del Río. Apelé y fui liberado. Después fue peor. Fui excomulgado por la Iglesia a

acusa de unos embargos eclesiásticos, y luego me estafó un banquero de Sevilla. Estuve

en la cárcel Real de esa capital tres meses del año 1597. Seguramente entonces empecé

engendrar el Quijote. Te puedo resumir estos años en una frase: “Muchos años ha que es

grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”.

-¡Ea, ea!, don Miguel, que no diga la posteridad que el mejor escritor que nunca

viera España se dejó vencer por la adversidad, de la que tantas veces fue compañero.

-Si la adversidad me acompañó, no es menos cierto que el destino me premió con

algunas lisonjas literarias, aunque debo decir que “todos aquellos libros son cosas soñadas

y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no de verdad alguna...”

-¿Es cierto que en 1584 en Madrid, Lope de Vega y vos, señor, estáis en relación

con la compañía de un tal Jerónimo Velázquez?

-Cierto, cachidiablo metomentodo. Lope, por cierto, tenía quince años menos que

yo, y los dos cortejábamos a bellas damas: Lope a Elena de Osorio y yo estaba prendado

de Ana de Rojas. Yo apreciaba a Lope, y nunca traté de entablar lances literarios con él, y

menos con su espada; él, no sé por qué no me soportaba. El poema con el que comienzas

estas palabras mías, tuvo por su parte esta contestación: “Yo no sé, ni sé si eres

Cervantes -me escribió- sólo digo que es Lope Apolo, y tú, brisón de su carroza y puerco

en pie”

Don Miguel de Cervantes Saavedra queda en silencio, postrado no sé si de dolor o

de esfuerzo. Abro un ventanuco de la habitación y veo que el día florece en un hermoso

amanecer, todavía rojizo de la luz del alba. Descorro una pesada cortina de paño azul y

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dejé que la luz natural inunde de vida las ropas del oscuro lecho que ocupa don Miguel.

Todavía estamos solos, pero soy consciente de la premura del tiempo. Debo darme prisa y

terminar esta conversación con mi señor pues necesita preparar ya su alma ante la

llegada de la Parca inevitable a esta casa de la calle del León de Madrid.

-Abrevia, criatura de mi mente. No me atormentes con más preguntas, que si callas

yo sabré decirte aquello que necesitas saber.

-Señor...

-No, no hables, digo. El mundo cambia y los hombres pasan. En septiembre de

1598 muere don Felipe II, y yo escribo en su honra el soneto “Al túmulo del rey Felipe II

en Sevilla”. Entre ese año y 1603 resido en Sevilla, Madrid, Esquivias y Toledo. El mismo

año traslado mi hogar a Valladolid, donde Felipe III había establecido la corte. Me

acompaña mi hija Isabel de Saavedra, huérfana de su madre Ana Franca. Y, en

septiembre de 1604, me conceden el privilegio real para publicar el Quijote. Entonces

¡otra vez la desgracia! es mi horizonte. La noche del 27 de junio de 1605 es herido

mortalmente por un desconocido, ante la puerta de mi casa de Valladolid, en extrañas

circunstancias, el caballero de la Orden de Santiago Gaspar de Ezpeleta. Acudí en su

auxilio, Dios no me perdone si así no lo hiciera, pero a los dos días me detienen junto a mi

familia, es decir, mi mujer, mis hermanas Andrea y Magdalena, Constanza, hija natural de

Andrea, e Isabel, mi hija natural. Todas la mujeres de mi vida, excepto mi madre y Ana,

que ya estaban en la Gloria y se libraron de la afrenta de la gente vulgar que las llamaba,

despectivamente, “las Cervantas”. Estuve sólo un día en la cárcel, pero no me negaron

esa vejación.

-Lloro por vuestra tristeza, señor. Pero la mañana huele a libertad y ya puedo

escuchar los cascos de Rocinante y la parla de don Quijote con Sancho... ¿No es cierto que

pasan ahora por nuestra calle, don Miguel?

-Siempre los oigo, hermano cachidiablo. En efecto, en los primeros días de 1605

acabó de componer se esta novela, en una de las cuatro imprentas que había por

entonces en Madrid, la situada en la calle de Atocha: Con privilegio,/ en Madrid, Por Iuan

de la Cuesta. Mi novela era, básicamente, una invectiva contra los delirantes libros de

caballería. El personaje, don Alonso Quijano, es el fiel reflejo del hidalgo pueblerino de la

época. Con un mediano pasar y un mortal aburrimiento que combate leyendo día y noche

libros de caballería. Y Sancho Panza, te preguntarás; pues Sancho es fiel y contradictorio.

No entiende de idealismo ni de aventuras osadas; él ve la realidad: molinos de viento,

rebaños de ovejas, galeotes, leones en la jaula... y necesita aliviar el hambre de su tripa,

vivir en paz junto a Juana Panza, y, a lo sumo, suspira por una atractiva ínsula de

Barataria.

-Es privilegio de este cachidiablo adelantar el futuro, y os digo, señor, que un gran

poeta inglés, Lord Byron, dirá de vuestra obra: “Es la más triste de todas las historias, y

es más triste porque nos causa risa; justo es su héroe, y todavía va en busca de la justicia

(...) son sus virtudes las que le vuelven loco”.

-Loco no sé, pero viejo... Aunque estos años postreros son los más fructíferos.

Desde 1585 cuando publiqué La Galatea no había publicado otro libro hasta veinte años

después, con esta Primera parte del Quijote. Entonces conocí un cierto éxito al ganarme la

confianza de los editores. En 1613 aparecieron las Novelas ejemplares; en 1614 el Viaje

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del Parnaso; en 1615, tras la publicación del falso Quijote de Avellaneda, la Segunda parte

del Quijote y las Comedias y entremeses; y, en 1617, póstumamente, el Persiles y

Sigismunda. Pero dejemos para otros sabios, bien a mi pesar, lo opinión que les merezca

mis obras, y tu, cachidiablo, con el permiso del Creador me traerás noticias de todo ello.

***

Murió mi señor don Miguel de Cervantes Saavedra el 22 de abril de 1616 en su casa

de la calle del León de Madrid, dos días después de mi conversación con él junto a su

lecho de muerte. Ahora debo recordar, y aclarar, que yo no existo, ni nunca tuve

envoltura carnal ni ánima de espíritu ni otra cosa en mis carnes que no fuera materia de

los sueños de don Miguel; y que con tinta negra estamparon los moldes de la imprenta mi

nombre sobre la página blanca del más grande de sus libros.

Tres días antes de morir, en vísperas de nuestra conversación, le vi escribir unas

emotivas palabras:

“Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan.

Puesto ya el pie en el estribo,

quisiera yo no vivieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras

las puedo comenzar, diciendo:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

gran señor, ésta te escribo.

Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias

crecen, las esperanzas menguan, y, con todo eso, llevo la vida sobre el deseo que tengo

de vivir, y quisiera yo ponerle coto (...) Pero si está decretado que la haya de perder,

cúmplase la voluntad de los cielos...”.

Don Miguel de Cervantes Saavedra fue enterrado en el convento de las Trinitarias

Descalzas de la calle de Cantarranas. Puedo atestiguar y así lo afirmo, que ese día todos

los personajes nacidos de su portentosa imaginación rezamos una oración por su descanso

eterno.

Post tenebras, spero lucem

En Burgos, sin fecha cierta

Carlos de la Sierra

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Eloy Luna

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¿Y SI CERVANTES HUBIESE SIDO BURGALÉS?

Supongamos por un momento que la partida de bautismo de Miguel de Cervantes,

en lugar de estar fechada en 9 de octubre de 1547 en la parroquia de Santa María la

Mayor de Alcalá de Henares, partida que hoy día se considera la verdadera, hubiera

estado inscrita en alguna de las parroquias de nuestra ciudad, cualquiera de las que tanto

abundaron en nuestro Burgos en el S. XVI. Si así hubiera sido es seguro que D. Quijote

hubiera hollado terreno burgalés y recorrido caminos cubiertos de encinas, quejigos,

aulagas y brezales pero ausentes de jaras, alcornoques, olivos y laureles. La geografía

manda.

Pero como Cervantes no nació en Burgos, los burgaleses nos hemos tenido que

conformar con homenajear su memoria, con estudiar y analizar su obra, y algunas

personas harto creativas y lúcidas han sido capaces de trascender la considerada su

mayor creación, El Quijote, y hasta añadirle partes, capítulos y versiones, como el Quijote

de Rives, imaginado por Atapuerca, o los guiones teatralizados para la radio de María

Teresa León.

Pese a la gran fama y trascendencia del escritor cervantino hay muy pocos datos en

Burgos sobre su influencia en siglos anteriores al XIX. Hace poco una investigación ha

descubierto que hasta Shakespeare (cuya vida curiosamente tuvo muchas analogías con la

de Cervantes) conocía y había leído el Quijote, y que algunas de las obras de este poeta y

dramaturgo inglés recibieron beneficiosas influencias del estilo y composición de esta

obra. No tenemos en Burgos noticias de tanto alcance ni de la posible influencia en otros

autores, ni conocemos si en alguna de sus imprentas se compuso la obra cervantina. Lo

que sí sabemos es que en algunas de las bibliotecas burgalesas de otros siglos se contaba

con su obra, como en la del canónigo Juan Cantón Salazar, pero poco más podemos decir.

Para ver claramente el ascendiente Cervantino hay que llegar al s. XIX y gran parte de

lapasión que se despertó entonces tuvo mucho que ver con la tercera parte que escribió el

bachiller Avellanado, como se hizo llamar Rives, escritor completamente fascinado por El

Quijote, al que ya nos hemos referido.

En 1878, algunos actos religiosos y veladas literarias conmemoraban a Cervantes y

su obra, pero no fue hasta 1905, con motivo del tercer centenario de la publicación del

Quijote, cuando se desata en Burgos la pasión por el escritor y se suceden los actos

culturales en su nombre. Tanta actividad alcanzó a la denominada Sociedad Cervantes

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(fundada en 1903) y sus actuaciones teatrales, como queda reflejado en el periódico local

de la época El Papamoscas.

