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Recuperación, desarrollo y crisis del concepto de sociedad … ·  · 2016-05-10centralidad en el...

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Recuperación, desarrollo y crisis del concepto de sociedad civil en México: una perspectiva interpretativa ALBERTO J. OLVERA RIVERA* INTRODUCCIÓN N ESTE TRABAJO PRESENTAMOS UN ANÁLISIS de los procesos políticos y de la trayectoria intelectual que condujeron a la recu- peración del concepto de sociedad civil en la teoría social con- temporánea, y trazamos paralelamente una reflexión sobre la forma en que el renacimiento de esta categoría se produjo en México. A pesar de que desde hace varios años se está usando y debatiendo en nuestro país la idea de sociedad civil, aún prevalecen dudas y ambivalencias que conducen a la pérdida de significación y sentido de la misma. El pre- sente texto trata de señalar los principales problemas que se confrontan y plantea una propuesta de sistematización conceptual, en el marco de la cual pueda continuarse el debate, abierto por la irrupción en el imagi- nario colectivo de la hoy tan famosa como incomprendida sociedad civil. El texto se compone de dos partes. En la primera se sitúa el ambiente internacional dentro del cual se produjo el renacimiento del concepto de sociedad civil, y se analiza el caso mexicano, que consiste en una recu- peración tardía y polémica de un proceso gestado en Europa del este y el Cono Sur. En la segunda se presenta una discusión sistemática del con- cepto de sociedad civil que dialoga con la problemática introducida en la primera parte y aporta algunas ideas que apuntan a la superación de sus " Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, Universidad Veracruzana. E 173
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Recuperación, desarrollo y crisis del concepto de sociedad civil en México: una perspectiva interpretativa

ALBERTO J. OLVERA RIVERA*

INTRODUCCIÓN

N ESTE TRABAJO PRESENTAMOS UN ANÁLISIS de los procesos políticos y de la trayectoria intelectual que condujeron a la recu­peración del concepto de sociedad civil en la teoría social con­

temporánea, y trazamos paralelamente una reflexión sobre la forma en que el renacimiento de esta categoría se produjo en México. A pesar de que desde hace varios años se está usando y debatiendo en nuestro país la idea de sociedad civil, aún prevalecen dudas y ambivalencias que conducen a la pérdida de significación y sentido de la misma. El pre­sente texto trata de señalar los principales problemas que se confrontan y plantea una propuesta de sistematización conceptual, en el marco de la cual pueda continuarse el debate, abierto por la irrupción en el imagi­nario colectivo de la hoy tan famosa como incomprendida sociedad civil.

El texto se compone de dos partes. En la primera se sitúa el ambiente internacional dentro del cual se produjo el renacimiento del concepto de sociedad civil, y se analiza el caso mexicano, que consiste en una recu­peración tardía y polémica de un proceso gestado en Europa del este y el Cono Sur. En la segunda se presenta una discusión sistemática del con­cepto de sociedad civil que dialoga con la problemática introducida en la primera parte y aporta algunas ideas que apuntan a la superación de sus

" Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, Universidad Veracruzana.

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principales limitaciones. Cabe aclarar que se trata de una exploración pre­liminar, de una trabajo en proceso, por lo que no podrán encontrarse fór­mulas con sabor a definitividad.

1. LA RECUPERACIÓN DEL CONCEPTO DE SOCIEDAD CIVIL EN MÉXICO

La emergencia del discurso de la sociedad civil en México constituye una paradoja, pues se produce precisamente en el momento en que los movimientos sociales populares de los setenta y ochenta han sido derrota­dos en su lucha por resistir el ajuste neoliberal y han perdido su antigua centralidad en el campo de la oposición social al régimen corporativo. Se produce entonces un acelerado recambio de actores y de arenas de lucha social en el contexto de las grandes transformaciones que sufre el país en el periodo salinista (1988-1994). Esta paradójica combinación de crisis de viejos actores, identidades e instituciones ligadas al populismo, a la vieja izquierda y a la derecha tradicional, con la emergencia de nuevos actores e identidades, creó las bases de una cultura política alternativa que revaloró la autonomía de la sociedad y planteó una nueva relación entre la sociedad y el sistema político.

La recuperación de la idea de sociedad civil ha revestido en México un carácter fundamentalmente identitario. Se le ha usado, en primer lugar, al igual que en los países donde se luchó por la democracia, como un medio para diferenciar a la sociedad del Estado.1 Pero en contraste con el Cono Sur y Europa del este, en México esta diferenciación se produjo no en un momento de estabilidad del régimen autoritario, sino en la fase de crisis del mismo, y como parte de una respuesta simbólica a la negativa autori­taria a respetar los derechos políticos, a su retiro de sus pasados compro­misos con la justicia social y a su abandono del proyecto histórico que le dio legitimidad.

' Norbert Lechner ha señalado que la recuperación contemporánea de la idea de sociedad civil tiene como primera función la de crear una antinomia bisica: la sociedad civil vtrtw el Estado autoritario, en la cual se concentra la critica de la negación de derechos políticos, de la falta de respeto a los derechos humanos y de la aspiración de reconstrucción de espacios de lo social (Lechner, 199$).

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Esto no quiere decir que la noción de sociedad civil haya estado ausente de la fraseología política2 o del análisis académico (Pereyra, 1990).3 Sin embargo, antes de 1985 la interpretación de la acción colecti­va estaba aún dominada por otros paradigmas. Dentro de la izquierda se veía en la acción colectiva la expresión de contradicciones sociales estruc­turales que debían ser canalizadas políticamente para propiciar el cambio revolucionario del orden social. Por su parte, el régimen no podía tolerar aún la existencia de acciones y movimientos autónomos en cuanto cues­tionaban un monopolio que no se limitaba a la política, sino que abarca­ba todo espacio público. La derecha liberal, sobre todo el Partido Acción Nacional (PAN), había defendido la importancia de los "cuerpos interme­dios" como instancias autónomas de organización ciudadana, pero con­forme redescubrió en la práctica el valor del voto (recuérdese la insurgen-cia electoral de los ochenta en el norte del país), adoptó una visión casi dogmática de los partidos políticos como única intermediación aceptable entre los ciudadanos y el Estado.

Este uso fundamentalmente antiautoritario de la idea de sociedad civil tuvo de origen el problema de homegeneizar lo que de suyo es diverso, es decir, la sociedad misma. Esto condujo, en algunos casos, a concebir a la sociedad civil como un ente colectivo y de carácter popular, como un "macrosujeto". En efecto, en nuestro país, tan proclive al rescate de tradi­ciones populistas, la izquierda ha tendido a usar la noción de sociedad civil como sustituto moderno y aceptable de la noción de pueblo,

2 Durante los anos setenta, el interés de la izquierda por el pensamiento de Gramtci llevó a la discusión de la oposición entre sociedad civil y sociedad política, situindosc la primera como el locui del consenso y la segunda como el espacio de la coerción. Sin embargo, la categoría de sociedad civil no fue apropiada como indicativa de un espacio autónomo de lo social, sino como un terreno de lucha cultural en donde el partido revolucionario tenia que operar.

3 Pereyra, partiendo de una tradición gramsciana, identificó a la sociedad civil con la sociedad como un todo, la que a su vez sólo podía expresarse en la práctica social a través de organizaciones. Asi, Pereyra terminó identificando a la sociedad civil con "la parte organizada de la sociedad", lo cual incluye como actores funda­mentales a las corporaciones prilstas, además de considerar a los partidos políticos mismos como parte de la sociedad civil. Es evidente que aquí hay una confusión, pues las corporaciones y el partido oficial son aparatos semiestatales, formas de fusión entre el Estado y la sociedad. La sociedad civil tiene que definirse por su autonomía frente al Estado y al sistema político. En este caso, Pereyra confunde la forma con el fondo, y la función formal de algunas organizaciones con su práctica real.

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excluyendo por tanto a los empresarios y a las asociaciones de carácter conservador.4 Por su parte, la derecha, especialmente el PAN, desconfía de la sociedad civil, caracterizándola como una "señora" a la que la izquierda invoca en su provecho.5

Junto a estos excesos y negaciones, se ha producido en un sector de la opinión pública un proceso de acotación simbólica del significado de sociedad civil, l imitándolo al campo de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y de algunos grupos de ciudadanos que luchan por la democracia.6 Esta apropiación del concepto ha buscado subrayar el principio de la autonomía de la sociedad respecto del sistema político y legitimar la práctica público-política de esas agrupaciones. Se trata de lo que Lechner (1995) ha llamado "la interpelación de los nuevos actores sociales", es decir, el reclamo de reconocimiento de actores que antes no aparecían en la escena pública. Si bien es cieno que las ONG y las asocia­ciones ciudadanas son parte de la sociedad civil, tal restricción del con­cepto deja fuera otro tipo de asociaciones (profesionales, religiosas, cul­turales, populares) que también constituyen el campo de la sociedad civil.7 Este intento de restricción conceptual refleja, por otra parte, la centralidad que en los años noventa han adquirido este tipo de asocia­ciones en la esfera pública. En efecto, la liberalización paulatina de los medios, el relativo retiro del Estado de la política social y el creciente apoyo financiero externo, les han permitido a las ONG incrementar su

4 La expresión mis extrema de esta tendencia ha sido una desafortunada declaración del subcomandante Marcos: "la sociedad civil debe gobernar". Evidentemente, él tenia en mente la idea de que la sociedad civil "somos nosotros", es decir, los que participan del movimiento de apoyo ai zapatismo y/o forman parte de un líente "progresista". Tal concepción no sólo rompe con el principio de pluralidad implícito en la idea de sociedad civil, tino que ademis es un error teórico. Si la sociedad civil gobernara dejarla de ser sociedad civil para convertirse en sociedad política y, mis aún, en el Estado.

' Véase las declaraciones de Carlos Castillo Peraza durante su gestión como presidente del PAN. Para él la sociedad civil es un subterfugio de la izquierda para actuar en el terreno social sin reconocer su caricter de par­tido político. Sin embargo, y paradójicamente, el PAN es el partido mis andado en la sociedad civil, como lo demuestra el hecho de que sus cuadros provienen precisamente de diversos tipos de asociaciones católicas con­servadoras y de organizaciones empresariales.

6 Véase la editorial del primer número de la revista SocieeUd Civil (19%), editada por un conjunto de ONC. También ConvereencU Je Organismos Civiles por U Democracia (s.f).

7 Mis aún, Ui ONG constituyen una forma de asociación que es muchas veces selectiva, no plural y no

democritica internamente, todo lo cual contradice los principios normativos de una sociedad civil moderna.

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influencia pública. Políticos, periodistas y líderes de movimientos sociales se refieren hoy a

la sociedad civil para hablar indistintamente de cualquier grupo organiza­do de personas o de la ciudadanía en general, añadiendo nuevos elemen­tos a la confusión remante. El abuso del concepto ha llevado a éste a la polivalencia y, a través de ello, a una creciente irrelevancia tanto simbólica como analítica. En el mundo académico nacional encontramos un uso frecuente, pero no sistemático, del concepto de sociedad civil. Cuando se apela a él se hacen una serie de invocaciones simbólicas que en la mayor parte de los casos no están ancladas en un desarrollo conceptual sis­temático. Afortunadamente, el concepto de sociedad civil ha empezado muy recientemente a concitar una mayor atención teórica. A fines de 1996 apareció la revista Sociedad Civil, editada por un grupo de ONG que han decidido crear un foro de debate teórico, rompiendo así con una extraña tradición de antiintelectualismo que caracterizaba al medio. La nueva revista Metapolítica ha dedicado un dossier al concepto de sociedad civil, y aún revistas de amplia difusión como Este País y Nexos publican artículos relativos al tema. Es oportuno entonces llevar la discusión a un nivel mayor de profundidad teórica.