En este año, rico en eventos (porque también fue el año del eclipse solar) la

colocación de un busto del escritor en el Paseo de la Isla fue uno de los actos

principalescelebrados para esta ocasión. Este busto, copia de uno hecho por el catalán

Rosend Nobas el año 1871 y presentado en la Expo Universal de Viena en 1873, se hizo

así a instancias de Isidro Gil, fue fundido en la casa Masriera de Barcelona, y se cuidó

minuciosamente hasta del monolito donde iba a ir colocada la cabeza de Cervantes porque

fue un diseño de Saturnino Martínez.

Al día siguiente de la inauguración del busto tuvo lugar en el Teatro Principal un

homenaje al escritor, y también en esta ocasión fue Isidro Gil quién proyectó los

decorados del escenario, y el escultor Fernando Hernando, formado en la Academia de

Dibujo del Consulado, fue el encargado de la realización de unos bustos de arcilla de

Cervantes, D. Quijote y Sancho, que acompañaron el teatro. Guillermo Roca, profesor del

Instituto, realizó el diseño de un estandarte que se exhibió en todos estos actos. Todas

estas obras fueron muy alabadas, según los diarios de la época como El Papamoscas que

ya hemos mencionado, y por estas fechas fueron pródigos en publicaciones en honor del

escritor complutense.

El nueve de mayo de este mismo año se celebraron unas solemnes exequias en la

catedral por el alma de Miguel de Cervantes, como se recoge en el libro de los Maestros

de Ceremonias, y se contó con la asistencia de todas las autoridades eclesiásticas, civiles

y militares del momento. Hubo oración fúnebre y un elogio del autor del Quijote

pronunciado por el canónigo magistral Ángel Marquina Corrales.

El centenario de 1905 potenció además la edición de obras del Quijote, de las que

se repartieron 1.000 ejemplares entre los escolares. La editorial Hijos de Santiago

Rodríguez, alentada además por la Órdenes del Ministerio de Instrucción Pública que

invitaba a leer el Quijote en las escuelas, publicó diversas obras para acercar a Cervantes

al público infantil y juvenil. Esta editorial aprovechó el buen hacer de especialistas

burgaleses y foráneos que redactaron y adaptaron los textos y los ilustraron. Uno de los

libros más conocidos publicado en el primer tercio del s. XX fue el de Martín Domínguez

Berrueta con dibujos de Evaristo Barrio. “Las Historias de Don Quijote”.

También Fortunato Julián dedicó muchos dibujos a las páginas de distintas

ediciones de la obra y otros numerosos artistas hicieron lo propio.

Las conmemoraciones Cervantinas se sucedieron en Burgos en el primer cuarto de

siglo y ya en el año de 1916, con motivo del III centenario de la muerte del escritor,

Federico Cepeda, pintor sordomudo que tuvo cierta proyección en Madrid, realizó una

escenografía cervantina que fue muy celebrada.

Los temas del mundo quijotesco tuvieron también amplia difusión en las

Exposiciones Nacionales, en una de ellas participó Marceliano Santamaría con su obra “El

entierro del pastor Crisóstomo” y fue testigo de la seducción que generaba esta temática

en los autores y creadores del momento

Podríamos seguir enumerando en el S. XX y en el XXI a todos aquellos que

quedaron prendados de la obra de Cervantes y se acercaron y siguen aproximándose con

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diferentes visiones e interpretaciones a su mundo novelado, y como el escritor sigue

presente centenario tras centenario en todos los actos y homenajes que se prodigan.

Todavía Cervantes y su obra son objeto de continuo estudio e inspiración, su genio sigue

vivo y no está dicha aún la última palabra.

Esther Pardiñas

Bibliografía: Libro de los Maestros de Ceremonias ACB

Diarios El Papamoscas (1905), Diario de Burgos (1905) Don Quijote en la catedral. Catálogo de la Exposición 28 de octubre a 4 de diciembre de 2005. (René Jesús Payo, Juan Carlos Estébanez, Eduardo Munguía)

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Vieja sabia

La casa rural resultaba agradable;

los muros anchos aseguraban paz y

tranquilidad, el escudo de armas, el

musgo en las piedras, la puerta doble...

Casi podía ver al señor de la casa a

caballo y espada en mano dirigiéndose a

una cruzada.

Yo estaba de paso, sólo había

parado a comer y esa tarde llegaría a mi

casa después de unos días de trabajo

agotador. Era un poco temprano, así que

decidí tomarme un verdejo en la sala de

lectura mientras se hacía la hora de

comer. La sala era sobria y fría pero muy

luminosa, con unos estantes combados

por el peso de los libros.

Al fondo de la estancia brillaba el

fuego de una chimenea. Me acerqué

hasta allí para descubrir que no estaba

sólo. Una anciana descansaba en un

butacón con la mirada perdida en las

llamas. Me senté en el otro butacón,

frente a ella, y con el verdejo en las

manos le dí las buenas tardes. Alzó la

cara. Unos ojos azules, que conocían el

peso del mundo, me miraron, me

desnudaron, diseccionaron mi alma y

volvieron a juntar los cachitos de mi vida.

Titubeé. Mis labios temblaron y la copa de

verdejo casi se me cae al suelo. Ante mis

gestos la anciana sonrió y el fuego se

avivó por un segundo, la sala tomó

calidez y los libros recobraron parte del

brillo perdido. No recuerdo lo que me

dijo, pero su voz, profunda y femenina

aún, llenó la estancia como si fuesen las

propias piedras y las maderas del suelo

las que hablasen.

La historia de su vida era la

historia del mundo, la eterna lucha

contada a través de unos labios

ligeramente carnosos y una lengua vivaz

que articulaba los ecos de una savia vieja

paseando por los recuerdos de aquella

vieja sabia. Sus ojos no soltaban los

míos, salvo algún momento en los que

me permitían observar detalles como las

ondas de una melena blanca y fuerte,

una falda de paño marrón que cubría

unas piernas cansadas de haber recorrido

medio mundo acompañada del amor de

su vida, el jersey de lana crudo o el chal

en tonos ocres.

Me habló del árbol al que se subía

de niña cuando se enfadaba con su

hermana, de los abrazos de su madre

cuando por las noches tenía aquellas

pesadillas en las que se perdía en el

hayedo que había detrás de la casa, de

cómo le gustaba pasear del brazo de su

marido y que todos les viesen y también

de los hijos que nunca llegaron. Mientras

me susurraba los secretos de su reciente

soledad yo la comparaba con la mía, las

historias de sus viajes eran el reflejo de

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mis proyectos y en el recuerdo del amor

a su marido descubrí mis propios sueños.

En un momento dado sus manos

cubrieron las mías. Eran unas manos

firmes, sin los tembleques propios de su

edad. Se acercó a mí para darme un

abrazo y un aroma a canela y vainilla

absorbió mi propio olor. No sé quién

abrazó a quién, ni de quién partió el

consuelo, ni a quién le llegó. Cuando

abandonó la habitación me escocían los

ojos, la copa de verdejo estaba vacía y

yo, de alguna forma, lleno.

Durante el viaje de vuelta el móvil

no dejó de sonar, mi vida me reclamaba

de nuevo. Sin darme cuenta me habían

dado las once de la noche y no había

podido ni quitarme los zapatos. Me

desnudé, me metí en la cama y así, a

solas, con la luz apagada, cuando el

mundo parecía que iba a volver a

engullirme con su ritmo frenético, un olor

a canela y vainilla pareció emanar de mis

propias sábanas acunándome. Una

sonrisa cruzó mi rostro y una sensación

de paz me envolvió.

No había vuelto a tener esa

sensación desde que abandoné el

orfanato.

Sergio Ribote García, el Contador de

Historias

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Solicitud de suicidio

Entró en la página web del Ministerio de Muertes Voluntarias, y se fue al apartado

de solicitud de suicidio. Rellenó todos los datos que le pedían las diferentes casillas.

Cuando acabó pulsó enviar. A las dos semanas, recibió la respuesta por correo

electrónico: habían aprobado su solicitud. Aquella misma tarde se ahorcó en la soledad de

su apartamento. Al día siguiente, funcionarios del gobierno pasaron a recoger el cadáver.

El primer día de las rebajas

Era el primer día de las rebajas, y en la calle se apelotonaba la gente a la espera de

que abriesen las puertas de aquellos grandes almacenes. Cuando lo hicieron, decenas de

personas entraron en tromba en busca de alguna prenda económica, de cualquier ganga

que pudieran encontrar. Lo que ninguno se esperaba era que varios individuos vestidos de

indios los recibiesen a flechazos, con lo cual, bastantes cayeron muertos o heridos y

cundió el pánico. Todos huyeron despavoridos, pero entonces, otros tantos individuos

vestidos de vikingos, aparecieron de detrás de los mostradores armados con hachas y

escudos, salieron en su persecución y mataron a hachazos a todos cuantos dieron alcance.

A todo esto, un tipo de aspecto estrafalario y de lacia melena —la cual asomaba bajo su

visera—, con un megáfono en la mano, gritaba a un par de cámaras que estaban sentados

en unas sillas altísimas ubicadas en sendos rincones: “Rodadlo todo, que no se os escape

ni un detalle, este spot va a ser un bombazo y más lo va a ser nuestro eslogan:

“Almacenes Tiffany’s, morirás por comprar en ellos”.

Enrique Angulo Moya

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La gárgola

La señora Emma Laurie vivía en el

número ocho de Park Lane, una calleja

tortuosa y, a menudo, embarrada, que,

desde el otoño a la primavera, había que

atravesar apoyándose con firmeza en

unas cuantas baldosas que el señor

Laurie había dejado caer años antes, aquí

y allá, bajo la sombría protección del

alero de la casa, hasta poder cruzar a la

calle principal asfaltada por el

ayuntamiento. La anciana señora bajaba

por la callejita cada día para hacer la

compra tambaleándose bajo el peso de

una gárgola, que aleteaba, exactamente

del mismo modo que los buitres, para

mantener el equilibrio sobre su hombro

huesudo. Aunque arrastraba un

deshilachado bolsón de cuadros

escoceses en la otra mano para

compensar el trabajo del brazo izquierdo,

de hecho, se la veía tan claramente

arqueada y torcida desde la cadera a la

cabecita gris, caminando a pasos tan

lentos y forzados con sus diminutos pies

enfundados en las mullidas zapatillas

negras, que resultaba imposible no

imaginarla como una interrogación

ambulante.