La experiencia reciente de la acción colectiva en México nos indica que a través de la recuperación del concepto de sociedad civil se cuestionaron viejas certidumbres, sobre todo el principio de que la teleología de la acción política era la integración en la toma de o la transformación desde adentro del Estado. La asociación conceptual entre política y Estado se sujetó a una doble crítica: por un lado, se descubre un nuevo locus de la acción política, que es la sociedad misma, desdoblada en la forma de una esfera pública y de un conjunto de asociaciones que reflejan una nueva voluntad de autonomía y una disposición al aprendizaje colectivo; por otro, el Estado deja de ser visto como eje de toda acción modernizante para tornarlo en un sistema que debe ser controlado, acotado y permeado por iniciativas societales.

Este cambio de perspectiva implica un salto paradigmático en la autopercepción de la sociedad. Dos nuevos principios empiezan a dirigir el sentido de la acción colectiva: la autonomía y la autolimitación. El primero se refiere a que los actores sociales ya no se definen por su forma

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de integración en el sistema político, sino que adquieren una autocon-ciencia de su doble cualidad de especificidad y universalidad: sus intereses y valores específicos pueden ser legítimamente publicitados, y no son contradictorios con otros en tanto van de la mano de la aceptación de la pluralidad; a la vez, se asume una igualdad fundamental con los otros en términos de derechos de ciudadanía, cuya extensión y aplicación real es reclamada como eje de la convivencia colectiva.

La autolimitación se refiere al abandono de toda perspectiva fundamen-talista: no se trata ya de que algún actor social o político convierta a todos los otros a una sola causa o programa, o que se busque homogeneizar a la sociedad a través de la acción del Estado. No se trata de anular a éste, ni tampoco de desaparecer la institución del mercado. Por tanto, la noción de sociedad civil no es portadora de una nueva utopía originaria, ni asume el protagonismo de actores universales. Su programa es bastante vago, pero a la vez ambicioso: transformar a la sociedad desde la sociedad misma, acotando los poderes del Estado y del mercado. Tcndencialmente, se apunta hacia un nuevo proyecto de democratización sustantiva.

Sin embargo, todo este potencial aparece hoy día inmerso en una enorme confusión conceptual. No es para menos, pues no existe un cor-pus teórico propiamente dicho en torno a la noción de sociedad civil. Como puede fácilmente percibirse, se entrecruzan en el terreno teórico definido por esta noción las coordenadas de la filosofía política, de la sociología de los movimientos sociales, de la teoría de la democracia, de la antropología y la sociología políticas. Si esto es cierto dentro del campo analítico, lo es también al nivel de los actores sociales. Una gran diversi­dad de aspiraciones, proyectos y procesos identitarios se superponen unos a otros, todos reclamando para sí la paternidad o el uso exclusivo de la categoría de sociedad civil. La polisemia resultante deviene en perplejidad y a veces en intentos de descartar de plano el propio concepto de sociedad civil, tirando así al niño junto con el agua de la bañera. Dada la importancia que los actores sociales le han otorgado como referencia identitaria, y el reconocimiento que ha ganado en las ciencias sociales contemporáneas, es relevante tratar de esclarecer los alcances y límites del concepto de sociedad civil.

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Es preciso empezar por acotar lo que vamos a discutir en adelante. La idea de sociedad civil ha sido retomada en los últimos veinte años en dos frentes: de una parte, una gran variedad de movimientos sociales contem­poráneos; de otra, un movimiento intelectual cuyos orígenes van hasta un grupo de escritores que pueden caracterizarse como posmarxistas (Arato y Cohén, 1992, intro.). Asi, en Europa del este dicha noción fue el eje de identidad de todos los actores que lucharon contra el socialismo autori­tario, especialmente en Polonia y Checoslovaquia (Arato, 1981, 1990). En América Latina, esta noción permitió realizar una serie de invoca­ciones democráticas en oposición a los regímenes dictatoriales del Cono Sur (Lechner, 1995). En los países del Occidente desarrollado, la idea de sociedad civil ha sido recuperada como mecanismo identitario de una serie de nuevos movimientos sociales muy diversos (movimientos ecolo­gista, feminista, pacifista), los cuales han planteado la necesidad de ampliar las esferas de participación política de la sociedad más allá de los ámbitos restringidos de la democracia formal (Mclucci, 1996; Cohén, 1985).

Por su parte, autores como Kolakowski, Vadja y Michnik, en Europa del este; Castoriadis, Lefort, Bobbio, Touraine, Habermas, en la del oeste, e incluso O'Donncll, Weffort y Cardoso, en América Latina, anti­ciparon o acompañaron en el plano intelectual, desde muy diversas pers­pectivas, la recuperación de la idea de sociedad civil. Los unía, sin embar­go, su vinculación con movimientos de crítica al marxismo estructural de los setenta y su búsqueda, dentro de las tradiciones del discurso occiden­tal, de opciones al "callejón sin salida" en que se encontraba el pen­samiento socialista.

Estos aportes permiten inferir que el concepto de sociedad civil puede constituir el eje de una nueva forma de analizar los procesos de demo­cratización de las sociedades contemporáneas, que implica una con­tinuidad y una ruptura con el marxismo occidental. La continuidad ra­dica en el entendimiento de la modernidad como un proceso de racionalización cuyas consecuencias sobre la vida cotidiana son desinte-gradoras y políticamente negativas. La ruptura consiste en la aceptación, por parte de las teorías de la sociedad civil, de la inevitabilidad de la exis­tencia de las instituciones sistémicas, es decir, el Estado y el mercado.

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Esto indica que las teorías de la sociedad civil son posrevolucionarias, que no plantean la toma del Estado o la anulación del mercado.

Esta doble vertiente de las teorías de la sociedad civil se funda en la idea de que existe una tercera esfera societaria, además del mercado y el Estado, en la cual puede fincarse la democracia a través del libre asocia-tivismo y sobre la base sociológica de la interacción social (Avritzer, 1994). La democratización consistiría entonces en el fortalecimiento de la organización de los actores sociales y el control progresivo sobre el Estado y el mercado por parte de la sociedad.