El señor Laurie acostumbraba a

realizar frecuentes viajes, que lo alejaban

de la casa por un día o dos. Regresaba

cargado de yogures. Siempre vestía

chaleco y una chaqueta de pana de estilo

cazador. Le agradaba particularmente el

color rojo, sobre todo desde que vio unos

rasguños algo profundos que la gárgola le

había provocado a Emma en la clavícula

al aferrarse para no resbalar, en aquellos

tiempos en que todavía vacilaba,

inestable, sobre su espalda. Pintó la

puerta de la casa del mismo tono; luego

le colgó un llamador en forma de garra

de águila que sostenía una pelota.

La gárgola solía imponer su opinión

sobre cualquier asunto que considerara

que afectaba a los defectos y las

obligaciones de Emma. Le chiflaba

expresarse como una antigua institutriz

decimonónica, con una dulzura maternal

machacona y terca; sin embargo, la

señora Laurie la obedecía con tal

humildad que se transparentaba su

terror. Nadie en el pueblo daba crédito a

su paciencia, o su resignación, con el

vejestorio emplumado, impertinente y

grosero, hasta que unas amigas fueron

testigos de las razones de su sumisión

durante una merienda. Deseaban

celebrar esplendorosamente el

cumpleaños de la más joven en una

adorable –y carísima– casa de té a las

afueras del pueblo, entre jardines de

rosales amarillos y hortensias

reventonas. Se sentaron, muy

ceremoniosas, charlando como palomas

que zurean en el mes de mayo, en una

mesa cubierta por manteles de bordado

Richelieu y tazas de porcelana miniadas

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de oro. Las camareras sirvieron pastelitos

de crema coronados por petunias de

mazapán: los pastelitos que se le

aparecían a la señora Laurie en sus

ensoñaciones sobre el paraíso. Como

eslógico, alargó unos dedos ávidos hacia

la bandeja.

—No deberías hacer eso, querida

—chistó, rápida y autoritaria, la gárgola.

—¿Tú crees? Tienen una pinta

estupenda... sólo comeré uno. Uno

pequeño –ofreció esperanzadamente la

señora Laurie.

—Sinceramente, las dos sabemos

que tú sabes que no te conviene y que te

subirá el azúcar —siseó un final

escandalosamente amenazador.

—Si son casi nada... —susurró la

anciana—. ¿Y qué va a decir Marie, que

me ha invitado? Si no como ni uno, se va

a creer que se ha gastado el dinero en

balde.

—Sabes que no debes hacerlo; no

podrás detenerte después del primero,

eres débil y te pondrás como una cerda

delante de todas tus amigas... Emma,

que nos conocemos... —ahora el tono

malévolo le babeó por el pico, torcido con

una sonrisa maloliente.

—Pues me apetece —se opuso,

chulesca, la señora Laurie, y con una

hábil maniobra se zampó el pastelito.

—¡Estúpida! ¡Glotona! ¡Todos te

miran pasmados de que puedas estar tan

gorda, y aún comes más! ¡No eres capaz

de seguir ni una sola de tus propias

reglas! —explotó la gárgola; de pura

rabia comenzó a arrancar mechones

enteros de la cabellera rizada de la

señora Laurie y siguió gritándole y

humillándola en público, mientras le

arreaba picotazo tras picotazo, hasta que

la pobre mujer, envuelta en llantos e

hipidos, corrió al baño a vomitar los

tristes restos del pastel y después

escapó, casi asfixiada de vergüenza, del

local, dejando a sus amigas perplejas.

Nadie, ni de sus próximos ni de

sus conocidos, volvió a mencionar el

incidente. La venganza de la gárgola

furiosa se perpetuaba días y días en la

soledad de la cocina. “Limpia eso, sucia”.

“Sí”, obedecía la señora Laurie con un

hilillo de voz. “Nadie te soporta, puerca,

zampona, torpe; menudo espectáculo

diste; no volverán a llamarte”. “No”,

respondía entre lágrimas la señora

Laurie, suplicando para sus adentros que

la terrible perseguidora se calmara y

descansase. Durante las reprimendas

infinitas, sentía que iba a estallar de

pánico, cuando el agrio sonsonete

indesmayable se explayaba hora tras

hora en sus insultos, sus órdenes y sus

premoniciones de desastres. La oronda

gárgola conocía y llevaba el recuento de

cada uno de sus errores pasados; nada la

complacía tanto como “desenrollar el

rollo” y cantarle las letanías.

Pero otras veces, curiosamente,

podía transformarse en una amable

compañera, que piaba blandísimos

consuelos en su oído, halagándola con su

sabiduría y su incomparable memoria —

ambas, muy útiles para la señora Laurie,

quien, desde su infancia, se había

portado como una chiquilla olvidadiza y

poco observadora. Además, la había

salvado de algunos peligros... sí, estaba

muy segura de que, sin su avispada

gárgola, no habría podido adivinar las

intenciones ocultas y resbaladizas de

mucha gente que la había odiado o

engañado. Incluso, la embargaba un

orgullo goloso al verla esponjar las

longuilíneas plumas irisadas de turquesa

y gris, estirar el pescuezo y gorjear con el

pico entreabierto como un pollito, cuando

paseaban juntas al atardecer y se

arrullaban con novedades la una a la

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otra. ¡Ah...! ¡Qué felicidad compartir esos

cotilleos, para anticiparse a los envidiosos

y a los tontos! La señora Laurie casi

nunca se daba cuenta de los

pensamientos ajenos, pero la gárgola...

¡la gárgola era muy lista! A pesar de que

Emma estaba acostumbrada a que ni una

de las circunstancias de su existencia

quedara a salvo de la inquina y la

agudeza del pájaro, había un detalle en el

que aún le molestaba que hurgase con

sus discursos: el señor Miller. El señor

Miller ocupaba una pequeña parte entre

sus posesiones: concretamente, el

interior de una caja rectangular decorada

con espejuelos y bordaduras indias; pero

en sus pensamientos llenaba varios

armarios roperos y se extendía a lo largo

de infinitos tapices que destilaban figuras

enigmáticas en sus sueños. El señor

Miller y la señora Laurie se habían

conocido cuando la gárgola, más

jovencita y menos tripuda, le permitía a

Emma caminar erguida, inclinando sólo el

cuello y balanceando ligeramente una

cadera para compensar: estas cualidades,

junto a su corto cabello rubio, le daban,

en aquel tiempo, un porte encantador y

especial. Emma enloqueció de amor por

el señor Miller, pero nunca se lo confesó,

excepto con miradas ardientes. Él era

también demasiado tímido, aunque

detallista y amable; no se decidía a robar

el beso que ella ansiaba fuera robado.

¿Por qué Emma no se percató de eso?

¿Por qué nunca tomó la iniciativa, en uno

de aquellos días azules entre los

manzanos? ¿Por qué, a pesar de que se

estuvieron viendo con cierta regularidad

durante diez años, y carteándose treinta

y dos, no se atrevió a sincerarse alguna

vez acerca de sus intensos y jamás

olvidados sentimientos? Como

sentenciaba de tanto en tanto la gárgola,

despiojándose su plumaje de pavo real

displicentemente (y en esto Emma

coincidía con fervor), el señor Miller debía

hacerlo primero y debía haberlo hecho en

su momento. ¿Acaso no parecía que él le

daba indicios, y acaso ella no le respondió

con señales clarísimas? Si no las había

tomado en cuenta, debía de ser porque

Emma estaba amargamente equivocada

en sus intuiciones, o bien —este

pensamiento la obsesionaba y le

escocía— porque no merecía retribución

similar; por tanto, la gárgola y ella

concluyeron que convenía más, para la

seguridad de su corazón, permanecer a la

espera, en un penumbroso silencio

infestado de palabras podridas. Ni el beso

ni la declaración de amor se produjeron

jamás. Por otra parte, después ya no

hubiera sido decoroso, a causa del señor

Laurie, que precisamente entraba por la

puerta en ese instante, cargado de

berenjenas. El señor Laurie había sido un

novio fiable y un buen esposo. Incluso,

un esposo ejemplar. No discutían,

prácticamente. Pasaba las mañanas en su

despacho, sin molestar, y comía sin

escupir fragmentos alimenticios. En

conjunto, Emma experimentaba gratitud

por su vida en común: una vida tranquila,

con pocas expectativas, pero muy

manejable. Si de tarde en tarde dejaba

que sensuales monstruos con el rostro

del señor Miller asaltaran sus pesadillas,

la cruel gárgola los reprimía con prolijos

sermones y picotazos que le quitaban las

ganas de repetir.

El señor Laurie murió un invierno

lluvioso, en que la calle, delante de la

puerta pintada de rojo, se había

convertido en un cenagal. Hubo que

llevarlo chapoteando a enterrar en el

estrecho cementerio, que, por suerte, se

encontraba a distancia de un relajado

paseo de Park Lane; su esposa se

encargó de saturar la losa con ramos de

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flores rojas —pero de plástico, porque se

habían inundado las carreteras con el

chaparrón y la florista sólo consiguió

aparcar su furgoneta tres días más tarde.

Por entonces, la gárgola le dio a Emma

un respirete: se apoderó de ella un alivio

brutal. Vació la nevera. Descubrió un nido

de ratones en el semisótano y los

exterminó. El enlucido de las paredes del

exterior había ido descascarillándose de

modo casi imperceptible durante una

década, hasta que se asomaron jirones

de la madera original; contrató un

operario barato que, raspando, raspando,

las desnudó de porquería. Ahora pensaba

a menudo en su marido: si sería feliz o si

sufriría con el viento frío de marzo,

tumbado en su caja. Soñó que él y el

señor Miller habían ido de pesca y traían

enganchadas en las cañas las piernas

ortopédicas de ella: el sobresalto la

despertó mientras se palpaba las canillas,

por si acaso.

Estaba limpiando el polvo del

taquillón cuando la ahogaron

pensamientos confusos sobre el más allá.

La gárgola estaba dormida, apoyada en

una pata, y roncaba por los orificios

nasales del pico como un gigantesco

periquito deforme. Notó que ya le iban

doliendo a punzadas los riñones y los

codos; incluso, le hormigueaba el callo

que se le había formado en el hueso que

servía a la gárgola de percha. Se sentía

vieja, pero sin desarrollar, como una

bellota verde vacía que se arruga y

golpea el suelo del bosque... Al concluir

su tarea, todavía sin soltar el trapo, se

dejó caer lentamente en una silla.

—Estoy cansada —declaró al

silencio.

En el pueblo, los meses de verano

sucedieron a los anteriores del modo

correcto, en un orden natural no

aleatorio. Emma agonizaba a solas,

arropada en su cama, en tanto la gárgola

se estaba columpiando, incómoda, en las

volutas metálicas del cabecero.

—Me muero, cariño —murmuró la

señora Laurie, aferrando el embozo de la

sábana; sus manos y sus pies se habían

convertido en sarmientos—. Esto es el

final de todo, me doy cuenta... —rompió

a sollozar desesperadamente, buscando

en el pájaro una pizca de consuelo—.

Dios mío... ¿hay algo más después?

—Para ti, nada —gruñó la gárgola,

seca, atusándose el plumaje en

persecución de un piojo; sus iris amarillos

contemplaron fijamente los ojos muy

abiertos, espantados, de la anciana, que

expiraba sin ruido, con un leve gesto de

dolor.

Las amigas íntimas se hicieron

cargo del entierro, que no fue muy

concurrido, pero tampoco solitario: una

despedida razonable de aquellas que la

amaban. La gárgola siguió costeando

cada mes la tasa del agua y las basuras;

abandonó el pago de la electricidad,

porque se le cansaba mucho la vista,

después de tanto trabajo duro de

madrugada aleccionando a la tozuda de

Emma, y ya sólo soportaba acomodarla a

la suave luz diurna del sol tras las

cortinas; por otro lado, no tenía intención

ninguna de gastar en calefacción: su

plumaje la calentaba de maravilla y, si la

noche quería presentarse muy áspera,

sobraban en la casa suficientes mantas y

edredones entre los que acurrucarse.

Ocasionalmente, escribía postales

anodinas al señor Miller y renovaba las

flores rojas en la tumba de mármol del

señor Laurie. Dado que no necesitaba

usar el camino embarrado para salir a

hacer la compra —con un aleteo

torparrón alcanzaba enseguida la calle

principal—, las baldosas resquebrajadas

sucumbieron lentamente a los barrizales

de primavera, hasta que el número ocho

de Park Lane quedó aislado del mundo

por tierra, convertido en una isla

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43

misteriosa entre la niebla invernal, en un

extraño y triste Avalon.

Tras el fallecimiento de la señora

Laurie, se pudo comprobar que el

monstruo azulado que había pasado años

oprimiendo y espachurrando aquel

cuerpecillo femenino era el auténtico ser

vivo, pensante, y que la anciana no había

sido más que su poste, su andador, su

taca-taca.

Mercedes García Rega

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La vida que te espera

Si alguien llama a la puerta,

métete debajo de esta trampilla, y las

palabras de tu madre sonaban a

testamento de película, las pestañas

amañadas, el mentón absorbido por la

centrifugadora de los problemas.

Cenabais en silencio. El sonido de

los tenedores se estrellaba contra la

mudez del aire, los espaguetis sosos en

demasía, el tomate triturado por el

pasapurés de los contratiempos. Ni

siquiera encendíais la televisión. Las

noticias, absurdas, coaguladas en una

división geográfica de las antípodas,

brotaban de una radio expuesta al polvo

en un rincón del comedor. La

contundencia de los hábitos permanecía

en su sitio, la masticación pausada, el

agua de los vasos limpia como la

naturaleza de vuestras almas. Oías a la

criada fregar los cacharros, colocarlos en

el escurreplatos, cerrar la bolsa de la

basura y comprobar la espita del gas.

Todo era idéntico, amorfo,

penetrantemente negro alrededor de la

noche. La confianza se enturbiaba a

marchas forzadas. Al cabo, observabas la

valentía del mastín por la ventana. No

ladraba, no se movía, atento a los

deslices peligrosos de los enemigos. Veías

su morro paralizado en la caseta, los

belfos encharcados con la untuosidad de

siempre, las patas delanteras poderosas

como el trueno bajo la anchura del pecho.

El orden natural de las cosas reinaba en

torno al caparazón de la sinrazón que

llegaría, antes o después, en forma de

compromisos ineluctables. Al final subías

a la planta de arriba y una línea de luz se

colaba por debajo de la rendija de la

puerta de tu madre. La imaginabas

sentada en su tocador, ensimismada con

el grosor de las arrugas en su faz de

alabastro, tocando la piel que envejecía a

toda pastilla en la esbeltez de su cuello.

Solo llevaba viuda dos semanas, pero

parecía que las desgracias, empecinadas,

contantes y sonantes, se extendían por el

horizonte con afán de mancha petrolífera.

Papá no viene hoy a comer, y la

sopa de pescado humeaba con olor a

congrio delantero, las espinas separadas

por la valía de su mano, el sabor

inigualable.

En realidad él no iba a casa casi

nunca, el preámbulo de las excusas

explotado hasta la saciedad, las llamadas

de teléfono exiguas. Tus padres se

trataban macerados en una educación

decimonónica, pero las rencillas se

quedaban en el pasillo, inertes,

acentuadas sin ardor, a la espera del

advenimiento de un mesías que

apuntalara los pilotes de la relación. Ni

siquiera los domingos, tras el paripé de la

misa, entrabais en el porche con la cerviz

alta. Siempre había que mirar hacia

atrás, por si las moscas, por si los

hombres de las familias rivales oteaban el

contorno, por si un gato negro decapitado

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llegaba volando hasta estamparse en la

verja del jardín en señal de mal fario. Te

acostumbraste a la ausencia paterna. De

todos modos en la infancia, dentro del

mundo de las hadas y de los monstruos,

dibujaste un refugio donde él resolvía

contigo los jeroglíficos del devenir. Se le

veía pletórico, seguro de sí mismo,

consciente de la importancia de haber

consolidado, con gran esfuerzo, los

cimientos de la familia. Soñabas con él a

menudo. Corríais juntos por las pistas de

atletismo de las afueras de la ciudad, en

dos calles paralelas, con el jadeo de los

galgos en el repiqueteo de las bocas.

Luego el lazo del sudor os unía y la

calidad del vínculo, sagrada, azuzaba el

ronroneo de las risas. Allí también

existían las precauciones, los ojeos

continuos por si acaso, la puerta de

acceso a las instalaciones vigilada por tus

primos segundos. Te despertabas con el

agua hasta el cuello y las sábanas,

empapadas, amarraban la perfidia de las

pesadillas al eslabón de las caricaturas.

Papá no puede venir a la fiesta de

tu cumpleaños, y la interrogación de los

porqués se embarraba con la nata de la

tarta, la desazón engurruñada sobre las

flores malvas de las glicinias, el jaleo de

los compañeros de la clase estentóreo.

La costumbre se hizo ley con el

desfile irremediable de los años. Ya no te

sorprendías con la lista infinita de los

pretextos. Al principio los anotabas en el

cuaderno de tu mente, pero después la

tarea terminó por aburrirte. Tu madre

esbozaba una cara de circunstancias

repetidas y tú ya intuías de sobra lo que

ocurría. Así se pasaron los semestres

ágiles de la puericia y los bienios

descabellados de la adolescencia. Cuando

tu ser, zarandeado por el varapalo de las

hormonas, pero recto como un mástil de

velero, estaba a punto de ingresar en la

universidad, lo mataron. Apareció en una

cuneta, desnudo, con un tiro en el

corazón y cuatro tornillos de rosca

clavados en la frente. En la prensa

amarilla se habló de ritual, de ajuste de

cuentas y de venganza infernal entre

bandas rivales. Un par de periodistas de

trajes mediocres intentaron colarse en el

funeral, pero fueron neutralizados con

rapidez por tus primos segundos. Querían

carnaza fresca para los titulares de los

sucesos, sangre fácil internada entre la

reja de los renglones, lujuria aspaventosa

de una innominada secta demoniaca.

Tres días duraron las noticias ostentosas

acerca del asesinato del gran jefe.

Después los gacetilleros se olvidaron

porque un tren de pasajeros descarriló en

una curva de la provincia, los catorce

muertos elevados a los altares, los cien

heridos entrevistados con micrófonos

minúsculos. A partir de su desaparición,

dejaste de pensar en él, en sus regalos

navideños envueltos con papeles

fosforescentes y en sus cheques enviados

con remites falsos. Se desvaneció,

brumoso, parcamente cariñoso,

empaquetado en una caja sobre la que

cayeron terrones de arcilla mojada por

las lágrimas de tu madre.

La abuela quiere hablar contigo, y

las sílabas impepinables de la orden

estremecían la paz del hogar, la cita

ineludible, la matriarca aposentada en un

trono de reina indiscutible.

Fuiste a verla un viernes por la

mañana, las clases paralizadas por el

sindicato de estudiantes anarquistas, el

ocio inabarcable. Dispersos por la

entrada, suspicaces, iguales que raposos

hambrientos, tus primos segundos

alzaron las cejas en señal de

reconocimiento. Eran cinco. Habían

nacido seguidos, año tras año, como si la

santa de su progenitora hubiera echado

la cuenta de la vieja adrede. Todos eran

hombres de pelo en pecho, la frente

pronunciada, el reverso de las manos

presto para clavarse en la pistolera del

sobaco. Apechugaban en sus espaldas

con docenas de fiambres y el fanal de su

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reputación aviesa resplandecía a lo largo

y ancho del país. Su especialidad

consistía en colgar a los elegidos. Primero

se refocilaban con la tortura y luego, de

propina, concentrados en una costumbre

de herencias remotas, ataban la soga

alrededor del pescuezo de sus víctimas y

los guindaban en cualquier puente de la

ciudad. Nunca dudaban. No les importaba

la edad, el género o la condición social de

quien era señalado. Obedecían sin

preguntas, con fidelidad de lacayos,

dispuestos a todo con tal de preservar

intacto el honor de la familia. Iban a la

cárcel de vez en cuando, por poco

tiempo, hasta que los abogados

conseguían una fianza moderada o un

pacto de caballeros entre las partes.

Acicalados, con la pelambrera siempre

corta, enfundados en trajes hechos a

medida, miraban las cosas con ojos de

jabalí herido. No esnifaban cocaína ni

bebían a discreción. Solo, a veces, si la

celebración lo requería, acababan la

parranda en el burdel más caro de la

comarca y desfogaban su ímpetu con

prudencia de seminaristas. Pagaban a

tocateja y no se obstinaban en humillar la

simpatía de las prostitutas. Se les

apreciaba porque eran buenos chicos,

limpios, afables, justicieros, y sobre todo

leales contra la marejada de las

complicaciones.