Desde esta perspectiva, la sociedad civil tendría dos componentes prin­cipales: por un lado, el conjunto de instituciones que definen y defienden los derechos individuales, políticos y sociales de los ciudadanos y que propician su libre asociación, la posibilidad de defenderse de la acción estratégica del poder y del mercado, y la viabilidad de la intervención ciu­dadana en la operación misma del sistema; es en este sentido que Walzer llama a la sociedad civil "escenario de escenarios" (Walzer, 1992). Por otra parte, estaría el conjunto de movimientos sociales que continuamente plantean nuevos principios y valores, nuevas demandas sociales, así como vigilan la aplicación efectiva de ios derechos ya otorgados. Tendríamos así que la sociedad civil contendría un elemento institucional definido bási­camente por la estructura de derechos de los Estados de bienestar con­temporáneos, y un elemento activo, transformador, constituido por los nuevos movimientos sociales.

La sociedad civil contiene entonces el potencial de una estrategia de democratización autolimitada que busca compatibilizar en el largo plazo la lógica del mercado, las necesidades y estructuras del sistema político y las necesidades de la reproducción socio-cultural. Esta visión teórica sólo puede entenderse dentro del contexto de una teoría crítica de la sociedad contemporánea. En efecto, esta aproximación a la sociedad civil contiene elementos descriptivo-analíticos y prescriptivos. No pretende situarse al margen de los debates normativos, sino incidir directamente en ellos. En este sentido, las teorías de la sociedad civil critican el positivismo hegemónico en la ciencia política contemporánea y apuntan a una vía de contacto entre la ciencia social y las necesidades, expectativas y discurso de los actores sociales reales.

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A partir de estos elementos es posible señalar la enorme importancia de una teoría de la sociedad civil para comprender los retos políticos de nuestro tiempo. Dadas las condiciones de nuestro país, es importante concentrarse en las consecuencias de este nuevo enfoque sobre la demo­cratización en relación a las teorías de la transición y consolidación de la democracia.

La popularización de las teorías de la transición ha conducido a que se atribuya a las élites políticas el protagonismo exclusivo en las negocia­ciones propias de la transición de un régimen autoritario a uno democrático. Estas teotías no sólo están equivocadas en cuanto a que el concepto mismo de democracia que manejan es sumamente limitado, sino que erróneamente atribuyen a la sociedad civil el rol de un conjunto de grupos de presión externos cuya única función es forzar el arranque y conclusión de las negociaciones entre las élites políticas. Como he discu­tido en otra parte (Avritzer y Olvera, 1992), un concepto riguroso de sociedad civil ayuda a realizar una crítica a las teorías de la transición, cuyo contenido no sólo legitima el carácter elitista de las democracias existentes, sino que además conduce a la pérdida de sentido de una ver­dadera democratización societal.

Las teorías de la consolidación de la democracia avanzan un paso en la dirección correcta al postular, vistos los efectos poco alentadores de las múltiples transiciones que se han producido en los últimos años, que las elecciones libres no son suficientes para garantizar la democra­tización de la vida social (O'Donnell y Valenzucla, 1992; Stepan y Linz, 1996, y la trascendental discusión que se lleva a cabo en el Journal of Democracy). Sin embargo, mucha de la discusión sobre la consolidación navega entre dos extremos que pocas veces se tocan: de un lado, una crítica empírica que se acompaña de postulados norma­tivos carentes de anclajes teóricos y que por lo tanto aparecen como una suma de buenos deseos (Diamond, 1994); de otro, propuestas de ingeniería constitucional o de diseño institucional que normalmente hacen caso omiso de los prerrequisitos sociológicos y políticos de su implementación (Sartori, 1994). Ese vacío, es nuestra convicción, puede ser llenado progresivamente por una teoría crítica de la sociedad civil. La recuperación contemporánea del concepto de sociedad civil

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no se limita a un recurso simbólico y polémico de un conjunto de movimientos sociales democratizantes, sino que tiende a convertirse en uno de los ejes articuladores de una nueva contribución a las teorías de la democracia.

II. LOS ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE UNA TEORÍA DE LA SOCIEDAD CIVIL

El concepto de sociedad civil ha sido recuperado por los actores sociales de nuestro tiempo de una manera polémica, que implica tanto una recu­peración como una crítica de las tradiciones liberales, democráticas y republicanas. Los principios de autonomía individual y derechos, eje del liberalismo; de participación y representación, propios de la tradición democrática, y de asociación civil y virtud pública, emanados del republi­canismo, son incorporados en la invocación contemporánea de la sociedad civil. Existe una crítica implícita a la unilateralidad de cada una de estas tradiciones, a su carácter fundamentalmente normativo y poco permeable a las dificultades de la materialización de sus postulados. En este sentido, la polémica sobre la sociedad civil está en el centro de los principales debates actuales de la filosofía y la sociología políticas: la democracia elitista versus la democracia participativa; el liberalismo a ultranza versus el comunitarismo; el antiestatismo neoliberal versus la defensa del Estado de bienestar,8 cada una de las cuales tiene sus particu­laridades en México.

Es entonces necesario remontarse en la historia del concepto de sociedad civil hasta quien produjo la primera síntesis de estas tradiciones. Enrique Serrano (1999) ha demostrado que Hegcl fue quien primero llegó a este resultado con su concepto de sociedad civil como espacio de mediación entre la esfera privada y el Estado. Siguiendo las enseñanzas de Adam Smith y los demás filósofos escoceses, Hegel reconoce la impor­tancia liberatoria del mercado en tanto que disuelve las viejas formas de integración social de carácter colectivo contenidas en la comunidad tradi-

' Un análisis de «ios debates en relación al concepto de sociedad civil puede encornarse en Cohén y Arato (1992, intro.)