Cómo te pareces a tu padre, y en

los surcos de las ojeras se afincaban

decenios de lucha feroz, las manos

sarmentosas, la elegancia innata en

medio de la vorágine de las decisiones

imprescindibles.

No conocías a tu abuela en

profundidad. Se oían tantas cosas de ella

que te costaba trabajo discernir qué era

fidedigno y qué pertenecía al universo de

la faramalla. Vivía en un mundo oclusivo,

en una suerte de burbuja de aire

insuflado en la época de la guerra que

asoló el país en la década de los

cuarenta. El moño de su cabeza reinaba

glorioso y sempiterno en un salón repleto

de recuerdos. Los retratos de su marido,

de su padre, de su abuelo y de su

bisabuelo conferían a la habitación una

solemnidad de eucaristía. Solo faltaba el

de tu padre que seguramente estaría

siendo ultimado por un pintor de

renombre nacional. La blancura de su piel

te hizo pensar en una alevilla, en una de

esas mariposas tan similares a las de los

gusanos de seda. Era difícil imaginar que

existiera una albura equivalente, la

pureza extraordinaria, los poros hialinos.

Pronunciaba las palabras con soltura,

perita en encarrilar personalidades

oblicuas, empeñada en mantener el

cogollo de la familia unido como un ovillo

de lana. Jamás había que interrumpirla.

El respeto, absoluto, lacado por el lustre

de la experiencia, primaba por encima de

la severidad. Antes de expresarse,

carraspeaba y se deleitaba con una

modulación de profesora jubilada. Sin

embargo, contigo fue escueta. Lo tenía

bien pensado, las reflexiones enrocadas

en el luto por su hijo occiso, los puntos

sobre las íes imborrables. Te mandó

sentar a su lado, cerca de la exactitud de

las cutículas de sus uñas, afanada en

atajar los chismes que aireaban la falta

de dirección en la familia tras la

eliminación cruenta de tu padre.

Eres la persona adecuada para

regir el futuro de nuestra estirpe, y la

gravedad del discurso se trenzaba con las

vetas violetas de sus iris, las ventajas

pulidas, los inconvenientes adocenados

en el rincón más telarañoso del desván.

Entonces aguardó tu reacción, las

pupilas imponentes, la barbilla afilada

como la moharra de una alabarda.

Apartaste la mirada y la posaste en las

figuras humanas que aparecían detrás de

los visillos. Allí estaban tus primos

segundos, con la conciencia tranquila en

el fondo de su honra. Uno de ellos, el

más pinturero, hacía malabarismos con

una pelota de trapo del tamaño de una

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manzana. El tiempo libre, eterno,

longitudinal, se recortaba delante de su

animosidad y los demás le jaleaban sin

dejar de vigilar, tercos como mulas, las

inmediaciones del territorio. Imaginaste

tu vida pegada a su presencia, la

cordialidad pegajosa, los pasos celados

con brío de sombras simiescas. Se

transformarían en los guardianes de tu

silueta, siempre contiguos, con la

sospecha encadenada a cada una de tus

apetencias. Aparecerían en la puerta

antes de que el sol brotara en la línea de

los tejados. Las barbas, rasuradas con

esmero, hincarían la sonrisa maquiavélica

en el helor de la madrugada. Esperarían

las órdenes del día, los itinerarios

modificados a última hora, el recelo

mastodóntico. Masticarías los canelones

rellenos de carne picada con una

sensación de microscopio y la mandíbula,

rítmica, se engolosinaría de hartura.

Confundirías sus nombres de pila, los de

sus esposas y los de sus hijos. Las

pesadillas se tornarían alambicadas,

desnortadas, presagios de un porvenir

trufado de responsabilidades orondas.

Sonreirían al abrirte la puerta del coche

blindado, al cederte el paso en los

ascensores del edificio de oficinas del

centro y al traerte un café con leche del

bar de la esquina. Serían los hermanos

que no tuviste, una especie de quintillizos

jamás enlazados en el corro de las

patatas. Sus rasgos faciales se erguirían

multiplicados por los espejos de la vida

mientras las metralletas, cargadas y

engrasadas, añorarían el aprieto de los

gatillos en el maletero de sus dos

camionetas de cristales tintados.

Tengo muchos proyectos para este

año, y en el tono de la abuela se percibía

un dejo de reciedumbre escandalosa, el

broche de la camisa discreto, la angustia

cercenada en su existencia de

nonagenaria.

Cerrarse en banda a asumir la

dirección de los asuntos de la familia,

sería considerado un delito de alta

traición. Ni siquiera habría un juicio justo,

los abogados decapitados, la sentencia

firme. Tu madre, lacerada en lo más

hondo de su ser, te quitaría el saludo,

cambiaría el gesto al encontrarte por la

calle y escupiría sobre los charcos por

tener que cargar con el oprobio de

haberte engendrado. Solo restaría la

posibilidad de irte de matute del país,

huir de los tuyos y correr por el mundo

en vano con el apellido de tu padre

incrustado en las espaldas. Acabarías en

los suburbios de un barrio marginal,

insistiendo en la precariedad pulcra de tu

inocencia. No habría descanso porque la

familia no olvidaría. Te perseguirían para

lavar la afrenta de la defección, la

superficie de las penitencias áspera, el

hocico de los sabuesos obsesionado. Los

pensamientos se agolpaban en tu seso

con rotundidad de avalancha y el tictac

de un reloj de cuco marcaba el desarraigo

de la negación. Los tablones de las dudas

crujían por doquiera en tu fuero interno.

La abuela tocó una campanilla de sonido

arcaico y de inmediato apareció una

doméstica embutida en un uniforme de

épocas pretéritas. La mujer depositó una

bandeja con dos copas enanas llenas de

un licor de cereza sobre una mesa

auxiliar y desapareció rauda como una

anguila. Los semblantes de los

antepasados convirtieron el brindis en

una apología del ultimátum, los

tratamientos endomingados, el

pimpampum de las consecuencias

irreversible.

Por ti, por la vida que te espera, y

los engorros vagabundeaban por encima

de los caireles de la lámpara del techo, el

piano tapado con una funda de

terciopelo, el mazo de las partituras

impertérrito ante el atril de las

obligaciones.

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Después de beber el líquido

afrutado, te mostró una pequeña

fotografía sobada, con grietas en las

esquinas producidas por la escabechina

del tiempo, en la que una niña saltaba a

la comba con alegría de payaso. Trataste

de distinguir las peculiaridades del rostro

infantil, los trazos de la boca singulares,

las coletas simétricas. Estaba borrosa,

pero descubriste que era ella misma, de

cría, cuando ciertamente aún no soñaba

con ser la matriarca de la más importante

de las grandes familias. Izaste los ojos en

busca de una explicación, de un saliente

al que asirte antes de precipitarte por el

barranco de la indefensión, y hallaste una

barbarie inusitada emplazada en la

rigidez de sus retinas. No te entregaba la

fotografía como símbolo del traspaso de

poderes, sino todo lo contrario. Fue capaz

de descifrar el grosor de tus

incertidumbres y, ágil como una pantera

negra, sin remordimientos ni dilaciones,

descartó la posibilidad de la indulgencia.

Te miró como se mira a una vaca a punto

de ser desmembrada por los tajos de un

matarife avezado. Entonces apretó un

botón escondido junto al brazo del sofá

desde donde movía los hilos del mundo y

viste, a través de la ventana, cómo tus

cinco primos segundos abandonaban el

pasatiempo de los malabarismos y se

encaminaban hacia el interior de la

mansión. Luego cerró los párpados con

cachaza, sumergida en la placidez de

quien ha conocido los aconteceres de dos

siglos, sin dirigirte la palabra, porque era

obvio que ya no eras su nieta favorita.

Jorge Saiz Mingo

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El sueño de Pascal

Nota del editor:

El texto que publicamos a continuación fue escrito por un oscuro personaje, al que se conoce

como El Viejo Moralista, a partir de ahora VM, ya que se ignora incluso el nombre. Solo se sabe por

algunos testimonios indirectos que impartió clases de alguna materia filosófica en Burgos en fechas

imprecisas.

Las notas son de A.H.G, que lleva varias décadas tratando de recuperar textos de VM con

resultados limitados. Por añadir algún dato, se puede recordar que Felipe Vignaroli en una ocasión

apuntó lo siguiente: “Es chocante que un tipo como VM haya recalado en una ciudad tan poco filosófica

como Burgos”.

Pascal, como todos ustedes saben, fue un hombre realmente notable, uno de esos

pocos que se sitúan tan por encima de los demás que su misma sombra intimida.

Nietzsche, que admiró su pensamiento, aseveraba que su espíritu fue finalmente

quebrado y roto por la propia religión cristiana. Se hizo devoto, aunque, incluso dentro de

esa cárcel del pensamiento que es la fe, se las arregló para mostrar sus garras. Decía que

el ser humano era una débil caña, que se dobla y que se rompe. Sí, pero sobre todo era

una caña que piensa. El mar anónimo puede apabullarle, ahogarle; pero el alma piensa y

el mar es simple materia inerte.

Sin duda, a Pascal (1623-1662) le atemorizaba la muerte, como a todos. Puede que

a él más, pues cómo se podía concebir el mundo sin el pensamiento, sin su pensamiento.

Al que le gusta fornicar o comer o, ¿por qué no?, jugar al mus, puede imaginar la

existencia sin nada de ello. Así nos han prometido el paraíso: sin ninguno de esos

placeres, y nadie rechista. ¿Pero no pensar?, eso era inimaginable. En el paraíso se podía

pensar1 y Pascal tuvo que creer en el paraíso.

1 Aristóteles (Metafísica, XII 7) afirmaba que Dios siempre estaba pensando y que encontraba en ello un

placer insuperable. No cabe duda de que Aristóteles disfrutaba mucho con sus pensamientos y quería ver

en ellos el reflejo (el pálido reflejo) de los que ocupaban a la propia divinidad, y que se mostraban a

través de su sabia gobernanza del mundo. No es casual que la frase con la que empieza la misma

Metafísica sea: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”. O sea, Aristóteles recalca que todo

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Eso le condujo a su célebre apuesta: creer en Dios no solo es aconsejable, sino

también, si se mira a la luz de la teoría de las probabilidades, la mejor apuesta.

Seguiremos los pasos que le llevaron a esta afirmación. En nuestro mundo de

apariencias y dudas, se puede asociar a cada suceso una probabilidad. Por ejemplo, se

puede asociar una probabilidad al suceso de que exista un Dios amable y bueno que,

después de nuestro tránsito vital, nos permita seguir pensando en nuestra nueva y eterna

morada. Esa probabilidad, llamémosla p, no es conocida, es más, es difícil, si no

imposible, llegar a calcularla. Ahora bien, p es un número estrictamente mayor que cero,

ya que el hecho de que exista ese Dios amable no es imposible en sí mismo, no lleva en

su esencia contradicción alguna; luego, como cualquier suceso posible, tiene una

probabilidad definida y estrictamente mayor que cero (recalquemos eso, para evitar

remilgos de científicos sabiondos).

Pues bien, ahora planteemos la pregunta desde el ámbito de la teoría de juegos o

de la teoría de la probabilidad: ¿Debemos creer en Dios? La respuesta no ofrece dudas:

creer es la mejor opción, ya que si jugamos o apostamos o creemos que Dios no existe

obtenemos una ganancia nula, mientras que si jugamos o apostamos o creemos que Dios

existe recibimos la recompensa infinita del pensamiento eterno.

Así que, por muy pequeña que sea p, al multiplicarla por esa recompensa mayor

que cualquier magnitud imaginable, obtenemos un número tan grande que no cabe en

ningún sitio, y, desde luego, aunque Pascal, para seguir los mandatos de la Iglesia,

tuviera que hacer algunas cosas que le apartaban de sus gozosos pensamientos, el

resultado era inevitablemente el mismo: se debe apostar por la creencia en Dios2.

Al final, como todos, Pascal también murió.

Y se encontró con Dios que le dijo:

—Tenías razón, amigo Blas, ciertamente tu apuesta era la correcta. Aquí me tienes.

hombre tiene ese íntimo deseo de conocer, de pensar y, así, participar del jolgorio de su Dios siempre

pensante.

2 Hay algunos precedentes de este argumento en los que no vamos a entrar, por el contrario iremos a

una de sus secuelas. A veces se dice que Pascal, con su apuesta, es un remoto ancestro de la actual

teoría de juegos. Uno de los artífices de esta teoría en nuestro querido siglo XX fue John Von Neumann,

mente prodigiosa que hacía que, a su lado, un premio nobel pareciera poco más que un imbécil. Anduvo

enredado con la bomba atómica, los vericuetos matemáticos de la física, la construcción de ordenadores

y con la teoría de juegos. Amante de lo mundano y de las fiestas, tenía una ilimitada confianza en sí

mismo que le hacía pensar que podía conducir a toda velocidad y muy malamente sin que le pasara

nada. En efecto, ¿qué podía acabar con alguien tan brillante y jocundo? Así fue, hasta que contrajo un

terrible cáncer. Entonces se dio cuenta (como antes Pascal) de que era una débil caña, por mucho que

pensara mucho y muy bien. Von Neumann había mostrado siempre una perfecta indiferencia ante la

religión (después de todo, él y, sobre todo, su pensamiento parecían invulnerables), pero la enfermedad

hizo que revisara sus ideas, empezara a frecuentar la compañía de clérigos y, al fin, así lo recogen

algunas fuentes, dio cierto crédito a la misma apuesta de Pascal.

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Pascal estaba exultante.

—Gracias, Dios mío, gracias por existir, gracias, ya sabía yo que tú tenías que estar

detrás de todo, que mis dudas, mi sufrimiento, mi inmenso sufrimiento no podían ser en

vano.

—Un momento, amigo Blas, dices que tu sufrimiento ha sido grande, pero ahora la

recompensa es todavía mayor.

—Así es, así es —decía gozoso.

—De todos modos, quizá, perdóname, te deba hacer sufrir un poco más. No temas,

sólo será un poco, además, lo haré para rendir un homenaje a tu mismo razonamiento.

—Me resulta extraña esa propuesta.

—Siempre te mostraste orgulloso de tu argumento de la apuesta sobre mi

existencia. No solo es así, sino que quiero que sepas que he apreciado mucho tus

esfuerzos.

—Gracias —dijo Pascal un tanto anonadado por ese inesperado giro de la

conversación con su hacedor.

—Vamos a ver, tú basaste tu fe en el cálculo, en un razonamiento matemático, en

un malabarismo de azar y probabilidades. ¿No es así?

—Sí, pero lo hice para convencer a los escépticos, para contrarrestar las fuerzas de

los materialistas que campan a sus anchas por la Tierra. En mi corazón, yo sabía

íntimamente que tú me guiabas, y que guiabas el mundo.

—Puede ser, pero en tu razonamiento hay un átomo de duda, hay la posibilidad de

que yo no exista3, de que…

—En realidad…

—No me interrumpas, Blas, no me interrumpas.

—Sí, señor.

—Como iba diciendo, tu argumento tiene algunos puntos que quiero que me

aclares.

3 La queja de Dios está plenamente justificada. Hasta entonces, todos los filósofos creyentes que habían

abordado el problema de la existencia de Dios habían tratado de demostrarla, mientras que Pascal solo

asegura que es una buena estrategia suponer que existe. Pascal conocía perfectamente los progresos

científicos de la época, y cómo estos mismos progresos estaban poniendo en duda muchas creencias

tradicionales, entre ellas muchas ideas asociadas a la religión. No solo eso, el mundo parecía tener muy

poca relación con la humanidad. Antes se vivía en la ficción de que la Tierra era el centro del mundo, y,

por así decirlo, nosotros sus protagonistas. En cambio, en su época iba ganando terreno la convicción de

que nuestro planeta no era sino un lugar remoto de un universo enorme del que éramos, todo lo más, un

accidente pasajero. Por eso, Pascal pone frases terribles en boca del ateo cuando exclama: “¿Cuántos

reinos nos ignoran?” o, la más desesperanzada: “Me espanta el silencio eterno de los espacios infinitos”

(Le silence eternel des ces espaces infinis m’effraie). Así que Pascal, consciente de que el mundo estaba a

punto de ahogarse en una marea de incertidumbre, sacó del propio azar el instrumento para devolver a

Dios su lugar tradicional: el centro.

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—Sí, señor. Haré lo que sea necesario.

—¿Qué te parece si hacemos otra apuesta? Te voy a tratar de convencer de que

tienes que andar a la pata coja un buen rato.

—Estaré encantado.

—No me has entendido. No quiero que obedezcas por hacerme la pelota, sino

porque efectivamente te convenceré de que no te queda más remedio que hacerlo.

—Tu omnipotencia es infinita, pero incluso así me parece raro.

—Deja de interrumpirme y vamos a ello. Permíteme que parafrasee tu argumento.

Sea p la probabilidad de que exista un genio maligno que ha decidido que los difuntos,

antes de gozar de la vida en el paraíso, deben andar a la pata coja un trecho. En otro

caso, serán fulminados. ¿Me sigues? De acuerdo con tu razonamiento, aunque no

sabemos lo que vale esa dichosa probabilidad, va de suyo que no es cero. Estando así las

cosas, y siguiendo con tu ocurrencia, resulta que la posible ganancia es… infinita. Solo

falta la conclusión que creo que conoces.

Pascal quedó un tanto azorado, eso era como su apuesta y la conclusión tenía que

ser idéntica, de modo que…

Dios se adelantó a sus pensamientos:

—Te veo lento, Blas. Sí, en efecto, siguiendo tus mismos pasos, debes apostar sin

duda por andar a la pata coja durante un buen trecho.

—Así lo haré —dijo Pascal resolutivo—, pues me lo dicta la teoría de la probabilidad

y mi conciencia y vos.

Y se puso a andar a la pata coja, mientras Dios le observaba divertido.

—Me gusta que me trates con el debido respeto, el tuteo me incomodaba.

—Bien mirado —continuó Dios con una media sonrisa—, es posible que yo no sea

Dios sino el maligno diablillo de que hablábamos. Ahora bien, la probabilidad de que sea

así no es nula, sino mayor que cero, y claro la probabilidad de que me esté burlando de ti

tampoco lo es, así que es posible que ir a la pata coja te reporte algún perjuicio que yo te

he ocultado.

El pobre Pascal dejó de ir a la pata coja en el acto.

—Vas comprendiendo, ¿verdad?, amigo Blas, lo vas entendiendo. Así que ahora no

puedes ir a la pata coja. También es posible que Dios lo que quiera es que justamente no

andes a la pata coja, sino de puntillas.

Pascal quedó en mitad de aquel lugar borroso con la duda pintada en su cara.

En un momento se puso de puntillas y al instante siguiente no sabía qué hacer.

¿Quizá no fuera tan mala idea lo ir de puntillas? Pero de puntillas y a la pata coja… eso era

demasiado. Mientras hacía sus cálculos, todo se iba difuminando, menos la sonrisa de su

interlocutor que se hacía más y más sarcástica.

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—Acaso no sabes que soy necesario y que tu azar4 y tus cálculos no me atañen.

Tus ridículas probabilidades5 te están volviendo la espalda. También hay una probabilidad

de que tengas que blasfemar para entrar en el cielo, entonces ¿qué hacer?

—¿Quién diablos eres? —balbuceaba el pobre Pascal.

—No te lo voy a decir. Averígualo. ¿Soy tu Dios o el Diablo o simplemente una

pesadilla?

Fue lo último que pudo oír antes de despertarse empapado en sudor. Como era de

esperar, Pascal nunca reveló este sueño a nadie.

Alfonso Hernando

4 Einstein, otro de los que disfrutaban pensando, se disgustó mucho con la idea de que el

comportamiento del universo tuviera que ver con el azar. No es difícil entender la razón: las leyes físicas

estaban dispuestas de una manera muy bien organizada por su Dios, que se parecía bastante al de

Aristóteles y muy poco al de los cristianos. Por eso decía aquello de que Dios es sutil, pero no malicioso.

Eso se compadecía muy mal con la mezcolanza de probabilidades que inundaba (e inunda) la física. A

pesar de que concentró su pensamiento en ello, no encontró la forma de eliminar las incómodas

probabilidades de la misma entraña de la ciencia. Visto su fracaso, no le quedó más remedio que

refugiarse en su famosa frase: “Yo no creo en un Dios que juega a los dados”, que es todavía más

desesperanzada que la confesión del ateo de Pascal. El mundo no solo era enorme y ajeno a lo humano;

también era poco sensible a sus deseos de que tuviese un comportamiento razonable y ordenado. El

cosmos antiguo se había transformado en un enrevesado galimatías sin pies ni cabeza.