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cional. El mercado y sus instituciones, tales como el derecho privado, los tribunales y los contratos, exigen y propician la creación del individuo moderno, esto es, de los hombres y mujeres como entidades autónomas. Sin embargo, a diferencia de los pensadores liberales clásicos, Hcgel apor­tará una valoración crítica de las consecuencias patológicas que la destrucción de las solidaridades tradicionales acarrea sobre el orden social. Esta línea de pensamiento habrá de ser recuperada y profundizada de diversas maneras por Marx, Durkheim y Weber.

Hegel trató de resolver el problema de las consecuencias negativas de la modernidad a través de dos argumentos de carácter fundamentalmente normativo: el primero se refiere a la recuperación de la dimensión asocia­tiva. En efecto, los individuos pueden asociarse voluntariamente y de esta forma superar el aislamiento a que los condena el mercado. Esta dimen­sión es la que resaltan los pensadores republicanos en general, sea desde la perspectiva de su eficacia como mecanismo de representación de intereses y contrabalance al poder del Estado, como Tocqueville, sea en la línea de la "cultura cívica" que, partiendo del mismo autor, desarrollarán después los politólogos pluralistas contemporáneos.

Para Hegel el problema de la respuesta asociativa radicaba en su debili­dad intrínseca. La solidaridad horizontal entre los hombres no era un resultado automático de la propia vida social, sino tan sólo una posibili­dad abierta por la institucionalización del derecho, la cual, en todo caso, carecía de fundamentos morales sólidos aplicables de manera general. Por consiguiente, su segunda propuesta normativa era que los productores libres se asociaran en corporaciones, las cuales deberían servir como escuelas de virtud, si bien ni siquiera ello podía garantizar la hegemonía de una cultura solidaria. Por ello Hegel terminó reconociendo la necesi­dad de la presencia del Estado como garante último de una moralidad supraindividual.

Enrique Serrano ha hecho notar las paradojas de esta concepción: por un lado, Hegel va más allá tanto del liberalismo —al criticar las conse­cuencias negativas del mismo sobre el tejido social— como del republi­canismo —al señalar las limitaciones del asociacionismo voluntario—. Por otro, Hegel queda preso de una concepción que atribuye al Estado un carácter universal y no reconoce el carácter desigual de las relaciones

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políticas. Sin embargo, Hegel ha señalado correctamente tanto el espacio como las instituciones que pueden propiciar la solidaridad: el derecho, la ciudadanía, las asociaciones voluntarias, los espacios intermediarios que, partiendo de la protección de la intimidad, contribuyen a formar indivi­duos autónomos. Sin embargo, dentro de su concepción estas instancias no pueden garantizar la reversión de los efectos disolventes de la mo­dernidad.

El proyecto teórico adelantado por Andrew Arato y Jean Cohén es un ambicioso intento por superar no sólo la concepción hegeliana, sino todas las otras, de la sociedad civil. Partiendo de una recuperación de la teoría social de Jurgen Habermas, estos autores señalan en su brillante libro que sólo una teoría social que es capaz de diferenciar la integración sistémica propia del Estado y del mercado de la integración social propi­ciada por la comunicación entre los seres humanos, puede justificar el principio de la autonomía de lo social. Ciertamente, la teoría de la acción comunicativa habermasiana, al incluir la exigencia del consenso como fundamento de la interacción social, proporciona un marco conceptual que localiza un modo de integración y un tipo de acción social que se diferencia de las instituciones y prácticas de dominación y explotación y cuya universalidad deriva de las necesidades intrínsecas (prácticas) de la comunicación humana.

Recuperando el concepto de "mundo de vida" como espacio sociológi­co del intercambio sociocultural, Cohén y Arato proponen vincular el concepto de sociedad civil al conjunto de prácticas e instituciones en donde la acción comunicativa se produce. Así, la sociedad civil sería un espacio que abarca una dimensión privada y una dimensión pública. La privada tendría un aspecto íntimo, la familia, y otro derivado de las leyes del mercado, cuyos confines están dados por el derecho mercantil. La dimensión pública tendría una expresión estrictamente comunicativa, la esfera pública, y otra institucional-participativa, dada por el conjunto de los derechos sociales y políticos. Con esta operación conceptual el térmi­no adquiere un rigor antes inexistente y se desdobla en dos aspectos com­plementarios.

El primero es la sociedad civil como institución, demarcada y estabi­lizada por el conjunto de los derechos producidos por la modernidad,

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que se dividen en tres "complejos": los que permiten la reproducción cul­tural (libertades de pensamiento, prensa, información, expresión); los que aseguran la integración social (libertad de asociación y de reunión), y aquellos que estabilizan la socialización (privada, intimidad, inviolabili­dad de la persona). A su vez, existen otra serie de derechos que fijan la naturaleza de las relaciones'entre la sociedad civil y la economía (propiedad, contratación, salarios y condiciones de trabajo) y entre la sociedad civil y el Estado (ciudadanía, formas de participación, derechos sociales). Todos estos complejos han evolucionado a lo largo de la histo­ria. Según la interpretación de Cohén y Arato, estos derechos no deben ser vistos sólo en una dimensión negativa, como expresiones de la domi­nación, sino como triunfos de la acción colectiva que abren posibilidades de libertad.

Precisamente aquí entra la segunda dimensión de la sociedad civil, que la define como movimiento. Dado que el marco de derechos moderno es producto de la acción colectiva, y que sólo la ampliación y cumplimiento de esos derechos puede permitir la profundización de la intervención societal en el control del Estado y del mercado, la sociedad civil sólo puede existir en movimiento. Si bien los derechos estabilizan, posibilitan, defien­den, es obvio que sólo la acción de los grupos y los individuos puede hacer que los derechos se cumplan y se aprovechen las potencialidades abiertas por ellos. En este sentido, la sociedad civil es un conjunto de movimientos sociales, asociaciones civiles, grupos informales e individuos influyentes en la opinión pública cuya acción mantiene y amplía los horizontes de la autonomía social. Todos estos actores emplean la comunicación como medio fundamental de integración, y si bien recurren a acciones estratégi­cas con el fin de promover sus objetivos, el contenido fundamental de su accionar es la búsqueda de reconocimiento, es decir, la aceptación pública (y la eventual institucionalización) de sus demandas.