5En una ocasión, pregunté al prestigioso físico F. Ynduráin acerca de los problemas de la mecánica

cuántica. En seguida me puso en mi sitio, o sea, el de los ignorantes, y, después de una breve e

ininteligible explicación, me dijo algo así como que “además el concepto de probabilidad está mal

definido”. Después de un momento, pensé para mis adentros: si este, que entiende, dice que no

entiende; yo, que no entiendo, ¿qué puedo entender?

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Hoy,

el desamparo

del hombre,

no tiene nombre,

no tiene hombre

al que agarrarse.

Privado de Humanidad,

vaga

sin saber quién es,

sólo sabe

qué cosa es.

Materializado hasta el extremo,

se sabe cosa,

objeto,

robot,

hombre neuronal,

genético.

Privado de Espíritu,

se hunde

en el consumo

de su propia Vida;

se arruina

hasta desaparecer.

Quizás, de su sombra

surja

el recuerdo de lo que fue.

Mañana,

sólo será

lo que hacen de él,

lo que están haciendo con él.

A no ser,

que Dios lo remedie.

Manuel Arandilla

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El huracán

No era la primera vez que coincidía con ella

subiendo en ascensor. En un primer momento

no advertí su presencia. Recogí dos o tres cartas

del buzón y, repentinamente, la sentí a mi espalda

al entrar en la cabina. Vestía solamente una camiseta

blanca, ceñida, y unos pantalones cortos. Volvía de jugar

al baloncesto. Yo miraba hacia el suelo, tratando

de escapar de su frescura, de aquellas piernas blancas,

de sus inmensos ojos risueños, de su respiración.

Aún no había cumplido quince años. Su madre

era más joven que yo. ¿Te gusto?, me preguntó

rozándome el brazo. Durante un instante,

justo cuando el ascensor se detuvo en mi piso,

la miré a la cara. No sé si mi mirada fue dulce

o severa. Entré en casa trastornado, sin apenas

saludar a mi mujer, que se hallaba preparando la cena.

Miraba de reojo la platusa, las noticias de la tele,

los muertos que se había cobrado un huracán.

No lograba apartar de mi cabeza aquellos labios

carnosos, el plácido descaro de la naturalidad

con que habían formulado esa pregunta. ¿Te gusto?

No era ella, sino mi propia mente confusa

la que, con una mezcla de deseo, vergüenza

y compasión, rebuscaba en mi memoria el sabor

agridulce de la juventud perdida, aquellos remotos

años de pastosa adolescencia, cargados de locura,

ingenuidad y vértigo. ¿Te gusto? La vida apenas

tiene sentido común. Trescientos. Era el número

de muertos que las autoridades filipinas

calculaban que podría haber dejado el huracán.

Eliseo González

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Mario Benedetti

Derramaste la vida como un odre

herido por la espada de Quijote,

quisiste ser con muchos el azote

que habría de salvar al ser mas pobre;

serías así, firme, como un roble,

una aguja marcando siempre el norte

llamando por su nombre al monigote:

un hombre que desprecia a otro hombre.

Ahora los poetas discutimos

si eras mejor artista que persona,

aunque esto ya, importe casi nada:

contigo se nos va la madrugada

que anunciaba quiza otro mañana,

sin saber si morimos al vivirnos.

Jesús Barriuso

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El tigre

En esteparia sabana,

por incontables generaciones ya habitaste

en el doliente corazón del mundo,

tu antigüedad ya arrastraba los solsticios

al sur de su río caudaloso:

criatura fundada en el atardecer

del día quinto...

El eco de tus ojos:

¿qué voz más antigua que el mundo reverbera?

Tu mayestática belleza

¿en qué ríos de fuego, en qué desiertos,

en qué azares milenarios de la especie,

fue de tal modo cincelada?

Miguel Ángel Barbero

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El hombre que amaba a los perros

“Cuatro años de exilio, cinco de marginación, decenas de muertes y decepciones,

revoluciones traicionadas y represiones feroces, sumó Liev Davídovich y tuvo que admitir que quedaban pocas razones para la esperanza”

Resulta fascinante comprobar como hay seres humanos capaces de jugarse toda su

vida a una sola carta. Hombres valientes y obstinados, capaces de defender con osadía y

pundonor unos ideales hasta las últimas consecuencias (es decir, hasta la muerte). Es

este el caso de Liev Davídovich (León Trotski para amigos… y enemigos), camarada de

Lenin durante la Revolución bolchevique y creador del Ejército Rojo. Trotski, orgulloso de

su pasado y temeroso de su futuro, atravesó fulgurante el firmamento de la historia

durante principios del siglo XX, hasta chocar frontalmente contra los designios del peor enemigo que un soviético podía tener en aquellos momentos, véase Joseph Stalin.

No menos apasionante es la biografía de Ramón Mercader, comunista español

miembro del NKVD (antecesora del KGB), que un día de agosto de 1940 acabó en Méjico

con la vida de León Trostski. Tan impactante fue la noticia del magnicidio como la forma

de perpetrarlo. Mercader cumplió obediente el mandato de Stalin destrozando el cráneo de

Trotsky… ¡con un piolet! Si, digo bien, un piolet. Mira que no hay formas de cometer un

crimen de esta envergadura… para eso está el veneno, las bombas o las pistolas, pero un

piolet… casi siempre la realidad supera a la ficción. Si un guionista escribe que Ramón

Mercader acaba con la vida de Trotski arreándole golpes en la cabeza con un piolet, el

productor le corre a boinazos pensando que está loco. Pero así fue, así lo cuenta la

historia y un libro que me ha enganchado de pleno: “El hombre que amaba a los perros” del escritor cubano Leonardo Padura.

Padura profundiza hábilmente en la trayectoria de estos dos hombres. Lo cuenta en

tres líneas argumentales, dos de ellas ya conocidas que acabarán confluyendo en Méjico, y

otra más novelada pero también atractiva que narra los encuentros en La Habana en 1977

(al principio casuales) entre un joven cubano y un enigmático personaje (siempre acompañado de sus inseparables perros) que da pie a toda la trama.

Me gusta el libro, me atraen estas novelas donde uno se sumerge en la historia y

se convierte en testigo de hechos reales. Padura cuenta muchos detalles sobre la

Revolución rusa y la Guerra civil española que yo no sabía. Es una novela densa, de casi

800 páginas, cuya lectura completo mirando datos y fotos de los personajes (reales) en Internet.

La portada tiene una fotografía que me resulta familiar. Creo haberla visto en más

de una ocasión. Yo le doy mucha importancia a las portadas de los libros. Las miro con frecuencia mientras leo. Converso (en silencio) con ellas. También valoro en gran medida

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las fotos que salen en los libros de los autores. Cuando leo un pasaje del libro y me gusta, mira la foto del autor. Y le agradezco con una

sonrisa por ello. En mi época de lector (casi) obsesivo de Milan Kundera, recuerdo su foto en la solapa (casi siempre la misma). Kundera me

regaló intensos momentos de placer literario que agradecí con afecto, venerando con devoción el icono fotográfico de la solapa,

como si de un santo se tratase (yo por entonces, ya no creía en Dios, creía en

Kundera, Saramago, Paul Auster y pocos más). Pero volvamos a la foto de la portada del libro…

Es una imagen que me desconcierta y que crea en mi una sensación ambivalente. Por

un lado la expresión (relativamente) afable y amistosa de León Trotsky me transmite buenas vibraciones pero el resto de la composición me

perturba, e incluso llega a darme algo de miedo sin que pueda decir muy bien por qué. Quizás sea por la forma en que León Trotski sostiene firme en su mano derecha un palo largo y

grueso. Más bien parece parte del juego con los perros, que una actitud amenazante. Parece feliz. Contento. Algo difícil en este hombre permanentemente exiliado que perdió por el camino a casi todos sus amigos y sus hijos, que recorrió el mundo escapando de la

sombra de Stalin, sin saber (o quizás sabiendo) que esa sombra era la suya propia.

Puede que esta media sonrisa también se deba a algún encuentro reciente y clandestino con Frida Khalo, con quien mantuvo efímeras relaciones amorosas, abusando de la actitud generosa y hospitalaria de su gran amigo y esposo de Frida Khalo, el genial

Diego Rivera.

Trotski mira a la cámara, está posando. No es un gesto natural, no es una mirada furtiva. Los perros esperan ansiosos una respuesta, sin saber que este hombre es de los que nunca bajan los brazos. Su atuendo con una camisola blanca, le hace parecer más un

profesor, un investigador, un doctor en medicina…

La foto está hecha muy probablemente en Coyoacán, donde el sexagenario León Trotski pasó los últimos días de su exilio mejicano sin saber (pero intuyendo), que también serían los últimos días de su vida. Seguro que ya en este instante que

inmortaliza la fotografía está cerca Ramón Mercader (quizás escondido detrás de un arbusto), esperando (piolet en mano), el momento oportuno para el crimen, para cumplir el mandato de la historia.

Sin embargo (y probablemente sin saberlo), una pasión común unía a los dos

hombres: los dos amaban a los perros. Una pena que los matices ideológicos les separasen. Podrían haber pasado horas y horas paseando por algún lugar del mundo conversando con cordialidad sobre el apasionante mundo del universo canino. Pero

entonces sus vidas no habrían engordado los libros de historia. La historia es para los seres obstinados, capaces de morir y matar por unos ideales…

Lino Varela Cerviño

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Bandas sonoras

Rodrigo Vázquez Minguito es un conocido músico y compositor burgalés.

Ha colaborado con decenas de solistas y grupos musicales, además de

trabajar como productor musical, pianista y docente en la Universidad Isabel I

de Castilla. (Ver www.rodrigovazquez.es; en Facebook, Rodrigo Vázquez

Minguito.)

En la actualidad está desarrollando una nueva iniciativa: componer

bandas sonoras sustitutivas de las que llevan los cortos o películas en versión

original previamente elegidos. Define tal actividad como un ejercicio o reto

experimental y de aprendizaje, que se propuso por primera vez en el taller de

música y sonido para cine que ha venido realizando durante los últimos cuatro

meses en Madrid, de la mano de la Fundación Autor de la SGAE.

En el siguiente enlace de Vimeo (https://vimeo.com/155523054), se

puede ver el corto y escuchar la interpretación de su nueva banda sonora para

“La cerillera”, corto de animación de Disney (año 2006) que en su versión

original lleva música de A. Borodin.

La composición de Vázquez Minguito, según sus propias palabras, se ha

realizado como un traje a medida, mediante un seguimiento pormenorizado de

las imágenes, optando por una composición para orquesta y pasajes con coro,

interpretados nota a nota con sonidos sampleados y teclados.

Otra muestra de la iniciativa aludida es un fragmento de seis minutos de

la película “El maestro de esgrima” (https://vimeo.com/156872497), con

unos registros de composición más arriesgados que los empleados en el corto

de Disney, musicalizando, al contrario que el gran Pepe Nieto, autor de la

banda sonora original y ganador del Goya correspondiente en 1993, la escena

de lucha que aparece en el film, tarea de una complejidad más que notable.

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[Carpeta de Isaac Montoya] Por Estela Rojo Hernández

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ISAAC MONTOYA

“El arte para mí es una necesidad de expresión. Todos tenemos la necesidad de expresarnos y cada

uno busca la forma más efectiva. En mi caso siempre me he sentido cómodo haciéndolo a través de la

imagen. El arte es para mí una forma de comunicación y también de dar un testimonio que pueda ser

compartido por los demás, incluso en el futuro. A través del arte conocemos el pensamiento, las emociones,

la visión de cada sociedad, de cada época. Todo a través del artista que recoge toda esa información

compartida y la deja plasmada en la obra.” (Isaac Montoya)

Los orígenes de Isaac Montoya están

ligados a nuestra ciudad desde 1963, año de

su nacimiento, y aunque su trayectoria

artística y personal le ha llevado a residir en

Alicante, su vínculo con ella permanece

intacto. Muestra de ese lazo invisible es la

aparición de algunos de los símbolos de

Burgos, como su catedral, en varias de sus

obras a lo largo de su carrera.

Autorretrato como presidente, 2003

Sus inquietudes artísticas le llevaron a Bilbao donde comenzó su formación en la facultad de Bellas

Artes aunque finalmente será Madrid quien acabará acogiéndole en sus últimos años de universidad,

licenciándose como alumno de la Complutense.

Si bien fue la pintura la disciplina en

la que dio sus primeros pasos, su interés por

el mundo de la imagen digital supuso muy

pronto una fuerte influencia. La aborda en su

propuesta artística mediante el uso de las

nuevas tecnologías, campo que le ha

aportado un sin fin de posibilidades,

abarcando desde el mundo de la fotografía

digital al videoarte, convirtiéndose en pilares

de su experimentación.

Catedral destruida. Pintura y piedras, Burgos 1989

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“Sobre el mundo digital y las nuevas tecnologías me interesan sus nuevas posibilidades de

expresión. Forman parte además de la realidad contemporánea y están al alcance de todos. La tecnología

no es algo inaccesible, al contrario, interesa a todo el mundo. Y el arte, como es lógico, también está sobre

su influencia, como ha sido reflejo también en otras épocas de los avances tecnológicos.”

La fascinación por el mundo de la comunicación y de la estética de lo visual se fue traduciendo en

un trabajo en el que ha investigado sobre los puntos de conexión entre la imagen pictórica y las imágenes

de los medios de comunicación de masas. Analizando todas las potencialidades que los nuevos medios

proporcionan a la hora de capitalizar nuestra forma de mirar.

Parámetros como el juego, la seducción, la belleza, el mundo del espectáculo, la dualidad

realidad/arte, cuestiones sobre el género, el drama y el éxito son temas presentes en sus trabajos,

siempre en busca de una reflexión crítica.

Ya en 1987, junto al artista Ricardo Blackman, fundó el Colectivo Burgueses cuya estrategia artística

abordaba el propio sistema de la publicidad, con la intención de generar una crítica mordaz sobre sus

mecanismos en nuestra sociedad ideando todo tipo de soportes que iban desde carteles a pegatinas,

boletos de lotería, etc.

En la década de los 90 Montoya inicia una línea de trabajo que ha continuado hasta la actualidad

donde juega con la creación de identidades ficticias. Parte en un inicio de recursos como el travestismo

utilizando su propio autorretrato dando origen al proyecto "ISA Montoya". Este personaje, siguiendo la

estética de las revistas del corazón y bajo sus propias estrategias, refleja toda una identidad en torno al

mundo del arte, el éxito y los estereotipos. El artista convierte las "reflexiones" de este alter ego en

verdaderos tópicos con los que adoctrinar a los lectores ávidos de nuevas celebrities. Isa era una estrella

del mundo del arte, seductora, famosa, sexy, que sabía cómo utilizar sus "armas" para atrapar al público en

su mundo de glamour. Una mordaz parodia de la realidad y del contexto artístico.

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En este proceso de apropiación ficticia surge en 1996 otra de sus propuestas más mediáticas

"Sonia La Mur". Con este nuevo rol da un paso más. Aquí es la propia creación artística la que reflejará las

delgadas líneas entre lo real y la ficción en nuestra sociedad. Sonia es ficción pero ideada con fragmentos

de realidad, de esa que se construye con estereotipos, con medidas imposibles y cirugías a la altura de

los deseos de todos aquellos que sueñen con esa irrealidad de cuerpos perfectos y bellezas vacuas. En una

de sus acciones Sonia La Mur se introduce como una candidata más en un conocido concurso de belleza

de una revista masculina, siendo seleccionada como finalista. Todo este proceso es registrado por

Montoya como fiel reflejo de la necesidad de consumir la "imagen femenina" como un producto más sin

reparar en la veracidad de la propia identidad, más allá de un cuerpo que cumple estratégicamente los

cánones impuestos.

Vecinitas, Revista FHM 2005

Esta exploración sobre los medios de comunicación, la publicidad, la belleza, el consumo de

información sin filtro y la "estetización del drama y la violencia" se muestra en las obras de Isaac como un

territorio frívolo e inestable. Un territorio por otro lado cargado de intencionalidad pretendidamente

oculta, que busca ante todo dispersar nuestra atención de las cuestiones realmente importantes en busca

de una "anestesia" visual generando un consumidor pasivo.

Series como “Los siete errores” nos muestran

manipulaciones de imágenes que él mismo toma de los

medios informativos y se limita a teatralizar bajo una

estética occidental contaminada por contextos como el

cine y la publicidad.

Basado en hechos reales (Afganistán), 2004

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El artista juega con las propias armas del sistema, incluso generando sus propios procedimientos.

Algunas de sus obras funcionan como dispositivos que el espectador debe de poner en marcha

convirtiéndose en el elemento activador. Es el público quien desvela los mecanismos que le permiten

acceder a toda la información visual que el artista plantea como una suerte de realidades ocultas. "Filtros

fantasmas" así define el juego de superposición de imágenes ubicadas en canales paralelos, una de ellas

actúa como imagen "presa" atractiva, seductora y tras ella se desvela una realidad menos amable. Palabras

sin razones.

Palabras sin Razones, 2006. Exposición en el Museo CAB de Burgos. / Excitación, 2005

Gran parte de sus trabajos están marcados por el uso del fotomontaje. A través de ellos cuestiona

de nuevo la veracidad de las imágenes. Nos enfrentan a la necesidad de no dejarnos llevar por lo

inmediato, un intento de aproximación a otra verdad. Él busca provocarnos esa duda sobre el uso de las

imágenes, las cuales, en el ámbito informativo, nunca son inocentes, detrás de cada mensaje hay una

intencionalidad a veces oculta bajo sofisticados sistemas.

Montoya manipula, deconstruye y rehace y así propone desvelar esas realidades incómodas. Nos

invita a hacernos preguntas a cuestionarnos la información, a poner en evidencia esa estetización del

drama y la catástrofe. Y lo hace con imágenes poderosas, como las de las serie “Odios encadenados”, que

aluden a la Guerra de

Irak y el 11S, con piezas

como "Destrucción

sobre destrucción" o

“Triunfo de la Libertad”

relatando otras consecuencias

colaterales de los

sucesos.

Destrucción sobre destrucción, 2003

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En la actualidad se encuentra inmerso en varios proyectos simultáneamente: un trabajo en vídeo,

una instalación de gran formato, varias series fotográficas y dibujos digitales.

“Todos estos trabajos están enmarcados en el contexto de nuestra actualidad, el desequilibrio

económico, las nuevas estructuras sociales, la instrumentalización del poder…”

Una de estas últimas obras,

“Tsunami rojo” (https://vimeo.com/146544378)

que pudo verse en el Matadero de

Madrid, en Summa Art Fair,

contiene escenas de Burgos,

Alicante y Madrid para mostrar el

impacto de la crisis en las ciudades

que le son más próximas.

Tsunami rojo (Madrid), 2012

El arte es la forma que le damos al mundo para encontrarle un sentido”, y por eso merece una reflexión

importante, porque todas las sociedades se configuran a través del arte y muestran sus inquietudes y su visión del

mundo “.

El trabajo de Isaac Montoya es comprometido, inquietante, seductor y tremendamente crítico. Un

artista que ha forjado un personal universo estético donde atrapar al espectador, y cuyas obras

permanecen en nuestra retina como ineludibles llamadas de atención sobre el mundo en el que vivimos y

las sociedades que estamos construyendo.

*Todas las imágenes están tomadas de la página web del artista.

PARA SABER MÁS:

www.isaacmontoya.com - Web del artista http://www.sonialamur.com/

https://susetsanchez.wordpress.com/entrevistas/isaac-montoya/

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Soneto para peces

Con no empezar, asunto terminado

si de hablar bien de la bondad se trata.

La bondad o es callada, o se delata

como falsa. Es el cebo que el pescado

se traga ansiosamente, descuidado

el sentido común; la hoja de lata

que, ínsita en el anzuelo, lo constata,

bajo llave, en aceite amortajado.

¿Por qué estará tan pez la pobre gente,

que, a la bondad, mentida en papeleta

de pescador, acude en masa, urgente,

en pos de un edén rojo, azul, violeta…?

Mal con los pelicortos. ¿Doblemente

cuando Mao se corte la coleta?

José María Izarra

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