Es verdad que un concepto de sociedad civil que localiza un espacio sociológico y una forma de acción social específica para su desarrollo ofrece un ventaja teórica extraordinaria. Por un lado, la solución de Cohén y Arato responde a la crítica hegeliana en cuanto que localiza en las relaciones sociales mismas que caracterizan a la modernidad un con­tenido cuyo desarrollo deviene la base de la autonomía de lo social. En

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efecto, si la comunicación es el fundamento de la vida colectiva y su pleno desarrollo exige la suspensión de la coerción y de las relaciones de dominación en general, entonces tanto desde el punto de vista sociológi­co como desde el normativo es posible encontrar un fundamento autónomo a la vida asociativa.

Sin embargo, como bien señala Enrique Serrano, no es posible hacer abstracción de las relaciones de poder en la vida cotidiana. Aun acep­tando el argumento habermasiano como una construcción de tipo ideal, en los hechos la acción comunicativa nunca está separada de la acción estratégica ni en los espacios privados ni en los públicos. Por tanto, los espacios y las prácticas de la sociedad civil no existen al mar­gen del poder ni pueden abstraerse de las leyes del mercado, de tal ma­nera que la sociedad civil no tiene asegurada ni su reproducción como conjunto de prácticas sociales ni su sobrevivencia como conjunto de instituciones. En este sentido, Serrano llama la atención hacia una con­cepción de sociedad civil que apunta a su carácter de puente entre sis­temas, arena de conflictos y de debates, y por tanto a una interme­diación compleja de distintas formas de acción cuyo equilibrio nunca está garantizado.

Habermas reconoce en su teoría que la acción comunicativa no es una forma de acción exclusiva del mundo de vida, pues todos los ámbitos sociales requieren para su reproducción alguna forma de comunicación. De lo que se trata es de establecer la primacía de la acción comunicativa en el mundo de vida, aún reconociendo que en la práctica, la acción estratégica está entrecruzada en todos los actos de la vida cotidiana. Por tanto, el objetivo de Cohén y Arato es resaltar aquellas áreas y prácticas que dentro del mundo de vida posibilitan la racionalización cultural y acotan la influencia de los factores estratégicos. Esta es la misma apuesta que hacen, sin saberlo, todos los teóricos de la democracia participativa, los republicanos cívicos y los liberales pluralistas, quienes apuntan, desde un punto de vista estrictamente normativo, a recrear ese tipo de espacios. En la práctica social sucede lo mismo. En un mundo en el que la utopías sustantivas han devenido obsoletas, la búsqueda de alternativas para cons­truir la libertad es la aspiración cotidiana contenida en la práctica de los actores sociales.

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El problema empírico que plantea de inmediato este enfoque es el del referente sociológico en el que se puede producir el modelo de raciona­lización implícito en la acción comunicativa. Éste sólo puede ser la esfera pública, es decir, el conjunto de micro y macroespacios en los que el debate racional de ideas, principios e intereses tiene lugar. Sin duda, la noción de esfera prúbüca es tan vaga como la de sociedad civil. En la prác­tica es imposible encontrar un espacio de debate que no esté cruzado por factores estratégicos, sean éstos marcados por la búsqueda de poder o de prestigio, o por la competencia mercantil. Sin embargo, es cierto que hay espacios en los que por construcción institucional, diseño legal o acuerdo colectivo, se crean las condiciones para un debate orientado al consenso. Tal es el caso de los parlamentos, las aulas universitarias, los foros públi­cos de consulta y ciertos momentos y tipos de medios de comunicación masiva (si bien de manera indirecta). Hay además infinidad de microes-pacios en asambleas, reuniones y juntas de todo tipo cuyo fundamento normativo es el consenso. Por supuesto, la democracia representativa está diseñada sobre la base hipotética del acuerdo racional. Por tanto, lo que importa destacar es el potencial de racionalización contenido en esc con­junto de espacios y procesos, que, de hecho, a lo largo de la historia han funcionado efectivamente como la base material de las luchas por la ciu­dadanía y la extensión de los derechos.

Debe decirse, sin embargo, que lo que caracteriza a la investigación real del mundo de vida, sobre todo en su esfera institucional, que es donde se desenvuelve la sociedad civil, es, precisamementc, el hecho de que en su operación cotidiana, los factores estratégicos constituyen los modos de garantizar la operatividad y la eficacia de la acción. La acción de los movimientos sociales no es pura y llanamente emotiva o simbóli­ca, constitutiva de mecanismos de identidad, sino que también busca la eficacia política. Es precisamente al nivel de la institucionalización de nuevos espacios de acción, de nuevos derechos, donde la acción estratégica y la eficacia operativa se convierten en lógicas fundamentales. Por consiguiente, es en el interés de los movimientos sociales el actuar estratégicamente para institucionalizar sus propias ganancias o deman­das. Olvidar estos factores implícitos en la lógica de la acción colectiva puede conllevar a un error interpretativo en términos de adscribir a los

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movimientos un carácter igualitario, meramente solidario, por defini­ción. El análisis de los movimientos sociales y de la constitución de una sociedad civil, indica que éste es un proceso desigual, marcado por eta­pas diferentes en las cuales se crean progresivamente actores modernos que fundan y legitiman su acción en una combinación específica de lla­mados a identidades y valores primordiales y a lealtades y valores mo­dernos. Es evidente que no podemos hablar en los países latinoameri­canas de mundos de vida completamente modernizados, sino de cul­turas y sociedades abiertamente heterogéneas. Esta heterogeneidad se manifiesta no sólo en una combinación entre tradición y modernidad, sino en el hecho de que existen enormes desniveles de conocimiento y poder dentro de los movimientos, los cuales, mientras más populares son, mayor es la desigualdad entre sus componentes internos de lo que ellos suponen.

Andrcw Arato ha reconocido las limitaciones del enfoque haber-masiano de la sociedad civil (Arato, 1999). Arato vuelve a las preguntas teóricas planteadas por los movimientos sociales antiautoritarios de Europa del este (que fueron la inspiración de su magna obra sobre el con­cepto de sociedad civil) e indica que la solución que él ofreció en su momento era parcial. Decisivo es el reconocimiento de que hay una con­tradicción entre el alegato de que la sociedad civil está en el origen de la lucha contra el socialismo autoritario y el argumento de que ese mismo sistema político destruye todas las redes de solidaridad, así como los espa­cios au tónomos de debate y aprendizaje normat ivo. En efecto, recordemos lo que al principio nos preguntamos: ¿cómo puede ser la sociedad civil al mismo tiempo el origen y el resultado de la lucha antiautoritaria?

Arato reconoce que hace falta una teoría de lo social que explique cómo enmedio de la destrucción de los espacios de la autonomía social pueden sobrevivir los fundamentos de una vida asociativa indepen­diente. Por tanto, implícitamente se acepta que la teoría habermasiana de la acción comunicativa resulta insuficiente para responder a este deci­sivo problema empírico. En esta misma línea se ubica su reconocimiento de que la esfera pública es un concepto demasiado abstracto que, como ya hemos mencionado, en la realidad empírica se presenta en múltiples

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formas y niveles cuyo contacto y relación no están resueltos teórica­mente, lo cual apunta hacia otra limitante dentro del pensamiento habermasiano.

Si bien la conceptualización necesaria al desarrollo de una teoría de la sociedad civil no está completa, lo cierto es que los aportes ofrecidos por Cohén y Arato establecen claramente los contornos de la teoría. En esen­cia, se trata de rescatar el potencial autonómico contenido en las formas de racionalización cultural del mundo de vida, debidamente protegidas y estabilizadas por un marco de derechos construidos a lo largo de la mo­dernidad. De esta manera es posible pensar el problema de la legitimidad democrática en una nueva perspectiva, que vaya más allá de los prcce-dimientos normativos de la representación y el sistema electoral. El análi­sis de la democracia debe incluir también un concepto mucho más amplio de la participación, un juicio más riguroso de la representación y una extensión de la racionalidad consensual a todas las actividades de la vida cotidiana.

Una vía complementaria de resolución de los problemas teóricos aquí reseñados la ofrece Leonardo Avritzer (1999). El autor brasileño señala que la clave de la ausencia de la sociedad civil en los países de la semipe-riferia capitalista radica en el hecho de que ellos experimentaron una modernización sesgada y no un verdadero proceso de modernidad. Avritzer apunta que, a diferencia de Occidente, donde la modernidad inició como un proceso sociocultural en el cual la racionalización de normas, valores y principios fue concomitante a la expansión del merca­do y del Estado modernos, en los países de la periferia se produjo una imitación de las instituciones creadas por la modernidad en Occidente sin su correspondiente referente sociocultural. En otras palabras, en América Latina se produjo una simple modernización, vale decir, una imposición del mercado capitalista y una mala copia de las instituciones constitucionales de Occidente, pero sin que mediara el proceso de aprendizaje normativo implícito en la emergencia del pensamiento libe­ral, democrático y republicano en Europa occidental y en los Estados Unidos, y sin que se experimentara la larga y difícil generalización de los derechos individuales, políticos y sociales que caracterizó la vida pública en Occidente.

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En este punto Avritzer entra en diálogo con las interpretaciones his-toricistas sobre la sociedad civil. Gellner (1996) y Hall (1995), entre otros, han insistido en que la sociedad civil es el resultado de procesos simultáneos de construcción de Estados-nación, formación de imagina­rios culturales nacionales y por tanto de identidades colectivas postradi-cionales, y creación de un concepto e instituciones fuertes de ciudadanía. Este argumento es afín a las interpretaciones de historiadores contem­poráneos inspirados en Weber, como Veliz (1980), o en distintas ver­siones de la historia de las instituciones y de las élites políticas, como Guerra (1989), Knight (1986) y Escalante (1992).

Avritzer apunta también las dificultades socioculturales que enfrentó la práctica del asociacionismo civil en América Latina a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. No sólo no fue posible construir espacios autónomos para la asociación libre de influencias políticas, sino que no existía una cultura política proclive al reconocimiento de la plu­ralidad y de la autonomía como principios fundamentales de las prácticas colectivas. Ciertamente, a nivel de las clases medias urbanas no fue posi­ble que se consolidaran espacios propios de una arena pública, ni a nivel de las clases populares hubo la oportunidad de fortalecer un asociacionis­mo gremial o de clase verdaderamente autónomo debido a la fuerza del populismo.

Un argumento adicional de fundamental importancia dentro de esta misma línea de interpretación es aportado por Roberto Várela (1999). La especificidad del modelo de racionalización occidental resulta evidente al contrastarlo con la cultura de los pueblos indígenas de nuestros países y con las formas múltiples en que se combinan los elementos culturales de Occidente con los producidos por el peculiar encuentro entre culturas indígenas y fuerzas coloniales. En efecto, si algo caracteriza a los países de la periferia es su enorme heterogeneidad social y cultural, producto no sólo de una modernización segmentada, sino también de patrones cultu­rales que no se asimilan al modelo occidental.

Estamos frente al problema de la incorporación instrumental de prácti­cas y culturas tradicionales dentro de la modernización sesgada de América Latina. Este proceso de hibridación cultural ha resultado en la persistencia de formas de intregración social tradicionales que resultan ser

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funcionales a la expansión del mercado capitalista y a la consolidación de regímenes políticos no democráticos. Ciertamente, no se trata de un pro­ceso unilateral, es decir, del resultado del cálculo estratégico de los actores modernos. La explicación radica también en la resistencia extraordinaria de los pueblos indígenas a ser asimilados por las instituciones y prácticas de una modernidad parcial que sólo les ofrece opresión y explotación, mas no libertad ni autonomía.

En buena medida, esta resistencia se tradujo en un rechazo a la mo­dernidad en cuanto tal, es decir, como proyecto, incluyendo sus institu­ciones democráticas. Sin duda este rechazo era natural dado que los derechos y las instituciones representativas no constituían sino una fic­ción jurídica. No es de extrañar, por consiguiente, que en los pocos momentos de la historia de América Latina en que las masas pudieron incorporarse a los regímenes políticos, este proceso se produjera en una forma no democrática, llevando a la emergencia y consolidación del populismo.

Si bien Várela propone un modelo analí t ico derivado de la antropología política en el cual el poder es el elemento central, debe decirse que nos enfrentamos de inmediato a la limitante de la pérdida de la dimensión cultural. En efecto, la centralidad del poder conduce a una indiferencia respecto a los modelos socioculturalcs de racionalización. El modelo aquí propuesto es eficiente en términos de describir las relaciones de poder, mas no en lo que se refiere al análisis de los potenciales de cam­bio. Sin embargo, Várela ha llamado la atención hacia un hecho central: la desigual distribución de recursos materiales y de bienes culturales ha conducido a la reproducción de formas de dominación basadas en la dependencia personal y colectiva que bloquean la racionalización socio-cultural. Éste es el problema planteado con fuerza hoy día por el movi­miento nacional indígena.

Estos argumentos refuerzan la hipótesis de la especificidad histórica de Occidente y por tanto de la sociedad civil como producto cultural e institucional exclusivo de la modernidad occidental. Pero este patrón argumentativo, si ha de ir más allá de una mera constatación empírico-descriptiva, debe ubicarse en el marco de una teoría de lo social que reconozca la centralidad de las instituciones y las prácticas sociocultu-

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rales cuya esencia es el acotamiento del poder político y la limitación del mercado. En efecto, la "especificidad de Occidente" es en realidad una particularidad de orden sociocultural. La construcción de Estados-nación con instituciones democráticas, esto es, con reconocimiento de derechos ciudadanos y espacios protegidos para la acción social autóno­ma, constituye un proceso histórico cuyo eje central no es solamente la creciente inclusión social y política de las mayorías en el mercado y en el Estado, como gustan de señalarlo los historiadores, sino un proceso con matriz cultural cuyas batallas principales se libraron en lo que hoy lla­mamos una esfera pública. Esta sucesión de luchas sociales implicó una confrontación de valores y principios a lo largo de una larga prolongada batalla política, cuyos logros se institucionalizaron a través de pactos sociales de trascendencia histórica y se estabilizaron a través de la creación de nuevos derechos.

Pero si esto es una descripción eficaz de un largo proceso histórico, entonces en efecto existen formas de acción colectiva que tienen como esencia la comunicación y que propician el debate, por más que éste aparezca subsumido en la historia en una sucesión de grandes conflictos políticos. En realidad cada nuevo ciclo de institucionalización democráti­ca es precedido por una gran lucha sociocultural que implica la búsqueda de reconocimiento de derechos y la afirmación de identidades colectivas forjadas al calor de procesos socioculturales. Por consiguiente, la teoría de la acción comunicativa puede ser incorporada en el análisis social, de una manera crítica para evitar su sesgo utópico, pero reconociendo que sus postulados centrales apuntan en efecto a un tipo de práctica social que es esencial en la construcción de la modernidad y principalmente de uno de sus resultados fundamentales: la sociedad civil.

La argumentación anterior señala la necesidad de complementar las interpretaciones teóricas de carácter abstracto sobre el concepto de sociedad civil con los análisis de corte histórico que buscan diferenciar los modelos de integración política y las formas de extensión de la modernidad. Si bien es cierto que un concepto de sociedad civil basado exclusivamente en la teoría habermasiana resulta insuficiente en tanto no reconoce la ubicuidad de las relaciones de poder en todos los espa­cios sociales, también es cierto que la acción comunicativa y sus instan-

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cias de realización sociológica están implícitamente reconocidas en los análisis históricos que abordan los procesos de racionalización socio-cultural.

Por consiguiente, una teoría de la sociedad civil no puede fundarse sola­mente en una recuperación parcial de las tradiciones liberal o republicana, pues ninguna de ellas puede remitir al fundamento último del tipo de acción colectiva que propició la institucionalización de los principios nor­mativos de una u otra tradición. En efecto, los liberales deben reconocer que el mercado por sí mismo no genera principio alguno de solidaridad ni crea los espacios y las instituciones de la comunicación. Los republicanos deben reconocer que el asociacionismo civil y las virtudes cívicas no se pro­ducen por generación espontánea, sino que tienen sus raíces culturales en procesos de aprendizaje colectivo que presuponen la comunicación libre entre individuos, la institucionalización de espacios públicos y la estabi­lización de derechos que garanticen el ejercicio de esa comunicación. Para los demócratas puros es necesario reconocer que la participación no es un bien que emerge por sí mismo a partir de parlamentos y partidos, sino una práctica que implica capacidades y conocimientos socioculturales que se aprenden a partir de intercambios comunicativos en espacios acotados, sin lo cual las instituciones democráticas resultan meramente una ficción.

En resumen, el concepto de sociedad civil sólo puede encontrar un fundamento riguroso en una teoría social que contemple la posibilidad de la racionalización sociocultural a partir de la comunicación y reconozca al mismo tiempo las limitaciones que a este proceso impone la lógica inma­nente de los sistemas económico y político, sin separar ambos tipos de procesos en forma absoluta.

Ahora bien, lo anterior no implica que tal teoría este ya completa­mente disponible. Como bien señala Andrew Arato, existen enormes huecos en una teorización rigurosa de la sociedad civil. Esas limitaciones tienen que ver no sólo con las aporías del pensamiento habermasiano sino también con el atraso del análisis de los procesos culturales y, ante todo, con la falta de relación entre disciplinas sociales, las cuales se han caracterizado por una definición tal de sus campos de estudio que sus conocimientos se vuelven inconmensurables, vale decir, no incorporables unos dentro de otros sin la mediación de una teoría crítica.

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